31 de marzo de 2019

MEMORABILIA GGM 896


ARCADIA
Bogotá – Colombia
27 de marzo de 2019

Libros 

Gabriel García Márquez
y la paz, según Juan Manuel Santos
En su libro 'La batalla por la paz' (Planeta, 2018), el expresidente recoge las memorias de sus dos períodos de gobierno y narra las dificultades que tuvo para conseguir la firma de los acuerdos de paz con las Farc. Compartimos tres fragmentos en los que explora el papel que García Márquez jugó en el proceso.


"Dos nombres surgieron como los mejores candidatos para ser garantes del proceso: nuestro nobel de Literatura Gabriel García Márquez y el expresidente del Gobierno de España Felipe González": Juan Manuel Santos.

Por Juan Manuel Santos

La sociedad civil
asume el reto de la paz

Luego de la reunión de la Abadía de Monserrat (29 de marzo de 1996), Álvaro Leyva, un líder político conservador, pero progresista, que siempre ha mantenido canales de diálogo abiertos con las Farc, me hizo saber que la dirigencia guerrillera, luego de ver el poder de convocatoria que habíamos tenido, estaba interesada en continuar explorando caminos hacia la paz.

Empezamos, entonces, una serie de conversaciones y contactos discretos encaminados a lograr una propuesta viable que pudiéramos presentar en su momento al Gobierno nacional, cuyos puentes de diálogo con las guerrillas estaban prácticamente rotos.

Trabajando con varias de las personalidades que participaron en la reunión de la Abadía de Monserrat y otras interesadas en terminar el conflicto armado, se comenzó a diseñar una ruta crítica que tuviera en cuenta las pretensiones de los diversos grupos alzados en armas y permitiera un acercamiento de estos con el Estado para ambientar un proceso de paz.

Dadas las frágiles circunstancias en que gobernaba el presidente Samper, consideramos que lo mejor era avanzar discretamente en las aproximaciones, para ir cocinando una propuesta que solo le presentaríamos al Gobierno cuando estuviera suficientemente madura.

Era la primera vez que desde la sociedad civil, por fuera de los cauces oficiales, se intentaba un acercamiento con todos los protagonistas del conflicto: la guerrilla, los paramilitares y, finalmente, el propio Gobierno.

Entre los personajes que conocieron y participaron de esta propuesta estuvieron el arzobispo de Bogotá Pedro Rubiano, el entonces sindicalista y luego vicepresidente de la república Angelino Garzón, y otros líderes del país de diversos sectores, como Nicanor Restrepo, Luis Fernando Jaramillo, Juan Manuel Ospina, Fabio Valencia Cossio, Antonio Gómez Hermida, Luis Carlos Villegas, mi hermano Enrique y, por supuesto, Álvaro Leyva. También fueron enterados de este proceso de acercamientos, y se mostraron totalmente de acuerdo, los expresidentes Alfonso López y Belisario Betancur.

Definimos, además, que era importante contar con la validación de personajes de talla mundial. Pronto, dos nombres surgieron como los mejores candidatos para ser garantes del proceso: nuestro nobel de Literatura Gabriel García Márquez y el expresidente del Gobierno de España Felipe González.

Gabo, quien siempre fue un trabajador incansable y discreto por la paz, aceptó con entusiasmo, y Felipe González también mostró su disposición a aceptar, pero nos puso algunas condiciones. La primera, muy lógica, era que habláramos primero con los diversos actores ilegales y obtuviéramos su aprobación al esquema, para saber que caminábamos sobre terreno firme y no basados en simples expectativas. La segunda era que buscáramos la participación de otros gobiernos latinoamericanos, el aval de Estados Unidos y el de la Unión Europea, específicamente de España.

(…)

Con la tarea cumplida –es decir, con la confirmación del interés en hacer parte del proceso por parte de los paramilitares, de las Farc y del ELN–, viajé a España para reunirme con el expresidente Felipe González y con Gabriel García Márquez.

Estábamos comiendo los tres en Casa Lucio, un restaurante tradicional en el viejo Madrid, cuando Lucio, el dueño, me pasó el teléfono pues me estaban llamando urgentemente desde Bogotá. Era Julio Sánchez Cristo, director y conductor de uno de los principales programas radiales matutinos del país, quien me contó que los asesores del gobierno Samper acababan de denunciar que yo estaba fraguando una conspiración para derrocarlo y me preguntó si tenía algo que decir sobre el particular.

Cuando volví a la mesa, les comenté la situación a mis contertulios. “Se jodió esta vaina”, fueron las palabras de Gabo, y González fue enfático en aconsejarme que debía regresar inmediatamente a Colombia para aclarar la situación. Allí mismo redactamos, con García Márquez, un comunicado que firmamos los dos, en el que dejamos constancia de que lo que estábamos cocinando era una fórmula constitucional para lograr la paz y que “de ninguna forma se trata de un esquema para producir efectos políticos de corto plazo, sino la única forma viable planteada hasta el momento para que termine el baño de sangre”. Además, dimos fe del vivo interés del expresidente español para servir como garante de este incipiente proceso.

