CDMX
18 de diciembre de 2021
CONFABULARIO
Gabriel García Márquez llegó a México en 1961 decidido a triunfar en el cine como guionista, pero el éxito de Cien años de soledad en 1967 le mostró su destino. Con autorización de la editorial El Equilibrista, reproducimos este fragmento de Gabriel García Márquez. Vida, magia y obra de un escritor global, del historiador Álvaro Santana Acuña, libro revelador que, a partir del archivo personal del Nobel, reconstruye la vida y obra del narrador, con documentos e imágenes raros e inéditos
Por Álvaro Santana Acuña
Con las maletas llenas de ilusiones y su hijo de dos años, Gabo y Mercedes entraron en un país desconocido donde eran de nuevo inmigrantes. La capital, Ciudad de México, era su nueva casa y también la de casi cinco millones de personas. Esta metrópolis milenaria vivía una rápida modernización económica que además hizo florecer su industria cultural. El cine en especial disfrutaba desde hacía veinte años de su “Época de oro”, con películas famosas protagonizadas por Pedro Infante, María Félix, Jorge Negrete, Dolores del Río y Cantinflas, entre otros rostros inolvidables que viajaron por las pantallas de América Latina y España.
García Márquez desembarcó en Ciudad de México buscando El Dorado del cine mexicano. Lo que no sabía es que la ciudad iba a transformarse pronto, al igual que Buenos Aires y Barcelona, en una de las capitales de la “Nueva Novela Latinoamericana”. Este movimiento literario alcanzó un éxito internacional tan repentino y vertiginoso que se empezó a hablar de un Boom de la literatura latinoamericana. Al principio, García Márquez fue tan sólo un testigo accidental del Boom, pero en pocos años se convertiría en uno de sus escritores más conocidos gracias al éxito de Cien años de soledad. Sin embargo, a fines de junio de 1961, cuando llegó con su familia a Ciudad de México, él no podía imaginarse que una novela suya alcanzara la fama.
Los recién llegados fueron recibidos por el amigo incondicional y poeta colombiano Álvaro Mutis, que residía en la capital desde 1956. Fue Mutis quien iba presentando a su amigo a importantes artistas mexicanos. A Gabo no le tomó mucho tiempo demostrar su talento literario e impresionar a sus nuevos colegas y lectores. A los pocos días de llegar, se enteró de que su admirado Ernest Hemingway acababa de morir y decidió homenajearlo escribiendo el artículo “Un hombre ha muerto de muerte natural”, que apareció en el conocido suplemento México en la cultura. El título de su homenaje resultó ser una paradoja porque, en aquel momento, no se dijo que Hemingway se había pegado un tiro con su escopeta favorita. La buena acogida que tuvo su artículo le permitió ir conociendo a “la crema de la intelectualidad”, como Gabo le dijo a su amigo Plinio Apuleyo Mendoza. Pero, como le escribió a otro amigo, Álvaro Cepeda Samudio, no había emigrado a Ciudad de México para escribir sólo literatura, ni mucho menos hacer periodismo, sino que soñaba con trabajar en la poderosa industria del cine mexicano. Aunque le empezaron a pasar cosas que revolvieron sus planes.
Al ir descubriendo su nuevo país, Gabo se encontró con una cultura ancestral que le regalaba inspiración para sus historias. En una carta a Plinio de agosto de 1961, le comentó que durante una visita en un pueblo de Michoacán había visto “a los indios tejiendo ángeles de paja, a los cuales les ponen zapatos y vestidos de la región”. Allí mismo, explicó, se le había ocurrido la idea para escribir “Un señor muy viejo con unas alas enormes”, un cuento en el que las gentes de una aldea visitan maravillados a un ser alado de avanzada edad. Gabo añadió en su carta, “tengo las baterías cargadas para lanzarme a mi viejo proyecto del libro de cuentos fantásticos” que ocurren en un pueblo pobre donde las alfombras vuelan.
Gracias a estos descubrimientos, Gabo empezó a sentir que los sucesos de la vida cotidiana mexicana que presenciaba, donde lo mágico y lo real se mezclaban de maneras que jamás había visto, le estaban animando a retomar el proyecto del que nacieron muchas ideas, historias y personajes para su novela Cien años de soledad y el libro de cuentos La increíble y triste historia de la cándida Eréndira y de su abuela desalmada. Gabo no era el único que había sentido la llamada inspiradora del realismo mágico mexicano. Le ocurrió a Juan Rulfo, el autor de Pedro Páramo, a quien Gabo conoció en esos años y que tanto le influyó en sus obras futuras. Algo similar le pasó al fotógrafo mexicano Manuel Álvarez Bravo y al director hispano-mexicano Luis Buñuel, con quien García Márquez iba a realizar proyectos cinematográficos.
