ARCADIA
Bogotá – Colombia
27 de marzo de 2019
Libros
Gabriel García
Márquez
y la paz, según
Juan Manuel Santos
En su libro 'La
batalla por la paz' (Planeta, 2018), el expresidente recoge las memorias de sus
dos períodos de gobierno y narra las dificultades que tuvo para conseguir la
firma de los acuerdos de paz con las Farc. Compartimos tres fragmentos en los
que explora el papel que García Márquez jugó en el proceso.
"Dos nombres surgieron como los
mejores candidatos para ser garantes del proceso: nuestro nobel de Literatura
Gabriel García Márquez y el expresidente del Gobierno de España Felipe González":
Juan Manuel Santos.
Por Juan Manuel Santos
La sociedad
civil
asume el reto de
la paz
Luego
de la reunión de la Abadía de Monserrat (29 de marzo de 1996), Álvaro Leyva, un
líder político conservador, pero progresista, que siempre ha mantenido canales
de diálogo abiertos con las Farc, me hizo saber que la dirigencia guerrillera,
luego de ver el poder de convocatoria que habíamos tenido, estaba interesada en
continuar explorando caminos hacia la paz.
Empezamos,
entonces, una serie de conversaciones y contactos discretos encaminados a
lograr una propuesta viable que pudiéramos presentar en su momento al Gobierno
nacional, cuyos puentes de diálogo con las guerrillas estaban prácticamente
rotos.
Trabajando
con varias de las personalidades que participaron en la reunión de la Abadía de
Monserrat y otras interesadas en terminar el conflicto armado, se comenzó a
diseñar una ruta crítica que tuviera en cuenta las pretensiones de los diversos
grupos alzados en armas y permitiera un acercamiento de estos con el Estado
para ambientar un proceso de paz.
Dadas
las frágiles circunstancias en que gobernaba el presidente Samper, consideramos
que lo mejor era avanzar discretamente en las aproximaciones, para ir cocinando
una propuesta que solo le presentaríamos al Gobierno cuando estuviera
suficientemente madura.
Era
la primera vez que desde la sociedad civil, por fuera de los cauces oficiales,
se intentaba un acercamiento con todos los protagonistas del conflicto: la
guerrilla, los paramilitares y, finalmente, el propio Gobierno.
Entre
los personajes que conocieron y participaron de esta propuesta estuvieron el
arzobispo de Bogotá Pedro Rubiano, el entonces sindicalista y luego
vicepresidente de la república Angelino Garzón, y otros líderes del país de
diversos sectores, como Nicanor Restrepo, Luis Fernando Jaramillo, Juan Manuel
Ospina, Fabio Valencia Cossio, Antonio Gómez Hermida, Luis Carlos Villegas, mi
hermano Enrique y, por supuesto, Álvaro Leyva. También fueron enterados de este
proceso de acercamientos, y se mostraron totalmente de acuerdo, los
expresidentes Alfonso López y Belisario Betancur.
Definimos,
además, que era importante contar con la validación de personajes de talla
mundial. Pronto, dos nombres surgieron como los mejores candidatos para ser
garantes del proceso: nuestro nobel de Literatura Gabriel García Márquez y el
expresidente del Gobierno de España Felipe González.
Gabo,
quien siempre fue un trabajador incansable y discreto por la paz, aceptó con
entusiasmo, y Felipe González también mostró su disposición a aceptar, pero nos
puso algunas condiciones. La primera, muy lógica, era que habláramos primero
con los diversos actores ilegales y obtuviéramos su aprobación al esquema, para
saber que caminábamos sobre terreno firme y no basados en simples expectativas.
La segunda era que buscáramos la participación de otros gobiernos
latinoamericanos, el aval de Estados Unidos y el de la Unión Europea,
específicamente de España.
(…)
Con
la tarea cumplida –es decir, con la confirmación del interés en hacer parte del
proceso por parte de los paramilitares, de las Farc y del ELN–, viajé a España
para reunirme con el expresidente Felipe González y con Gabriel García Márquez.