Ya de regreso en Bogotá me reuní con los principales participantes de las propuestas, entre los que estaban los voceros de los partidos y líderes gremiales y sindicales, y convocamos a una rueda de prensa para explicar los avances logrados hasta el momento y ratificar que todo se había hecho dentro del marco de la Constitución. Cometí el error de decir, por insinuación de Leyva, que “la paz estaba de un cacho”.

Al mismo tiempo, se produjo un cruce de cartas con el presidente Samper, que fue ampliamente difundido por la prensa. En mi comunicación le resumí los puntos fundamentales del proceso y le expliqué que había hecho contactos directos con las Farc, el ELN y los paramilitares, y que todos habían mostrado interés de participar.

Y le dije algo más:

“En lo que a mí respecta, por la paz estoy dispuesto a tomar todos los riesgos necesarios. Por fortuna, desde un principio dejé muy claro que si para que este proceso tuviera éxito era necesario hacer cualquier sacrificio, incluyendo el de posponer mis aspiraciones presidenciales, así lo haría. La paz en Colombia es más, muchísimo más importante que cualquier aspiración personal, cualquier dignidad o cualquier persona. Estoy seguro de que usted piensa lo mismo. Por eso soy optimista. Dios quiera que no esté equivocado.

“Señor presidente: se nos está despejando el camino para construir ese país tranquilo y en paz que todos añoramos. Por los miles de miles de viudas y huérfanos que podrían evitarse, y por el futuro de sus hijos, de los míos, y el de los de todos los colombianos, le ruego encarecidamente que no se interponga”.

El presidente Samper, como era de esperarse, desautorizó mis gestiones, aduciendo que no debí haberlas realizado –y no le faltaba razón– “sin informar ni contar con el Gobierno ni las Fuerzas Militares”. Era una reacción natural, más aún si se tiene en cuenta la fragilidad de su gobierno, que había intentado, sin éxito, lograr lo que nosotros –simples particulares– habíamos alcanzado en unos pocos meses.

A partir de entonces vino una gran campaña de desprestigio, en la que se filtró la conversación por radioteléfono que tuve con Raúl Reyes en el campamento de Marulanda. No cabía duda de que la propuesta había quedado herida de muerte.

García Márquez emitió un comunicado reiterando que esto no era ningún complot sino el ejercicio de “el derecho y el deber que tenemos todos los colombianos de buscar la paz a toda costa”. Y monseñor Pedro Rubiano dijo públicamente: “No sé por qué cada vez que surgen esquemas serios y objetivos para buscar la paz, el Gobierno sale con bobadas de que existe una conspiración para derrocarlo”.

Solo me quedaba dejar constancia histórica de lo que habíamos hecho, y así lo hice en una carta que dirigí en octubre de 1997 a la Comisión de Conciliación Nacional, donde aclaré que el grueso de la propuesta estaba destinado a llevarse a la práctica no en el mandato de Samper, que ya llegaba a su fin, sino en el del próximo presidente, fuera quien fuera.

En esa comunicación resumí los cinco ejes principales de la propuesta. Primero, que el nuevo presidente integrara un gabinete ministerial de unidad nacional, con personalidades de amplia representación política y social. Segundo, que se ordenara el despeje de fuerza pública de un área del territorio nacional para convertirla en zona de distensión y diálogo. Tercero, que se estableciera una agenda que incluyera, entre otros puntos, la convocatoria a una asamblea nacional constituyente, y que concertara una verdadera reforma agraria dentro del marco de una política agraria integral. Cuarto, que, luego de verificado el despeje se decretara un cese al fuego bilateral entre las fuerzas insurgentes y el Gobierno. Y quinto, que se acordara la participación en el proceso de países amigos de Colombia y de personalidades nacionales e internacionales que sirvieran como facilitadores y garantes.

Más tarde –ante la desorganización y excesos del proceso de paz que adelantó el gobierno de Andrés Pastrana en el Caguán– cambié mi opinión sobre la conveniencia del despeje de territorio y de un cese al fuego bilateral en las primeras instancias de los diálogos. De esto se trata, precisamente, la búsqueda de la paz: de un método de prueba y error que se perfecciona poco a poco. Lo que nos propusimos años después, en el proceso de La Habana, fue aprender de las lecciones del pasado, replantear esquemas y corregir las equivocaciones.

Esa fue mi llamada “conspiración”. Un proceso de gestiones y conversaciones que no buscaban derrocar ningún gobierno sino aproximarnos a la paz, y no a cualquier paz, sino a una que fuera integral, es decir, que congregara a todos, absolutamente todos los actores del conflicto.

