LOS ANGELES TIMES
Los Angeles –
USA
11 de julio de
2021
Entretenimiento
Las memorias de Rodrigo García
se enfrentan a la muerte de su padre,
el novelista Gabriel García Márquez
Rodrigo Garcia, looking serious, stands
between a set of glass doors that reflect yellow light
El cineasta
Rodrigo García en su casa de Santa Mónica a finales de junio. Reflexiona sobre
la muerte de sus padres en sus nuevas memorias.(Genaro Molina / Los Angeles
Times)
Por CAROLINA A. MIRANDA
COLUMNIST
Mientras el padre del director Rodrigo García agonizaba,
él se encontraba tomando notas. En ellas, registró sus sentimientos más
profundos. También registró los procesos y las banalidades de la muerte: las
conversaciones con los médicos de rostro sombrío, las pláticas, el intercambio
de recuerdos -significativos, divertidos, fuera de tono- que sirven para que
los vivos lidien con la ausencia que se avecina.
“El momento de la muerte y los momentos que la rodean son
increíblemente sencillos, sobre todo cuando la persona no sufre”, dice el
cineasta, sentado en su luminoso jardín de Santa Mónica. “Es como una luz que
se apaga con extrema suavidad y te deja boquiabierto. Y luego tienes que hacer
los trámites burocráticos. Después hay cosas que te hacen reír: la familia
sigue siendo la familia. Y ahí estás, dos horas después, hablando de cualquier
cosa”.
Escribir un libro sobre la muerte de tus padres es
exponer momentos de intensa intimidad y vulnerabilidad. Hacerlo cuando uno de
tus padres es un premio Nobel de fama mundial hace que esa tarea sea
infinitamente más complicada.
El padre de García era el novelista de origen colombiano
Gabriel García Márquez, autor de “Cien años de soledad”, la sísmica novela de
1967 que contribuyó a remodelar la literatura latinoamericana y lanzó a su
autor a la fama. Conocido en todo el continente como “Gabo”, su muerte en 2014
en Ciudad de México, donde vivía desde hacía años, generó titulares de primera
plana en todo el mundo.
El pasado mes de agosto, Rodrigo García también perdió a
su madre: Mercedes Barcha. Su muerte igualmente fue objeto de atención
internacional.
Durante los últimos momentos de sus padres, García tomó
notas. Todo el tiempo, se sintió conflictuado por el hecho de hacerlo. “Me
preguntaba a mí mismo ¿qué estás haciendo? ¿Realmente estás escribiendo un
libro? ¿De verdad quieres ser famoso?”, dice que se preguntó. “Pero es la
respuesta que doy en el libro: Hay una fuerza irresistible para ponerlo por
escrito”.
Gabriel Garcia Marquez sits in a train
carriage alongside his wife as she smiles and looks out the window.
Gabriel García
Márquez y su esposa Mercedes Barcha llegan a Aracataca, Colombia -la ciudad
donde nació- en 2007.(Alejandra Vega / AFP/Getty Images)
García es un director de cine y televisión afincado en
Los Ángeles que, a menudo, ha explorado las complejas vidas internas de los
personajes en películas como “Cuatro Buenos Días” del año pasado, protagonizada
por Glenn Close y Mila Kunis, que trata de cómo una madre y su hija se
enfrentan al abuso de sustancias, y “Los últimos días en el desierto” estrenada
en 2016, en la que Jesús (interpretado por Ewan McGregor) se enfrenta a la duda
y a un padre todopoderoso.
Ahora el director también puede reclamar el título de
autor. Su relato contemplativo de la desaparición de sus padres, “Adiós a Gabo
y Mercedes: Memorias de un hijo de Gabriel García Márquez y Mercedes Barcha”,
será publicado en inglés por HarperVia a finales del mes.El 29 de julio, García
se unirá al Club de lectura de Los Angeles Times y al editor del Times Steve
Padilla para hablar de sus memorias.
Para García, el proceso de producción del libro ha sido
un péndulo emocional que oscila entre la indecisión y la determinación. “Justo
antes de que se publicara en español [en mayo], tuve mucho miedo”, dice. “Pero
la respuesta de la gente que era amiga de mis padres fue positiva, así que me
he esforzado por aceptarlo”.
El que espere un libro lleno de sensibilidad debe dejar
de lado esa expectativa.
“Una Despedida” no es un relato de tipo “revelador” ni
del tipo “de hacer aclaraciones”. ¿Por qué el Nobel peruano Mario Vargas Llosa
le dio un puñetazo en el ojo a García Márquez en 1976? García no tiene ni idea
y no quiso investigar. “Eso ocurrió cuando yo tenía 15 años y es una época muy
difícil”, dice. “Cuando eres adolescente todo es vergonzoso. ... Es mejor no
saberlo”.
En cambio, estas delgadas memorias de 176 páginas
funcionan más bien como una conmovedora meditación sobre el final de la vida y
sus secuelas, tanto físicas como psicológicas.
La muerte de su padre, hace siete años, fue prácticamente
un asunto de Estado en México, con procesiones públicas y homenajes de
presidentes. “En cierto modo, fue emocionante y conmovedor ver la cantidad de
gente que lo quería y que se quedara de pie durante horas bajo la lluvia solo
para ver pasar su feretro”, dice García.
La muerte de su madre fue más silenciosa. Barcha falleció
por problemas respiratorios el pasado agosto en Ciudad de México (era fumadora
de toda la vida), en un momento en el que el COVID-19 parecía empeñado en segar
la vida de todos. Aunque no contrajo la enfermedad, la pandemia limitó la
capacidad de García para verla. Fue testigo de los momentos previos y
posteriores a su muerte en la pantalla quebrada de un smartphone. En su caso,
no habría espacio para iniciar el proceso de duelo: ni funeral, ni reunión
familiar.
A cream-colored book cover features yellow
flowers and the outlines of a man and a woman against a blue rectangle
En la portada
del libro, de color crema, aparecen flores amarillas y los contornos de un
hombre y una mujer sobre un rectángulo azul.(HarperVia)
Si la muerte de su padre fue trascendental por su
carácter público, la de su madre lo fue quizá más por la forma en que puso fin
a la unidad familiar tal y como él la conocía. García describe a su familia
como el “club de los cuatro”, un club que incluía a él, sus padres y su hermano
menor, Gonzalo García Barcha, que trabaja como diseñador gráfico en México. El
pasado mes de agosto, dice, el club de los cuatro llegó a su fin.
“La muerte del segundo padre”, escribe en el libro, “es
como mirar una noche por un telescopio y dejar de encontrar un planeta que
siempre ha estado ahí".
"Adiós a
Gabo y Mercedes" es el primer libro de Rodrigo García.
“Adiós a Gabo
y Mercedes” es el primer libro de Rodrigo García.(Genaro Molina/Los Angeles
Times)
Al escribir estas memorias, García se propuso crear algo
que no fuera “demasiado distante” ni “demasiado sentimental”. Tampoco pretendía
ser exhaustivo.