Al principio Gabo no lo tuvo fácil para entrar en el mundo del cine mexicano y menos siendo un inmigrante sin papeles. Primero, tenía que encontrar un empleador que patrocinase su visado de trabajo. Esa oportunidad le llegó gracias al productor Gustavo Alatriste. Aunque él no quería a Gabo para el cine sino para dirigir dos revistas que acababa de comprar, Sucesos para Todos y La Familia. Gabo sería el responsable de modernizar y aumentar las ventas de ambas. Su sueño de hacer cine hubo de esperar.
Sucesos para Todos, con una tirada semanal superior a los cincuenta mil ejemplares, destacaba entre las revistas más vendidas de México. En aquellos tiempos, aún era caro tener una radio o un televisor en casa, mientras que el ejemplar de una revista lo leían varias personas. Por eso, Sucesos para Todos estaba también entre las más leídas del país. Diseñada para llegar a la mayor cantidad de público posible, la revista ofrecía imágenes llamativas y textos curiosos de lectura fácil sobre noticias de actualidad. Además, Gabo le añadió contenidos sobre arte y literatura, publicando durante varios meses una selección de historias de Las mil y una noches, el clásico de la literatura árabe que tanto influyó sobre Cien años de soledad.
La otra revista que Gabo dirigía, La Familia, estaba pensada para las amas de casa de clase media. En sus páginas, él puso la sección “Literatura Sentimental”, que aparecía entre recetas de cocina, patrones de punto para coser y anuncios de milagrosos electrodomésticos. Bajo su dirección, esta revista creció también y hasta publicó fuera de México una edición internacional destinada al mercado latinoamericano.
García Márquez decía que su trabajo era fácil,
le dejaba tiempo para escribir y ganaba un buen sueldo. Tras años de
penalidades y privaciones, ahora estaba viviendo una vida burguesa y de
comodidades. Además, su familia creció en 1962 con la llegada del segundo hijo:
Gonzalo. Pero el Gabo creador no estaba contento. Su puesto le parecía la clase
más baja de periodismo que había hecho. Por esa razón pidió que no apareciese
su nombre en ninguna de las revistas, a pesar de que supervisaba todo, desde la
creación de contenidos hasta la revisión de los ejemplares recién salidos de la
imprenta. Sin embargo, su actividad en esas revistas acabó siendo una
experiencia profesional importantísima, porque, al estar obligado a subir las
ventas, tuvo que entender los gustos culturales de sus lectores: las clases
medias urbanas de México y América Latina. Estos lectores iban a convertirse en
los principales compradores de las novelas del Boom latinoamericano en esos
años. Lo que Gabo aprendió en Sucesos para Todos y La Familia le sirvió para
llegarle a este público lector que devoró Cien
años de soledad.
Gracias a su buena labor con las revistas, García Márquez se ganó la confianza del jefe Alatriste, quien ya pensaba en él para proyectos mayores. Su jefe era un exitoso productor de cine. Él había financiado dos películas de Buñuel, Viridiana y El ángel exterminador, que recibieron varios premios en el Festival de Cine de Cannes en 1961 y 1962, y que también se ganaron el entusiasmo de los críticos y el favor del público. En 1963, Alatriste le dijo a Gabo que dejase la dirección de las revistas y le ofreció el trabajo de sus sueños: escribir a tiempo completo guiones de cine. Gabo rebosaba de felicidad. Al fin, tras años de sacrificio, había cumplido su deseo de ser “escritor profesional”, como le dijo a un amigo. A otro le comentó, “Todo va muy bien. Vivo exclusivamente de mi sueño dorado: escribo para el cine”. Fue entonces cuando empezó a colaborar en los guiones con una persona que resultó clave en su carrera: el escritor mexicano Carlos Fuentes.
Gabo y Fuentes se habían conocido años antes, cuando el mexicano le invitó a participar en las actividades de “La Mafia”. Con este nombre cariñoso se hacía llamar un grupo de artistas residentes en Ciudad de México. Además de Fuentes, el líder, a “La Mafia” pertenecían los escritores José Emilio Pacheco, Juan Vicente Melo, Juan García Ponce, Emilio García Riera, Elena Garro, los directores Buñuel, Arturo Ripstein y Alberto Isaac, la actriz Rita Macedo y el crítico literario Emmanuel Carballo. El grupo solía celebrar fiestas para agasajar a visitantes extranjeros, como el actor estadounidense John Gavin, la artista británica Leonora Carrington y el escritor cubano Alejo Carpentier.
