EL TIEMPO
Bogotá - Colombia
18 de mayo de
2021
‘Gabo era un gran fotógrafo sin cámara’:
Guillermo Angulo
Dasso Saldívar hace una gran lectura de
'Gabo+8'
y el medio siglo de amistad entre Gabo y
Angulo.
FOTO POR: CLAUDIA RUBIO / EL TIEMPO
Por DASSO SALDÍVAR
Hace poco le pedí a Guillermo Angulo que me refrescara una de las tantas anécdotas que él y Gabriel García Márquez solían presenciar o protagonizar mientras paseaban por alguna de las ciudades donde solían reencontrarse a lo largo de una ya vieja, paseada y conversada amistad. Esta vez había ocurrido en Cartagena mientras caminaban de noche por una calle, y, sin interrumpir sus pasos, Gabo le preguntó:
–Anguleto, ¿viste la foto?
Angulo le contestó describiéndosela: era la imagen de una mujer, recortada por el marco de una ventana, viendo la televisión iluminada apenas por la luz del televisor. La perspectiva, la composición del azar y el resplandor lunar de la pantalla habían llamado su atención por igual.
Entonces Angulo concluyó:
–Gabo era un gran fotógrafo sin cámara, su memoria era un inmenso archivo de fotos vivas que él usaba cuando escribía. Por eso él decía que escribir es sobre todo saber mirar.
Saber mirar es también la primera cualidad del buen fotógrafo, si quiere captar la imagen o el detalle que los otros no ven. Angulo hace gala de esta cualidad de forma magistral al contarnos hechos, anécdotas y chistes de la vida con sus amigos en estas originales memorias suyas. Solo que ahora es el fotógrafo que recrea imágenes y escenas con palabras, rescatadas del recuerdo y del olvido, que es la verdadera memoria, como repetía Borges.
Angulo ha dicho que no les tomaba fotos a sus amigos porque considera que “el fotógrafo es un intruso y la presencia permanente de una cámara distorsiona las relaciones”. No hay la menor duda. Pero ahora, al leer estas memorias, conocemos la razón profunda de la explicación del autor, y es que no podía ser el fotógrafo “intruso” de los momentos de la realidad que él mismo estaba compartiendo, gozando o padeciendo junto a sus amigos. No era solo una cuestión de principio, sino también del ejercicio de la vida y la amistad.
Gabo+8 tiene la continuidad discontinua de un álbum enciclopédico hecho de palabras, cuyo orden alfabético obedece a los afectos y a la memoria del mismo autor. Pero al final todo resulta complementario, en un tejido de escenas y de imágenes deliciosas y frescas, que le permite a su autor fotografiar con palabras ese mundo cosmopolita, orquestal, de amigos y lugares, de vocaciones y profesiones, en el que uno percibe que fue dichoso. Y la recreación risueña e irónica de esas vidas y mundos, que ha hecho suyos, es el único ejercicio que Angulo se permite de la nostalgia.
Desde el primer momento, sentimos que
será imposible no acompañarlo por ese largo viaje, más largo por lo variado e
intenso que por lo extenso, de países y ciudades, de historias, anécdotas y
caprichos del azar, y de rostros amigos y mamaderas de gallo de toda situación
y condición. Hay nombres que sentimos más cercanos, más afines al narrador,
pero él no lo dice (solo lo recalca cuando se trata de ciertas ciudades y
lugares). Aparte de García Márquez (en momentos muy especiales), tal vez sean
Manuel Mejía Vallejo, Alberto Aguirre, Rodrigo Moya y Carmen Balcells los
amigos con los cuales más se identifica.
'Gabo+8' de Guillermo Angulo es publicado por Planeta. Foto: Archivo particular
Pero esas amistades perdurables, sin sombra, no son un regalo del cielo, sino un logro muy suyo, elaborado espontáneamente a partir de las cuatro cualidades que han conducido su vida: la lealtad a sus orígenes, su sabiduría innata, su inteligencia de corazón y una generosidad sin fronteras, como quería el viejo Séneca, para quien sin la amistad no es grata la posesión de ningún bien, ni de ningún saber. De otro modo, no puede explicarse que Angulo haya sido un amigo entrañable de hombres y mujeres de diversa índole, talento y profesión, desde escritores, periodistas, directores de cine, fotógrafos, pintores, escultores y arquitectos, a políticos, diplomáticos, editores, agentes literarias, actrices, jardineros y amas de casa.
