20 de marzo de 2019

MEMORABILIA GGM 895

Madrid - España
16 de marzo de 2019

El manuscrito de
Cien años de soledad
que García Márquez creía perdido
México resguarda una copia mecanografiada de la obra cumbre de Gabriel García Márquez, que el propio autor regaló al crítico literario Emmanuel Carballo

La evidencia material, el registro que aparece en la edición conmemorativa de la obra la Real Academia Española, constata que existen cuatro manuscritos: “Pera Araiza (quien se encargó de pasar a limpio el texto escrito a mano) había mecanografiado el original con tres copias. Fue aquel el remitido a comienzos de agosto a la editorial Sudamericana en dos paquetes postales. Álvaro Mutis llevó poco después a Buenos Aires otra copia; la tercera, siempre según el testimonio de García Márquez, “circuló en México entre los amigos” que lo habían acompañado en las duras, mientras que la cuarta la mandó a Barranquilla “para que la leyeran tres protagonistas entrañables de la novela: Alfonso Fuenmayor, Germán Vargas y Álvaro Cepeda, cuya hija Patricia la guarda todavía como un tesoro”.
México 
El origen de Cien años de soledad.

Quizá la mejor explicación sobre la prodigiosa imaginación de Gabriel García Márquez la hizo su padre: “tenía una capacidad para inventar más allá de la realidad que veía. Siempre he dicho que tenía dos cerebros. A mí nadie me quita la idea de que Gabito es bicéfalo”, decía don Gabriel Eligio García. Ese formidable talento fabulador lo volcó en sus obras, pero también le gustaba fantasear con las historias reales detrás de su literatura. García Márquez fabricó una leyenda sobre los pormenores de su legendaria obra Cien años de soledad. Jugaba al despiste, aseguraba que tuvo que mandar el original en dos partes a la editorial Sudamericana porque se quedó sin dinero en la oficina de correos y solía decir que no sabía dónde estaban los manuscritos.
Uno de esos supuestos textos perdidos ha salido a la luz en México. En la colonia Roma, en el nuevo escaparate de la Fundación Slim, en una habitación y frente a una cama, en un librero virreinal, como sanctasanctórum, está el manuscrito de Cien años de soledad que Gabriel García Márquez le regaló a su amigo, el crítico mexicano Emmanuel Carballo (Guadalajara, 1929), con correcciones del propio autor colombiano. El mecanografiado está protegido por una caja roja en forma de libro en la que se destaca su lomo con dos franjas negras. En la primera, se lee el nombre del autor y de la obra que desató el boom de la literatura latinoamericana; en la segunda, reza la leyenda en mayúsculas: Copia mecanografiada de la novela obsequiada a su corrector el escritor mexicano Emmanuel Caballo. Más abajo dice con letras doradas: En México, 1965 - 1966.
“García Márquez se refirió en varias ocasiones a esos manuscritos que había perdido de vista. Habla de su historia, lo que pasa es que él endulzó el relato, dice que no sabe si hay otras copias de las cuales él no tiene conciencia, lo que dudo, porque no se ajustan a la evidencia material y a la génesis del texto que yo he podido rastrear”, dice Álvaro Santana-Acuña, investigador de cabecera de la Fundación García Márquez y autor del libro Ascent to Glory: How 'One Hundred Years of Solitude' Became a Global Classic.
Las otras, supuestamente, se han perdido”. El propio García Márquez endulzó más aún el relato: “Sin embargo, en alguna parte del mundo puede haber otras copias”, según explicó en un artículo de 2011 para EL PAÍS titulado La odisea literaria de un manuscrito.
Siguiendo el rastro oficial, actualmente se conoce la localización de solo tres copias: una está en la Universidad de Texas, que compró el archivo del escritor en 2011. Otra es la que envió a sus amigos en Barranquilla y en Bogotá, en manos hoy de la familia Cepeda Samudio. Y la copia “que circuló en México entre los amigos” debe corresponder por tanto a la expuesta ahora en la capital mexicana tras ser regalada a Carballo. Del original, que García Márquez partió en dos, no hay noticias.
“Lo que sé es que Gabo destruyó todos los bocetos de la novela, todos los borradores, diagramas… toda esa parafernalia que viene con la escritura de un libro. Gabo se deshizo de todo eso, no sé de qué manera, pero realmente lo único que queda del libro son estos mecanuscritos, como el que está en México”, cuenta su hijo Gonzalo García a EL PAÍS. La primera edición de Cien años de soledad apareció en 1967 y, apenas lo tuvieron en las manos, García Márquez confesó que él y su esposa rompieron “el original acribillado que Pera utilizó para las copias, para que nadie pudiera descubrir los trucos de su carpintería secreta”.
