25 de octubre de 2022

MEMORABILIA GGM 929

LEAMOS

Buenos Aires – Argentina

11 de octubre de 2022

 

La historia de cuando 

Gonzalo Mallarino acompañó

a García Márquez a recibir

el Nobel de Literatura en Estocolmo

Ya son cuarenta años desde que el escritor de “Cien años de soledad” recibió el máximo galardón. En su nuevo libro, Mallarino Flórez recuerda la vez en que acompañó al amigo de su padre hasta la capital sueca, a propósito de una nueva entrega del Nobel en octubre de 2022.

Por Santiago Díaz Benavides

 “Cuando al amanecer del jueves 21 de octubre de 1982 supimos que la Academia Sueca le había concedido a Gabriel García Márquez el Premio Nobel de Literatura, el colombiano era acaso el escritor más famoso del mundo. Y el “realismo mágico” tal vez la corriente literaria más rica y vital en el ámbito de la creación literaria de cualquier idioma en ese momento. Y Cien años de soledad, la novela más poética y reveladora que se hubiera escrito jamás sobre el Caribe y América Latina”.

Así inicia el nuevo libro de Gonzalo Mallarino Flórez, con el que rememora aquel día del año 82 en el que Gabriel García Márquez consiguió su tan ansiado Nobel. “El día que Gabo ganó el Nobel”, así se titula, y hace parte de la colección ‘Colombia Memoria’, de la filial colombiana del Grupo Planeta.

Aquí, el autor, hijo del también escritor Gonzalo Mallarino Botero, se remonta a aquel episodio sagrado que tuvo la fortuna de presenciar, y sintetiza, de manera atinada, el año más tumultuoso en la vida del escritor de Aracataca.

Reza la contraportada del libro:

“Terminaba el gobierno de Julio César Turbay Ayala, al cual se había opuesto toda la izquierda colombiana por sus métodos represivos y dignos de una dictadura de ultraderecha: cientos de encarcelados, torturados y perseguidos políticos bajo la doctrina del Estatuto de seguridad. García Márquez había sido férreo opositor a esa lógica y un defensor de una salida pacífica al problema de las guerrillas. Ese año, sin embargo, el gobierno lanzó la amenaza de que iba a capturarlo y el escritor se exilió en México desde donde entabló una discusión seria con el país que se resistía a su grandeza literaria. Entonces se produjo la noticia”.

Portada (corregida) del libro "El día que Gabo ganó el Nobel", de Gonzalo Mallarino. Cortesía: Grupo Planeta.

Ese día, el jurado sueco estimó que el éxito alcanzado en 1967 por los millones de ejemplares de su novela Cien años de soledad hubiera “podido ser fatal a un escritor con menos recursos que los del autor colombiano, pero que su épica obra El Otoño del patriarca, publicada ocho años más tarde, puede sin desmedro medirse con la precedente. La muerte es posiblemente el más importante escenógrafo en el mundo inventado y descubierto por el escritor colombiano, un mundo –podría decirse– descubierto a la luz de la opresión y la injusticia”, señaló La Academia.

Al interior del mismo, Mallarino Flórez escribe que, en ese entonces, el escritor de Aracataca pasó a ser “un héroe de la gente, un ídolo popular, como decir entonces el futbolista Willington Ortiz o el médico milagroso José Gregorio Hernández”. Cuando se conoció lo del premio, “fue un momento de intensa felicidad para el país. En medio de tantas luchas y dificultades, cuando ya se alzaba en nuestro horizonte el horror del narcotráfico y su violencia angustiante, Colombia le daba al mundo el Nobel de Literatura de ese año”.

Este libro es una crónica del antes, el durante y el después de aquella jornada. “Es la manera de honrar un hecho que nos brindó la posibilidad de que nuestra lengua se hiciera universal, la historia de lo mágico que era ese amigo de mi papá”, dice Mallarino. “Que escribía novelas, que veíamos en la casa riéndose con nosotros y nuestras novias, y de repente se ganó el Nobel y se convirtió en el escritor más famoso del mundo”.

Recordar el episodio, 40 años después, es volver atrás en la historia de un país y entender que alguna vez tuvimos al mejor escritor del planeta. Las cerca de 170 páginas del libro consiguen situar en el presente la anécdota, que, si bien tuvo como actores a unos pocos, los tuvo a todos como protagonistas. La pluma de Mallarino consigue que la historia detrás del episodio termine siendo casi un relato del propio García Márquez, que hacía y deshacía lo que quería con la vida y la muerte y lo eterno a través del tiempo.

En conversación con Infobae, el editor Juan David Correa, director literario del Grupo Planeta, precisó que la edición impresa del libro presenta un error, que ya ha sido corregido en las ediciones digitales, y comparte su fe de erratas:

“Por alguna razón, a la hora de armar la portada, vimos un despacho apócrifo de prensa fechado el 19 de octubre. El Nobel se anunció el día 21 y no 19, como erróneamente se lee en el antetítulo del libro. Les pido excusas a los lectores y a todos los gabólogos del mundo que pondrán el grito en el cielo, con toda la razón. El error es enteramente de los editores pues, como se lee en el interior del libro, en el primer párrafo. Su autor no tiene responsabilidad en esta errata que asumimos desde la editorial. Espero que, a pesar de ella, lean con entusiasmo el libro”, expresa el editor.

El error, pienso yo, le da un aire más garcíamarquiano al libro, y si bien habrá de corregirse, a los lectores nos queda ese regalo, de la vez en que un libro sobre Gabo nos “mamó gallo” a todos.

---

En el enlace abajo, véase una entrevista a Gonzalo Mallarino Flórez sobre este libro:

https://www.google.com/url?rct=j&sa=t&url=https://www.youtube.com/watch%3Fv%3DUm_XyLlaq_A&ct=ga&cd=CAEYCSoUMTQ4Mjc3OTgzNTE3NDgxNDQ4MjEyGTdiZGI0YjExNTMyZWQxODc6ZXM6ZXM6RVM&usg=AOvVaw2mE5mdZTdPgjYdIlgQ3Yto



Elespectador.com:

Bogotá – Colombia

17 de octubre de 2022

 

El Magazín Cultural

 

Los trucos de una carpintería secreta

La investigadora literaria Nathalia Gómez Raigosa narra los descubrimientos que hizo en su pasantía doctoral en el archivo Gabriel García Márquez, preservado en el Harry Ransom Center, de la Universidad de Texas en Austin.

 

Por Nathalia Gómez Raigosa*

 Ilustración de Gabriel García Márquez, quien recibió el Premio Nobel de Literatura hace 40 años. Foto: Mario Fernando Rodríguez

Este verano metaficcional pude experimentar lo que sintió Marco Flaminio Rufo, tribuno militar romano, cuando encontró, después de atravesar un laberinto que parecía interminable, “la ciudad de inmortales”. Estaba con los ojos llorosos y el corazón palpitante frente al Harry Ransom Center, un museo de cristal grabado con imágenes de la memoria colectiva que me recordó al que aparece en La ciudad ausente (1993), de Ricardo Piglia, donde había una extraña máquina de narrar macedoniana que nunca se apagaba y parecía tener vida propia, como la tienen los archivos de Borges, Shakespeare, Joyce, Poe, Woolf, Faulkner, Coetzee, Beckett, Hemingway, Mailer, Fitzgerald y García Márquez, cuyos materiales cuentan para la posteridad, desde sus cajas de cartón, lo que ningún libro, curso o programa de educación superior enseña: la verdad que hay detrás de todo proceso creativo.

Una beca de Colciencias me había permitido por fin hacer la pasantía internacional que se había pospuesto innumerables veces por una pandemia que aún no termina. Tenía un presupuesto reducido, afectado todavía más por el dólar más alto de la historia económica reciente de Colombia. Así que andaba un poco limitada para transportarme y comer, pero feliz de vivir la experiencia de ser fellowship en la Universidad de Texas. Era mi sexto año doctoral, óigalo bien: sexto, ¡Ya eran demasiados!, y necesitaba defender mi tesis sobre el periodismo de García Márquez cuanto antes, pero pasaba por un bloqueo en la escritura que esperaba disipar con este viaje.

 Gabriel García Márquez hablando por teléfono en New York, durante su estancia para la ceremonia de su grado honoris causa concedido por la Universidad de Columbia en 1970. Foto: Nathalia Gómez Raigosa

Tenía encima diez horas de avión desde mi natal Pereira, una pequeña ciudad en el corazón cafetero colombiano. El calor apabullante, como diría mi madre, me golpeó la cara apenas aterricé: 43 grados centígrados, que dificultaban la respiración y hacían perjudicial hasta esperar el bus bajo la sombra del paradero, por lo que tocaba pedir Uber, a un costo astronómico en plata colombiana: casi $180.000 del alma. El conductor era un ruandés sonriente y enérgico que me saludó con mucho tino y humor: “Welcome to the eternal fire”, ¡Qué acertado recibimiento! Todo el camino me lo pasé observando la ciudad por la ventana; me pareció deshabitada, casi fantasmal. El africano al volante llevaba ya dos años residiendo allí. Me explicó que las personas no caminaban por las calles, cuidándose de una insolación; todos estaban montados en sus monstruosas camionetas que atizaban a su paso el ardiente asfalto de autopistas interminables que antes fueron caminos de herradura de fieros cowboys.

Recordé la bella descripción de Borges: “An epic-laden dream”, cuando fue profesor invitado a la Universidad de Texas, en 1961, y percibió de inmediato las muchas similitudes que tenía este paisaje con la inmensa pampa Argentina: “Aquí, como en el otro confín del continente, el infinito campo en el que muere solitario el grito; aquí también el indio, el lazo, el potro”, reza un poema que dejó escrito en una servilleta que hace parte de las colecciones del Ransom.

Me presenté con mi maleta en la casa de Mrs. Fiori, una anfitriona de primera categoría que me había recomendado la carismática Danica Obradovic, coordinadora de los investigadores que llegaban de todos los confines del planeta y que, según las cifras del centro, son más de 10.000 al año. Nicolás Pernett, historiador amigo, que ya había vivido esta peregrinación, me recomendó que, antes de comenzar la revisión, me tomara el tiempo de hacer preguntas sobre al archivo que me permitieran solicitar en la página web, para encontrar los materiales correctos y no perder tiempo en cosas que no me interesaban tanto.

No le hice caso a Pernett, porque no era capaz de decidirme entre las más de 75 cajas que representan más de medio siglo de la vida de García Márquez, sistematizado y supervisado con cierta obsesión paranoide por los ojos vigilantes de los funcionarios de la flamante Sala de Lectura y Visualización del Ransom, que con ayuda de sus cámaras de seguridad hacen las veces de policía literaria para impedir a toda costa el robo de algún papel que se pueda considerar delito federal; así que no me quedó más alternativa que pedirlas en orden e ir revisándolas de a poquito.

 El archivo de Las Jirafas

El primer día fue un desastre. Me dirigí a la enorme estantería de madera en la que el personal pone el material solicitado por los investigadores. Comencé por las fotografías; fue una mala decisión, porque era lo más difícil de manipular. Dispuse la caja llena de carpetas Minerva sobre la mesa en el área marcada: “Please, place your document box here”. Había visto el video de orientación por lo menos diez veces, pero eran tantas las precauciones y prohibiciones, que todo el día un funcionario de barbas largas con cara de monje superior me llamó la atención en un inglés en letra pegada que no lograba entender, porque no manipulaba las fotos por los extremos. Toda la molestia la compensó el retrato de Gabo en calzoncillos hablando por teléfono en Nueva York, contando, según especulo, con todo el mamagallismo del caso, los pormenores de la ceremonia de su grado honoris causa que le concedió la Universidad de Columbia en 1970.