En cambio, optó por la concisión. El director es un
admirador de “El año del pensamiento mágico”, de Joan Didion, sobre la
repentina muerte de su marido, John Gregory Dunne, así como de “La escafandra y
la mariposa”, de Jean-Dominique Bauby, unas memorias escritas telegráficamente
-a través de un parpadeo de su ojo izquierdo- sobre su parálisis por un derrame
cerebral. (Bauby murió en 1997, dos días después de la publicación del libro).
“Me encanta esa concisión, esa densidad”, dice García de
esas obras. “‘La escafandra y la mariposa’, la pura determinación de contarlo.
Es un abrir y cerrar de ojos, letra a letra. ... Es un gran recordatorio de la
brevedad y de lo poderosa que puede ser”.
Y aunque su primer idioma es el español, García eligió
escribir sus memorias en inglés, ya que así no podía pensar demasiado en lo que
escribía.
“Quería escribirlo rápidamente, sin tener que profundizar
en ello”, revela. “Lo escribí en estos capítulos discretos y cortos que se
hicieron por comodidad, para poder seguir avanzando. Luego me di cuenta de que
era un buen formato”.
“Son imágenes, un álbum de fotos”, dice.
Actor
Ewan McGregor, left, director Rodrigo Garc,Äôa and cinematographer Emmanuel
Lubezki work on the set of "Last Days in the Desert."
Las instantáneas que produce García son muy cándidas: un
célebre novelista, en su ocaso, perdiendo el dominio del habla a medida que su
mente se ve envuelta en la niebla de la demencia; su taciturna esposa, una
mujer sin título universitario que, sin embargo, se mantenía en salas repletas
de consumados escritores, exigiendo dar una calada a un cigarrillo incluso
mientras estaba conectada al oxígeno. En sus últimos días, García encuentra los
destellos de la fiereza que los hizo incomparables.
Por supuesto, tratándose de García Márquez, la suya es
una muerte que no está exenta de momentos marquesianos, -momentos de magia y
humor terrenal al estilo Márquez-. (Darlos a conocer aquí sería estropear el
libro).
Gabriel Garcia Marquez, in a blue suit
jacked and a yellow rose in his lapel, smiles and gestures at the camera
Gabriel García
Márquez saluda a fanáticos y reporteros afuera de su casa en la Ciudad de
México, aproximadamente un mes antes de su muerte en 2014.(Eduardo Verdugo /
Associated Press)
En definitiva, “Una despedida” es una forma de que el
hijo haga lo que el padre no puede. “Mi padre se quejaba de que una de las
cosas que más odiaba de la muerte”, escribe García, “es que era el único
aspecto de su vida sobre el que no podría escribir”.
“Los escritores
están como obsesionados con la muerte”, me dice García, con aspecto
introspectivo. “Eso es lo que te lleva a escribir, tratar de encapsular la
experiencia, intentar contar el principio, el medio y el final”.
La historia de García Márquez tiene ahora un final. Es
tierno, conmovedor y adecuado.
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El Espectador
Bogotá -
Colombia
Martes 8 de
junio
“Una despedida”
Por: Aura
Lucía Mera
Termino de leerlo con un nudo en la garganta. Un nudo
grande, enredado y complejo como el del macizo colombiano, porque abarca muchas
emociones que se entrelazan y no sé distinguirlas muy bien.
Me refiero a Gabo y Mercedes: una despedida, el libro que
Rodrigo García Barcha decidió escribir para compartirnos lo más íntimo de la
vida, aquellas cosas que jamás se nombran por pudor o temor de que se
conviertan en alimento morboso de la mente: los últimos días de su padre,
Gabriel García Márquez, y los de su madre, pocos años después, Mercedes, la
Gaba, mujer fuera de serie, eje de esa familia tan íntima y tan pública.
Empiezo por su carátula. Gabo y Gaba en el jardín de su
casa en México, en bata de levantarse, esa mañana en que les sorprendió la
llamada de que él había ganado el Premio Nobel de Literatura por su obra cumbre
Cien años de soledad. Y la foto me lleva al telefonazo que recibí esa misma mañana,
siendo directora del Instituto Colombiano de Cultura, de los periodistas que me
preguntaban yo qué pensaba del Nobel. Recién despertada no tenía ni idea a qué
se referían.
Había conocido a García Márquez en un almuerzo en mi
casa. José Vicente Kataraín me preguntó si lo podía llevar. Casi me da un
soponcio. No había Nobel a la vista, pero yo ya era una gabófola impenitente.
Mi casa en Quito se llamaba Macondo; la finca, Aracataca; la tortuga, Úrsula;
los pastores alemanes, José Arcadio y Aureliano. En mi librería El Toro Rojo se
vendieron los 100 primeros ejemplares de Cien
años de soledad, que compré en Cali en la Nacional, de contado, y los llevé
a Quito en cajas.
Me sabía casi de memoria La hojarasca, El coronel no
tiene quien le escriba, Isabel viendo llover en Macondo, En este pueblo no hay
ladrones... y soñaba alucinada con mariposas amarillas. En resumen, el almuerzo
fue divertido, a pesar de su timidez. Ajiaco y guitarra con la voz privilegiada
de Rosario Arias Muñoz, amiga del alma.
No me imaginaba que desde Colcultura organizaríamos el
mayor homenaje de la historia de los Premios Nobel en Estocolmo, a -22 °C. Los
mejores representantes del verdadero folclor colombiano escogidos por Gloria
Triana, piezas del Museo del Oro, una exhibición de los grandes pintores
colombianos Botero, Obregón, Grau. Ese banquete real en el palacio, con mil
invitados hechizados con las voces de la Negra Grande de Colombia y Totó la
Momposina, los vallenatos encabezados por el maestro Escalona, los Congos de
Barranquilla... en fin.
Tuve el honor de condecorarlo en nombre del Gobierno
colombiano, no con la Cruz de Boyacá, que se negó a recibir, sino con otra.
Conocí a Mercedes, altiva, distante, con porte de reina, sonrisa cálida y
amorosa, un sentido del humor agudo y un olfato único para detectar lagartos y
colados. Compartí de cerca con sus amigotes del alma: Mutis, Álvaro Castaño,
Gloria Fuenmayor, Gonzalo Mallarino, Plinio Apuleyo Mendoza, entre otros.
Al leer Una
despedida se me salieron las lágrimas. Un libro de una dignidad absoluta,
lleno de amor, respeto y dolor. Lo visualicé frágil, casi como un niño, en su
propio laberinto. Sentí el golpe del pájaro al estrellarse contra su ventana,
el estoicismo de Mercedes, el cariño de sus enfermeras, el silencio de su habitación.
Rodeado de amor y de esa tristeza infinita de todos los habitantes de la
casona, viviendo esa impotencia diaria, testigos de cómo esa llama se consumía
con el viento hasta apagarse del todo...