El texto mecanografiado que se resguarda en México formaba parte de la biblioteca personal de Guillermo Tovar de Teresa, cronista de Ciudad de México que falleció en 2013, cuya casa —con su colección de colecciones— se convirtió recientemente en el tercer Museo Soumaya, de la Fundación Carlos Slim. Emmanuel Carballo, el crítico literario más importante de México en ese momento, era un entrañable amigo de Guillermo Tovar de Teresa. “Guillermo y Emmanuel eran muy amigos y consigue, con esta capacidad de seducción que tenía Guillermo para lograr sus objetivos de coleccionista, que se lo vendiera [el mecanografiado de Cien años de soledad] a Carballo”, afirma su hermano Fernando Tovar y de Teresa.
Este mecanuscrito tiene algunas correcciones que se presumen son del propio Carballo, en donde se pueden ver con más claridad los arrepentimientos del autor debajo de los tachones. Esta versión contiene también más de 200 correcciones a mano del propio García Márquez. “Desde el punto de vista de críticos no son ajustes importantes, pero demuestran que era una persona extraordinariamente perfeccionista. Y se puede ver cómo eliminaba cosas cuando la novela ya estaba terminada, aun así eliminó párrafos completos, añadió algunas frases, sobre todo para darle mayor fuerza poética y expresiva al texto”, explica Santana-Acuña. El mecanografiado es testimonio de la colaboración fundamental entre García Márquez y Carballo.
Emanuel Carballo, que escribía prácticamente sobre cualquier libro que se publicaba en México, fundó, junto con Carlos Fuentes, la Revista Mexicana de Literatura, además de colaborar como crítico en México en la Cultura, suplemento cultural crucial de la época donde publicaron entre otros Alfonso ReyesOctavio PazJuan RulfoCarlos Monsiváis o Elena Poniatowska. “En 1965 comienza a escribir Cien años de soledad y, en el otoño de ese mismo año, Gabriel García Márquez se acerca a Carballo y le dice: estoy empezando a trabajar en esta novela, me gustaría que tú la leas, entonces, durante un periodo que según Carballo duró un año, García Márquez le llevaba cada sábado, como si fuese una novela por entregas, de estas antiguas del siglo XIX, lo que había escrito esa semana. García Márquez se sentaba con Carballo a hablar, a discutir de los personajes, de la trama de cosas que podía cambiar, que podía mejorar. García Márquez evidentemente valoraba muchísimo la opinión de este crítico”, explica Santana-Acuña.
La élite literaria colombiana había denostado la obra al principio. El crítico Eduardo Gómez dijo que Cien años de soledad carecía “de lógica interna y de rigor estético”, habla “de los estrechos límites culturales del autor”, de la “falta de unidad en la concepción de los temas” y de la falta de rigor por mezclar “fantasía y realidad en forma indiscriminada”. Sin embargo, en México, Carballo lo elogió: “es una novela perfecta”, sentenció. “Antes de Cien años Gabriel García Márquez era un buen escritor, ahora es un extraordinario escritor, el primero entre sus compañeros de equipo que escribe una obra maestra”, destacó en el primer texto crítico sobre la novela, donde afirmó, el lector estaba frente a una de las grandes novelas del siglo XX.
García Márquez escribió su obra en cuartillas (holandesas) en el número 19 de la calle La Loma, en la colonia San Ángel, en Ciudad de México. “Recuerdo a mi padre escribiendo prácticamente todo el tiempo que estaba en la casa, es una de las imágenes más presentes que tengo: él sentado frente a una máquina de escribir en su estudio, en una casa pequeña y muy austera; en el estudio donde escribía había cuadros y libros y era, digamos, el lugar más cálido de la casa”, dice su hijo Gonzalo García.
Según la historia que el propio Gabo cuenta, la idea de Cien años de soledad surgió en 1965, en un viaje con Mercedes y sus dos hijos, rumbo Acapulco. “Me sentí fulminado por un cataclismo del alma tan intenso y arrasador que apenas si logré eludir una vaca que se atravesó en la carretera”. En el texto que escribió García Márquez en EL PAÍS describe: “No tuve un minuto de sosiego en la playa. El martes, cuando regresamos a México, me senté a la máquina para escribir una frase inicial que no podía soportar dentro de mí: 'Muchos años después, frente al pelotón de fusilamiento, el coronel Aureliano Buendía había de recordar aquella tarde remota en que su padre lo llevó a conocer el hielo'. Desde entonces no me interrumpí un solo día, en una especie de sueño demoledor, hasta la línea final en que a Macondo se lo llevó el carajo”.

