12 de junio de 2024

MEMORABILIA GGM 942

Revista Metro

Cartagena de Indias

10 de junio de 2024

 

Rodrigo García Barcha,

el hijo mayor de Gabo,

es cuñado de la

presidenta de México,

Claudia Sheinbaum 

 

Por Moraima Salom Villalba

 

Claudia Sheinbaum Pardo (Ciudad de México, 24 de junio 1962), después de una intensa campaña política, el pasado 2 de junio fue elegida presidenta de México con más de 35 millones de votos, la más alta votación en la historia republicana. Una física, con doctorado en Ingeniería Ambiental y maestría en Ingeniería de la Energía arrasó en las recientes elecciones presidenciales del país azteca, convirtiéndose en la primera mujer en ocupar ese cargo. 

En la tarea de leer prensa digital y, en general, de revisar información en los buscadores de Internet, me tropecé con un video en el cual aparecía Rodrigo García Barcha, el hijo mayor de Gabriel García Márquez y Mercedes Barcha Pardo, justo el día de la elección de Sheinbaum, en el momento en que esta se dirigía a un salón en un hotel de la ciudad, lleno de periodistas y camarógrafos, en donde pronunciaría su primer mensaje como presidenta electa. 

La nueva mandataria, avalada por la coalición ‘Sigamos haciendo historia: Morena, PT y Partido Verde’, se aprestaba a dirigirse a los mexicanos tras su estruendoso triunfo, y Rodrigo García Barcha, en medio de la multitud, se inclinaba para hacer una grabación con su celular.

Pues, me puse a indagar y resulta que la nueva presidenta de México es hermana de Adriana Scheinbaum Pardo (Ciudad de México, 17 de junio 1967), y esta es la esposa de Rodrigo García Barcha, fotógrafo y cineasta, hijo de Gabo y La Gaba.

 

Adriana Scheinbaum y Rodrigo García

 Rodrigo García y Adriana Scheinbaum contrajeron matrimonio en 1995 y tuvieron dos hijas: Isabel (1 enero 1996) e Inés (18 agosto 1999). La familia reside en los Estados Unidos, desde donde viajaron a México para acompañar a su cuñada y hermana, respectivamente, el día de las elecciones presidenciales.

Claudia y Adriana provienen de familias de orígenes lituano y búlgaro que emigraron a México después de la Primera y la Segunda Guerra Mundial. Sus padres: Annie Pardo Cemo (bióloga celular) y Carlos Sheinbaum Yoselevitz (ingeniero químico y comerciante), “participaron activamente en los círculos de la izquierda mexicana durante la década de 1960 en protestas, movimientos obreros y revueltas estudiantiles”, y Claudia heredó toda esa sensibilidad académica, social y política.

De niña ya tenía un gusto por la música, tocaba la guitarra y cantaba: “levántate campesina, anda correr la sabana, ya canta la guacharaca a la orilla del río…”.

En sus épocas de estudiante en la Universidad Nacional Autónoma de México -UNAM – fue una activista que defendió el derecho a la educación pública. De allí que es una convencida “en que el Estado tiene un papel fundamental en los grandes derechos (salud, educación etc.). El problema con el neoliberalismo es que convirtió derechos en mercancías, derechos en privilegios, se pierde la posibilidad de salir adelante una sociedad, porque solamente el que tiene recursos económicos lo puede hacer”.

 Claudia es una visionaria. Ella misma se describe como “científica y humanística” con un profundo amor por México y su pueblo, quien antes de dedicarse a la política conoció de primera mano los problemas del país, los cuales plasmó en sus más de 100 publicaciones sobre temas ambientales, transporte público, educación pública, desarrollo sustentable y movilidad. 

Una de las sobrinas de la presidenta de México, Inés García Sheinbaum, hija de Rodrigo y Adriana y nieta de Gabriel García Márquez y Mercedes Barcha, escribió unas palabras que fueron leídas durante la disposición de cenizas de Mercedes en Cartagena de Indias (leer ‘“Mercedes Barcha era una brújula moral”: Inés García Sheinbaum‘).

  

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Por Fernando Palacios

Abril 04, 2024

 

¿Quién es Adriana Sheinbaum Pardo, la hermana de Claudia Sheinbaum que viajará a México para el primer debate presidencial 2024?

 

Adriana Sheinbaum Pardo estará presente en el primer debate presidencial para las elecciones 2024; aquí te decimos quién es la hermana de Claudia Sheinbaum

A menos de dos meses de las elecciones 2024, las encuestas sitúan a Claudia Sheinbaum como puntera rumbo a las elecciones 2024, pues la campaña de Xóchitl Gálvez, candidata del PAN, PRI y PRD por el mismo cargo, se ha visto envuelta en tropiezos.

¿Quién es Adriana Sheinbaum Pardo?

Adriana Sheinbaum Pardo, hermana de Claudia Sheinbaum, viajará a México para el primer debate presidencial. Sin embargo, se desconoce su edad y su signo zodiacal. 

¿Adriana Sheinbaum Pardo está casada?

Adriana Sheinbaum Pardo, hermana de Claudia Sheinbaum, mantiene una relación de matrimonio con Rodrigo García Barcha, quien es hijo del escritor colombiano Gabriel García Márquez, fallecido desde el 17 de abril de 2014. 

A pesar de la relación de ambos con personajes de la vida pública, tanto en la política como en la literatura, se desconocen los detalles formales de la relación entre Rodrigo García Barcha y Adriana Sheinbaum Pardo; también se desconoce si hubo un evento público para celebrar su matrimonio.

¿Adriana Sheinbaum Pardo tiene hijos?

Adriana Sheinbaum Pardo tiene dos hijas como producto de su relación con Rodrigo García Barcha, hijo del escritor colombiano fallecido en abril de 2014, Gabriel García Márquez; ambas responden a los nombres de Inés e Isabel 

¿Qué estudió Adriana Sheinbaum Pardo?

Adriana Sheinbaum Pardo es licenciada en Ciencias de la Comunicación por la Universidad Nacional Autónoma de México (UNAM). Sin embargo, es residente de Los Ángeles, California, en Estados Unidos desde hace 30 años, donde vive con su esposo e hijas.

 

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10 de junio de 2024

MEMORABILIA GGM 941


 

Publicamos algunos de los comentarios que se hicieron hasta hoy, de la novela

En agosto nos vemos. (IX)

 

Contra Replica

CDMX

25 de abril de 2024

 

  

Gabo nunca hablaba mal de nadie… Recuerdos 10 años después de su muerte

 

Por Zheger Hay Harb

/ Notistarz

No fue una muerte sorpresiva: desde hacía días sabíamos que el fin se acercaba, pero aun así resultaba difícil acostumbrarse. También había sido difícil, a lo largo del último año, aceptar que ya no era el mismo.

La vida se le extraviaba y los años le cayeron de pronto todos juntos. Pero también se había liberado de las obligaciones que se había autoimpuesto para ayudar a mejorar el mundo, se hacía cada día más dulce, más alegre, y quería estar siempre con amigos, salir adonde hubiera música, fiesta.

Lo conocí poco después del Nobel, cuando yo estaba asilada en México. Al día siguiente de haber conversado telefónicamente por primera vez, me recogió en mi apartamento y me llevó a su casa. Desde ese día me pregunto por qué merecí la suerte de esa amistad. Fui habitual en la intimidad de almuerzos casi cotidianos, solo Mercedes, él y yo en la mesita de la cocina.

También fui asidua invitada los fines de semana a su casa de Cuernavaca, sin que nadie más alterara esos momentos de conversaciones íntimas. Siempre nos reuníamos después del mediodía, porque Gabo pasaba toda la mañana pegado al computador trabajando sin parar.

Algunas veces salíamos a librerías o a restaurantes. Recuerdo una vez que fuimos los tres a Garibaldi, ya desde entonces una zona realmente peligrosa, para oír y cantar rancheras. Pero, a pesar de que le gustaba la fiesta, las salidas eran más bien escasas. Muchas veces yo cocinaba, porque le gustaba la comida árabe, pero en la noche siempre era Mercedes la que preparaba algo sencillo y delicioso.

Muchas veces me pidió que le hablara sobre mis años en la guerrilla, pero yo estaba todavía en la etapa en que no era capaz de recordar con tranquilidad y además estaba feliz disfrutando de la vida sin zozobras, así que le conté solo pequeños trozos.

En esa intimidad presencié el noviazgo y luego el matrimonio de su hijo Gonzalo; el nacimiento de Mateo, su primer nieto, a quien yo me llevaba de la casa de sus padres a la de sus abuelos cuando era apenas un bebé; el nacimiento de Emilia, la escritura de "El general en su laberinto", la preparación de "El cataclismo de Damocles", su asistencia a las cumbres presidenciales... También fue mi acompañante al momento de comprar un apartamento en Coyoacán, y le dio todo su afecto a mi hijo, con quien tuvo tantas muestras de abuelo cariñoso.

Una vez le conté que mi hijo me había pedido un saxofón y mi respuesta había sido que mejor aprendiera a tocar maracas, porque ese aparato era muy caro y seguramente en poco tiempo lo iba a dejar por ahí botado. Gabo me dijo que eso podía ocurrir, pero que, si no se lo compraba, cuando estuviera grande iba a decir que si lo hubiese tenido habría llegado a ser Armstrong. Entonces Gabo se lo regaló. Después y hasta el fin de sus días tuvo a mi hijo a su lado, no solo en la organización razonada de su biblioteca, sino en la discusión de libros que ambos leían.