Estábamos
comiendo los tres en Casa Lucio, un restaurante tradicional en el viejo Madrid,
cuando Lucio, el dueño, me pasó el teléfono pues me estaban llamando
urgentemente desde Bogotá. Era Julio Sánchez Cristo, director y conductor de
uno de los principales programas radiales matutinos del país, quien me contó
que los asesores del gobierno Samper acababan de denunciar que yo estaba
fraguando una conspiración para derrocarlo y me preguntó si tenía algo que
decir sobre el particular.
Cuando
volví a la mesa, les comenté la situación a mis contertulios. “Se jodió esta
vaina”, fueron las palabras de Gabo, y González fue enfático en aconsejarme que
debía regresar inmediatamente a Colombia para aclarar la situación. Allí mismo
redactamos, con García Márquez, un comunicado que firmamos los dos, en el que
dejamos constancia de que lo que estábamos cocinando era una fórmula
constitucional para lograr la paz y que “de ninguna forma se trata de un
esquema para producir efectos políticos de corto plazo, sino la única forma
viable planteada hasta el momento para que termine el baño de sangre”. Además,
dimos fe del vivo interés del expresidente español para servir como garante de
este incipiente proceso.
Ya
de regreso en Bogotá me reuní con los principales participantes de las
propuestas, entre los que estaban los voceros de los partidos y líderes
gremiales y sindicales, y convocamos a una rueda de prensa para explicar los
avances logrados hasta el momento y ratificar que todo se había hecho dentro
del marco de la Constitución. Cometí el error de decir, por insinuación de
Leyva, que “la paz estaba de un cacho”.
Al
mismo tiempo, se produjo un cruce de cartas con el presidente Samper, que fue
ampliamente difundido por la prensa. En mi comunicación le resumí los puntos
fundamentales del proceso y le expliqué que había hecho contactos directos con
las Farc, el ELN y los paramilitares, y que todos habían mostrado interés de
participar.
Y
le dije algo más:
“En
lo que a mí respecta, por la paz estoy dispuesto a tomar todos los riesgos
necesarios. Por fortuna, desde un principio dejé muy claro que si para que este
proceso tuviera éxito era necesario hacer cualquier sacrificio, incluyendo el
de posponer mis aspiraciones presidenciales, así lo haría. La paz en Colombia
es más, muchísimo más importante que cualquier aspiración personal, cualquier
dignidad o cualquier persona. Estoy seguro de que usted piensa lo mismo. Por
eso soy optimista. Dios quiera que no esté equivocado.
“Señor
presidente: se nos está despejando el camino para construir ese país tranquilo
y en paz que todos añoramos. Por los miles de miles de viudas y huérfanos que
podrían evitarse, y por el futuro de sus hijos, de los míos, y el de los de todos
los colombianos, le ruego encarecidamente que no se interponga”.
El
presidente Samper, como era de esperarse, desautorizó mis gestiones, aduciendo
que no debí haberlas realizado –y no le faltaba razón– “sin informar ni contar
con el Gobierno ni las Fuerzas Militares”. Era una reacción natural, más aún si
se tiene en cuenta la fragilidad de su gobierno, que había intentado, sin
éxito, lograr lo que nosotros –simples particulares– habíamos alcanzado en unos
pocos meses.
A
partir de entonces vino una gran campaña de desprestigio, en la que se filtró
la conversación por radioteléfono que tuve con Raúl Reyes en el campamento de
Marulanda. No cabía duda de que la propuesta había quedado herida de muerte.
García
Márquez emitió un comunicado reiterando que esto no era ningún complot sino el
ejercicio de “el derecho y el deber que tenemos todos los colombianos de buscar
la paz a toda costa”. Y monseñor Pedro Rubiano dijo públicamente: “No sé por
qué cada vez que surgen esquemas serios y objetivos para buscar la paz, el
Gobierno sale con bobadas de que existe una conspiración para derrocarlo”.
