5 de octubre de 2018

MEMORABILIA GGM 891

PREÁMBULO PARA EL FESTIVAL GABO 2018, QUE SE CELEBRARÁ
EN MEDELLÍN DEL 3 AL 5 DE OCTUBRE

EL ESPECTADOR
Bogotá – Colombia
30 de septiembre de 2018

Cultura

Los "informes privados"
de Gabriel García Márquez
a Guillermo Cano
La historia de las cartas que el escritor le envió al director de El Espectador entre 1955 y 1978, que revelan detalles de su trabajo como corresponsal en Europa y el trasfondo de “El coronel no tiene quien le escriba”, “El otoño del patriarca” y “Cien años de soledad”.

Por Nelson Fredy Padilla

 Guillermo Cano, asesinado en 1986, y Gabriel García Márquez, fallecido en 2014. Más que amigos, eran como hermanos. / Archivo

Quien los bautizó como “informes privados” fue Gabriel García Márquez al valorar las cartas a su “amigo del alma” Guillermo Cano. Extraña tanto a su “querido Concho” que le escribe cartas dando cuenta de su vida de corresponsal en Europa, sus desventuras de novelista en ciernes y hasta sus amores y desamores.

Las historias que revela empezaron a mediados de los años 50 del siglo pasado, cuando Gabo se fue a aventurar a Europa con la única garantía de ser “enviado especial” de El Espectador y, al poco tiempo, se enteró de que el diario fue clausurado por la dictadura de Rojas Pinilla, así que debía subsistir con un sueldo a cuentagotas y enfrentar las afugias del hambre.

Unas fueron escritas a mano y otras mecanografiadas en las mismas máquinas de escribir en las que tecleó El coronel no tiene quien le escriba, en París, y El otoño del patriarca, en Barcelona. El registro epistolar va hasta 1978. Hoy tenemos el privilegio de conocerlas, porque el director de El Espectador nunca las desapareció como se lo pidió alguna vez su redactor estrella y porque la viuda de don Guillermo, Ana María Busquets, las conservó.

En septiembre de 2015 me enteré de las cartas mientras la entrevistaba para un perfil de Carmen Balcells –quien murió ese mes–, la agente literaria de García Márquez, catalana como ella y su amiga. Entonces recordó la más privada y dolorosa de todas: a finales de 1986, después de que sicarios de Pablo Escobar asesinaran a don Guillermo Cano cuando salía de El Espectador, la viuda hizo público su dolor porque el escritor no estuvo en el sepelio, no salió a condenar el crimen, ni fue solidario a pesar de la fraternidad de las dos familias desde que Gabo era un desconocido. Tampoco lo hizo Carmen, a quien conocía desde antes de la fama del Nobel de Literatura de 1982. “Ella nos invitaba a su casa y a los mejores restaurantes de Barcelona, como 7 Puertas. Hablaba mucho con Guillermo de El Espectador y de Gabo, y también se escribían cartas”.

García Márquez y Balcells, enterados del disgusto de Ana María, se manifestaron a comienzos de 1987. “Llegó a mi casa de sorpresa y me pegó un regaño por lo que escribí y me trajo una carta de Gabo. Decía que eran personas demasiado sensibles, que en ese momento no habían podido decir lo que sentían. Pero yo reclamaba que uno debía sobreponerse y pensar que los demás necesitan solidaridad. Ella no daba cabida al sentimentalismo y antes de irse me dijo: ‘¿Tú sí sabes lo que vale esa carta? ¿Lo que puedes sacarle de plata a esa carta?’”.