Unirse a “La Mafia” marcó un antes y después en la vida profesional de Gabo, quien pudo conversar a menudo con personas influyentes del mundo de la cultura. Él les habló de sus novelas pasadas, presentes y futuras, mientras que sus colegas le dijeron algo que presentían: era el momento de las artes latinoamericanas, en especial de la literatura.
Varios de los colegas “mafiosos” ayudaron a García Márquez con su amistad, su dinero y sus ideas durante la escritura de Cien años de soledad. Fuentes estuvo entre ellos. Su amistad se forjó gracias a largas horas dialogando sobre literatura mientras adaptaban al cine El gallo de oro de Rulfo y también un guion original de Gabo titulado El charro, que iba a ser como una película del Viejo Oeste ambientada en México. Además, gracias al cine, Gabo hizo dos amistades para toda la vida, el director Jomí García Ascot y la actriz María Luisa Elío, creadores de una película que le marcó, En el balcón vacío, sobre una mujer adulta que recuerda con nostalgia un triste episodio de su infancia.
El viento del cine soplaba tan a su favor que García Márquez se veía incluso trabajando en Hollywood, como le dijo a un amigo. Pero de repente el viento cambió de dirección y le paró en seco. Alatriste le informó de que no le iba a pagar más por sus guiones porque tenía problemas para financiar sus películas. Sólo se comprometió con Gabo a mantenerle el visado de trabajo. Volver a la dirección de las revistas tampoco era posible, así que tenía que buscarse otro empleo. Lo mejor que encontró, un García Márquez triste y desorientado que soñaba con Hollywood, fue un puesto de ocho de la mañana a cinco de la tarde en una agencia de publicidad. No era un mal trabajo, aunque Gabo creía que le alejaba de su meta de ser escritor profesional. En realidad, él no era (ni iba a ser) el único escritor latinoamericano que encontró un salvavidas temporal en la publicidad. Por ejemplo, Rulfo y Carpentier sobrevivieron también con encargos publicitarios.
Como le ocurrió con las revistas, García
Márquez no estaba orgulloso de ser publicista, pero a la larga, ese nuevo
trabajo le iba a recompensar con beneficios creativos inesperados. Gracias a la
publicidad, aprendió estrategias de marketing novedosas, que luego usó para
promocionar sus obras literarias y así llegar a públicos más grandes. Al igual
que en las revistas, nunca firmó con su nombre el trabajo como publicista, con
lo que es difícil seguirle el rastro. Uno de sus textos publicitarios,
encargado por una compañía química, se llama 5000 años de Celanese Mexicana. En
sus páginas, la mezcla de técnicas publicitarias y literarias se vuelve una
sola cosa. Y tanto el título como el estilo narrativo de este texto sin su
firma se parecen al título y la prosa de Cien
años de soledad.
En esa época, Gabo además estaba desarrollando, con ayuda de un guionista de Buñuel, Luis Alcoriza, una idea suya para una película: Presagio. En ella se cuenta la historia de un pueblo recóndito donde una partera tiene la premonición de que algo terrible va a suceder. Y el guion de El charro, el gran proyecto cinematográfico de Gabo, se transformó en Tiempo de morir. En la película, el protagonista, Juan Sáyago, regresa tras dieciocho años en la cárcel a su pueblo, donde los hijos del hombre que mató lo esperan para vengarse y asesinarlo. Esta película fue además el primer proyecto de Gabo con el director mexicano Arturo Ripstein, quien años más tarde filmó una adaptación de El coronel no tiene quien le escriba.
Tiempo de morir se rodó en junio de 1965, cuando el sueño del cine volvía a cobrar fuerza para García Márquez. Una foto tomada en Acapulco ese verano lo muestra rodeado de un grupo selecto de gentes del cine. Le acompañaban críticos, directores, actores, productores y guionistas, como Isaac, Buñuel, Alcoriza y Ripstein. Gabo lo tenía claro. Su futuro estaba en el cine. La literatura era el pasado. Como le confesó a un amigo, “imagínate que ahora estoy cobrando diez mil pesos por revisar un guion. Y pensar que he perdido tanto tiempo de mi vida escribiendo cuentos y reportajes. Además, todo en literatura parece estar ya escrito”. Y entonces Gabo sentenció, “la literatura es fabulosa para disfrutar como lector… no como escritor”.
