EL UNIVERSAL
CDMX
16 de julio de 2022
CONFABULARIO
Publicamos el siguiente articulo por amabilidad de su
autor
Reflexiones
La soledad de las palabras:
en defensa de la novela póstuma
de Gabriel García Márquez
El Archivo Gabriel García Márquez de la Universidad de
Texas resguarda la inédita novela del Nobel, En agosto nos vemos, historia narrada desde la perspectiva de una
mujer madura que busca conquistar su libertad, y en cuya trama la música y la
reconciliación con los ancestros son los elementos distintivos de este
testamento literario
Por Gustavo Arango
Todo escritor —sin importar su fama o su prestigio—
es un artista incomprendido. Cuando Gabriel García Márquez tenía 25 años, un
encopetado editor argentino leyó su primera novela, La hojarasca, y le aconsejó que se buscara otro oficio. En 1961, La mala hora, su tercera novela, recibió
un importante premio literario sólo después de que García Márquez aceptara las
condiciones de un obispo que formaba parte del jurado: eliminar el lenguaje
procaz y cambiar el título del libro, que inicialmente era Este pueblo de mierda. Esa misma novela recibió un ultraje más
cuando unos insensibles editores la tradujeron al español de España, con todas
sus gilipolleces y leísmos. Incluso cuando ya era reconocido, García Márquez
saboreó la amargura del rechazo: el 15 de julio de 1981, un año antes de que se
le concediera el Premio Nobel de Literatura, los editores de The New Yorker
Magazine le notificaron que no publicarían su cuento “El rastro de tu sangre en
la nieve”, porque no conseguía “mover al lector a aceptar su atrevido y hermoso
concepto”. En 2004, cuando la inmortalidad de su obra nadie la ponía en duda,
su novela En agosto nos vemos fue
condenada al silencio, al parecer por la opinión de una sola persona. Desde
2014, tras la muerte de García Márquez, esa novela final y levemente inconclusa
está guardada en un archivo al que muy pocos lectores consiguen acceder. Me
propongo explicar por qué es urgente, justo y necesario que En agosto nos vemos finalmente se
publique y le confiera el cierre que merece a su legado literario.
La
mujer que camina en la belleza
En
agosto nos vemos cuenta la historia de diez años en la
vida de Ana Magdalena Bach, una mujer hermosa y madura, felizmente casada y
madre de dos hijos. Su hogar está lleno de música y ella es una lectora
insaciable. Su esposo, que es director del conservatorio local, es el sucesor
del padre de Ana Magdalena en esa posición. Los hijos de la pareja también
tienen inclinación hacia la música. Su hijo de 21 años es el primer chelo de la
orquesta de la ciudad. Micaela, su hija, tiene 18 años, lleva el nombre de su
abuela materna, es capaz de tocar cualquier instrumento y aprender de oído
cualquier melodía, pero es un ser libre e insiste en que se hará monja. Viven
en un lugar del Caribe que está hecho con retazos de muchos sitios reales.
La historia se concentra en lo que ocurre cada
año alrededor de una fecha precisa, el 16 de agosto, el día en que se cumple el
aniversario de la muerte de la madre de Ana Magdalena. Por razones que al
principio no son claras, la madre pidió ser enterrada en una isla cercana, a la
que sólo es posible llegar por transbordador. La isla parece ser otro retorno
nostálgico a la Cartagena donde el autor de la novela vivió momentos decisivos:
tiene ese mercado público donde alguna vez sintió que volvía a nacer, tiene una
laguna espectral “poblada de garzas azules”. Con determinación y sutileza, Ana
Magdalena ha conseguido que le permitan hacer sola el viaje anual para llevarle
flores a su madre. Esa única aventura alejada de su familia incluye una noche
de hotel a solas, dueña absoluta de su tiempo y de sus gestos. La novela
comienza con el viaje en que el ritual ya establecido se desvía e incluye un
encuentro sexual con un hombre “de cabello metálico” y “bigote romántico
terminado en puntas”, que “parecía estar solo en el mundo”. Se habían conocido
en el bar del hotel. Después del primer sorbo de licor, Ana Magdalena “se
sintió bien, pícara, capaz de todo, y embellecida por la mezcla sagrada de la
música y la ginebra”. Fue ella quien tomó la iniciativa, con miradas
desafiantes e inequívocas, y el hombre tímido decidió seguirle el juego. La
conversación fluyó sin contratiempos. Ella fue “pastoreándolo con su tacto
fino”. Los unió el amor común por Drácula,
la novela de Bram Stoker, que Ana Magdalena había llevado esa vez a la isla.