Al segundo día me quedó la duda de si ya dominaba la técnica de revisión o si nuevos investigadores habían ocupado tanto al funcionario regañón, que se había olvidado por completo de mí. Ya éramos por lo menos doce estudiosos en la sala trabajando en los temas más disímiles, desde las literaturas africanas y latinas hasta las norteamericanas. Quien más despertaba la curiosidad era un joven asiático que estaba observando, con mucha delicadeza, unos manuscritos milenarios e ideográficos. Mi nueva caja me fue revelando el Gabo cosmopolita, que llegó a sumar siete pasaportes colombianos con sellos de Vietnam, India, China, países europeos, latinoamericanos y unas marcas que mostraban permisos temporales en los Estados Unidos. Sentí muy irónico el hecho de que, después de décadas en las que se le negó la visa estadounidense por su supuesta afiliación al Partido Comunista, hubieran sido los mismos gringos, esta vez los de la academia, los que habían logrado conseguirle una residencia absoluta a lo más peligroso que Gabo sabía que tenía: sus ideas. Se hizo justicia poética, medité.

El tercer día fue un regalo de la vida. Me había decidido por la caja más pequeña, que parecía complemento de la “subserie b. Short Works, 1952-2009″. La elegí porque podía tratarse de algo relacionado con el periodismo, que en últimas era lo que más me interesaba. Al abrirla, me topé con un artículo no identificado, en el que se observaba el grabado de una jirafa; en la esquina derecha inferior leí: “Por Septimus”, todo en alto relieve tallado en cuero. De inmediato quise sacarlo para entender de qué se trataba. Lo agarré; era un legajador de argollas ya desgastado en los bordes, pero en perfecta forma. No podía salir del asombro de que tal cosa existiera; nunca en mis 16 años en el periodismo había escuchado que alguien, algún familiar, amigo, profesor o experto mencionara la existencia de aquel objeto extraordinario: la cubierta de protección que le permitió a ese Gabo, novato del oficio, resguardar y recolectar las columnas que le publicaban en El Heraldo, de Barranquilla a los 25 años, su periodismo juvenil en la costa Atlántica. Para mí era una pieza de culto a la altura de su legendaria máquina Smith Corona, a la que se le han rendido incontables homenajes en piezas literarias y comercializado en forma de pines y rompecabezas. Así que lo más importante que hice ese día fue llorar de la emoción un largo rato en el Ransom (creo ser la única que lo ha hecho), sin que me importara lo que pensaban mis eruditos compañeros de sala.

Al cuarto día por fin la lupa de la intuición estaba más refinada por la carga emocional del día anterior y me llevó hasta una hoja tamaño carta en la que se leía:

 “Kame: yo ovedezco más a la inspiración que a la gramática. Gracias y besos

 Gabo, 2002″.

Aunque me pareció raro ver el “ovedezco” con v en vez de b y estaba enterada de los rumores de la supuesta mala ortografía del escritor colombiano, no me convenció de que se tratara de un descuido, porque en el mensaje se notaba una clara intención de trasgredir el idioma. Me acordé de ese polémico discurso “Botella al mar” que lanzó en 1997 durante el Primer Congreso Internacional de la Lengua Española, en Zacatecas (México), donde planteó una jubilación de la ortografía, que le puso los pelos de punta a puristas como Daniel Samper Pizano, pero que 25 años más tarde parece haber presagiado muchas de las renovaciones de la RAE para simplificar el español. Hice una rápida búsqueda en mi móvil y ahí estaba la sugestiva pregunta: “¿Y qué de nuestra be de burro y nuestra ve de vaca, que los abuelos españoles nos trajeron como si fueran dos y siempre sobra una?”.

El mensaje dirigido a Carmen Balcells era la respuesta a un fax que hallé inmediatamente después, enviado el 23 de agosto de 2002 a las 18:35, en el que ella, como su agente literaria, le daba detalles de la polémica generada en las editoriales a raíz del título que llevaría el libro, en proceso de publicación, de sus memorias; sobre el cual Claudio López Lamadrid, había dicho que “al estar el verbo contar en femenino exige un antecedente en femenino” y para que fuera gramaticalmente correcto “la construcción tendría que ser vivirla para contarla o vivir la vida para contarla”. Es decir: el título de las memorias de Gabo tiene un error de sintaxis, ¡Tamaño descubrimiento!, me dije.

Pero Gabo ya era Gabo y como estaba en la cúspide de su fama podía darse el lujo de moldear la lengua a su amaño. Por supuesto, no sacrificó la sonoridad expresiva de las palabras y nos regaló una expresión con la que el español ganó plasticidad. Después de leer la correspondencia de este episodio, el resto de material que había visto y el que comenzaría a ver cobró mayor sentido y, de paso, me fue clarificando la misión del viaje.

 El archivo de García Márquez se compone de 75 cajas. Foto: Nathalia Gómez Raigosa

Había ido hasta uno de los estados americanos en el que se debatían la prohibición de aborto y la portación de armas sin permiso ni capacitación, para encontrar a Gabo, uno que no estaba en sus obras literarias, ni en los textos críticos en los que expertos se habían detenido en la hermenéutica de su poética hasta sobreinterpretarla, ni en las biografías que coincidían en el mito del humilde muchacho de Aracataca que, a punta de talento y buena estrella, se había convertido en bestseller. No estaba hurgando en las noticias que registraban el paso a paso de su vida pública, ni en sus discursos como mediador de las causas sociales de los desheredados de América, ni en los guiones de sus fantasías cinematográficas, ni en las actas de creación de las fundaciones que constituyó para mejorar el periodismo en Latinoamérica, ni en los videos eternizadores de las redes sociales, ni en las entrevistas radiofónicas en las que se escucha su voz de trueno.

García Márquez está donde no lo hemos buscado aún: en los errores de mecanografía de sus originales; en las faltas ortográficas; en los tachones de páginas completas de las primeras versiones de su novela inédita En agosto nos vemos, donde además se pueden distinguir caligrafías diferentes a la suya, quizá de sus amigos más cercanos a los que les permitía anticipadamente leer sus obras y de los que recibía consejos con anotaciones al margen que unas veces incorporaba a las nuevas versiones y otras no; en los borrones, subrayados, flechas, signos de interrogación de las apenas 25 páginas del segundo tomo de las memorias que no alcanzó a terminar, con pistas en secuencia para una escritura del futuro; en una lista de correcciones con su respectiva página en la contraportada de la primera edición de Crónica de una muerte anunciada; en el reportaje a medio hacer del papa Juan Pablo II; en el llamado de auxilio del director editorial de la multinacional Penguin Random House, implorando por las correcciones de último momento que se le ocurrieron al obseso Gabo que tenían paradas las máquinas de impresión en Madrid, Buenos Aires y Bogotá. En fin, a nuestro Nobel también hay que buscarlo en las precisiones de hechos históricos que lectores avezados se atrevían a realizar por medio de cartas y las mejoras con las que los traductores al inglés, francés o italiano iban contribuyendo a la perfección de una obra ya clásica.

Borrador inédito de las 25 páginas escritas de la segunda parte de sus memorias. Se tenían previstos tres tomos. Foto: Nathalia Gómez Raigosa

En lo inacabado, defectuoso y ajeno están los trucos de la carpintería secreta de García Márquez, que él trató de borrar en un primer momento con la complicidad de Mercedes, en el instante en que destruyeron, con intención, el original de Cien años de soledad, de quinientas noventa cuartillas, a doble espacio, escritas en papel ordinario en la emblemática máquina portátil, con el tercer capítulo apenas legible, a causa de un aguacero diluvial que tomó por sorpresa a la mecanógrafa y los planchazos con los que ella intentó secar las páginas en su casa. ¡Una pérdida invaluable para los detectives de las letras!, y para la humanidad entera, porque hoy se consideraría un documento histórico a la altura de la biblia de Gutenberg, el Nova totius terrarum orbis tabula de Joan Blaeu, las tres copias de los folios de Shakespeare o la primera fotografía conocida de Niépce, que atraen hordas de curiosos cada año hasta el Ransom.

Pero ni con esa triquiñuela impidieron que fuera posible descifrar la magia del prestidigitador de las palabras, así como él imaginó las tardes parisinas en las que Jean Paul Sartre se sentaba en el emblemático Café Flore a escribir con su estilógrafo rupestre, en un cuaderno escolar, “las obras que todos esperábamos con ansiedad en el mundo entero”, sin ser consciente de que el sitio se iba llenando poco a poco de los turistas de todas partes que habían atravesado los océanos solo por venir a verlo escribir. Así mismo, yo había cruzado el Atlántico, como muchos otros especialistas, para descubrir si detrás de sus espléndidas obras había un método oculto de escritura.


 El Harry Hansom Center se encuentra al interior del campus de la Universidad de Texas. Foto: Nathalia Gómez Raigosa

 Él, el gran Gabo, el novelista canónico de Colombia, el Nobel de Literatura de 1982, el ícono mundial del realismo mágico, el escritor más celebrado del boom latinoamericano, el clásico universal comparable solo a Cervantes, también dudaba, se equivocaba, se cansaba y se bloqueaba, como cualquier escritor, como yo misma, que no sabía cómo continuar con mi tesis. No se trataba de ningún acto de ilusionismo ni de un poder sobrenatural, era la humana fuerza de obstinación la que lo había obligado a nunca rendirse, a siempre retomar y a teclear hasta el agotamiento diario para ir armando el relato de un solo tirón. Su guía, como buen orador, eran los verbos, lo que los personajes iban haciendo; los demás párrafos que requerían mayor detenimiento, la recreación de atmósferas o datos exactos, los dejaba inconclusos para no interrumpir el ímpetu desenfrenado, el ritmo de sus dedos a los que les salían las letras por las yemas. Después, lo inacabado se iba completando, consultando, afinando, con más calma y detenimiento.

Había recibido el mejor consejo que una aprendiz de escritora pudiera pedir, sin que él siquiera hubiera sospechado de la existencia de esta alumna errante y apasionada que ya estaba lista para regresar a casa, animada con la idea de empezar a poner en práctica los artilugios de un taller de escritura, tan fantástico como los pergaminos de Melquíades.

Archivo digital

“El archivo digital de escritor colombiano Gabriel García Márquez incluye manuscritos originales de obras publicadas e inéditas, material de investigación, fotografías, libros de recortes, correspondencia, recortes, cuadernos de notas, guiones, material impreso, ephemera, y una grabación de audio de su discurso de aceptación del Premio Nobel de Literatura en 1982. El archivo en línea cuenta con recurso de búsqueda de texto, y contiene aproximadamente 27.500 materiales digitalizados a partir de los documentos de García Márquez, y fue posible gracias a una subvención del Council on Library and Information Resources (CLIR). El Harry Ransom Center también agradece la cooperación de la familia de Gabriel García Márquez”, se explica en la página web de la institución.

 Instalaciones del Centro Cultural Harry Ransom Center de la Universidad de Texas

Foto: Nathalia Gómez Raigosa

  

*Candidata a doctora en Literatura de la

Universidad Tecnológica de Pereira,

becaria de Colciencias y docente universitaria.