Tenía gestos de humor travieso, como cuando me autografió un libro: “Para Sejer [porque nunca aprendió a escribir mi nombre como lo puso el cura que me bautizó] con la condición de que no se lo dé a nadie”. Lo escribió muerto de la risa porque ese día había en la casa varios mexicanos que no entendían el sentido de la dedicatoria y preguntaban si yo lo daba, refiriéndose al libro; entonces él hacía chistes que aumentaban la confusión. 

Cuando regresé a Colombia, Mercedes y Gabo visitaban mi casa cada vez que venían. Eran reuniones estrictamente familiares, sin flashes ni prensa. 

De Gabo llamaba la atención su discreción, no solo la que era obligada respecto a los temas de Estado en que tantas veces se metió, sino también para referirse a la gente, a los amigos y a los pocos que con los años dejaron de serlo. 

Nunca hablaba mal de nadie, ni siquiera de aquellos que, con aparente inocencia, bromeaban siempre sobre su supuesto mal vestir, cuando recién llegado a Bogotá todavía usaba ropa de tierra caliente, todo un camaján chévere, un caribeño “liso”, como decimos en la costa a los confianzudos. Nunca dijo, por ejemplo, si esos amigos del altiplano llegaban a la costa calzando sandalias con medias blancas y vistiendo pantalón de paño. Tal vez cuando retrató la casa de Fernanda del Carpio estaba pensando en ellos, pero eso no habría hecho que dejara de quererlos; apenas resultaba suficiente para alguna broma amistosa sobre lo distintos que eran los cachacos, pero nada más.

Así fue, hasta que ellos, con su envidia, quebraron esa amistad. En una ocasión en que yo reaccioné con rabia ante la publicación de alguna infidencia de su vida privada, me dijo entre risas que no fuera boba poniéndome a darle importancia a quien no la tenía.

No creo que los amigos que acabaron alejándose de Gabo lo hayan hecho por diferencias políticas. De Álvaro Mutis, todo en política lo alejaba, y se quisieron hasta cuando la muerte decidió que siguieran la amistad en otra parte. Decía que Mutis y él estaban de acuerdo porque ambos detestaban a la burguesía y con eso se zanjaban las diferencias.

La fascinación por el poder y su aguda capacidad de observación le permitieron ir dibujando el retrato del tirano de "El otoño del patriarca". Esa misma cercanía con los poderosos, si bien sirvió para que los políticos se las tiraran de cultos sin leer sus obras, también le dio la oportunidad de hacer gestiones secretas para buscar la paz.

Quizá ahora que él no está para mantenerlas en silencio, algún día alguien no se aguantará el sigilo y dará a conocer esas acciones que iban mucho más allá de solo hablar con los presidentes. Más conocida fue su propuesta de trabajar por la educación, a la que dedicó bastantes esfuerzos, a pesar de que el presidente de la época no fue capaz de aprovecharla.

Su relación con el poder hizo que nuestra amistad no fuera siempre tan apacible. Yo me enfurecía muchas veces porque consideraba que se dejaba utilizar, me rebelaba ante su amistad con los presidentes y políticos colombianos, y el inconformismo no me salía precisamente de manera tranquila. 

Yo quería que él fuera con todos ellos como había sido con Turbay, que siguiera siendo como cuando estaba en Alternativa, que a todos los tratara con la misma lejana displicencia que se merecían, que no permitiera la lambonería de tanta gente “bien”, sobre todo de Bogotá, que en privado lo despreciaba. 

En algunas ocasiones se molestaba, pero la mayoría de las veces me hacía burlas amistosas sobre mi rebeldía, diciéndome que era como una potranca cerrera, y ahí quedaba todo.

Así de particulares eran sus formas de responder a los ataques de cualquier tipo. Por ejemplo, como un triunfo de la justicia poética, en una de las Ferias del Libro de Bogotá, Vargas Llosa, quien presidió la comitiva de Perú, vio opacado su estrellato por los homenajes a Gabo, una forma de devolverle aquel famoso puñetazo. 

 

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Cambio

Bogotá – Colombia

7 de abril de 2024

 

Columna

 

¿En agosto nos vemos con los bluyines rotos?

Por Pompilio Iriarte*

 

Volvió a la isla el viernes 16 de agosto

en el trasbordador de las tres de la tarde.

Llevaba pantalones vaqueros… 

Primeras palabras de En agosto nos vemos.

Soy profesor de literatura, principalmente de talleres de letras que ayudan (mas no enseñan) a elaborar cuentos, poemas, artículos, minicuentos, ensayos breves, historias… Nuestro asunto son los tejidos, es decir los textos: paños, linos, sedas, satines, palabras, frases, oraciones, la mezclilla o denim de algodón para la confección de vaqueros y ropas de trabajo. Aunque no hay unanimidad sobre su origen, se cree que su uso se remonta a la Edad Media.

En días pasados llegó a nuestro taller como muestrario un bluyín de marca fabricado por la firma García Márquez e Hijos, en tela de sarga cuyas líneas diagonales formadas por hilos de urdimbre (en el telar, hilos verticales) flotan sobre los hilos de trama (hilos horizontales). Lo sorprendente de la prenda es que se trataba de un par de bluyines rotos.

“Cada mes de agosto —se lee en la sinopsis de contraportada— Ana Magdalena Bach toma el transbordador hasta la isla donde está enterrada su madre para visitar la tumba en la que yace. Esos viajes acaban suponiendo una irresistible invitación a convertirse en una persona distinta durante una noche al año”.

Como era de esperarse, el esplendor del lenguaje muy del estilo de García Márquez, tanto en sus grandes obras como en las menores, gana la atención y el aplauso del lector. Las hipérboles poéticas (“El mundo cambió desde el primer sorbo”) lo mismo que los adjetivos resultan substanciales, casi sustantivos (“cerdos impávidos”, “madre otoñal”, “sopor ardiente”, “negra grande”) y dan al lenguaje la calidad de un tejido de lujo.

El hilo del título En agosto nos vemos parece inspirarse, según Orlando Oliveros, editor literario del Centro Gabo, en la novela Luz de agosto, de William Faulkner, uno de los paradigmas literarios de Gabriel. De ser así, el título invitaría a descifrar la clave: ¿por qué Ana Magdalena “Volvió a la isla el 16 de agosto” y no otro día cualquiera del calendario?

“Volvió a la isla”. Qué interesante. Sabemos que las islas literarias desde la de Tomás Moro en Utopía hasta La balsa de piedra de José Saramago, pasando por la ínsula Barataria (utopía barata) admirablemente gobernada por Sancho Panza y La isla del día de antes de Umberto Eco, constituyen importantes formas narrativas en función de los temas e ideas fuerza que desarrollan y no simples tarimas para plantar allí a los personajes. Temas e ideas fuerza como las utopías, las distopías, los modelos de sociedad y Estado, la insularidad, marginalidad o aislamiento de naciones con respecto a otras (Saramago) y el resplandor de la modernidad desde las sombras del barroco (Umberto Eco) encuentran su forma de expresión en la geografía y topografía de las islas. En el caso de En agosto nos vemos, siento que la isla no pasa de simple parapeto. Podría estar o no estar. He aquí uno de los rotos del bluyín.

Otros hilos importantes, aunque no muy bien tejidos en la obra que nos ocupa, son las lecturas de la protagonista Ana Magdalena Bach. Según el citado Oliveros, se trata de libros favoritos de Gabo: El viejo y el mar, de Ernest Hemingway; El extranjero, de Camus; La vida del Lazarillo de Tormes; Drácula, de Bram Stoker; Antología de cuentos fantásticos, de Borges y Bioy Casares; El día de los trífidos, de John Wyndham; Crónicas marcianas, de Ray Bradbury y Diario del año de la peste, de Daniel Defoe.

Digamos, en gracia de la brevedad y de la analogía con los textiles, que este modo de dejar hilos sin atar es otro de los rotos de la prenda.

Uno más —y no el de menor tamaño— muestra los cabos sueltos, desteñidos y destejidos de músicas importantes, claves en la vida y obra de García Márquez, y que en una obra lograda serían la viga maestra de la relación íntima entre fondo y forma.

“Yo creo —dice el tejedor de En agosto nos vemos— que Cien años de soledad es un vallenato de 450 páginas, y lo digo con absoluta seriedad. La estética es la misma, el concepto es el mismo, el recurso es el mismo: historias que andan por ahí y que se pierden, se pierden en el olvido popular”.

Sin embargo, los guiños musicales a Bach, Chopin, Debussy, Bartók, Celia Cruz y Elena Burke; el nombre de la protagonista, tomado del de la segunda esposa de Bach; la figura del padre, maestro de piano y director del Conservatorio Provincial; Doménico, el marido de Ana, también hijo de músicos, maestro, además, y director de orquesta; la joven Micaela, hija de Ana Magdalena, niña prodigio para aprender de oído a tocar cualquier instrumento y novia de un trompetista de jazz y el hijo de Ana y Doménico que a los 22 años llega a ser el primer chelo de la orquesta Sinfónica Nacional: todos estos hilos y referencias  adornan los agujeros de la mezclilla en el cuento o novelita que nos ocupa, pero no logran la atmósfera musical que sí logró por ejemplo El otoño del patriarca de nuestro querido Nobel, inabarcable parodia de principio a fin de la verborrea de los dictadores latinoamericanos, diseñada al parecer como si del concierto para piano de Béla Bartók se tratara.