Pero cuando parecía que la carrera de García Márquez iba a estar en el cine y que la literatura lo perdería para siempre pasó un hecho extraordinario: se desató la tormenta del Boom latinoamericano. Alrededor de 1962 había empezado una fina lluvia de novelas escritas por autores de varias generaciones: la de Carpentier y Miguel Ángel Asturias, la de Mario Benedetti y Ernesto Sábato y la de José Donoso y Fuentes. Libros casi ignorados durante años, como Ficciones de Jorge Luis Borges y Adán Buenosayres de Leopoldo Marechal, se convirtieron en superventas del momento. Asimismo, triunfaban los libros nuevos, como La ciudad y los perros de Mario Vargas Llosa, Bomarzo de Manuel Mujica Láinez, Rayuela de Julio Cortázar y El astillero de Juan Carlos Onetti.
A su alrededor, Gabo escuchaba con asombro las noticias sobre el éxito comercial de sus amigos escritores. Pronto, la lluvia del Boom empezó a mojarle. Los editores buscaban publicar literatura de América Latina y, por primera vez en su carrera, a Gabo se le acumulaban las oportunidades para reimprimir sus obras anteriores, tan poco exitosas hasta entonces. En 1961, tras casi cuatro años de espera, la editorial colombiana Aguirre publicó la primera edición de El coronel no tiene quien le escriba. En 1962, la Universidad Veracruzana de México lanzó Los funerales de la Mamá Grande, su primer libro de cuentos. Ese mismo año, su novela La mala hora ganó el Premio ESSO a la mejor novela colombiana, recibiendo la suma de tres mil dólares y la publicación de la obra en España. En 1963, la editorial mexicana Era imprimió una nueva edición de El coronel no tiene quien le escriba. Ese año Gabo firmó el contrato para sacar esta novela con René Julliard, una pequeña pero prestigiosa editorial francesa que publicaba escritores vanguardistas como Louis Aragón, Italo Calvino y Vladimir Nabokov. Ese fue su primer libro traducido.
El matrimonio García Barcha bailando en Puerto Colombia, 1971. Armando Matiz/ Tomada del libro Gabo periodista, de Gabriel García Márquez (FNPI, 2012). Agradecemos a editorial El Equilibrista
Pero publicar más no significaba ser más conocido. Antes de Cien años de soledad, las obras de García Márquez sólo eran bien recibidas por pequeños círculos de escritores, críticos y lectores en México y Colombia. Sus libros los habían sacado editoriales locales que le ofrecían contratos plagados de condiciones abusivas. Las tiradas eran pequeñas y rara vez pasaban de los dos mil ejemplares. Además, la distribución era lenta y local. Por ejemplo, tuvieron que pasar dos años para que copias de la edición mexicana de El coronel no tiene quien le escriba se pusieran a la venta en las librerías de Uruguay. A menudo el método más rápido para que sus libros cruzasen fronteras era que el propio Gabo los regalase a amigos.
La mejor noticia posible para vender muchas copias era recibir un premio y crear un escándalo. Esto le pasó a La mala hora tras ganar el Premio ESSO. La novela se imprimió en Madrid, donde un corrector de estilo modificó sin permiso el español colombiano de García Márquez para que los lectores la leyesen como si estuviera escrita en español de España. El escritor se quejó con contundencia y la polémica llegó hasta los medios de comunicación españoles. El periódico ABC informó que la editorial admitió el error y ofreció al autor retirar la edición e imprimir una nueva con el texto original. Por su parte, la oficina de censura del gobierno español dijo que no tuvo nada ver con la manipulación del texto.
Al final, García Márquez hizo una declaración pública con un tono pacificador, diciendo que confiaba en que “en el futuro todos los escritores latinoamericanos seremos tratados como mayores de edad por los editores españoles”. Gabo se quejaba con razón porque entonces era una práctica común que los manuscritos de los autores latinoamericanos fuesen sometidos a la censura lingüística. Le sucedió a Carpentier, Fuentes, Vargas Llosa, Donoso, Cortázar, Guillermo Cabrera Infante y otros escritores menos y más conocidos del Boom. Pero casi todos estaban dispuestos a correr ese riesgo, porque publicar su libro en España —el centro de la industria del libro en español— era un gran paso adelante para muchos latinoamericanos que aspiraban a ser escritores profesionales.