 

 

 

Elespectador.com:

Bogotá – Colombia

18 de octubre de 2022

 

Macrolingotes

 

El escritor y el profeta

Por Óscar Alarcón

García Márquez no solo fue un excelente escritor, sino que además tenía condiciones de profeta. ¿Quién, en 1960, se iba a imaginar que el papa visitaría Colombia, que lo iba a recibir un presidente chiquito y rechoncho como lo era Carlos Lleras, y que su ministro de Gobierno, en su realismo mágico, tocaría el redoblante en la plaza y se llamara Pastrana (en el relato, Pastor, y en la vida real, Misael)? Solo un profeta podía adelantarse así a los hechos. En el primer capítulo de Cien años de soledad predijo la llegada de la internet.

 En el homenaje que Gabo les hace a sus amigos de Barranquilla —Álvaro, Germán y Alfonso—, en las páginas finales también de Cien años de soledad, asegura que Álvaro fue el primero que atendió el consejo de abandonar Macondo: “Lo vendió todo, hasta el tigre cautivo que se burlaba de los transeúntes en el patio de la casa, y compró un pasaje eterno en un tren que nunca acababa de viajar”.

Pues Álvaro —Álvaro Cepeda Samudio— fue el primero de ellos que partió, muy joven, hace 50 años, como se ha recordado por estos días. También cuentista, novelista, periodista y con fugaz incursión en el cine. De él se pudo esperar mucho más, pero el destino se lo llevó en la plenitud de su producción. Se recuerdan los cuentos reunidos en el volumen Todos estábamos a la espera, su novela La casa grande, su producción juvenil de 1944-1955 (En el margen de la ruta) —buscada y recopilada con minuciosidad de relojero por el francés Jacques Gilard y reimpresa recientemente por Julio Olaciregui—, pero además todo el resto de su obra, en antología, con selección y prólogo de Daniel Samper Pizano.

Afortunadamente, gracias a estos seguidores y buenos investigadores, las páginas de Cepeda Samudio no se las llevó el viento como ocurría con sus desordenados cabellos. Caribe y barranquillero, de risotadas y desfachatez que siempre acompañaba con cerveza bien fría, como excelente publicista y defensor de Águila y Costeña.

Se fue Cepeda, gran amigo de Gabo, el escritor y el profeta. De eso hace ya 50 años... que también han sido de soledad.

 

 

EL PAIS

Cali – Colombia

16 de octubre de 2022

 

Cultura

 

40 años de aquella tarde remota:

Colombia recuerda el Premio Nobel

que nos regaló Gabo

 

Por Colprensa y El País

Una imagen: “Gabo y Gaba en el jardín de su casa en México, en bata de levantarse, esa mañana en que les sorprendió la llamada para anunciarle que él había ganado el Premio Nobel de Literatura por su obra, en la que brillaba ‘Cien años de soledad’. La foto me lleva al telefonazo que recibí esa misma mañana, siendo directora del Instituto Colombiano de Cultura. Recién despertada, no tenía ni idea a qué se referían”, cuenta entre memorias Aura Lucía Mera, una gabófila impenitente, como se describe así misma, sobre lo que fueron las primeras horas de ese día.

Día en que Gabriel García Márquez había pasado a la historia.

Mera ejercía un cargo tan importante para la cultura nacional, que fue encomendada como delegada de la comitiva que organizaría, –en sus palabras–, el mayor homenaje de la historia de los Premios Nobel en Estocolmo, a -22 °C, al gran padre del realismo mágico. De eso ya, hace cuarenta años.

Era el magno evento, el acontecimiento más importante de la época, y quizá, uno de los más memorables de la historia cultural latinoamericana. Lo fue porque su delegada, junto a la entonces antropóloga y documentalista Gloria Triana, y otros cuantos, entre ellos, el presidente Belisario Betancur, idearon una celebración diferente: se propusieron llevar una delegación folclórica que acompañara a García Márquez a la gala en Estocolmo.

“José Vicente Kataraín, editor de Gabo, y amigo mío, quiso llevarlo un día a almorzar a mi casa. Efectivamente fue así. En aquél encuentro, hablamos de lo que haríamos para acompañar a Gabo, quien no quería asistir solo a Estocolmo”, cuenta Mera en sus reminiscencias.

Consiguieron los mejores representantes del folclor colombiano. Artesanías de Colombia les regaló los ponchos, pasamontañas y medias de frío. Avianca les prestó un avión jumbo. Enviaron piezas del Museo del Oro, y una exhibición del Museo Nacional con los grandes pintores colombianos: Botero, Obregón, Grau.

Gabo, entre tanto, se sentía intimidado, un tanto nervioso. Tanto así que, en la víspera de la entrega del Premio, estaba pensando en no ir. “Me dijo que no quería recibir nada, y le dije que no me importa, yo no había escrito nada, pero él sí y debía ir, y así fue. Tampoco quería que lo condecoráramos”, agrega la columnista de este medio.

Cuando se llegó el momento, una mancha blanca acaparó la atención en el recinto. Gabo se había saltado el protocolo de vestuario.

“Del lado izquierdo del escenario estaban todos los Nobel vestidos de Frac negro, la única mancha blanca era la del colombiano, quien llevaba un liquiliqui, traje de tradición en Venezuela. Del lado derecho, toda la familia real, la única mancha blanca era de la reina sueca, Silvia, era como estar en un cuento de hadas. Al final, sí lo condecoré, en nombre del gobierno colombiano, no con la Cruz de Boyacá, que se negó a recibir, sino con otra. Me dijo: ‘No me la dejo poner’, y yo ‘que se la pongo porque se la pongo’”, recuerda entre risas, Aura Lucía.

Luego de la premiación hubo un banquete real. Asistieron cerca de dos mil personas que se agolpaban en un antiguo palacio. Gabo solo podía invitar 12, pero llegaron 90. El acto protocolario avanzaba cuando de pronto vieron desfilar la bandera colombiana junto a la sueca. “Todos quedaron hechizados con las voces de la Negra Grande de Colombia y Totó la Momposina, los vallenatos encabezados por el maestro Escalona y Emiliano Zuleta, y los Congos de Barranquilla. Fue un acontecimiento cultural sin precedentes”.

Un día antes, Gabo había ofrecido su discurso, titulado ‘La soledad de América Latina’, que aún hace eco entre montañas de páginas de libros y titulares de diarios. Y es que, para su gabófila, quien llamó a su casa Macondo; a su finca, Aracataca; a su tortuga, Úrsula; y a los pastores alemanes, José Arcadio y Aureliano—, este fue un discurso crudo, con nada de realismo mágico, pero con una voz potente, entre ética y satánica. “No era decir muchas gracias por el premio, fue un sermón que pasó a la historia de la humanidad”.

Gabo dijo: “Poetas y mendigos, músicos y profetas, guerreros y malandrines, todas las criaturas de aquella realidad desaforada hemos tenido que pedirle muy poco a la imaginación, porque el desafío mayor para nosotros ha sido la insuficiencia de los recursos convencionales para hacer creíble nuestra vida. Este es, amigos, el nudo de nuestra soledad”.

“Es comprensible que insistan en medirnos con la misma vara con que se miden a sí mismos, sin recordar que los estragos de la vida no son iguales para todos, y que la búsqueda de la identidad propia es tan ardua y sangrienta para nosotros como lo fue para ellos. La interpretación de nuestra realidad con esquemas ajenos sólo contribuye a hacernos cada vez más desconocidos, cada vez menos libres, cada vez más solitarios”, continuaba.

Fue tal la imagen que dejó la delegación colombiana, que la prensa sueca escribió durante aquella semana que los colombianos les habían enseñado en toda la historia del premio, cómo celebrar un Premio Nobel de Literatura.

De aquella hazaña, llena de atrevimientos, música, cultura y letras, se escribió el libro ‘Aracataca: Estocolmo’, un escrito que recoge las vivencias de los amigos que acompañaron al Nobel colombiano.

Los textos de Álvaro Mutis, Eligio García, Alfonso Fuenmayor, Belisario Betancur, y otros, se entrelazaban con una secuencia fotográfica captada por los lentes de Nereo López y Hernando Guerrero, los dos fotógrafos que acompañaron el grupo.

De este libro no quedó más que la historia. Pues Mera, aún se lamenta de que Colcultura, convertido en Ministerio, jamás lo reeditó.

“Fue un libro divino. Tenía fotografías de lo que fue ese viaje a Estocolmo, artículos de sus amigos. Pero con el tiempo, se perdieron los negativos y quedó allí. Ese libro fue un tesoro incunable. De hecho, en su momento, el presidente Betancur quiso regalarlo a los miembros de la Real Academia de la Lengua Española, que visitaron el país, pero no fue posible. No se pudo recuperar y, para sacar fotocopias no daba la resolución. No sé qué sucedió. Sería maravilloso poderlo recuperar”.

Ahora, a 40 años de aquél episodio, Mera expone con cierta nostalgia, lo que fue su último encuentro con el Nobel, ese al que describió como un tipo adorable y algo tímido. Se lo topó en un viaje de vacaciones a Cuba, justamente en el aeropuerto de La Habana, tomándose un café con William Ospina. “Me acerqué y lo abracé. Sentí ese calor humano y esa sonrisa amplia que se metió en mi memoria”.

Luego pasaron algunos años, hasta verlo de nuevo en Cartagena, en el Congreso de la Lengua Española, pero entonces ya no se atrevió a acercarse. “Estaba con el rey de España y la intelectualidad hispana. Creo que fue una de sus últimas apariciones en público, antes de que su enfermedad lo marchitara. Perdía la memoria como Úrsula Buendía, quien murió un Jueves Santo, al igual que Gabo”.


Para ver el libro Aracataca – Estocolmo use este enlace (N. del E.):

https://drive.google.com/file/d/1yFPIUdYYBK3DHyVWsoLSN33kgnC1JB6V/view?usp=sharing



Elespectador.com:

Bogotá – Colombia

3 de septiembre de 2022

 

El Magazín Cultural

 

Un cuento perdido de

Gabriel García Márquez

Un texto sobre un relato del autor colombiano, que al parecer fue hallado en una de las bibliotecas de Bogotá y cuya existencia quizás se desconocía hasta el momento.

 

Por J. Mauricio Chaves-Bustos

 "Le confesó que no tenía un instante sin pensar en ella, que cuanto comía y bebía tenía el sabor de ella, que la vida era ella a toda hora y en todas partes, como sólo Dios tenía el derecho y el poder de serlo, y que el gozo supremo de su corazón sería morirse con ella", decía Gabriel García Márquez en su obra "Del amor y otros demonios". Foto: YURI CORTEZ

El 11 de mayo de 1981 publica Gabo en “El País” de España el artículo “Como ánimas en pena”, en donde habla de aquellas historias fascinantes que no se pueden olvidar, ahí aparecen dos que, al mejor estilo de Cervantes, quiere ponerlos en autoría ajena, se trata de “El drama del desencantado” y “El visitante”, minicuentos ambos que han tenido una importante recepción no solamente en sus lectores asiduos sino también dentro de la crítica literaria, aunque no figuren dentro de las selecciones de cuentos que se han hecho y que sumándolos compondrían el corpus de 43 cuentos escritos por el Nobel colombiano.

