LA VANGUARDIA
Barcelona –
España
14 de mayo de
2021
Así fueron los últimos días
de vida de García Márquez
El
cineasta Rodrigo García retrata a su padre en un emotivo libro lleno de
revelaciones
Por Xavi Ayén
Siete años después de la muerte de su padre y nueve meses después de la de su madre, el cineasta Rodrigo García (Bogotá, 1959) publica un testimonio sobre cómo fueron sus últimos días, evocando momentos de su relación y rescatando fotos inéditas de los álbumes familiares. El libro se titula Gabo y Mercedes: una despedida, a la venta el próximo 20 de mayo) y es el primero que escribe su autor, el hijo mayor de Gabriel García Márquez y Mercedes Barcha.
Destacado director de cine en Hollywood –acaba de estrenar 4 días, con Glenn Close y Mila Kunis–, García vive en Los Ángeles, pero responde por videoconferencia a este diario desde Buenos Aires, donde se encuentra en pleno rodaje de la serie Santa Evita, adaptación para Disney + de la novela de Tomás Eloy Martínez sobre Eva Perón.
“Cuando me dijeron que a Gabo le quedaban semanas –explica–, pensé en tomar notas, documentarlo todo para mí mismo, para la familia. Nunca supe lo que hacer con eso y, solo al morir mi madre, pensé en el libro”.
Alude sin tapujos a la demencia senil que acompañó al escritor en sus últimos años. “No se dijo públicamente pero, como no se recluía, todo el que lo trató se dio cuenta. Él se vestía y comía, pero ya no reconocía a nadie”. Leía sus propios libros, que no recordaba haber escrito: “Hubo dos etapas. Primero, los leía sabiendo que eran suyos, pero absolutamente sorprendido de no acordarse de nada, decía ‘¿de dónde carajo salió todo eso?’. Luego, ya leía entendiendo poquísimo y no se daba cuenta de que era su libro hasta el final, cuando veía su foto en la contraportada”. Hubo momentos incluso en que “recordaba a su esposa pero llegó a creer que la mujer que tenía frente a él era una impostora”. En otra ocasión, “pidió ir a ver a su padre, ‘yo tengo una cama junto a él’, decía, y se refería en realidad a su abuelo, que lo cuidó de niño y, en efecto, entonces dormía en un colchón en el suelo junto a la cama de aquel hombre, al que no veía... ¡desde 1935!”.
Rodrigo García cuenta por primera vez la causa de la muerte del escritor. “Lo que tenía era probablemente un cáncer de pulmón, cosa bastante normal a sus 87 años, habiendo padecido años antes un cáncer linfático. Como decidimos que no se le hicieran las exploraciones, para no someterle a una anestesia general de la que posiblemente no se hubiera recuperado, carecemos del diagnóstico con la precisión exacta. La tristeza de una muerte al final de un ciclo de vida es grande pero no es una tragedia, sino algo inevitable”.
Otro dato nuevo es que el escritor había perdido la visión del centro de su ojo izquierdo. “Lo descubrí de casualidad. En México, durante una época, mi padre usó un parche en el ojo, pero yo nunca supe por qué. Ya en sus setentas avanzados, lo llevé a ver a un oculista en Los Ángeles, este se lo detectó y Gabo respondió: ‘Sí, sí, lo sé, perdí la visión mirando un eclipse de niño’”.
“Probablemente murió de un cáncer de pulmón, rechazamos las exploraciones por el riesgo de no sobrevivir”
Un detalle impactante es una escena de los años de juventud de García Márquez, en la década de los cincuenta, cuando vivía en París y la pobreza le hizo, en alguna ocasión, hurgar en la basura para encontrar algo de comer. “Eso lo explicaba él, a veces delante de mis amigos, pero yo era adolescente y me avergonzaba mucho”.
