Bogotá – Colombia
14 de octubre de 2018
Cultura
Las memorias de
Enrique Santos
Calderón
Revelador
fragmento de El país que me tocó, el
libro de memorias
del exdirector
de EL TIEMPO.
Por Enrique Santos Calderón
La vida del exdirector de EL TIEMPO es
un recorrido por la vida política, cultural y periodística de Colombia. En la
foto, con Gabriel García Márquez, 1975. Foto:
Tomada del libro.
Una
noche, en París, junto a García Márquez nos tocó ver morir a la escultora
colombiana Feliza Bursztyn, muy amiga de ambos. Un episodio terrible, pues
Feliza se murió en nuestras narices. Fue una gélida noche de enero de 1982, en
un restaurante ruso de Montparnasse, donde cenábamos. Feliza, amiga mía y sobre
todo de Gabo, había estado presa en tiempos del Estatuto de Seguridad de
Turbay, por supuestos vínculos con el M-19. Era una artista festiva,
progresista y muy pacífica, que hacía esculturas de chatarra. El Ejército, en
su obsesión por recuperar las armas robadas, pensó que entre los hierros retorcidos
de su taller podían encontrarse algunas ametralladoras. Ella quedó muy afectada
por su detención, pues fue maltratada y se refugió luego en México, donde vivía
Gabo. Aquella noche en que se nos murió durante esa cena en París, veníamos del
apartamento de los García Márquez cerca del Boulevard Montparnasse. Habíamos
tomado vodka y nos fuimos a pie al restaurante en medio de una nevada. Ya
sentados en la mesa, mientras mirábamos la carta, ella empezó a desgonzarse en
la silla. Inicialmente pensamos que había tomado más de la cuenta, y su marido,
Pablo Leyva, le preguntó qué le pasaba. Pero había muerto, así, de repente, sin
siquiera un gemido.
Nos
tocó acostarla en el suelo en ese restaurante atestado de gente. La ambulancia
tardó media hora en llegar. Fue algo espeluznante y dramático. No solo Feliza
Bursztyn debió salir del país por las amenazas que había recibido. También lo
hizo el propio García Márquez, que poco antes de esa triste cena se había
asilado en México. Su exilio fue producto de un perverso montaje por parte de
miembros del alto mando militar, para vincular a Gabo con el M-19, detenerlo y
cobrarle sus duras críticas al Gobierno por todos los excesos del Estatuto de
Seguridad, que llevó a la cárcel o al exilio a varios intelectuales y artistas.
En un momento dado hubo serios indicios de que a García Márquez lo iban a
detener, lo que motivó su decisión de pedir asilo en la embajada de México en
marzo de 1981. Él contó después, en una columna en El País de Madrid, que sabía
que la trampa estaba puesta y que su condición de escritor famoso no le iba a
servir de nada porque se trataba precisamente de demostrar que para las fuerzas
de seguridad no había valores intocables. En ese escrito recordó lo que dijo el
general Camacho Leyva cuando apresaron al maestro Luis Vidales, que tenía 85
años: “Aquí no hay poeta que valga”.
Nos
tocó acostarla en el suelo en ese restaurante atestado de gente. La ambulancia
tardó media hora en llegar.
Creo
que a Turbay, además del tenebroso Estatuto de Seguridad de su Gobierno, lo
perjudicó su imagen, asociada al manzanillismo y la politiquería. Nadie olvida
su famosa frase de que “hay que reducir la corrupción a sus justas
proporciones”, y lo increíble es que, vista desde hoy, la corrupción en su
época era reducida. Manejó con gran inteligencia la crisis en la embajada
dominicana, pero le faltó contener más a sus generales durante su Gobierno.
Turbay no era estadista ni intelectual, pero fue un político magistral.
Gabo
tenía un apartamento en Montparnasse, no muy lejos de donde yo vivía, de modo
que nos vimos mucho entre 1980 y 1982, aunque cada cual andaba en sus cosas. Yo
debía cubrir de todo: desde elecciones en distintos países hasta eventos
deportivos como el Tour de Francia. Pero cada dos semanas nos reuníamos y fue
una oportunidad excepcional para conocerlo mejor. Me invitó incluso a que lo
acompañara al Festival de Cine de Cannes, en el cual había sido nombrado como
jurado, y allí pasamos una semana con nuestras esposas María Teresa y Mercedes,
bebiendo el vino rosado de la región y viendo el mejor cine del mundo. Gabo era
un tipo superior: inteligente, culto como pocos, con especial olfato para
desentrañar a la gente y hasta cierto punto tímido. No era el prototipo del
caribeño ruidoso y extrovertido. Le encantaba la conversación en grupos
pequeños. Por encima de todo, era amigo de sus amigos. Detestaba hablar en
público y, al comienzo, le costó manejar la fama y la gloria. Aun antes del
Nobel, en las calles de París la gente lo reconocía, y eso lo halagaba, pero
también lo incomodaba. El poder político lo buscaba mucho. Mitterrand lo
condecoró con la Legión de Honor, Felipe González lo cortejaba y fueron amigos,
para no hablar de Fidel Castro, de quien fue muy cercano. Este fue quizás el
aspecto más contradictorio de la personalidad política de Gabo: que un hombre
que como él representaba el humanismo y las letras tuviera semejante identidad
con un dictador que coartó libertades, que persiguió a los intelectuales y que
impidió la prensa libre. Yo se lo mencionaba en privado en algunas ocasiones, y
él me contestaba: “Yo te entiendo, pero no me voy a unir al coro reaccionario
contra Fidel y contra Cuba, que ha resistido todas las agresiones de Estados
Unidos”. Además, el exilio cubano en Miami le parecía detestable. Hay que tener
en cuenta que todo eso lo desgastó, afectó su prestigio y lo enfrentó con
amigos y con otros grandes escritores latinoamericanos de su generación, como
Mario Vargas Llosa, Guillermo Cabrera Infante y Severo Sarduy, entre otros,
pero tampoco hay que olvidar que Gabo desarrolló gestiones exitosas para lograr
la liberación de presos políticos en la isla, como fue el caso de Armando
Valladares, y que fue un luchador contra las dictaduras militares del Cono Sur
y animador de muchos organismos de derechos humanos como el Tribunal Russell,
la Fundación Habeas y el Comité contra la Tortura, que creó junto a Simone de
Beauvoir y Jean-Paul Sartre.