 Sin embargo, la lista se ha ido incrementando, ya que el propio autor en “Vivir para contarla”, anuncia que el cuento “El fauno en el tranvía” (1947) fue enviado por el propio autor, junto con una carta, al Suplemento Literario de El Tiempo, sin ser publicado ni la carta contestada. De igual manera anota: “Los cuentos de esa época, en el orden en que fueron escritos y publicados en «Fin de Semana», desaparecieron de los archivos de El Espectador en el asalto e incendio de ese periódico por las turbas oficiales el 6 de septiembre de 1952. Yo mismo no tenía copia, ni las tenían mis amigos más acuciosos, de modo que pensé con un cierto alivio que habían sido incinerados por el olvido. Sin embargo, algunos suplementos literarios de provincia los habían reproducido en su momento sin autorización, y otros se publicaron en distintas revistas, hasta que fueron recogidos en un volumen por ediciones Alfil de Montevideo, en 1972, con el título de uno de ellos: Nabo, el negro que hizo esperar a los ángeles.”

En los “Papeles de Gabo” que adquirió la Biblioteca Luis Ángel Arango en 2017, aparecen otros cuentos: “El huésped”, “Relatos de un viajero imaginario”, “Un país en la costa Atlántica” y “Un hombre viene bajo la lluvia”; y cuatro probablemente inéditos: “Relato...”, “El ahogado que nos traía caracoles”, “Olor antiguo” y “Relato de las barritas de menta”.

Cronológicamente, los primeros 8 cuentos de Gabo según Sergio Sarmiento, profesional investigador de la Biblioteca Luis Ángel Arango, son: “La tercera resignación” (Suplemento Literario de El Espectador, Bogotá, 13 de septiembre de 1947), “Eva está dentro de su gato” (Fin de Semana, de El espectador, Bogotá, 25 de octubre de 1947), “Tubal-Caín forja una estrella” (Fin de Semana, de El Espectador, Bogotá, 17 de enero de 1948), “La otra costilla de la muerte” (Magazín Dominical de El Espectador, Bogotá, 25 de julio de 1948), “Diálogo del espejo” (Magazín Dominical de El Espectador, Bogotá, 23 de enero de 1949), “Amargura para tres sonámbulos” (Magazín Dominical de El Espectador, Bogotá, 13 de noviembre de 1949), “De cómo Natanael hace una visita” (Crónica, Barranquilla, 6 de mayo de 1950), y “El huésped” (El Heraldo, Barranquilla, 19 de mayo de 1950).

Sarmiento, respecto a posibles obras de Gabo perdidas en viejos periódicos, anota: “Además, los documentos también ofrecen evidencias de que García Márquez publica en Barranquilla –e incluso en Bogotá– materiales escritos durante sus estadías en Cartagena, confirmando las hipótesis que al respecto tenían autores como Jacques Gilard (2015), Gerald Martin (2009) y Jorge García Usta (2015)”, de donde se colige que en periódicos y revistas de bibliotecas perdidas pueden aún estar navegando algunos de sus escritos.

Para nuestra grata sorpresa, en las arduas labores de investigación que emprendemos con el fin de aclarar nombres o fechas, recurrimos al antiguo oficio de auscultar viejos periódicos que reposan en las bibliotecas bogotanas, encontramos un cuento perdido de García Márquez que no aparece en ninguno de los listados antes mencionados. Antes de dar cuenta de él, precisamos que corroboramos su autenticidad desde varias perspectivas, desde la particularidad del estilo que se iba ya formando, hasta la confianza plena del editor que hace una elogiosa introducción al cuento publicado en 1950 y que vendría a ser, cronológicamente, el sexto en ser publicado por su autor.

El asombro fue mayúsculo, no solo por quien lo escribió, sino donde apareció publicado, además de estar acompañado de una interesante ilustración cuya autoría aún no se ha podido verificar. Se inició entonces un acercamiento con diferentes instituciones que pudiesen estar interesadas en este descubrimiento, en algunas se exigió dar la fuente y remitir el cuento, lo que a nuestra consideración consistía en desconocer de tajo el azar que nos llevó a descubrir este cuento, razón por la cual no insistimos en ello, además porque para la mayoría de lectores de Gabo todo está ya publicado, y porque para muchas instituciones partir de la duda razonable es mucho más certero que partir del principio de la buena fe.

De igual manera se hicieron las consultas respectivas sobre derechos de autor, ya que el interés es publicar el cuento, pero no podemos hacerlo hasta contar con el permiso de los herederos legales sobre quienes recaen dichos derechos. Siendo El Espectador la cuna de esos primeros cuentos que despertaron el interés nacional hacia Gabo, aprovechamos estas páginas para que aparezca un alma caritativa que pueda indicarnos el camino correcto para que este cuento salga nuevamente a la luz pública después de 72 años de publicado.

Compartimos la presentación que se hace en el periódico sobre el entonces joven García Márquez y la impresión que causó el cuento, las cuales coinciden con los críticos literarios de su obra: “Este cuento por primera vez se da a la publicidad, constituye una de las mejores creaciones -si no la mejor- del insuperable cuentista Gabriel García Márquez, quien hace apenas unos meses dio a conocer la calidad de su mensaje literario a través de las páginas de “El Espectador”. García Márquez ha publicado ya algunos cuentos, entre otros, “Eva está dentro de su gato” y “El hombre que enterró su cadáver”, producciones indiscutibles dentro de su género y que traen al cuento colombiano materiales de la más asimilable tendencia Joyceana. Pero, aún de esta misma tendencia, García Márquez logra hacer cuento original, valiéndose de su portentosa imaginación, de su sensibilidad receptora de los más insospechados matices. El cuento se vuelca sobre las regiones del subconsciente, transidas de luminosas apariciones, de complejos oscuros y ancestrales; el pensamiento, la acción de determinado individuo, responde a esa maraña psicológica que se ha acumulado durante toda la vida y se revela en un momento de definitiva manifestación anímica. Existe un espacio y un tiempo que se cuenta por milésimas de segundos, dentro de las cuales introduce un certero análisis. Espacio, tiempo, tiempo, espacio. Joyce, Kafka y he ahí a García Márquez; poseedor de los más sutiles elementos; obediente al signo de su imaginación, a la diaria labor de la autocrítica.”

“El hombre que enterró su cadáver” anotan ahí, sin embargo, este no se encuentra dentro de los registros y puede quizá corresponder a “La tercera resignación”, o acaso otro cuento permanece oculto en los viejos periódicos de las destartaladas bibliotecas de viejo que ya pocos consultan. Diremos únicamente que el cuento perdido de Gabo tiene cierto parecido a “El drama del desencantado”, aunque mucho más extenso, contiene también elementos de “La tercera resignación”, la madre con el temor de la estrechez del ataúd nuevamente aparece aquí, entre líneas hay más carga psicológica, esperamos que dentro de poco sean los lectores quienes puedan hacer sus propios juicios.

 

La columna mencionada arriba de esta nota-

 

El País

Madrid – España

11 de mayo de 1981

Como ánimas en pena

 Por Gabriel García Márquez

Hace ya muchos años que oí contar por primera vez la historia del viejo jardinero que se suicidó en Finca Vigía, la hermosa casa entre grandes árboles, en un suburbio de La Habana, donde pasaba la mayor parte de su tiempo el escritor Ernest Hemingway. Desde entonces la seguí oyendo muchas veces en numerosas versiones. Según la más corriente, el jardinero tomó la determinación extrema después de que el escritor decidió licenciarlo, porque se empeñaba en podar los árboles contra su voluntad. Se esperaba que, en sus memorias, si las escribía, o en uno cualquiera de sus escritos póstumos, Hemingway contara la versión real. Pero, al parecer, no lo hizo. Todas las variaciones coinciden en que el jardinero, que lo había sido desde antes de que el escritor comprara la casa, desapareció de pronto sin explicación alguna. Al cabo de cuatro días, por las señales inequívocas de las aves de rapiña, descubrieron el cadáver en el fondo de un pozo artificial que abastecía de agua potable a Hemingway y a su esposa de entonces, la bella Martha Gelhorm. Sin embargo, el escritor cubano Norberto Fuentes, que ha hecho un escrutinio minucioso de la vida de Hemingway en La Habana, publicó hace poco otra versión diferente y tal vez mejor fundada de aquella muerte tan controvertida. Se la contó el antiguo mayordomo de la casa, y de acuerdo con ella, el pozo del muerto no suministraba agua para beber, sino para nadar en la piscina. Y a ésta, según contó el mayordomo, le echaban con frecuencia pastillas desinfectantes, aunque tal vez no tantas para desinfectarla de un muerto entero. En todo caso, la última versión desmiente la más antigua, que era también la más literaria, y según la cual los esposos Hemingway habían tomado el agua del ahogado durante tres días. Dicen que el escritor había dicho: «La única diferencia que notamos era que el agua se había vuelto más dulce».

Esta es una de las tantas y tantas historias fascinantes -escritas o habladas- que se le quedan a uno para siempre, más en el corazón que en la memoria, y de las cuales está llena la vida de todo el mundo. Tal vez sean las ánimas en pena de la literatura. Algunas son perlas legítimas de poesía que uno ha conocido al vuelo sin registrar muy bien quién era el autor, porque nos parecía inolvidable, o que habíamos oído contar sin preguntarnos a quien, y al cabo de cierto tiempo ya no sabíamos a ciencia cierta si eran historias que soñamos. De todas ellas, sin duda la más bella, y la más conocida, es la del ratoncito recién nacido que se encontró con un murciélago al salir por primera vez de su cueva, y regresó asombrado, gritando: «Madre, he visto un ángel». Otra, también de la vida real, pero que supera por muchos cuerpos a la ficción, es la del radioaficionado de Managua que, en el amanecer del 22 de diciembre de 1972, trató de comunicarse con cualquier parte del mundo para informar que un terremoto había borrado a la ciudad del mapa de la Tierra. Al cabo de una hora de explotar un cuadrante en el que sólo se escuchaban los silbidos siderales, un compañero más realista que él le convenció de desistir. «Es inútil», le dijo, «esto sucedió en todo el mundo». Otra historia, tan verídica como las anteriores, la padeció la orquesta sinfónica de París, que hace unos diez años estuvo a punto de liquidarse por un inconveniente que no se le ocurrió a Franz Kafka: el edificio que se le había asignado para ensayar sólo tenía un ascensor hidráulico para cuatro personas, de modo que los ochenta músicos empezaban a subir a las ocho de la mañana, y cuatro horas después, cuando todos habían acabado de subir, tenían que bajar de nuevo para almorzar.

Entre los cuentos escritos que lo deslumbran a uno desde la primera lectura, y que uno vuelve a leer cada vez que puede, el primero para mi gusto es La pata de mono, de W. W. Jacobs. Sólo recuerdo dos cuentos que me parecen perfectos: ése, y El caso del doctor Valdemar, de Edgar Allan Poe. Sin embargo, mientras de este último escritor se puede identificar hasta la calidad de sus ropas privadas, del primero es muy poco lo que se sabe. No conozco muchos eruditos que puedan decir lo que significan sus iniciales repetidas sin consultarlo una vez más en la enciclopedia. como yo lo acabo de hacer: William Wymark. Había nacido en Londres, donde murió en 1943, a la modesta edad de ochenta años, y sus obras completas en dieciocho volúmenes -aunque la enciclopedia no lo diga- ocupan 64 centímetros de una biblioteca. Pero su gloria se sustenta completa en una obra maestra de cinco páginas.

