18 de mayo de 2020

MEMORABILIA GGM 908

Del blog de

EMILIO SANCHEZ ALSINA
Bogotá – Colombia
20 de mayo de 2014

“Lo malo de morirse
es que es para siempre”

Por Emilio Sánchez Alsina
emiliosanchezalsina@hotmail.com 
( I )

Gabriel José de la Concordia García Márquez apareció de pronto en el segundo piso de su casa refugio en Cartagena de Indias. Inició el descenso de las doce gradas recubiertas en grandes baldosas de color rojo-arcilla apoyando su mano derecha en un bastón de fina madera color café en el que deslumbraba la agarradera en forma de arco forrada en acero dorado. Lo veía bajar por el centro de la escalera, grada tras grada, con pasos firmes, imprimiendo precisión y firmeza a su cuerpo macizo de herrero fundido. Cada paso lo acercaba a la amplia cocina auxiliar donde lo espero junto a Mercedes, su esposa; Rita, la hermana del Nobel y Chechi, su hija, la arquitecta de la familia. Estamos alrededor de una amplia mesa de cristal. Su descenso lento, pausado me permitió verlo con detenimiento. Sus pasos eran cuidadosos. Una vez firme el bastón, lanzaba su cuerpo con un ritmo tan preciso como el giro de una cumbia caribe “como perdonando el viento” hubiese dicho Leonardo Fabio.

Bajo su brazo izquierdo apretaba varios ejemplares doblados de medios escritos, “Las personas inteligentes no leen periódicos”, los protegía como si fueran parte del cuerpo. A pesar de su edad el cabello era frondoso, brillante. Los rizos desordenados como burbujas de mar se mecían suaves, saltarines. La nariz de Arafat, chata curva, así como su bigote amplio emblanquecido y recortado como con láser, resaltaban sus labios carnosos color rosa ceniza. Vestía un pantalón blanco, guayabera gruesa de lino azul claro con manga larga holgada que le caía hasta las rodillas, calzaba unos mocasines blancos de cuero suave sin medias. No mostraba oro en sus brazos ni en su pecho “El oro se identifica con la mierda, en mi caso, un rechazo a la mierda, según me dijo un psicoanalista.”

Una empleada negra de culo protuberante me sonríe descarada pero no me sirve café. Mi primera impresión al verlo bajar las escaleras es una mezcla de infinidad y de ternura: las gradas no terminarían nunca y tenía frente a mí a un anciano indefenso a punto de resquebrajarse. Vi una tristeza lejana, melancólica en su entorno, el costeño arrebatado de su juventud lo había abandonado por completo. “Los costeños somos la gente más triste del mundo”. “La vejez es un estado indecente que debería impedirse a tiempo, no le tuvo nunca miedo a la muerte como a la edad infame de ser llevado del brazo por una mujer y lo único que podemos hacer, llegada la hora es ayudarlo a morir sin miedo y sin dolor.”

Quise incorporarme para esperarlo bajar los últimos peldaños y acompañarlo a caminar los tres metros llanos que separan la escalera de la cocina auxiliar, pero estaba paralizado. Lo tenía frente a mí, parecía de verdad, era de carne y hueso, no era blanco ni negro, ni indio, no era ninguno en especial, era de todo un poco, aunque me pareció más negro y el culo parado delataba su raza caribe. El rostro era casi transparente como si reflejara la luz de una luna viva y hacía más evidentes esos ojos toteados que nunca le hicieron parecer guapo. “Todos los Márquez somos feos y enamorados”. Sí, tenía ante mí a este hombre que añoró en su vida ser mago de feria, prestidigitador, terrorista, cantante de boleros y como no pudo ninguna de las anteriores se volvió, para su desgracia y su felicidad, escritor.

Me miró de frente y me tendió la mano fuerte como rellena de algodón prensado, palpé y sentí su calor. Si Dios existe, esto era un milagro. Me clavó sus ojos, me miró y habló como para él mismo: “Haber qué es lo que me tienes por acá,” parecía como si continuara una conversación o hubiéramos sido amigos desde siempre. Entonces olvidé mi preocupación por cómo saludarlo, ya él lo había hecho. Sin embargo, me salió algo así como “maestro, mucho gusto”… Escuché un acordeón triste fuera de los linderos de su casa, era un vallenato de Juancho Polo Valencia reclamándole a Dios vida, acusándolo de no haber hecho nada por su Alicia adorada. “Aquel fuelle nostálgico, amargamente humano, que tiene tanto de animal triste.” Todos continuábamos alrededor de la mesa como abejas mudas.

Saludó enseguida a Rita quien se le acercó. Gabo la abrazó y ella, con sus escasos uno cincuenta metros, pareció recogerse como un pichón entre sus brazos. Mercedes y los demás nos mantuvimos en las sillas. Jaime García Márquez, su hermano ingeniero, llegó unos minutos más tarde. Jaime siempre está corriendo. Desde aquella vez, aún antes de que Gabo recibiera el Nobel, cuando abandonó su brillante carrera de ingeniero constructor para atender su llamado y dedicarse por completo a ejercer la profesión de hermano. Y sigue trotando aún para ganarse su vida, la suya, la de sus hijos y la de su mujer. Sin pensión ni seguridad social, fue el pago que recibió por el placer de vivir junto a su Gabito como lo llama.

Muchas han sido las impresiones, sensaciones y reacciones que ha ocasionado conocer al Nobel. Muchas de ellas han sido relatadas por personalidades y gentes de toda índole. Yo debo señalar que no me produjo otra impresión que la de ver un anciano bonachón. Si este hombre fue petulante, nadie lo descubrió sino después de su gloria al escribir Cien años de soledad, en Ciudad de México, época en que Mercedes empezó a empeñar todas sus pocas joyas, el anillo de matrimonio, la nevera, el radio y hasta el cilindro de gas. Unos días más y hubiera terminado como Karl Marx cuando escribió El Capital, quien terminó en tanta indigencia que le tocó pedir limosna para comprar el ataúd de uno de sus hijos muerto de hambre. Juan Gossaín dice “Era tan pobre que escribía sus apostillas en el reverso de los boletines de prensa que la embajada norteamericana mandaba a las salas de redacción.”

Gabo “Nació en mitad de la nada, en un pueblo de menos de diez mil habitantes, la mayoría de los cuales era analfabeta, con calles sin pavimentar, sin acueducto, y con un nombre, Aracataca –alias macondo–, que da risa a quien lo oye por primera vez. Y sin embargo se convirtió en un hombre adinerado, con siete casas en lugares glamurosos de cinco países diferentes, ha sido a través de su vida un defensor de causas benéficas, un constructor de empresas positivas y un miembro de la izquierda progresista,” relata Gerald Martin, junto a quien he ganado el título honorifico de ser otro miembro de la familia García Márquez y hoy día su biógrafo más connotado, a quien Gabo reprochara “Por qué quieres escribir una biografía si las biografías significan la muerte”. Gabriel Eligio, su padre, fue más explícito al referirse a Aracataca como “Ese pueblo de mierda”. Frase con la que en su momento Gabo quiso titular su novela La mala hora.

Hoy, las cosas han cambiado, Mercedes Barcha, la Gaba, su Meche, quien en los tiempos dramáticos de México, cuando ya García Márquez adquiría renombre de escritor, no podía asistir a reuniones sociales por no tener que ponerse, es quien maneja todas las cuerdas de su esposo, inclusive, según Gabo, “El departamento de rencores.” El Nobel, no obstante su poder y su riqueza, siempre consciente de que “El mundo se divide entre los que cagan bien y los que cagan mal.” Recordando su vida en Europa afirma que “Nadie sabe que comí mierda en París”, hambres que no podían calmarse con el tiempo como alguna vez lo dijo Gunter Grass: “Es el estómago vacío un espacio que puede llenarse a posteriori”. Fue en París donde sus hambres y fríos encontraron a una generosa señorona francesa, Madame Lacroix, quien le dio refugio por meses porque “No hacía fiestas, ni se emborrachaba. Siempre oíamos, hasta muy tarde en la noche, su máquina de escribir.” Fue la capital francesa en la que su amigo de casi toda su vida, Plinio Apuleyo Mendosa, lo retratara “Enfundado en un abrigo color camello, bebiéndose una cerveza que le dejaba huellas de espuma en el bigote, tenía un aire de distante superioridad”. El propio García Márquez lo recuerda “Yo no había tenido conciencia muy clara de mi situación hasta una noche en que me encontré de pronto por los lados del Jardín de Luxemburgo sin haber comido ni una castaña durante todo el día y sin lugar donde dormir”. Nunca después de haber recuperado su economía, pudo recuperar sus vergüenzas, ni esa inseguridad que origina el hambre, le confesó al ex rector de la Universidad Nacional de Colombia, Fernando Sánchez Torres. “Voy a confiarle algo: yo soy patológicamente tímido. Me da miedo llegar solo a una reunión, sobre todo después de esa vaina del premio Nobel. Todo el mundo me mira como animal raro, lo cual acentúa mi timidez.” Ese miedo e inseguridad le vino desde que era niño. “Cualquier cosa mala que hagas me la dirán los muertos” le decía su abuela. Agrega el Dr. Sánchez Torres que “García Márquez nunca concibió la vida sin la maldad de la enfermedad y sin el aliento mágico del médico, existía, también por lo menos, el temor de llegar a sufrir las precariedades que ha padecido en los últimos años de su vida.” Gabo dice. “El cuerpo humano no está hecho para los años que uno pueda vivir, la vejez es un estado indecente que debía impedirse a tiempo.” A su vez, se burlaba de los galenos. “Si hubiera hecho caso de un médico llevaría muchos años enterrado. No me imaginé que esta vaina fuera tan grave como para pensar en los santos óleos. Yo no tengo la felicidad de creer en la vida del otro mundo”.