Hace tres años doña Ana María no quería que esos papeles se volvieran públicos. Sin embargo, ahora accedió a hacerlo porque la familia decidió venderlos al Harry Ransom Center de la Universidad de Texas, en Austin, en busca de fondos para la Fundación Guillermo Cano, que defiende la libertad de prensa a escala internacional y entrega un premio mundial cada año. Irán al mismo lugar donde reposa el mayor archivo sobre Gabriel García Márquez. Allí los catalogarán y, desde enero de 2019, se convertirán en documentos claves para atar cabos sobre la historia creativa del Gabo periodista y el Gabo literato, además de rescatar, al tiempo, el legado de don Guillermo Cano, porque las cartas son la prueba de la visión del mundo y de la profesión de escritor que tenían estos dos grandes narradores.

Las primeras cartas son de la época en que García Márquez se instaló en París, a finales de 1955, y empezó a enviar crónicas al diario, que no podía cumplirle con los pagos porque en Bogotá estaba cada vez más acorralado con la transición entre el gobierno conservador de Laureano Gómez y el régimen militar de Gustavo Rojas Pinilla. El propio Gabo era investigado ese año por la dictadura luego de la publicación, en El Espectador, de su serie de crónicas “Relato de un náufrago”, en la que denunció cómo los barcos de la Armada eran usados para el contrabando. El caldo de cultivo de la Violencia –con la mayúscula que pasó a los libros de historia– hervía entre conservadores y liberales. Estaba prohibido a los periódicos informar sobre el conflicto político que asolaba el país y “faltarle al respeto” al jefe del Estado. En septiembre de 1952 las sedes de El Tiempo y El Espectador, en el centro de Bogotá, habían sido incendiadas y desde junio de 1953 estaba vigente la censura de prensa mediante el Comando General de las Fuerzas Armadas.

Tras el cierre obligado de El Espectador, el 20 de febrero de 1956, surgió como alternativa el periódico El Independiente, que circuló a duras penas hasta el 1° de junio de 1958, fecha en que reapareció El Espectador. Cano mantuvo al tanto de este contexto a su corresponsal. En principio, Gabo se mostró solidario: “Mientras el periódico no esté en buena situación, mis colaboraciones tendrán un precio –no simbólico sino real– de un peso colombiano”. Leyendo en Europa Le Monde y The Times, le daba ánimo a su jefe para que siguiera adelante: “Aquí me he convencido, en serio, de que El Espectador es uno de los mejores periódicos del mundo”. Se sentía en deuda y dispuesto a ayudar: “Avísame –dentro de tres días, tres años o tres siglos– cuándo abren el periódico. Saldré inmediatamente a escribir una crónica. Vuelvo a agradecerles el empujón que me dieron y que me situó en París. Abrazos, abrazos y abrazos”.

Los primeros escritos fueron desde el Hotel de Flandre. Le contaba de sus escapadas a Inglaterra, para aprender inglés “que está todavía muy mal” y a Italia a aprender de cine. Una vez se le acabaron los ahorros comenzó la etapa deprimente, que resultó propicia como trasfondo de la creación de El coronel no tiene quien le escriba. Mecanografiaba: “Mi pobre novela llena de tropiezos… Todas estas cosas que me suceden confirman mi idea de que soy un gran escritor y que, en consecuencia, París empieza a darme duro. Por lo pronto, mi única sensación perfectamente definida es que tengo deseos de sentarme a llorar. ¡Ya era hora!”.

Luego se declaró “terriblemente furioso” porque no le pagaban lo acordado: “Hace años… envié con carácter urgente un vale de 420. Me anunciaron inmediato envío: todavía no ha llegado. Estoy en una situación desesperada… me quedé sin un físico franco”. Mientras afinaba la ficción del coronel que nunca recibe su pensión, saltaba matones –en un mes cambió dos veces de domicilio. Desde la calle Cherubini se quejaba: “Estimado Concho: no sé si te resulte impertinente que vuelva a escribirte de lo mismo. Pero han pasado más de dos meses desde cuando comenzó la liquidación de El Independiente. Creo que ya han tenido tiempo de salir de los grillos urgentes. A través de Álvaro Mutis te enteré de mi situación. De nada sirvió el recurso… En realidad, no sé cómo diablos estoy saliendo adelante. Milagros de París”.