En 1964, la llovizna del Boom se había transformado en un diluvio de obras nuevas y nuevos nombres que recibían el apoyo firme de grandes editoriales como Knopf en Estados Unidos, Gallimard en Francia, Feltrinelli en Italia y Seix Barral en España. Los críticos también saludaban las novelas latinoamericanas desde las páginas de Le Monde en Francia, The Times Literary Supplement en el Reino Unido y Life Magazine en Estados Unidos. Pero sobre todo fueron las editoriales y la crítica latinoamericanas las que más acercaron al público a los escritores latinoamericanos, que ahora aparecían en la portada de revistas y periódicos como las grandes estrellas del momento y, en las páginas interiores, se elogiaban sus obras como lo mejor que se había publicado en la región. Así lo hicieron las revistas Mito en Colombia, Primera Plana en Argentina, La Cultura en México, Marcha en Uruguay, Papel Literario en Venezuela, Casa de las Américas en Cuba, Amaru en Perú, Ercilla en Chile y, sobre todo, Mundo Nuevo en París. Incluso se rumoreaba que Borges iba a ganar el Premio Nobel de Literatura en cualquier momento, mientras él, cada vez más ciego, se paseaba por el mundo recogiendo premios, dando entrevistas, abarrotando salas con sus conferencias y vendiendo miles de ejemplares de sus libros. Algo había cambiado: los lectores latinoamericanos estaban descubriendo a sus propios autores.
García Márquez, maravillado, supo de la realidad triunfante de la literatura latinoamericana gracias a las conversaciones con sus amigos de “La Mafia”, en especial con Fuentes. En 1964, él publicó un ensayo destinado a hacer historia: “La nueva novela latinoamericana”. Con ese nombre, fue el primero en bautizar a este movimiento literario y celebró que las novelas de Carpentier, Cortázar y Vargas Llosa estaban cambiando el rumbo de la literatura de la región. El mismo Fuentes sabía de lo que estaba escribiendo, porque ya era un escritor famoso cuyos libros se vendían en una docena de países. Pronto, su ensayo se convirtió en un manifiesto artístico, leído, compartido y apoyado por otros autores y críticos como el uruguayo Ángel Rama que ese mismo año publicó otro artículo premonitorio, “Diez problemas para el novelista latinoamericano”, en el que celebraba el fulgurante Boom de la novela latinoamericana.
Al ver el éxito más cercano, García Márquez
comenzó a sentirse pletórico. En una carta de 1964, le dijo a Plinio que era el
momento de la Nueva Novela Latinoamericana y que al fin los escritores
latinoamericanos “ahora tenemos agallas”. Es cierto que él aún tenía dudas
sobre su futuro como escritor, pero eso cambió en México en el verano de 1965.
Cuando estaba filmando Tiempo de Morir, se presentó en el set de rodaje el
joven escritor y crítico chileno Luis Harss. Le dijo que venía a entrevistarlo
para un libro de conversaciones con diez escritores latinoamericanos,
Carpentier, Asturias, Borges, Onetti, Cortázar, Rulfo, Fuentes, Vargas Llosa y
João Guimarães Rosa. García Márquez era otro de sus elegidos. Pero a diferencia
de los otros nueve, él era el menos conocido y publicado en ese momento.
Semanas después de la entrevista, las dos editoriales que iban a sacar el libro
de Harss, Sudamericana en Argentina y Harper & Row en los Estados Unidos,
estaban negociando con Gabo para publicar su próxima novela, Cien años de soledad. El libro de Harss
se lanzó casi a la vez en inglés con el título Into the Mainstream y en español con el de Los nuestros. El libro fue un superventas instantáneo en Argentina.
En este y otros países miles de lectores latinoamericanos descubrieron en las
páginas de Los nuestros que la literatura de América Latina estaba en pleno
Boom.
** ** **
Por: León Magno Montiel
Hasta los 52 años de edad, Gabriel García Márquez gozó de muy buena salud. Tuvo una vida dedicada a la escritura, lectura y al compartir con sus amigos.
Ya había recibido el premio Nobel de Literatura (1982) era reconocido mundialmente como narrador ficcional y periodista. En 1975 había dejado su vicio suicida, el cigarro negro. Fue en Barcelona, España, donde apagó su último chicote, mientras terminaba su novela "El otoño del patriarca". Pero, sin sospecharlo, aparecería el temido mal, el cáncer, unido a la ansiedad, y finalmente: lo diagnosticaron con Alzheimer.