Solo
me quedaba dejar constancia histórica de lo que habíamos hecho, y así lo hice
en una carta que dirigí en octubre de 1997 a la Comisión de Conciliación
Nacional, donde aclaré que el grueso de la propuesta estaba destinado a
llevarse a la práctica no en el mandato de Samper, que ya llegaba a su fin,
sino en el del próximo presidente, fuera quien fuera.
En
esa comunicación resumí los cinco ejes principales de la propuesta. Primero,
que el nuevo presidente integrara un gabinete ministerial de unidad nacional,
con personalidades de amplia representación política y social. Segundo, que se
ordenara el despeje de fuerza pública de un área del territorio nacional para
convertirla en zona de distensión y diálogo. Tercero, que se estableciera una
agenda que incluyera, entre otros puntos, la convocatoria a una asamblea
nacional constituyente, y que concertara una verdadera reforma agraria dentro
del marco de una política agraria integral. Cuarto, que, luego de verificado el
despeje se decretara un cese al fuego bilateral entre las fuerzas insurgentes y
el Gobierno. Y quinto, que se acordara la participación en el proceso de países
amigos de Colombia y de personalidades nacionales e internacionales que
sirvieran como facilitadores y garantes.
Más
tarde –ante la desorganización y excesos del proceso de paz que adelantó el
gobierno de Andrés Pastrana en el Caguán– cambié mi opinión sobre la
conveniencia del despeje de territorio y de un cese al fuego bilateral en las
primeras instancias de los diálogos. De esto se trata, precisamente, la
búsqueda de la paz: de un método de prueba y error que se perfecciona poco a
poco. Lo que nos propusimos años después, en el proceso de La Habana, fue aprender
de las lecciones del pasado, replantear esquemas y corregir las equivocaciones.
Esa
fue mi llamada “conspiración”. Un proceso de gestiones y conversaciones que no
buscaban derrocar ningún gobierno sino aproximarnos a la paz, y no a cualquier
paz, sino a una que fuera integral, es decir, que congregara a todos,
absolutamente todos los actores del conflicto.
El
momento no fue propicio para este empeño. La comprensible paranoia de un
gobierno cuestionado desde el mismo día de su elección, que veía conspiraciones
donde había un trabajo serio y concertado, nos impidió seguir adelante. No
pudimos, infortunadamente, parar el baño de sangre en que siguió el país por
muchos años más.
Debo
admitir, sin embargo, que el presidente Samper y su ministro del Interior
Horacio Serpa tuvieron toda la razón en molestarse con mis gestiones. A ningún
jefe de Estado le puede gustar que se realicen acercamientos de semejante
envergadura sin su consentimiento. Mirado el caso bajo el prisma de la historia
y sin el calor de la coyuntura, yo también los hubiera rechazado. Mi error fue
no haberle contado a Samper desde un principio.
Pero
no todo se había perdido. La semilla de la paz había quedado sembrada y ya
llegaría el tiempo de cosecharla.
Juegos de guerra y paz
Dos
semanas después de la instalación de los diálogos de paz (el 7 de enero de
1999), la Fundación Buen Gobierno, que yo dirigía, y la Fundación para el Nuevo
Periodismo Iberoamericano, creada por Gabriel García Márquez y dirigida por el
periodista Jaime Abello, convocamos un taller para periodistas con el apoyo de
un equipo de expertos en resolución de conflictos de la Universidad de Harvard,
liderados por la profesora Donna Hicks. Le pusimos un nombre muy atractivo:
“Juegos de guerra y paz”.
El
objetivo de este taller, al que asistieron, además de los mencionados, unos
treinta comunicadores, la mayoría directores de importantes medios nacionales o
regionales, era analizar la forma en que los medios cubrían los conflictos
internos y cómo deberían cubrir el incipiente proceso de paz.
No
cabe duda –lo digo por experiencia– de que el papel de los medios, como
intermediarios entre lo que ocurre en un conflicto o en un proceso de paz y la
opinión pública, es determinante a la hora de congregar el apoyo popular que
requiere cualquier salida negociada a la guerra.