Hay una escena que parece extraída de la ficción, la de la muerte del escritor, que se produce en jueves santo, como la de Úrsula Iguarán, personaje de Cien años de soledad. En la novela se lee que “ese mediodía hubo tanto calor que los pájaros desorientados se estrellaban como perdigones contra las paredes y rompían las mallas metálicas de las ventanas para morirse en los dormitorios”. Pues bien, poco antes de la muerte de Gabo, ese mismo día, “apareció un pájaro muerto en la silla donde él se sentaba, seguramente se había estrellado en algún cristal. ¡Eso no se puede inventar, es increíble!”.
El libro es la historia de lo que García llama “el club de los 4”, sus padres, su hermano Gonzalo y él. “Crecimos en Barcelona y México, pero nuestros primos estaban en Colombia; de algún modo, vivir fuera nos hizo estar muy unidos. Es un libro sobre las relaciones, las familias, las pérdidas”.
“Se ha escrito mucho sobre Gabo, en biografías y él mismo, tantos libros y entrevistas... –afirma–He tratado de buscar esa cosa que solo yo sé, o mi hermano, o los de casa. Por ejemplo, las tremendas pesadillas que sufría. Gonzalo y yo éramos los encargados de despertarlo de las siestas, en Barcelona y México, y al final lo hacíamos de lejos, desde la puerta, porque se despertaba poseído por una aterradora e inexplicable pesadilla, y nos asustaba mucho”.
El libro revela que padre e hijo llegaron a tener un proyecto de película en común. “Quisimos escribir entre los dos el guion de una idea que él tenía desde hace mucho tiempo, tratamos de hacerlo entre 2004 y 2007. Pero él ya perdía la cabeza un poco, se volvía repetitivo, ya no tenía la memoria para construir la historia. Se quedó sin hacer, me daba tristeza que pensara que no me interesaba. Mis películas eran sobre mujeres en situaciones complejas e inclusive autodestructivas. Esa historia podría acabar siendo algo algún día: era una mujer de mediana edad, de carrera exitosa, que sospecha que su marido tiene una amante y, cuando lo espía, descubre que sí, pero que es una mujer muy parecida a ella físicamente, con costumbres y gustos similares, que vive en un apartamento como el suyo. La idea que teníamos es que a ambas las interpretara la misma actriz”. Rodrigo acabó siendo aquello que su padre no consiguió ser: director de cine. “Sí pero, por otro lado –replica–, su fracaso como director provocó que no lo hiciera nada mal como novelista”.
Hay un capítulo entero dedicado a su madre, Mercedes Barcha, omnipresente en el libro. Lo más sorprendente es que, un día, le reveló que ella había tenido dos hermanos que murieron de bebés, “lo que más tarde me negó. Será para siempre un misterio, me quedaré con esa duda”. De ella, añade que “le dijeron que a su marido le quedaban semanas, luego 24 horas... fue un shock, la gente la veía dura y muy controlada pero también era muy sensible”.
"Nos inclinamos por convertir su residencia en México en casa-museo, pero no es seguro, y por un gran Centro Gabo en Cartagena de Indias"
Sobre Cien años de soledad, revela que “mi padre tenía previstas dos generaciones más de Buendía, lo que al final desechó. No existe material documental, solo nos lo decía. Si lo hubiera escrito lo habría destruido, como hizo con otras cosas”. La familia ha dado su aprobación a la serie que prepara Netflix sobre la novela, “pues aceptaron que durara muchas horas, que se rodara en español y en Colombia, todos esos requisitos eran indispensables. He leído ya los primeros tres guiones del portorriqueño José Rivera y ha hecho muy buen trabajo”. Finalmente él y su hermano Gonzalo serán los productores ejecutivos. “Haremos entre 12 y 24 episodios, puede ser con varios directores. Yo permaneceré al margen, sería difícil que un buen director aceptara tener al hijo del autor dando la lata”.
“Estamos en pláticas con mi hermano –prosigue–, aunque no es seguro pero sí nos inclinamos un poquito por hacer de su casa en México un museo o centro de estudios. Y, en Colombia, se planea el Centro Gabo, que nace de la Fundación Gabo, dirigida por Jaime Abello, quien ha concebido un proyecto que activaría varias actividades. Es posible que se localice en lo que fue la casa de los Gabo en Cartagena de Indias. Todo ello se sumaría al Harry Ransom Center, en Texas, donde ya están sus papeles, fotos y manuscritos”.