Carmen Balcells su agente literaria afirma “el más grande defecto de García Márquez es su soberbia vanidad, es la virtud de alguien que sabe a la perfección donde está parado, a que distancia del resto y cuanto mide”.

En la década de 1960 huyéndole a la pobreza se refugió en México donde escribió su obra cumbre Cien años de soledad. “Macondo no es un lugar sino un estado de ánimo que le permite a uno ver lo que quiere ver, y verlo como quiere”. En México vivió más que en Colombia, allí también se hizo ciudadano. “México no es mi segunda patria, simplemente una patria distinta.” Su primera vida en el país azteca fue en busca de oportunidades buscando sobrevivir con cualquier cosa para poder escribir.

La década de los 80 fue dolorosa. Protegido por el gobierno mexicano de la persecución de “un presidente borracho, bailarín y analfabeta” se vio obligado a abandonar la patria, Colombia. “Este es un gobierno de mierda pero es mi gobierno. Ahora se sabe por qué me buscaban, por qué tuve que irme y por qué tendré que seguir viviendo fuera de Colombia, quién sabe hasta cuándo, contra mi voluntad”.

Desde sus inicios como escritor García Márquez fue vapuleado. Al publicar su primera obra La Hojarasca, el editor y erudito Guillermo De Torre no solo le rechazó la novela sino que le recomendó dedicarse a otra cosa pues no pasaba de ser un escritorzuelo condenado al fracaso. Hasta comentarios como los de Fernando Vallejo, quien con su lengua hermosamente viperina se refirió así al libro El amor en los tiempos del cólera. “¡Que nombre tan estúpido el de semejante título! Un güevón inflado, lambeculos, aduladores como vos. “Huevos prehistóricos” ¡Prehistóricos serán los tuyos, güevón!” Grandes escritores lo criticaron. Roberto Bolaño comentó: “El realismo mágico apesta, Gabriel García Márquez es un hombre terriblemente complacido de haberse codeado con tantos presidentes y arzobispos.”

A pesar de su éxito literario y de ser reconocido mundialmente en el mundo de las letras, Gabo resistió estoicamente, respetaba cualquier cosa que se dijera sobre él. Además, evitó referirse a escritores nuevos y viejos, quiso evitar que sus declaraciones de buena voluntad hicieran estragos y terminaran haciendo más daño que bien. Jamás descalificó a escritores consagrados. Solo se concedió una licencia para alabar y admirar a un poeta. Fue a Raúl Gómez Jattin, aquel que escandalizó a Colombia reivindicando el amor y el sexo con las burras, que ya hacía parte de Cien años de soledad. “Te quiero burrita. Claro que la burra es lo máximo del sexo femenino pero la mula lo chupa, la yegua es de lo mejor”.

Incluso después de muerto, en Colombia se le ha deseado el infierno y se le ha visto como un “miserable costeño engreído, arribista”. A su alrededor se ha creado una especie de “Gabofobia”. Para Héctor Abad “Su más notoria debilidad humana, una atracción fatal por quienes detentan el poder político del mundo, le ha granjeado detractores que saben aprovecharse de la única grieta que resquebraja su imponente personalidad.” Mario Mendoza reconocido novelista colombiano retratándolo, dice. “Se ve como el más inseguro, el más necesitado de todos, y quizá por eso mismo era el que más coraje y más terquedad tenía que demostrar.”

Su exposición en los medios era muy rentable, que incluso al escritor Norberto Fuentes se le atribuyó la afirmación de que Alina, la hija de Fidel Castro, había tenido una relación sentimental con el Nobel, sobre la que, según el mismo Fuentes, Gabo expresó alguna vez. “Me muero de la vergüenza si el comandante se entera”. Y aclara sobre el tema: “Yo nunca manifesté que pensara destapar los secretos de alcoba de García Márquez. Lo más que dije una vez fue que yo conocía, desde luego, muchas cosas de la vida privada de Gabo”.

Su vida privada fue protegida con una coraza tan inexpugnable que es hasta difícil encontrar fotografías de él con sus hijos. La única huella visible de su vida privada, que se convirtió en escándalo público de proporciones universales, fue su tormentosa pelea aquel 12 de febrero de 1976 con el hoy también Nobel Mario Vargas Llosa. Disgusto sobre el cual ambos tuvieron un elegante pacto para no referirse al tema, ese pacto se mantuvo hasta la muerte del primero en morir y tal parece se mantendrá hasta la muerte del segundo.

En enero de 2013 coincidí en un evento con Vargas Llosa en la ciudad de Cartagena, me firmó un libro que entre otras cosas no era de su creación, momento que aproveché para preguntarle al oído si conocía algo de la salud de García Márquez. Estiró su largo y elegante cuello, me miró guardando silencio y en el momento que creí iba a referirme algo sobre Gabo, sus ojos se elevaron, su mirada pareció perderse en un punto fijo, volvió hacia mí y me contestó: “Discúlpame”, su mirada bajó hacia su mesa y me agregó: “No te imaginas cómo está mi cabeza en este momento”. No insistí más, me fui a la mesa que en ese momento ocupaba solo el expresidente Belisario Betancur quien anotó en el mismo libro que antes me había firmado Vargas Llosa esta nota: “¡La obra de García Márquez es la excelsitud!”. Tengo el libro en mi mano La soledad del lector de David Markson.

En los últimos años según relata su hermano Jaime solo falto una ligera iniciativa por cualquiera de los dos para que ambos se hubieran reconciliado en un abrazo, se querían, se respetaban y admiraban. Ese instante esperado al parecer no llegó a darse. Sobre esto Jaime no se compromete mucho, pero sabe por qué lo dice.

Hoy, ya desaparecido uno de los dos Nobel, por ser parte de la vida de Gabo, resalto dos opiniones sobre el episodio. Plinio Apuleyo Mendoza, relata que “Patricia, la esposa de Vargas Llosa, se encontraba en Barcelona sola buscando un apartamento. Carmen Balcells, hizo una comida a la cual asistieron tanto ella como Gabo. Después de esto, ellos y algunos del grupo se fueron a una discoteca a tomar una última copa. Como al día siguiente Patricia tenía que tomar un avión, Gabo se ofreció a llevarla al aeropuerto. En el trayecto se perdió y Gabo le hizo el chiste de que sería mejor que la dejara el avión. Esa, secuencia, deformada de boca en boca, habría llegado a oídos del peruano, que cuando se encontró a su amigo le dio el puño”.

No obstante, Gabo, por más amigo de Plinio que fuera, nunca le concedió licencia ni a este ni a nadie de meterse en su vida privada y jamás le refirió nada al respecto, ni en las más largas entrevistas que le concedió. Ni siquiera, se lo permitió al mayor de sus biógrafos, a su íntimo y casi hermano Gerald Martín, quien no mencionó ni una palabra sobre el episodio en su biografía. Gabo no se lo hubiera permitido, ni Gerald Martin, como buen inglés, hubiera sido capaz de violar tanta intimidad.

Mercedes Barcha, aún al calor de la pelea y como testigo presencial de tan ingratos recuerdos, le relató al fotógrafo Rodrigo Moya, quien plasmó el golpe de Vargas Llosa sobre Gabo, el episodio que Moya repite así: “Gabo quería una constancia de aquella agresión, y yo era el fotógrafo amigo y de confianza para perpetuarla. Claro, pregunté azorado qué había pasado y, claro también, Gabo fue evasivo y atribuyó la agresión a las diferencias que ya eran insalvables en la medida que el autor de La guerra del fin del mundo se iba a ritmo acelerado con el pensamiento de derecha, mientras el escritor que años después recibiría el Premio Nobel, seguía fiel a las causas de la izquierda. Su esposa Mercedes Barcha quien lo acompañaba en aquella ocasión luciendo enormes gafas ahumadas, como si fuera ella quien recibió el derechazo, fue menos lacónica y comentó con enojo la brutal agresión, y la describió a grandes rasgos: En una exhibición privada de cine, García Márquez se encontró poco antes del inicio del filme con el escritor peruano. Se dirigió a él con los brazos abiertos para el abrazo. ¡Mario! Fue lo único que alcanzó a decir al saludarlo, porque Vargas Llosa lo recibió con un golpe seco que lo tiró sobre la alfombra con el torso bañado en sangre. Con una fuerte hemorragia, el ojo cerrado y en estado de shock, Mercedes con algunos amigos de Gabo lo condujeron a su casa en el Pedregal. Se trataba de evitar cualquier escándalo y hospitalizarlo no habría pasado desapercibido. Mercedes me describió el tratamiento de bistecs sobre el ojo, que le había aplicado toda la noche a su vapuleado esposo para absorber la hemorragia. Es que Mario es un celoso estúpido, repitió Mercedes varias veces cuando la sesión fotográfica había devenido charla o chisme”.

Al final de sus días, Gabo ya no viajaba, lo viajaban, lo llevaban por todo el mundo, parecía un monje feliz, una especie de Buda viajero, como si fuese una maleta, solo que él no era la maleta. Mercedes siempre lo acompaña hasta los rincones más extremos del mundo, su “cocodrilo sagrado”, con quien se casó: “para no comer solo”. Ella le responde con un “hijueputazo”, cada vez que Gabo se lo recuerda. Él con su humor negro le comenta al oído al poeta José Luis Díaz Granados “Es difícil convivir con una mujer, ¡Es más fácil vivir con otro hombre…! Ella es quien me pone para los dulces, como a los chicos”. Cuando ya era poderoso seguía sintiéndose pobre porque “No soy rico sino un pobre con plata y los ricos tienen envidia de que los pobres tengamos plata”. Y en tiempos de escasez nunca se quejó ante nadie de su pobreza, se refería a ella en su parabólico lenguaje “Cuando las cosas son pocas las cosas no las hay, cuando son muchas, las cosas no alcanzan”.