Aquel fue el segundo hombre de su vida y ella misma se sentía sorprendida con
su audacia. Nunca supo su nombre. Se amaron a lo largo de la noche, hasta que
él ya no pudo darle más placer. Pero todo terminó de manera agridulce, cuando
Ana Magdalena descubrió al día siguiente que el hombre le había dejado –entre
las páginas de Drácula– un billete de
20 dólares. Al regresar a su hogar, todavía confundida por lo ocurrido, Ana
Magdalena se vio arrastrada a los juegos amorosos de su esposo. Mientras hacían
el amor en el piso del baño, Ana Magdalena pensó en el desconocido, “le
agradeció lo merecido, le perdonó lo imperdonable, sin amor ni rencor, lo buscó
con ansiedad en las ansias de la conciencia para aferrarse a él en la cumbre
final, pero no lo encontró”.
Para no estropear la experiencia de los
lectores que la novela merece y espera, diré simplemente que ese viaje a la
isla se repite cada año con variaciones, a la manera de las coronas ígneas, y
en cada ciclo se nos revelan cosas nuevas. El desarrollo del personaje está a
la altura de su autor. Vemos a Ana Magdalena moverse desde la humillación y la
culpa hasta un secreto orgullo por lo ocurrido y una emocionada expectativa por
lo que ocurrirá cuando regrese a la isla. En los fugaces destellos que tenemos de
su vida familiar, vemos en ella el carácter desconfiado y los deslices verbales
propios de los culpables. En cierta ocasión obliga a su esposo a confesar una
remota infidelidad, pero calla su aventura recurrente. Sólo a su madre muerta
le confiesa todas sus verdades. En sus anuales regresos a la isla la vemos
hacerse dueña de su libertad de un solo día, elegir sus amantes ocasionales,
tener encuentros y desencuentros (en una ocasión un empleado del hotel, al que
creyó haber seducido, le cobró después de haber estado con ella), empezar a
buscar en todos ellos a una especie de amante idealizado. Durante una de sus
visitas a la tumba, Ana Magdalena descubre que alguien más lleva flores a la
tumba de su madre. Así concluye que Micaela tuvo un amante furtivo en aquella
isla y entiende que el destino de ambas está más unido de lo que imaginaba. La
última vez que visita la isla, cuando ya tiene 50 años, Ana Magdalena se
acuesta con un hombre que dice ser obispo y, a la mañana siguiente, liberada de
su ritual de liberación, decide desenterrar los huesos de su madre y
llevárselos a casa.
El
destino de una novela
En
agosto nos vemos se encuentran en el Harry Ransom
Center de la Universidad de Texas, en Austin. Forma parte de un nutrido tesoro
de manuscritos, documentos personales, fotografías y cartas comprados en 2014 a
la familia de García Márquez. Junto a la versión más avanzada de la novela y
borradores de varios capítulos se encuentra el reporte de un lector comisionado
por la agencia literaria de Carmen Balcells. El destino de la obra parece haber
quedado sellado con esa opinión condescendiente y perdonavidas, que sirvió de
referencia a la familia de García Márquez para decidir que la novela no se
publicaría. Con una arrogancia que delata su inexperiencia, el autor del
reporte ofrece una síntesis empobrecida de la historia. Consciente de que no
puede ser completamente desdeñoso, se permite elogiar como una afortunada
sutileza de la trama el hecho de que Ana Magdalena se arroje a su infidelidad
periódica a pesar de tener una relación feliz con su esposo. Hace un elogio
tibio y protocolario del estilo. Menciona ecos de “El corazón delator”, el
cuento de Edgar Allan Poe, en el pasaje donde la culpa parece conducir a la
protagonista a revelar su secreto. Pero fulmina cualquier posibilidad de
publicación al describir la novela como un cuento repetitivo y alargado. Su
estrechez es más notoria cuando opina que En
agosto nos vemos es una novela inferior a Memoria de mis putas tristes. En su reporte no menciona ninguna
otra novela de García Márquez y, por la manera como ignora las resonancias que
hay en ella, es posible poner en duda que las conociera.
