Publicamos algunos de
los comentarios que se hicieron hasta hoy, de la novela
En
agosto nos vemos. (VI)
CLARIN
Buenos Aires - Argentina
17 de marzo de 2024
Revista Ñ – Literatura
García Márquez y la mujer
que inventó su destino
La publicación de la novela póstuma En agosto nos vemos conmemora una década
de la partida y 97 años del nacimiento del autor de El amor en los tiempos del cólera. En su encarnizado
perfeccionismo, la reescribió muchas veces.
García Márquez y la mujer que inventó su destino El
autor de Cien años de soledad.
Por Gustavo Tatis Guerra
Hay en esta nueva y breve joya de la literatura universal, En agosto nos vemos, de Gabriel García Márquez, seis capítulos y setenta páginas, una visión renovada del amor en los hombros de una mujer, Ana Magdalena Bach, la protagonista que tiene 46 años, 27 años de casada con un hombre que “amaba y que la amaba”, y fue al altar sin culminar sus estudios de Artes y Letras, siendo virgen y sin tener novios anteriores. Madre de dos hijos: un joven de 22 años, primer cello de la orquesta sinfónica nacional, y Micaela, de 18 años, que deseaba ser monja de la orden de las Carmelitas Descalzas. Un aparente matrimonio donde todo parecía fluir es lo que lleva a crear en el autor la singular paradoja de que “nada se parece más al infierno que un matrimonio feliz”.
La protagonista diseña su propio destino, su paraíso efímero, cada 16 de agosto, al llevar un ramo de gladiolos frescos a la tumba de su madre enterrada en un cementerio de una isla del Caribe descrita como un “pueblo indigente con casas de bahareque, techos de palma amarga y calles de arena ardiente frente a un mar en llamas”.
Un paisaje que por instantes podría ser Cartagena de Indias, en donde hay un caserío pobre de pescadores mutilados por pescar con dinamita (La Boquilla), en donde hay niños desnudos, una laguna sembrada de cocoteros, con garzas, iguanas, cerdos, vendedores ambulantes, una avenida con palmeras reales, playas extensas y hoteles de turismo. Sólo sabemos que en ese lugar nació una poeta y un senador grandilocuente que estuvo a punto de ser presidente de la república, tal como lo precisa el autor
Esta mujer es diametralmente opuesta al destino de las mujeres en las obras anteriores de García Márquez, que viven los límites opresivos y dramáticos de una sociedad machista y patriarcal. Ana Magdalena Bach, su nombre es evidentemente un homenaje a la música universal. Es una mujer culta, ilustrada, amante de la literatura y la música clásica, pero también del bolero.
Una mujer de cabellos indios hasta los hombros,
cuyos “ojos de topacio eran hermosos con sus oscuros párpados portugueses”, nos
evoca la descripción de la mujer de su cuento “El avión de la bella durmiente”.
Tiene los “senos redondos y altivos a pesar de sus dos partos” y se unta gotas
de perfume Maderas de Oriente en el lóbulo de cada oreja. No se parece en nada
a Úrsula Iguarán (de Cien años de soledad), que maneja los hilos del orden y el
destino de la estirpe, mientras los hombres cumplen el desvarío de pelear en la
guerra, ir al burdel, seguir los pasos del circo o matarse por falta de amor.
Tampoco se parece a Remedios la Bella (de Cien años...), cuya soledad y santidad alejada de los hombres, provoca muertes y catástrofes en quienes la pretenden. Es el reverso del alma de Ángela Vicario (de Crónica de una muerte anunciada), víctima de amar antes de ir al altar, en una sociedad atroz del siglo pasado en el Caribe, que lavaba con sangre el honor de la virginidad mancillada. No es Pilar Ternera y Petra Cotes (Cien años), matronas del placer, a quienes jamás les importó el juicio de doble moral de una sociedad envilecida. No es Fermina Daza (de El amor en los tiempos del cólera), entre dos amores, que esperó enviudar para cumplir los designios del corazón. Lo autobiográfico está presente siempre en toda la creación y construcción del carácter del personaje en García Márquez.
La madre de Ana Magdalena, de ancestros musicales, era una reconocida maestra de primaria en el Montessori, al igual que la profesora Rosa Elena Fergusson, quien enseñó a leer y escribir al autor y lo inició en el encanto de la poesía al recitarle de memoria poemas del Siglo de Oro español, cuando era un niño en Aracataca. De su madre, que decide ser enterrada en ese lugar pobre, Ana Magdalena heredó además del brillo de sus ojos dorados, “la virtud de las pocas palabras y la inteligencia para manejar el temple de su carácter”.