Por último, me gustaría recordar -y sé que algún lector caritativo me lo va a decir en los próximos días-, quiénes son. los autores de dos cuentos que alborotaron a fondo la fiebre literaria de mi juventud. El primero es el drama del desencantado que se arrojó a la calle desde un décimo piso, y a medida que caía iba viendo a través de las ventanas la intimidad de sus vecinos, las pequeñas tragedias domésticas, los amores furtivos, los breves instantes de felicidad, cuyas noticias no habían llegado nunca hasta la escalera común, de modo que en el instante de reventarse contra el pavimento de la calle había cambiado por completo su concepción del mundo, y había llegado a la conclusión de que aquella vida que abandonaba para siempre por la puerta falsa valía la pena de ser vivida. El otro cuento es el de dos exploradores que lograron refugiarse en una cabaña abandonada, después de haber vivido tres angustiosos días extraviados en la nieve. Al cabo de otros tres días, uno de ellos murió. El sobreviviente excavó una fosa en la nieve, a unos cien metros de la cabaña, y sepultó el cadáver. Al día siguiente, sin embargo, al despertar de su primer sueño apacible, lo encontró otra vez dentro de la casa, muerto y petrificado por el hielo, pero sentado como un visitante formal frente a su cama. Lo sepultó de nuevo, tal vez en una tumba más distante, pero al despertar al día siguiente volvió a encontrarlo sentado frente a su cama. Entonces perdió la razón. Por el diario que había llevado hasta entonces se pudo conocer la verdad de su historia. Entre las muchas explicaciones que trataron de darse al enigma, una parecía ser la más verosímil: el sobreviviente se había sentido tan afectado por su soledad que él mismo desenterraba dormido el cadáver que enterraba despierto.

La historia que más me ha impresionado en mi vida, la más brutal y al mismo tiempo la más humana, se la contaron a Ricardo Muñoz Suay en 1947, cuando estaba preso en la cárcel de Ocaña, provincia de Toledo, España. Es la historia real de un prisionero republicano que fue fusilado en los primeros días de la guerra civil en la prisión de Avila. El pelotón de fusilamiento lo sacó de su celda en un amanecer glacial, y todos tuvieron que atravesar a pie un campo nevado para llegar al sitio de la ejecución. Los guardias civiles estaban bien protegidos del frío con capas, guantes y tricornios, pero aun así tiritaban a través del yermo helado. El pobre prisionero, que sólo llevaba una chaqueta de lana deshilachada, no hacía más que frotarse el cuerpo casi petrificado, mientras se lamentaba en voz alta del frío mortal. A un cierto momento, el comandante del pelotón, exasperado con los lamentos, le gritó:

-Coño, acaba ya de hacerte el mártir con el cabrón frío. Piensa en nosotros, que tenemos que regresar.

 

** ** **

 

 

 

 

 

19 de septiembre de 2022

MEMORABILIA GGM 928

En recuerdo y homenaje al amigo que falleció la semana pasada (N. del E.)

 Tomado de Para que no se las lleve el viento

Comadreo literario de cuatro horas

con García Márquez

 

Por: Juan Gustavo Cobo Borda

Gaceta de Colcultura. Bogota. 1981

El lunes 23 de marzo almorcé con Gabriel García Márquez en su blanco apartamento enclavado en los cerros desde los cuales se divisa toda Bogotá. Comimos pollo con verduras, pepinos y un bizcocho. Esa noche el presidente hablaría por televisión y anunciaría la ruptura de relaciones con Cuba.

Luego, en la sala, tomó café, leyó poemas inéditos de su amigo Álvaro Mutis, y lanzó, una vez más, delirantes declaraciones de entusiasmo ante el autorretrato previamente abaleado, que le había regalado el maestro Alejandro Obregón. Solo entonces fuimos capaces ambos de sacar fuerzas de flaqueza y meternos en su estudio «a trabajar».

Se trataba de un viejo proyecto sobre el cual siempre hacíamos chistes –«la entrevista del cachaco sapo al costeño corroncho»– y que consistía, simplemente, en que Gabo ya estaba harto de tantas entrevistas como le hacían y en las cuales solo le preguntaban de política, casi nunca de literatura y menos aún de poesía. Así que ahora, hundidos en confortables sillones de cuero, él, maniático de los aparatos –su verdadera pasión es la música– desenfundó su diminuta grabadora japonesa –«no tanto para que no me adultere, sino porque esta charla me va a servir para mis memorias»– y yo la mía, un voluminoso armatoste que al parecer me habían enseñado a manejar el día anterior, y nos lanzamos o un comadreo literario de cuatro horas. Él, atento a todo, se preocupaba de si mi grabadora grababa, y al final, extenuado, me rogaba que por amor de Dios destrabara esa vaina en compañía de alguien que supiera, porque de otro modo iba a borrar todo. Yo, atortolado ante los misterios de la técnica, apenas sí alcanzaba a introducir preguntas superfluas ante ese cuento perfecto que él iba deshilvanando delante de mí y que no era otro que el de su formación literaria. Ya que esta, ustedes perdonen, era la primera entrevista con grabadora que yo hacía en mi vida.

¿Cuál era el cuento de Dickens que el Dr. Galindo y su mujer leen en La mala hora?

El cuento de Navidad. Las referencias literarias que hay en mis libros, que son muchas, son siempre de las cosas que estoy leyendo en el momento en que escribo.

La hojarasca parte de la imagen de un niño sentado en una silla; El coronel no tiene quien le escriba, de un hombre que espera en un muelle de Barranquilla; El otoño del patriarca, de un anciano que deambula por un palacio lleno de vacas. Tu nueva novela, Crónica de una muerte anunciada, ¿de dónde proviene?

De un hecho real. De la muerte de un amigo. Es, sencillamente, un reportaje sobre un crimen no presenciado directamente por mí, pero sobre el cual estaba recibiendo una avalancha de información permanente. El episodio que sirvió de base –una noticia de periódico– ya está muy lejos. No solo han pasado veintiocho años, sino que se ha transformado por el tratado literario a que lo sometí.

¿Cómo hiciste, entonces, para desarmar toda esa compleja arquitectura literaria de El otoño y llegar a la aparente sencillez de esta Crónica?

Entre cada una de mis novelas siempre hay un libro de cuento. Cuando escribía en París La mala hora, esta se trabó y no salía nada. El coronel no tiene quien le escriba estaba adentro, estorbando, después de La mala hora. Igual me pasó con Los funerales de la Mamá Grande. La cándida Eréndira es el libro de cuentos de después de Cien años de soledad. La Crónica, que es en realidad una novela, es el libro de cuentos de después de El otoño, y antes de embarcarme en mis falsas memorias. Llevo cinco años haciendo periodismo político, como una forma de no perder contacto con la realidad. Reportajes sobre Cuba, Angola, Vietnam… Y, por ello mismo, cuando terminé Crónica, como quedé con el brazo caliente, seguí con mi columna periodística. Allí uso, si te fijas bien, el mismo estilo de la novela: testimonios de la gente, recuerdos míos.

Siempre me he preguntado qué significó para ti la lectura de Cuatro años a bordo de mí mismo, la novela de Eduardo Zalamea: una novela cuyo tema –La Guajira– es un tema tan tuyo.

Conocí a Eduardo antes de leer Cuatro años a bordo de mí mismo, alrededor de 1950. Una gran referencia literaria en Colombia, pero que resultaba inconseguible. Luego, cuando lo conseguí, descubrir La Guajira allí fue una maravilla.

Pero si es una Guajira vista por un cachaco.

Hombre, sí, los cachacos también ven bien. Tengo la impresión de que Eduardo tenía una Guajira imaginaria cuando se fue, llegó y contrastó dicha imagen con la Guajira real y sacó un promedio: una Guajira a la vez muy lírica y muy cruda. Pero ya antes de mí, la Guajira había entrado en la literatura colombiana: acuérdate de Luna de arena, de Arturo Camacho. Lo que sí creo es que esta experiencia de la Guajira cambió totalmente a Eduardo: el Eduardo que regresó de allí traía una noción de la vida completamente diferente. Dejó atrás una bohemia desatada y tormentosa –tú sabes que en la época de su viaje a la Guajira se pegó un tiro en el café Roma, de Barranquilla, el café de los refugiados españoles, queriendo suicidarse, y falló– y cuando trabajaba en El Espectador era un hombre con un sentido de la puntualidad y de la responsabilidad tan estricto que no se necesitaba reloj: uno podía saber la hora por el momento que Eduardo subía las escaleras del periódico. Además, era un mecanógrafo de primera. Escribía con diez dedos, a gran velocidad, y el texto salía como si fuera un tercer o cuarto borrador. De una perfección absoluta. Pienso también que Eduardo estuvo tanteando y buscando una novela que nunca pudo encontrar. Esa que llamaba la 4ª batería, y que quizá su asombrosa capacidad para estar al día en materia literaria frustró, lo que le creó perplejidades y desconciertos en el proyecto que llevaba adelante que, a juzgar por los capítulos aparecidos, nunca se concretó.

Creo que nos estamos adelantando. Tratemos de reconstruir tu formación literaria desde el comienzo. ¿Cómo empezó?

Llegué a Bogotá en 1943, cuando tenía trece años. Bogotá era entonces una ciudad remota y lúgubre donde estaba cayendo una llovizna inclemente desde comienzos del siglo XVI. Estudiaba bachillerato en el colegio oficial de Zipaquirá. Para mí la literatura es la poesía y ya entonces, cuando llegué al colegio, me sabía de memoria todos los poetas clásicos españoles. No solo me los sabía y los recitaba, sino que los cantaba eternamente. También me sabía toda la poesía colombiana anterior a Piedra y Cielo. Yo debía estar en tercer año cuando llegó la noticia: el escándalo descomunal de unos tipos que estaban haciendo una poesía que no se entendía. El alboroto que se armó en este país por alguien que se atrevía a levantar la mano contra su padre. Contra Guillermo Valencia. ¿Y quién era el promotor de este desorden, el introductor de la subversión poética? Nada menos que Pablo Neruda. Para mí esa fue una revelación. Me di golpes de pecho y caí en la cuenta de que, con los románticos, parnasianos y neoclásicos, me había engañado por completo. Me puse a seguir entonces, con mucho interés, las presentaciones líricas que Eduardo Carranza, en el suplemento de Sábado, hacía de otros poetas. Allí recalcaba que el gran faro de ellos era Juan Ramón Jiménez, pero la impresión que siempre tuve (quizás porque nunca leí los libros de Juan Ramón que tocaba leer) es la de que estos muchachos de Piedra y Cielo, Carranza, Jorge Rojas, Camacho Ramírez, a mediados de los años cuarenta, eran mejores que él. En medio de la emoción de ese descubrimiento, un día, imagínate eso, me llegó la noticia de que uno de los miembros del grupo, Carlos Martín, iba de rector a Zipaquirá. Dio varias conferencias y me prestó dos libros fundamentales: La vida maravillosa de los libros, de Jorge Zalamea; y La experiencia literaria, de Alfonso Reyes.

¿Pero tú ya escribías?