Seamos claros, ni Memoria de mis putas tristes ni En
agosto nos vemos son novelas a la altura de las obras maestras de García
Márquez. No podemos medirlas en relación con Cien años de soledad, El otoño del patriarca o El amor en los tiempos del cólera. Pero estas novelas menores son
las últimas palabras de un autor que se ganó y merece nuestro respeto y nuestra
atención. Más aún, al silenciar su último esfuerzo literario, estamos
impidiendo que García Márquez pueda darle a su carrera literaria un cierre
digno y coherente.
Memoria
de mis putas tristes es un tributo nostálgico a los
años que García Márquez vivió en Barranquilla a comienzos de la década de 1950.
En ella imaginó la estancada respetabilidad que habría alcanzado si no hubiera
seguido ese destino errabundo que lo condujo primero a Bogotá, luego a Roma,
París, Caracas, La Habana, Nueva York, Barcelona y esa Ciudad de México que fue
su hogar por más de medio siglo. Su última novela publicada hasta el momento
está llena de méritos. Sus referencias literarias insisten en mostrarnos el
amor y el respeto que García Márquez tuvo desde muy joven por la literatura española
medieval y del Siglo de oro. También es un homenaje a la novela de Yasunari
Kawabata, La casa de las bellas
durmientes. La imagen de la virgen que duerme es heredera de la tradición
del amor cortés. Pero ese nonagenario vampiro –que se nutre de juventud y de
belleza– no fue la imagen final con que García Márquez quiso dar cierre a su
carrera literaria. En eso radica la importancia de En agosto nos vemos. Omitir la verdadera última novela de García
Márquez es como prescindir –sin que nos importe hacerlo– del último capítulo de
Cien años de soledad.
El mayor mérito de En agosto nos vemos es que por primera vez García Márquez se atreve
a que una mujer sea el personaje principal de su novela. Tras la publicación de
Cien años de soledad, estudiosos de
su obra destacaron la complejidad y consistencia de sus personajes femeninos.
García Márquez dijo no haber sido consciente hasta entonces de esa capacidad
suya y se la atribuyó al hecho de que pasó su primera infancia en un mundo de
mujeres, donde la única figura masculina era su abuelo, el coronel Nicolás
Márquez. Como sabemos, de su abuela Tranquilina Iguarán heredó el tono de
distante impavidez con que se narran los hechos extraordinarios de Cien años de soledad. Con el tiempo,
García Márquez desarrollaría una relación muy cercana con su madre, Luisa
Santiaga Márquez. Su esposa, Mercedes Barcha, fue a la vez soporte e
inspiración. En numerosas ocasiones García Márquez declaró sentirse más a gusto
en compañía de mujeres. Pero los elogios que recibió por los personajes
femeninos de Cien años de soledad
tuvieron sobre él un efecto paralizante. Él mismo admitiría que, a partir de
ese momento, le resultó más difícil escribir sobre las mujeres.
La dificultad es evidente. Más allá de la
sonámbula Eréndira, las mujeres de las obras de García Márquez carecen del peso
de Úrsula Iguarán, Amaranta Buendía o Pilar Ternera. La Leticia Nazareno de El otoño del patriarca se diluye en
pocas páginas. La Ángela Vicario de Crónica
de una muerte anunciada es silenciosa y su secreto permanece inaccesible.
La Fermina Daza de El amor en los tiempos
del cólera, la Sierva María de Del
amor y otros demonios o la Delgadina de Memoria
de mis putas tristes son poco más que piezas de decorado. El silenciamiento
de En agosto nos vemos ha sido en
parte responsable de que la obra de García Márquez haya sido objeto de ataques
por parte de un sector de la crítica que actúa como una especie de policía
moral. La ausencia de En agosto nos vemos
en el corpus de su obra ha permitido que se descalifique a García Márquez como
representante de una tradición machista que es necesario erradicar. Sólo en
esta novela escrita en el ocaso de su poder creativo, García Márquez se atrevió
a habitar por completo un personaje femenino: una mujer madura que consigue
escaparse de su prisión familiar y social para hacerse dueña de su cuerpo y de
su libertad.