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El Heraldo
Barranquilla – Colombia
18 de marzo de 2019

El eslabón perdido de
Cien Años de Soledad
En un escaparate, dentro de una caja de color rojo vino
fue encontrada una reliquia de valor incalculable para la literatura.



Una de las tres copias mecanografiadas de la obra, que parecía perdida, apareció en México. Otra la tiene la Universidad de Texas y la restante un banco en EEUU, según  instrucciones dadas por el propio García Márquez.

El empaque, no llama la atención hasta leer unas letras doradas plasmadas en dos franjas negras ubicadas en el lomo de lo que aparenta ser un libro. 

“Gabriel García Márquez, Cien años de soledad.

Copia mecanografiada de la novela obsequiada a su corrector, el escritor mexicano Emmanuel Carballo.

En México, 1965 - 1966”.

El mecanuscrito

La copia escrita a máquina de esta obra cumbre de la literatura latinoamericana, que le valió al nacido en Aracataca, Magdalena el Premio Nobel de Literatura en 1982, cuenta con correcciones hechas a mano por el mismo Gabo y el crítico mexicano Emmanuel Carballo. 

En la colonia Roma, en Ciudad de México, como lo informó el diario El País de España, reposa la obra que pertenecía a la colección del historiador Guillermo Tovar de Teresa, fallecido en 2013. Un gran amigo de Carballo. Su casa se convirtió hace poco en el tercer Museo Soumaya, de la Fundación Carlos Slim. 

García Márquez contó, en varias ocasiones, que no sabía dónde estaban sus manuscritos. Según el diario El País, en la edición conmemorativa de la obra que publicó la Real Academia Española, la institución afirma que existen cuatro de ellos. 

El artículo cita al investigador de la Fundación García Márquez, Álvaro Santana, conocedor de la obra del nobel, sobre el destino de estos mecanuscritos. 

“Pera Araiza (quien se encargó de pasar a limpio el texto escrito a mano) había mecanografiado el original con tres copias. Fue aquel el remitido a comienzos de agosto a la editorial Sudamericana en dos paquetes postales. Álvaro Mutis llevó poco después a Buenos Aires otra copia; la tercera, siempre, según el testimonio de García Márquez, “circuló en México entre los amigos” que lo habían acompañado en las duras, mientras que la cuarta la mandó a Barranquilla “para que la leyeran tres protagonistas entrañables de la novela: Alfonso Fuenmayor, Germán Vargas y Álvaro Cepeda”. Las otras, supuestamente, “se han perdido”, afirmó el diario en su informe.  

EL HERALDO indagó con fuentes conocedoras de la historia y estas manifestaron que esa copia mecanografiada fue enviada a un banco en los Estados Unidos que cuenta con un área para el cuidado de antigüedades, por orden del mismo Gabriel García Márquez. 

El libro perdido

Gabo habló en diversas ocasiones sobre las dificultades que vivió con su manuscrito. Luego de su paso a la máquina de escribir sacó tres copias del libro original y este lo mandó en dos partes a la editorial Sudamericana porque se había quedado sin dinero para culminar el envío en la oficina postal.

Este libro original, el mismo que por economía el nobel dividió sigue perdido, pues en la actualidad se conoce –con el mecanuscrito expuesto en México– el paradero de tres copias. Una de ellas en la Universidad de Texas y la que se encuentra en Estados Unidos protegida en un banco.

Según le informó Gonzalo García, hijo del nobel a El País, los bocetos originales de Cien años de soledad fueron destruidos por su padre después de que saliera la primera edición de la obra. 
Desde su lanzamiento en Buenos Aires, el 30 de mayo de 1967, esta obra, exponente fiel del realismo mágico como movimiento literario, ha sido leída por millones de hispanohablantes y traducida a más de cuarenta lenguas. 

Hoy, 52 años después, es casi imperdonable hablar de literatura latinoamericana sin mencionar Cien años de soledad. Una historia fantástica en medio  de un costumbrismo que suena a Caribe, unas páginas que se convirtieron en leyenda por su riqueza gramatical y la fuerza envolvente de sus palabras, una obra maestra que narra la vida de los Buendía, quienes signados por la huella de lo trágico no pudieron escapar nunca de su desolado destino. 