Y luego Mercedes. Su partida final para tal vez encontrarse
en una nueva dimensión y volverse a amar con locura. Fumando cigarrillos de
nubes, con sus mantas guajiras tejidas de sol.
La última vez que lo vi fue en el aeropuerto de La
Habana, tomándose un café con William Ospina. Me acerqué y lo abracé. Habían
pasado muchos años, pero sentí ese calor humano y esa sonrisa amplia que se
metió en mi memoria. Lo aplaudí en Cartagena en el Congreso de la Lengua
Española, pero ya no me atreví a acercarme. Estaba con el rey de España y la
intelectualidad hispana. Creo que fue una de sus últimas apariciones en
público.
Cada vez que veo una mariposa amarilla revolotear entre
las flores, le mando un beso mental extendido a Mercedes. Esta despedida será
para mí el reencuentro emocional con esa pareja única. Gracias, Rodrigo, por
compartirnos esos momentos del adiós definitivo para revivirlos en nuestra
memoria... mientras nos llega el turno de sentir el golpe seco del pájaro negro
al estrellarse contra nuestra propia ventana.
Luces y sombras, aplausos y soledad, memoria privilegiada
y olvido. Nos quedan sus libros, esa magia trágica de Cien años de soledad
donde pide que Colombia tenga otra oportunidad sobre la tierra, que en estos
momentos parece desvanecerse, como si nuestro único destino fuera la violencia
y las masacres.
Sigo con el alma encogida y al mismo tiempo llena de luz.
Sensación extraña, compleja. Mientras yo viva, Gabo y Mercedes seguirán
acompañándome. Porque la muerte solo llega con el olvido y no pienso olvidarlos
jamás.
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EJE 21
Bogotá – Colombia
10 de junio de 2021
La
memoria de Gabo
y
la historia de una foto
Por Óscar
Alarcón Núñez
Nadie logra entender por qué uno de los más
grandes músicos, como Beethoven, terminó siendo sordo; uno de los más grandes
escritores de lengua castellana, como Borges, era ciego y también uno de los
que mejor escribió, gracias a su memoria, como García Márquez, terminó
perdiéndola. ¿Qué pasa con los grandes hombres?
La enfermedad de nuestra gloria literaria dio
lugar a muchas especulaciones, pero muy pocos se atrevían a comentarla porque
era un secreto a voces. Solo ahora cuando su hijo mayor, Rodrigo, se atreve a
revelarla en un libro hermoso, bellamente escrito como si se lo hubiera dictado
su padre (Gabo y Mercedes: una despedida) y lleno de amor filial, tanto
a su padre como a su madre. El hijo, orgulloso pero dolido, detalla escenas
increíbles de quien en vida fue un genio de las letras gracias a que tuvo y
aprovechó muy bien su memoria.
Tuve el privilegio de conocerlo cuando apenas
era el autor de cuatro de sus primeros libros (La Hojarasca, El
coronel, Los Funerales y La Mala Hora); cuando
caminaba por la carrera séptima de Bogotá como cualquier parroquiano costeño; cuando
se hospedaba en un modesto hotel del centro de Bogotá –el Hotel Presidente–;
cuando de su mano me llevó a El Espectador a
presentarme a Guillermo Cano y al Mono Salgar, porque yo quería ser periodista.
Tenía una memoria prodigiosa describiendo con detalles mínimos las más
insignificantes escenas de un hecho ocurrido muchas décadas atrás.
Lo conocí cuando él era joven siendo yo muy
niño, estudiante de colegio, cuando ocasionalmente iba a Santa Marta a visitar
a su familia, a la tía Meme, a Sara Márquez, así como a sus hermanos Luis
Enrique, Jaime y al Cuqui. La primera vez ocurrió cuando llegó a Colombia al
estreno de su película “Tiempo de Morir”. Contaba entonces que estaba
escribiendo la novela de su vida, que la trabajaba desde hace varios años y que
entonces se llamaba “La Casa”. Era la historia de la familia Buendía.
En medio de una conversación, le entregué un
ejemplar de “La Hojarasca”, publicada por la Feria del Libro, para que
me lo dedicara. Antes de firmar, la tomó, y al azar leyó en silencio una
página, luego otra, después otra más. De pronto exclamó:
–¡Esto es puro
Faulkner, carajo!
En otra ocasión, también en Santa Marta,
acababa de aparecer “Cien Años de Soledad”. Era noviembre de 1967.
Regresaba de Suramérica en donde con su entonces amigo Mario Vargas Llosa había
participado en Lima en un conversatorio sobre la novela en América Latina,
organizada por la Universidad Nacional de Ingeniería. Después fue a Buenos
Aires en donde lo recibieron como el nuevo Cervantes de la lengua castellana en
eventos programados por el escritor Tomás Eloy Martínez y su revista Primera
Plana.
En esta oportunidad, en Santa Marta, estaba
con su familia y con sus hermanos, Luis Enrique y Jaime. Fuimos a almorzar
al Pez Caribe, de Pedro Segrera, en el barrio Ancón, sitio de
pescadores, enclavado en un atajo hacia Punta de Betín, hoy lugar desaparecido
por la modernización del puerto.
El fotógrafo Alfonso Gutiérrez nos hizo posar
y esa es la foto recortada que aparece en el libro de Rodrigo, bajo el título,
“El club de los cuatro” (Gabo, Mercedes, Rodrigo y Gonzalo). Aparecen además
sus hermanos Luis Enrique, Jaime y a la izquierda, quien esto escribe. No es en
Barranquilla, como equivocadamente aparece registrada, ni tampoco fue en 1971,
sino cuatro años antes, cuando se aprestaban a viajar a Barcelona para fijar su
residencia, siguiendo Gabo los pasos de Vargas Vila y los consejos de su
editora Carmen Balcells que lo llevó a declarar en la revista “Mujer”, de Flor
Romero de Nhora: “Yo soy el Vargas Vila de mi generación”, porque vendía muchos
libros y vivía en la ciudad de Gaudí.
Gabo en Santa Marta
LA GLORIA
A finales de 1968, viviendo yo en Bogotá y
aprendiendo el oficio, me escribió Mercedes para pedirme que le consiguiera
“las crónicas que publicó Gabito en El Espectador sobre
el marinero Velasco”. En esa época las fotocopiadoras no las habían terminado
de inventar y me tocó contratar a una secretaria para que las digitara. En
marzo de 1970 aparecería en Tusquets Editor, el “Relato de un náufrago que
estuvo diez días a la deriva en una balsa sin comer ni beber, que fue
proclamado héroe de la patria, besado por las reinas de belleza y hecho rico
por la publicidad, y luego aborrecido por el gobierno y olvidado para siempre”.