El momento no fue propicio para este empeño. La comprensible paranoia de un gobierno cuestionado desde el mismo día de su elección, que veía conspiraciones donde había un trabajo serio y concertado, nos impidió seguir adelante. No pudimos, infortunadamente, parar el baño de sangre en que siguió el país por muchos años más.

Debo admitir, sin embargo, que el presidente Samper y su ministro del Interior Horacio Serpa tuvieron toda la razón en molestarse con mis gestiones. A ningún jefe de Estado le puede gustar que se realicen acercamientos de semejante envergadura sin su consentimiento. Mirado el caso bajo el prisma de la historia y sin el calor de la coyuntura, yo también los hubiera rechazado. Mi error fue no haberle contado a Samper desde un principio.

Pero no todo se había perdido. La semilla de la paz había quedado sembrada y ya llegaría el tiempo de cosecharla.

Juegos de guerra y paz

Dos semanas después de la instalación de los diálogos de paz (el 7 de enero de 1999), la Fundación Buen Gobierno, que yo dirigía, y la Fundación para el Nuevo Periodismo Iberoamericano, creada por Gabriel García Márquez y dirigida por el periodista Jaime Abello, convocamos un taller para periodistas con el apoyo de un equipo de expertos en resolución de conflictos de la Universidad de Harvard, liderados por la profesora Donna Hicks. Le pusimos un nombre muy atractivo: “Juegos de guerra y paz”.

El objetivo de este taller, al que asistieron, además de los mencionados, unos treinta comunicadores, la mayoría directores de importantes medios nacionales o regionales, era analizar la forma en que los medios cubrían los conflictos internos y cómo deberían cubrir el incipiente proceso de paz.

No cabe duda –lo digo por experiencia– de que el papel de los medios, como intermediarios entre lo que ocurre en un conflicto o en un proceso de paz y la opinión pública, es determinante a la hora de congregar el apoyo popular que requiere cualquier salida negociada a la guerra.

Lo interesante de este ejercicio es que se realizó un juego de roles en el que cada uno de los participantes asumía el papel de guerrillero, de militar, de gobernante o de mediador. Y lo hicimos basándonos en un caso real, que era el conflicto de Sri Lanka, donde los expertos de Harvard habían participado directamente.

Siempre se dice que la prensa debe ser objetiva y no involucrarse en la noticia que narra al público. Y eso es cierto. Pero también es verdad que para poder dar un cubrimiento equilibrado a algo tan complejo como una guerra o una negociación para terminarla, es indispensable que el periodista tenga la capacidad de entender las motivaciones internas, la narrativa justificadora, de cada una de las partes. Y de eso se trató este ejercicio: de ponernos durante unos días en los zapatos del otro para conocer el trasfondo de su posición. Así lograríamos no solo informar mejor, sino también negociar mejor.

Este taller me recordó las lecciones del profesor Roger Fisher, experto en negociación y manejo de conflictos, de quien tuve la oportunidad de recibir clases cuando estudié en Harvard y cuando regresé a esa universidad como becario de la Fundación Nieman para el Periodismo.

El profesor Fisher fue un verdadero maestro y, además, un amigo para mí. Su enseñanza sobre la importancia de asumir la perspectiva del otro en las negociaciones fue crucial y la he utilizado no solo para buscar la terminación del conflicto armado en Colombia sino para ejercer el complejo arte de gobernar. Una lección parecida –ponerse en los zapatos de la contraparte– me había dado años atrás el gerente de la Federación Nacional de Cafeteros, Arturo Gómez, cuando me designó como representante de Colombia en Londres ante la Organización Internacional del Café. Ahí se negociaban todos los años los precios y el volumen que podía exportar cada país al mercado mundial. Para Colombia, esta era la negociación más importante pues no solo se trataba de nuestro principal generador de divisas sino que éramos el principal exportador después de Brasil.

Nadie, ni el más temible de los criminales, hace nada sin tener una motivación interior. Por eso siempre, ante cualquier circunstancia, me intereso por entender las motivaciones, inspiraciones, preocupaciones o dolores de mi interlocutor, así sus actos sean terribles y parezcan inexcusables. Detrás de cada acción hay un ser humano y detrás de cada ser humano hay una motivación. Si la entendemos –así lo aprendí de Fisher–, estamos a mitad de camino de una solución.

El taller de “Juegos de guerra y paz” –con la presencia siempre estimulante de Gabo– nos marcó a todos los asistentes, mostrándonos un nuevo enfoque sobre el papel de los medios en el cubrimiento y solución de los conflictos internos.

García Márquez llegó a Cartagena directamente de La Habana, donde había facilitado, como siempre con gran discreción, una reunión entre el histórico líder cubano Fidel Castro, el presidente Pastrana y el recién electo presidente de Venezuela, Hugo Chávez, para buscar apoyo al proceso de paz que acaba de iniciarse en Colombia.