Guillermo Angulo nació en Anorí, Antioquia, el 9 de abril de 1928, en una finca panelera de su padre, llamada San Pablo. Adquirió la mayoría de edad entre Medellín y Bogotá haciendo un poco de todo (cuando cumplió los dieciséis años, según cuenta su amigo, el hermano mayor se empeñó en ponerle una carnicería, el adolescente Guillermo se negó y siguió leyendo a Joyce). Luego se fue a México atraído por los grandes muralistas y la necesidad de formarse intelectualmente, y allí consolidó su larga amistad con el escultor Rodrigo Arenas Betancourt y cristalizó sus primeros sueños de fotógrafo. Al poco tiempo de regresar a Colombia, en 1955, partió para Roma, donde estudió cine en Cinecittà, y al año siguiente buscó y conoció a Gabriel García Márquez en París, en la misma buhardilla del Hôtel de Flandre donde había empezado a escribir El coronel no tiene quien le escriba. Desde el primer momento se hicieron amigos fraternos, dando rienda suelta a la mamadera de gallo por media París, pues de otra manera no se podía concebir la amistad íntima y cómplice con el cataquero, que es la misma que tuvo con sus viejos amigos de Barranquilla.
Esa mamadera de gallo Gabo la convertiría en una obra de arte cuatro años después, cuando, en mayo de 1960, publicó en EL TIEMPO el artículo Angulo, un fotógrafo sin fotogenia. A pesar de que el fotógrafo se refiere al texto como la “columna jocosa donde Gabo se burla de mí”, el escritor capta en lo esencial al hombre, al fotógrafo y al amigo. Es una mirada de profundidad, solo que arropada por la mamadera de gallo y un estilo a veces irreverente, que es la forma en que Gabo, tímido y pudoroso, podía decirles a sus amigos cuánto los quería y los admiraba. De entrada, reconoce que Angulo era ya “uno de mis grandes amigos” y “uno de los mejores fotógrafos de América”. Y agrega: “Pero quienes no lo conocen a fondo, tienen todo el derecho a pensar que es una rara especie de bruto, si no están en condiciones de apreciar sus fotografías”. Cuando doña Herminia, la madre de Angulo, leyó esa frase y otras de igual o peor calibre, odió al cataquero para siempre y empezó a referirse a él, delante de su hijo, como “su amigo, ese escritor hediondo que escribió un libro de un muerto pudriéndose en ese calor tan maluco de la Costa”.
Tal vez lo más interesante es cómo García Márquez cuenta el momento en que Guillermo Angulo se encontró por azar con su vocación de fotógrafo, en una situación parecida a la que, cinco años atrás, Guillermo Cano le había pedido al mismo Gabo que volviera a contar a su modo la ya manoseada historia del marinero Luis Alejandro Velasco.
Recién llegado a México en 1955, Angulo encontró trabajo por azar con el fotógrafo Héctor García, el corresponsal gráfico de Life, cargándole los trípodes, las cámaras y los reflectores. Aunque tenía su chispa interior reservada, el joven paisa no mostraba mayor interés entonces por manejar una cámara, pues solo aspiraba a ser un buen lector e intelectual. Sin embargo, la tragedia repetida del alcantarillado desbordado de la ciudad de México, lo llevó a sacarse el fotógrafo inédito que llevaba dentro. Cuando la tragedia, que se repetía cada año, dejó de interesar a los fotógrafos de los periódicos, el director de la revista Impacto le dijo al corresponsal de Life, que tal vez le hubiera cobrado mucho por un trabajo exclusivo, que, por favor, le enseñara a su ayudante colombiano a manejar la cámara y lo mandara a tomar unas fotos a las alcantarillas inundadas, siempre y cuando encontrara una manera inédita de retratar la tragedia. En efecto, el novato fotógrafo no miró ni retrató el desastre inveterado de frente, sino desde el sesgo de lo aparentemente anecdótico: “Tomó la foto de dos novios besándose con el agua al cuello, de una niña bañando a su muñeca en el albañal, de un hombre cargando un caballo y de un niño navegando en un paraguas”, cuenta García Márquez. El director de Impacto, a pesar de que le parecieron trucos de un hábil fotógrafo, publicó las fotos, que “fueron las únicas fotos originales que sobre el drama de las alcantarillas se publicaron en aquel año en México”. Angulo, con su chispa interior, había eludido pues el testimonio gráfico de la tragedia, para captar testimonios poéticos de sus efectos.