Era un modesto escritor que para responder un
reto de Eduardo Zalamea Borda (Ulises), subdirector y director del suplemento
literario de El
Espectador –quien había dicho que no existían jóvenes escritores que
merecieran la pena en Colombia–, aceptó el desafío. Le envió el cuento “La
tercera resignación”. Y a Zalamea le tocó recoger sus palabras, publicar el
relato y hacerle una nota laudatoria.
Así comenzó su gloria, haciendo buen uso de
su memoria prodigiosa que le permitía acordarse de los más mínimos detalles de
acontecimientos importantes o baladíes: de cuando llegó por primera vez a
Bogotá, esta ciudad remota y lúgubre donde caía una llovizna insomne desde
principios del siglo XVI, con demasiados hombres en la calle vestidos de paños
negros y sombreros duros; de cuando aterrizó en París y luego de haberse
instalado en la primera pensión que encontró, salió a la calle y vio a un
paisano que se especializaba en medicina siquiátrica, con quien tenía más de
diez años de no encontrarse, y en pleno bulevar Saint Michel le gritó: “Aracataca
si es grande”.
Esa era la memoria inimitable que fue
perdiendo con el tiempo, sin la carga del pasado y libre de las expectativas
sobre el futuro. Fue dejando de ser no solo el gran escritor sino el
conversador fantástico que con sus palabras construía un cuento lleno de
realismo de buena prosa hablada. Afortunadamente quedó su obra perenne.
En su libro, repito, hermoso y bello, Rodrigo
tiene el valor de confesar que cuando con su hermano Gonzalo lo visitaban en
los últimos años “nos mira larga y detenidamente, con una desinhibida
curiosidad. Nuestros rostros tocan algo distante pero ya no nos reconoce”.
Era consciente de lo que le estaba pasando:
“Trabajo con mi memoria. La memoria es mi herramienta y mi materia prima. No
puedo trabajar sin ella. Ayúdenme”.
Y luego dijo: “Estoy perdiendo la memoria,
pero por suerte se me olvida que la estoy perdiendo”.
Es algo similar a lo que sentía Beethoven,
poniendo sus oídos en el piano para escuchar las notas que él mismo había
puesto en el pentagrama. O cuando le indicaron que viera el público que
aplaudía luego de que interpretaron su Oda a la Alegría.
Rodrigo cuenta que por primera vez Gabo
releyó sus libros y era como si los leyera por primera vez. “¿De dónde carajos
salió esto?”, me preguntó en una ocasión. Seguía leyéndolos hasta el final, en
algún momento reconociéndolos como libros familiares por la cubierta, pero con
una pobre comprensión de su contenido. A veces cuando cerraba un libro se
sorprendía al encontrar su retrato en la contraportada, de modo que lo volvía a
abrir e intentaba volverlo a leer.
Un Jueves Santos se fue ese genio prodigioso,
el mismo día de Úrsula Iguarán en “Cien Años de Soledad”. Rodrigo cuenta
que lo vio destrozado “como si algo hubiera fulminado –un tren, un camión, un
rayo–, algo que no le causó más heridas que arrebatarle la vida”.
Falleció en la habitación de su casa en
Ciudad de México, al lado del libro que siempre estuvo en su mesa de noche, que
releyó muchas veces, el del inglés Thornton Wilder, “Los Idus de marzo”.
Pero Gabo se fue en abril.
Se nos fue, pero quedó su gloria eterna. Su
memoria, iba adelante porque apenas llegó a los ochenta.
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EL HERALDO
Barranquilla – Colombia
22 de junio de 2021
Opinión
Matar a Gabo
La obra pretende ser «la
crónica íntima de los últimos días de un genio», pero no lo consigue. Sé que a
muchos les parecerá válido el libro.
Por Orlando Araújo Fontalvo
Es
miércoles cuando empiezo a escribir esta columna. Ha llovido casi todo el día,
parece que hay una tormenta en el Caribe, o eso escuché. Acabo de regresar de
Puerto, mi hijo condujo por la antigua vía, estrecha y serpenteante, así que
pude contemplar la lluvia en los potreros reverdecidos, que pronto
desaparecerán para dar paso al progreso, ese infame fraude de cemento gris y negras
hipotecas. Vi también, desde una de las colinas de Pradomar, la arremetida del
oleaje en los restos del viejo muelle de Bahía Cupino.
Me
siento a escribir en el balcón. Una poca de lluvia basta para que se vaya la
luz en la «incontenible» Barranquilla. Tenía varias ideas en remojo, pero una
ha terminado por imponerse. No es una idea, en realidad. Es, más bien, un
malestar, una suerte de desagrado que la lluvia consigue acrecentar. Me doy
cuenta, asimismo, de que en el origen de ese disgusto está un libro que acabo
de leer, Gabo y Mercedes: una despedida.
No
suelo escribir sobre obras que me desagradan, pero por tratarse del hijo de
Gabo voy a hacer una excepción. El libro tiene 32 capítulos breves. Es evidente
que se escribió solo para el padre, pues le dedica 31 capítulos a la muerte de
Gabo y solo uno a la muerte de Mercedes. Fue escrito en inglés por el
primogénito del Nobel colombiano, Rodrigo García Barcha, nacido en Bogotá y
criado entre Ciudad de México y Barcelona. La versión que leo en español es una
traducción de Marta Mesa.
No
necesita Pilar Ternera leer las cartas ni Plácida Linero interpretar los sueños
en ayunas para vislumbrar por qué el hijo de Gabo elude el idioma de su inmenso
padre. «Es simple: le dio culillo», me dice un viejo boga de Magangué, el
terruño a orillas del Magdalena donde nació Mercedes Barcha.
Es
jueves cuando termino de escribir esta columna, la madrugada se mete azarosa
por las ventanas del estudio. He recordado la idea perspicaz de Gabo acerca de
las tres vidas a las que todos tenemos derecho: la pública, la privada y la
secreta. Me parece una cruel ironía –estuve a punto de escribir «felonía»– que
sea precisamente su hijo quien lo prive de esta última.
La
obra pretende ser «la crónica íntima de los últimos días de un genio», pero no
lo consigue. Sé que a muchos les parecerá válido el libro. No pocos ya lo
saludan con beneplácito y hablan del rigor, el respeto, el amor y la misión
altruista del hijo cineasta que decide completar la única crónica que su padre
no podía escribir. Otros dirán que es su
retoño bienamado y como tal tiene todo el derecho a hablar de su padre como le
parezca. Si todo eso es cierto, ¿por qué el hijo de Gabo se disculpa tanto?
Quizá
porque la muerte de Gabo merecía una crónica que fuese una honda meditación
sobre la vida, como las Coplas de Jorge Manrique a la muerte de su padre –quien
por cierto se llamaba Rodrigo–, no una torpe y desafortunada relación para
contar que hubo que amarrarle una toalla para cerrarle la boca o que a los
nietos les pareció chistosísimo ver al abuelo convertido en kilo y medio de
ceniza. Rodrigo García parece al menos darse cuenta entre líneas: «Quiero
tomarle una fotografía y lo hago con el celular. Al instante me siento mal del
estómago, culpable y avergonzado de haber violado su privacidad de una manera
tan violenta.»