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Esta es la lista de los originales de Cien años de soledad de los que se tiene conocimiento.

1)                 La famosa copia en dos partes enviada a Editorial Suramericana de Buenos Aires, en una fábula creada por García Márquez y narrada una vez más en su discurso de la celebración de sus 70 años en Cartagena de Indias. Parece fábula pues como dijo German Vargas el día que nos presentó Alberto Duque López: “¿Tenia plata para mandarnos una copia a Barranquilla y no tenía para enviar el original a la Editorial?”. Según Eligio García en su libro Tras las claves de Melquiades, en sus indagaciones en Editorial Suramericana sobre los manuscritos originales que recibieron, voceros de la Editorial le manifestaron que esos originales no existían. Un original de la primera edición de Cien años de soledad adorna la pared principal de la gerencia de Editorial Suramericana en Buenos Aires
2)                 La copia que llevo Álvaro Mutis de Ciudad de México a Buenos Aires para asegurarse de que el manuscrito llegaría a su destino, por desconfianza en el servicio de correo.
3)                 La copia de los amigos de Barranquilla que está escondida en una caja fuerte de algún banco de los Estados Unidos.
4)                 La copia que llego al Harry Ransom Center de la Universidad de Texas con los documentos personales de GGM.
5)                 A Jomí García Ascot y Maria Luisa Elio no solo les fue dedicada Cien años de soledad, también obtuvieron una copia del manuscrito original, cuenta Dasso Saldivar en El viaje a la semilla.
6)                 La copia de Emmanuel Carballo, que pudiera ser la más original de todas pues GGM le pasaba los capítulos a medida que los iba escribiendo.
7)                 Hay una copia inolvidable. Fue puesta en subasta pública en junio de 2001 por Subastas Velásquez de Barcelona con una base de 545.000 dólares de propiedad de Luis Alcoriza, director de Presagio, película basada en narración de GGM.  Esta no es copia del manuscrito, sino una galerada de la primera edición.


Para quienes quieran recordar la forma como GGM escribió sobre este tema, a continuación eltexto de su relato:

LAS GALERADAS DE 'CIEN AÑOS DE SOLEDAD'
La odisea literaria
de un manuscrito
García Márquez relata la historia de las pruebas
de 'Cien años de soledad', que saldrán a subasta