¿Cómo se sostenía? “Venezuela me está resolviendo el problema, con una nueva especialidad que pongo a tu disposición: comentarios hípicos. México empieza a comprarme notas de actualidad. (También habla de dos crónicas semanales para Venezuela y una para Perú). Por ahora, sólo me bastarían los pocos dólares que quedan en poder de El Independiente, para ponerle un poco de orden a mis desordenados problemas… Tú sabes que es más práctico para mí saber a qué atenerme que estar esperando indefinidamente. Quiero que me evites la necesidad de estar escribiendo cartas comerciales… para ti prefiero escribir siempre ‘informes privados’”.

Le confesó, por ejemplo, que estaba en “un horrible enredo de cobijas y centavos con una excelente amiga que traigo a rastras de Italia. Sumado a esto, el cierre del periódico y las perspectivas inmediatas, ya puedes imaginarte cuál será el estado de mi quebrantada moral”. Varias cartas, enviadas desde el 23 de la calle Oudinot, en dirección compartida con su amigo arquitecto Hernán Vieco, insisten en el tema: “Hazme el favor de hablar con el gerente. Cualquier cosa que venga de allá me caerá como llovida del cielo”.

Se lamentaba de no estar en Colombia para hacer un reportaje sobre los 53 intoxicados con alcohol en un pueblo cerca a Barranquilla, hecho que registró Le Monde. “Qué formidable reportaje habría sido la reconstrucción de la tragedia. Haberle seguido la pista a las víctimas. El marido que se fue de fiesta a escondidas de su mujer”. Surge allí el alma de periodista que le inculcaron sus “hermanos” de El Espectador en conflicto con su obsesión por demostrar que también podía con cuentos y novelas. Que Europa no le iba a quedar grande. “Un verano helado y con lluvia… aproveché la estación del exilio para instalarme. Estoy trabajando duro en la novela –que es a largo plazo– y en un cuento largo que, según espero, aparecerá primero en francés”.

Pasó los meses, leyendo, releyendo, escribiendo, reescribiendo, hasta que vio la luz al final del túnel: “Tendría que escribir una serie de 25 entregas si te contara en detalle cómo logré sobrevivir en París. Ahora la cosa se ha enderezado, felizmente, y dispongo incluso de estampillas para darme el lujo de escribir a mis amigos”. París lo transformó: “No he perdido el tiempo, he aprendido muchas cosas –pero especialmente de la vida, muchas cosas de la vida– y al parecer mi francés es bastante aceptable. He llegado a la conclusión de que en Colombia era un muchachito insoportable, relleno de aserrín, y esto me ha servido para que quiera más a mis amigos”.

Le mandó a Guillermo Cano la prueba de su éxito: “No sé cómo he terminado mi segundo libro. Es una especie de penitencia por ese horrible aparato que se llama La hojarasca. Tal vez haga una edición en Colombia. El título: El coronel no tiene quien le escriba. Es una cosa sencilla, directa y creo que lo que allí sucede son cosas que realmente le suceden a los seres humanos. Estoy gestionando, sobre los originales, una traducción al francés”.

En los que llama “espacios libres”, nunca descuidaba sus “deberes superiores” con El Espectador. Prueba de ello es una de las cartas más largas y emocionadas, cuando terminó, tras un mes de encierro, los relatos sobre su viaje por los países socialistas y le anunciaba: “Mi querido Guillermo: ahí te va el mejor trabajo periodístico que he hecho hasta ahora: 14 crónicas sobre mi viaje a la Cortina de Hierro… un trabajo integral, sin contradicciones”. Se refiere a que “en muchos casos un párrafo sobre la Unión Soviética implicaba la revisión y la corrección de todas las crónicas sobre Polonia”.

Y se sentía orgulloso: “Es un trabajo hecho como una obra literaria, pensando cada palabra, vigilando el estilo, y con una cierta vanidad de que sean realmente muy buenas crónicas”. Según él, “el trabajo total es dos veces más largo que La hojarasca”.