Hace
un par de años Vargas Llosa dijo que “García Márquez no era un intelectual sino
un artista. Funcionaba a base de intuiciones y pálpitos que no pasaban por lo
conceptual”. Honestamente me parece un juicio absurdo. Vargas Llosa, a quien
conozco y aprecio, debería releer su propio libro Historia de un deicidio, en
el que no ahorra elogios al talento literario, la dimensión intelectual y la
riqueza creativa de García Márquez. En 1976, el terrible puñetazo de Vargas a
Gabo, en un acto cultural en Ciudad de México por un supuesto lío de faldas,
puso fin a una amistad de varios años entre las dos figuras más célebres del
famoso boom latinoamericano de las letras. Vargas Llosa retiró de circulación
su libro sobre Gabo, no volvieron a hablarse y siempre evitaron referirse al
incidente. A Gabo le toqué el asunto una sola vez y me di cuenta de que era un
tema sobre el cual prefería no hablar. Las diferencias se ahondaron por motivos
políticos: Vargas Llosa había roto de manera tajante y abierta con la
Revolución cubana y García Márquez mantuvo hasta el final su amistad con Fidel
Castro, pese a reservas personales que tenía sobre la falta de libertades en la
isla, que no hizo públicas.
Los
intelectuales latinoamericanos que en esos años criticaron el rumbo que tomó la
Revolución cubana fueron blanco de toda suerte de ataques por parte de la
izquierda internacional. Les llovió mucha mugre, sin duda —como dijo Vargas
Llosa—, pese a que el tiempo les dio la razón. Pero no fue menor el baño de
mugre que le cayó luego, y durante toda su vida, a García Márquez por no haber
roto nunca con Cuba. Su amistad personal con Fidel Castro le trajo muchos
sinsabores con la comunidad intelectual de Estados Unidos y Europa, pero él fue
fiel a su prédica de que la amistad está por encima de la política. Aunque en
su caso, por lo que él simbolizaba como escritor, muy poca gente entendió su
posición.
García
Márquez nunca perdió el sentido del humor ni las ganas de mamar gallo, que para
él era la mejor forma de hablar en serio. También se gastaba sus bromas
pesadas. Un día, en París, nos pasó algo de ese tipo con Lucas Caballero Reyes,
el hijo de “Klim” y amigo mío, fallecido en el 2018, y su primo Pepe Gómez,
descendiente de don Pepe Sierra. Pepe estaba empeñado en conocer a Gabo, y
Gabo, renuente. Para convencerlo, Lucas terminó sugiriéndome que le dijera que
su primo era un encanto y además el tipo más rico de Colombia. Se lo conté tal
cual a Gabo y se le iluminaron los ojos con una chispa de malicia. “Bueno,
organiza la comida”, me dijo. Fuimos entonces a un restaurante elegantísimo
sobre el Sena, con María Emma Mejía, entonces esposa de Lucas; con Mercedes
Barcha, la esposa de Gabo, y con María Teresa. Entramos a un reservado en el
segundo piso y Gabo se pilló que Pepe Gómez, al entrar, le dio su tarjeta de
crédito al maître para que no quedara duda de quién iba a pagar la cuenta. Gabo
estudió con mucho cuidado la carta de vinos y comenzó a pedir unos Bourdeaux de
los años cincuenta que costaban un ojo en la cara y que tocaba traerlos de unas
bodegas especiales. Yo veía a Lucas sudar la gota gorda. Al día siguiente me
puso la queja: “Carajo, ¡esa cuenta costó una fortuna!”. Le contesté, riéndome:
“Ahhh, es que conocer a Gabo tiene su precio…”
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LA
JORNADA
Ciudad de
México
23 de noviembre
de 2018
Noticia
Develan placa de plaza
dedicada a García Márquez
Acto de develar la placa de la Plaza Garcia Marquez. Foto La Jornada
También, "un espacio que recordara siempre que
García Márquez, Sin dejar nunca de mirar. ni de recrear, ni de repensar su
tierra a la que dedico su obra, decidió escribirla desde aquí. Sus letras y
palabras siempre van a estar vivas porque nunca acabamos a dejar leerlo.
Mientras vivamos sabemos que las próximas generaciones ya lo leen y los que
vienen lo seguirán leyendo porque no podemos entender América Latina sin García
Márquez".
Vázquez Martin contó que fue el mismo Nobel quien
escogió El Rule como sede de la Casa de Colombia en México: "Hace 12 años
en un recorrido que hacia el escritor con el entonces jefe de gobierno la CDMX.
Andrés Manuel López dijo, “aquí podemos hacer la Casa de Colombia en México”.
Pasaron Muchos años de aquella plática, aquel compromiso de la Ciudad con
García Márquez. Hace año y medio logramos cumplir este sueño al convertir este
espacio en donde se reúnen las voluntades de la Ciudad, de su gobierno, de la
Fundación del Centro Histórico que encabeza Carlos Slim y de la Embajada de
Colombia en México".
Patricia Cárdenas Santa Maria, embajadora de Colombia
aquí, indicó que "si no fuera par el empeño y el liderazgo de Eduardo
Vázquez Martin y su equipo, este sueño no lo hubiéramos cumplido. Sueño que
comenzó hace muchos años desde que nuestro Nobel pensó que su país merecía un
lugar en la CDMX. Sin embargo, tardamos muchos años en verlo hecho una
realidad.
La diplomática aseguró que "no podría haber un
lugar más privilegiado y especial en el corazón del Centro Histórico que esta
plaza que lleva el nombre de nuestro Nobel".
El escritor colombiano Felipe Restrepo Pombo, director
editorial de la revista Gatopardo, recordó que "la génesis de la obra
literaria de García Márquez, y sus novelas más relevantes, se hizo en
México".
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El Universal
Cartagena de Indias – Colombia
28 de octubre de 2018
Crónica
El tesoro de García Márquez
estaba en Cartagena
Era casi un niño Jorge
García Usta, cuando empezó a investigar
la vida y obra de Gabriel García Márquez.
Por Gustavo Tatis Guerra
@ElUniversalCtg
Con Rocío García, la esposa arjonera de Jorge, a
quien él llamaba Zoe, nombre de la abuela de ella, se conoció cuando estudiaba
Educación Preescolar y era compañera de universidad de Catica, la hermana de
Jorge, y se encontraban en su casa de la calle Don Sancho. Rocío tuvo amores
durante seis años con un novio anterior, pero Jorge fue su amor definitivo.
Ella nunca conoció un amor anterior en la vida de él.
“Es increíble: lo conocí hace cuarenta años, en
1978, y andábamos juntos sin que él me dijera o me insinuara nada, y tuvimos
diez años de amores. Fue esquivo y silencioso cuando yo decidí dejar al
pretendiente que quería hablar con mi padre. Jorge se alejó tres meses, hasta
que un día me dijo: Tengo que hablar contigo. Fue en esos silencios, cuando me
acompañaba a buscar el bus de regreso en Puerto Duro, cuando me tomó
sorpresivamente la mano”.
Jorge García andaba investigando la vida de
García Márquez en Cartagena, a su llegada en 1948, mucho antes de cumplir los
dieciocho años. Pero su devoción no era solo por el autor de Cien años de
soledad, sino también por los músicos populares, por la obra de Héctor Rojas
Herazo, por la obra de los periodistas y escritores del Caribe colombiano y del
país en general, por los ancestros sirio-libaneses, y por las torpezas
ambientales del mercurio en la bahía de Cartagena.