Algunos clasifican En agosto nos vemos como una novela corta, aunque inacabada. Me atrevo a decir que no alcanza el estatuto de novela, cuya naturaleza y condición plantea Milan Kundera en su ensayo El arte de la novela: un método de indagación de las caras ocultas del ser humano, de las cuales ni la filosofía ni las ciencias occidentales han querido ocuparse desde la aparición de la Edad Moderna en la Europa de los siglos XV y XVI. En este sentido las obras mayores, extensas o cortas, como El coronel no tiene quien le escriba, Cien años de soledad, Crónica de una muerte anunciada, El otoño del patriarca y El amor en los tiempos del cólera, entre las más conocidas y aplaudidas, constituyen no tanto historias o narraciones ficticias sino verdaderos mundos autónomos con su atmósfera propia y formas originales en las que el autor indaga sobre la naturaleza del ser humano en los paraísos del amor o en los infiernos de la soledad.

Como soy decimero, termino con una décima espero que bien tejida, ojalá sin muchos rotos:

 

Por algo Ana Magdalena

odia los libros de moda.

¿Sospecha que casi toda

feria póstuma da pena?

¿Que si a su crónica amena

una letra le cambiamos,

probablemente tengamos

el olvido que queremos?

¿Ese En agosto nos vemos

será En agosto nos vamos?

 

 *Profesor y miembro del equipo de decimeros de Los Danieles

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Elespectador.com

Bogotá - Colombia

29 de marzo de 2024

 

Columnistas

 

El insepulto

 

Por John Galán Casanova 

He leído En agosto nos vemos, la novela póstuma de García Márquez, una, y otra, y otra vez. 

En la primera lectura asistí a la pálida reanimación de un ídolo, el holograma de un estilo que solo mantiene por fogonazos la exuberante maestría de otros días. En la segunda me vi ante el espectro de un campeón venido a menos que no logra noquear ni ganar por puntos. La tercera, tras leer el prólogo de los hijos y el epílogo del editor, me dio la impresión de una exhumación de restos a la que acudimos a conmemorar y comer del muerto.

En agosto nos vemos flaquea porque, incluyendo a la protagonista, la factura de los personajes es endeble, al igual que las relaciones y escenas que se desarrollan. El directo responsable de esto es el narrador, que no consigue insuflarles sustancia y espesor. De Ana Magdalena Bach es poco lo que sabemos, se dice que recibe un sueldo de maestra, pero nunca la vemos enseñando. Madre otoñal, tiene un matrimonio “bien avenido” con un hombre que, amén de tener un nombre rimbombante, calza a la perfección en el molde hiperbólico que Gabo suele aplicar a sus criaturas: bien educado, guapo, fino, gigantesco, excelente músico y seductor, “campeón universitario de todo”, “nadie contaba un chiste mejor que él”.

Para conmemorar la muerte de su madre, Ana Magdalena le lleva flores cada año al cementerio isleño donde está enterrada. En el octavo aniversario repite el viaje y se concede una noche de placer con un extranjero que conoce en el hotel donde se aloja. A partir de ahí se desencadena la trama, consistente en que Ana procurará un hombre diferente durante cada visita a la isla.

Siendo ese el núcleo de la historia, el problema está en lo estereotipado de los encuentros descritos. Como es de esperar, fieles a la hipérbole garciamarquiana, los tres sujetos que Ana encuentra resultan ser amantes excepcionales: el primero, “un amante exquisito que la elevó sin prisa hasta el grado de ebullición”; del segundo la asombra “la maestría de mago de salón con que la desnudó pieza por pieza”; el tercero le quita “la ropa pieza por pieza con una maestría mágica de los dedos”.

Errático y repetitivo, el narrador hace ver errática a la protagonista, quien al compartir el segundo trago con su primer amante “lo conocía entonces como si hubiera vivido con él desde siempre”, para darse cuenta al amanecer “de que no sabía nada de él, ni siquiera el nombre”. Al segundo amante “lo conocía como si fuera desde siempre” a la mitad del tercer valse, pero páginas después leemos que “Nunca se preocupó por saber quién era él”.

Las opiniones de nuestros columnistas que más generaron debate en la semana.

También suenan repetitivas las efusiones eróticas, en las que Ana Magdalena invariablemente yace en una sopa de sudor y sucumbe “en un abismo feliz”. A la primera embestida del segundo amante, “sin aire y empapada en un sudor helado”, sintió “una conmoción atroz de ternera descuartizada” y se entregó “al placer inconcebible de la fuerza bruta subyugada por la ternura”, una alusión que remite a la escena en que José Arcadio penetra a la gitana con la que abandona Macondo en Cien años de soledad: “Al primer contacto, los huesos de la muchacha parecieron desarticularse con un crujido desordenado como el de un fichero de dominó, y su piel se deshizo en un sudor pálido y sus ojos se llenaron de lágrimas y todo su cuerpo exhaló un lamento lúgubre y un vago olor de lodo”.

En el prólogo, al que podría aplicársele la expresión “No aclaren, porque oscurece”, Rodrigo y Gonzalo, hijos de García Márquez, reconocen que, a pesar de sus “muchísimos y muy disfrutables méritos”, En agosto nos vemos es un libro que “no está tan pulido como lo están sus más grandes libros”, y tiene “imperfecciones”, “algunos baches y pequeñas contradicciones”, lo cual parece desvirtuar la labor de restauración que el editor Cristóbal Pera afirma haber realizado durante decenas de revisiones encerrado en su ático con la novela, sintiendo la presencia sobrenatural de Gabo sobre su hombro 

Es difícil entender cómo el editor no advirtió, por ejemplo, que la relación de Ana y Doménico Amarís, su esposo, aparece descrita dos veces en términos casi idénticos: “Ana Magdalena se había adaptado a él, se hizo como él, y se conocieron tanto a fondo que terminaron por parecer uno solo” (pág. 44) y “Ana Magdalena se había adaptado a él, se hizo como él, y él la conoció tan a fondo que terminaron por ser uno solo” (pág. 80).

Tampoco es claro cómo, en la página 31, Ana despierta al primer amante con “el resplandor de su cuerpo ensopado”, y acto seguido este suelta un resuello áspero y se aparta dormido. Una incongruencia similar a la de la página 61, cuando Ana deduce que su segundo amante no pasa de los treinta años porque no sabe bailar bolero, mientras que poco antes ha danzado con cínica maestría “tres valses al modo antiguo”.

Hay algo de vampiresco en todo este asunto, y no es solo por el hecho de que los herederos hayan decidido resucitar editorialmente a su padre diez años después de muerto. La propia novela da claves en este sentido. No en balde la protagonista lee y comenta Drácula, la novela de Bram Stoker. Tampoco es gratuito que su segundo amante sea descrito como un “vampiro triste”, y, sobre todo, resulta definitivo que el libro concluya con un desenlace de ultratumba.

Coincido con Pedro Adrián Zuluaga cuando afirma que suspender “el juicio crítico ante una novela escrita por un maestro en su crepúsculo no solo sería traicionar de fondo a la literatura, sino al propio García Márquez”, pero discrepo de su apreciación de que el final del libro constituye “una magistral vuelta de tuerca”. Por el contrario, me parece forzado y melodramático que Ana Magdalena termine por descubrir que su madre también viajaba a la isla en pos de amores furtivos, lo cual la lleva a asumir que “el milagro de su vida era haber continuado la de su madre muerta”. De ahí que, mientras a Pedro Adrián le resulta sublime esa fatal identidad, a mí me resulta necrofílicamente bochornosa la escena de la exhumación.

Cada cual tiene derecho a opinar y a disentir. No obstante, en esta controversia, como señala Zuluaga, gravita el consenso de que En agosto nos vemos no está a la altura de los mejores libros de Gabo. Pese a que en las librerías quieran promocionar la novela como “el acontecimiento literario de la década”, deberíamos considerarla más bien como “el fenómeno comercial del momento”, apalancado en las pingües reliquias del Nobel insepulto.


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AL PONIENTE

Medellín – Colombia

25 de marzo de 2024

 

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En agosto nos vemos.

Un intento atolondrado de reseña literaria

 

Por Sanders Lozano Solano 

“Las cuerdas y los vientos, sobre todo el piano, el chelo, el saxo y la trompeta, nos transportan por una historia sencilla pero cincelada con un exquisito preciosismo por el artesano de las palabras, con una prosa dulce y meticulosamente melodiosa que hace que se sienta como si estuviésemos leyendo poesía”.

En días pasados, escribí una breve reseña de «En Agosto Nos Vemos», la novela póstuma de Gabriel García Márquez, en mi cuenta de X. Como saben, no es mucho lo que uno puede escribir en un post de una cuenta de X que carece de la marca azul de verificación que se inventaron para sacarle plata a la gente. En ese post escribí lo siguiente: Terminé #EnAgostoNosVemos. Fue como tomar un buen ron. De un solo envión, pero disfrutándolo al máximo. Una historia sencilla, cincelada por las manos de un artesano de las palabras. Se notan deslices temporales que lo lanzan a uno al vacío, pero sin demérito. A Gabo lo perdono.

Sentí que me faltaba algo, así que releí el libro tal como dice el post, de un solo envión y disfrutándolo al máximo, como un buen trago de ron, y descubrí otras cosas que me gustaría compartir en este intento atolondrado de reseña literaria.

Lo primero que debo decir es que la obra es muy corta para lo que nos tiene acostumbrados Gabo, y esto dice mucho, probablemente, de la enfermedad que estaba padeciendo en sus últimos años de vida: el Alzheimer. Una patología angustiante para una persona que usa como instrumento principal la memoria, y para todo el que la padezca. Se supone que las personas que están en constante uso de funciones mentales superiores, especialmente las creativas, tienen una tendencia menor a sufrir de estas dolencias y aunque es natural que la memoria se afecte con la edad, es también frecuente ver escritores y otros personajes que llegan a una avanzada edad conservando sus facultades mentales. Lo cierto es que la memoria es realmente tan efímera como la vida misma, como diría el mismo Gabo en su autobiografía Vivir para contarla: “La vida no es la que uno vivió, sino la que uno recuerda y cómo la recuerda para contarla”.