Sobre ese episodio oscuro y difícil en su vida llena de logros, reconocimientos y parrandas con sus cofrades, Gabo escribió:
"Sucede que soy un fumador retirado, y no de los menores. Hace poco le oí decir a un amigo que prefiere ser un borracho conocido que un alcohólico anónimo. Yo había dicho otra cosa menos inteligente, pero tal vez más sincera en ese momento: "Prefiero morirme antes que dejar de fumar". Sin embargo, antes de dos años había dejado. De eso hace ahora catorce años, y había fumado desde la edad de dieciocho, y a un ritmo que no les conozco a muchos fumadores empedernidos. En el momento en que me detuve, me fumaba cuatro cajetillas de tabaco negro en catorce horas: ochenta cigarrillos. Alguien había calculado que de esas catorce horas útiles en la vida malgastaba cuatro horas completas en el acto simple de sacar el cigarrillo, buscar los fósforos y encenderlo. Fumaba en exceso, pero no era un adicto catastrófico: nunca me quedé dormido fumando, ni quemé un sillón o una alfombra en una visita, ni fumé desnudo, pero caminando con los zapatos puestos -que es una de las cosas de peor suerte que se pueden hacer en la vida-, ni olvidé un cigarrillo encendido en ninguna parte, y mucho menos, por supuesto, en el, lavabo de un avión. No estoy tratando de hacer proselitismo, aunque suelo hacerlo y me gusta, como a todos los conversos. Al contrario, debo decir que en mis largos y dichosos años de fumador no tuve nunca un acceso de tos, ni ningún trastorno del corazón, ni ninguno de los males mayores y menores que se atribuyen a los grandes fumadores. En cambio, cuando dejé de fumar contraje una bronquitis crónica que me costó mucho trabajo superar. Más aún, no dejé de fumar por ningún motivo especial, y nunca me sentí ni mejor ni peor, ni se me agrió el carácter ni aumenté de peso, y todo siguió como si nunca hubiera fumado en mi vida. O mejor aún: como si aún siguiera fumando.
Durante muchos años repetí un chiste flojo: "La única manera de dejar de fumar es no fumar más". Mi mayor sorpresa en este mundo es que cuando dejé de fumar comprendí que aquél no era un chiste flojo, sino la pura verdad. Pero la forma en que ocurrió merece recordarse, por si estas líneas llegan ante los ojos de alguien que quisiera dejar de fumar y no ha podido. Sucedió en Barcelona, una noche en que salimos a cenar con el médico Luis Feduchi y su esposa, Leticia, y él andaba feliz porque había dejado el cigarrillo hacía un mes. Admirado de su fuerza de voluntad, le pregunté cómo lo había conseguido, y me lo explicó con argumentos tan convincentes, que al final aplasté la colilla de mi cigarrillo en el cenicero, y fue el último que me fumé en la vida.
El Gabo murió en 2014 luego de reaparecer el cáncer linfático. Lo habían tratado en 1999 en Los Ángeles, EEUU. También lo invadió la niebla de la demencia senil, desapareció su asombrosa memoria. Falleció en México donde escribió su obra maestra "Cien años de soledad" entre 1965 y 1966. En esos 18 meses de escritura intensa, ininterrumpida, monacal; llegó a fumar cuatro cajetillas por día frente a su máquina de escribir.
Sus cenizas reposan en la ciudad que más amó:
Cartagena de Indias.
** ** **
EL TIEMPOBogotá – Colombia
23 de noviembre de 2021
Álvaro Castillo, fundador de la librería San Librario, en Bogotá.
FOTO: Claudia Rubio. Archivo EL TIEMPO
Por Juan Camilo Rincón
@JuanCamiloRinc2
En su nuevo libro Librovejero, que lleva como título el apodo que le puso García Márquez, Castillo hace un recorrido por su vida sobre el oficio de librero, con relatos sobre los poemas que lo han habitado, las frases subrayadas que se leen diferente cada vez, las listas inmensas de libros por conocer, los escritores que se han alojado en su memoria y ocupan gratamente su tiempo, las calles antiguas y los anaqueles polvorientos que ha explorado para encontrar las joyas que sabe que lo esperan, los colegas que le han enseñado los caminos y las formas de un oficio que sabe a libertad.
¿Cómo
llegó a las primeras librerías que amó?