En
agosto nos vemos ratifica la plasticidad del lenguaje
de García Márquez al final de su trayectoria creativa. Es, también, un homenaje
a la música. El apellido de la protagonista celebra al compositor cuya obra
García Márquez decía que llevaría a la isla desierta. Como es habitual en el
autor colombiano, la novela está poblada por experiencias personales
codificadas y abunda en homenajes literarios. El narrador hace un inventario
completo de las lecturas de la protagonista en sus viajes a la isla. La
referencia a Drácula es un homenaje a
una de las novelas favoritas de García Márquez (la otra es El conde de Montecristo). Para el tiempo en que transcurre la
historia, después de leer El ministerio
del miedo, de Graham Greene, Ana Magdalena se dedica a leer literatura
fantástica. Un detalle revelador de la novela es esa referencia al “tercer
cuento de las Crónicas marcianas”, de Ray Bradbury. El cuento de Bradbury, “La
noche de verano”, es un homenaje a la naturaleza misteriosa —incomprensible— de
la poesía. Describe, con imágenes espectrales que parecen haberse derramado en
la novela de García Márquez, la aventura de un poema de Lord Byron (“Ella
camina en la belleza”), que los habitantes de Marte repiten fascinados sin
conocer su origen ni su significado. Los personajes del cuento de Bradbury
tienen, como Ana Magdalena, los ojos amarillos. El poema de Byron, en cierto
modo, es una descripción de esa mujer en quien “lo mejor de la luz y de las
sombras se junta en su aspecto y en sus ojos”.
La eventual publicación de En agosto nos vemos no significa que no
vaya a ser criticada. Ningún libro está libre de cuestionamientos. Cuando Cien años de soledad apareció, alguien
dijo que era un simple plagio de En busca
de lo absoluto de Balzac y se dice que, para Borges, le sobraban 50 años.
No faltará quien diga que todo intento por parte de un hombre de construir un
personaje femenino es un gesto abusivo y patriarcal. El erotismo literario es
un terreno resbaloso y es de esperar que se critiquen sus descripciones de los
encuentros de Ana Magdalena con sus amantes. Pero lo cierto es que aquí las
“potras” de otros libros se convierten en asuntos más detallados y complejos:
Al cabo de una hora larga de susurros banales
empezó a explorarlo con los dedos, muy despacio, desde el pecho hasta el bajo
vientre. Siguió con el tacto de sus pies a lo largo de las piernas y comprobó
que todo él estaba cubierto por un vello espeso (García Márquez remplazó el
adjetivo y escribió con lápiz: “liso”) y tierno como el musgo de abril. Luego
volvió a buscar con los dedos el animal en reposo y lo encontró desalentado
pero vivo. Él se lo hizo más fácil con un cambio de posición. Ella lo reconoció
con las yemas de los dedos: el tamaño, la forma, el frenillo acezante, el
glande de seda, rematado por un dobladillo que parecía cosido con agujas de
enfardelar. Contó al tacto las puntadas, y él se apresuró a aclararle lo que
ella se había imaginado.
“Me circuncidaron de adulto”. Y remató con un
suspiro. “Fue un placer muy raro”.
Por fin —dijo ella— algo que no fue un honor.
Se besaron en la boca por primera vez. Quiso
asaltarlo de nuevo, pero se le reveló como un amante exquisito que la elevó sin
prisa hasta el grado de ebullición. Él se le impuso con firmeza, la manejó a su
gusto, y la hizo feliz.