Entonces, en la segunda lectura, me adentré en los recovecos del libro con la intención de encontrar claves que me permitieran descubrir esos baches o imperfecciones que sus hijos mencionan en el prólogo, y descubrí algunas cosas interesantes.

Este es un libro raro para lo que nos tiene acostumbrados Gabo. Primero, por lo corto; eso ya habla de que efectivamente no pudo terminar la historia. De hecho, uno se encuentra con un final casi fortuito, pero tan bien hecho que, la verdad, no se siente postizo, ni por los hijos ni por el editor, lo cual sería un craso error.

Gabo fue un melómano en vida, y aunque en sus obras hay presencia de la música, en esta es, sin duda, el hilo conductor de la historia, comenzando por Ana Magdalena Bach, la protagonista de la novela, cuyo nombre es homónimo con el de la esposa del compositor Johann Sebastian Bach, una clara referencia a su conocimiento de la historia de la música.

Los boleros, la música cubana, las adaptaciones de composiciones clásicas, lo que llaman los expertos “los arreglos” para boleros, especialmente con el piano como instrumento principal, marcan el ritmo de las escenas más importantes de la protagonista en sus correrías de amores furtivos. Pero hay de todo: valses, salsa, danzones, compositores rusos, suecos, franceses, italianos, alemanes, pasando por el romanticismo hasta el barroco en la música clásica, y aquí me detengo para mencionar a Doménico Amaríz, el esposo felizmente engañado que vive de la música como en un cuento de hadas. ¿Será que este personaje es una referencia a Domenico Scarlatti, el compositor italiano del siglo XVIII que terminó al servicio de la corte española? No lo sabremos nunca.

En la página 23, que es el inicio del libro, y en la página 115, que es casi el remate del mismo, es un arreglo para bolero del «Claro de luna» de Debussy el que guía ambas escenas.

Las cuerdas y los vientos, sobre todo el piano, el chelo, el saxo y la trompeta, nos transportan por una historia sencilla pero cincelada con un exquisito preciosismo por el artesano de las palabras, con una prosa dulce y meticulosamente melodiosa que hace que se sienta como si estuviésemos leyendo poesía.

Hay referentes literarios dispersos por toda la obra y aquí me quiero detener en dos puntos. El primero, que es mera especulación mía, es con Borges: ¿Será que Gabo pensó en hacer una obra corta siguiendo la crítica que alguna vez le hiciera el argentino que nunca fue reconocido con un Nobel de Literatura? Era conocido que ambos se criticaban mutuamente por la extensión de sus obras. Borges reconoció en «Cien años de soledad» la obra más importante de la lengua española, pero decía que con cincuenta años hubiese sido suficiente, mientras que Gabo decía que Borges se merecía el Nobel aunque se pudiera leer sus libros en una noche.

La segunda referencia que me llamó la atención es el libro «intonso», como lo describe él en la novela; se trata de un ejemplar rústico y viejo de «Drácula» de Bram Stoker, que es justamente la primera novela que me leí de adolescente y cuya versión que yo aún conservo es justamente eso, un libro intonso, una edición de 1981 del Círculo de Lectores, que me ha acompañado en mi travesía en la vida por las últimas tres décadas y que ha logrado sobrevivir al olvido en tantas mudanzas, un libro viejo, de pasta dura con muchas cicatrices causadas por el paso inclemente del tiempo. En la página 25, el primer amante de Ana Magdalena Bach menciona que estaba impresionado con la llegada del conde a Londres transformado en perro. ¿Será una referencia a la llegada de la protagonista a la isla? Tampoco lo sabremos.

Pero, sin duda, el hecho que más me llamó la atención es que en la página 38 de la novela menciona que aquel amante furtivo deja un infame billete de 20 dólares en la página 116 del libro de Bram Stoker. Saqué de una mi libro viejo, me dirigí a la página mencionada y me encontré de frente, no en la 116, sino en la 117, con «El diario a bordo del Demeter de Varna a Whitby», un episodio donde se describe, en dos ocasiones, un procedimiento aduanero que incluía un “bakchich” que en ruso significa propina. ¿Será una referencia de Gabo a la “propina” que le dejó el primer amante de Ana Magdalena en el libro de Drácula? ¿Será que Gabo también tenía un libro intonso de Drácula como el mío? Quisiera creerlo, pero caería invariablemente en el desconcierto de la vanidad. 

En las páginas 25 y 60, el lector podrá encontrar un recurso muy frecuente en la obra de ficción de Gabo; en ambas páginas menciona la idea de que después de un corto periodo de tiempo, y aderezado como siempre por la buena música, Ana Magdalena Bach ya conocía como si fuera de toda la vida a sus amantes.

Por último, hay un personaje, Micaela, la hija díscola que, aunque disfruta tanto como los demás de la música, decide escaparse del destino familiar para convertirse en monja. Es ella el único dolor de cabeza para la protagonista y su esposo, un personaje que no puedo dejar de comparar con una hermana de Gabo, Aída García Márquez, que también escapó, como Micaela, de la vida secular para convertirse en monja. A sus 93 años, no solo está bien viva, sino que también ha logrado escapar de la ignominia del olvido. ¿Es entonces Micaela una referencia a la hermana que escapó también al destino familiar del Alzheimer? Eso tampoco lo sabremos nunca, pero nosotros, los lectores y seguidores de la obra de Gabo, nos contentamos con leerlo, escudriñarlo y descubrirlo en sus obras aún después de su muerte.

Y mientras tanto yo les dejo aquí, entre las imágenes que mi mente recrea de las garzas azules en medio de una laguna ardiendo bajo el sol, y escuchando el saxo de Fausto Papetti, las fotos que evidencian este intento atolondrado de reseña literaria.

  

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Elespectador.com

Bogotá – Colombia

24 de marzo de 2024 

Blogs Actualidad

 

Cura de reposo

 

Si ven a Carolina Sanín, díganle…

 

Por Alexander Velásquez

 

 “Los hombres no están contentos con su suerte y casi todos –ricos o pobres, geniales o mediocres, célebres u oscuros- quisieran una vida distinta de la que viven. Para aplacar –tramposamente- ese apetito nacieron las ficciones. Ellas se escriben y se leen para que los seres humanos tengan las vidas que no se resignan a no tener”: Mario Vargas Llosa (La verdad de las mentiras)

 

No conozco a Carolina Sanín; he leído algunas vainas suyas por ahí, casi siempre atraído por la polvareda que levanta cuando opina sobre algo. Tenía la corazonada de que se metería con la obra póstuma de Gabriel García Márquez, «En Agosto nos vemos». Y lo hizo en una columna virtual para la revista Cambio.

La llama «novela cursi» y patéticos a quienes llamamos Gabo a Gabo sin haberlo conocido, y me incluyo, porque cada vez que escribo sobre Gabo le digo Gabo. No utilizó la palabra “igualados” pero lo insinuó.

A él lo describe como «la mente iluminada del país», cuestión con la que sí estoy de acuerdo. Pero al mismo tiempo casi que trata de estúpidos a los lectores por querer leer esta última obra sin saber de literatura, como si tocara pedir permiso. No leyó lo que dijo Mario Vargas Llosa sobre el anhelo compartido por hombres y mujeres de “una vida artificial, hecha de lenguaje e imaginación, que coexiste con la otra, la real (…) porque la vida que tienen no les basta, no es capaz de ofrecerles todo lo quisieran…”, justificando así el poder que confiere la literatura, quizás el único poder al que podemos acceder los seres humanos con entera libertad.

“Cuando más se juzga, menos se ama”: Honoré de Balzac

Define esta novela como: «No romántica, sino amorosa-cursi, esa simplificación de los sentimientos», como si ser cursi fuera pecado. Debe ser que, a lo mejor, no ha tenido la dicha de los enamorados que caen en ridiculeces, como Ana Magdalena Bach, sin tener que ofrecer explicaciones ¿acaso epistemológicas? de sus emociones o sus deseos; la gente con sus sensiblerías es feliz, así sea de manera fugaz, ¿o quién no quiere unas  mariposas (amarillas o no), revoloteando en sus estómagos? Con más cursilería, en el mundo habría menos tiempo para ver cómo fastidiamos al otro. 

Dos cursilerías de la adúltera señora Bach:

 

“Nunca había imaginado un hombre tan bello en un empaque tan anticuado”.

 

“… la fulminó la conciencia brutal de que había fornicado y dormido por la primera vez en su vida con un hombre que no era el suyo”.

Obvio: al usar el calificativo “cursi”, Carolina Sanín nos hace creer que pertenece a la estratosfera de la existencia, más allá de lo terrenal, a esa inmortalidad reservada para quienes, según le entendí, ya escribieron un libro. Bueno, pues yo escribí uno y confío en aprender a levitar antes de terminar el segundo. 

Se molesta porque nos hemos apropiado de Gabo y lo llamamos así, con esas cuatro letras; aunque se enfade, lo sentimos cercano a nuestros afectos y, al contrario de lo que dice con sobradez, sí lo hemos conocido a través de sus textos, sus cuentos, sus reportajes, sus columnas, las entrevistas que dio a voluntad y en contra de su voluntad (¡porque detestaba a los periodistas, qué curioso!) y nunca terminamos por conocerlo del todo. Es posible que Carolina Sanín se desencaje si se enterase de que algunos, como el escritor Harold Alvarado Tenorio, lo llamamos Gabito. Forzar al encéfalo a razonar sobre semejantes banalidades me parece una soberana pérdida de tiempo.