Advierte que hubiera podido escribir “50 volúmenes”, pero se limita al “interés periodístico” y, sabiendo del compromiso de don Guillermo con la verdad y su rigor de editor, le garantiza: “No he escrito nada de lo cual no tenga un testigo… La intención general es dar palos para ambos lados… puedo responder por cada una de las palabras escritas… puedes estar seguro de que allí no hay una línea que no sea cierta y honesta… te ruego vigilar que los títulos no tengan demasiada intención política… tú me conoces y sabes el camino de regreso, el largo camino de regreso que he tenido que hacer para escribir estas crónicas objetivamente”.

Su “caro Guillermo” era el único con licencia para “leer minuciosamente… tachar las cosas inconvenientes”. Gabo sabía que esa serie iba a despertar “polémica” en un país de “sectarios” y “dogmáticos”. Aun así, le pidió: “Procura no dar la impresión de que hubo más oportunidad para mí que para ellos… tratar de ser imparciales y liberales a toda costa”. También que no usara “ni una línea de esta carta en la propaganda de las crónicas”, porque “las cartas privadas resultan ridículas cuando se publican”.

Con estos relatos, le envió por correo postal un paquete de negativos, “las únicas fotos –muy malas– que me mandaron mis amigos de Moscú”, porque su fotógrafo no pudo pasar más allá de Berlín; una de él en la Plaza Roja y otra en un “coctail” en Varsovia con “el delegado de U.S.A.”, que le pedía publicar para “ir arreglándome” con el Departamento de Estado, esto en días en que le habían notificado que no podía volver a Inglaterra.

Hay pistas de viajes: dos semanas a Casablanca (Marruecos), “invitado por un médico árabe (al parecer Mohammed Tebbal), que es uno de los grandes amigos que voy dejando regados por el mundo”. Todos los mensajes son valiosos, incluso los que se dejaban a mano en los hoteles, pero el más importante para un amante de la literatura es uno mecanografiado en abril 5 de 1966, en el que García Márquez le anuncia la versión final de su mayor esfuerzo y que quiere que El Espectador publique el primer capítulo: “… en sobre aparte te mando, pues, el primer capítulo de CIEN AÑOS DE SOLEDAD (mayúsculas del original). No solo es la primera vez que se publica esto, sino que es la primera vez que anticipo un capítulo de una novela en proceso. ¡Salud!”.

La “exclusiva” sale en tres páginas del Magazín literario del domingo 1° de mayo de 1966. Gabo se la describe así: “Es un mamotreto de más de 1.000 cuartillas, donde cuenta la historia de la familia Buendía, desde la fundación de Macondo, hasta que un ventarrón arrastra el pueblo, cien años después”. Le anticipaba un alcance global: “Esta novela será entregada el mes entrante a Sudamericana (el sello que la publicó en Argentina en 1967), y ya hay vendidas opciones para las siguientes editoriales: Harper & Row, de Nueva York; Julliard, de París; Feltrinelli, de Milán; Aufbau-Verlag, de Berlín, para su distribución en las dos Alemanias, Austria y Suiza; J. M. Meulehoff Uitgever, de Holanda, y para una editorial de Rumania”.

Al final, le echa el cuento de cómo celebró: “Me metí en Barranquilla en un barril de Martini, y mis amigos (los de La Cueva) me subieron en un jet de PAA. A las ocho de la noche, después de haber pasado un día en Kingston, el barril fue abierto en la aduana de México, y fui rescatado sano y salvo. Pero todavía no se me pasa el guayabo”. Le mandó después “los cortes de la censura soviética a la edición en ruso”, de lo que no hay rastro, por ahora. En mayo 6 le agradecía “el monumental despliegue” y su felicidad es tan plena como preocupante: “Ya me siento convertido en una especie de Sofía Loren”.

