Bogotá –
Colombia
N° 22
Junio de
1994
LA EDAD DE LAS PALABRAS
ENTREVISTA
A GABRIEL GARCIA MARQUEZ
Por
Mateo Cardona Vallejo y Miguel Angel Flórez Góngora
Todos los
cartageneros son amigos de García Márquez. Más que eso, son los celosos
protectores de su tranquilidad. Y a veces, cuando aparecen esas molestas
ladillas –los inevitables periodistas– a montarle asedio, no hay ninguno que no
esté dispuesto a prestarle una ayuda desinteresada: así, si el reportero de
turno se atiene a la información recibida de boca de alguno de ellos, bien
puede terminar siguiendo la procesión de la Virgen de Chiquinquirá –de veraneo
por el cerro de La Popa–, desayunando en La Boquilla o interrogando los dibujos
del salitre en lo profundo de las mazmorras de la fortaleza de San Felipe, a
kilómetros de distancia del escritor, a quien los cartageneros han dotado
finalmente de los mágicos dones de la presencia ubicua y la invisibilidad.
Y es que para
encontrar a García Márquez de nada sirven los recursos usuales de la paciencia
y el sentido común. Hace falta, en cambio, retroceder al juego de escondidas de
la infancia, y entregarse a él con el dulce abandono de sí que exige todo
verdadero juego. Una vez depuesta toda esperanza, no es raro verlo aparecer de
pronto, sonriente y vestido de blanco, como una especie de duende burlón,
preguntando qué pasó con la entrevista. En una habitación del hotel que sirve
de sede al Festival de Cine nos sentamos al cabo, resueltos a sacarle al mago
sus secretos.
La
huella de Nostradamus
En Cien años de soledad se alude
reiteradamente al arte de la alquimia. ¿Cuál ha sido su relación con esta
tradición?
La poesía es alquimia pura, de manera que mi
relación con la alquimia viene desde mi interés por la poesía. En el caso de Cien años de soledad, me interesaba
entrar a la novela con una ciencia, la Opera Magna, que trataba de encontrar la
piedra filosofal, el medio para convertir en oro todos los metales, la
literatura pura; pero ante todo lo que decían los alquimistas: que la finalidad
última de la alquimia era la transformación de su propia alma. Entonces, de
paso establecía de una vez el ambiente, todas las posibilidades y, sobre todo,
la libertad con que el libro iba a ser hecho. Al principio pensé simplemente en
la alquimia como una cita en la novela; luego me di cuenta que para hablar de
ella tenía que ir estudiando, y me entusiasmó hasta el punto que me costó
muchísimo trabajo salir de la etapa de Melquíades.
¿Su
interés por la tradición hermética obedece a una vocación por lo oculto?
Lo único que le reprocho a la pregunta es la
palabra "oculto", porque no veo eso como ciencias ocultas. Creo que
todo eso es verdad, que todo es posible y que así debe ser; es el racionalismo
el que ha acabado con todo. Esto lo he discutido mucho con los europeos, y les
he dicho que su mundo es igual al nuestro, que allí suceden cosas tan
maravillosas como acá, sólo que ellos pueden estarlas viendo y no las creen,
porque les han enseñado qué se puede creer y qué no. Nosotros estamos abiertos
a todo; para nosotros la realidad es todo. Voy a dar un ejemplo: estaba
trabajando en un taller –yo hago talleres sobre cómo se cuenta un cuento, y la
primera condición que pongo es "no tengan límite de ninguna clase, ni les
dé pena; digan lo que se les ocurra; después veremos si lo criticamos o lo
evaluamos, pero suéltense…"– y, casualmente, ese día llevamos unos tés con
galletitas. Una galletita se me cayó de la boca, y me acorde que cuando yo
estaba chiquito me decía mi mamá: "Mijo, cuando a ti se te caiga el pan de
la boca, acuérdate que tu mamá tiene hambre". Sin saber que era me dio
mucha risa y cogí inmediatamente el teléfono y llamé a Cartagena a contarle el
cuento a m mamá. Me contesto mi hermana Margarita y le pregunté si mi mamá
estaba ahí. "–No está aquí, porque hoy es el día de su cumpleaños.