El próximo 21 de septiembre será puesto en pública subasta el documento de 180 folios y 1.026 correcciones de su puño y letra con que el escritor colombiano Gabriel García Márquez revolucionó para siempre la historia de la literatura. Lo tituló Cien años de soledad. Y se lo dedicó al matrimonio Alcoriza con estas palabras: 'Del amigo que más los quiere en este mundo'. Junto a la firma escribió la fecha: 1967. Era la primera copia de las pruebas de imprenta de la novela. Treinta y cuatro años después, García Márquez relata en este artículo la historia de aquel original que escribió en 18 meses, acuciado por los prestamistas y con la convicción de que, una vez escrita, se acabarían las penurias económicas.
A principios de agosto de 1966, Mercedes y yo fuimos a la oficina de correos de San Ángel, en la Ciudad de México, para enviar a Buenos Aires los originales de Cien años de soledad. Era un paquete de quinientas noventa cuartillas escritas en máquina a doble espacio y en papel ordinario, y dirigido al director literario de la editorial Sudamericana, Francisco (Paco) Porrúa. El empleado del correo puso el paquete en la balanza, hizo sus cálculos mentales, y dijo:
-Son ochenta y dos pesos.
Mercedes contó los billetes y las monedas sueltas que llevaba en la cartera, y me enfrentó a la realidad:
-Sólo tenemos cincuenta y tres.
Tan acostumbrados estábamos a esos tropiezos cotidianos después de más de un año de penurias, que no pensamos demasiado la solución. Abrimos el paquete, lo dividimos en dos partes iguales y mandamos a Buenos Aires sólo la mitad, sin preguntarnos siquiera cómo íbamos a conseguir la plata para mandar el resto. Eran las seis de la tarde del viernes y hasta el lunes no volvían a abrir el correo, así que teníamos todo el fin de semana para pensar.
Ya quedaban pocos amigos para exprimir y nuestras propiedades mejores dormían el sueño de los justos en el Monte de Piedad. Teníamos, por supuesto, la máquina portátil con la que había escrito la novela en más de un año de seis horas diarias, pero no podíamos empeñarla porque nos haría falta para comer. Después de un repaso profundo de la casa encontramos otras dos cosas apenas empeñables: el calentador de mi estudio, que ya debía valer muy poco, y una batidora que Soledad Mendoza nos había regalado en Caracas cuando nos casamos. Teníamos también los anillos matrimoniales, que sólo usamos para la boda y que nunca nos habíamos atrevido a empeñar porque se creía de mal agüero. Esta vez, Mercedes decidió llevarlos de todos modos como reserva de emergencia.
El lunes a primera hora fuimos al Monte de Piedad más cercano, donde ya éramos clientes conocidos, y nos prestaron -sin los anillos- un poco más de lo que nos faltaba. Sólo cuando empacábamos en el correo el resto de la novela caímos en la cuenta de que la habíamos mandado al revés: las páginas finales antes que las del principio. Pero a Mercedes no le hizo gracia, porque siempre ha desconfiado del destino.
-Lo único que falta ahora -dijo- es que la novela sea mala.
La frase fue la culminación perfecta de los dieciocho meses que llevábamos batallando juntos para terminar el libro en que fundaba todas mis esperanzas. Hasta entonces había publicado cuatro en siete años, por los cuales había percibido muy poco más que nada. Salvo por La mala hora, que obtuvo el premio de tres mil dólares en el concurso de la Esso Colombiana, y me alcanzaron para el nacimiento de Gonzalo, nuestro segundo hijo, y para comprar nuestro primer automóvil.
Vivíamos en una casa de clase media en las lomas de San Ángel Inn, propiedad del oficial mayor de la alcaldía, licenciado Luis Coudurier, que entre otras virtudes tenía la de ocuparse en persona del alquiler de la casa. Rodrigo, de seis años, y Gonzalo, de tres, tuvieron en ella un buen jardín para jugar mientras no fueron a la escuela. Yo había sido coordinador general de las revistas Sucesos y La familia, donde cumplí por un buen sueldo el compromiso de no escribir ni una letra en dos años. Carlos Fuentes y yo habíamos adaptado para el cine El Gallo de Oro, una historia original de Juan Rulfo que filmó Roberto Gavaldón. También con Carlos Fuentes había trabajado en la versión final de Pedro Páramo, para el director Carlos Velo. Había escrito el guión de Tiempo de morir, el primer largo metraje de Arturo Ripstein, y el de Presagio, con Luis Alcoriza. En las pocas horas que me sobraban hacía una buena variedad de tareas ocasionales -textos de publicidad, comerciales de televisión, alguna letra de canciones- que me daban suficiente para vivir sin prisas pero no para seguir escribiendo cuentos y novelas.
Sin embargo, desde hacía tiempo me atormentaba la idea de una novela desmesurada, no sólo distinta de cuanto había escrito hasta entonces, sino de cuanto había leído. Era una especie de terror sin origen. De pronto, a principios de 1965, iba con Mercedes y mis dos hijos para un fin de semana en Acapulco, cuando me sentí fulminado por un cataclismo del alma tan intenso y arrasador que apenas si logré eludir una vaca que se atravesó en la carretera. Rodrigo dio un grito de felicidad:
-Yo también cuando sea grande voy a matar vacas en la carretera.
No tuve un minuto de sosiego en la playa. El martes, cuando regresamos a México, me senté a la máquina para escribir una frase inicial que no podía soportar dentro de mí: 'Muchos años después, frente al pelotón de fusilamiento, el coronel Aureliano Buendía había de recordar aquella tarde remota en que su padre lo llevó a conocer el hielo'. Desde entonces no me interrumpí un solo día, en una especie de sueño demoledor, hasta la línea final en que a Macondo se lo llevó el carajo.
En los primeros meses conservé mis mejores ingresos, pero cada vez me faltaba más tiempo para escribir tanto como quería. Llegué a trabajar de noche hasta muy tarde para cumplir con mis compromisos pendientes, hasta que la vida se me volvió imposible. Poco a poco fui abandonando todo hasta que la realidad insobornable me obligó a escoger sin rodeos entre escribir o morir.
No lo dudé, porque Mercedes -más que nunca- se hizo cargo de todo cuando acabamos de fatigar a los amigos. Logró créditos sin esperanzas con la tendera del barrio y el carnicero de la esquina. Desde las primeras angustias habíamos resistido a la tentación de los préstamos con interés, hasta que nos amarramos el corazón y emprendimos nuestra primera incursión al Monte de Piedad. Después de los alivios efímeros con ciertas cosas menudas, hubo que apelar a las joyas que Mercedes había recibido de sus familiares a través de los años. El experto de la sección las examinó con un rigor de cirujano, pesó y revisó con su ojo mágico los diamantes de los aretes, las esmeraldas de un collar, los rubíes de las sortijas, y al final nos los devolvió con una larga verónica de novillero:
-¡Esto es puro vidrio!
Nunca tuvimos humor ni tiempo para averiguar cuándo fue que las piedras preciosas originales fueron sustituidas por culos de botellas, porque el toro negro de la miseria nos embestía por todos lados. Parecerá mentira, pero uno de mis problemas más apremiantes era el papel para la máquina de escribir. Tenía la mala educación de creer que los errores de mecanografía, de lenguaje o de gramática eran en realidad errores de creación, y cada vez que los detectaba rompía la hoja y la tiraba al canasto de la basura para empezar de nuevo. Mercedes se gastaba medio presupuesto doméstico en pirámides de resmas de papel que no duraban la semana. Ésta era quizás una de mis razones para no usar papel carbón.
Problemas simples como ése llegaron a ser tan apremiantes que no tuvimos ánimos para eludir la solución final: empeñar el automóvil recién comprado, sin sospechar que el remedio sería más grave que la enfermedad, porque aliviamos las deudas atrasadas, pero a la hora de pagar los intereses mensuales nos quedamos colgados del abismo. Por fortuna, nuestro amigo Carlos Medina, de vieja y buena data, se empeñó en pagarlos por nosotros, y no sólo los de un mes, sino de varios más, hasta que logramos rescatar el automóvil. Hace sólo unos años supimos que también él había tenido que empeñar uno de los suyos para pagar los intereses del nuestro.
Los mejores amigos se turnaban en grupos para visitarnos cada noche. Aparecían como por azar, y con pretextos de revistas y libros nos llevaban canastas de mercado que parecían casuales. Carmen y Álvaro Mutis, los más asiduos, me daban cuerda para que les contara el capítulo en curso de la novela. Yo me las arreglaba para inventarles versiones de emergencia, por mi superstición de que contar lo que estaba escribiendo espantaba a los duendes.
Carlos Fuentes, a pesar de su terror de volar en aquellos años, iba y venía por medio mundo. Sus regresos eran una fiesta perpetua para conversar de nuestros libros en curso como si fueran uno solo. María Luisa Elío, con sus vértigos clarividentes, y Jomi García Ascot, su esposo, paralizado por su estupor poético, escuchaban mis relatos improvisados como señales cifradas de la Divina Providencia. Así que nunca tuve dudas, desde sus primeras visitas, para dedicarles el libro. Además, muy pronto me di cuenta de que las reacciones y el entusiasmo de todos me iluminaban los desfiladeros de mi novela real.
Mercedes no volvió a hablarme de sus martingalas de créditos hasta marzo de 1966 -un año después de empezado el libro-, cuando debíamos tres meses de alquiler. Estaba hablando por teléfono con el dueño de la casa, como lo hacía con frecuencia para alentarlo en sus esperas, y de pronto tapó la bocina con la mano para preguntarme cuándo esperaba terminar el libro.
Por el ritmo que había adquirido en un año de práctica calculé que me faltaban seis meses. Mercedes hizo entonces sus cuentas astrales, y le dijo a su paciente casero sin el mínimo temblor de la voz:
-Podemos pagarle todo junto dentro de seis meses.
-Perdone, señora -le dijo el propietario asombrado-. ¿Se da cuenta de que entonces será una suma enorme?