Entonces, se pregunta cuál es la relación filial entre los ciudadanos (no los lectores, aclara) que llaman Gabo a Gabo y aquella mente iluminada que fue él.

Según Sanín, hay un Gabo fetiche y otro Gabo pastiche. Y para mí, en eso radica uno de los serios problemas de este país: creer que la literatura está hecha para unos pocos, (¿quién eligió a esos elegidos?, no sabemos) en vez de atacar el problema de fondo: en qué se ha fallado (¿El sistema? ¿Las editoriales? ¿Los autores? ¿Los ministerios de Educación y Cultura? ¿Las librerías? ¿El profesorado?…) para que la literatura siga siendo el privilegio de quienes, además de poseer el gusto por la lectura, han tenido los recursos para comprar libros.

 “Si nosotros somos tan dados a juzgar a los demás, es debido a que temblamos por nosotros mismos”: Oscar Wilde

Llama aspiracionales a quienes incluyen la palabra Gabo en su vocabulario por querer tener acceso a la intimidad del autor, «que es la intimidad –dice- del anciano que con alzhéimer trata de escribir algo cómo el mismo». Todos tenemos el deseo de progresar y es nuestro derecho: a superarnos, a ser mejores personas o vivir mejor. ¡Vaya forma clasista de etiquetar, ¡también!, los sueños ajenos!

Ella, que conoce muy bien el tejemaneje de las redes sociales (sabe que toca estar ahí polemizando para figurar), habla de «una sensibilidad lastimera de Instagram», ofendida porque la gente común y silvestre (¿estaría bien si decimos vulgo?) se refiere al pobre viejito que escribió una novela mala “en vez del genio insondable, casi espeluznante de lo genial, que escribió Cien años de soledad». Es una pena que otros no estén a su altura intelectual, a pesar de habitar ese mismo espacio virtual-vital de la modernidad, donde cabe tanta gente como criaturas humanas hay en el mundo.

Quiere saber la relación entre la identidad y la edad al comparar al Gabo de veintitantos años que escribió “Ojos de perro azul” y el viejo que escribió “En agosto nos vemos”.

—¿A qué edad uno es más uno y a qué edades uno es más un espíritu que lo ocupa?, se pregunta.  Una vida no alcanza para asimilar el trasfondo filosófico de esa cuestión; alcanza, si acaso, para medio vivirla, y eso con enorme esfuerzo. Solo diría, de manera atrevida, que el espíritu de Gabo se me aparece juguetón entre los párrafos cuando leo algo suyo, incluyendo esta novelita ridícula.

Dejó el interrogante como preludio de su siguiente andanada: “A medida que envejeció la obra de Gabo fue más fácil y más pobre”. Más adelante se pregunta de qué manera el estilo de un escritor se ve afectado por la pérdida de memoria. No sé, pero sería maravilloso que un hombre sin piernas ganara la 10K o morir a los 120 años pareciendo de 20, ¿no? Más bien, valdría la pena indagar con un especialista (el médico que trata los desbarajustes de la cabeza) si con el tiempo el cerebro pierde capacidad neuronal y si esa pérdida de neuronas limita las capacidades intelectuales del individuo y, ante todo, cómo influye en quienes, como Gabriel García Márquez, padecieron demencia. La ciencia aportaría luces sobre cómo el deterioro cognitivo o el alzhéimer interfieren en la creación artística. Si algún día descubren la cura contra esa enfermedad, es posible que los genios escriban solo genialidades, y no novelas cursis al final de sus vidas.

Se lamenta de que los nuevos lectores de esta novela («con escenas cinematográficas que a veces parecen instrucciones para un guión»), se relacionen con el autor a través de aquella y no de las obras que la anteceden. Un escritor que se precie de amar los libros debería celebrar que la gente lea, así sea empezando con obras malas o regulares, porque no nacimos aprendidos. Algo es algo en un país donde, en promedio, los que sí leen leen menos de cuatro libros al año, según la última encuesta de la Cámara Colombiana del Libro e Invamer.

A partir del minuto 12, Carolina Sanín quiso hacer lo que todo mal reseñador de libros haría: tirarse la obra, haciendo spoiler, contando de qué va pero se contuvo a tiempo. Recordé que así trataban la literatura en el colegio y que así fue como nos enseñaron a aborrecerla. Porque la lectura impuesta para hacer informes (planteamiento, nudo y desenlace), privó a los de mi generación del placer de leer lo que se nos diera la gana. Hubiéramos preferido tener a la mano muchos libros, del tema que fuese, para leer a nuestro antojo, y no al antojo de un sistema que castra la imaginación para justificar una nota. Salí del colegio en el 89, ojalá eso haya cambiado.

Alguna vez Ernest Hemingway sugirió «hablar sobre lo que hay en vez de lo que no hay».

Obsesionada, Carolina Sanín repite y repite hasta el cansancio (a veces jugando con su pelo negro) que la novela es mala como si creyera que la escucha gente tarada, incapaz de comprender lo que quiso decir la primera vez. Si, Carolina, ya nos dijiste que «el estilo de esta novela es malo» y que “desdibuja el realismo mágico, lo real maravilloso”, etcétera, etcétera. No somos trogloditas habitando tu misma época.

Entre los seguidores del canal de Cambio un usuario (@tutebas10) comentó algo que suscribo: “Este comentario que tú haces diciendo que la estructura de la novela es similar a las instrucciones de un guión cinematográfico, me recordó la opinión del escritor y director de cine Paolo Pasolini, cuando se burló del calificativo de ´obra maestra´ del libro Cien años de soledad. Yo creo que todo el mundo proyecta una imagen muy personal en su mente de lo que lee”.

Estoy de acuerdo con ese lector. Por eso mismo respeto que a Carolina Sanín le disguste la expresión “glande de seda” (página 29), o que Gabo repita frases de otros libros suyos y que, en cambio, le guste la frase «trilla de fuego» (página 72), que, aclara, aparece también en “Crónica de una muerte anunciada”, en referencia a Bayardo San Román.

“Una madrugada de vientos, por el año décimo, la despertó la certidumbre de que él estaba desnudo en su cama. Le escribió entonces una carta febril de veinte pliegos en la que soltó sin pudor las verdades amargas que llevaba podridas en el corazón desde su noche funesta. Le habló de las lacras eternas que él había dejado en su cuerpo, de la sal de su lengua, de la trilla de fuego de su verga africana”. 

¡Y qué importa que Gabo se repita, si al fin y al cabo la vida no es más que repetición! La repetidera en dosis de 24 horas, que van desyerbando el camino hacia la muerte. La mamá de un amigo del alma tiene alzhéimer y él, con infinita paciencia, aprendió a convivir amorosamente con el casete rayado de su viejita.

En contraste, el argumento de Juan Gabriel Vásquez, publicado por Alternativa, me pareció lógico y sin pretensiones: “… podemos sentirnos como en casa o preguntarnos si García Márquez, que ya había comenzado a perder la memoria cuando abandonó este libro, se habrá acordado de esos ecos familiares. (…) “Por caminos muy extraños, la historia de este libro puede tener una consecuencia secundaria que no me parece negativa: poner en evidencia para los lectores el trabajo inhumano que es escribir una buena página de ficción”. Si bien no es una revista de mi agrado, me gustó que hayan puesto en portada a Gabo, porque es reconocer la trascendencia de la literatura en general y del autor en particular. 

Llama lagartos a los que quieren estar cerca de la marca Gabo (porque para ella es eso, una marca que los hijos explotan) y lo que ello implica en términos de ascenso social. (¡Que queee!) Ignorante estuve yo de que la literatura per se mejora el status.

Si el interés por García Márquez es puramente anecdótico, como sugiere, no es mera culpa de la gente por no cultivarse en la buena literatura. Creo que nuestra condición de país tercermundista limita sobremanera ese ideal de nación culta y llena de intelectuales (o de intelectualoides), que nos gustaría ser. Eso sí sería aspiracional, pero no depende ni de la literatura, ni de las editoriales, mucho menos de las buenas intenciones de los autores.

Al final de su improvisado soliloquio, Carolina Sanín hace algo admirable: leer el cuento “Eva está dentro de su gato”, escrito por Gabo a sus 20 años, «con verdadero esfuerzo espiritual sobre la condición de las mujeres», “sobre el envejecer de las mujeres y la pérdida de la belleza”, “el ser deseadas”. Visto así, “En Agosto nos vemos” es una especie de regreso de Gabo a sus orígenes por el tratamiento de temáticas pares. 

Los cuentos, más cortos que las novelas, son un buen pretexto de iniciación ¡Bravo! Leamos y dejemos leer. ¡Celebremos sin moralismos a las mujeres infieles de la literatura, llámese Ana Magdalena Bach, llámese Madame Bovary!

A lo mejor, la literatura nos enseña que la nostalgia o el tedio se sobrellevan mejor con algo de imaginación, sin importar lo bien o mal escrita que esté a ojos de los sabiondos. En ese caso, hagamos del libro un lugar democrático para coexistir sin complicar más las cosas. Al mundo le  sobran criticones  y le faltan lectores…  gente que, tumbada en un parque, lea extasiada, por ejemplo, las últimas cursilerías que escribió Gabito.

 

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 Análisis a fondo de En agosto nos vemos

 

EN AGOSTO NOS VEMOS

Gabriel García Márquez

1ª Edición (Colombia), marzo de 2024

Editorial Penguin Random House

140 páginas

 

Por Orlando Ramírez-Casas

(ORCASAS)

 

Esta reseña está cargada de lo que los cineastas llaman “spoilers”, que es el equivalente a que el peluquero le cuente a uno quién es el asesino cuando apenas va por la mitad de una novela de Agathe Christie. Hago la advertencia para que, si lo prefiere, se abstenga de leer esta reseña hasta que haya leído el libro. Ya sabemos que en “guerra advertida, no mueren soldados”.