No
era necesario traicionar la intimidad de Gabo, ni exhibirlo en la penuria de su
desmemoria, revolcándose en la demencia, con los genitales embadurnados de
crema antipañalitis…
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BOCAS
Suplemento de
El Tiempo
Bogotá -
Colombia
29 de junio
2021.
Habla Rodrigo García Barcha,
el hijo de Gabo
El director de cine habló con Revista BOCAS de su vida,
la muerte, la escritura y sus padres.
Foto Por: Revista Bocas
Por María
Paulina Ortiz
Rodrigo García Barcha llega unos minutos tarde al
encuentro por Zoom. Lo primero que hace, cuando se sienta a conversar de frente
a la pantalla, es contar que en Buenos Aires acaban de anunciar una cuarentena
total de nueve días. “Además es una tarde de lluvia torrencial. La calle está
enloquecida. Pero, bueno, ya estoy aquí”, dice.
Está viviendo en la capital argentina mientras dirige las
grabaciones de una serie basada en Santa Evita, la novela que escribió Tomás
Eloy Martínez sobre Eva Perón. “Pero ahora mismo vengo de grabar en inglés el
audiolibro; ya hice la versión en español”. Rodrigo se refiere al libro que
acaba de publicar: Gabo y Mercedes: una despedida, en el que relata de forma
íntima los últimos días de sus padres: Gabriel García Márquez y Mercedes
Barcha.
Es el primer libro que escribe. Su carrera, desde hace
más de veinte años, se ha consolidado en el mundo del cine. Como guionista,
productor y director, su nombre está directamente relacionado con por lo menos
diez películas independientes que le han valido aplausos del público, de la
crítica y de muchos de los más importantes nombres de Hollywood.
Lo mismo le ha sucedido en el universo de la televisión:
el sello de García estuvo presente cuando la nueva era de las series explotó en
canales como HBO. Participó como productor o director de capítulos en The
Sopranos, Six Feet Under, Carnivàle, In Treatment, Blue y Big Love,
producciones que marcaron un antes y un después en ese formato. Y todavía hoy
sigue desarrollando proyectos para estas nuevas plataformas.
Su conexión con el cine comenzó desde niño. Rodrigo
García nació en Bogotá, en 1961, y cuando tenía un año llegó a vivir a Ciudad
de México de la mano de sus padres. Allí pasó su infancia. A los ocho, la
familia –ya compuesta por el que sería desde entonces “el club de los cuatro”,
con Gonzalo, el hijo menor– se instaló en Barcelona.
A partir de ese momento Rodrigo recuerda haber mirado con
atención los libros de fotografía que había en la biblioteca de su padre. Se
convirtió en un verdadero aficionado. Tanto que, a los 12 o 13 años, ya de
nuevo en la capital mexicana, probaba hacer imágenes con una cámara y revelar
los rollos en un laboratorio que armó en uno de los baños de su casa.
Así pasaron los años hasta llegar el momento de elegir
qué carrera seguir en la universidad. Cuando a la decisión ya no le quedaban
más que horas, Rodrigo optó por estudiar Historia Medieval en Harvard. Sin
muchas razones diferentes a sentir que se estaba metiendo en un mundo desconocido,
una época cargada de misterios, como si se tratara de entrar en una historia
literaria. Acabó la carrera, pero nunca ejerció como historiador: pesó más su
pasión por las imágenes.
Estudió Historia Medieval en la Universidad de Harvard y
se formó en el American Film Institute. Entre sus películas más conocidas están
Things You Can Tell Just by Looking at Her y Mother and Child.
Foto: Efe
Después de que murió Gabo, tenía muchas notas y comencé a
redactarlas. Sabía que no iba a hacer nada mientras Mercedes viviera porque a
ella no le hubiera gustado publicar nada personal…
De vuelta a México, buscó la forma de conectarse con
producciones audiovisuales. Cumplió con todo el recorrido correspondiente: de
cargacables a director. Sus primeros pasos los dio como asistente en comerciales, luego se conectó con gente del
cine mexicano que le dio la oportunidad de participar en sus producciones, como
la directora María Novaro, con quien trabajó a finales de los años ochenta en
la película Lola, o Carlos García Agraz, en su película Mi querido Tom Mix.
Ya en ese momento García sintió que necesitaba formarse
en cinematografía, pasar por la academia, y se inscribió en el American Film
Institute de Los Ángeles. Desde ese momento, esa ciudad se convertiría en otro
de sus polos a tierra. De hecho, hoy, contadas las tantas ciudades en las que
ha vivido, es en ese lugar donde ha pasado la mayor parte de sus días. En Los
Ángeles, con sus nuevos estudios bajo el brazo, siguió su rumbo trabajando como
director de fotografía en producciones de independientes, como Gia (1998),
dirigida por Michael Cristofer y protagonizada por Angelina Jolie.
Cuando estaba en medio de las grabaciones, Rodrigo empezó
a notar un interés especial por el trabajo con los actores, por el manejo de
las escenas. Un buen día pensó: ¿y por qué no escribir un guion y buscar la
forma de convertirlo en película? El gusanillo de la dirección había entrado a
su cuerpo y no se le iba a salir. Se sentó a escribir y el resultado fue el
guion de su primera película: Things You Can Tell Just by Looking at Her (Cosas
que diría con solo mirarla), estrenada en el año 2000 con una nómina de
actrices de lujo. Glenn Close, Cameron Díaz, Holly Hunter, Calista Flockhart
firmaron para participar en la ópera prima de un director que desde ese momento
daba muestras de ser dueño de un universo cinematográfico muy particular.
A
esa película le siguieron producciones como Ten Tiny Love Stories, Nine Lives,
Mother and Child, Albert Nobbs y Last Days in the Desert. Todas con el sello minimalista que le ha interesado
mantener. Lo suyo es: un reparto reducido, planos, contraplanos, un conflicto,
diálogos y silencios. Muchos silencios. “Las escenas cruciales tienen que ser
silenciosas”, ha dicho García. Los argumentos de sus películas tampoco tienen
que ver con cosas estrambóticas. No hay bombas ni persecuciones. Están
centradas en las relaciones humanas –las más cercanas; casi siempre las
familiares– y los conflictos que se desencadenan. Temas que conectan con los
espectadores porque a nadie le resultan ajenos. Con estos argumentos, sus
producciones han brillado en escenarios exigentes como los festivales de
Sundance y Cannes.
Muchas veces la gente me pregunta, cuando hago prensa
para mis películas, ‘¿qué tanto te influyó tu padre?’. Siempre tengo que
morderme la lengua para no preguntar: ¿y a ti cuánto te influyó el tuyo?
En algún momento lo han llamado el “director invisible”,
por su decisión de ofrecer historias en las que pesa la presencia del actor.