Mercedes, madura, vieja y guapa con una edad cercana a los ochenta años, parece una serpiente de desierto, los años no le han robado la elegancia en los movimientos, se queja aún porque “Nunca me dice que me ama”. Matriarcal, protectora, rencorosa y dulce, Gabo definió a este tipo de mujer. “Muchas veces he pensado si este modo de ser de las mujeres que en el Caribe es tan evidente, no será la causa de nuestro machismo”. Ya millonario, Gabo no le temía a la vida sino a que “La inminencia de la vejez me estuviera volviendo tan serio como un cachaco”. Mercedes sobrevive con dos vicios despilfarradores e incorregibles: El de comprar ediciones primarias de Gabo y adquirir por todo el mundo los libros más raros relacionados con su marido y además comprar una cantidad exorbitante de los cigarrillos que fuma, asunto sobre el cual Gabo sólo le reprocha “Hagamos una pausa para que salgas a suicidarte.”


Mi reunión con el Nobel se aproximaba. Cosas inexplicables jugaron a mi suerte. Había una barrera que lo hacía inaccesible y por su precaria salud cada día era más difícil acceder a él. Era casi inalcanzable para periodistas de todo el mundo que lo persiguieron durante años. Mercedes no da pauta para que se rompa esa barrera. Algunos momentos, que cada vez son más pocos, en los que Gabo se encontraba en la plenitud de sus sentidos, eran aprovechados al máximo para dejarlo aparecer ligeramente con Carlos Slim el hombre más rico del mundo o con el expresidente de los Estados Unidos, Bill Clinton o para irrumpir en cualquier evento cultural en el más completo hermetismo, llegando a los escenarios cuando la luz se apagaba y retirándose antes de terminar la función que fuera, todo para evitar ser visto o peor aún ser importunado.

El destino divino y la cercanía a algunos miembros de su familia me habían abierto las puertas. Manteniendo absoluto respeto y discreción, jamás ventilé que alguno de su clan familiar me sirviera de enlace para entrevistarlo. Un día recibí una sorpresiva y emocionante llamada telefónica de Aida, ex monja y hermana del nobel, quien con su voz, con el timbre de una campana de bronce, me dijo: “¡Emilio! Gabo te espera mañana en su casa, debes estar allí a las 12:30. Debes ser puntual. Él tiene muchos compromisos. Yo no puedo acompañarte, tengo gripa y no quiero que Gabito se contamine por mi culpa. Irás con Rita mi hermana, con ella estarás mejor, es como si fuera tu casa”. Esta llamada se produjo cuando un luto envolvía la ciudad de Barranquilla donde yo me encontraba por enésima vez en sus carnavales. A esa hora caía la noche y había sido enterrado Joselito Carnaval. Las viudas lo habían llorado entre gritos desgarrados, reclamando a Dios que el descanso eterno no lo fuera tanto. Muchas de las viudas, incontrolables en su dolor, se arrojaban a la parte más noble del muerto, querían llevarse en un mordisco un último recuerdo, él, parecía el muerto más feliz de la tierra. Su medio metro era bañado en lágrimas y besos mientras sonaban los acordes de la gaita y las tamboras.

En Cartagena se respira siglo XVII, sus calles estrechas guardan olores lejanos y a esta hora del medio día las damas encumbradas de la Cartagena rancia no se atreven a dar la cara al sol, temen derretirse. Gabo alguna vez la llamó “La ciudad cachaca del Caribe.” En ella fue feliz, siempre añoraba su tierra “El Caribe es el único lugar del mundo en que no me siento extranjero y donde pienso mejor”.

Es la hora convenida, las 12:30 del mediodía, la misma hora y el mismo sol del sábado 18 de febrero de 1950 en que Gabito a sus 23 años viendo a su madre en las calles desoladas de Aracataca en busca de vender lo que quedaba de su casa, descubrió que sería escritor. Hoy me dirijo a una de sus lujosas mansiones que queda al lado del hotel Santa Clara, uno de los más prestigiosos del mundo donde los huéspedes pagan una suma adicional para poder apreciar aunque sea de lejos una parte de la casona del Nobel. Es una casa colonial diseñada por el reconocido arquitecto Rogelio Salmona. Gabo adquirió esta casa hace cuarenta años e inició su remodelación “Cuando llegamos aquí yo no recordaba que era mía, entonces sembramos árboles y nos quedamos”. Es la casa donde ahora vive Gabo, muy diferente a aquella en “donde yo nací que es ahora un corral de puercos”.

Voy por vías estrechas en un pequeño camión de estacas de madera. Me detengo en el parque Simón Bolívar de la ciudad amurallada. Allí todavía se encuentra la escultura de origen francés, donde el libertador monta a “Muchachito”, un gigante caballo negro de bronce macizo que da sombra, con su larga pata, a una amplia y fría banca de mármol. En el pedestal del caballo leo: “Nada puede serme más lisonjero que verme colocado entre los beneméritos del estado de Cartagena” Bolívar.

Paradójicamente es el mismo parque donde Gabo hace más de sesenta años durmió al aire libre un lluvioso invierno de abril. “Abril son más rosas porque huelen mejor y no porque pueden rimar abril con toronjil;” es en esa misma banca en donde Gabito se cubrió con cartones para mitigar la lluvia y el frío de la madrugada y es la esfinge del libertador que acogió a Gabo en 1948 cuando huyó de la capital. “Todos los cachacos andaban de negro, parados ahí con paraguas y sombreros de coco, y bigotes. Y entonces, palabra, no resistí y me puse a llorar durante horas. Desde entonces Bogotá es para mí aprehensión y tristeza”. Uno de sus más admirados escritores Eduardo Zalamea tampoco soportó la Bogotá de entonces. “Una ciudad maltrecha, fría, ceñuda, arrebujada en sus cerros pelados, desastrosamente construida, todos los ciudadanos se creían poetas y literatos. Lloro ahora por la ciudad que abandoné lleno de odio”.

No se imaginó Gabo, durmiendo bajo la estatua de Bolívar, que más tarde, él mismo iba a ser objeto en vida de esa lisonja “La gloria es una cosa aplastante, en mi pueblo quisieron hacerme una estatua, pero me negué por miedo a que me decapitaran”, quizás después de haber dormido a los pies de la estatua de Bolívar, temía vivir lo mismo que el Libertador.

García Márquez, salió de Bogotá al Caribe después del 9 de abril de 1948, día en que asesinaron a Gaitán. Allí coincidió con Fidel Castro, ambos con 21 años de edad. Fidel y Gabo lo recuerdan. Fidel relata: “Un hombre se desahogaba dándole golpes a una máquina de escribir y para ahorrarle el esfuerzo descomunal e insólito la lancé hacia arriba y voló en pedazos al caer contra el piso de cemento.” Gabo complementa: “Fidel, yo era aquel hombre de la máquina de escribir.”

Luego vino el triunfo de la revolución cubana y los dos colosos volvieron a coincidir en muchos eventos, hasta hacerse estrechamente amigos. Tanto que el único día que Fidel Castro estuvo a punto de perder el poder fue por culpa del propio García Márquez. Iniciaron una incansable tertulia por más de día y medio. Sin saber dónde diablos se habían metido, los organismos de seguridad cubana debieron transmitir de urgencia la alarma a Raúl Castro hermano del comandante. Finalmente los encontraron, exhaustos, en un cuchitril de mala muerte donde llevaban treinta y seis horas, tomando café y algunas botellas de ron cubano. Eran dos especies de hermanos irresponsables. Años después, Fidel Castro en el esplendor de su poder debió viajar a Cartagena para asistir a la VI Cumbre Iberoamericana. Se sabía que algunos francotiradores se apostaban en la ciudad para atentar contra su vida y toda la seguridad estaba al borde de enloquecer. Finalmente el propio Fidel resolvió el grave incidente: “Llamé a Gabo, que estaba cerca ¡Monta con nosotros en este coche para que no nos disparen! Así lo hizo. El pretexto fue que la cabeza de Gabo se interponía obstruyendo la visión”.

Ese mismo año de 1948 Gabo abandonó sus estudios de derecho para dedicarse al periodismo. Asunto que más tarde su padre le reprochó con un: “Cuentista” Embustero…embustero es lo que es”.

El pequeño camión en que voy parqueó frente a la casa, un obrero de la construcción vestido con una camiseta con los colores patrios desvanecidos, manchada de blanco. Descansa sentado a la sombra de un gran matero. Un vendedor ambulante le sirve café de un termo viejo en un vaso de plástico. Al frente de la vivienda un hombre trepado en un andamio limpia el polvo a una ventana de madera empotrada en la pared zapote de tierra pisada. El sol del medio día es implacable, una chiva llena de turistas cachacos escuchan batiendo palmas “La casa en el aire”, vallenato inmortal de Escalona. Otros están en la muralla con sus sombreros caribes. A esta hora, en las amplias claraboyas de la muralla, no hay parejas refugiadas haciendo el amor a la intemperie frente al mar, faltan aún las sombras alcahuetas de la noche, una palmera se bambolea llevando el ritmo de la brisa arrebatada. Los rincones de las calles están regados de pétalos de buganvilias multicolores, algunas caen perezosamente. Al fondo, el mar parece dormir.

En mi afán de cumplir la cita y llevar la maqueta, olvidé que tenía el carro en Barranquilla y debí hacer esfuerzos infructuosos para conseguir transporte en un día donde nadie trabajaba en medio de las celebraciones del carnaval. Solo caí en cuenta del olvido un día después cuando ya me encontraba en Cartagena.