Lo
interesante de este ejercicio es que se realizó un juego de roles en el que
cada uno de los participantes asumía el papel de guerrillero, de militar, de
gobernante o de mediador. Y lo hicimos basándonos en un caso real, que era el
conflicto de Sri Lanka, donde los expertos de Harvard habían participado
directamente.
Siempre
se dice que la prensa debe ser objetiva y no involucrarse en la noticia que
narra al público. Y eso es cierto. Pero también es verdad que para poder dar un
cubrimiento equilibrado a algo tan complejo como una guerra o una negociación
para terminarla, es indispensable que el periodista tenga la capacidad de
entender las motivaciones internas, la narrativa justificadora, de cada una de
las partes. Y de eso se trató este ejercicio: de ponernos durante unos días en
los zapatos del otro para conocer el trasfondo de su posición. Así lograríamos
no solo informar mejor, sino también negociar mejor.
Este
taller me recordó las lecciones del profesor Roger Fisher, experto en
negociación y manejo de conflictos, de quien tuve la oportunidad de recibir
clases cuando estudié en Harvard y cuando regresé a esa universidad como
becario de la Fundación Nieman para el Periodismo.
El
profesor Fisher fue un verdadero maestro y, además, un amigo para mí. Su
enseñanza sobre la importancia de asumir la perspectiva del otro en las
negociaciones fue crucial y la he utilizado no solo para buscar la terminación
del conflicto armado en Colombia sino para ejercer el complejo arte de
gobernar. Una lección parecida –ponerse en los zapatos de la contraparte– me
había dado años atrás el gerente de la Federación Nacional de Cafeteros, Arturo
Gómez, cuando me designó como representante de Colombia en Londres ante la
Organización Internacional del Café. Ahí se negociaban todos los años los
precios y el volumen que podía exportar cada país al mercado mundial. Para
Colombia, esta era la negociación más importante pues no solo se trataba de
nuestro principal generador de divisas sino que éramos el principal exportador
después de Brasil.
Nadie,
ni el más temible de los criminales, hace nada sin tener una motivación
interior. Por eso siempre, ante cualquier circunstancia, me intereso por
entender las motivaciones, inspiraciones, preocupaciones o dolores de mi
interlocutor, así sus actos sean terribles y parezcan inexcusables. Detrás de
cada acción hay un ser humano y detrás de cada ser humano hay una motivación.
Si la entendemos –así lo aprendí de Fisher–, estamos a mitad de camino de una
solución.
El
taller de “Juegos de guerra y paz” –con la presencia siempre estimulante de
Gabo– nos marcó a todos los asistentes, mostrándonos un nuevo enfoque sobre el
papel de los medios en el cubrimiento y solución de los conflictos internos.
García
Márquez llegó a Cartagena directamente de La Habana, donde había facilitado,
como siempre con gran discreción, una reunión entre el histórico líder cubano
Fidel Castro, el presidente Pastrana y el recién electo presidente de Venezuela,
Hugo Chávez, para buscar apoyo al proceso de paz que acaba de iniciarse en
Colombia.
Nunca
se acabará de conocer cuánto y de qué variadas formas trabajó en silencio y sin
aspavientos nuestro nobel de Literatura para buscar una solución al conflicto
interno. A García Márquez le debemos mucho más que libros y la gloria
literaria. Le debemos su compromiso permanente y muy efectivo con la paz.
A
los pocos días de concluido el taller, escribí una columna sobre esta
experiencia. Esta fue mi conclusión:
“El
mensaje es que un conflicto como el que tenemos entre manos es mucho más
complejo de lo que se percibe, y para resolverlo es necesario analizarlo con
mucha profundidad y desde muchos ángulos. Quedarse en el terreno de las
posiciones de cada parte y ver en qué momento cede uno o cede el otro, o como
en un partido de fútbol, esperar a ver quién le mete gol a quién, es garantizar
el fracaso de las negociaciones. Esta es una lección para negociadores y para
periodistas”.