Con un rigor de arqueólogo y una disciplina de
buscador de tesoros sumergidos, Jorge se consagró a rastrear todas las columnas
periodísticas de García Márquez, publicadas en el diario El Universal, y a
investigar en San Jacinto, quién era ese discreto y silencioso ser que era el
jefe de redacción de El Universal, Clemente Manuel Zabala, que según, Rojas
Herazo, era como una lámpara que alumbraba en la sombra. Y a su vez, empezó a
investigar a su abuelo, un artesano de Damasco, y a reportear a todos los
descendientes de árabes en Cartagena, Barranquilla, y en todo el Sinú.
Rocío García, tuvo noticias de García Márquez en
su pueblo, porque allí vivía la familia Barcha, padres de Mercedes, la esposa
del escritor. En muchas ocasiones, García Márquez pasó temporadas en la casa de
los suegros en Arjona, y se hospedaba en Villa Zoyla. Una de las curiosidades
que comparte Rocío es que Jorge siempre le pedía en sus viajes a su novia y
futura esposa, que le recogiera palabras antiguas, salidas del monte de los
labios de los campesinos, de la loma, la vereda, las orillas. Su primer interés fue entrevistar a los
decimeros Cico Barón y Julio Gil Beltrán.
Buscador de orígenes
El rastreo sobre García Márquez pasó de
Cartagena y Arjona, a Sucre-Sucre, la Mojana, y pueblos de Bolívar.
En cada pueblo, siempre encontró a alguien
contemporáneo de García Márquez, que lo conocía o tuviera noticias de ese ser
que les parecía estrafalario en el vestir y desparpajado en el hablar. La
pesquisa de Jorge iba en contravía del investigador francés Jacques Gilard, que
había subestimado el período formativo de Cartagena y había magnificado y
concentrado todo en el período barranquillero y en especial, del Grupo de
Barranquilla.
Jorge demostró con pruebas contundentes, que
hubo dos sabios en ese período de formación de García Márquez, entre las dos
ciudades: Ramón Vinyes, el sabio catalán; y el sabio sanjacintero Clemente
Manuel Zabala. Pero no solo dos sabios, sino dos núcleos humanos
significativos, en dos ciudades que eran vasos comunicantes, con sus tensiones
humanas y sus caracteres culturales, comunes en las diferencias
temperamentales.
Mientras en Cartagena, hubo mesura,
introversión, seres tímidos como Clemente Manuel Zabala que solo se extrovertía
con un poco de cerveza, y seres sacerdotales como Gustavo Ibarra Merlano, y
criaturas de un vitalismo creador como Héctor Rojas Herazo, en Barranquilla,
también hubo como en Cartagena, devoradores de libros, lectores de la mejor
literatura nacional y universal, hubo criaturas que parecían salir de los cuentos
y novelas de Hemingway: la euforia delirante de Álvaro Cepeda Samudio y las
excentricidades de Alejandro Obregón.
Muy pronto, Jorge concluiría que Cartagena, en
los años cuarenta y noventa, al igual que Barranquilla, tenía su grupo humano
de irradiación de ideas para el joven García Márquez. Y lo llamó Grupo de
Cartagena, para una mayor comprensión de ese periodo en la vida de la ciudad y
del escritor. Allí estaban: Manuel Zapata Olivella, los hermanos Óscar y Ramiro
de la Espriella, Clemente Manuel Zabala, Héctor Rojas Herazo y Gustavo Ibarra
Merlano. De esa investigación, Jorge publicó en 1995, su tesis Cómo aprendió a
escribir García Márquez, que en 2007, se publicó en Seix Barral, como García
Márquez en Cartagena. Sus inicios literarios.
Un tesoro encontrado
Jorge murió a sus 45 años en 2005, de una
aneurisma cerebral, partida que truncó su espléndida obra periodística,
literaria e investigativa. Su biblioteca colosal y su archivo personal siguen
dando sorpresas. Jorge vivió a mil, con la certidumbre de que tenía una breve
vida, intuida desde antes de llegar a los veinte. Hacía años guardaba unos
sesenta y seis pliegos gigantescos mecanografiados en papel periódico, que él
estaba estudiando, y que presumiblemente, eran borradores de García Márquez.
“No supe jamás cómo le llegaron esos pliegos a
Jorge, pero el último año de su vida, él quería comprobar si eran originales, y
temía que se perdieran en tres mudanzas que tuvimos. Cuando nos mudamos a la
calle Siete Infantes, los pliegos se extraviaron entre las miles de cajas, y
Jorge temía que se hubieran perdido para siempre. Pero cuando murió Jorge, me
dediqué seis meses a inventariar todo lo que contenían las cajas, y me encontré
con los enormes pliegos que decían: Gabriel García Márquez.
En algunas de las márgenes, que databan de 1948
y 1952, García Márquez había escrito Úrsula y debajo: Evangelina. En algunos de
esos legajos había tres versiones de un mismo texto. Y algo que hablaba de la
Marquesita de la Sierpe. Los legajos quedaron allí, y solo hasta hace dos años,
con ocasión de la publicación de la investigación sobre Árabes en Macondo,
volví a tropezarme con los pliegos, metidos en una bolsa plástica transparente,
que estaban amarrados con una cinta. Olían a viejos papeles arrumados. Llamé a Jaime Abello y a Alberto Abello para
que vieran esos legajos. Ariel Castillo y Jaime Abello dieron fe que eran
textos de García Márquez. Reconocieron su letra en las márgenes”.
Buscaron un perito del Banco de la República,
quien con lupa empezó a descifrar aquellos papeles que parecían los pergaminos
de Melquíades.
El hallazgo de ese tesoro en el archivo de
García Usta, son los cuatro cuentos inéditos que ahora ha adquirido el Banco de
la República, la mayor sorpresa arqueológica de los inicios de García Márquez,
de los años cuarenta, en la que es posible ver el esqueleto de Macondo, el de
Úrsula, el coronel Aureliano Buendía y el esqueleto de El ahogado más hermoso
del mundo, inconcluso en los párrafos de El ahogado que nos traía caracoles.
Allí también, en el texto Olor antiguo, un recuerdo de infancia de una tienda
de Aracataca. El segundo texto es un relato sin título, que formaba parte de
una serie titulada “Relatos de un viajero imaginario”, y Relato de las barritas
de menta, que remite también a las tiendas de inmigrantes italianos en
Aracataca. Las mentas tenían “olor a pan guardado y a petróleo crudo”.
Gonzalo, el hijo menor de García Márquez, contó
que junto a su hermano Rodrigo, rompían los borradores de su padre que él les
iba entregando. Gonzalo quedó sorprendido con este hallazgo en Cartagena.
Los hijos del escritor nacerían diez años
después. Así que los borradores se salvaron de ser destruidos.
El tesoro de García Márquez sobre sus inicios no
estaba en otra parte que en el archivo de García Usta, en un archivo secreto en
Cartagena.
Junto al tesoro, estaba también una carta de
amor de Jorge García Usta a su amada Zoe.