Un portón colonial inmenso de madera café nos separaba del interior. La arquitecta, hija de Rita, quien también nos acompañaba, timbró. Apareció Rafael, especie de mayordomo, un hombre de contextura fuerte, maduro, de unos 70 años, más de 20 al cuidado de la casa, Rita se identificó y a los pocos segundos, abrió de par en par el portón e ingresamos al amplio patio enmarcado de grandes materas blancas sembradas de palmeras. Lo demás eran flores y pequeños brotes de pasto verde bien cortado y fresco.

Procedo a bajar la maqueta de la casa de Aracataca, diseñada por Chechi su sobrina, quien con el apoyo de la memoria de quienes allí vivieron junto a Gabo en su niñez, logró una espléndida reproducción. Fueron sus primeros diez años de vida que Gabo compartió junto a su hermana Ligia, fotográfica de sus recuerdos, incansable, acelerada en su hablar y caminar, clara, evidente, incorregible; Aida la monja de la familia quien hoy aún y desde siempre protege a gran parte de sus hermanos, sobrinos y sus descendientes; su otra hermana y la que más convivió con Gabo esos años fue Margoth poco menor que el Nobel, mujer taciturna, nerviosa, enfermiza, amante de comer tierra desde su niñez. García Márquez se crió entre mujeres “masculinas” que lo protegieron y lo asustaron hasta el año 1943 en que abandona definitivamente su hogar rumbo a Bogotá en busca de oportunidades para su estudio. En la misma fecha en que su otro hermano, Luis Enrique ingresa a un reformatorio de menores extraviados en la ciudad de Medellín. Este era el ambiente de una familia numerosa sin mayores recursos para vivir, en que la única forma de vida posible era lanzarse al vacío, renunciando al calor familiar a una edad temprana en que más lo necesitaba.

Gabo rememora esas severas condiciones de su infancia, hablando de su padre. “Siempre fue más pobre de lo que parecía y tuvo a la pobreza como un enemigo abominable al que nunca se resignó ni pudo derrotar”.

Un incidente grave se agregó al Gabito de entonces que precipitó su viaje a Bogotá. Fue su conducta juvenil cuando adelantaba estudios secundarios en el colegio San José de Barranquilla, allí ocurrió un escándalo, a sus trece años de edad, en que lanzó en medio de improperios restos de tinta al rector y al cura de la institución educativa que le valieron matrícula condicional. Era ya el Gabito irreverente, retador, en busca de su identidad.

Gabo llegó a Bogotá con el fin de adelantar estudios secundarios, pero terminó en la paramuna población de Zipaquirá distante de la capital de la república en un liceo que recogía estudiantes deprimidos de todo el país y donde en su biblioteca “Sólo había un libro de Aristóteles y las obras completas de Freud”. Esas lecturas no le alcanzaron ni para aclarar superar el complejo de Edipo. Gabo no sobresalió ni como estudiante de bachillerato ni mucho menos en sus estudios de derecho en la Universidad Nacional de Colombia donde ingresó en el año 1947 Sus notas allí, lo demuestran. En el primer año perdió materias que nunca recuperó y en el segundo fue catastrófico. Perdió todas las materias. Su hermana Aida al ver las notas que le muestro me dijo “Voy a llamarlo y ponerlo al descubierto, que vergüenza, que mal ejemplo, y eso que a mí no me bajaba de ser una bruta”. Lo hizo en medio de risas cuando compartimos un café en su apartamento de Barranquilla.


Yo, no iba en plan entrevistarlo lo cual no me comprometía a hacerle preguntas ni a indagar su vida, había leído todas sus entrevistas, su obra y notas de prensa y además compartí en muchos momentos cafés interminables con sus hermanos donde no había otro tema que hablar sino el de su vida, además que se le puede preguntar a un hombre que por más de sesenta años ha hablado de todo, y al que yo no conozco. No obstante debo confesar que llevé mi celular activado quise guardar esta reunión privada; Dios a veces es bueno, mi cámara no funcionó, hoy mi conciencia me hubiera castigado por deshonrar esa reunión tan sagrada, tan íntima.

Para esta época de mí entrevista se conocían algunos pormenores de la salud del Nobel. “Lo único peor que la mala salud es la mala fama”. Los especialistas la llaman síndrome de insuficiencia cognoscitiva que no es otra cosa como la definió alguna vez su madre Luisa Santiaga: “La pérdida de la memoria es como una mancha de aceite que se expande al pasado”. Años atrás Gabo, por otros motivos de salud, se internó en la clínica Santafé de Bogotá donde se le diagnosticó síndrome de agotamiento. Todo se llevó dentro de la más absoluta discreción pero su madre que solía adivinar las cosas por los olores del viento lo supo, ya había perdido la memoria, pero la recuperó solo para llamar a todos los hospitales y clínicas de la ciudad hasta que dio con él, luego de que Gabo se recuperó, su madre entró en un mutismo hasta su muerte.

Frank Kafka el mayor escritor que influyó en su vida y obra de Gabo, como él también sufrió los males del alma y del cuerpo. Kafka dice: “Bajo cada intención se halla agazapada la enfermedad como bajo la hoja de un árbol. Cuando te inclinas para verla, y ella se siente descubierta, se levanta de un salto, la flaca y muda malicia, y en vez de ser aplastada, quiere ser fecundada por ti”.

Otra enfermedad incurable para Gabo de la que no se hizo tratamiento alguno fue temor enfermizo a sentir vergüenza. “Siempre pienso que sobro en todas partes”. Íntimamente no ocultaba nada respecto a su salud. En México al borde de la locura escribiendo Cien años de soledad, en medio de espantosas dificultades refirió. “Trago tranquilizantes untados en el pan como mantequilla”.

La pérdida de su memoria es el mal que aqueja a la familia García Márquez y que extrañamente todos los hombres la han sufrido, pero ninguna de sus hermanas. Ahora que da muestras de esta enfermedad, Gabo era consciente de su herencia, compartiendo con su primo poeta José Luis, anotaba “Es el mal de la familia. Yo ya estoy preparando los otros tomos de memorias antes de que me olviden las cosas”. También se refirió a su enfermedad cancerígena que lo atacó en 1999, con la mamadera de gallo acostumbrada. “La ventaja de haber tenido linfoma, tanta terapia, quimioterapia, tratamientos, terminan barriendo todo lo malo que uno tiene”. Tenía una frase lapidaria para todo, hasta para sí mismo. “Todo enfermo, está esperando que le llegue la divina providencia”. Quizá todas esas drogas que le suministraban en cantidades le sirvieron restar sus impulsos sexuales, otrohora desenfrenados. “Todos los hombres somos impotentes. El sexo es una virtud que yo no tengo”. Cuando coronó el éxito y lo afrodisíaco del poder, era ya bastante mayor. A Plinio Apuleyo con picardía le comenta al oído. “Espérese, compadre, a que cumpla cuarenta años y verá cómo empieza a ver bonitas a todas las mujeres”

En El amor en los tiempos del cólera habla a través de su personaje. “La memoria del corazón elimina los malos recuerdos y magnifica los buenos, y gracias a ese artificio, logramos sobrellevar el pasado”.

Jaime García Márquez, su hermano más cercano me dijo que la mejor fórmula para combatir la pérdida de su memoria que Gabo había encontrado era tomar champaña, al parecer las burbujas irrigan más oxígeno a la sangre haciendo las veces de ansiolítico, que controla la ansiedad que produce la enfermedad. Fue entre otras la razón de abandonar su bebida del whisky el preferido del Nobel. “El whisky es bueno, mi fórmula es: poco whisky, mucha agua y muchas veces”. Alguna vez el presidente de Panamá Omar Torrijos en una parranda le sugirió al Nobel tanquear el avión de whisky en vez de gasolina y recorrer el Caribe. Su padre que era más loco que Gabo le hubiera evitado la pérdida de la memoria con su solución fatal como alguna vez insinuó: “trepanándole la cabeza”.

A principios del año 2000, ante el avance de su pérdida de memoria había que llevarlo a la actualidad, provocar su pasado, inducirlo, jamás preguntarle nada. Gabo sufría enormemente por la ansiedad de no saber de qué se le hablaba y peor aún no poder recordar a su interlocutor que en el peor de los casos era un amigo. Lejana estaba la época en que poseía una memoria descomunal de elefante milenario, era tan prodigiosa que interrumpió alguna vez a su amigo Juan Gossain, quien quiso recordarle algo sucedido cincuenta años atrás, diciéndole. “Ajá, “Vas a seguir jodiendo toda la vida con la misma pregunta de la puerta del cine”. “Ahora eran otros tiempos, –le confesó a Díaz Granados– a mí me ocurre que cuando encuentro una grieta en la memoria me da pánico. Siempre tuve una memoria verraquísima”.

Él sabía de los estragos de la pérdida de la memoria, en sus últimos días que le permitieron disfrutar de la lectura rememoró al Nobel Gunter Grass: “La memoria es una parlanchina que se complace en las anécdotas”, y al escritor caribe Alonso Cuello. “La memoria es un campo de concentración”.

Pocos días antes de su muerte se le celebró una reunión en Cartagena animada por vallenatos que tanto degustaba. “Me gusta mucho la Diosa Coronada, Leandro Díaz, tiene una tristeza”. Comió, bailó, no lo hizo como lo hacía con todos sus hermanos en las más desaforadas jornadas de ron y mamadera de gallo, cuando todos bailaban porros, vallenatos y papayeras agarrándose las güevas, mostrándolas a los concurrentes que se desternillaban de la risa.