Permitirle a García Márquez que cierre su obra
con una perspectiva femenina es un acto de justicia. La decisión de no publicar
la novela fue presentada a la opinión pública como una prueba del poco interés
de su familia en obtener ganancias fáciles con su legado. La novela fue
descrita como un trabajo inacabado que no estaba a la altura del resto de la
obra de su autor. Pero esa falta de interés en obtener ganancias con su legado
se contradice con la cantidad de refritos y raspados de olla que se han
publicado desde la muerte del Nobel colombiano y, de manera más dramática, con
la manera tan deportiva con que se ha ignorado su determinación de que Cien años de soledad no fuera llevada al
cine o la televisión.
Si se acepta el argumento de que al final de
su vida García Márquez se mostró más flexible con esa determinación, ¿por qué
no respetar también las últimas palabras que escribió? Es cierto que la novela
nunca tuvo una versión definitiva, pero es un hecho que García Márquez
consiguió completarla. El primer borrador del último capítulo nos muestra a un
hombre batallando con las últimas fuerzas creativas que le quedaban. Es posible
imaginar la dificultad tremenda con que logró vencer los obstáculos que le
imponían su edad y la pérdida creciente de sus facultades. La energía lo
abandonó en el último tramo del proceso y ya no fue capaz de defender su libro
hasta verlo publicado. Pero su esfuerzo merece nuestro respeto. Sin mayor
dificultad y con intervenciones mínimas, un editor amoroso –que conozca y
aprecie la obra de García Márquez– podría terminar ese trabajo. Por muchas que
sean las alteraciones y traiciones, no serán nunca tantas ni tan lamentables
como que el coronel Aureliano Buendía o Remedios la Bella tengan rostros de
actores famosos.
El
espejo de la muerte
El desenlace de En agosto nos vemos es quizá la razón principal por la que la
novela debe ser publicada. Es mucho más significativo, para el conjunto de la
obra de García Márquez, que su obra culmine con ese reencuentro con la madre
que es, al mismo tiempo, una reflexión sobre la muerte y sobre el misterioso
privilegio de estar vivos. En Memoria de
mis putas tristes, el personaje al que la gente conoce como Mustio Collado
no tiene un vínculo cierto con sus ancestros, es en esencia una caricatura.
Salvo por la tragedia distante con que termina Del amor y otros demonios, García Márquez trató de ignorar la
muerte —cada vez más real y más cercana para él— y decidió conferirles finales
abiertos y felices a El amor en los
tiempos del cólera y Memoria de mis
putas tristes. Pero En agosto nos
vemos termina con los ojos dirigidos a la muerte, a ese más allá desde
donde los muertos nos miran. No sería de sorprender que el futuro llegara a
juzgar como uno de los mejores de su obra ese último pasaje de la novela,
cuando Ana Magdalena (con su nombre tan bíblico) se ve reflejada en el cadáver
de su madre y entiende su destino compartido.
El celador y el sepulturero de alquiler
desenterraron el ataúd y lo abrieron sin compasión con las artes de un mago de
feria. Ana Magdalena se vio entonces a sí misma en el cajón abierto como en un
espejo de cuerpo entero, con la sonrisa helada y los brazos en cruz sobre el
pecho. Se vio idéntica y con su misma edad de aquel día, con el velo y la
corona con que se había casado, la diadema de esmeraldas y los anillos de boda,
como su madre lo había dispuesto con su último suspiro. No sólo la vio como fue
en vida, con su misma tristeza inconsolable, sino que se sintió vista por ella
desde la muerte, querida y llorada por ella, hasta que el cuerpo se desbarató
en su propio polvo final, y sólo quedó la osamenta carcomida que los
sepultureros limpiaron con una escoba y guardaron sin misericordia en un talego
de muerto.
Al comienzo de ese mosaico de maravillas que
es Cien años de soledad, hay una
imagen poderosa que estremece y nos apresuramos a olvidar, porque tenerla muy
presente resulta intolerable. Una niña pequeña llega a casa de los Buendía
cargando los huesos de sus padres en una bolsa de lona. Es Rebeca, quien
también trae consigo la peste del olvido. De esa novela, la mayoría de los
lectores preferimos recordar las leves y coloridas mariposas amarillas de
Mauricio Babilonia o los pececitos de oro del senil coronel Aureliano Buendía.