Ver adicional:
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El Espectador
Bogotá - Colombia
2 de noviembre de 2018
Cultura
La escuela que ayudó a fundar García Márquez
Las paredes sin par
El más original y desconocido mural cinematográfico del mundo,
donde los grafiteros son prestigiosas figuras del séptimo arte.
Por Leopoldo Pinzón
Pared principal de la entrada a la Escuela Internacional de Cine y
Televisión (EICTV), de San Antonio de los Baños, en Cuba. / Cortesía
¿Qué hacía el rey Midas del cine (“todo lo que
filma se convierte en dólares”), uno de los más importantes directores contemporáneos
(E.T., Tiburón, Parque Jurásico, La lista de Schindler, Salvando al soldado
Ryan, etc.) inscribiendo su mensaje y su nombre en una pared vulgar? Ampliar un
poco la visión permite explicarlo: en esa y otras paredes se multiplican los
nombres y los mensajes estampados por muchos de los grandes hacedores de cine
de nuestra época. A pocos metros de Spielberg, grandes letras identifican a
Francis Ford Coppola (El Padrino, Apocalipsis Now), más discretas, a
Costa-Gavras (Z, La confesión, Estado de sitio), a su lado Ettore Scola (Una
jornada particular, El baile) y más y más personalidades que la historia del
cine no podrá olvidar. Podría decirse que, a cambio del sofisticado Paseo de la
Fama, de Hollywood, este es el anárquico Mural del Prestigio, probablemente
único en el mundo. Nombres y mensajes invaden todo espacio disponible: además
de la entrada, las columnas, los rellanos de las escaleras, los pasillos del
segundo piso del edificio principal del campus de la Escuela Internacional de
Cine y Televisión (EICTV), de San Antonio de los Baños, en Cuba.
La metodología de la enseñanza de la EICTV, que
prescinde casi por completo de los profesores académicos habituales y los
reemplaza por profesionales activos, es un imán para directores, guionistas, productores,
fotógrafos, editores, etc., que quieren trasvasar sus conocimientos a las
nuevas generaciones. Alrededor de 300, procedentes de unos 27 países de todo el
planeta, arriban cada año a la “isla dentro de la isla”, para impartir cursos
teórico-prácticos frescos, actuales, recién extraídos de su experiencia
inmediata. ¿A quiénes? A unos 150 estudiantes de los tres años del curso
regular y a docenas de participantes en talleres internacionales, más breves,
de semanas o meses, que versan sobre todas las especialidades imaginables en el
cine y la televisión contemporáneos.
Grandes personajes del cine, que incluyen hasta
presidentes de la Academia de Hollywood, llegan también de visita, atraídos por
las peculiaridades de una escuela sembrada en el corazón de la única isla
comunista del mundo, y por la estatura intelectual e ideológica de sus
fundadores
Una escuela particular
Es frecuente oír nombrar a la EICTV como “la
escuela de García Márquez”. Título excesivo, pero no impropio. Como presidente
de la Fundación del Nuevo Cine Latinoamericano (FNCL), Gabo representaba a un
movimiento de creadores que había parado en la cabeza la forma y el fondo del
cine de la región. Movimiento que entendía que una de sus misiones estratégicas
era crear las condiciones para la formación de nuevos cineastas que continuaran
la revolución emprendida, con el cual el eterno enamorado del cine se
identificaba ética y estéticamente. En esa condición, pero empleando además su
enorme prestigio y su honda amistad con Fidel Castro, Gabo fue determinante en
la creación de la Escuela. También fue determinante, como es obvio, el propio
Fidel. El Gobierno cubano donó el terreno, construyó y modificó las
instalaciones, aportó equipos, dotó y sostuvo el pequeño ejército de
trabajadores y técnicos, y mucho más. La última pata del trípode estuvo a cargo
de los cineastas cubanos, encabezados por Julio García Espinosa. Para poner en
marcha el proyecto, el primero y más importante ejecutado por la FNCL, se llamó
al legendario cineasta argentino Fernando Birri, profeta del nuevo cine. Así
nació, en diciembre de 1986, esa escuela absurda (si se la compara con la
multitud de las convencionales), que llena, de manera anárquica y más bien
irreverente, sus paredes con los grafitis de sus más cálidos visitantes.
Absurda, porque su noción interna de libertad le permite incluso mantener
abierta, 24 horas diarias, una cafetería-bar donde cualquiera, profesor,
trabajador, estudiante, visitante, puede tomarse una cerveza a las cuatro de la
mañana, sin que nadie se escandalice.
Donde la palabra “discriminación”, en cualquiera
de los sentidos en que pueda emplearse, es ajena al vocabulario de todos. Donde
la disciplina es, principalmente, un asunto individual, autorregulado, y se
conjuga con el sistema antiescolástico de enseñanza, en una combinación tan
contradictoria que hizo afirmar al profesor británico Mamoun Hassan que la
EICTV había encontrado “el equilibrio imposible entre la disciplina y el caos”.
Un lúcido manicomio donde se habla solo de cine 24 horas al día.
Lo que se hereda…
Bien mirado, el espíritu a la vez riguroso y
libertario de la EICTV puede calificarse como herencia de Gabo –aunque no haya
sido el único progenitor. Herencia que proyectó con amplitud y firmeza, en su
calidad de presidente de la FNCL (y también como docente irreemplazable en su
curso anual de creación dramática “Cómo se cuenta un cuento”) hasta su muerte.
Que fue parte de ese indeclinable amor al cine lo prueba, de manera reciente,
la correspondencia entre el ex redactor de El Espectador y su amigo Guillermo
Cano, publicada en las páginas de este diario. Y que explica por qué su nombre
no aparece en las paredes sin par; porque, de una manera metafórica pero
irrefutable, esas paredes, en toda su magia, en toda su profundidad, son él.
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EL TIEMPO
Bogotá – Colombia
31 de octubre de 2018
Columna de opinión
El erotismo en ‘Cien años de
soledad’ (III)
En la novela no se narra el momento en que Aureliano
consuma el matrimonio con Remedios.
Por José Miguel Alzate
En la parte II de la serie que sobre el erotismo
en 'Cien años de soledad' he venido publicando en esta columna hablamos sobre
cómo José Arcadio se apareció en la tienda de Catarino para rifarse entre las
mujeres a diez pesos la boleta. Todas pagaron por buscar con la suerte la
oportunidad de llevarlo a su cama. Metió los papelitos con los nombres en el
sombrero y los fue sacando. Cuando faltaban únicamente dos nombres dijo: “Cinco
pesos más cada una y me reparto entre ambas”. Ellas aceptaron. No obstante que
en una buena noche se ganaban máximo ocho pesos, dispusieron de sus ahorros
para disfrutar de un hombre que por el tamaño de su herramienta les garantizaba
la satisfacción sexual. De eso vivía. Le había dado la vuelta al mundo
complaciendo mujeres insatisfechas.