En esta última parranda que se celebró en su honor en Cartagena, vio a un hombre al extremo de la sala, lo miró intenso, fijó sus ojos saltones escrutadores pero no pudo recordar de quién se trataba, atravesó la sala hacia él, lo abrazó con fuerza y le dijo. “No recuerdo quién eres tú, pero sí sé que te quiero mucho”. Se confundieron en un abrazo estremecedor, ambos lloraban sin pronunciar palabra alguna, todo estaba dicho en ese abrazo, era su hermano Jaime quien de manera discreta se retiró callado, no le dijo su nombre para no herir más esa alma que ya sufría demasiado.

Ahora Jaime que está a mi lado en el café Ábaco de Cartagena donde charlamos hace rato, me rememora esa escena con sus ojos empañados, le tiembla su voz, me mira y me dice. “Tú eres de mi familia, tú eres otro hermano”.

Gabriel García Márquez, en Cien años de soledad, la llamó la peste del olvido y se adelantó muchos años a su propio futuro. Sentenció en uno de sus personajes a quien “El destino le deparó la inmensa fortuna de perder la memoria”. Al final de su vida ya había callado su pluma, los achaques de su vejez no le daban tregua y su mente le había borrado esa fuerza vital de su escritura.

A finales del siglo XX, la salud de Gabo se deterioró demasiado, debió ser sometido a altas dosis de quimioterapia, sus defensas se redujeron hasta un 30%, pero recuperó su peso, su fortaleza.

En Cuba se le realizaron pruebas genéticas para controlar su enfermedad. “Nunca se sabe si una persona está bien mal de un cáncer”, debió tomar en los últimos años de su vida de forma permanente pastas que lo inducían al sueño, ya su caminar de paso llano delataba su pérdida de sensibilidad en los pies producto de los efectos colaterales de su tratamiento con quimioterapia para su cáncer linfático que, a pesar de su aparente recuperación le exigía, debía someterse a controles rigurosos de forma permanente. Ese mismo cáncer fue el que finalmente hizo metástasis y le ocasionó la muerte. Esa muerte, su propia muerte que quiso relatar con su pluma. “La muerte, es la experiencia más importante de la vida de uno sobre la cual no podré escribir una novela”. Nunca habla de su muerte, le temía, era algo intocable, lo hacía por medio de sus personajes. “La muerte es como si de pronto se apagara la luz”.

Sus últimos años debió sufrir no por la enfermedad que lo consumía sino por el drama consciente de no poder escribir que para él debió ser el mayor de sus sufrimientos.

Estoy sentado con Gabo, y como como siempre, él está rodeado de mujeres. Tanto que los hombres de su familia cercanos se ufanan de decir que mean sentados.

Mi diálogo con García Márquez se originó, años atrás en que me puse la tarea de reconstruir un modelo de la casa donde el nobel nació y se crió durante su niñez. Fue conocido el gran disgusto que Gabo sintió cuando se quiso reconstruir su casa de Aracataca sin ni siquiera tener en cuenta sus recuerdos, ni los de su familia, la casa reconstruida debió ser nuevamente derrumbada ante su reacción y su orden perentoria de que él mismo la reconstruiría como era, orden que debió acatarse sin discusión después de que se invirtieron miles de millones de pesos del erario público para viajar centenares de arquitectos, ingenieros, y ministros en línea de primera clase, bajo el pretexto de estar construyendo una casa museo en memoria de Gabriel García Márquez. La maqueta que finalmente sirvió de modelo. En ese proyecto me había empeñado junto a la familia García Márquez en una tarea minuciosa que incluyó varios viajes en carro a la población con sus hermanas. Finalmente el logro arquitectónico plasmado en una maqueta por la sobrina arquitecta del Nobel, donde se aprecia con absoluta realidad cada uno de sus cuartos, pasadizos , patios, solares, muebles, detalles hasta de la escalera de madera donde encontró la causa de muerte su abuelo el coronel Nicolás quien años atrás en su busca de una lora extraviada cayó al vacío. Gabo le dijo a Dasso Saldivar su otro brillante biógrafo: “Todos los días de su vida despertaba con la impresión falsa o real, de que había soñado que estaba en la casa de Aracataca”. Era allí donde “La abuela lo sentaba en una silla de mimbre a las seis de la tarde y lo amordazaba con el terror de los espíritus endémicos de la casa para que no siguiera preguntando y molestando”.

La vida, según Rubén Blades, te trae sorpresas. Nunca me imaginé conocer a Gabo, ni hice el menor intento por lograrlo, mi cercanía con su familia no me permitió esa indelicadeza. Gabo es un hombre a quien todo el mundo perseguía, buscaba, se le rendían honores de presidente, de primer ministro y hasta de papa sin ser ninguno de ellos. En el fondo era una especie de pirata anarquista que imponía sus propias razones, escogía con quien hablar desde un taxista, una prostituta callejera o el más encumbrado de los presidentes y los multimillonarios más ricos del mundo. “Como estarán de jodidos los ricos que ya ni siquiera pueden coger rabia”. Se sintió ciudadano del todo el mundo, salvo de Bogotá que para él era triste, oscura, lluviosa. En Bogotá no pudo saborear la música de acordeón que tanto disfrutaba en la costa, eran los tiempos aquellos en que el vallenato era rechazado por la sociedad Bogotana. En una entrevista poco antes de su muerte Rafael Escalona me dijo: “ El vallenato era como una mierda, no sólo de boñiga, según los señoritos andinos que no resistían esos cantos al amor nacidos de las entrañas campesinas, como aquel verso que decía, “la mujer que coja/ la hago parir, / si no es por la boca, / es por la nariz : versos que escandalizaban y hacían sonrojar a los nostálgicos del vals, quienes no conocían ni siquiera la cagada de una vaca”.

En 1982 al recibir el Nobel el embajador de Colombia en Suecia, cachaco acartonado se opuso porque podría ser una vergüenza la presentación de vallenatos, cumbias, gaitas y porros en la academia sueca, para éste era hacer el oso y lo que recomendaba hacer era un acto protocolario de valses cagones tipo europeo, acto que debía según él ser restringido y vestido de frac como pingüinos escandinavos. Sobra relatar aquí la reacción de Gabo.

En esa Bogotá, lúgubre, de gente odiosa y presumida, donde muy poca gente lo quería, a los encumbrados rolos de abolengos comprados, no les cabía en la cabeza que un hombre caribeño nacido en un pueblo de mierda hubiera nacido en la literatura, los más relamidos de la élite lo dijeron por medio de uno de sus más poderoso representantes del poder: Roberto Posada García-Peña a través de su medio, el diario El Tiempo escribió. Es que Gabriel García Márquez está pagando un peaje por ser aceptado en una burguesía bogotana que siempre lo repudió y le temió aunque lo leyera” La conversión de G.G.M. no ha sido de la noche a la mañana, sino que obedece a un proceso claro: de haber sido privado de la visa a E.U. ha pasado a celebrar sus cumpleaños en Washington, de tener como amigos a los rebeldes e izquierdistas es el nuevo compañero de tertulias de César Gaviria –expresidente de Colombia– epítome del neoliberalismo. De vivir en la costa y hablar mal de los cachacos, a tener a los cachacos como jefes políticos. Parece más interesado ahora en que lo vean con Clinton que en aparecer con Fidel”. Gabo debió recordar aquella frase dolorosa que dijo Bolívar ante el mismo escenario arribista. “Vámonos que aquí no nos quiere nadie”. Fue Bolívar su héroe más admirado, a quien estudió tanto para escribir El General en su laberinto. Tanta era su admiración al Libertador que según Margaret Atwood – escritora canadiense – afirmara “Si Bolívar no hubiese existido lo habría inventado García Márquez. Es difícil encontrar una pareja tan completa entre el autor y su tema”.

Gerald Martin, su biógrafo cree que si Gabo hubiera nacido en Bogotá: “Ni era Gabo, ni era Nobel, ni había escrito Cien años de soledad”. Su madre, que no tenía pelos en la lengua y si una respuesta para todo reafirma lo dicho por Gerald Martin. “No solo era cierto sino que es verdad”. Para Luisa Santiaga el mayor orgullo de su familia no lo fue Gabo por el Nobel sino “haber tenido una hija monja”. En alguna ocasión una vecina insolente quiso mofarse de ella, por su situación económica, pero esta le ripostó con una sentencia que acabó la discusión “El que nunca ha tenido gallina, la mierda le parece huevo”.

García Márquez se mofaba de su personalidad, afirmaba que “Hubiera sido más útil a la humanidad si en vez de escritor hubiera sido terrorista”. Otro de los grandes, Jorge Luis Borges sentenció que “Lo peor para mí sería ser rico y ocioso. Creo que yo también me defino como un anarquista individualista”. Gabo, hombre a quien todo el mundo acudía en busca de soluciones desde problemas de familia hasta de la guerra nuclear y que alguna vez encantó tanto con su magnetismo al papa Juan Pablo II que le hizo perder la llave de dentro de la suntuosa sala papal, teniendo que (el Sumo Pontífice) pedir a pequeños gritos de auxilio hasta que apareció un guarda suizo desde afuera. Gabo, fresco, de humor negro incurable no pensó en la angustia del santo padre para salir del encierro sino en lo que hubiera pensado y dicho su madre de quedarse encerrado toda una noche con el Santo Padre. Eso sí que no, le hubiera dicho su madre, que le celebraba todo menos esos deslices.

Gabo se convirtió en un poderoso que no buscó el poder, el poder lo buscaba a él como alguna vez señaló el expresidente de Colombia Alfonso López Michelsen, pero que se lo dijo mejor su hermano Jaime García Márquez. “Ajá, y tú que tanto detestabas las vacas sagradas y ahora te has vuelto una”. Nunca tuvo más de cuatro amigos, todos fueron anteriores al momento de recibir el Nobel, todos han muerto, jamás pensó en ganarse el Nobel, creía firmemente que “Los escritores no estamos en el mundo para ser coronados y que todo homenaje público es un principio de embalsamamiento”, cuando recibió el Nobel, con esa pompa que caracteriza la ceremonia pensó “Mierda, esto es como asistir uno a su propio entierro”. Toda su vida fue un hipocondríaco sentimental, tuvo miedo de todo, a los aviones, a los presagios, a los borrachos y ante todo a los muertos. “Todos los días de mi vida me he despertado cagado de susto. Antes por lo que podía ocurrirme. Ahora por lo que me ha ocurrido”.