Esta mujer encarna el tránsito de la vieja y anacrónica visión del amor en una sociedad patriarcal y machista en la que hay mujeres sometidas y silenciadas en el rezago latinoamericano, y nos revela el amor sin prejuicios de la mujer independiente, liberada y dueña de su destino en el siglo XXI. En esta novela García Márquez descifra con clarividencia contemporánea las nuevas tensiones interiores del alma femenina, los cataclismos existenciales y emocionales, en contraste paradójico con una aparente y feliz vida conyugal.
El amor con su anverso y reverso, el amor más allá de la soledad y el laberinto del poder, el amor, la soledad y la muerte, tres grandes obsesiones en sus novelas como El amor en los tiempos del cólera, El general en su laberinto, Del amor y otros demonios, Crónica de una muerte anunciada, y en sus cuentos “María Dos Prazeres” y “Un (sic) rastro de tu sangre en la nieve”. Y esta vez desde otra perspectiva narrativa, la soledad, el amor y la muerte en En agosto nos vemos.
Lo que parece un azar es un lazo del destino. García Márquez elige un viernes 16 de agosto, mes de calores y aguaceros inesperados, de augurios y espantos, para iniciar la metamorfosis emocional de Ana Magdalena, fecha elegida al azar, sin presentir que su musa esencial, Mercedes Barcha, una de las mujeres fundamentales de su vida y obra, luego de más de medio siglo de matrimonio, partiría el 15 de agosto de 2020.
Es como si en un día de un agosto distante y diferente en el tiempo, trascurriría la trama delirante de otra historia de amor, en la que el azar delinearía un horizonte imprevisible de pasiones entre las 3 de la tarde del 16 de agosto y las 9 de la mañana del día siguiente, antes de subirse al transbordador. García Márquez decía en público y privado que él, como todo escritor, tenía tres vidas, una vida secreta, pública y privada, pero que en las tres gravitaban siempre, como presencia ineludible, las mujeres. En su vida y en su propia obra.
Hasta 1937 vivió en la casa grande de sus abuelos
en Aracataca, junto a su abuela Tranquilina Iguarán y el abuelo coronel Nicolás
Márquez Mejía, y once mujeres más, entre tías y parientes, y tres indígenas
wayuu que vivían en el traspatio de la casa, que es lo único que se conserva
intacto en su casa natal, bajo la vieja sombra de un árbol enorme de barbas
flotantes que acarician el piano.
De esa infancia no solo proviene Cien años de soledad, su novela clásica, sino toda su escritura, en la que desde niño las mujeres de la casa y el pueblo fueron personajes de carne y hueso para sus cuentos y novelas. “Creo que la esencia de mi modo de ser y de pensar se la debo en realidad a las mujeres de la familia y a las muchas de la servidumbre que pastorearon mi infancia” confiesa en sus memorias, Vivir para contarla. “Eran de carácter fuerte y corazón tierno, y me trataban con la naturalidad del paraíso terrenal. Entre las muchas que recuerdo, Lucía fue la única que me sorprendió con su malicia pueril, cuando me llevó al callejón de los sapos y se alzó la bata hasta la cintura para mostrarme su pelambre cobriza y desgreñada”.
Evoca también a Trinidad, de trece años, hija de alguien que trabajaba en su casa, que en una noche de música de banda lo sacó a bailar y le dejó para siempre la huella de su tacto con la conmoción de su olor de animal de monte en cada pulgada de su piel. García Márquez conoció y descifró el alma de su esposa Mercedes y las de mujeres de todos tiempos: conoció la desolación y la esperanza de las muchachitas que se acostaban por hambre en el viejo burdel de Barranquilla, en el edificio El Rascacielos donde convivió y compartió con prostitutas, en el Niño de Oro de Cartagena, y en los burdeles de Sucre, y las mujeres del mundo con otro poder más allá del oro, mujeres presentes e intangibles como Virginia Woolf, a quien evoca en el final de su novela póstuma, en tiempo presente, por medio del apocalipsis de todo esplendor en las manos perfumadas de la señorita Dalloway y en las cenizas de la madre de Ana Magdalena Bach.