En la novela no se narra el momento en que
Aureliano consuma el matrimonio con Remedios. Solo se cuenta cómo da a luz a
los mellizos, y cómo tres días después del parto murió “envenenada por su
propia sangre con un par de gemelos atravesados en el vientre”. El lector puede
pensar que se debe a que Aureliano no fue bueno para las artes amatorias. Por
esta razón, el narrador no se detiene en aspectos eróticos como sí lo hace
cuando habla de las demás relaciones sexuales. Ni siquiera cuando Aureliano perdió
la virginidad se detiene en detalles. Se saca en conclusión que, como Remedios
era entonces una niña que se vestía con ropa de encajes infantiles, no tenía
sentido hacer descripciones eróticas sobre alguien que apenas estaba
despertando a la pubertad.
José Arcadio se casó con Rebeca días después de
que regresó a Macondo. Descubrió que era la mujer de su vida la tarde en que
ella, aprovechando que todos hacían la siesta, se apareció en el cuarto donde
él descansaba en la hamaca, impulsada por ese deseo irreprimible que sentía de
disfrutar de su compañía. “Perdone, no sabía que estaba aquí”, dijo ella cuando
entró en el dormitorio. Él le contestó: “Ven acá”. Entonces ella se dejó llevar
por el deseo de estar con él. Ni siquiera se resistió a sus caricias cuando
José Arcadio le tocó los tobillos con la yema de los dedos. Tampoco se resistió
cuando le puso las manos en los muslos. Después todo fue como un sueño. Rebeca
sintió como si una brasa ardiente le quemara todo el cuerpo.
Después de hacer el amor con José Arcadio, a
Rebeca le desaparecieron los vómitos que la atacaban cuando pensaba en él, las
noches que pasó tiritando de fiebre al recordarlo, las tardes en que se quedaba
embelesada observando su cuerpo fornido. Se casaron tres días después, en la misa
de cinco. Como en Macondo todos creían que eran hermanos, el padre Nicanor
Reina se encargó de aclarar en el sermón del domingo que no lo eran. Según el
narrador, la luna de miel fue escandalosa. “Los vecinos se asustaban con los
gritos que despertaban a todo el barrio hasta ocho veces en la noche, y hasta
tres veces en la siesta, y rogaban que una pasión tan desaforada no fuera a
perturbar la paz de los muertos”.
Aureliano es diferente de su hermano José
Arcadio en lo que a la sexualidad se refiere. No tiene su desenfrenada pasión
por las mujeres. Su primera experiencia sexual tuvo lugar bajo la carpa de un
circo, con la niña que la abuela explotaba para recoger el dinero con que
reconstruiría su casa, que se había incendiado por culpa de la menor. Un día
fue a donde Pilar Ternera para que le enseñara las artes amatorias. Pero ella
se negó. Sin embargo, años después vuelve hasta la casa de ella, dispuesto a
hacer realidad su sueño de poseerla. Se apareció allí en medio de una
borrachera. Antes había rechazado las caricias que una mujer quiso brindarle en
la tienda de Catarino. “Vengo a dormir con usted”, le dijo cuándo traspasó la
puerta de su casa “con la ropa embadurnada de fango y de vómito”.
Pilar Ternera “le limpió la cara con un
estropajo húmedo, le quitó la ropa, y luego se desnudó por completo y bajó el
mosquitero para que no la vieran sus hijos si despertaban”. Fue en esa ocasión
cuando Aureliano se sintió realizado en el aspecto sexual. Nadie podía pensar
que ese mismo hombre, ya con el grado de coronel en la Guerra Civil, fuera
capaz de dejar embarazadas a diecisiete mujeres diferentes. Era distinto a José
Arcadio en su contextura física. Este era tan corpulento que, después de que
Rebeca lo mató de un tiro en la sien, para enterrarlo tuvieron que mandar a
hacer “un ataúd de dos metros y treinta centímetros de largo y un metro diez
centímetros de ancho, reforzado por dentro con planchas de hierro y atornillado
con pernos de acero”.
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El Espectador
Bogotá – Colombia
1° de noviembre de 2018
Cultura
Nació el 8 de marzo de 1943 y murió el 1º de noviembre
de 2008
El investigador francés
Jacques Gilard,
colombianista de corazón
Diez años de la muerte de un gran investigador de la
cultura del Caribe
y de obras como la de Gabriel García Márquez.
Homenaje.
Por Julio Olaciregui *
Especial para El Espectador
Mientras conversaba con Alfonso Fuenmayor en una
tienda del Barrioabajo de Barranquilla, Jacques Gilard gozaba ese mes de agosto
de 1975 con la luz de las cinco de la tarde, oyendo el jolgorio de las bandadas
de cotorras que llegaban desde el río Magdalena. Respiró hondo y se imaginó
íntegra la escritura de sus ensayos, de su tesis, donde debía contar cómo fue
procediendo y avanzando para investigar y escribir, y luego enseñar, la
historia del Grupo de Barranquilla y la gestación de Cien años de soledad.
Gilard, piscis del 8 de marzo de 1943, oriundo
de Toulouse, en el sudoeste de Francia, llegó a nuestra ciudad por primera vez
a comienzos de ese faulkneriano agosto para iniciar su historia de amor con la
literatura y la cultura de Colombia. Fuenmayor le contó sobre ese período de
intensa actividad del joven García Márquez, a comienzos de los años 1950,
cuando éste escribía casi a diario su columna “La Jirafa” en El Heraldo y
seleccionaba los cables de las agencias de noticias para la página
internacional. Gilard se encerraba por horas en la hemeroteca de ese diario
para rastrear esos textos.
Entre las “Jirafas” encontró dos cuentos de
García Márquez: "De cómo Natanael hace una visita" y "Un hombre
viene bajo la lluvia". También dio con "Tubal-Caín forja una
estrella", pero no lo incluyó en la edición de la Obra periodística de
García Márquez, que sería publicada por la editorial Bruguera en 1981.
“'Tubal-Caín forja una estrella' presenta las características de los cuentos,
cinco en total, que constituyen el ciclo inicial de la obra de ficción de GM,
ciclo interrumpido por el descubrimiento y el impacto de Faulkner (evidente en
Amargura para tres sonámbulos, aparecido en El Espectador el 13 de noviembre de
1949). Usa la utilería de la literatura fantástica, elementos propios de la
psicosis: hiperestesia, muerte consciente, drogadicción, el doble,
multiplicación de ciertos personajes, confusiones de espacio y tiempo.
Recuerda, además, con alguna nitidez, el antecedente de "William
Wilson", relato de Poe (al que García Márquez ya conocía muy bien, y
parece tener más presencia que "Le Horla", de Maupassant)”. Según él,
todos los relatos de ese ciclo “parecen remitir a La metamorfosis, de Kafka...
Otra presencia identificable es la de Joyce, aunque no sea más que en el uso,
aún inseguro, de la técnica del fluir de la conciencia”, escribe Gilard.