En 1947 Luis Villar Borda lo retrató. “Es un masoquista típico. Un día aparece por la Universidad diciendo que tiene sífilis. Otro día habla de una tuberculosis. Se emborracha, no presenta exámenes, amanece en los burdeles”.

Nunca quiso aceptar cargos públicos. “De Ministro de Cultura sólo me hubiera dedicado a hacer fiestas”, el premio Nobel jamás se le subió a la cabeza, lo primero que hizo cuando se le otorgó fue reunir a toda su familia y decirles “En esta casa no ha pasado absolutamente nada, la vida va a seguir igual. Yo no voy a cambiar y sé que ustedes tampoco, yo me voy ahora al taller a recoger el carro que están arreglando”. Siguió siendo el mismo Gabo, el mismo apellido García con pasaporte colombiano y las consecuencias que eso trae en los aeropuertos del mundo. Cuenta el escritor español Manuel Vicent lo que García Márquez debió sufrir en el aeropuerto de los Ángeles, Estados Unidos. “Al llegar allí el aduanero le había escudriñado hasta el último entresijo de sus cuatro maletas y él mismo sometido a una exhaustiva inspección corporal. Llamarse simplemente García, llegar en primera clase con un bagaje copioso y exhibir un pasaporte colombiano, hizo que saltaran todas las luces rojas. Un policía inmenso con la cintura rodeada por toda clase de ferretería lo condujo a interrogatorio”.

Un amigo que quiso saludarlo en ese momento de ganar el Nobel, no se atrevía por la razón íntima de que el Nobel estaba ocupado, Gabo le dijo “No seas pendejo, en este mundo no hay Premio Nobel que valga más que mis amigos”. Así lo hizo toda su familia, pero la más desaforada fue su madre cuando dijo “ojalá ese Nobel sirva por fin para que arreglen este teléfono de mierda”. Fue ella misma quien alguna vez con desparpajo y sin tapujos en la lengua manifestó que “Yo he fumado más mariguana en esta casa que todo el mundo”. Se refería al camino que había cogido uno de sus hijos, el bacán de la familia, el más mamador de gallo, su hijo querido, el “Cuqui”, de quien Gabo decía era el “único hermano que tengo, porque lo conocen más que a mí en Cartagena y donde dicen que yo soy hermano de él y no que él es hermano mío”.

Algunas veces al evocar “el periódico de ayer” de Rubén Blades, Gabo quedaba al borde del llanto, sus recuerdos evocaban a su hermano “Cuqui” desaparecido en el mar de la droga.

Gabo siguió siendo el mismo, aún después de lograr el premio Nobel. Llegar a su casa y ser recibido por una esposa feliz y también mamadora de gallo y rodeado de amigos era su mayor orgullo y felicidad.

Nunca firmaba, comunicados que lo comprometieran a favor o en contra de un gobierno, ni nada que comprometiera su imagen, celoso a morir con su vida privada, su independencia y su libertad de anarquista. “Los que no hemos sido ni estalinistas, ni comunistas, tenemos una gran libertad de pensamiento”. Alguna vez su compadre y amigo firmó una carta por él, respaldando una causa política creyendo era su sentir. Gabo sobre el tema se refirió. “A la única persona que le firmo un papel que diga que es una verraca es a Mercedes”. Hacía suyo la ecuación del Che Guevara “El deber de un revolucionario es hacer la revolución, el deber de un escritor revolucionario es escribir bien”.

El dinero para él no tenía valor, premios millonarios en dólares como el Rómulo Gallegos de Venezuela lo regaló a organizaciones humanitarias, olvidó que por más de 15 años donde tenía la plata que le otorgó la Academia Sueca por recibir el Nobel de literatura. Alguna vez quiso regalar por medio de su amigo Enrique Santos Calderón decenas de miles de dólares a un inexistente Comité de Solidaridad de Presos Políticos en Colombia y como este le hizo caer en cuenta que no había comité, Gabo le ripostó “Pues fúndalo, no joda, invéntalo”. Fue el nacimiento de la organización desde luego, ese era el Gabo, desprendido del poder, del dinero, se le saltaba ese incorregible anarquista y comunista que llevaba por dentro.

Ese era García Márquez, el tema de la paz de la que nunca fue pesimista, fue siempre su sueño, hizo hasta lo imposible por sentar a los contrarios pero nunca habló públicamente del tema. El exministro Rafael Pardo señala que “Siempre fue muy activo en este tema y su ayuda fue clave en momentos específicos. Ayudó a recomponer el trabajo con el M-19 y siempre se puso a disposición de los gobiernos. No hacía cosas a escondidas”. Por su parte dice el expresidente César Gaviria “No hay alguien que se haya preocupado tanto por la paz de Colombia como García Márquez”. En la época de Pablo Escobar Gaviria, cuenta Germán Castro Caicedo, hizo gestiones para frenar la violencia durante el gobierno de Belisario Betancur. Por algunas razones el Nobel no puedo comunicarse con el presidente para algo puntual, Escobar encolerizado sentenció “Entonces aquí va a tener que morir hasta el hijueputa”. Gabo al enterarse de la respuesta del capo exclamó: “¡Y se murió hasta el hijueputa!”.

Toda su obra giró alrededor de la muerte, sin embargo es difícil encontrar en ella algún renglón de maltrato físico, tortura, para él la violencia no reside en las muertes que provoca sino en sus efectos sobre quienes sobreviven y eso es preciso, lo que reflejan sus obras.

Gabo antes y después del Nobel se daba el lujo cuando lo quisiera de desayunar, cenar o celebrar sus cumpleaños con el Rey de España, el presidente Bill Clinton o Fidel Castro, pero a su vez “recomendaba a los muchachos que roben libros en las librerías”. Aprovechaba su poder de manera consciente y eficaz para acercar contrarios y sobre todo para la paz en Colombia, yo el quiero contar de dos infidencias de Gabriel García Márquez de las cuales fui testigo.

La primera cuando se reunió con el presidente de Colombia Juan Manuel Santos años atrás cuando con el objeto de facilitar el retorno del exguerrillero fundador del E.L.N. Fabio Vásquez Castaño quien me había hecho saber su interés de regresar al país dentro de la legalidad y como mensaje de paz a los colombianos. Gabo defendía su tesis. “Las guerrillas son tan colombianas como todos nosotros”. Años después facilitó que el ex alcalde Bogotá, Antanas Mockus hiciera algo parecido. Mockus en ésta ocasión no buscó a García Márquez sino al propio exguerrillero a quien de paso debió aguantarle una bravata violenta del ex alcalde quien le increpó de manera brutal con palabras y hechos su pasado violento. Delante de mí y en una cafetería de la Habana le lanzó con violencia un vaso de agua a la cara. Cabe recordar que tiempo después en un evento público en Bogotá, el ex dirigente guerrillero Francisco “Pacho” Galán le pagó con la misma moneda cuando el atacado fue el propio Mockus. Los diálogos de La Habana hoy estarían por lo menos pasados por agua.

La segunda sucedió años después cuando Antanas Mockus y Juan Manuel Santos aspiraban a la presidencia de la República y yo logré por medio de su hermano Jaime García Márquez que Gabo recibiera a Mockus a quien veía como el presidente que Colombia necesitaba en ese momento. Gabo se encontraba de vacaciones en Cartagena. De esta reunión queda una dedicatoria de Gabo a Mockus donde le dice: “Al amigo que siempre quise tener”. Si Mockus hubiera ganado la presidencia como estuvo a punto de lograrlo, otro gallo cantaría en las negociaciones de paz y en el futuro de Colombia. El apoyo político quizá no se hubiera traducido en votos, pues como dice el expresidente Colombiano Belisario Betancur “García Márquez es un excelente escritor, pero un pésimo político”. La Gaba se interesaba en todos estos temas por primera mano, días después de la reunión Gabo-Mockus, me llamó, hablamos largo de la situación de país, de Mockus, de la amistad del Nobel con Juan Manuel Santos, fue una larga conversación donde la se mostró alegre, me preguntaba sobre temas del país con mucho interés sin tomar posición frente a cualquiera de los candidatos, solo me escuchaba.

( II )

La maqueta que reflejaba su casa se halla encima de una enorme mesa de vidrio, en la casa del premio Nobel de literatura, no veo en absoluto un solo libro, ni siquiera una revista que atenuara mi espera. Recuerdo a Gabo. “Mi recuerdo más vivo y constante no es el de las personas, sino el de la casa de Aracataca donde vivía con mis abuelos”.

Fue a su sobrina arquitecta a quien le correspondió hacerle una ligera presentación de su casa a escala de la que ella había sido la arquitecta. Héctor Rojas Erazo también se me viene a la cabeza. “Yo no soy de un país, yo soy de un patio”. Chechi le explica a su tío Nobel el origen de la maqueta con una voz nerviosa que esa casa –su casa– era mía.
Gabo en compañía de sus hermanos Jaime y Rita y del autor de esta nota, viendo la maqueta de la casa de Aracataca. Foto de Mercedes Barcha.


Gabo se sentó, miró con detenimiento cada uno de las piezas de su casa, sus muebles, su cuna y comedor, todos sus pasadizos, olió el aroma de los geranios , el ruido del agua que la recorría, la tierra descarnada, vio allí hasta la escalera de guadua donde su abuelo el coronel encontró la muerte en una agonía sin fin al caer desde el último peldaño en busca de una lora parlanchina que hacía de reportera en una época lejana cuando vociferaba “viva el partido liberal, godos hijueputas”.