Llegaron Jaime y Enrique de Santa Marta, y la comida se estaba demorando y
ellos tenían mucha hambre. Y se la llevaron a un restaurante". Les conté
esto a los muchachos del taller y creyeron que me lo había inventado.
¿Eso
podría sugerir que en alguna de sus obras ha podido anticiparse a los hechos
reales?
En mil novecientos sesenta y dos publiqué Los funerales de la Mamá Grande, cuento
en el que el Papa venía a Colombia. Después, cuando Pablo VI vino a Colombia,
dijeron que yo me había anticipado... Lo que pasa es que era perfectamente
factible que el Papa viniera a Colombia, sólo que en esa época los Papas no
viajaban, y parecía imposible que se metiera por los caños de La Mojana.
Porque, además, en el momento en que a un escritor se le ocurre que el Papa
puede venir, de ahí en adelante ya puede hacer lo que le dé la gana con el
Papa. Entonces, así me han ido sucediendo muchas cosas. La más preocupante de todas
para mí es que en Cien años de soledad yo
digo que Alvaro Cepeda "compró un pasaje eterno en un tren que nunca
acababa de viajar". Alvaro estaba en Nueva York cuando, en Barranquilla,
nosotros empezábamos a escribir, y nos enviaba postales donde nos hablaba de
"la hierba azul de Kentucky", y todas esas citas que yo hago en esa
frase eran la pura realidad. Yo me di cuenta que Alvaro se iba a morir: el
problema es que si no se hubiera muerto, nadie lo habría pensado.
¿A qué
peligros lo ha expuesto este tipo de sabiduría?
Todos los intérpretes de Nostradamus y de
cuantos han hecho predicciones saben que toda profecía es cifrada, para que no
se derrote a sí misma. No sé si es verdad o es mentira; yo escribo lo que creo,
pero me da mucho miedo cuando estoy escribiendo y descubro una cosa que puede
ser interpretada en determinado sentido en relación conmigo, con mi familia o
con mis amigos, y la cambio.
¿Lo
fantástico en su producción literaria es resultado del ejercicio total de la
imaginación o de experiencias visionarias?
Yo creo que es un mayor cuidado en la
observación de la realidad, una cosa puramente profesional. Dentro de mi
vocación y aptitudes está la manía de la observación, de observar con más
atención la realidad que lo circunda a uno, de modo que ve cosas que los otros
no ven, pero que verían también si tuvieran el mismo interés, porque ellas
están allí.
¿Dentro
de su imaginación creadora, es más determinante la tradición hispano-católica o
las formas sincréticas del misticismo caribe?
No hay duda que es caribe, Yo soy bastante
espontáneo en ese aspecto, y no trato de intelectualizar en absoluto sino que
me dejo a ver dónde me llevan las corrientes culturales que me atraviesan.
Estoy del todo convencido, inclusive por el análisis de mis propios libros, que
la mayor formación mía es el sincretismo del Caribe.
A mí me ha sucedido una cosa muy curiosa. Uno
habla mucho de lo blanco, de lo español y de lo indio, a pesar de que en el
Caribe dejaron muy pocos indígenas. Yo viví esto muy de cerca, por la Guajira:
la casa de Aracataca estaba llena de guajiros –de indios guajiros, no de
habitantes del departamento de la Guajira–. Eran gente distinta, que aportaba
un pensamiento y una cultura a esa casa, que era de españoles, y que los
mayores no apreciaban ni creían. Pero yo vivía más a nivel de los indios, y
ellos me contaban historias y me metían supersticiones, ideas que yo notaba que
no tenía la abuela –porque ella tenía otras, pero eran completamente católicas,
muy ligadas a ese culto católico de la muerte, porque es una religión que está
hecha para no ser feliz sino en la muerte, y no hay que preocuparse de cuándo
se arregla esto–.