 

Leer un libro, o ver una película, no solo dependen de cada lector en particular, puesto que todos hacemos diferentes lecturas; sino que cada vez que uno lo lee, o la ve, encuentra cosas nuevas y hace lecturas diferentes.

 

Este libro trata sobre la infidelidad, y eso me lleva a una canción de la española Cecilia que trata sobre un amante platónico y secreto que corteja a una mujer casada con un hombre huraño y poco detallista. El amante desconocido sí lo es, al punto que le desliza bajo la puerta esquelas con versos todas las noches, y cada 9 de noviembre que es el día de su cumpleaños le hace llegar un ramito de violetas “como siempre sin tarjeta”. Ella calla el secreto porque donde llegue a contarle algo al energúmeno de su marido sólo Dios sabe lo que puede pasar.

 

https://www.youtube.com/watch?v=8AtSHZTwehY

 

También viene a mi mente una película de suspenso del año 2002 que vi hace algún tiempo, dirigida por Adrian Lyne y protagonizada por Richard Gere (Edward Summer), Diane Lane (Connie Summer), y Olivier Martínez (Paul Martell) que titula, precisamente, “Infidelidad”. Habla de una mujer feliz (y rutinariamente) casada, madre de Charlie Summer, un niño de nueve años, y de manera fortuita conoce a un artista francés que vive en Chicago, la ciudad de los Estados Unidos que es apodada Windy City (Ciudad de los Vientos). Paul vive en el centro de la ciudad, y el matrimonio Summer vive en las afueras. Cuando Connie, la esposa, se tropieza con Martell, el artista francés, el destino los va envolviendo en un vértigo de insospechado amor secreto con consecuencias imprevisibles. Al sentirse ella acosada por los remordimientos de haber sucumbido al “no nos dejes caer en la tentación, y líbranos de todo mal”, empieza a actuar con cierto sentimiento de culpa, y al marido le da por preguntarle inesperadamente: “Connie, ¿Me amas?”. “¡Claro que te amo! Es una pregunta tonta”.

 

Podrá ser muy tonta pero, en esos precisos momentos, es tremendamente incriminadora y, ella no lo sabe, su vida está a punto de precipitarse por un abismo gracias al aterrador fantasma de la desconfianza, la sospecha, y los celos, que se están apoderando del esposo hacia ella… y de ella hacia el amante con las amigas que hacen su aparición.

 

 

 

Edward Summer supo que no podía seguir con esa situación… y le puso fin.

 

https://pelisflix.cool/pelicula/infiel/

 

Hoy, 24 de marzo de 2024, es Domingo de Ramos, y hace un rato me sorprendió asomándose por el balcón de mi apartamento una llamativa luna roja llena, gracias a que la noche está despejada y sin nubes que la opaquen. Al poco rato desapareció, un mucho rato después volvió a aparecer ya sin ese color rojo que había llamado mi atención. Mi nieto hizo la aclaración: “Abuelito, es que en mi celular dice que hay un eclipse total de luna”.

 

Curiosa coincidencia con esta novela que minutos antes del eclipse acabé de leer por segunda vez en el transcurso de un par de semanas.

 

El 17 de abril de 2014, hace diez años, fue jueves de Semana Santa y tuvo como protagonista principal al Nuestro Señor Jesucristo de los cristianos, cuya pasión y muerte se conmemoraba en ese día que fue el escogido por el escritor Gabriel García Márquez para partir de este mundo; y diez años después, en este jueves santo, también nos estamos acordando de él por cuenta de la novela póstuma suya recientemente editada.

 

Dice el portal Opinión.com de Bolivia que:

 

“La primera vez que se supo de la existencia de esta obra fue en 1999, cuando el autor leyó uno de los relatos en la Casa América de Madrid, y anunció que el mismo era parte de una futura novela que estaba escribiendo. En ese entonces, García Márquez tenía 72 años y recientemente había superado un cáncer linfático”.

 

Entre la novela que ahora sale publicada, y el cuento que con el mismo título habíamos leído en la década de los noventa, no hay mucha diferencia argumental. O no hay ninguna, a decir verdad. La diferencia radica en las referencias que truecan un cuento anecdótico en una novela musical. Es una forma de llevar unos mismos ingredientes a otro nivel de cocina del mismo plato.

 

Muy bien impresa esta novela corta o cuento largo, presentado como obra póstuma del Nobel de Literatura colombiano, ha logrado ser editada en un tiraje de 140 páginas mediante recursos de estiramiento que consisten en ampliar el tamaño de la letra, agrandar los márgenes laterales y verticales, e incluir facsímiles del borrador dejado por García Márquez entre cajones. Estas anécdotas, producto de la ficción, no encajan como estudio, ensayo, tesis, o nada por el estilo. No llegan a tanto sus profundidades de erudición, y no se pueden comparar con una Cien Años de Soledad suya, o con una Tejedora de Coronas de Germán Espinosa Villarreal.

 

El tema literario o cinematográfico de los encuentros amorosos en determinada fecha ha sido tratado con más o menos fortuna. Una película tal vez no muy de mi gusto, pero que trata de eso es “Próxima navidad a la misma hora”, dirigida en el 2019 por Stephen Herek con la actuación de Charles Michel Davis, Lea Michele, y Nia Vardalos.

 

Más me gustó la película “Siempre en la misma fecha 15 de julio, día de San Suitonio”, dirigida en el 2011 por Lone Sharfig con la actuación de Anne Hathaway, Jim Sturgiss, y Patricia Clarkson.

 

Quizás haya alguna otra por el estilo y está, naturalmente, En agosto nos vemos, el cuento de Gabriel García Márquez convertido en novela, que hace parte del subgénero de los encuentros periódicos y, en este caso, fugaces.

 

En el prólogo (página 8) llamó mi atención la nota de Rodrigo y Gonzalo García Barcha al hablar del manuscrito o mecanoscrito borrador de la novela que “no lo destruimos, pero lo dejamos a un lado con la esperanza que el tiempo decidiera qué hacer con él”.

 

Cuando lo leí, chilló en mis oídos el antidequeísmo porque sentí que hacía falta la preposición “de” indicada por la pregunta: “¿De qué tenían esperanza?”, con la obvia respuesta: “De qué hacer con él”.

 

En la novela hay menciones o guiños a obras literarias (Drácula, El lazarillo de Tormes, El viejo y el mar, El extranjero, Antología de la literatura fantástica, El día de los trífidos, Crónicas marcianas, El ministerio del miedo, El diario del año de la peste –páginas 35, 49, 58, 69, 82, 94–), pero centraré mi reseña en el tema de la música.

 

En la página 13 Gabo habla de “cerdos impávidos”, y no sé si se refiere a que estos animales en su novela no se asustan con el ruido de los motores de los carros ni con el de las cornetas de sus cláxones. En todo caso, él los califica de impávidos.

 

Siempre se ha dicho que la prostitución es la profesión más antigua, y la consejería familiar junto con la casamentería matrimonial no figuran en los albores de la humanidad porque son más recientes. Dicho en otras palabras, el sexo ha sido más protagonista de la historia universal que el amor, y éste viene a ser una especie de apéndice o anexo o adehala del primero. La lujuria mueve al mundo.

 

Es apenas natural que junto con el amor y el sexo exista la inmencionable pero extensamente practicada institución de la infidelidad, y se ha considerado que esta es propia del género masculino, pero también ha existido, y cada vez con más descaro, la infidelidad femenina. El marinero que tiene un amor en cada puerto, el agente viajero que aprovecha sus correrías para darse sus escapadas de echarse una cana al aire, son personajes supremamente reconocidos, y tienen la contrapartida en la estudiante casada universitaria que tras de las largas jornadas de estudio y amanecida con su grupo de trabajo se echa sus respectivas canitas. En otros tiempos el hombre salía de cacería (o se inventaba cacerías, llegado el caso), perdiéndose del castillo durante semanas. También la mujer, llegado el caso, encontraba la manera de meter entre sábanas al jardinero, al cochero, al cartero, o a quién sabe cuál de sus apetencias, y la costumbre del amante de turno de colgar el sombrero y la capa de los cuernos del venado embalsamado que había sido cazado por el esposo en la temporada anterior, dio lugar al aún vigente dicho de “poner los cuernos”, enmascarando el honor del engañado marido.

 

Surge entonces una pregunta conyugal que jamás, pero jamás de los jamases, debería hacerse y mucho menos mirando inquisitivamente a los ojos: “Dime la verdad, ¿Tú nunca me has sido infiel?”. Esa pregunta tiene el indudable desenlace de que el preguntado manifieste abiertamente y sin pestañar: “Por Dios te lo juro, jamás”.

El infiel sabe que tiene que ser un buen mentiroso porque si no lo es está perdido, y sabe que en tratándose de la mujer del prójimo no debe tener escrúpulos a la hora de jurar el santo nombre de Dios en vano. Cualquier escrúpulo en ese sentido se convierte en un infierno.

 

En la novela hacen su aparición las preguntas inocentes, o no tan inocentes sino capciosas, y en este caso es la protagonista la que se ve obligada a mentir (página 39) devolviendo las preguntas al marido como en rápidos raquetazos de tenis. Cualquier error conduce a un punto de quiebre.

 

“Dime la verdad, ¿Cuántas veces me has sido infiel?” (página 83).