De repente todo fue silencio. Neil Armstrong el primer astronauta que pisó la luna debió sentir un silencio igual, no puedo hoy determinar el tiempo pasado, no sé si fueron minutos, horas o ninguno. Gabo recorrió con su mirada todos y cada uno de los rincones de su casa sin pronunciar palabra alguna, una película sin guion recorrió su mente, miles de imágenes debieron pasarle por segundo, era la película de su vida, de pronto se paró, miró una vez más, y su semblante tenía una palidez sepulcral como si una luna espectral atravesara su cara brillante. Las hojas que a esa hora caían danzando en la brisa de la arbolada de su patio frenaron baile, las olas del mar cercano dejaron de abatirse, todo fue silencio, no había el menor respiro. Gabo lloraba.

El tiempo pasó, nadie habló ni se oyó el más leve respiro, Gabo me mira profundo, con un dejo de acusador implacable y me suelta a boca de jarro: “Tú fuiste a mi casa” es que esto me llena de nostalgia”. El huracán de sus recuerdos había hecho implosión en su alma. Su voz se quebró, un mutismo lo envolvió y enmudeció, su rostro se cubrió de una extraña luz intensa, su silencio me hizo comprender el dolor que lo mataba, el corazón debió habérsele arrugado, roto en pedazos, sus ojos se encharcaron de lágrimas y no hizo nada por evitarlo. Su quijada temblaba incontrolable. Gabo estaba friquiado. No resistí más esa escena y desvié la vista lleno de vergüenza.

Qué recuerdos pasaron por su cabeza para que este hombre llore frente a mí, que inundaciones se precipitaron en sus recuerdos, solo él lo supo. Seguro vio la película relámpago pasar su vida, vio las imágenes de su abuelo y el eco de su voz, el tren estrujó su ronquido, los pescaditos de oro de su abuelo saltaron mostrando su brillo plateado, tocó el hielo con sus manitas agarradas a las de su abuelo, vio muertos en todas las piezas, mariposas amarillas, los almendros floridos, los ovejos guajiros, el vaho de las bestias, el rumor de los frutos, recordó el olor penetrante de la guayaba , recordó su infancia triste, una hermana que comía más tierra que una lombriz y una abuela ciega, perdida en su propia casa: “ Yo tuve de niño una visión, una tortuga fue puesta a hervir descuartizada, y su corazón seguía latiendo en la olla. En el almuerzo, entre las presas ya aderezadas, el corazón seguía latiendo”.

Mi casa era: “Una casa enorme, llena de fantasmas, era gente con una gran imaginación y superstición, en cada rincón había muertos y memorias y después de las seis de la tarde era intransitable, era un mundo prodigioso de terror, había conversaciones en clave”. Soportó un escalofrío en sus huesos al reconocer la escalera donde su abuelo en una noche de luna llena encontró la muerte futura, aguaceros interminables, se escondió despavorido de los relámpagos para encontrase el trueno, trenes llenos de muertos, un olor a banano inundó el aire de sus pulmones, fue cada uno y todos esas cosas que lo llevaron a decir con una voz que salió de sus entrañas: “Esto me llena de tristeza”.

Hoy recuerdo algo similar que le ocurrió en París muchos años atrás al morir en sus brazos la escultora Feliza Bursztyn, la escultora de hierros retorcidos que murió de tristeza al abandonar su patria Colombia, perseguida como Gabo en una oscura noche de esas que tantas veces se repiten en el país.

Gabo, ha recobrado su estado pontifical, su voz de acento caribe, no efusiva, pausada, segura, determinante de un eco lejano seco, claro como si sus palabras brotaran de una cascada, de allí rebotaran sus palabras envolventes, adormecedoras de hechicero, esa voz perezosa, arrulladora, vibrante, magia pura, alguna vez le hizo decir a su biógrafo Gerald Martin “Habría querido ser mujer para escuchar su voz, lenta, lacónica, íntima, tropical, pero no impostada”.

Gabo está mi lado izquierdo, rozo su brazo, veo con absoluta nitidez sus manos pulcras, y unas uñas brillantes cortadas a la perfección, parecían dedos esculpidos de reina madre. Se explaya como buen guía turístico señalando uno a uno los recovecos de la casa, un pasadizo estrecho y dice: “Por acá corríamos a escondernos de los muertos”. Mueve sus manos, apunta con su dedo índice en puño cerrado martillando sus palabras y sus ojos le brotan detrás de sus gafas grandes de carey, ojos lamparones que lleva abiertos premonitoriamente desde que nació. Mercedes, su Meche, atenta a la exposición le pregunta de cuáles muertos habla. “Pues el muerto que nos perseguía, el muerto que vivía en este lote” determinando un amplio espacio descubierto. Así poco a poco como si hablara consigo mismo continuó con su voz nostálgica, cadente, de una ternura arrulladora. Mercedes, fumaba cigarro tras cigarro que encendía con una bella mechera plateada, su rostro de ojos rasgados, retira el cigarrillo de sus labios para indagar el porqué de una casa tan grande si vivía tan poca gente. Gabo le responde al instante: “Porque allí vivían muchos muertos, además vivían muchos que no vivían acá sino que venían a vivir”. Señaló con su dedo índice derecho al ver su habitación: “En esta pieza viví yo”. Allí estaba su cama de tubo cubierta de una ligera sobrecama de hilos coloridos.

Pasa otra hora de diálogo y Mercedes le indica a Gabo que sus onces están servidas. Gabo se levanta sin hacer ningún cuestionamiento, parecía que ya “Dormía la siesta antes del almuerzo”. A pesar de ser más de mediodía, llevaba poco de haberse levantado, y parecía como en sus tiempos de joven conquistador “Durmiendo de día y aventurando de noche como la gente de mala vida”. Se dirige al comedor interno de la cocina que nos separa a muy poca distancia por un vidrio amplio cuya puerta permanece abierta, veo a Gabo sentarse, tomar varias manotadas de pastillas y luego reclamar como un niño terco que no le han servido pudín, alguna explicación le dan y se sienta a comer algo muy frugal, regresa a los pocos minutos, tiempo que los presentes aprovechamos para tomar un poco de agua helada que a esa hora se nos ofrece.

Es muy frecuente que cambie de tema de un momento a otro, parece olvidarlo pero en el momento menos esperado pronuncia sus sentencias que definen todo de la forma más inverosímil, sentencias lapidarias las han llamado. En esta ocasión la conversación de Gabo giró alrededor de su casa, de su vida allí, con todo loe esto significaba para él y su obra literaria.

Gabo regresa diez minutos y retomamos la conversación. Me reclama como cualquier anciano perdido, que: “Esa es mi casa, esta es mi casa” y me riposta: “y ahora tú que vas a hacer con mi casa”. Y continúa implacable: “Entonces tú te vas con mi casa”. No sé qué responder, quedo mudo, peor aún me siento un ladrón cogido en flagrancia. Al fin era cierto que era su casa y no la mía la que él reclamaba. Balbuceo y le expreso en pocas que su casa la tendrá a la orden cuando la necesite, Mercedes me salva al recordarle que es hora del almuerzo y que deben partir. En efecto ella inicia su retirada, Gabo avanza un poco tras ella y yo no resisto el que se vaya sin firmarme la maqueta, recurro a su hermano Jaime con ansiedad para que le diga a Gabo lo que yo no soy capaz. Gabo se devuelve unos pasos, le doy mi esfero flumaster micropunta, escoge una parte libre de la maqueta y se cuestiona él mismo que es lo que debe escribir: “Soy muy bruto para escribir”. Quizá tenía razón porqué preguntó a su hermano Jaime: “Que escribo”. Jaime le dice que escriba lo que quiera que él el dueño del balón, no escribió nada. Gabo pregunta: “Qué año es”. Su hermano le responde el año, sin embargo Gabo parece extraviado, una vez más Jaime le dicta los números uno a uno y Gabo de su propio puño y letra va escribiendo 2, 0, 1...hasta que imprime el último número con firmeza y estampa su firma.

Mercedes ya ha avanzado varios metros, yo camino solo con Gabo que se apoya suave en mi brazo izquierdo, en el camino me dice con inocencia y con cierta ansiedad feliz de quien espera un regalo: “Mercedes me llevará a bailar”. Continuamos paso a paso los pocos metros que nos separan del carro donde ya está su esposa esperando con la puerta trasera abierta, no recuerdo de qué más hablamos en esos segundos, paramos para despedirnos y me pregunta: “Yo, también me voy contigo“. No le contesto. Hubiera querido que se hubiera venido conmigo, ir con él a bailar, a recorrer el parque Simón Bolívar, ver las putas, recordar sus amores fogosos, locos, con María Alejandrina Cervantes con quien soñó casarse: “Fue ella quien arrasó con la virginidad de mi generación, descubrí la lealtad del alcohol y aprendí a vivir al derecho, durmiendo de día y cantando de noche. Como decía mi madre solté la perra”.

Hubiéramos vuelto a ver a la negra Nigromanta, y quien “Era de cama alegre y orgasmos pedregosos y atribulados, y un instinto para el amor que no parecía de ser humano sino de río revuelto. Desde el primer asalto nos volvimos locos en la cama”, o encontrar por última vez a Pilar ternera, la Cándida Eréndira, Castorina, la Espuelúa, y otras tantas amantes fugaces de burdel, donde fue más feliz que nunca. Ese jardín de muerte que era Macondo. “Todo burdel al amanecer, era lo más cercano al paraíso”. Quizá allí una gallina le picoteara otra vez los zapatos al ritmo de La pollera colorá, o subiéramos al Rascacielos a ese burdel de cuatro pisos allí donde las putas lo llevaron a vivir y donde la negra Eufemia le daba los desayunos más deliciosos de su vida, le prestaba el jabón para su baño diario que le pareció el mejor del mundo por su aroma puto que nunca pudo olvidar.