No recuerdo bien cuál fue la primera librería a la que entré. Me encantaría poder tenerla presente, saber cuál era. Es una muy buena pregunta que mi memoria, desafortunadamente, no puede contestar. Tal vez la primera pudo ser la Librería Nacional de Cafam La Floresta, el barrio donde viví en mi infancia. Allá vi por primera vez libros de autores que me podían llamar la atención. Después, recuerdo también la Librería Nacional de Unicentro, que era un mundo gigantesco. Luego comencé a ir solo a librerías: El Lago, Contemporánea... Recuerdo con especial cariño esas dos, pero, con el amor y el agradecimiento más grande, las de la calle 19 entre 10.ª y 7.ª en el costado sur: el pasaje al infinito y al misterio que propiciaban esas casetas azules. Ahí fue donde empecé realmente a comprar mis libros, donde encontré mis primeras ediciones y algunos libreros que luego se convirtieron, sin ellos pretender serlo, ni yo saberlo, en los maestros del librero que quiero y pretendo ser. A esas librerías llegué con mis amigos del colegio; las visitábamos para comprar discos y libros. Creo que llegué ahí por azar; por “el azar concurrente”, como decía José Lezama Lima.
¿Siente
que los libros se leen de un modo diferente cuando se es librero?
Creo que sí, porque se está leyendo con una doble expectativa: no solamente la personal, el leer un libro para nuestro propio consumo, conocimiento, deleite y aprendizaje, o para nuestra curiosidad; sino que al leerlo también se lo está haciendo para un posible público al cual tal vez querremos o tendremos que darle cuenta de esa lectura; queremos recomendárselo y comunicárselo para que siga leyéndose por otras voces. Entonces, sí creo que los libreros leemos distinto. Yo, como el tipo de librero que pretendo ser, trato de ser un lector de libros completos. Por lo general no leo solapas ni contracarátulas; leo libros completos que me interesan o me llaman la atención, y muchas veces ese gusto puede coincidir con el gusto o la necesidad de algún lector.
Para su gusto como lector y librero, ¿cuáles son los sellos que han creado las mejores ediciones?
Creo que soy, por sobre todas las cosas, un lector constante de literatura latinoamericana y colombiana. Eso no quiere decir que no lea otras literaturas o, como diría Truman Capote, “otras voces, otros ámbitos”. En Colombia me gustan las ediciones de Mito, Espiral e Iqueima, y las de editoriales de ciudades pequeñas como Ediciones Zapata de Manizales. Del resto de América Latina me gustan Sur, Losada y Sudamericana, de Argentina; de Chile me gustan Ercilla y Nascimento; de Cuba me gustan particularmente las ediciones bellísimas que hace Ediciones Vigía, en Matanzas, y me conmueven mucho las ediciones que se hicieron durante el Periodo Especial. Esas pequeñas plaquettes que permitieron que los autores siguieran publicando, que tal vez uno las ve con cierto desdén por su humildad y fragilidad, pero creo que esta es su característica fundamental, que las dota de una belleza muy grande. Para mí lo fundamental en las ediciones es la humildad, la sobriedad, la elegancia y la austeridad; la mezcla de esos elementos dota al libro de una personalidad muy grande y lo hace ver de otra manera.
¿Quién es su gran personaje librovejero de la literatura?
Mi gran personaje es Frank Doel de 84, Charing Cross Road, la maravillosa novela que inspiró la película Nunca te vi, siempre te amé, de Helene Hanff. Ese personaje, su manera de asumir el oficio, de relacionarse con los clientes y con los libros, de entregar su conocimiento a los demás, como quien entrega lo más preciado, es para mí precioso, tanto en la novela como en la película. Ese personaje lo llevo grabado en mi mente. Y también vuelvo a Hanta, quien, aunque no era un librero, uno de los personajes que asumía era el de un librero que, a través de un muchacho, le conseguía libros a un lector. Ese librero misterioso, escurridizo, casi invisible, también me gusta mucho.
Foto: Archivo particular.
¿A cuál autor o libro suyo aún no le ha llegado su ‘momento de lector’?
No ha llegado y no sé si llegará mi momento con el Ulises de James Joyce. Intenté leerlo cuando estaba en el colegio, con trece o catorce años; leí una o dos páginas y tengo claro que no entendí absolutamente nada. Decidí abandonarlo y lo he abandonado hasta hoy. Sé que es uno de los libros más importantes de la literatura universal, una novela que revolucionó todo, que les dio vuelta a las cosas para uno escribir de otra manera y donde caben todas las posibilidades. Lo sé porque lo he oído y lo he leído en otras partes, pero no he podido con ese libro, y además pasa algo más grave: no siento el llamado a leerlo; tampoco la necesidad ni la curiosidad. Tal vez me iré de este mundo sin hacerlo, aunque tampoco puedo decir que no lo haré. Quizás le causó ese golpe tan fuerte al niño que yo era, de no entender nada, que se quedó grabado en mí que es un libro que no voy a comprender.