Rompiendo el hielo
El
traslado del Médico y de Sandra desde las selvas del Guaviare hasta La Habana –en
cuya planeación se había tardado tanto, por las dificultades logísticas y la
desconfianza de los guerrilleros– se cumplió finalmente según lo programado.
Con la ayuda de la Cruz Roja Internacional, utilizando su emblema, fueron
transportados primero en un helicóptero desde un punto de encuentro en la zona
selvática hasta la población de San José del Guaviare y luego en avión hasta
Caracas. Allí se reunieron con los otros miembros de la delegación de las Farc
para salir hacia Cuba, siempre acompañados por delegados de los Gobiernos de
Venezuela, Cuba y Noruega. En adelante, Venezuela actuaría como un país
acompañante y facilitador –rol en el que luego se uniría también Chile, que
propusimos para contrarrestar el sesgo de izquierda que representaba Venezuela–.
Cuba y Noruega serían los países garantes, con presencia en la mesa de
negociaciones.
El
23 de febrero de 2012 viajó la delegación del Gobierno a La Habana, donde ya se
encontraba su contraparte de las Farc. Cada delegación se alojó en una casa del
conjunto El Laguito, compuesto por unas 120 residencias y mansiones construidas
en la primera mitad del siglo XX por magnates norteamericanos y millonarios
cubanos, expropiadas por el Gobierno luego del triunfo de la revolución. Desde
entonces, en esa zona los cubanos alojan a sus invitados especiales. En una de
esas casas –la número 6– pasó largas temporadas el nobel de Literatura Gabriel
García Márquez, pues su amigo Fidel Castro se la entregó para que la usara
siempre que quisiera.
Fui
testigo directo de esa amistad cuando, en 1997, en los tiempos en que me
dediqué a buscar un diálogo directo con los diversos actores del conflicto para
construir una propuesta de paz –los tiempos de mi “conspiración”– fui a La
Habana para encontrarme con Gabo y una delegación del ELN. Los delegados de esa
guerrilla no pudieron llegar, pero terminé esa noche, por insinuación de Fidel,
departiendo y bailando con sus compañeras, dos guerrilleras muy bonitas. Cuando
regresé a la casa de Gabo, ya muy tarde en la noche, me uní a la larga y amena
charla que tuvieron hasta la madrugada Gabo, Fidel Castro y el expresidente de
México Carlos Salinas de Gortari, que entonces vivía allá. No cabe duda de que
Castro era un mago de la conversación.
Volviendo
al 23 de febrero, al atardecer se reunieron las dos delegaciones en una
edificación denominada Casa de Piedra, dentro de la misma urbanización, que
luego sirvió como sede para las reuniones de trabajo. Los noruegos habían
organizado un evento informal, con salmón y vino blanco traído desde las
lejanas tierras nórdicas, para que los plenipotenciarios y los demás delegados
se encontraran, se conocieran y rompieran un poco el hielo, antes de iniciar
las discusiones formales.
Era
la primera vez, desde el fin del proceso del Caguán en febrero de 2002, en que
se reunían miembros del secretariado de las Farc con autoridades del Gobierno
de nivel ministerial. Habían pasado exactamente diez años –diez años de dura
confrontación militar– y todos entendían que esta podía ser la última
oportunidad para lograr el fin de una guerra que solo había causado dolor y
atraso a los colombianos.
Ese
primer encuentro fue tenso pero cordial, y les sirvió a todos para comenzar a
establecer lo más básico que se requiere para iniciar cualquier conversación:
el reconocimiento del otro, con sus diferencias y particularidades, pero
también con esa esencia común que nos une como integrantes de la humanidad y,
en este caso, de un mismo país. Por décadas nos habíamos matado, a pesar de ser
hijos de una sola nación, y aquella tarde, bajo el sol crepuscular de La
Habana, al estrecharse las manos, así en las miradas y en las palabras hubiera
prevención, se iniciaba un nuevo compás de esperanza para Colombia.
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