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INFOLIBRE
Madrid – España
14 de mayo de 2021
El final de Gabo y Mercedes
En
Gabo y Mercedes: una despedida, el guionista Rodrigo García narra la enfermedad
y la muerte de su padre en 2014 y de su madre en 2020
En
los momentos de calma de esta crónica familiar, se esfuma el peso de la
literatura universal y queda solo el dolor del hijo y la vida que se apaga
Por Clara Morales
@claramoralesf
Mercedes Barcha Pardo y Gabriel García Márquez. Los Ángeles, 2008. Steve Pyke (PRH)
Gabriel García Márquez murió el 17 de abril de 2014, a los 87 años. Era
Jueves Santo. También en Jueves Santo murió Úrsula Iguarán, uno de los
personajes clave de Cien años de soledad. El día de la muerte de Úrsula,
escribía el colombiano, “hubo tanto calor que los pájaros desorientados se
estrellaban como perdigones contra las paredes y rompían las mallas metálicas
de las ventanas para morirse en los dormitorios”. El día en que murió García
Márquez, apareció un pájaro muerto dentro de la casa en la que el novelista y
periodista pasó sus últimas horas de vida, desplomado sobre el espacio que él
solía ocupar en el sofá. La familia del Nobel no se dio cuenta de este
paralelismo hasta unos días después de la muerte, cuando una amiga de la
secretaria del fallecido escribe para señalar la coincidencia de la fecha. Al
leer el párrafo sobre la muerte de Iguarán, todos piensan, además, en el pájaro
muerto. La asistente lee en voz alta el mail recibido e interroga con la mirada
a Rodrigo García, hijo del patrón. “Me mira, tal vez esperando que sea yo lo
suficientemente tonto como para aventurar una opinión sobre la coincidencia”,
dice. “Solo sé que me muero de ganas de contarlo”.
Y lo hace. En Gabo y Mercedes: una despedida, una crónica familiar que publica el 20 de mayo Literatura Random House. Es un libro breve, de 100 páginas más un anexo de fotografías del archivo íntimo de los García, en tapa dura, de un blanco que rompe con el diseño habitual de la colección. Tendría algo de solemne, de marmóleo, si no fuera por la fotografía de portada: Gabo, Gabriel García Márquez, y Mercedes, Mercedes Barcha Pardo, casados desde la veintena, posan en bata en el jardín y sonríen al fotógrafo. Es el relato de los últimos días de un premio Nobel, sí, los padecimientos del otro de lado de las ventanas ante las que se agolpaban, en México, lectores, periodistas y curiosos aquella primavera. Pero es, sobre todo, el relato de la muerte de un padre después de una larga batalla con la demencia. Un padre que es el de Rodrigo García, guionista, autor de películas como Cosas que diría con solo mirarla o Nueve vidas, showrunner, de la serie En terapia, y, en este libro, huérfano. Tras la muerte del padre, el autor narra también brevemente la de la madre, en agosto de 2020. No se la llevaría el covid, sino el tabaco, pero la pandemia les quitó lo que sí tuvo seis años antes: una despedida.
Mercedes Barcha Pardo y Gabriel
García Márquez el 12 de octubre de 1982, la mañana en que se anunció el Premio Nobel.
/ Cedida por Rodrigo García Barcha
“Escribir sobre la muerte de un ser querido debe ser casi tan antiguo como la escritura misma, y sin embargo, cuando me dispongo a hacerlo, instantáneamente se me hace un nudo en la garganta”, dice García hijo, en uno de los pocos momentos de duda que se permite. “Me aterra la idea de tomar apuntes, me avergüenzo mientras los escribo, me decepciono cuando los reviso. Lo que hace al asunto emocionalmente turbulento es el hecho de que mi padre sea una persona famosa. Más allá de la necesidad de escribir, en el fondo puede acecharme la tentación de promover mi propia fama en la era de la vulgaridad”. Pero, pese a las elucubraciones sobre la legitimidad que tiene para contar todo esto, siendo como eran sus padres dos personas celosas de su privacidad, el libro se impone: “Como suele ocurrir con la escritura, el tema lo elige a uno, y toda resistencia sería inútil”. Sí hay una previsión ética: este libro no podía publicarse mientras viviera Mercedes Barcha, “El Cocodrilo Sagrado, La Madre Santa, La Jefa Máxima”. “Si tengo que hacerlo”, bromea García en otro tramo, “recurriré incluso a otra cosa que nos decían: 'Cuando esté muerto, hagan lo que quieran”.