A pesar de todo, nunca tomé en cuenta el
elemento negro. Además, en el Magdalena se veía menos que aquí en Cartagena. Ya
a principios del setenta fui a Angola, y descubrí que estaba en mi casa de
Aracataca. La conmoción cultural que tuve fue primero muy fuerte, y enseguida
me paró las orejas y todos los sentidos: allí estaba el pilón, la mano del
pilón, las totumas, el ñame, la yuca, pero unas matas de yuca tan grandes –aquí
las cortan cuando llegan a cierta altura, y yo no sabía que pudieran crecer
tanto– que metían los tanques de guerra y los camiones a su sombra, y eso sí
era para mí el colmo de la fantasía, no encontrarme con matas de yuca sino con
árboles de yuca, y entonces me di cuenta hasta qué punto tenía yo un
ingrediente negro en mi cultura, del cual no había sido consciente. Y además
está la música: esas vainas que hay en Cartagena, donde siempre está sonando un
tamborcito... Uno se despierta por la madrugada y le pregunta a alguien de
dónde proviene el sonido, y si sabe te explica y, si no, sales, lo vas
buscando, y resulta que unos se quedaron trasnochados en La Boquilla... Pero
ese tamborcito está en todo el Caribe; lo he oído en la Martinica, en la
Guadalupe, en las inglesas, en las francesas, en las holandesas, en las
españolas, en todas las islas del Caribe tú despiertas y suena un tamborcito.
En
términos místicos, ¿se considera a sí mismo un mago, un aprendiz de mago o un
iniciado? Soy un ser humano hecho y derecho, y es lo
único que he querido ser en este mundo.
El
poder de la poesía
El mito
de Orfeo prescribe el descuartizamiento final del poeta. ¿Cómo cree usted que
la sociedad occidental castiga hoy al artista?
No, yo creo que cuando menos ha sido castigado
el artista en toda la historia de la humanidad es hoy. Antes tenían el terror
de que cambiáramos la vida, la sociedad; ya no nos toman tan en serio...
¿Cree
que la literatura puede ser más eficaz en la tarea de consolar a los hombres
que la filosofía?
Creo que la literatura es el mejor
instrumento, el ungüento mágico para hacer pasar todo. Cuando digo literatura
pienso también en el cine y la televisión como una extensión creativa...
¿Qué es
lo que sólo puede decirse a través de la literatura?
Más específicamente a través de la poesía...
La poesía es un arte que informa sobre todo. La fuerza de la poesía es su
capacidad de comunicarlo todo. Como pertenezco a la comisión de Ciencia,
Cultura y Educación, he tenido que investigar cómo se podría realizar la
educación informal de las artes y las letras –porque evidentemente no es en los
colegios, del modo en que se están enseñando la aritmética, la química, la
física y las demás ciencias, como se lograría esto–, y en el camino de mi
investigación he llegado a darme cuenta que en la formación artística la
familia es lo determinante. Me encontré con una señora, que era como el caso
extremo, que quería que su hija fuera pintora. Y ella estaba tan preocupada por
esto que una tarde salió, vio el sol y le dijo a la amiga que la acompañaba:
"Caray, mira el atardecer que le hizo a la niña". No se daba cuenta
de la cantidad de poesía que le metió a esa frase. ¡Qué bello atardecer!
¿Escribir
es realmente ser otro?