El maestro Angulo disfruta sus días cuidando a “las novias –como él les dice– que más ama”: sus orquídeas. Foto: Archivo EL TIEMPO
Pero ese fotógrafo memorioso, de palabras encariñadas, de pronto se nos convierte aquí en un narrador fluido, irónico con frecuencia y risueño siempre, o en un ensayista informado y puntilloso, de un sentido común afilado que puede dejar sin respiro a intelectuales, a escritores y hasta a un premio Nobel, como cuando una Navidad convenció a Manuel Mejía Vallejo de por qué no podían comerse a Pepito, el pavo confianzudo que se paseaba por la casa de la finca Zurima del autor de El día señalado, o como cuando les explicó a los García Márquez en su casa de México de que el proyectado del periódico El Otro iba a ser en realidad el sumidero de una fortuna irrecuperable. Gabo, que puso cara de “disgusto y desconcierto”, nunca le agradeció al amigo su profecía empírica, y se quedó sumido en el silencio de esa verdad, hasta que años después la admitió delante de Darío Arizmendi. En cambio, Mercedes sí lo hizo de inmediato: “Gracias, Anguleto. Me acabas de salvar diez millones de dólares de mis ahorros”.
Gabo+8 es más que unas memorias: es
una especie de enciclopedia condensada de la vida y de la amistad, así como de
la historia, la cultura, el arte y la literatura de Colombia de la segunda
mitad del siglo XX. Son nueve amigos que se vuelven a encontrar para pasear y conversar,
mamar gallo, compartir vidas, oficios y recuerdos, tocados por la vigilia del
origen, gracias al memorioso fotógrafo de las palabras, que va como de bromista
irónico por sus vidas, de casa en casa y de esquina en esquina, pero que en
verdad es un poeta de la vida y el mejor amigo de sus amigos.
DASSO
SALDÍVAR*
ESPECIAL PARA EL TIEMPO
* Autor de 'El viaje a la semilla', la
biografía de Gabo.
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MEMORABILIA GGM
Cali – Colombia
23 de mayo de 2021
Gabo
+ 8
Por Fernando Jaramillo
La semana pasada recibí, enviado por el autor, un ejemplar de Gabo + 8 que disfruté como hacía mucho no me entretenía un libro. Me llenó de honda satisfacción encontrar anécdotas desconocidas de la vida de Gabo.
Aspectos de su vida que tenía con incógnitas se me revelaron de pronto como las razones que tuvo Gabo para no seguir adelante con el tan sonado y tronado en su tiempo: la creación de El Otro, que tenía como objetivo ser su periódico personal. Y digo personal en el sentido de que sería escrito con su manera personal de entender cómo se debe redactar una noticia. Esa manera de ver el periodismo se puede ver al leer el diario de Ciudad de México La Jornada. Ese periódico fue fundado por unos amigos de Gabo y hay infinidad de fotos del Nobel conversando con ellos. Yo siempre hice la idea de que Gabo había dado dos o tres indicaciones sobre la forma de redactar las noticias y estas habían sido incorporadas a los delineamientos básicos de la dirección del periódico. Lo cierto es que cuando leo La Jornada, siempre me sorprende la manera tan diferente de redactar los hechos, especialmente al agotar los detalles que los rodean y no dejan ninguna pregunta sin resolver.
Por otra parte el libro cuenta cientos de anécdotas en donde está involucrado el amigo Nobel de literatura. Pero la que me tocó el alma es la que repitió de Mónica Alonso, secretaria personal de Gabo.
Como preámbulo anoto que el momento es el que Gabo ya no recuerda ni siquiera quien había escrito sus libros, pero conservaba intactas percepciones mentales como la que le permitía leer y tener sentido crítico sobre la lectura. Su veredicto es la crítica más certera de Cien años de soledad.
Dijo Mónica:
Unos meses antes de su muerte, lo vi desocupado, pensativo, con ganas de hacer algo, pero sin saber qué. Entonces sin preguntarle, le pase un ejemplar de Cien años de soledad, de los muchos que hay en la biblioteca. Ni el título, ni la parte gráfica de la edición, ni el nombre impreso del autor le dijeron nada. Empezó a leer el libro con dedicación, descansando solo para comer y dormir. Tres días después, terminada la lectura, cerró el libro y, con una sonrisa apenas insinuada me miro y, en un spanglish costeño que usaba a menudo, dio su inapelable veredicto:
«Ese man
sabe escribir»
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