En toda esta novela hay referencias a libros y autores y obras musicales: Ana Magdalena Bach lee Drácula de Bram Stoker, en el primer agosto, y continúa con El extranjero de Camus, El viejo y el mar de Hemingway, El lazarillo de Tormes, la Antología de cuentos fantásticos de Borges y Bioy Casares, Crónicas marcianas de Ray Bradbury, Daniel Defoe, El día de los trífidos de John Wyndham, y escucha frente al primer seducido el Claro de Luna de Debussy, y escucha en próximos agostos: a Dvorak, Mozart, Schubert, Béla Bartók, Chaikovski, Aaron Copland y Celia Cruz, entre otros.
La novela tiene la sutileza de un embrujo adictivo al ritmo sensual de la música, a sorbos de ginebra y brandy. “El mundo cambió desde el primer sorbo. Se sintió pícara, alegre, capaz de todo, y embellecida por la mezcla sagrada de la música con la ginebra”, describe el autor. En la intimidad de la habitación 203 ella abrió la puerta desde adentro de su alma y cumplió su deseo: “No le dejó ninguna iniciativa. Se acaballó sobre él hasta el alma y lo devoró para ella sola y sin pensar en él, hasta que ambos quedaron perplejos y exhaustos en una sopa de sudor”. Ese primer capítulo es un cuento perfecto y la secuencia general son seis narraciones enlazadas en la que Ana Magdalena Bach inicia una nueva búsqueda de su propia libertad individual y sexual.
En una ocasión en privado el autor de En agosto... nos confesó que deseaba escribir novelas de amor, en donde sus protagonistas otoñales y en plena madurez pudieran vivir la felicidad del amor como si vivieran una renovada primavera. El ritmo de la prosa poética fluye cuando describe instantes como “el aleteo de mariposas dentro del pecho se le volvió insoportable con la sola idea de tener al hombre de su vida hasta el amanecer”.
En la novela desnudó el espíritu de hombres machistas como Aquiles Coronado, amante de Los Panchos, que desahogaba su pasión de adolescencia por Ana Magdalena Bach, haciendo el amor con su esposa en la oscuridad, y pensando en la mujer culta y sensible que era Ana Magdalena, pensamiento en la intimidad con su mujer que lo hacía feliz.
En esencia, Gabriel García Márquez fue siempre un alquimista de las historias íntimas y buscaba que sus lectores inventaran y reinventaran la huidiza y misteriosa felicidad del amor, sin ataduras. Batalló hasta el final con los lugares comunes, y fue más allá de la novedad vivencial de ese primer capítulo que genera un verdadero cataclismo en la vida de la protagonista. No se trataba de alargar y repetir encuentros con diversos amantes fugaces, sino confrontar las tensiones que palpitaran en su espíritu.
Así que, en estos seis capítulos el autor reescribió como quien pule una piedra preciosa y alcanzó una breve obra maestra de la literatura, intuyendo que no todo estaba resuelto en los encuentros corporales y sexuales de Ana Magdalena Bach, que elige y no se deja seducir por hombres machistas o patriarcales, sino que profundiza en los intersticios y misterios de una feliz vida conyugal, y nos revela silencios cifrados del deseo no siempre alcanzado.
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LA JORNADA
CDMX
3 de
marzo de 2024
Opinión
Un García Márquez muy especial
Por Eric Nepomuceno
Él no va a estar, pero habrá fiesta: ese día llega al mundo hispánico, a Brasil y a un amplio baúl de idiomas, En agosto nos vemos, su obra póstuma. Es verdad que García Márquez no consideraba que el libro estuviera terminado. Su costumbre de revisar hasta considerar una obra cerrada solía llevar más tiempo que escribirla. Por eso ordenó a Rodrigo y Gonzalo, sus hijos, que el texto no fuera publicado jamás.
Pasado el tiempo, los dos decidieron desobedecer al padre. Y explican la razón: el libro es mucho mejor de lo que recordaban. También dicen que, si los lectores celebran el libro, el padre quizá perdone la traición.
No entraré en detalles de la historia, pero quiero asegurar que Rodrigo y Gonzalo nos ofrecen un tremendo regalo. Y que el padre sabrá perdonarlos.
Hay una descripción detallada de la vida de Ana Magdalena Bach, el personaje central de En agosto nos vemos. Es una visión femenina del mundo y de la vida, y con una tremenda carga de sensualidad nada común en el escenario de la literatura de nuestras comarcas.