Claro, hacía pastiches piedracielistas, pero como tarea de clase. La verdad es que si no hubiera sido por Piedra y Cielo no estoy muy seguro de haberme convertido en escritor. Gracias a esta herejía pude dejar atrás una retórica acartonada, tan típicamente colombiana. Al releer, años después, a Guillermo Valencia, comprendí que era una figura completamente inflada, una vergüenza pública, de la cual no se salva ni un solo verso.

¿Así que gracias a Piedra y Cielo descubriste la verdadera poesía, es decir, el lenguaje?

Cierto. Más tarde, cuando empecé a estudiar literatura en serio, comprendí el valor de ese viejo modo de hablar de mis abuelos, también típicamente colombiano, porque lo corregían a uno todo el tiempo. Pero había allí, en su anacronismo, una carga poética muy válida. Mi abuela, por ejemplo, no decía llorar sino requebrar y cantaba una canción en la cual aparecían dos amantes dándose quejas. Creo que uno respira, naturalmente, en alejandrinos y endecasílabos, y por eso los dejo así en mis libros. Igualmente, si la época literaria en que transcurre El otoño del patriarca exige una presencia como la de Rubén Darío, este aparece citado miles de veces. Además, Rubén Darío fue siempre exaltado por Piedra y Cielo como su gran capitán. Así no es raro que cuando corrijo las pruebas de cualquier novela mía, el primer repasón esté dedicado a decapitar metáforas piedracielistas: todavía quedan. Creo que la importancia histórica de Piedra y Cielo es muy grande, y no suficientemente reconocida. Para mí fue fundamental. Allí no aprendí solo un sistema de metaforizar sino, lo que es más decisivo, un entusiasmo y una novelería por la poesía que añoro cada día más y que me produce una inmensa nostalgia. Piensa tú en un país revuelto por unos loquitos que hacían versos. Unos orates contagiosos. En ese entonces, la agitación que había con la poesía es la misma que hay con el M-19.

¿Y Aurelio Arturo?

Conocí a Aurelio Arturo a través de Piedra y Cielo, pero nunca lo consideré como del grupo: siempre lo tuve como alguien que venía de antes y cuya ruptura, ya entonces, era mucho más decantada que la de Piedra y Cielo. Eso era lo lindo de Arturo: traía un refinamiento, una filtración de poesía, a la cual no habían llegado los piedracielistas. Él ya había dado el salto que los piedracielistas no dieron nunca. Mientras ellos se quedaban de piedracielistas, Aurelio continuaba volando, aparentemente más bajo, pero para llegar más lejos.

¿Y Álvaro Mutis?

Soy su amigo hace treinta años y nunca he hablado de su poesía. Pero también recuerdo esas experiencias de Mutis como si las hubiese vivido. También he pasado vacaciones en Coello; también he sentido el estruendo del río sobre las piedras, he oído esos pájaros extraños y sufrido idéntica desolación. Creo que el tono suyo, es el tono de la poesía. Gracias a él, yo también he vivido lo mismo.

Así que con Piedra y Cielo se da en cierto modo tu ingreso a la poesía y a la vez el límite: te topas contra una pared. ¿Cómo pasaste de ahí al cuento?

En el internado en Zipaquirá se tenía la costumbre de leer un libro, en voz alta, antes de dormirnos. Como a mí ya me gustaban los libros, y eso se sabía, casi que por fuerza de gravedad me fui apoderando de la función de sugerir qué libros deberían leerse, con lo cual el profesor se desentendía de escogerlos y yo oía los que no alcanzaba a leer por mi cuenta en clase. Allí se leyó, íntegra, La montaña mágica. Nosotros pedíamos que no se interrumpiese la lectura hasta no acabar el capítulo: y había luego unas discusiones eternas para saber si Hans Castorp se acostaba con Clawdia Chauchat o no. Y, claro está, también leímos Los tres mosqueteros (El conde de Montecristo lo había leído antes) y Nuestra Señora de París, Nostradamus, Cruz Diablo: un montón de cosas. Pero yo seguía con la obsesión de la poesía. Por eso, cuando terminé mi bachillerato y me fui para Bogotá, a la universidad, mi diversión más salaz era meterme en los tranvías de vidrios azules que por cinco centavos giraban sin cesar desde la plaza de Bolívar hasta la avenida de Chile y pasar en ellos esas tardes de desolación que parecían arrastrar una cola interminable de muchos otros domingos vacíos. Lo único que hacía durante los viajes de círculos viciosos era leer libros de versos y versos y versos, a razón quizás de una cuadra de versos por cada cuadra de la ciudad, hasta que se encendían las primeras luces en la lluvia eterna. Entonces recorría los cafés taciturnos de la ciudad vieja en busca de alguien que me hiciera la caridad de conversar conmigo, sobre los versos y versos y versos que acababa de leer. A veces encontraba a alguien, que era casi siempre un hombre, y nos quedábamos hasta pasada la medianoche tomando café y fumando las colillas de los cigarrillos que nosotros mismos habíamos consumido, y hablando de versos y versos y versos, mientras en el resto del mundo la humanidad entera hacía el amor.

Parece un poco triste, ¿no?

Sí, pero no te olvides que los costeños somos la gente más triste del mundo. Había, además, unos bailes de costeños del carajo en aquella época y recuerdo que en medio de la rumba abandonábamos a la novia y nos sentábamos en un rincón a soltarle a un tipo cualquiera el rollo infinito de la literatura, para acabar, taca–taca–taca–taca, recitando poesía. Eso no se cura nunca: es un vicio.

Como ahora, ¿no?

Ahí seguimos. Además, tú sabes: se luce uno mucho en las visitas. Pero, en serio: lo que quería entonces hacer en poesía es lo que he hecho en novela. Encontrar una solución poética.

 

¿Y cómo seguiste manteniendo el vicio?

Nunca tenía plata para comprar libros, pero siempre aparecían amigos que me los prestaban. Uno de ellos, Jorge Álvaro Espinosa, rosarista, hoy asesor económico de grandes empresas y que no tenía nada que ver con el mundo intelectual, poseía una de las culturas literarias más grandes que conozco. Él me prestó La metamorfosis, de Kafka. Llegué a la pensión de estudiante en que entonces vivía, me quité el saco, los zapatos, me acosté en la cama, abrí el libro, así, y comencé: «Al despertar Gregorio Samsa una mañana, tras un sueño intranquilo, encontróse en su cama convertido en un monstruoso insecto». Cerré el libro y dije: «Ah, carajo, yo no sabía que eso se podía. Si la vaina es así, yo también puedo». Al día siguiente escribí mi primer cuento. Esas cosas que están en Ojos de perro azul y que son tan kafkianas.

¿Los que aparecieron en el suplemento Fin de Semana, de El Espectador?

Pero fíjate cómo son las cosas: en esos mismos días Eduardo Zalamea Borda, quien dirigía el suplemento Fin de Semana, de El Espectador, quien hablaba allí de Faulkner, de Hemingway, de Caldwell, quien era la persona mejor informada del mundo –el libro que por la mañana aparecía reseñado en el Time por la tarde ya estaba sobre su escritorio–, quien años más tarde, cuando volví a Bogotá, y entré a trabajar en El Espectador, sería mi jefe y uno de mis mejores amigos: en verdad, un excelente compañero de tragos, había escrito la eterna nota de respuesta a la eterna nota de protesta de otro joven de entonces que mandaba la eterna queja de siempre de que a los jóvenes no los publicaban. Entonces Eduardo dijo que la joven generación literaria no parecía muy convincente, pero que de todos modos las puertas estaban abiertas. Yo, por solidaridad generacional, mandé mi cuento y al domingo siguiente apareció, nada menos que con una nota de Eduardo, rectificando su anterior juicio pesimista y diciendo que sí había promesas valiosas, como este García Márquez. Cuando leí esto, me dije: «Ahora sí me jodí. No me queda más remedio que volverme un buen escritor, para no hacer quedar mal a Eduardo Zalamea».

Luego del 9 de abril de 1948, en que se te quemaron los pocos libros que tenías y, según dices, algún manuscrito, ¿qué pasó?

Luego me fui para Cartagena a trabajar en el periódico El Universal. Yo llegaba, escribía mi nota, cerraban el periódico a la una de la tarde y me iba, otra vez, a hablar mierda y a recitar poesía con Héctor Rojas Herazo, Donaldo Bossa y Gustavo Ibarra Merlano. Este último, un ser adorable, y hoy gran abogado de aduanas, llegó un día y me dijo: «Todas esas cosas que lees están muy bien, pero no tienen piso. Te hace falta una base», y durante dos años me dio una mano de griegos y de latinos por la cual le estaré agradecido toda la vida. No es que me prestara a Sófocles; es que me obligaba a estudiarlo, punto por punto, y luego me hacía examen. Y como él era un filósofo católico, me hizo leer a Kierkegaard y el teatro de Paul Claudel… Es que a mí siempre me tocó ir de monstruo en monstruo.

Y los amigos de Barranquilla, los que aparecen al final de Cien años de soledad: Álvaro (Cepeda Samudio), Germán (Vargas) y Alfonso (Fuenmayor), ¿cuándo los conociste?

Estando en Cartagena supe, a través de los periódicos, que en Barranquilla la cosa estaba más movida literariamente, más sabrosona. Y ahora, cuando te digo esto, y cuento por primera vez todas estas cosas, soy consciente de que andaba era detrás del desorden literario. Ellos ya habían escrito sobre mis cuentos; esa cosa mafiosa de meterlo a uno en grupo: costeños versus cachacos. Y allá me fui, y empezaron las grandes borracheras, y dele a hablar de literatura. Alguno de ellos, donde las putas, hacía cita de un libro que yo no conocía y al día siguiente me lo prestaba, y lo leía todavía borracho, y por la tarde ya podía hablar de él: era el cuento de nunca acabar. Con Gustavo había estudiado tres tipos claves: Hawthorne, Melville y Poe, pero Álvaro Cepeda, que se conocía muy bien sus clásicos, me dijo: «Todo eso es una mierda. Lo que tienes que leer es a los ingleses y a los norteamericanos». Jorge Rondón, de la librería Mundo, en Barranquilla, nos pedía que le ayudáramos a marcar los catálogos y, claro, pedíamos lo que a nosotros nos interesaba. Así, cada vez que llegaba una caja, hacíamos fiesta. Eran los libros de Sudamericana, de Losada, de Sur, aquellas cosas magníficas que traducía el grupo de Borges. Y estaban también esos libros que traducía Lino Novas Calvo –Contrapunto, Faulkner–, que era jefe de redacción de Bohemia, en La Habana, y que aparecían editados en la Argentina. Pero estando en Cartagena me dio la pulmonía y los médicos me aconsejaron que me fuera para la casa de mis padres en Sucre. Tenía que quedarme tres meses y entonces les mandé un papelito a la gente de Barranquilla pidiéndoles algo que leer. Llegaron tres cajas. Allí estaba todo. Faulkner, Virginia Woolf, Sherwood Anderson, Dos Passos, Theodoro Dreisser. A los tres meses, cuando les devolví los libros, tenía el problema de la novela resuelto.

 Pero, ¿no habías escrito ninguna todavía?