También lo han definido como “el director de mujeres”, por su inclinación a
hacer guiones con personajes femeninos.
Ante eso García ha explicado: sus historias son
universales, lo que pasa es que al sentarse a escribir le salen mejor los roles
femeninos y ha seguido esa ruta. Sin embargo, varios actores han brillado
también en sus cintas, como Samuel L. Jackson o Ewan McGregor.
Actriz o actor que se anime a participar en sus películas
sabe a lo que se enfrenta: una trama intimista que estará lejos de los
productos blockbuster. Ese es el camino que ha elegido García, que cita entre
sus directores preferidos a John Huston, Ingmar Bergman y Michael Haneke, y que
se ha declarado seguidor del género del cuento –con autores de cabecera como
Carver y Chéjov– precisamente por el gusto de crear atmósferas en las que no
todo se dice, en las que se percibe un conflicto muchas veces difícil de
definir.
En casa tenía a un gigante literario como García Márquez,
es cierto. Pero a él, a su padre, más que consejos, solía mostrarle los guiones
ya escritos. Gabo los leía con entusiasmo, luego veía sus películas. “Las
presumía descaradamente y se las pasaba a sus amigos”, ha contado Rodrigo.
Si bien podría figurar mucho más en titulares de prensa,
García ha querido mantener siempre un bajo perfil y hacer una carrera
independiente del mundo artístico de su padre. Sin embargo, no duda en afirmar
que nada lo ha influido más que la familia. Que su padre, su madre, su hermano,
ese “club de los cuatro” que ahora se ha extendido a su esposa, la mexicana
Adriana Sheinbaum, y a sus dos hijas, Inés e Isabel.
Su nueva película, Four Good Days (4 días), también está
protagonizada por mujeres: Glenn Close –que se ha convertido casi en su actriz
fetiche– y Mila Kunis, en una historia sobre una joven adicta a los opiáceos y
la complicada relación con su madre. La estrenó el año pasado. “No he parado”,
dice Rodrigo en nuestro encuentro vía internet.
Sus días en Buenos Aires, dedicado a llevar a la pantalla
(para Star) la historia de Eva Perón –en la que Salma Hayek participa como
productora ejecutiva y Natalia Oreiro y Darío Grandinetti son los protagonistas–,
los comparte con la supervisión de los guiones que adaptarán para Netflix el
libro mayor de su padre, Cien años de
soledad. Además, anda dedicado a su primer libro.
Gabo y Mercedes: una despedida es, en efecto, eso: un
adiós. Pero tan lleno de amor y de comprensión, tan cargado de humanidad, que
después de leerlo no deja en el lector ningún sentimiento de pena. “Quería que
fuera una mezcla de recuerdos, alegrías y tristezas. No un libro fúnebre”,
dice. Sobre este tema, Rodrigo García Barcha habló con BOCAS.
El guionista, productor y director de cine acaba de publicar 'Gabo y Mercedes: una despedida', un relato íntimo de los últimos días de sus padres: Gabriel García Márquez y Mercedes Barcha. Foto: Steve Pyke
Acompañó a su
padre durante los últimos días. ¿En qué momento empezó a pensar en escribir un
libro? ¿Tomaba notas de lo que estaba pensando o sintiendo?
Tomaba notas, pero no pensando en el libro. Durante las
últimas tres semanas de Gabo, sobre todo cuando nos dijeron que ya estábamos en
esos últimos días, lo que estabas viviendo se imponía. Para cualquier persona
que escriba –bueno, realmente yo soy guionista, pero al final soy contador de
historias– resultaba imposible no ver que estabas viviendo una cosa muy
impactante. Para mí, pero también para mi madre, para mi hermano Gonzalo, para
la gente del mundo porque que finalmente Gabo era compartido. Entonces se me
empezó a ocurrir hacer una especie de diario de eso. Pero no fue pensando en
que iba a hacer un libro, un artículo, nada. Sencillamente empecé a tomar
apuntes de todo lo que me parecía notable y esos apuntes se fueron acumulando.
Después de que murió Gabo, tenía muchas notas y comencé a redactarlas. Sabía
que no iba a hacer nada mientras Mercedes viviera porque a ella no le hubiera
gustado publicar nada personal. Aunque, bueno, tampoco hay revelaciones en el
libro… Pero estaba ese principio de la vida privada. Así que lo dejé ahí medio
escrito. Cuando ella murió se volvió más claro que tenía que ser un libro de la
despedida de ambos. Porque la muerte del segundo padre sí es muy impresionante.
Es como que se muera una religión. Una cultura.
El tema del
final, de la muerte, estaba presente en las conversaciones con su padre. Al
comienzo del libro usted cuenta cómo le preguntaba, cuando él tenía 60 años más
o menos, qué pensaba del final, si tenía miedo…
Creo que los escritores están obsesionados con la muerte.
Hay algo con los que cuentan historias que tiene que ver con tratar de ordenar,
de encontrarle sentido al principio, al centro y al final; con tratar de buscar
la forma de enmarcar un poquito lo que es inmarcable, que es el caos
incontrolable de la vida. En relación, por ejemplo, con las citas que puse de
sus libros, se me ocurrieron enseguida, ni siquiera tuve que consultarlas
porque las recordaba. La muerte del general, la de Úrsula Iguarán, la de
Bolívar… las tenía en la punta de la lengua. La muerte de los personajes era
importante siempre para él, y eso es muy común en los autores. Ahora, respecto
a las preguntas que le hacía, sería porque si él tenía 60 años yo ya tenía 30,
si él tenía 80 años yo ya tenía 50… Es decir, ya las estaba preguntando para
mí. No era algo de lo que se hablara cotidianamente, pero yo sí tenía la
confianza de preguntarle cómo se sentía. Aunque era un poquito cruel, quizá.
Usted habla de
un Álvaro en el libro. No dice su apellido, pero se entiende que es Álvaro
Mutis, el gran escritor y gran amigo de sus padres…
Sí. Álvaro Mutis, que murió el año anterior al de Gabo.
Ya deben estar juntos tomando whisky y hablando paja.
Eso fue lo que
dijo su madre, ¿no?
Lo dijo a la media hora de morir Gabo, o menos.
Qué personaje
era Mercedes Barcha. Usted la retrata como una mujer fuerte, valiente. Y fue
admirable la forma como enfrentó la enfermedad y la muerte de su esposo…
Una persona compleja. Muy sensible, dura, tierna,
valiente, ansiosa. Pero siempre muy echando pa’lante. Siempre fuerte. Cuando
ella murió, un par de amigas muy cercanas me dijeron cómo le envidiaban esa
fortaleza que tenía, esa confianza en sí misma. Y a veces no la tenía, pero se
comportaba como si así fuera.