Desde ese primer contacto con los
barranquilleros, hasta su desaparición, hace diez años, el 1º de noviembre de
2008, Jacques Gilard nos brindó, a todos los que nos interesamos por estas
mismas cosas, sus luminosos ensayos y análisis, sus cartas, sus coplas, sus
consejos, su valiosa amistad, convirtiéndose para nosotros en “el sabio
occitano”. En internet se escucha ahora un corrido en su homenaje compuesto al alimón
por Carlos Valbuena, Enrique Flores y Fabio Rodríguez Amaya, grabado por el
grupo Mezcal, donde se le describe como “amigo de sus amigos y persona de
calidad”.
Además de haber recogido en cuatro tomos el
periodismo del joven García Márquez, este apasionado profesor de la Universidad
de Toulouse se ocupó de las obras de Ramón Vinyes, José Félix Fuenmayor y
Álvaro Cepeda Samudio, traduciendo de este último La casa grande. También tradujo los cuentos de la escritora
barranquillera Marvel Moreno (Algo muy
feo en la vida de una señora bien), la novela De sobremesa, de José Asunción Silva, y El jardín de las Hartmann, del tolimense Jorge Eliécer Pardo.
Su gran amigo y colega universitario, el pintor
y escritor bogotano-milanés Fabio Rodríguez Amaya, ha escrito un vibrante y
sentido retrato suyo publicado en el libro póstumo de Jacques Gilard, Así leí a García Márquez (Collage
Editores, 2015). “Una vez instalado como profesor de planta en la Universidad,
Jacques Gilard da inicio a su actividad bifronte: la docencia para despertar
corazones sordos y desvelar metáforas y la investigación que lo habría de
convertir en el teórico del Grupo de Barranquilla y en uno de los mayores –si
no el mejor– especialistas de la obra de sus integrantes”, escribe Rodríguez
Amaya, profesor en la Universidad de Bérgamo, institución que publicó en 2009 Plumas y pinceles, dos volúmenes que
suman 650 páginas sobre “la experiencia artística y literaria del Grupo de
Barranquilla”. Fue el resultado de uno de los proyectos de investigación entre
su universidad y la de Toulouse, en el que él y Gilard estuvieron trabajando
durante 25 años.
De entre toda la obra ensayística de Gilard, a quien
considero un filósofo de la literatura, al nivel de Tzvetan Todorov y Roland
Barthes, admiro textos como "Veinte y cuarenta años de algo peor que la
soledad" y "El Grupo de Barranquilla y el cuento", incluido en
el primer tomo de Plumas y pinceles.
Hay en todos sus escritos, pero mucho más en los
que figuran en esta última obra, un verdadero manual para un taller de
escritura de cuentos, así como una guía para la reflexión sobre la producción
literaria desde un punto de vista histórico, filosófico, sociológico.
“Pero lo que interesa no es la cantidad sino la
densidad y la inmensa variedad de intereses y autores que trata. Entre todos
destacan la recuperación de los más insignes intelectuales y olvidados
escritores del siglo en ese país bañado en sangre por los odios políticos
centenarios y la ceguera de la ignorancia: Jorge Zalamea y Eduardo Zalamea
Borda. Pero es el comienzo pues no quedan de lado José Eustasio Rivera, Luis
Carlos López, León de Greiff, Álvaro Mutis, Héctor Rojas Herazo, Manuel Zapata
Olivella, Rafael Humberto Moreno-Durán, Julio Olaciregui, Roberto Burgos
Cantor, Clinton Ramírez y algunas escritoras como Alba Lucía Ángel y Montserrat
Ordóñez”, añade Rodríguez Amaya
Gilard y Rodríguez Amaya escribieron la historia
de la literatura y el arte, del pensamiento nacionalista y las ideologías en
Colombia durante el siglo XX. Ambos se refieren a Manuel Zapata Olivella
(1920-2004), a la hechura de su obra en aquella Colombia que se creía blanca,
apostólica y romana, hija de la Madre Patria española, que esperaría hasta 1991
para reconocer en su Constitución que es un país “pluriétnico”.
Gilard criticaba a Manuel Zapata Olivella
diciendo que “sus convicciones de los años 40 y 50, de una rigidez estalinista,
lo aislaron en un populismo asustadizo, y por la vía de la hostilidad a toda
influencia extranjera, lo llevaron a elegir una forma sui generis de
nacionalismo...”. Esto no es completamente cierto ahora que pueden leerse los
textos teóricos que Zapata Olivella escribió, recopilados en Por los senderos de sus ancestros.
Sin embargo, Gilard reconoce su importancia:
“Manuel Zapata Olivella: negro, comunista y costeño, hizo mucho por el estudio
y la difusión del folklore de la costa atlántica. (...) Las giras folklóricas
organizadas por Zapata en el país y en el extranjero contribuyeron con el
progreso de una Colombia múltiple”. Gilard hizo una severa crítica a Del amor y otros demonios, de Gabriel
García Márquez, en otro de sus artículos –"¿Orishas en Cartagena?"–,
afirmando que el gran escritor desconocía la historia de la presencia de los
hombres y mujeres de las naciones africanas, y de sus descendientes, en la
costa Caribe de Colombia y por eso recurrió a un manual cubano llamado Los
orishas en Cuba, de Natalia Bolívar Aróstegui, para darle consistencia al mundo
místico de los esclavos de la familia de la protagonista, Sierva María de Todos
los Ángeles.
Cartas inéditas
Conservo tres cartas de Jacques Gilard, una de
1979 y dos de 1980, en las que manifiesta su ardiente pasión por todo lo que tenía
que ver con Colombia, su gente y su literatura: “Por fin tengo el libro de
Plinio (Apuleyo Mendoza, El desertor),
y te lo voy a mandar. De él recibí la semana pasada un cuento viejo, creo que
inédito, que no quiso incluir en su libro. Es bueno, pero creo que hizo bien al
no quererlo recoger (…) De modo más general, si tienes noticias de
Barranquilla, infórmame” (Cugnaux, 19-IV – 79).
“Estos últimos días los dediqué al sabio
catalán. Redacté carta de aceptación a la Gloria (Zea, directora de Colcultura).
El trabajo sobre los papeles de Vinyes es muy interesante; y divertido: creo
que solo reproduciré una parte mínima de sus fichas de lectura, digo: in
extenso; pero creo que en cambio constituiré un corrosivo ‘diccionario secreto
de la literatura colombiana’. Revisé también toda su labor de prensa: desde el
principio, quiso realmente constituir un grupo, es evidente”.
“(…) Leyendo a Mallea, me convencí más de que
Cepeda se equivocó: la vía se la daban los rioplatenses y no los yanquis”
(Cugnaux, 13-I-80).