La realidad truncó mis deseos. Volví en mí y caí en cuenta que yo acababa de vivir “El último rincón guapo” de Gabo en el Caribe. Le doy mis gracias y a su vez él me contesta: “Gracias a ti”. Me da un apretón de manos y yo no resisto abrazarlo, siento su olor de abuelo novenario impregnado de una deliciosa fragancia. “El rincón guapo” como llamaban a esas parrandas escandalosas, de chismes, mamadera de gallo alrededor de todos su hermanos, que era la celebración en su casa con todos sus familiares al calor del whisky, del café y suculentas comidas en jornadas hasta el amanecer donde sacaba a relucir sus dotes de juglar vallenato, la hicieron legendaria. Allí recordaba con frecuencia en sus últimos días aquella canción de Alejo Durán “Cuando yo me muera yo quiero que a me entierren con este pedazo de acordeón”.

Abandono su residencia, camino sin rumbo, se me borró el disco, llegó la noche y yo felizmente perdido, no veía ni sentía el mar a mi lado, no vi luces ni luna, en un momento descubrí que Gabo estaba a mi lado, me senté en un tronco abandonado en la playa hasta que el frío del amanecer me despertó y con la luz tenue de la mañana miré a mi lado: Gabo no estaba. Entonces recordé al Gabo que a sus ochenta y siete años sabía que: “La derrota miserable de la vejez” le había llegado o quizá al final no fue consciente de ello. Gabo le confesó a su biógrafo Gerald Martin: “Sabes” A veces me deprimo” y mirando al infinito se justificó: “Darme cuenta de que todo esto se acaba”. Ese era el Gabo del que me acabo de despedir para siempre, el que supo sufrir y disfrutar en ese mundo que ya se le perdía, y que para él ya era claro que: “La vida es la mejor cosa que se han inventado y la muerte es muy injusta, lo único que uno no debe es morirse. Morirse es mucho más difícil de lo que uno cree. Lo malo de morirse es que es para siempre.” Ese fue su último rincón guapo.

Emilio Sánchez Alsina,
Mayo 20 de 2014

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The New York Times
En español
New York- USA
6 de mayo de 2020

Comentario

Carta a mi padre,
Gabriel García Márquez
No paso un solo día sin cruzarme con una referencia a tu novela “El amor en los tiempos del cólera”. Es imposible no pensar en qué te habría parecido todo esto.

Por Rodrigo García
Cineasta.

 Credit...R. Fresson

Gabo,

el 17 de abril fue el sexto aniversario de tu muerte, y en gran medida el mundo ha seguido como siempre, con el ser humano comportándose con crueldad creativa y asombrosa, con generosidad y sacrificio sublimes y con todo lo que hay en medio.

Una cosa es nueva: una pandemia. Se originó, hasta donde sabemos, en un mercado, donde un virus brincó de un animal a una persona. Un pequeño paso para un virus, pero un gran salto para su especie. Es una criatura que evolucionó durante un tiempo incalculable a través de la selección natural hasta llegar a ser el pequeño monstruo voraz que es actualmente. Pero es muy injusto referirse a él en tales términos, y lamento si mis palabras lo han ofendido. En realidad, él no tiene nada particular en contra nuestra. Se aprovecha porque puede. Esa actitud sin duda nos es familiar. No se trata de nada personal.

No paso un solo día sin cruzarme con una referencia a tu novela El amor en los tiempos del cólera o a una variante de su título o a la peste del insomnio en Cien años de soledad. Es imposible no especular sobre qué te habría parecido todo esto. Siempre te fascinaron las plagas, reales o literarias, así como las cosas y las personas que retornan.

Todavía no habías nacido cuando la pandemia de la gripe española azotó el planeta, pero creciste en una casa donde reinaban las historias y donde una plaga, así como los fantasmas y los remordimientos, debieron servir de buen material literario. Decías que la gente hablaba de acontecimientos que sucedieron en los días del cometa, probablemente refiriéndose al paso del cometa Halley a principios del siglo XX. Recuerdo lo emocionado que estabas de ver al cometa con tus propios ojos cuando regresó hacia el final del milenio. Te cautivó, como si fuera un reloj misterioso marcando silencioso la hora una vez cada 76 años, en un ciclo que se aproxima al tiempo asignado al ser humano. ¿Será una coincidencia? Probablemente solo sea otra pista falsa. Eras ateo, pero también pensabas que era inconcebible que no hubiera un plan maestro del universo, ¿recuerdas? Que no hubiera quién contara el cuento. Es posible que, en ese sentido, tu punto de vista sea ahora más claro que el mío.

Ha vuelto una pandemia. A pesar de los grandes avances de la ciencia y el tan celebrado ingenio de nuestra especie, nuestra mejor defensa hasta ahora es simplemente quedarnos en casa, escondidos en nuestras cuevas para que el depredador no nos encuentre. Para los que al menos tengan un poco de humildad, es un momento de reflexión. Para los demás, es solo una cosa más que aniquilar.

Dos de los países que más querías, España e Italia, se encuentran entre los más afectados. Algunos de tus amigos más antiguos y queridos en Barcelona, ​​Madrid y Milán están sobrellevando la pandemia lo mejor que pueden en los mismos pisos que tú y Mercedes visitaron innumerables veces durante décadas. He escuchado a varias personas de esa generación decir que están decididas a sobrevivir, aunque sea solo por evitar caer victimas de una maldita gripe después de décadas de sobrevivir a cánceres, tiranos, trabajos, matrimonios y responsabilidades.

La muerte no es lo único que nos aterroriza, sino las circunstancias. Una salida final sin despedidas, atendidos por extraños disfrazados de extraterrestres, máquinas pitando despiadadamente, rodeados de otras personas en situaciones similares, pero lejos de nuestra gente. Es lo que tú más temías, la soledad.

A menudo decías que Diario del año de la peste de Daniel Defoe fue una de tus mayores influencias, pero hasta ayer yo había olvidado que incluso tu historia favorita, Edipo rey, giraba alrededor de los esfuerzos de un rey por acabar con una plaga. Yo recordaba sobre todo la trágica ironía del destino del rey, pero fue la peste lo que desató las fuerzas que precipitaron su caída. Tú dijiste una vez que lo que nos atormenta de las epidemias es que son un recordatorio del destino personal. A pesar de las precauciones, la atención médica, la edad o la riqueza, cualquiera puede sacar el número perdedor. Destino y muerte: temas muy queridos de muchos escritores.

El autor y su padre, Gabriel García Márquez.Credit... Rogelio Cuéllar

Creo que si estuvieras aquí ahora, estarías fascinado por el hombre. El término “hombre” no suele usarse como antes, pero haré una excepción, no como un guiño al patriarcado que detestabas, sino porque resonará en los oídos del joven y escritor aspirante que fuiste, con más sensibilidad e ideas de las que sabías expresar, y con una fuerte convicción de que la suerte está echada, incluso para una criatura a imagen de Dios y condenada al libre albedrío. Te compadecerías de nuestra fragilidad; te maravillarías de nuestra interconexión, te entristecería el sufrimiento, te enfurecería la insensibilidad de algunos líderes y te conmovería el heroísmo de las personas en los frentes de batalla. Y estarías ansioso por saber cómo los amantes desafían cada obstáculo, incluido el riesgo de muerte, para estar juntos. Por encima de todo, estarías tan embelesado con los seres humanos como siempre.

Hace unas semanas, durante los primeros días que estuvimos recluidos en casa, mi cabeza se esforzaba por comprender lo que podía significar todo esto, o al menos lo que podría salir de ello. Fracasé. La niebla era demasiado espesa. Ahora que las cosas se han vuelto más cotidianas —como lo hacen con el paso del tiempo, incluso en las guerras más aterradoras— aún no logro explicármelo de manera satisfactoria.

Muchos están seguros de que la vida ya nunca será la misma. Es probable que algunos hagamos grandes cambios, y otros hagamos pequeños cambios, pero sospecho que la mayoría volverá al baile. ¿No sería un buen punto argumentar que la pandemia es una prueba más de que la vida se desvanece de la manera más inesperada y que debemos vivir en grande, y vivir en el aquí y el ahora? Uno de tus propios nietos ha expresado esa opinión.

Las restricciones al movimiento comienzan a relajarse en algunos lugares, y poco a poco el mundo intentará aventurarse hacia la normalidad. El solo hecho de soñar con la libertad inminente hace que muchos empiecen a olvidar las promesas a los dioses que hicieron tan recientemente. Se va debilitando el impulso por procesar el impacto de la pandemia en nuestro ser más profundo, y en toda la tribu. Incluso muchos que anhelamos entender lo que sucedió nos sentiremos tentados a interpretarlo a nuestro gusto. Ya las compras amenazan con regresar en grande como nuestro narcótico favorito.

Todavía sigo en la niebla. Parece que de momento tendré que esperar a que los grandes maestros, presentes y futuros, metabolicen esta experiencia compartida. Espero ese día con impaciencia. Una canción, un poema, una película o una novela me indicarán, finalmente, el rumbo por el que están enterrados mis ideas y sentimientos sobre toda esta situación. Cuando llegue ahí, seguramente tendré que cavar un poco más yo mismo.

Mientras tanto, el planeta sigue girando y la vida sigue siendo misteriosa, poderosa y sorprendente. O, como solías decir tú con menos adjetivos y más poesía, nadie le enseña nada a la vida.

Rodrigo.

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