 

“Infiel, nunca”, dijo él, “pero si lo que quieres es saber si me he acostado con alguien, hace años me advertiste que no lo querías saber” (página 83).

 

“Más aún, cuando se casaron le había dicho que no le importaría si se acostaba con otra, a condición de que no fuera siempre la misma, o si era por una sola vez” (página 83).

 

O que no vaya a ser con ninguna de sus amigas. Estas conversaciones son como caminar sobre campos minados o arenas movedizas y suelen estar antecedidas por un detalle que los esposos sabemos reconocer de entrada cuando una conversación se inicia de manera perentoria.

 

“Por una vez en tu vida, Doménico, dime la verdad… –Él sabía que su nombre de pila en boca de ella era señal de tormenta–…” (página 83).

 

“Si te digo que no, estoy seguro de que no lo crees; y si te digo que sí, no lo soportarás. ¿Cómo hacemos?” (página 83).

 

“Qué carajo –dijo– todos los hombres son iguales: una mierda” (página 87).

 

“Él tuvo que tragarse la rabia… la vida le había enseñado que cuando una mujer dice su última palabra, todas las demás sobran” (página 87).

 

“Parecía hablar no tanto para decir, como para ocultar” (página 97).

 

“Cualquier cosa que yo sepa de ti, es culpa tuya”, dijo Ana Magdalena a su esposo (página 81).

 

“No hubo más incidentes hasta después del tercer viaje, cuando aplacó los ardores de su propia conciencia con la sospecha de que él la engañaba. Los indicios eran fuertes, pues Doménico se demoraba en la calle hasta mucho después del horario oficial del Conservatorio, de regreso a casa iba derecho a perfumarse en el baño antes de saludar a nadie, para tapar con sus lociones conocidas cualquier olor ajeno, y daba explicaciones demasiado precisas de dónde estaba, qué había hecho, y con quién, sin que nadie se lo preguntara” (páginas 81 y 82).

 

 

 

En la película “Así somos” la actriz Elizabeth Banks hace el papel de Frankie Davies que es camarera en un bar, y como tal está acostumbrada a las confidencias o confesiones de los solitarios bebedores de la barra. Ante uno que se volvió locuaz con ella hizo una aclaración de experta formuladora de juicios: “Cuando las personas mienten, tienden a dar demasiados detalles”.

 

Lo dice la sabiduría popular desde hace siglos: “Excusatio non petita, accusatio manifesta” (Explicación no pedida, culpa admitida).

 

La protagonista de esta novela es, pues, una mujer infiel que gusta de echarse canas al aire por lo menos una vez al año en la fecha precisa del 16 de agosto, aniversario del sepelio de su madre. El pretexto es que tiene los restos de su progenitora en un desmañado cementerio de una lejana isla caribeña. Si fuera una mujer piadosa y religiosa, apegada a inmodificables principios y prejuicios, se entendería que no quiera romper con la promesa hecha a la autora de sus días, pero… esta mujer no lo es. Una mujer infiel no puede serlo, y si se le diera la gana bien podría poner todo en un cofre y transportarlo a la iglesia que queda a dos manzanas de su casa para tenerla más a la mano. Es más. Si a análisis sicológicos la sometemos, llegamos a la conclusión de que no tendría inconveniente en considerar que ido el espíritu de su madre para otro lado no tiene sentido apegarse a unos viejos y deteriorados huesos. Nadie guarda en la vitrina unos zapatos o unos guantes o un sombrero usados, por el hecho de que alguna vez hubieran sido calzados por persona alguna. Eso es prácticamente una estupidez.

 

De por qué es infiel una vez al año esta mujer, o con quiénes, no vale la pena profundizar; y lo anecdótico son las características de los afortunados acompañantes escogidos para sus aventuras. Es que encontrar una buena compañía pasajera de hotel en los vientos de agosto es una fortuna, y se los dice un hombre que es infiel por naturaleza. El que no lo sea, que tire la primera piedra (o la primera manotada de polvo, que también para el caso da lo mismo). Estamos hablando de hombres, pero he conocido mujeres que aprovechan las oportunidades que se les presentan sin sentir remordimientos. Que las hay, las hay, y es mejor que uno empiece a creer en ellas.

 

En el nombre escogido por GGM para la protagonista hay un guiño que nos dice que él era amante de la música clásica. Pudo haber escogido el nombre de Madonna, o el de Shakira, o el de Karol G, o el de Arelys Henao, pero escogió el de Ana Magdalena Bach, la segunda esposa del viudo Juan Sebastián Bach al que le dio trece hijos (los otros siete los había tenido con la primera). A Gabo le gustaba Bach, y lo sospeché desde un principio (páginas 15 y 18) por la mención a su segunda esposa.

 

A propósito de Bach, tuvo veinte hijos con las dos mujeres, pero muchos murieron pequeños y solamente sobrevivieron diez, tres en la primera y siete en la segunda. Un 50% de productividad es un porcentaje aceptable teniendo en cuenta que él venía de familia de músicos y muchos de sus hijos también fueron músicos. Ana Magdalena venía de familia de músicos y ella misma era música con algunas composiciones que fueron opacadas por las de su marido, y esa condición le permitió servir de secretaria o amanuense transcribiendo partituras de él con una caligrafía musical parecida a la suya al punto de confundir a algunos biógrafos o investigadores.

 

Tal vez de allí surge la inspiración de Gabo porque Ana Magdalena la protagonista de la novela, esposa del profesor Doménico Amarís, “se había adaptado a él, se hizo como él, y se conocieron tanto a fondo que terminaron por parecer uno solo” (página 44).

 

La Ana Magdalena de la novela está también casada con músico y ella viene de familia de músicos (página 18), y dice el novelista que ella, que era virgen, se casó con un hombre que amaba y que también la amaba a ella (página 18), afirmando que también se había casado virgen, lo que nos lleva a decir que la infidelidad y el sexo no son condición sine qua non del amor, y bien pueden coexistir de manera sigilosa, secreta, y confidencial. Solo se convierten en un problema cuando las cartas se ponen sobre la mesa.

 

El esposo era “director del Conservatorio Provincial desde hacía más de veinte años… al margen de su excelente calificación de maestro, era un seductor de salón y un caricaturista musical capaz de salvar una fiesta con un bolero de Agustín Lara tocado en el estilo de Chopin, o un danzón cubano al modo de Rajmáninov” (página 43).

 

https://www.youtube.com/watch?v=gjTBPjEWen8

 

He visto a virtuosos del piano como la excelente improvisadora Gabriela Montero hacer esos divertimientos que son descrestadores, y llama mi atención que García Márquez escriba a la española el apellido del ruso Rachmaninov. Dice del esposo que “Nadie conocía como él los bailes raros como la contradanza, el charlestón y el tango apache” (página 44).

 

El autor dice que ella y su esposo tenían “un hijo ejemplar que era el primer chelo de la Orquesta Sinfónica Nacional a los veintidós años, y había sido aplaudido por Mstislav Leopoldóvich Rostropóvich en una sesión privada” (páginas 18 y 19). Es otro guiño, que indica que Gabo era admirador del insigne chelista ruso, intérprete de aquel “concierto de chelo que al final compuso Dvorak” (página 45). Este es un concierto que dura 40 minutos, no apto para los amantes de los twitters triminuteros.

 

https://www.youtube.com/watch?v=_lYqoEM4tYs

 

“En cambio la hija de dieciocho años tenía una facilidad casi genial para aprender de oído cualquier instrumento, pero solo le gustaba como pretexto para no dormir en casa” (página 19). Interesante observación. Yo también he conocido personas bien dotadas de talento para la música, pero que no le tenían amor al instrumento. Decía el maestro Carlos Vieco que prefería tener como alumno a alguien menos dotado, pero con más disciplina para estudiar. “Usted nunca llegará a ser un buen músico”, le dijo a un pariente mío, “porque es el primero en aprenderse la lección, pero no ve la hora de que el reloj marque el final de la clase para echarse al hombro el instrumento y salir corriendo para otro lugar”.

 

De Micaela, la hija de Ana Magdalena Bach, dice el autor que “estaba de amores alegres con un excelente trompetista de jazz, pero quería profesar en la orden de las Carmelitas Descalzas contra el parecer de sus padres” (página 19). Creo que en esto le falló la sicología a Gabo porque una rumbera novia de trompetista de jazz, con su vida bohemia, tiene de todo menos de vocación de monja. La vocación de monja es sui generis, y se nota hasta en la languidez de la mirada, en el recato de los escotes, y el largo de las faldas. De algunas vecinas con vocación de prostitutas solíamos decir que “desde chiquita tiene cara de fufurufa”. Esas cosas se notan.

 

“Ana Magdalena soltó en la cena el temor de que la hija regresara encinta de sus fines de semana, y Micaela quiso tranquilizarla con la buena noticia de que un médico amigo le había implantado desde los quince años un dispositivo infranqueable” (página 48).

 

Al sicólogo aficionado que hay en mí le cuesta trabajo creer que una chica que a los quince se hace implantar la T de cobre en el útero, pueda tener vocación de monja.

 

“Una niña mulata cantaba boleros tristes” (página 22), dice Gabo, pero no menciona ninguno de esos boleros.

 

“El piano inició el Claro de Luna, de Debussy, en un aventurado arreglo para bolero, y la niña mulata la cantó con amor” (página 23). Aquí hay un pequeño despiste lingüístico de concordancia de género, porque debió escribir “La Claro de Luna”, al referirse a la palabra sonata implícita; o debió escribir “lo cantó con amor” si se refería a “El Claro de Luna”.