Al final del camino, García Márquez quiso regresar a la imagen de esa bolsa de
huesos que todos arrastramos. Ana Magdalena Bach, la protagonista de En agosto nos vemos, junta pañales y
mortaja al reencontrarse con el cadáver de su madre muerta. Esa fue la imagen
elegida por García Márquez, la resonante cola con que quiso dar por terminada
su carrera de escritor.
Las relaciones de García Márquez con su madre
fueron entrañables. Luisa Santiaga Márquez no sólo fue mediadora con su padre,
a quien le costó aceptar que su hijo abandonara la carrera de abogado para
hacerse escritor (“Comerás papel”, había sentenciado Gabriel Eligio García).
Antes de sucumbir al mismo olvido que se apoderaría de su hijo, Luisa Santiaga
fue una de las lectoras más atenta de sus escritos, así sólo fuera para
indignarse por su manera de representar parientes y conocidos. El escritor
sentía que de ella había heredado la actitud visionaria que le ayudó a navegar
y hallar el rumbo en su vida y en su obra. Luisa Santiaga fue incluso la
guardiana de sus recuerdos y su alma. Una de las joyas más preciosas que guarda
el archivo de García Márquez en Texas es una carta que su madre escribió a
García Márquez el 7 de marzo de 1983:
Gabito: Hoy esperaba
tu llamada más que nunca. Por ser el día de tu cumpleaños (domingo), como el
día en que naciste a las 9 de la mañana. Me figuro que no lograste la
comunicación o que no estabas en Méjico. Bueno esta te lleva mi abrazo de
felicitación, que Dios te dé muchos años de vida, así tendrás la dicha de ver a
tus hijos como yo a los míos que ya tengo hasta visnietos(sic). Te cuento que
leí la columna de ayer, me gustó tanto que sin mentirte me siento tan feliz y
orgullosa, más que con el premio Nobel que recibiste. Recuerdo un día hace
muchos años hablando contigo me quejaba de que tú no eras lo católico que yo
deseaba que fueras. Entonces me dijiste, en la otra vida te darás cuenta al
verme en el puesto o el lugar en que me quiso Dios. Ya verás. El tiempo se
encargó de persuadirme sobre esto. Sigo paso a paso tus acciones y confío en
que si así sigues no hay duda que la virtud de la caridad Dios la premia.
El asunto que alegraba a Luisa Santiaga más
que el premio Nobel fue la audiencia privada con el Papa, que García Márquez
evocó con motivo de la visita de Juan Pablo II a Centroamérica. Quizás en
ninguna otra parte de su obra, como en los tres párrafos de aquella columna de
marzo de 1983, aparece tantas veces la palabra Dios.
García Márquez quiso que su última novela
fuera un diálogo secreto con su madre. Eligió una mujer para hacerlo porque
quería celebrar todo lo de ella que había en él. Quiso también expresar su
aceptación tranquila de la muerte y su disposición a dar el salto hacia el más
allá.
Dos horas después, Ana Magdalena le dio una
última mirada de compasión a su propio pasado, y un adiós para siempre a sus
desconocidos de una noche y a las tantas horas de incertidumbre que quedaban de
ella misma dispersas en la isla. El mar era un remanso de oro bajo el sol de la
tarde. A las seis, cuando el marido la vio entrar a la casa arrastrando sin
misterios el saco de huesos, no pudo resistir su sorpresa.
“Es lo que queda de mi madre”, le dijo ella y
se anticipó a su espanto. “No te asustes, ella lo entiende. Más aun, creo que
es la única que ya lo había entendido desde que decidió que la enterraran en la
isla”.
El mayor de los 16 hijos del telegrafista de
Aracataca y de su mujer devota y clarividente pasó su vida reflexionando sobre
la soledad y encontró que la solución y la respuesta a ese enigma se encontraba
en el amor. Buscando y pidiendo amor llegó a convertirse en el escritor más
célebre de su tiempo. La ironía de su historia es que a sus últimas palabras
les ha sido negado el amor y, por ahora, permanecen condenadas a un destino de
silencio y soledad.
***
CLARIN
Buenos
Aires - Argentina
4 de
Julio de 2022
El revés y el derecho
El nuevo libro de Gabo es una
exposición
Ahora, esos y otros recuerdos de García Márquez están
bien colgados
en el Museo de Arte Moderno de México.