De qué otra
forma iba a poder acompañar durante más de cinco décadas a alguien como García
Márquez…
Pues sí, esas son las cosas que se dan. Lograron crecer
juntos y ella se adaptó e inclusive llegó a ser una parte dominante de la vida
de ellos, que se volvió enorme. Esa es una de las cosas que más me intrigaban:
cómo dos personas de orígenes relativamente humildes, digo, gente que estudió,
fue a la escuela, gente de una clase media colombiana de los años treinta,
básicamente, lograron adaptarse a ese mundo universal que les proporcionó el
éxito de Gabo.
¿Cómo fue el
proceso de escritura del libro? ¿En qué momento empezó a trabajar en él?
Escribí la primera parte, o sea el setenta y cinco por
ciento del libro, cuando murió Gabo. Quizá lo hice en dos meses. Luego, cuando
murió Mercedes, repasé esa primera parte ya escrita y agregué el capítulo final
de ella. Eso fue rápido. No es un libro muy largo, no es uno de esos libros que
se tienen que trabajar por largos años. Y no hubiera tenido fuerzas para
trabajarlo durante mucho tiempo. De hecho, hay cosas del libro que, ya viéndolo
con distancia, me gustaría que fueran mejor, un poquito más largo esto, un
poquito más corto aquello… Pero tuve que ceder ante el desgaste del libro. No
podía haberme quedado puliéndolo un año más.
A Gabo, por supuesto, le encantaba estar en Cartagena,
también en Bogotá, en Barcelona, pero creo que siempre sentía que México era
más refugio
¿Lo escribió
en inglés?
Sí, porque realmente mi experiencia es escribiendo en
inglés. Yo solo soy guionista, no he escrito libros antes, no he escrito
artículos. Tal vez un par de editoriales, cosas pequeñas. Y hacerlo en inglés
me permitía escribirlo rápido. Eso era importante porque no quería empantanarme
en la dificultad de escribirlo, la sensación de culpabilidad. Quería poder
vomitar el libro, y eso lo podía hacer en inglés. También me separaba un poco
más del tema. Y como no tengo mucha experiencia escribiendo prosa, no quería de
pronto estar enmarañado con la idea de si estoy haciéndolo a la altura de como
debería hacerlo. Lo que era importante era escribir la primera versión del
libro lo más rápidamente posible. Luego me propuse reescribirlo en español, por
supuesto. Pero me resultó demasiado duro volver a sentarme y traducirlo.
Entonces trabajé con una traductora que lo hizo muy bien. Después le puse un
poco de cosas como para que sonara a mi voz.
¿Hubo llanto
al escribirlo?
No, no, porque ya está uno explorando otras cosas.
¿Se lo mostró
a algunas personas cercanas antes de publicarlo?
Por supuesto. Nunca hubiera publicado esto como libro o
como artículo o como nada sin tener por lo menos de entrada el visto bueno de
mi hermano, claro. Luego mi esposa, Adriana, mis hijas, la esposa de Gonzalo,
mis sobrinos. Sobre todo porque los menciono a todos ellos. También se lo
enseñé a un par de amigos que fueron amigos de mis padres, en especial a Luis y
Leticia Feduchi, que son los dos psicólogos de Barcelona a quienes menciono,
amigos cercanos de mis padres desde 1968. También necesitaba el visto bueno de
ellos. Me interesaba que me dijeran no publiques esto o, sí, publícalo. A lo
mejor si me hubieran dicho no hagas algo, sí lo hago. O quizá hubiera sido al
revés. Pero lo que necesitaba era permiso por parte de esa generación. También
se lo mostré a Luis Miguel Palomares, el hijo de Carmen Balcells, que sigue
siendo la agencia que representa los libros de Gabo.
Usted cuenta
cómo en un momento buscó la forma de hacer su propio camino alejado de “la
esfera de influencia del éxito” de su padre. Por eso decide trabajar en un país
distinto, en un idioma diferente…
A veces lo hice conscientemente, otras veces no. Por un
lado, ir a Estados Unidos a trabajar en otro idioma. O sea, moverme un poco más
fuera de esas esferas. Luego, increíblemente, querer ser director de cine, que
siempre fue el sueño de Gabo. No se me ocurrió eso hasta hace muy poco. Cuando
los temas son tan cercanos y tan fuertes, es increíble la capacidad de ceguera
que tiene uno al respecto.
Pero al mismo
tiempo dice que nada lo ha influenciado más que la familia, que “casi todo lo
que vale la pena saber se aprende en casa”…
Muchas veces la gente me pregunta, cuando hago prensa
para mis películas, “¿qué tanto te influyó tu padre?”. Siempre tengo que
morderme la lengua para no preguntar: ¿y a ti cuánto te influyó el tuyo? Esa es
la influencia. La de los padres. Inclusive dicen que la de los hermanos a veces
es más fuerte que la de los padres. Porque los hermanos son los que plantean la
dinámica dentro de la tribu.
Cuando dice
“tengo que morderme la lengua para no preguntar”, me hace recordar algo que
cuenta en el libro y es cómo su hermano y usted han tenido que estar siempre
preparados para evitar salidas en falso, para “ser los niños mejor portados del
mundo”, cumplir las expectativas, cuidar la privacidad, que era tan importante
para sus padres…
Se exigía una buena educación, sí. La privacidad era
importante para ellos y, la verdad, también para nosotros. Nos gusta esa
privacidad. A veces pienso si en el libro presento ese tema como una cosa que
se nos impuso. Pero no. No fue así. Cada hogar tiene sus reglas, cada hogar es
el reflejo de los padres, por decirlo de alguna manera. Y para ellos la vida
privada era muy privada, y eso fue lo que nosotros aprendimos. Por ejemplo,
cuando saqué el libro pensé: no voy a dar ninguna entrevista al respecto.
Porque no puedo hablar más, todo lo que tenía que decir ya está en el libro.
Pero al final las entrevistas me han causado menos conflicto de lo que pensaba.
Porque los sentimientos ya se derramaron. Me curé en salud hablando de la misma
razón del libro en el mismo libro.
Rodrigo García
Barcha es la portada de la edición 107 de Revista Bocas, publicada en junio de
2021. Foto: Revista BOCAS
Otra
protagonista del libro es la casa familiar. La casa del Pedregal de San Ángel,
en Ciudad de México. Usted recorre sus rincones en el presente, con su padre
muriendo, y en el pasado. ¿Qué ha significado esa casa, que por cierto ha dicho
que quiere convertir en un museo de García Márquez?
Es la casa en la que vivimos desde 1975, o sea ya son
cuarenta y cinco años con ella. Para mi hermano y para mí es la casa de la
adolescencia. La casa donde Gabo ganó el premio Nobel. A pesar de que luego
hubo otras casas, de que ellos viajaron y vivieron en otros lugares, esa
siempre fue el ancla. A Gabo, por supuesto, le encantaba estar en Cartagena,
también en Bogotá, en Barcelona, pero creo que siempre sentía que México era
más refugio. Creo que porque además México –la ciudad, la sociedad– es un
poquito más recatada que en Colombia, digamos. No porque Colombia se impusiera
a ellos. A los dos les encantaba la vida social colombiana y la parranda y todo
eso, pero México fue siempre un lugar donde uno se podía refugiar más. Y bueno,
es la casa más antigua que tenemos. La de Cartagena es de los años noventa, la
de Barcelona también. Quizá el apartamento de Bogotá es de los ochenta… En fin,
ninguna llega tan lejos como la de México.