-Me doy cuenta -dijo Mercedes, impasible-, pero entonces lo tendremos todo resuelto. Esté tranquilo.
Al buen licenciado, uno de los hombres más elegantes y pacientes que habíamos conocido, tampoco le tembló la voz para contestar: 'Muy bien, señora, con su palabra me basta'. Y sacó sus cuentas mortales:
-La espero el siete de septiembre.
Se equivocó: no fue el siete, sino el cuatro, con el primer cheque inesperado que recibimos por los derechos de la primera edición.
Los meses restantes los vivimos en pleno delirio. El grupo de mis amigos más cercanos, que conocían bien la situación, nos visitaban con más frecuencia que antes, siempre cargados de milagros para seguir viviendo. Luis Alcoriza y su esposa austriaca, Janet Riesenfeld Dunning, no eran visitadores frecuentes, pero armaban en su casa pachangas históricas, con sus amigos sabios y las muchachas más bellas del cine. Muchas veces eran pretextos simples para vernos. Él era el único español que podía hacer fuera de España una paella igual a las de Valencia, y ella era capaz de mantenernos en vilo con sus artes de bailarina clásica. Los García Riera, locos del cine, nos arrastraban a su casa en la noche de los domingos y nos infundían la demencia feliz para afrontar la semana siguiente.
La novela estaba entonces tan avanzada que me daba el lujo de seguir enriqueciendo el argumento falso que improvisaba en las visitas de los amigos. Muchas veces escuché recitados por otros a los que nunca se los había contado, y me sorprendía de la velocidad con que crecían y se ramificaban de boca en boca.
A fines de agosto, de un día para otro, se me apareció a la vuelta de una esquina el final de la novela. No usaba papel carbón y no existían las fotocopiadoras de la esquina, de modo que era un solo original de unas dos mil cuartillas. Fue un manjar de dioses para Esperanza Araiza, la inolvidable Pera, una de las buenas mecanógrafas de Manuel Barbachano Ponce en su castillo de Drácula para poetas y cineastas en la colonia Cuauhtémoc. En sus horas libres de varios años, Pera había pasado en limpio grandes obras de escritores mexicanos. Entre ellas, La región más transparente, de Carlos Fuentes; Pedro Páramo, de Juan Rulfo, y varios guiones originales de las películas de don Luis Buñuel. Cuando le propuse que me sacara en limpio la versión final de la novela, era un borrador acribillado de remiendos, primero en tinta negra y después en tinta roja para evitar confusiones. Pero eso no era nada para una mujer acostumbrada a todo en una jaula de locos. No sólo aceptó el borrador por la curiosidad de leerlo, sino también que le pagara enseguida lo que pudiera y el resto cuando me pagaran los primeros derechos de autor.
Pera copiaba un capítulo semanal mientras yo corregía el siguiente con toda clase de enmiendas, con tintas de distintos colores para evitar confusiones, y no por el propósito simple de hacerla más corta, sino de llevarla a su mayor grado de densidad. Hasta el punto de que quedó reducida casi a la mitad del original.
Años después, Pera me confesó que, cuando llevaba a su casa la única copia del tercer capítulo corregido por mí, resbaló al bajarse del autobús con un aguacero diluvial y las cuartillas quedaron flotando en el cenagal de la calle. Las recogió empapadas y casi ilegibles, con la ayuda de otros pasajeros, y las secó en su casa con una plancha de ropa.
Mi mayor emoción de esos días fue un sábado en que no tuve listas las correcciones del siguiente capítulo, y llamé a Pera para decirle que se lo llevaba el lunes. Al cabo de un largo titubeo se atrevió a preguntarme si Aureliano Buendía se acostaría al fin con Remedios Moscote. Cuando le contesté que sí, soltó un suspiro de alivio.
-Bendito sea Dios -exclamó-; si no me lo hubiera dicho, no habría podido dormir hasta el lunes.
Nunca he sabido cómo fue que en esos días recibí una carta intempestiva de Paco Porrúa, -de quien nunca había oído hablar- en la que me solicitaba para la Editorial Sudamericana los derechos de mis libros, que conocía muy bien en sus primeras ediciones. Se me partió el corazón, porque todos estaban en distintas editoriales con contratos a largo plazo, y no sería fácil liberarlos. El único consuelo que se me ocurrió fue contestarle a Paco que estaba a punto de terminar una novela muy larga y sin compromisos, de la que en pocos días podía enviarle la primera copia terminada.
Paco Porrúa lo aceptó por telegrama, y a vuelta de correo me mandó un cheque de quinientos dólares como anticipo. Justo para los nueve meses de alquiler que nos habíamos comprometido a pagar por esos días y no encontrábamos cómo, por un mal cálculo mío para terminar la novela.
De todos modos, la limpia transcripción de Pera con tres copias en papel carbón estuvo lista en dos o tres semanas más. Álvaro Mutis fue el primer lector de la copia definitiva, aun antes de mandarla a la imprenta. Desapareció dos días, y al tercero me llamó con una de sus furias cordiales, al descubrir que mi novela no era en realidad la que yo contaba para entretener a los amigos y que él repetía encantado a los suyos.