Entiendo que se diga, o que se piense, porque
yo creo en la inspiración. No en la forma en que lo decían los románticos, que
era como una especie de soplo divino. Tal vez sería un poco más materialista en
el sentido de que uno tiene un tema y empieza a atizarlo, y llega un momento en
que hay tal identificación entre uno y el tema, que es casi un milagro que
estalla y empieza uno a flotar y a escribir como si alguien le estuviera
soplando por dentro. Ese dominio de la narración a veces no se logra, y lo
mejor es no escribir a la fuerza. Pero a ese punto se llega, y ése es el
verdadero momento de felicidad... Es un orgasmo, que es lo que uno busca todos
los días cuando se sienta a trabajar. Llegado a ese punto, entonces, claro, uno
se siente otro, pero no es otro, es uno mismo.
Desde
sus primeras obras usted ha insistido en la urgencia de reescribir la historia.
¿Piensa hoy que la historia humana tenga algún sentido que no sea literario?
En el caso concreto de Colombia, yo traigo el
tema de que hay que reescribir y reinterpretar la historia. Nosotros no sabemos
en qué país vivimos. Nosotros vivimos en un país que nos definieron
probablemente a fines del siglo pasado o principios de éste, –los letrados; nos
enseñaron que Colombia era de un modo, nos acostumbramos a creer que así mismo
era, y de pronto nos damos cuenta que estamos viviendo en un país -tratando de
gobernarlo, de arreglarlo o de acabarlo– sin saber qué país es.
Hay que reescribir la historia. Ustedes se dan
cuenta que lo que enseñan en las escuelas no es la historia del país sino la
historia de las administraciones. Y si queremos encontrarla, probablemente la
verdadera historia ha ido quedando a pedazos en la literatura. Los mismos
costumbristas, normalmente tenidos por menores, dejaron una imagen de la vida
de su tiempo que no está en la historia. Cordovez Moure dice más del Santafé de
su época que todos los historiadores juntos. Y yo, sin darme cuenta, he caído
en la trampa de tratar de interpretar lo que yo creo es la historia a través de
la literatura; y ése, en cierto modo, es el valor de Cien años de soledad: es una metáfora de la historia de este país,
para no tener que meterla en los moldes de la cronología y los sistemas de
pensamiento. Se identifica más este país en una obra de ésas que en un trabajo
de historia académica. La trampa consiste en esto: después me meto en El amor en los tiempos del cólera, que
está ubicada en una Cartagena entre finales del siglo pasado y principios de
éste. Luego me pregunto: ¿qué habrá más atrás? , y acabo de escribir una
novela, Del amor y otros demonios,
que sucede en el siglo XVIII, con una ventaja sobre los historiadores: que hay
elementos que no son del siglo XVIII sino del siglo XVII, sin especificarlo. Si
yo digo que este es el siglo XVIII, inmediatamente aparecen los académicos
diciendo: éste no es el siglo XVIII sino el XVII. No, yo no digo qué siglo es;
trato de presentar un mundo del pasado que yo, por razones de pura carpintería,
he decidido que es 1750, por ejemplo, para poder tener un punto de referencia.
El
oficio de inventar la vida
En Del amor y otros demonios usted
basó su investigación en la exploración léxica del momento histórico, ¿Cómo
concilió esta exigencia con las expectativas del lector moderno?
El único límite que tuve fue el lenguaje,
porque a mí me habría gustado que la historia ocurriera en el siglo XVII, pero
en ese siglo el idioma que se hablaba aquí todavía era demasiado español, sobre
todo en las formas de trato: el vos, el vosotros; y me encontraba que mis
personajes empezaban a hablar de ese modo y yo no creía en ellos, los veía como
de cartón-piedra o de plástico, y así no me servían... Entonces empecé a hacer
una investigación del lenguaje a ver cuándo cambiaban esas formas de trato. Comenzaban
a cambiar ya a mediados del siglo XVIII. Los diálogos los he escrito como hoy,
con un cierto tono del siglo XVIII, pero sin usar las formas del trato de esa
época. Hablando de anacronismos, sólo he tenido cuidado de no usar palabras que
no existieran en ese momento. Es el problema de la edad de las palabras. Digo
"problema" por facilidad, porque en realidad no es un problema sino
un gusto, un placer. Es una parte del trabajo empezar a descubrir eso. A última
hora se me iba la palabra "inmunizar", que no existía. Tengo la
impresión de que muchos escritores y mucha gente que comienza a escribir no son
conscientes del trabajo que implica hacerlo seriamente. A mí me ha tomado por
lo menos un año buscar todos los datos y la información para mi último libro.