En resumen: es el Gabo en estado puro.
De todos los libros que traduje de él al portugués de Brasil, por primera vez no pude llamarlo para intercambiar comentarios.
La verdad es que le consulté una única vez. Mandé media docena de palabras que podían tener doble sentido. La respuesta fue fulminante: media docena de veces la misma frase, “vete al diccionario”.
Ya los comentarios y las preguntas eran pura diversión. En su libro de memorias, él mencionaba “Cuadernos de Calella”. Bueno, Calella es una pequeña ciudad playera cercana a Barcelona.
La conocí bien porque ahí vivían exiliados Helena y Eduardo Galeano. Comenté eso con García Márquez, que me preguntó si quería decir algo en portugués. Le dije que no, y él se divirtió en el teléfono: “Perfecto, porque en castellano tampoco quiere decir alguna cosa”.
Termino diciendo que de todo lo que traje de García Márquez al portugués de Brasil, ése ha sido el trabajo que más me costó.
Y no por tratarse de un texto demasiado complicado. Fue el que más me costó porque esta vez no pude llamarlo al terminar ni cambiar comentarios e historias paralelas.
Le diría, por ejemplo, que en Memoria de mis putas tristes la carga de sensualidad y sexo es más discreta, y que el cambio de trayectoria de vida de Ana Magdalena Bach es una sorpresa radical.
Que el final es absolutamente inesperado, que tuve que releer para entender todo el libro y toda la historia de Ana Magdalena.
Tengo por norma no leer antes de traducir. Y que cuando tuve que traducir lo que ya había leído hacia un esfuerzo olímpico para olvidar.
Al traducir busco tener la misma y tensa expectativa que enfrento cuando escribo mis cuentos.
Pues en este libro esa tensión persistió en el aire todo el tiempo. Y cuando terminé la última revisión, ella continuaba flotando sobre mi alma. Y continúa todavía, cuando recuerdo el libro.
La manera como García Márquez oscila entre escenas de sexo explícito, como no recuerdo haber leído en sus otros libros, y delicadas descripciones de hábitos cotidianos de Ana Magdalena, es excepcional.
Una visión femenina insólita, sutil, y por eso mismo permanente.
No hay duda: Rodrigo y Gonzalo hicieron muy bien cuando desobedecieron la determinación del padre. Y Gabo está de vuelta en su estado más puro y grandioso.
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LA NACION
Buenos
Aires - Argentina
16 de
marzo de 2024
Ideas
La novela póstuma y crepuscular
de García Márquez
La publicación de En
agosto nos vemos, del Premio Nobel colombiano, plantea el dilema de muchos
textos finales, en que el estilo de un autor se vuelve otro
Por Pedro B. Rey
Un par de libros póstumos recientes sirven de ejemplo para probar lo heterogéneo de esa supuesta categoría. Cuando falleció en 1977, Vladimir Nabokov estaba escribiendo una novela a la que llamaba El original de Laura. Fue un misterio legendario, guardado bajo siete llaves, hasta que hace más de una década su hijo Dimitri aceptó finalmente publicarla. Nabokov tenía como método escribir párrafos en fichas individuales, lo que le permitía agregar y descartar con facilidad. El original de Laura consiste apenas, como se sabe hoy, en un puñado disgregado de unas poquísimas fichas inconexas. A los lectores de Nabokov solo les queda lamentar que la muerte haya dejado todo en gateras.
El año pasado, en cambio, se tradujo Guerra, uno de los manuscritos que Céline dejó en su departamento cuando escapó de Francia antes de la Caída de París y alguien luego se robó. Guerra es breve, desprolija, pero se centra en las experiencias del autor en la contienda mundial de 1914-1918. Es el eslabón perdido entre Viaje al fin de la noche y Muerte a crédito. Tiene, además, algunas de las páginas más extremas en el ya extremo estilo de Céline. No haberla publicado hubiera sido una torpeza.