Ah, esa es otra historia: la historia de cuando mi madre volvió a Aracataca, desde Barranquilla, a vender la vieja casa de los abuelos en ruinas y la acompañé. Había salido de Aracataca a los ocho años y no había vuelto nunca. Cuando llegamos a ese pueblo acabado, con un calor terrible, lo primero que hicimos fue entrar en una botica. Allí una señora estaba cosiendo a máquina. Mi madre le dijo: «¡Comadre!», ella hizo un gesto, así, se levantó, la abrazó, le dijo: «Comadre», y estuvieron llorando media hora, abrazadas, sin decirse nada. Al regresar, en el tren, esa misma tarde, empecé a preguntarle a mi madre por la historia de mi abuelo; de la familia, de dónde habían venido, y sentí que todo eso era un material literario que tenía allí dentro y que no sabía muy bien por dónde iba a reventar. Así que regresé de ese viaje y me puse a escribir, muy rápidamente, en Barranquilla, La hojarasca, con un método completamente woolfiano: su técnica es la de La señora Dalloway, aunque los críticos, que son tan brutos, no se hayan dado cuenta.

Y a Hemingway, ¿cuándo lo leíste?

Cuando salí del periódico El Heraldo, de Barranquilla, me fui para la Guajira un tiempo, con un maletín, a vender libros de medicina, y la enciclopedia Uteha. Así andaba por los pueblos, Aracataca, Fundación, El Copey, Valledupar, La Paz, Villanueva, San Juan del Cesar, Fonseca, Barrancas, Riohacha, La Guajira adentro, no vendiendo nada y leyendo, de noche, la enciclopedia. Estando un día en Valledupar, con un calor espantoso, en un hotel, me llegó la revista Life, enviada por esos locos de Barranquilla: allí estaba El viejo y el mar, que fue como un taco de dinamita. Porque lo que pasa es que los novelistas son unos lectores diferentes al resto de los humanos. Solo leen para saber cómo están hechos los libros. Se trata de una lectura puramente técnica, para desarmar el libro y ver cómo está cosido por dentro. Siempre he pensado que Hemingway, al cual debo varias de las mejores recetas técnicas para escribir, no tenía suficiente aliento para la novela. Su aliento le alcanzaba apenas para el cuento. El viejo y el mar está alargado y se le nota el relleno: todas esas reflexiones sobre Di Maggio y la pelota. Pero lo curioso es que lo más bello de Hemingway es esa novela frustrada, Al otro lado del río y entre los árboles, donde tú, que ya lo sabes leer, saltas por encima de esos diálogos artificiales, donde dice cosas extraordinarias, y captas lo que el viejo te quiere contar. Pero esta también es un cuento alargado. El mejor cuento de Hemingway es “La corta y feliz vida de Francis Macomber”, y es quizás uno de los mejores cuentos del mundo, pero es un cuento que tiene un error imperdonable en un principiante: Hemingway nos dice qué piensa Macomber, qué piensa Wilson, qué piensa la mujer, qué piensa el león, qué piensa el búfalo, y al final nos hace una trampa: dice que no sabe si la mujer lo mató deliberadamente o por accidente. La literatura es un tablero de ajedrez en que uno le explica al lector, desde el comienzo, cómo va a mover las fichas. Una vez que empieza el juego, no se pueden cambiar las reglas que uno mismo impuso.

¿Fue en Bogotá o en Barranquilla donde conociste a Hernando Téllez?

Lo conocí en Barranquilla y lo leía siempre todos los domingos en su columna. Pero donde más lo disfruté, porque era un ser entrañable, fue luego en Bogotá. Aquí nos pasábamos domingos enteros recitando versitos pendejos, hasta cuando la mujer de Téllez se encabronaba y se iba diciendo: ya no soporto más versitos pendejos. Versos como aquél de los fieros caballos.

¿Cuál?

“Había una vez un rey muy ducho

que maltrataba a sus vasallos,

los hacia montar fieros caballos

y los caballos los tumbaban mucho”.

Y después de Barranquilla, ¿qué pasó?

Que llegó Álvaro Mutis a vaciarme y a decirme que me estaba oxidando en la provincia. Entonces me vine a trabajar a El Espectador en Bogotá y a leer a Conrad, ambas vainas por culpa de Mutis. Conrad es el autor que leo con más placer: hay unas ganas de irse para esos libros y de vivir en esas páginas que no siento con ningún otro autor. Así que ya estaban dados los elementos básicos de mi formación literaria. Lo que importaba, de ahí en adelante, era mantener el motor caliente y andando. Pero creo que nunca, como entonces, se leía con tanto fervor y se vivía tan furiosamente. Lo que era la verdad, es decir, la literatura.

Una última pregunta: ¿qué significa “Halálcsillag”, el nombre que le das al buque fantasma, en uno de los cuentos de La cándida Eréndira?

Halálcsillag, el nombre que le di al buque fantasma en uno de los cuentos de La cándida Eréndira, significa «estrella de la muerte» en húngaro. Quería ponerle a ese barco el nombre de un idioma que no tuviese mar. Estaba en Barcelona, pensando en eso, cuando llegó mi traductor al húngaro, y se lo pregunté.

 

Nunca había visto a García Márquez tan sereno, tan cálido, tan centrado en su mundo, tan feliz de volver a vivir en Colombia; incluso, lo cual ya era el colmo, disfrutando la llovizna gris de Bogotá. Ahora, destrabando los malditos casetes, pienso que el resumen de esta charla ya lo había hecho Faulkner, años antes, en su entrevista de Paris Review: «Yo soy un poeta fallido», decía Faulkner. Tal vez todo novelista quiere escribir poesía primero, descubre que no puede y a continuación intenta el cuento, que es el género más exigente después de la poesía. Y, al fracasar también en el cuento, y solo entonces, se pone a escribir novelas. Lo grave de García Márquez es que fundió los tres y acertó.

Juan Gustavo Cobo en el homenaje a los 80 años de Gabo., detrás de Clinton, le entrega su regalo de cumpleaños. Foto de F. Jaramillo

 

DIARIO 26

Buenos Aires - Argentina

27 de junio de 2022

  

ESPECTACULOS

Cien años de soledad

 

Netflix comenzó el casting de

“Cien años de soledad”:

quiénes interpretarán a los Buendía

La plataforma de streaming adaptará la novela de Gabriel García Márquez. Se puede participar virtualmente de las audiciones.

 

Por Diario26

Cien años de soledad es una de las grandes novelas latinoamericanas y mundiales. La obra consagró a Gabriel García Márquez, el genial escritor colombiano.

Así como otros títulos destacados de la literatura nutren las pantallas (pronto estrenará la serie sobre Santa Evita, de Tomás Eloy Martínez), cada vez más ávidas de ideas y de proyectos, era cuestión de tiempo que la historia de los Buendía tuviera su lugar.

Este mes de junio comenzó el casting en Colombia, del que saldrán las personas que interpretarán a las siete generaciones de la familia.

Para el proceso, se hacen audiciones en municipios como Aracataca, Ciénaga, Valledupar, Lorica, Pelayito, Cereté y El Chorrillo, Santa Marta, Bogotá y Medellín, y también a través de una página web creada para esto.

Es posible presentarse desde cualquier lugar, en este enlace y siguiendo las instrucciones.

Cien años de soledad es una de las obras maestras del siglo 20, y se ha convertido en un ejemplo paradigmático de la literatura colombiana para Latinoamérica y el mundo entero”, aseguró Francisco Ramos, vicepresidente de contenidos para Latinoamérica de Netflix.

“Como es innegable que la cultura colombiana contribuyó al desarrollo narrativo del realismo mágico, dedicaremos el tiempo y los esfuerzos necesarios para garantizar que tanto los personajes como las localizaciones estén a la altura de la insigne obra del Nobel colombiano”, comentó.

En diciembre se cumplirán 40 años de que el autor haya sido consagrado con el Premio Nobel de Literatura.

El anuncio fue realizado en 2021, pero el proyecto avanza más rápido de lo esperado.

 

CARLOS PAZ VIVO

Córdoba - Argentina  

Junio 28, 2022

 

Show

 

Netflix comenzó con el casting de la serie

“Cien años de soledad” ...

 

Netflix comenzó con el casting de la serie “Cien años de soledad”

y cualquier persona puede audicionar

 Por Carlos Paz Vivo

 Es una de las novelas más exitosas del escritor colombiano Gabriel García Marquez y esta historia llegará a la pantalla chica de la mano de la plataforma de streaming Netflix, que compró los derechos hace tres años.

Lo novedoso es que, para esta serie, la productora de cine y televisión Dynamo, inauguró la convocatoria de actores para protagonizar esta historia en un casting abierto, es decir, que cualquier persona se puede inscribir.

“Los rumores son ciertos y ahora podemos compartirles esta noticia que nos alegra mucho”, comienza el comunicado de Dynamo mediante la red social Instagram que compartieron este 23 de junio. ”¡Abrimos un #casting para encontrar a los personajes de #CienAñosDeSoledad! (…) es un casting para todos los talentos así que anímense a participar e inscríbanse. Así que pueden entrar a la página y postularse”, explica el mensaje de la productora que estará encargada de llevar la “obra maestra” de la literatura hispanoamericana a la plataforma de streaming.

 Cómo participar

Cabe mencionar que los interesados en postularse, ya sea actores profesionales o sin experiencia, tienen tiempo hasta el 23 de julio a las 02:00 pm.

Lo único que deben hacer es ingresar a la página y llenar un formulario con algunos datos personales. Si los postulantes tienen alguna duda, hay una sección de preguntas frecuentes en el que evacuarán todas sus dudas.

Dynamo es una productora que ya participó de algunos proyectos exitosos de Netflix como Narcos, El robo del siglo o Historia de un crimen: Colmenares. Los encargados tendrán el desafío de abordar casi todo el contenido de la novela, según relató Francisco Ramos, vicepresidente de contenido para América Latina en Netflix, a los medios de comunicación.

Sobre la obra

Cien años de soledad es una de las obras literarias más leídas en español y una de las más traducidas en la historia y fue incluida como una de las 100 mejores novelas en español del siglo XX. Gabriel García Márquez narra la historia de las siete generaciones de la familia Buendía, quienes vivían en un pueblo llamado Macondo.

Al abarcar cien años, la historia cuenta con decenas de personajes, por lo que los productores de Dynamo tendrán un arduo trabajo para encontrar a las personas ideales para cada papel.

Si bien no hay fechas de inicio de la filmación, y mucho menos fecha de estreno, la plataforma logró un acuerdo por los derechos de la novela del colombiano. Sus hijos, Rodrigo y Gonzalo, serán productores ejecutivos de la serie, que será filmada, en mayor medida, en Colombia.

Gabriel García Márquez rechazó ofertas para llevar su novela al cine

Los registros señalan que fueron varias las veces que productores y directores tentaron a García Márquez con filmar Cien años de soledad para el cine o la televisión, pero una en particular ganó notoriedad. Fue una propuesta realizada por Anthony Quinn, el actor y director de origen mexicano que intentó convencerlo con una oferta pública de 1 millón de dólares a finales de la década de los 70.

El hecho no habría pasado de ser una mera anécdota si no fuera porque el ganador de dos premios Oscar obtuvo una desmentida del colombiano en una de las columnas que escribía en esa época. Quinn, según relató el propio García Márquez, lo había acusado en una revista española de comunista y de pedirle que la oferta económica no se haga pública. Finalmente, ambos se conocieron en una cena, pero de la oferta no se volvió a hablar. El colombiano revelaría también que mucho antes de aquello ya le había ofrecido 2 millones por llevar al cine la novela.