Nunca se acabará de conocer cuánto y de qué variadas formas trabajó en silencio y sin aspavientos nuestro nobel de Literatura para buscar una solución al conflicto interno. A García Márquez le debemos mucho más que libros y la gloria literaria. Le debemos su compromiso permanente y muy efectivo con la paz.

A los pocos días de concluido el taller, escribí una columna sobre esta experiencia. Esta fue mi conclusión:

“El mensaje es que un conflicto como el que tenemos entre manos es mucho más complejo de lo que se percibe, y para resolverlo es necesario analizarlo con mucha profundidad y desde muchos ángulos. Quedarse en el terreno de las posiciones de cada parte y ver en qué momento cede uno o cede el otro, o como en un partido de fútbol, esperar a ver quién le mete gol a quién, es garantizar el fracaso de las negociaciones. Esta es una lección para negociadores y para periodistas”.

Rompiendo el hielo
El traslado del Médico y de Sandra desde las selvas del Guaviare hasta La Habana –en cuya planeación se había tardado tanto, por las dificultades logísticas y la desconfianza de los guerrilleros– se cumplió finalmente según lo programado. Con la ayuda de la Cruz Roja Internacional, utilizando su emblema, fueron transportados primero en un helicóptero desde un punto de encuentro en la zona selvática hasta la población de San José del Guaviare y luego en avión hasta Caracas. Allí se reunieron con los otros miembros de la delegación de las Farc para salir hacia Cuba, siempre acompañados por delegados de los Gobiernos de Venezuela, Cuba y Noruega. En adelante, Venezuela actuaría como un país acompañante y facilitador –rol en el que luego se uniría también Chile, que propusimos para contrarrestar el sesgo de izquierda que representaba Venezuela–. Cuba y Noruega serían los países garantes, con presencia en la mesa de negociaciones.

El 23 de febrero de 2012 viajó la delegación del Gobierno a La Habana, donde ya se encontraba su contraparte de las Farc. Cada delegación se alojó en una casa del conjunto El Laguito, compuesto por unas 120 residencias y mansiones construidas en la primera mitad del siglo XX por magnates norteamericanos y millonarios cubanos, expropiadas por el Gobierno luego del triunfo de la revolución. Desde entonces, en esa zona los cubanos alojan a sus invitados especiales. En una de esas casas –la número 6– pasó largas temporadas el nobel de Literatura Gabriel García Márquez, pues su amigo Fidel Castro se la entregó para que la usara siempre que quisiera.

Fui testigo directo de esa amistad cuando, en 1997, en los tiempos en que me dediqué a buscar un diálogo directo con los diversos actores del conflicto para construir una propuesta de paz –los tiempos de mi “conspiración”– fui a La Habana para encontrarme con Gabo y una delegación del ELN. Los delegados de esa guerrilla no pudieron llegar, pero terminé esa noche, por insinuación de Fidel, departiendo y bailando con sus compañeras, dos guerrilleras muy bonitas. Cuando regresé a la casa de Gabo, ya muy tarde en la noche, me uní a la larga y amena charla que tuvieron hasta la madrugada Gabo, Fidel Castro y el expresidente de México Carlos Salinas de Gortari, que entonces vivía allá. No cabe duda de que Castro era un mago de la conversación.

Volviendo al 23 de febrero, al atardecer se reunieron las dos delegaciones en una edificación denominada Casa de Piedra, dentro de la misma urbanización, que luego sirvió como sede para las reuniones de trabajo. Los noruegos habían organizado un evento informal, con salmón y vino blanco traído desde las lejanas tierras nórdicas, para que los plenipotenciarios y los demás delegados se encontraran, se conocieran y rompieran un poco el hielo, antes de iniciar las discusiones formales.

Era la primera vez, desde el fin del proceso del Caguán en febrero de 2002, en que se reunían miembros del secretariado de las Farc con autoridades del Gobierno de nivel ministerial. Habían pasado exactamente diez años –diez años de dura confrontación militar– y todos entendían que esta podía ser la última oportunidad para lograr el fin de una guerra que solo había causado dolor y atraso a los colombianos.

Ese primer encuentro fue tenso pero cordial, y les sirvió a todos para comenzar a establecer lo más básico que se requiere para iniciar cualquier conversación: el reconocimiento del otro, con sus diferencias y particularidades, pero también con esa esencia común que nos une como integrantes de la humanidad y, en este caso, de un mismo país. Por décadas nos habíamos matado, a pesar de ser hijos de una sola nación, y aquella tarde, bajo el sol crepuscular de La Habana, al estrecharse las manos, así en las miradas y en las palabras hubiera prevención, se iniciaba un nuevo compás de esperanza para Colombia.

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