-¡Usted me ha hecho quedar como un trapo, carajo! -me gritó-. Este libro no tiene nada que ver con el que nos contaba.
Luego, muerto de risa, me dijo:
-Menos mal que éste es mucho mejor.
No recuerdo si entonces tenía el título de la novela, ni dónde ni cuándo ni cómo se me ocurrió. Con ninguno de los amigos de entonces ni en ningún libro de tantos he podido precisarlo. Ni aun en el de mi hermano Eligio Gabriel, el más autorizado e intenso de cuantos se han publicado sobre el tema. Por fortuna, no ha de faltar algún historiador imaginativo que se encargue de inventarlo.
La copia que leyó Álvaro Mutis fue la que mandamos en dos partes por correo, y otra fue el respaldo que él mismo llevó poco después en uno de sus viajes a Buenos Aires. La tercera circuló en México entre los amigos que nos acompañaron en las duras. La cuarta fue la que mandé a Barranquilla para que la leyeran tres protagonistas entrañables de la novela: Alfonso Fuenmayor, Germán Vargas y Álvaro Cepeda, cuya hija Patricia la guarda todavía como un tesoro.
Cuando recibimos el primer ejemplar del libro impreso, en junio de 1967, Mercedes y yo rompimos el original acribillado que Pera utilizó para las copias. No se nos ocurrió pensar ni mucho menos que podía ser el más apreciable de todos, con el capítulo tercero apenas legible por la lluvia y por los hierros de aplanchar. Mi decisión no fue nada inocente ni modesta, sino que rompimos la copia para que nadie pudiera descubrir los trucos de mi carpintería secreta. Sin embargo, en alguna parte del mundo puede haber otras copias, y en especial las dos enviadas a la Editorial Sudamericana para la primera edición. Siempre pensé que Paco Porrúa -con todo su derecho- las había guardado como reliquia. Pero él lo ha negado, y su palabra es de oro.
Cuando la editorial me mandó la primera copia de las pruebas de imprenta, las llevé ya corregidas a una fiesta en casa de los Alcoriza, sobre todo para la curiosidad insaciable del invitado de honor, don Luis Buñuel, que tejió toda clase de especulaciones magistrales sobre el arte de corregir, no para mejorar, sino para esconder. Vi a Alcoriza tan fascinado por la conversación, que tomé la buena determinación de dedicarle las pruebas: Para Luis y Janet, una dedicatoria repetida pero que es la única verdadera: 'del amigo que más los quiere en este mundo'. Junto a la firma escribí la fecha: l967. La mención sobre la firma repetida y las comillas en la frase final se debían a una dedicatoria anterior que había firmado en un libro para los Alcoriza. Veintiocho años después, cuando Cien Años de Soledad había hecho su carrera, alguien recordó aquel episodio en la misma casa, y opinó que las pruebas con la dedicatoria valían una fortuna. Janet las sacó de su baúl y las exhibió en la sala, hasta que le hicieron la broma de que con eso podían salir de pobres. Alcoriza hizo entonces una escena muy suya, dándose golpes con ambos puños en el pecho, y gritando con su vozarrón bien impostado y su determinación carpetovetónica:
-¡Pues yo prefiero morirme antes que vender esta joya dedicada por un amigo!
Entre la justa ovación de todos, volví a sacar el mismo bolígrafo de la primera vez, que todavía conservaba, y escribí debajo de la dedicatoria de dieciocho años antes: Confirmado, 1985. Y volví a firmar como la primera vez: Gabo. Ése es el documento de 180 folios, con 1.026 correcciones de mi puño y letra, que será puesto en pública subasta el 21 de septiembre de este año en la Feria del Libro de Barcelona, sin participación ni beneficio alguno de mi parte.
Que no haya dudas de que es una operación legítima. Lo que ha desconcertado a algunos es por qué las galeradas originales estaban en mi poder, si debía haberlas devuelto a Buenos Aires para que introdujeran las correcciones finales en la primera edición. La verdad es que nunca las devolví corregidas de mi puño y letra, sino que mandé por correo la lista de las correcciones copiadas a máquina línea por línea, por temor de que el mamotreto se perdiera en la vuelta.
Luis Alcoriza murió en su ley en 1992, a los setenta y un años, en su retiro de Cuernavaca. Janet siguió allí, y murió seis años después, reducida a un pequeño núcleo de sus amigos fieles. Entre ellos, el más fiel de todos, Héctor Delgado, que los había adoptado como padres y se ocupó de ellos en las vacas flacas de la vejez, más y mejor que si hubieran sido los verdaderos. Antes de morir, ellos lo nombraron su heredero legítimo por disposición testamentaria. Lo único que me parece injusto de esta historia a la vez inverosímil y memorable es que Luis y Janet vivieran sus últimos años con cientos de miles de dólares guardados a salvo del tiempo y las polillas en el fondo del baúl, por la invencible dignidad ibérica de no vender el regalo del amigo que más los quiso en este mundo.

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