Tengo un obispo que de pronto dice, "Mujeres, las había a manta".
"A manta" significa exactamente la cosecha que se deja tirada en
grandes cantidades. Alguien me dijo que esa forma de hablar, que ese giro era
ya del siglo XIX. Iba a dejarlo así, pero me fui a buscar la edad de la
palabra. No sólo sí existía en el XVII, sino que se decía más todavía: "a
manta de Dios". Pues claro: gané, y di un salto. Entonces, siempre hay que
seguir esa preocupación, porque a lo mejor te mejora. Es un trabajo de orfebrería,
complementado por el trabajo adicional de que no se note el esfuerzo que costó.
No hay un mejor oficio que el de inventar la vida como a uno se le da la gana.
Su obra
ha contribuido a formar un nuevo tipo de lector y de crítico en el mundo
hispánico actual ¿Cuál es su balance de esta nueva crítica?
Me parece, realmente, que ellos ayudan a
acentuar y a mejorar la comunicación entre el autor y el lector. Pero no hay
que dejar que lo confundan a uno: porque ellos hacen una lectura
intelectualista, y yo he logrado que me lean desde el más bajo nivel cultural y
el mínimo alfabetismo. Yo lo he descubierto porque la gente me para y me habla.
Toda esta preocupación porque
una palabra sea del siglo XVIII, y no del XIX o del XVII, todo esto es por la
conciencia moral que tiene uno de que su trabajo debe estar bien hecho, y no
por el temor de que lo entiendan o no. Porque es claro que lo que está
limpiamente escrito y contado para la gente es bien recibido: lo que la gente
quiere es que le cuenten cosas de otra gente, identificarse con ellos en el
sufrimiento y en la alegría. Es lo que he pretendido siempre, más allá de
segundos significados. Los críticos son unos intelectuales que buscan
relaciones estéticas y culturales que yo francamente no entiendo porque para mí
es un misterio qué es lo que quieren.
¿No es el crítico un lector que responde?
El
crítico es un lector que no cree que lo que se le dice es lo que se dice, sino
que hay otra cosa que no está dicha. Y entonces trata de buscarla y hace que el
relato sea lo que él cree que se dijo y no lo que se está diciendo. Esto puede
parecer simplista, pero ésa es mi cultura, yo soy un autodidacta: a los
autodidactas se nos va la vida tapando huecos, porque no tenemos una estructura
cultural, mental, sistematizada. Pero estoy absolutamente convencido que es lo
mejor para las artes.
¿Correspondió el despertar de su vocación
literaria con el descubrimiento del erotismo en la pubertad?
Nunca
he pensado en eso. Cuando descubrí el erotismo ya me sabía de memoria casi todo
lo que valía la pena de los clásicos españoles. A los once, doce años, era un
lector desaforado de poesía. Mucha de la poesía romántica colombiana, Julio
Flórez, y sobre todo una gran cantidad de poetas populares que había y que ya
nadie recuerda; porque en las casas se recitaba mucho: no había televisión, no
había radio, y la música se transmitía de forma oral, igual que la poesía, pero
menos. Vendían cancioneros, pero también vendían antologías en cuadernitos, y
lo que leía dos, tres veces, me lo aprendía de memoria y todavía me lo sé.
Después perdí esa facultad. No me acuerdo ya de lo que leí ayer... Pero ahora,
recordando esa época, puedo decir que aprendí el erotismo después que la
poesía.
El amor es el gran tema de su obra, ¿Es
posible rescatarlo de la degradación a que lo somete el tiempo?
Yo no
siento el amor en el tiempo. El amor no transcurre en esa dimensión.