“Compré esta mañana Duel à Barranquilla, y mientras estaba, compré tres volúmenes más
de esas colecciones llamadas acá de buffet
de gare (¿cómo explicar en Colombia lo que es la literatura de buffet de gare?), todos sobre ambientes
latinoamericanos; eché un vistazo al libro, rápidamente; es una mierda, pero
cómo estaré de jodido, que la sola alusión al Cortissoz o al paseo Bolívar me
pone la carne de gallina. Sería interesante escribir a cuatro manos sobre esas
novelas policiacas de ambiente colombiano (…) Mientras voy releyendo esos
papeles viejos de Alfonso (Fuenmayor) y Germán (Vargas) y los otros (ayer sentí
la necesidad de escribirles y no trabajé en la ponencia sobre Cepeda) huelo
esos olores de allá, y vuelvo a navegar por la densidad de baño turco de la 54;
es ya lo único que me interesa en esa ponencia: que nuevamente voy respirando
esas vainas. Lo triste es que cuando eso esté escrito, ni una sola línea le
dará a nadie la sensación de un follaje de matarratón, ni se sentirá el calor,
ni el polvo, ni habrá el olor que se siente en ese hijueputa calor…”.
El sábado 25 de octubre de 1980 el diario El
Heraldo le dedicó una página entera a una “noticia literaria” que originamos
entre él y yo. “El prestigioso periódico parisense Le Monde publicó un cuento
de Julio Olaciregui, quien se inició como redactor de planta de El Heraldo,
hace algunos años, traducido por el profesor Jacques Gilard”, puede leerse en
la introducción a la entusiasta crónica que envió para anunciar esa buena
noticia.
“Vale la pena hacer un poco de estadística.
Hasta ahora, en Le Monde, solo había aparecido un escritor colombiano: García
Márquez. Era el cuento ‘La prodigiosa tarde de Baltazar’, traducido por Claude
Couffon. De eso hará como tres o cuatro años. Julio Olaciregui será el segundo
(…) En cuanto al suplemento dominical, lo repito, en un poco más de un año de
existencia, Augusto Roa Bastos era el único latinoamericano publicado. Me
alegra, mucho más de lo que sería yo capaz de decirlo, el que Julio sea el
segundo. Y me alegra haberlo traducido yo”.
Pocos meses después, el 21 de junio de 1981,
publicó en la Revista dominical de El Heraldo otra exaltada crónica: “Roa
Bastos opina sobre Cepeda Samudio y Olaciregui”. “Desde hace cinco años tengo
el privilegio de contar entre mis colegas inmediatos a nadie menos que al
escritor paraguayo y maestro de la narrativa hispanoamericana, Augusto Roa
Bastos".
“Comportamientos humanos debe haberlos de todo
tipo entre los grandes escritores, pero creo que debe ser difícil encontrar una
mayor discreción que la de Roa. Poco se le ve y poco se le oye en la
Universidad: parece tener una virtud especial para pasar inadvertido por los
pasillos y las aulas de la Facultad. Pero me voy dando cuenta de que un buen
sésamo para hacerlo surgir y desatar el flujo de su modesta y exquisita palabra
es dejarle un libro en su apartado de la Universidad. Entonces Roa lo busca a
uno y le comenta su lectura con una claridad perentoria y siempre provechosa.
Me quiero referir aquí a las dos últimas conversaciones que hemos tenido
durante estas semanas (…) Fueron tema de ambas dos escritores barranquilleros
cuyos libros le había pasado yo a Roa. Para mayor precisión diré que son dos
escritores jóvenes: Cepeda Samudio, el de Todos
estábamos a la espera, y Julio Olaciregui (…) Roa me habló con ardientes
elogios de los de los cuentos de Cepeda (…) Luego le regalé a Roa un ejemplar
de Vestido de bestia (…) Me dijo que
le habían gustado algunos de los cuentos (…) Y añadió que le gusta la forma que
tiene Julio Olaciregui de concebir el fragmento narrativo”.
Jacques siempre nos daba buenas sorpresas. En
una época, entusiasmado por la obra de Manuel Mejía Vallejo, se dedicó a
componer coplas, muchas de ellas de corte erótico, “yo que no escribo con mis
tripas sino con mi pobre cabeza”. Y cuando no estaba en su estudio, en su cueva
llena de libros, estaba en la ciudad universitaria de Toulouse-Le Mirail,
enseñando, hablando sobre Álvaro Cepeda Samudio o la poesía gauchesca y el
Martín Fierro, de vallenato o de Julio Cortázar, de José Félix Fuenmayor o de
Nicolás Guillén. Soñaba con viajar a seguir investigando, pero con el tiempo ya
solo se desplazaba en tren a Barcelona o a Madrid. “Quiero irme de aquí, aunque
una vez que esté allí (en Cuernavaca, en Barranquilla) me tenga que desvivir
preguntándome qué estará pasando acá y sienta la urgencia de regresar a dar
clases y a lavar platos. Por ahora nada: empiezan las vacaciones, y esto ya me
entristece. Quisiera vivir, y solo el trabajo me da la impresión de que estoy
viviendo; descansar también va a ser un remedio peor que el mal. Por lo pronto
creo que aprovecharé esta noche de final de trimestre para emborracharme
dignamente (...) Para el coloquio en la Sorbona, tengo la intención de llevar
una vida muy desordenada. Así que probablemente iré al hotel y no a tu casa”.
Era un hombre de amistades firmes y durante
años, antes de la invención del correo electrónico, se carteó con Tita Cepeda,
con Ariel Castillo, con Monserrat Ordóñez, con Beatriz Manjarrés, con la poeta
habanera Nancy Morejón. Le gustaba el ciclismo y seguía el Tour de Francia día
tras día y llamaba por teléfono cuando algún ciclista colombiano ganaba una
etapa.
Jacques había sido jugador de rugby en sus años
mozos. Era alto, fuerte, de manos y brazos pecosos, y su perfume francés, su
calva incipiente de intelectual, su seguridad al hablar, recreando nuestra
historia literaria en un castellano sin acento, pero con matices habaneros,
rioplatenses, madrileños, mexicanos o paraguayos, lo hacían atractivo,
interesante, seductor, cualidades que él, aun cuando era tímido, iba
descubriendo y aprovechando. Lo que más le gustaba era exponer ante un
auditorio sus reflexiones y luego invitarnos a cenar y a tomar vino, rodeado
por muchachas, colegas o simples estudiantes.
El ejemplo más palpable de su generosa recepción
en Francia fue sin duda lo ocurrido con la obra de Marvel Moreno (1939-1995).
Entre el 3 y el 5 de abril de 1997, en una inolvidable primavera, Gilard y
Fabio Rodríguez organizaron un coloquio sobre la obra de la barranquillera. La
fraternal y alentadora presencia de Gilard en la Universidad de Toulouse, su
interés constante por la cultura latinoamericana –literaria, musical, política,
deportiva– nos dieron un gran impulso.
Uninorte y la Cátedra Europa exaltaron la obra de Gilard
La obra de Jacques Gilard fue homenajeada este
año en la Cátedra Europa de la Universidad del Norte, en Barranquilla. Como
invitada estuvo su hija Céline Gilard, doctora en estudios ibéricos. Julio
Olaciregui, Enrique Sánchez, Fabio Rodríguez Amaya y Ramón Bacca hablaron de la
importancia de su legado en la cultura del Caribe colombiano. Céline Gilard,
quien comparte el interés por la literatura latinoamericana, contó que todo
empezó una noche en la que su padre no podía dormir después de haber leído Cien años de soledad: “Finalmente pudo
dormir y al despertarse dijo que García Márquez era un genio, que acababa de
comprenderlo todo y que quería trabajar sobre la literatura latinoamericana”.