En agosto nos vemos, la última pieza que dejó Gabriel García Márquez (1927-2014), dada a conocer ahora, a diez años de su muerte, propone un dilema de otro orden. Por un lado, el colombiano no solo la dejó terminada –aunque la hubiera revisado todavía más–, sino que incluso leyó públicamente algún fragmento en un encuentro en España, cuando todavía era un work in progress. Por otro lado, tal vez más importante, renegó del resultado. Según admiten sus hijos, Rodrigo y Gonzalo García Barcha en el prólogo donde cuentan las razones de su discutida decisión, GGM terminó zanjando: “Este libro no sirve. Hay que destruirlo”. Como Kafka, García Márquez, que ya había empezado un proceso de pérdida de memoria que lo acompañaría hasta el final, dejó ambiguamente esa tarea en manos familiares.
Los motivos de la desilusión del propio autor son fáciles de deducir: aunque En agosto nos vemos es un texto cerrado –con un inicio atractivo y un final que no lo desmerece – muestra una prosa minimalista que se parece poco y nada al estilo que convirtió a García Márquez en bandera del viejo boom latinoamericano.
El libro –una nouvelle por sus dimensiones y estructura– cuenta una historia simple, que también discrepa por su trama y temporalidad con los trazos habituales de su narrativa: una mujer que media los cuarenta (tendrá 50 al final) viaja anualmente a una isla caribeña para visitar la tumba de su madre, enterrada allí por razones misteriosas. La protagonista está felizmente casada, pero en una de esas visitas tiene un inesperado affaire de una noche. El hombre, al irse, le deja –para su indignación– un billete de 20 dólares dentro del libro que está leyendo. En los viajes sucesivos, de año en año, dará con nuevas aventuras no buscadas (de un seductor latinoamericano a un holandés, además del encuentro con un viejo conocido). La infidelidad no llega a torturarla, pero sí la lleva a interesarse por los posibles deslices del marido, un músico y profesor carismático y sin conflictos. También descubrirá el secreto de su madre, de la que se descubre continuando a su manera su destino.
En agosto nos vemos es un relato con pies y cabeza, pero si se hubiera publicado de manera anónima nadie pensaría en García Márquez. Se notan algunas pocas inconsistencias (algo que se debe tal vez a su condición de último esbozo) y también sobresalen algunas frases remanidas, con “calles de arena ardiente frente a un mar en llamas”, que en la prosa frondosa y expansiva de otros tiempos hubieran pasado inadvertidas. Las escenas de sexo, en particular, a pesar de los esfuerzos del narrador por mostrar la mirada femenina, tienden al lugar común, casi de telenovela.
Hay otras señales, de todas maneras, que indican que García Márquez tal vez se estuviera dando la licencia, con el final de su carrera en el horizonte, de escribir la clase de libro que nunca había escrito. Las fechas de los hechos –por voluntad más que distracción– son indeterminadas, pero bien podrían ser contemporáneas a las de la escritura. Los rasgos y actitudes de la protagonista también se ven contagiadas por esa falta de certezas: por momentos parece de una generación lejana, por otros más o menos reciente.
Otras marcas muestran que GGM tal vez estuviera buscando ser por un breve recreo otro escritor. Nunca el colombiano se había inclinado por recurrir de manera constante a los guiños culturales. La música insinúa ser una clave de lectura: la protagonista se llama Ana Magdalena Bach (como la mujer del compositor) y aparece como un ritornello el Clair de lune de Debussy. También se nombran los libros que Ana Magdalena lee en cada viaje a la isla: el Drácula, de Bram Stoker, la Antología de la literatura fantástica (de Bioy Casares, Borges y Silvina Ocampo) o el Diario de la peste, de Defoe. Si son un reflejo de las peripecias, parecerían encontrarse en el capítulo equivocado.
La firma de García Márquez tiene tanto peso
específico que se tiende a olvidar sus fuentes. Así como en sus comienzos, La hojarasca llevaba el sello de
Faulkner y tal vez de Rulfo, después aprovechó como nadie en el complejo linaje
de Cien años de soledad el
barroquismo ambiente, que ya circulaba de manera más clásica en Alejo
Carpentier o que teorizaba José Lezama Lima con su profundidad poética. En El otoño del patriarca, su novela de
dictador, alcanzó otra de complejidad y en Crónica
de una muerte anunciada una perfecta cronometría de la forma. Nada de eso
–ni de realismo mágico– hay en este último legado crepuscular, que puede leerse
–contra su voluntad– como una melancólica despedida. Los póstumos de ese orden
no son necesariamente un escándalo, pero lo único seguro es que conviene dejarlos
para ser leídos al final, después de haber pasado por el resto de la obra, como
una simple y curiosa nota al pie.
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