Vivió la
muerte de sus padres de forma muy diferente. En la de su padre estuvo presente,
a su lado, incluso le pidió a la enfermera que le avisara cuando se diera
cuenta de que se estaba yendo. En la de su madre no estuvo presente. ¿Cómo fue
la experiencia de vivir su muerte a distancia?
Muy rara. Porque por un lado es triste y, por otro, es
medio conceptual. De pronto estás hablando, bueno, no hablando porque Mercedes
ya estaba bastante ya estaba bastante inconsciente, pero la estás viendo viva y
tres minutos después ya no. Fue muy 2020. Era el momento que estaba viviendo la
gente. Estaba muy consciente de que mucha gente en ese año se despidió de esa
forma. No quiero comparar. Todas las muertes son duras. Pero Mercedes tenía 87
años. No fue un familiar de 40 que murió de covid solo en un hospital. Además,
yo sabía que con ella estaban Gonzalo, su familia y algunos amigos. En ese
sentido no fue tan desesperanzador como las muertes que vivió mucha gente. Pero
formalmente sí fue por FaceTime. Increíble. Realmente increíble. Pero, bueno,
así vivimos. Así vamos a vivir. Por suerte la vi por ese medio. En otras épocas
hubieras recibido una carta un mes después.
¿Siente que la
relación con sus padres, con lo que ellos han significado, ha cambiado después
de su muerte?
Creo que ellos crecen mucho. Digo, a medida que uno se acerca
más y va pasando por las etapas de los padres, los va aceptando más y
entendiendo como seres humanos, con todos sus defectos y virtudes. Y claro, con
el paso del tiempo tiende uno a ver más hacia atrás también. Y la infancia es
la presencia de los padres. Es curioso porque yo creo que los ve uno con más
claridad, los ve con sus imperfecciones, pero con más admiración. Es una
contradicción bastante extraña. El final de la vida pone todo a una escala
humana. Te hace humilde.
Usted cuenta
cómo García Márquez, que no solía leer sus libros, al final los sacaba de la
biblioteca, leía un poco y se sorprendía…
Se sorprendía porque ya no se acordaba de dónde había
salido nada. Le eran completamente ajenos.
La pérdida de
la memoria es dura no solo para quien la padece, también es muy dolorosa para
su familia, para su gente cercana…
Sí, bueno, me parece que lo peor de todo es esa etapa que
describo –y que también la he vivido con amigos, con padres de amigos–, en la
que la persona siente que se le está yendo la memoria. Esa es una parte muy
angustiosa. Una vez que la memoria se va, puede ser muy tranquilo. Pero sí era
raro. Gabo nos miraba a mí y a Gonzalo largamente y le parecíamos personas
familiares, pero no lograba colocarnos.
¿Hay algún
libro de su padre con el que tenga una conexión especial?
Con varios. Siento que Cien años de soledad de todas
maneras sigue siendo el libro principal. Sé que mucha gente se lo pelea con El
amor en los tiempos del cólera. No sé... Hace poco releí El otoño del patriarca
y me gustó mucho. Pero también es verdad que son libros que no he leído desde
hace mucho tiempo porque ya los leí muchas veces. Te diría que todos. Es por
épocas.
¿Cómo espera
que los lectores reciban su libro?
Mira, yo me preocupé mucho de que el libro estuviera lo
mejor escrito posible porque sé que aunque fuera una mierda se hubiera
publicado. No digo que con la buenísima editorial que lo publicó, pero el hecho
de que es el hijo de Gabo contando… Eso hubiera encontrado publicación.
Entonces, espero que sientan que está a la altura de un libro publicable. Creo
que es un libro que solo hubiéramos podido haber escrito Gonzalo o yo. Así que,
para los amantes de los libros de Gabo y de su vida, tendrá algún interés. El
que es su fan puede disfrutar cosas que no se sabían de él y una perspectiva
única, que es la de los hijos. Algunos amigos me han mandado críticas –claro,
las que te mandan siempre son las positivas–, y no he tenido el menor interés
en leerlas. Sí lo tengo con las críticas de cine, cuando hago una película.
Pero en relación con este libro, me siento muy liberado de preocuparme sobre lo
que se piense de él. No es por no respetar al público; ojalá les guste. Pero no
siento ese peso. Era algo tan personal, que para mí el libro era hacer el
libro. No buscaba escribir una memoria de infancia, ni hacer una biografía de
la familia. Literalmente, es una despedida. Y el final del club de los cuatro.
El club que
conformaban sus padres, su hermano Gonzalo y usted. ¿Ahora hay un club armado
con sus esposas y sus hijos?
Bueno, de ese club de los cuatro seguimos Gonzalo y yo.
Pero ya hay ramas. Mi esposa, la esposa de Gonzalo, nuestros hijos… Algunos de
nuestros hijos ya están en edad de merecer, como se decía antes. La vida sigue.
Las ramas siguen bifurcándose. Los cinco nietos conocieron a mis padres. Eso es
algo que me da mucho gusto. Los hijos de mi hermano, que son un poco mayores,
tuvieron la suerte de conocer a Gabo en mejores épocas. Mis hijas lo conocieron
más distraído, por desgracia. Pero alcanzaron a conocerlo. Y a la abuela. Los
cinco la adoraban. Era una abuela muy sui géneris y la disfrutaron mucho. Eso
me alegra.
Hay una escena
que narra en el libro: cuando va en el avión, supongo que, con el dolor de haber
perdido a su padre, y a su lado una mujer que va leyendo Cien años de soledad…
A esa altura lo que sentía era cansancio, sobre todo. Esa
escena es estrictamente real. Por la ventana veía los dos volcanes al amanecer
y, a mi lado, una señora leyendo el libro en la pantalla de su teléfono. Fue un
día después del homenaje en el Palacio de Bellas Artes. Me imagino que lo iba
releyendo a raíz del momento.
Y no lo
reconoció. Porque, entre otras cosas, usted cada vez se parece más a su padre,
¿no?
Sí. Con estas cejas fuera de control. Y también me
parezco a mi madre, algo que la gente ve menos porque la tiene menos presente.
Pero es cierto: uno se va volviendo sus padres. Eso es parte del sentido del
humor de la vida.
Apertura de la
entrevista de Rodrigo García Barcha en la edición impresa de Revista BOCAS,
publicada en junio de 2021. Foto: Revista BOCAS
* * *
POR: MARÍA PAULINA ORTIZ
FOTOS: EFE Y STEVE PYKE
REVISTA BOCAS
EDICIÓN 107. JUNIO - JULIO 2021
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