 

Fuente: La Nación.

 

 

Micropsia

Un blog de Diego Lerer

Buenos Aires - Argentina

13 de agosto de 2022

 

Series: crítica de «Noticia de un secuestro»,

de Rodrigo García y Andrés Wood

(Amazon Prime Video)

Por Diego Lerer 

Esta miniserie de seis episodios adapta de un modo correcto, pero sin sorpresas el libro de no ficción de Gabriel García Márquez centrado en una serie de secuestros que tuvo lugar en Colombia en 1990. Ya disponible en Amazon Prime Video.

De toda la literatura de Gabriel García Márquez, NOTICIA DE UN SECUESTRO debería ser el título más fácilmente adaptable a un formato audiovisual. Narrado con un estilo más periodístico que la mayoría de sus libros, abocado a una suerte de día a día que empieza por los secuestros propiamente dichos, sigue por las negociaciones, se entromete en la cotidianeidad del cautiverio y resume los destinos de los diferentes personajes involucrados, tiene el tipo de prosa detallada y visualmente específica que «facilita» el trabajo de guionistas y directores. De hecho, no es necesario hacerle grandes modificaciones para trasladarlo, especialmente si se tiene el tiempo y el desarrollo que posibilita una miniserie de seis episodios.

La versión supervisada por Rodrigo García –hijo de Gabo– y dirigida por el cineasta chileno Andrés Wood con la colaboración de su compatriota Julio Jorquera es medianamente efectiva a la hora de crear un relato de suspenso, un thriller más humano que político en el que seguimos la suerte de un diverso grupo de secuestrados, pero poniendo el foco en una de ellas, Maruja Pachón. Secuestrada a fines de 1990 dentro del plan de los llamados Extraditables –un sector del Cartel de Medellín, liderado por Pablo Escobar– de impedir que el gobierno colombiano refrendara una ley por la que los narcotraficantes colombianos podían ser juzgados en los Estados Unidos, Pachón era una pieza clave en la negociación: una funcionaria del estado (era directora del fondo de fomento cinematográfico, de hecho) y una mujer muy conectada políticamente a través de su marido congresista Alberto Villamizar y por haber sido cuñada del líder liberal Luis Carlos Galán, que había sido asesinado el año anterior.

Pachón fue secuestrada por un grupo armado junto a Beatriz Villamizar, su asistente en Focine y, a la vez, hermana de su marido. Y quedó en Alberto hacerse cargo de buena parte de la investigación y las negociaciones con ambas partes de la contienda. Como improvisado investigador, no es mucho lo que pudo avanzar (los narcos cubrían muy bien sus pasos, como se deja ver en los primeros episodios), pero todos sabían que lo importante ahí pasaba por otro lado: su capacidad de negociación, de lograr que el poder político colombiano llegara a algún tipo de acuerdo con los narcotraficantes que permitiera la liberación de su esposa y su hermana.

Pero ellas dos no eran las únicas secuestradas por los Extraditables. Y si bien el título de la novela parece hablar de un caso individual, fueron una decena los hombres y mujeres –muchos de ellos periodistas– que estuvieron en cautiverio, con mayor o menor fortuna personal, a causa de estas negociaciones. Maruja y Beatriz se toparán con una de ellas, Marina Montoya –hermana del exsecretario general de la Presidencia Germán Montoya–, que ya llevaba secuestrada un tiempo. Y habrá otros, de los que la serie –a diferencia de la novela– no se ocupa demasiado, pese a tener tiempo para hacerlo.

De la que sí da cuenta es de Diana Turbay, reconocida periodista e hija de un expresidente, cuyo secuestro se armó a partir de un engaño y una falsa promesa. Haciéndose pasar por miembros del ELN (Ejército de Liberación Nacional), convencieron a Diana de llevarla a hacer una entrevista con su comandante, en la clandestinidad. Tras dudarlo, aceptó la invitación y viajó con un equipo de cinco personas, pero en medio del enredado viaje lleno de postas y cambios de casas, revelaron sus verdaderas intenciones de secuestrarlos. Y la serie dará cuenta de la muy diferente experiencia de Turbay.

El resto de los episodios se concentrará en las negociaciones, desarrollará los conflictos internos de algunas de las personas encargadas de cuidar a las secuestradas y tendrá algunos flashbacks a la vida de Maruja y Alberto antes del secuestro. Esa historia romántica, curiosamente, se combinará con otra que no conviene adelantar y que no aparece (si mi memoria no falla) en el libro original. Lo que la película dejará en segundo plano es un contexto político más profundo de los hechos que aquí se reduce a una negociación ligada a la extradición o no de los narcos cuando hay muchos elementos más en juego que apremiaban en esa época.

Más allá de estas curiosas formas interactivas de ver la serie, NOTICIA DE UN SECUESTRO no logra ir mucho más allá de ser un recuento, con algunas ligeras modificaciones, de lo que se lee en el libro de Gabo. No parece tener fallas groseras de credibilidad –contar con un elenco de actores locales ayuda y mucho en la captura de detalles– y la utilización de registros de noticieros de la época funciona bien también, pero da siempre la impresión que le faltara algo más, algún plus que justifique su paso al formato audiovisual. Y ese condimento extra nunca aparece.

De todos modos, como lo ha demostrado en muchas de sus películas (como MACHUCA y LA ARAÑA, entre otras), el chileno Wood tiene una mano segura para narrar historias humanas conectadas a momentos políticos fuertes del pasado reciente. Quizás su cine no se caracterice por la originalidad o el riesgo, pero es un realizador de pulso firme y seguro, respetuoso de esa escuela clásica del thriller político de los ’70 que incluye a realizadores como Alan J. Pakula o Costa Gavras. Y esta brutal cadena de secuestros que tuvo lugar en Colombia en 1990 se amolda muy bien a ese formato. Sin sorpresas, quizás, pero con los pies sobre la tierra.

 

Fundación Gabo

Cartagena de Indias

25 de agosto de 2022

 

Lectura

Noticia de un secuestro de

Gabriel García Márquez:

un periodismo que se parece al boxeo

La ardua y fatigante labor de García Márquez para terminar Noticia de un secuestro.

 

Créditos: Diseño de ilustración Fundación Gabo / Julio Villadiego

 

Redacción Centro Gabo

Antes de sentarse a escribir Noticia de un secuestro (1996), el libro que más había agotado a Gabriel García Márquez era El otoño del patriarca (1975). Cuando el narrador colombiano pensó en contar la historia de su extravagante dictador, su rutina de trabajo consistía en levantarse muy temprano por la mañana para empezar a escribir desde las ocho y suspender en la tarde, hacia las dos. En ese lapso de tiempo producía una cuartilla, lo suficiente para tener lista una novela al cabo de varios meses. “Un escritor que escriba una cuartilla todos los días sin excepción termina al final de la vida haciendo una obra más larga que la de Balzac”, afirmó en 1996 durante una entrevista concedida al programa Hoy por Hoy de Cadena SER.

Valiéndose de este método, por ejemplo, había escrito Cien años de soledad (1967). Sin embargo, con El otoño del patriarca la ley de la cuartilla diaria se redujo a un párrafo —en mañanas inspiradoras— o a unas pocas líneas por jornada. García Márquez tuvo que sudar la gota gorda para alcanzar el punto final de esta novela. Veinte años después, embarcado ya en el proyecto de Noticia de un secuestro y consciente de esta ardua labor narrativa, el escritor afirmaría: “Cuando uno escribe tiene que enfrentarse al monstruo de la escritura”.

En el proceso de elaboración de Noticia de un secuestro, la batalla con ese monstruo fue lo más parecido a una pelea de boxeo. Esta vez, García Márquez no contaba con la vitalidad de sus cuarenta y ocho años —tenía sesenta y seis cuando se interesó por el secuestro de Maruja Pachón en octubre de 1993—, y estaba sometido al imperio de los hechos, pues su nueva obra no era un producto de su imaginación sino un episodio bastante trágico y complejo de la realidad colombiana. “Noticia de un secuestro es el libro más fatigante que he escrito”, le Gabo al periodista español Iñaki Gabilondo en 1996, poco después de la publicación de la primera edición del reportaje. “Realmente terminé como al final de un match de boxeo, pero estoy muy contento de eso porque tengo la impresión de que los lectores lo están leyendo como si estuvieran del lado del ganador del match”. En mayo de ese mismo año, durante un diálogo con la revista Cambio 16, Gabo enfatizó que la dificultad de este relato obedecía a su naturaleza periodística en donde había que respetar los acontecimientos tal como habían pasado y no ceder al embrujo de las licencias literarias. “Todo libro es difícil”, dijo. “Cien años de soledad lo fue por la enorme carga mítica que llevaba dentro. El otoño del patriarca lo fue también por su enorme carga de ficción histórica y Noticia de un secuestro lo es por su enorme carga de realidad periodística”.

Durante la lucha de García Márquez por conseguir un reportaje riguroso y seductor, dos de los momentos más difíciles fueron la recolección de datos y su organización. Como en 1993 era ya un escritor mundialmente reconocido (once años antes había ganado el Premio Nobel de Literatura), no podía hacer el trabajo de campo que haría cualquier periodista sin que su presencia perturbara el ambiente a su alrededor. “Si me presentaba a buscar datos en algún organismo oficial o privado me lo convertían en noticia”, le comentó el escritor a Cambio 16. De modo que buscó la ayuda de la periodista Luzángela Arteaga, quien le consiguió información valiosa haciéndole creer a todo el mundo que era para un artículo de ella, manteniendo así el anonimato de la verdadera investigación.

Margarita Márquez Caballero, prima hermana del García Márquez, fue su otra ayudante. Esta vez en los asuntos de la organización de los datos obtenidos. Fue ella la que transcribió los testimonios grabados de las personas que Gabo iba entrevistando en el curso de sus pesquisas. Sin embargo, la auténtica contienda, el match de boxeo, no fue tanto el paso del magnetófono al papel sino la forma en que esas historias tendrían lugar en el reportaje. Es decir, la magia con la que el narrador embrujaría a sus lectores. “Lo que me cansó mucho más de este libro fue la propia tensión interna mía del manejo de todo ese material disperso y ponerlo en orden, y no el orden que yo quería, sino en el orden en que pensaba que no se iba a aburrir el lector”, le dijo García Márquez a Iñaki Gabilondo en la mencionada entrevista de Cadena SER. “Todo es cuestión de agarrar al lector y no soltarlo más. Ese era el gran problema: que no se soltara el lector. El ideal sería dejar al final de cada línea un suspenso para obligar al lector a que lea la siguiente línea”.

En Gabriel García Márquez. Una vida, la biografía del escritor colombiano que hizo Gerald Martin, se menciona que Noticia de un secuestro estuvo entre los libros más vendidos en Colombia durante las primeras semanas que siguieron a su publicación. Eso, por supuesto, le agradó a García Márquez. No obstante, le inquietaba que un reportaje que le había costado tanto trabajo y en el que había tenido que desempeñar el rol de un púgil a sus casi setenta años fuera consumido tan rápidamente. “Hay una cosa injusta: yo demoré tres años y hay gente que lee Noticia de un secuestro con tanta pasión que lo lee en una noche” le dijo a Gabilondo. Luego añadió muerto de risa: “Por favor, denle siquiera tres noches. ¡Una noche por cada año de trabajo!”.

 

 

** ** **