 

Al leer la frase “Hablaron sobre la audacia de convertir en bolero una pieza de Debussy” (página 25) me nace la inquietud de saber si hay un bolero claramente inspirado en ese origen. Me gustaría oírlo, pero no encuentro nada cantado que lo sugiera. Sin embargo, al escuchar esta pieza, descubro que bien puede ser bailado en ritmo de bolero lento en una romántica noche iluminada por la luna llena.

 

https://www.youtube.com/watch?v=RnTHFxMGCQY

 

“Después de la primera tanda de baile otra orquesta más ambiciosa inició el Claro de Luna de Debussy en un arreglo para bolero, y una mulata espléndida la cantó con amor” (página 115).

 

No sé si las revisiones albacéicas póstumas hayan preferido no meter mano para no invadir los fueros del autor, o si no se percataron de esta repetición, pero en la página 23 García Márquez ya se había referido al Claro de Luna de Debussy interpretado en ritmo de bolero por una mulata espléndida.

 

Acto seguido el contertulio de la protagonista “Sin duda se dio cuenta de que ella sabía de música y él no había pasado del Danubio Azul” (página 25). Este hermoso vals de Johann Strauss II en el siglo XIX es considerado por los melómanos insignes como una pieza musical fácil y casi infantil para los oídos profanos que no están preparados para meterse con las complejidades de la obra de un Richard Strauss modelo siglo XX.

 

“Él entonó bajo la regadera los primeros compases del concierto de piano de Grieg, mientras se jabonaba” (página 41).

 

“Pensaba que la obra más inspirada de Brahms era su concierto para violín, y no entendía cómo no había compuesto además el concierto magistral de chelo que al final compuso Dvorak” (página 45).

 

https://www.youtube.com/watch?v=b54mVaaZCuE

“Tenía muy avanzados los capítulos de tres ejemplos mayores: Mozart y Schubert, genios torrenciales pero de vidas breves y desdichadas; y Chausson, víctima en su mejor momento de un accidente absurdo en su bicicleta” (página 45). Consulté en Wikipedia y me confirmó de ese infortunado accidente al que hace referencia GGM.

 

“Variaciones sobre un tema rococó de Chaikovski” (página 55).

 

“Al pasar frente al cabaret le llamó la atención una pareja profesional que bailaba el Vals del Emperador con una técnica perfecta” (página 58).

 

https://www.youtube.com/watch?v=f91F2RKO7fQ

 

“Bailaron tres valses al modo antiguo… y a la mitad del tercer valse lo conocía como si fuera desde siempre” (página 60).

 

“Las salsas terminaron a las once, y la fanfarria anunció la presentación especial de Elena Burke, la reina del bolero, exclusiva y sólo por una noche en su gira triunfal por el Caribe” (página 61).

 

“Él saltó confundido. ¿Qué ha pasado? “Tengo que irme”, dijo ella… Él propuso otros programas inocentes, sin saber quizás que cuando una mujer se va no hay poder humano ni divino que la detenga” (página 63).

 

Hay un momento de la vida en que una mujer está dispuesta a darle a uno lo que sea… y pocos minutos después se ha enfriado metiéndose entre una coraza impenetrable. “Hay que haberlo vivido para contarlo”, diría Gabo.

 

“No le gustas o simplemente no te quiere” es una película protagonizada por Ginnifer Goodwin que trata sobre esas personas que son encasilladas en la categoría de “sólo amigos”. Cuando alguien entra en ella, no hay forma de que pueda salir de ahí. Sus posibilidades están quemadas.

 

“El doctor Aquiles Coronado, un abogado de gran prestigio, amigo suyo desde la escuela y padrino de bautismo de su hija…”, le llevaba ganas, pero a ella ni fu ni fa; y es de entenderse, porque “Desde que se conocieron en la escuela secundaria ya era un especialista en amores fáciles cuyas audacias no pasaban de un cine furtivo a las seis de la tarde… su único fracaso fue con Ana Magdalena Bach, que le cerró el paso desde el primer intento a los quince años” (páginas 70 y 71).

 

Según el periódico El Tiempo, el 3 de abril de 1996 hubo un eclipse total de luna visible en el territorio colombiano. Dice el periódico que “La última vez que se vio claramente un eclipse lunar en Colombia fue el 16 de agosto de 1989”.

 

Con ese dato, podemos deducir la fecha en que Ana Magdalena Bach fue interrumpida por la recepción del hotel para notificarle que no podía tener visitantes nocturnos en la habitación, y su invitado “Sin más vueltas la invitó a contemplar el eclipse total de luna desde la playa dentro de una hora y quince minutos” (páginas 64 y 65). Ese día, no lo dice la novela pero sí el periódico, el eclipse permitió ver la cola del cometa Hyakutake. Excelente pretexto para uno llevar a su dama a la playa en la camioneta y hacerle ver las estrellas.

No hay duda de que en el mundo hay algunos seductores profesionales que son unos verdaderos virtuosos de la tarea. Los demás somos unos simples aficionados.

 

“Él estacionó al abrigo de las palmeras, se quitó los zapatos, se aflojó el cinturón, y abatió el asiento para relajarse. Sólo entonces descubrió ella que la camioneta no tenía más que los dos asientos delanteros, que se convertían en camas con apretar un botón. El resto era un bar mínimo, un equipo de música con el saxo de Fausto Papetti, y un baño minúsculo con un bidé portátil detrás de una cortina carmesí. Ella entendió todo… la asombró la maestría de mago de salón con que la desnudó pieza por pieza, con la punta de los dedos y sin tocarla apenas, como deshollejando una cebolla” (páginas 65 y 66).

 

“Escogió un hotel de cabañas rústicas en un bosque de almendros, con un gran patio de baile y mesas de comer alrededor, y un anuncio a todo trapo de la presentación especial de Celia Cruz, la gran cantante cubana” (página 73).

 

“El programa empezó con un trío especializado en canciones de Los Panchos” (página 76).

 

“Contrastes para piano y saxofón de Béla Bartok” (página 78).

 

“Micaela llegó… con un álbum de Van Morrison que le habían regalado a última hora” (página 79).

 

“Él estaba leyendo en la cama la partitura de Cosi fan tutte… solfeando en susurros para no despertarla” (página 82).

 

Recuerdo aquella música instrumental que llamábamos orquestada o estilizada, que era usada como cortina incidental o ambiental en los restaurantes elegantes a la hora del almuerzo. Esa música me parecía innegablemente hermosa, pero a la vez apropiada para hacer una buena digestión… y descabezar una corta siesta en la silla mecedora del corredor. La palabra que mejor encaja para describir esa música es “arrulladora”.

 

“La condujo a un restaurante fuera de los nidos del turismo, bajo grandes almendros iluminados, y con una orquesta mejor para soñar que para bailar” (página 97).

 

“Cuando la orquesta tocó un arreglo bailable de Aaron Copland, él confesó que no le llamaba la atención porque era sordo para la música, pero se atrevió a bailar cuando ella lo invitó. No acertó en un paso, pero ella lo ayudó tan bien, que a él pudo quedarle la impresión de que el mérito era suyo” (página 98).

 

“Cuando la orquesta oficial terminó su tanda juvenil, otra más ambiciosa inició la nostálgica Siboney, y Ana Magdalena se dejó arrastrar por la magia de la música mezclada con la ginebra” (página 117).

 

https://www.youtube.com/watch?v=mfPUldsrato

 

“¿Cómo te llamas? –Ella improvisó al instante: Perpetua– Es una pobre santa que murió pisoteada por una vaca, dijo él de inmediato” (página 100).

 

 

Felicidad Perpetua y Perpetua Felicidad van unidas en el martirologio católico, pues corresponden a las santas que fueron martirizadas en el siglo III por pertenecer al cristianismo. Santa Perpetua era una mujer rica, y Santa Felicidad era una de sus esclavas.

 

No es cierto lo que afirma García Márquez de que Santa Perpetua haya muerto pisada por una vaca; pero ella y Santa Felicidad sí fueron arrojadas a un ejemplar salvaje de estos bovinos, que las pisoteó en las torturas a que fueron sometidas, previas a que las decapitaran. Esto pude deducir del contenido del siguiente enlace:

 

https://santoral.fandom.com/es/wiki/Santas_Perpetua_y_Felicidad_de_Cartago

 

Referencia nro. 2:

 

«Vidas de los santos de A. Butler», Herbert Thurston, SI. «Santas Perpetua y Felicidad, mártires». El Testigo Fiel. Consultado el 7 de marzo de 2019.

 

Llegué a un punto en que mi conclusión sobre este libro es que se trata de una especie de guía, programa, o mapa de ruta musical, invitando a seguir las insinuaciones que García Márquez va dejando en el camino. La novela se lee rápido, pero seguir ese mapa al detalle llevará muchas horas y días de grata dedicación a la tarea.

 

El Centro Gabo nos ha facilitado la tarea de búsqueda insertando en su página oficial el artículo “Así suena en Agosto nos vemos, la última novela de Gabriel García Márquez”, con los enlaces que nos permiten escuchar fragmentos de los temas mencionados por él.

 

https://www.centrogabo.org/gabo/contemos-gabo/asi-suena-en-agosto-nos-vemos-la-ultima-novela-de-gabriel-garcia-marquez

 

Para dejar el tema con el sabor en la boca, y el eco en los oídos, de la música que amaba la Ana Magdalena Bach de la novela garciamarquiana, oigamos la Danza Eslava nro. 2, opus 72, de Antonin Dvorak. No figura en la lista de la dama de los días de agosto, pero sí en su corazón desprejuiciado.

 

https://www.youtube.com/watch?v=b54mVaaZCuE

 

 

 

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