La muerte de Gabriel García Márquez estuvo rodeada de excepcionalidad, y no solo dentro de lo paranormal. Pocas familias se ven obligadas a dar declaraciones sobre el estado de salud del enfermo a la salida del hospital, pocas necesitan policías apostados a la puerta de casa para que no les invadan los fans en unos momentos tan duros, pocas tienen que preguntarse cómo comunicar la noticia a la prensa y pocas deben asistir tras el entierro a un homenaje multitudinario con un andamio para los fotógrafos y la asistencia de presidentes y expresidentes. Pero en los momentos callados del libro, en los momentos de espera desesperante que preceden a tantas muertes, Rodrigo García logra que se esfumen los flashes y el peso de la literatura universal. Es un hijo que pierde a su padre, es una vida que se acaba. Las mismas dolorosas comunicaciones por teléfono, la misma extrañeza ante el cuerpo del ser querido, reconocible pero no del todo, extraño pero no del todo. “Toco su mejilla y está fría, pero no es una sensación desagradable. En ese estado de plácido reposo, sus rasgos no delatan signos de demencia”.
Pese a su brevedad, Gabo y Mercedes: una despedida encuentra tiempo para hablar de la vida. Está la voluntad, a lo largo de las páginas, por acabar de desentrañar quién era ese hombre que tuvo una vida fabulosa y que conjugaba en sí al menos dos personalidades, la del escritor legendario y la del padre que no perdonaba una siesta y cuyo despertar, a veces tranquilo, a veces aterrorizado, temían sus propios niños. Un padre que decía cosas como: “Si puedes vivir sin escribir, no escribas”. Que leía y leía y leía, desde el ¡Hola! hasta Virginia Woolf, una de sus autoras favoritas. Que destruyó sus obras inacabadas y las versiones descartadas. Que pasó hambre hasta comer de la basura y que se codeó con algunos de los artistas más fascinantes de su época. “El viaje desde Aracataca en 1927 hasta este día del 2014 en Ciudad de México es tan largo y extraordinario como se puede emprender, y esas fechas en una lápida ni siquiera podrían pretender abarcarlo”, escribe Rodrigo García, con admiración y orgullo.
Además de la tristeza y de los destellos de celebración de una vida buena, hay también en el libro algo de amargura. El lamento no ante el cáncer que se llevaría de manera fulminante al escritor —las previsiones de los médicos pasan de unos meses a unos días en muy poco tiempo—, sino a la demencia que se lo iría llevando poco a poco. El hombre al que ve morir Rodrigo García hace tiempo que no le reconoce. “¿Quiénes son esas personas en la habitación de al lado?”, pregunta. Cuando le dicen que son sus hijos, él responde: “¿De verdad? ¿Esos hombres? Carajo. Es increíble”. García Márquez se ve abrumado por el hospital y, de regreso, instalado en una cama articulada en la habitación de invitados, no distingue tampoco su casa. Por momentos parece asaltarle, en un fogonazo triste, la gravedad de su estado. En otros, recupera su don de gentes, su humor, su habla. La demencia le ha arrebatado desde hace mucho su principal herramienta de trabajo, y con ella la escritura. El novelista siempre había rechazado leer sus propios libros, por miedo en parte a encontrar en ellos la huella de un fracaso creativo que nadie hubiera percibido. Pero al final del largo declive de la demencia, dice su hijo, es capaz de acercarse a ellos “como si los leyera por primera vez”. “¿De dónde carajos salió todo esto?”, le pregunta.
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