Ilustración: Fidel Sclavo
Por Juan Cruz
Cuando el mundo se desplazó a Cartagena de Indias, en 2007, para ver cómo Bill Clinton, el presidente de los Estados Unidos, abrazaba a su amigo Gabriel García Márquez, se morían de pena en Aracataca, en la casa de paredes tristes donde nació el Nobel, algunos afiches que simulaban ser parte de un museo inacabado en honor del hombre que inventó Cien años de soledad, ahora quizá el libro más famoso del mundo.
Aquel museíllo estaba guardado por una chica de aspecto de alfiler con punta negra que se obligaba a sí misma a cuidar de que estuvieran en su sitio las chinchetas. Cerca de ese lugar que era mítico y descuidado estaba la sombra de la cuna en la que vivió sus primeros meses el hijo más ilustre de ese sitio, de Colombia y quizá del mundo, pues la novela en la que inmortalizó esa localidad remota había ya dado la vuelta a la tierra en traducciones que jamás en su vida iba a descifrar, ni de lejos, su renombrado autor.
En aquella ceremonia de entronización de Gabo, en Cartagena, estaban todos los académicos de la Real Academia Española, con sitio o asociados, y ya empezaba a flaquear la memoria del más memorioso autor del siglo XX, de modo que era posible que él supiera que aquel era Clinton, al que una vez, en compañía de Carlos Fuentes y de William Styron, le fue a entregar un mensaje personal de Fidel Castro, su anfitrión y su amigo cubano.
En aquella atmósfera que fue el preludio de la naturaleza de la enfermedad que acabó con sus recuerdos fue cuando decidí ir a Aracataca para ver, entre otras cosas, el contraste entre aquellos fastos y la resuelta pobreza en la que andaban los recuerdos más lejanos, y reales, del hombre que le dio cuerpo y alma a aquella obra maestra que es El coronel no tiene quien le escriba.
Ahí me encontré sucesivamente con dos amigos de su infancia, Nelson Noches, que fue alcalde de Aracataca, y su hermana Soledad Noches, que vagaba sin rumbo sobre la tierra que era ya la casa natal de Gabo. Ella miraba a lo lejos, como si fuera parte de los grandes árboles, y él se balanceaba en una silla como las de Kennedy. ¿Desde cuándo no ve a su amigo Gabo? Miró hacia adelante, como su hermana, y me dijo: “Anoche estuvo aquí, jugando al ajedrez”.
El lugar estaba rodeado de los símbolos que Gabo convirtió en literatura (los grandes árboles, las piedras milenarias, la fábrica del hielo), pero los afiches que guardaba aquella chica estaban pegados a la pared pobre como con alfileres. Ahora quizá esos y otros recuerdos que conforman la vida general del colombiano, latinoamericano o, en general hispano, de fama más duradera de los últimos siglos, están colgados, bien colgados, en el Museo de Arte Moderno de México (hasta el 2 de octubre de 2022), cerca de donde Gabo escribió Cien años de soledad.
La impresionante muestra ha sido preparada por el profesor de Harvard Álvaro Santana-Acuña, autor de una impresionante suma (Ascent to Glory), editada por la misma universidad en la que trabaja, y que constituye quizá la suma más acabada sobre cómo se escribió, de la primera a la última letra, la obra que disputa la fama del Quijote.
Sobre esta impresionante muestra hablé por mail con Santana-Acuña, que además es paisano mío, de Tenerife, en las islas Canarias.
-¿Qué has tenido más en cuenta a la hora de montar esta exposición?
-El objetivo de esta exposición es mostrar
cómo García Márquez, nacido en un remoto pueblo del Caribe colombiano, se
convirtió en un escritor global. Hoy, es el novelista más leído y traducido en
español en el mundo. La exposición es la primera vez que se muestra su archivo
en América Latina y además en el país donde escribió varias de sus obras más
importantes como Cien años de soledad. En México, García Márquez, sin olvidarse
de Colombia, echó raíces familiares y de amistad.
-¿Cómo ha sido la labor de rastreo de todo lo que hay en la muestra?