“No ha habido un estudioso, crítico e investigador que haya hecho tanto por la
literatura del país. Después de 30 años de trabajo logró, junto al Grupo de
Barranquilla, posicionar a Colombia en la tercera modernidad”, opinó Rodríguez
Amaya.
* Fue corresponsal de
El Espectador en París.
Su más reciente libro
es
Las palmeras suplicantes
(Collage Editores).
** ** **
EL HERALDO
Barranquilla – Colombia
16 y 23 de noviembre de 2018
Columna de opinión
Leer y revivir
Por Heriberto Fiorillo
Leer y sentir a García Márquez es la mejor
manera de mantenerlo vivo entre nosotros. Alguna vez dijo él que ser inmortal
era su gran ilusión. Ya sabemos que su obra literaria permanecerá por siempre,
mientras exista un lector sobre la tierra, en Marte o cualquier otro planeta.
La muerte, que lo asustó por primera vez al
morir su abuelo, es presencia y espacio permanente de las novelas y cuentos de
Gabito a veces desde la escritura de títulos expeditos, como Crónica de una muerte anunciada, La otra
costilla de la muerte, El ahogado más hermoso del mundo, Muerte constante más
allá del amor o Los funerales de la Mama
grande.
Si resumimos sus novelas, La Hojarasca es la historia de un viejo que lleva a su nieto a un
entierro; Cien años de soledad narra
el proceso de deterioro y las muertes de siete generaciones de una familia, los
Buendía, en Macondo; El Otoño del
Patriarca, el deterioro y las muertes de un dictador del Caribe; El amor en los tiempos del cólera, una
historia de amores y muertes en la que el amor por fin gana.
Desde su primer cuento, La tercera resignación,
el tema de la muerte vertebra toda su obra porque el mundo de los vivos y el de
los muertos pertenecen a un solo espacio de realidades y ficciones, desde el
cual puede contar un narrador muerto vivo, como en el Pedro Páramo de su maestro, el mexicano Juan Rulfo.
En Gabo se narra también a veces desde la muerte
o se muere varias veces en la vida y en la muerte. Permítanme dos pequeñas
digresiones alrededor de la muerte en García Márquez.
La primera: en uno de sus escritos (en el que
habla de las posibles influencias de autores como Kafka, Joyce, Edgar Allan Poe
y Graham Greene en García Márquez) el crítico Jacques Gilard señala un miedo
ancestral del escritor colombiano: el de ser enterrado vivo. Y dice que en los
primeros cuentos del Nobel se percibe un conocimiento, así sea superficial, y
una posible aplicación del psicoanálisis.
Pero advierte: “Desde luego, por mucho atractivo
que tenga esta especie de traducción del motivo literario en términos de
psicoanálisis, no se puede ignorar tampoco que sería empobrecer a la creación
artística el afirmar que las cosas corresponden unas o a otras, de término a
término, en una forma puramente mecánica”.
La segunda: Gabito confesó varias veces que
todas sus historias partían de una imagen que, luego, si era del caso, él
transformaba o desarrollaba. Por ejemplo, El
coronel no tiene quien le escriba surge de la visión de un viejo esperando
el correo en los muelles de Barranquilla. La siesta del martes, considerado por
él su mejor cuento y dedicado a Mercedes Barcha, su cocodrilo sagrado, brota de
la imagen de una mujer y de una niña vestidas de negro y con un paraguas negro,
caminando bajo un sol ardiente en un pueblo desierto.
La mujer y la niña buscarán en el cementerio la
tumba de su esposo y padre, muerto a disparos mientras intentaba entrar en la
casa de una viuda. (Continuará).
Leer y revivir (II)
La siesta del martes es considerado por García
Márquez su mejor cuento y está dedicado a Mercedes Barcha, su esposa. El cuento
surge de la imagen de una mujer y de una niña vestidas de negro, caminando bajo
un paraguas también negro, en el sol ardiente de aquel pueblo desierto.
La mujer y la niña buscarán en el cementerio la
tumba de su esposo y padre, muerto a tiros mientras intentaba entrar sigiloso a
la casa de una viuda.
Solo que, en el cuento y por decisión del Gabo
autor, la esposa impide la recreación de aquella primera imagen que dio origen
a la historia.
–Esperen a que baje el sol –dijo el padre.
–Se van a derretir –dijo su hermana, inmóvil en
el fondo de la sala–. Espérense y les presto una sombrilla.
–Gracias –replicó la mujer. Así vamos bien. Tomó
a la niña de la mano y salió a la calle.
El narrador de Cien años, dice el crítico Dieter Janik en su análisis sobre esta
novela, hace su relato desde una siquis en la que están enraizadas de manera
imborrable ciertas experiencias existenciales. La narración se desenvuelve
desde una muerte anticipada, desde la experiencia de la muerte que se extiende
a la vida. Como si esta discurriera dentro de la muerte.
En la perspectiva de ese narrador, la vida es un
estado intermedio entre la vida y la muerte. Una muerte vida y un narrador
omnisciente e inmortal. Por eso, en Cien años, las acciones de los Buendía no
son sino la realización y puesta en práctica del destino y de la catástrofe,
consignados con antelación en los pergaminos de Melquíades.
En 1995, Gabito conversa con el periodista
argentino Rodolfo Braceli.
–De tal madre, tal astilla, le dice Braceli.
Usted tiene a quien salir.
–Sí –responde Gabo– porque para nosotros la
realidad no es la realidad concreta, escolástica, de que si usted se golpea aquí,
se rompe la cabeza. Esa es la realidad, pero también son realidad los muertos
que salen, los desaparecidos, las magias, Dios, los milagros, todo. ¡Todo! No
hay una frontera. Se pasa de una cosa a la otra. Y mi madre vivió siempre, más
que nadie, en eso.
En el 2006, año en el que empezó a notarse la
pérdida de su memoria, Gabo le dijo al periodista español, Xavi Ayén, autor de Aquellos años del Boom:
–De hecho, ya tampoco me despierto por la noche
asustado, tras haber soñado con los muertos de los que me hablaba mi abuela en
Aracataca, cuando era niño, y creo que eso tiene que ver con lo mismo, con que
se me acabó el tema.
Un proyecto en el que Gabo trabajó alguna vez
narraba la historia del hombre que debía morir en el preciso instante en que
terminase de escribir la última frase. Gabo pensó que aquello podría sucederle
a él y lo dejó.
Al principio de Cien años de soledad no existía aún Macondo, porque la tribu del
primer José Arcadio no había tenido tampoco su primer muerto, ni habían
concebido Úrsula y el patriarca un hijo, por un motivo que les remordía en su
conciencia: los dos eran primos.
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