En algunos de los relatos habla de su relación con el cine. ¿Qué libro le gustaría ver adaptado a la pantalla grande?
Me gustaría que hicieran una película de Una soledad demasiado ruidosa de Bohumil Hrabal. Sé que existe una; el actor que hace el papel de Hanta es Philippe Noiret; el mismo que hizo, entre otros, el papel de Neruda en Il postino de Michael Radford. No la he visto y tampoco sé de nadie que lo haya hecho. Me encantaría ver ese libro en el cine; creo que sería uno de los libros más hermosos que podría llevarse a la pantalla, y si alcanzara a hacerlo Jiri Menzel, sería una obra maestra, con toda seguridad.
En
Librovejero también habla sobre el valor de las recomendaciones literarias.
¿Cuáles son las mejores sugerencias que le han hecho al respecto?
Es muy difícil hacer el inventario, pero a vuelo de pájaro y sin entrar en mucho detalle, le agradezco al poeta Juan Felipe Robledo que me recomendara leer la obra poética de Fina García Marruz, sin pensar ninguno de los dos por un solo instante que yo iba a tener la inmensa fortuna y el privilegio grandioso de llegar a ser amigo suyo y de su esposo, Cintio Vitier, desde 1996, cuando los conocí. Esa puede ser una de las grandes recomendaciones literarias de la vida. Hace poco, Gabriela Roca y Miguel Ángel Manrique me recomendaron la novela Stoner, de John Williams, que se ha transformado en una de mis novelas favoritas. Mi mamá me recomendó leer Confieso que he vivido, de Pablo Neruda, sin pensar que ese libro iba a cambiar mi vida de una manera tan radical y tan violenta como lo hizo, al punto de convertirse en una especie de bitácora, de ruta a seguir, de cueva de las maravillas de la cual se derivaron cantidad de lecturas, descubrimientos e intensidades que me acompañan hasta hoy. Mi socio Camilo Delgado me recomendó a Manuel Altolaguirre, el poeta español, y a Roberto Fernández Retamar cuando me enseñó su poema Y Fernández, y por cierto, tuve el inmenso privilegio y honor de ser gran amigo de él y de su familia. El ritmo de su poesía, esa manera de narrar y de contar con humildad y precisión se convirtió para mí en un ejemplo para escribir la prosa que escribo. Es bonito cuando uno empieza a asociar autores que lee con las personas que se los recomiendan, y hay algunos que se vuelven apuestas de vida inolvidables.
Usted dice que el poema Y qué va a ser de tus recuerdos, de Eliseo Diego, se le quedó ‘incrustado en el alma’. ¿Cuáles son los otros poemas que lo acompañan?
A pesar de ser un lector feroz de poesía, no me sé muchos poemas de memoria, pero si lo pienso ahora, los poemas tutelares que me acompañan y me sé de memoria son Amén, de Álvaro Mutis; De vuelta del mar, de Robert Louis Stevenson; Del juglar a su amada, de Jaime García Mafla; Y Fernández y Usted tenía razón, de Tallet; Somos hombres de transición, de Roberto Fernández Retamar, y A la izquierda del roble, de Mario Benedetti.
¿Cuál es ese libro que cambia cada vez que lo lee, ese que siempre le da una impresión diferente?
El libro fundamental, el que envejece conmigo y quiero ser consciente de cómo envejezco con él es Cien años de soledad. Desde 1997 lo he leído 27 veces y me encanta cuando llega el final del año, ese 28 de diciembre cuando empiezo a leerlo como un rito, como un dogma, diría Benedetti, y me encuentro cómo el libro cambia a través de lo que yo he cambiado. Eso es un prodigio y el descubrimiento de la que en este caso es una obra maestra, y quisiera poder seguir haciéndolo durante mucho tiempo para darme cuenta de esto. Yo percibo mi madurez conforme a cómo leo cada año este libro, cuando me encuentro con los subrayados que hice alguna vez y los reconozco o no me reconozco, y subrayo cosas nuevas que van fijando mi tiempo en él. Ese es mi libro tutelar; el que no puedo dejar de leer.
** ** **
No hay comentarios:
Publicar un comentario