-En 2017, fui becario-investigador del Harry
Ransom Center, donde se conserva el archivo de Gabo, para hacer la
investigación para mi libro Ascent to Glory. Estuve trabajando en su archivo
durante un mes a tiempo completo. Consulté los manuscritos de sus obras, las
cartas personales, las fotos, los álbumes de recorte, leí las novelas que no se
han publicado… Meses después, el Ransom Center me preguntó si quería ser el
comisario de una exposición basada en el archivo de García Márquez. Acepté
porque además era una oportunidad increíble de trabajar con los archivos de
otros escritores que influyeron a García Márquez. El resultado es que en la
exposición se muestran por primera vez en América Latina manuscritos de grandes
obras como “Mientras agonizo” de William Faulkner, “Kew Gardens” de Virginia
Woolf... manuscritos de obras que nunca se escribieron como “Los Rivero”, la
que pudo ser la primera novela de Jorge Luis Borges. También hay una selección
de obras de Joyce, Kafka y Hemingway. Para mí fue un verdadero regalo y honor
seleccionar estos materiales y poderlos mostrar al público, junto con los
objetos del archivo de García Márquez. De ahí la oportunidad irrepetible que
supone visitar esta exposición.
-¿Qué te sigue pareciendo lo más extraordinario de su obra?
-Lo que me sigue pareciendo más extraordinario
de García Márquez es la capacidad de sus libros de llegar a todo tipo de
lectores y públicos. Esto lo pude comprobar de nuevo el día de la inauguración.
Se presentaron a verla embajadores, políticos, lectores anónimos, lectores
curiosos, fans, personas que jamás han leído a García Márquez... gentes de
todas las edades, grupos sociales, colores de piel, culturas, idiomas y países.
Algunas de ellas me contaron su fascinación por este o aquel libro de García
Márquez. Lo variado del público el día de la inauguración fue una prueba de que
García Márquez es un escritor global.
-¿Y de su personalidad?
-De su personalidad me sigue llamando la
atención su determinación. García Márquez hizo frente a numerosas dificultades
personales, familiares, profesionales y económicas para poder convertirse en un
escritor y publicar Cien años de soledad. Años más tarde, cuando cualquier cosa
que escribiera tenía el éxito asegurado, García Márquez siguió siendo un autor
dedicado obsesivamente a escribir una prosa que llegase al mayor número de
lectores. Por ejemplo, sobre un muro, mostramos 18 de las versiones que se
conservan de su última novela, Memoria de mis putas tristes, que escribía alrededor
de 2003, cuando era una leyenda viva de la literatura. Sin embargo, como hizo
en otras obras, García Márquez trabajó obsesivamente para escribir la mejor
obra posible. Para mí, el llamado “genio” es en realidad un escritor
profesional que trabajaba sin descanso para escribir una prosa perfecta con la
que hipnotizar a los lectores.
-Tu libro está siendo traducido por ti mismo al español. ¿Habrá descubrimientos nuevos en esta versión?
-Mi libro Ascent to Glory es una biografía de
Cien años de soledad, basada en muchos documentos nuevos y desconocidos. Para
escribirla tardé 11 años y visité 8 países en 3 continentes. El libro lo
publicó la Universidad de Columbia en 2020 y se ha traducido al árabe y quizás
pronto al chino. Ahora mismo, estoy escribiendo una versión del libro en
español, porque quiero ofrecer a los lectores una historia con aún más detalles
novedosos y sorprendentes sobre la creación de esta gran obra literaria. De lo
más importante de esta exposición es que por primera vez se reconstruye el
“proceso creativo” de las obras de García Márquez. Es decir, se logra enseñar
con un detalle nunca visto cómo escribía sus libros. Desde los manuscritos de
las versiones iniciales, como los originales de Vivir para contarla llenos de
faltas de ortografía y huecos en blanco con las ideas y palabras pendientes de
completar, hasta las revisiones obsesivas de las pruebas de imprenta, como en
El otoño del patriarca. E incluso, a veces, cuando el libro ya está publicado
Gabo hizo cambios y los metía silenciosamente en la segunda edición, como
ocurrió con El amor en los tiempos del cólera.
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