William Burroughs sostiene que el amor es un
engaño inventado por el sexo femenino, y que hombres y mujeres no se entenderán
jamás porque sus intereses son opuestos. ¿Cree en esa fatalidad?
No, la
dificultad para entenderse es que tienen sexos opuestos. Son sexos distintos;
¿puede imaginarse el inmenso misterio que significa ser de otro sexo? De todas
maneras ha habido puntos de contacto, y la prueba está en la explosión
demográfica que nos está ahogando. Una de las cosas que más me interesa a mí es
la mujer, porque claro, yo he creído saber cómo son los hombres, pero se me ha
ido la vida tratando de averiguar cómo son las mujeres. Y lo más misterioso que
puede resultar es un ser de otro sexo, de otro género. Uno cree conocer
muchísimo a una mujer; un día abres una gavetita por equivocación, porque uno
no sabe a qué se debe pero las mujeres tienen unos estancos donde uno no
penetra, y buscando algo te encuentras con una tijeritas, con un cuadernito y
con un mundo totalmente insondable, que a mí me enternece mucho.
Cuando usted escribía Cien años de soledad en México, dijo que en cierto modo sentía
que estaba inventando la literatura, ¿Indica ello que el libro que creaba
desbordaba su propio conocimiento literario en aquel momento?
Verdaderamente,
el origen de Cien años de soledad es
que yo sentía que ni los libros que leía, ni los libros que había escrito antes
–que eran cinco– no se atrevían lo suficiente. Y me preguntaba: ¿Por qué a las Mil y una noches les creemos que las
alfombras vuelan y que sale un genio de una botella, que fue para mí el
descubrimiento más fantástico de la literatura; por qué esto se lo han creído,
y a nosotros no nos creen si decimos que una estera vuela, si una estera es una
alfombra de yute? Entonces dije: "Yo me voy a atrever", y me atreví
porque veía que en la realidad de mi infancia todas esas cosas parecían
normales. Hubo un momento en que empezaron a parecerme inverosímiles, cuando ya
tuve una cierta formación racional. Lo que logré con Cien años de soledad fue atreverme, y cuando uno se atreve entonces
se le amplía el universo creativo en una forma extraordinaria. Fue lo que
sucedió.
Usted ha dicho que El otoño del Patriarca es una cantaleta. ¿Existe una relación
concreta entre Su discurso y la tradición oral?
En mi
caso sí. Mis puntos de partida siempre son como ése. Es algo que me quedó, que
me viene dando vueltas. Ojalá la literatura pudiera ser una forma de la
tradición oral. Yo no creo que mi gusto por el vallenato sea simplemente
casual. Ahora hay vallenato comercializado y lo que se quiera, pero la creación
dentro de la tradición oral ha existido siempre. Los cuenteros antioqueños son
una cosa maravillosa.
¿Cuál es su aporte a la literatura utópica?
Yo no
propongo mundos posibles. Trato de contar mundos inclusive imposibles,
deseables o necesarios. Pero, ¿proponerlos?
Cartagena de Indias, 7 de marzo de 1994
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Quienes
son las personas que hicieron esta entrevista a García Márquez:
* MATEO CARDONA
VALLEJO Escritor colombiano, profesor de la Universidad Javeriana.
* MIGUEL ANGEL FLOREZ
Periodista colombiano. En GACETA No. 18 publicó su entrevista al fotógrafo
colombiano Leo Matiz.
Las ilustraciones de
este número de GACETA son de FABIAN RENDON (1953), dibujante y grabador
colombiano. Ha participado en exposiciones colectivas y expuesto
individualmente en Colombia y en el extranjero (Washington, San Juan, Caracas,
Ankara). Representó a Colombia en la X Bienal de Arte de Valparaíso. Ha
realizado dos libros de grabados, con textos poéticos de Juan Manuel Roca, Del
Lunario Circense y Cuaderno de mapas
.
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