El 20 de enero de 1968 le informa desde Barcelona su infructuoso aislamiento para “agarrarle el paso” al próximo libro, El otoño del patriarca. La locura de Cien años lo estanca: “Hago mucha pereza, leyendo un poco de aquí y de allá, y luego el litro de Valdepeñas que me empaco al almuerzo me deja fuera de combate hasta el día siguiente. Empiezo a darme cuenta de que no hay nada más aburrido que ser escritor profesional”. Gracias a eso, a este periódico llegaron piezas únicas, “chivitas” las llama Gabo, como un cuento que sólo había sido publicado en inglés en la revista Playboy en 1971, “El ahogado más hermoso del mundo”, y que hacía parte de los ocho de La increíble y triste historia de la Cándida Eréndira y de su abuela desalmada.

Tal vez en medio de los afanes de la fama mundial de Gabo, desde entonces prefieren intercambiar notas a mano, al menos hasta 1978. Hay una enviada desde Alemania, en la que le avisa que logró autorización para publicar en El Espectador un adelanto de su novela sobre el dictador del que tanto le habló: “Te están mandando de Barcelona el fragmento publicable de El otoño. Por arreglo con el editor –que no ha autorizado más avances que este– sólo puede ser publicado la última semana de abril, o más tarde, pero nunca antes. Te ruego ocuparte personalmente de que se cumpla el trato”.

Otras hablan de variados temas cotidianos: mensajes cruzados para Ana María, con referencias a Mercedes Barcha –la esposa de Gabo–, sobre coincidir en vacaciones, sobre novelas de otros autores que le manda desde Europa como recomendación de lectura; por qué se comieron una pata de jamón que les estaban guardando, por qué diablos no llega la suscripción El Espectador, que no va a Estados Unidos a recibir el premio Books Abroad-Neusdadt de la Universidad de Oklahoma, etc. La mayoría enviados desde la calle República Argentina, en Barcelona, donde compró residencia siguiendo los consejos de doña Ana María Busquets. Detalle que le agradece a ella y a Guillermo Cano el 18 de noviembre de 1967, con una frase que bien podría ser el lema de la capital catalana: “Resultó ser una ciudad estupenda, entre otras cosas porque a cada momento es como uno quiere que sea: se presta para todo”.

Ni siendo el escritor más famoso del mundo dejaba de saludar a sus compinches de El Espectador: “En Navidad estaré en Barranquilla por 10 o 15 días… haré el sacrificio de treparme a Bogotá para tomarnos un trago… abrazo de siempre a mi padre ‘Ulises’ (Eduardo Zalamea Borda, a quien resalta como ‘mi padre inolvidable’, por lo que le enseñó de literatura universal), al ‘clan Cano’, al ‘helado Salgar’ (don José Salgar, el jefe de redacción) y a todos los compañeros…  sería terriblemente formidable que nos amarráramos una inmensa ladradora… ¿Cuándo volveré? ¿Cuándo vendrán ustedes? ¡Cabrona distancia!”.

* Esto no se hubiera publicado sin la valiosa ayuda de
doña Ana María Busquets y la familia Cano Busquets.

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EL ESPECTADOR
Bogotá – Colombia
1° de octubre de 2018
La correspondencia con Guillermo Cano. Segunda entrega

Cultura

Cartas inéditas de
García Márquez:
sus intrigas en pro
del cine colombiano
Hoy revelamos notas del joven escritor, desde París y Ciudad de México, al director de El Espectador sobre sus “sueños dorados” como guionista y cineasta.

Por Nelson Fredy Padilla

 García Márquez (tercero de pie, de izq. a der.) fue jurado del Festival Internacional de Cine de Cannes en 1982 y sobre ello escribió en El Espectador. / Archivo

En las cartas inéditas que desde ayer publicamos, entre Gabriel García Márquez y Guillermo Cano, el director de El Espectador, se demuestra que estos grandes amigos nunca dejaron de hablar del séptimo arte. Gabo le cuenta desde París, en 1956, que está yendo a Bolonia (Italia), a aprender de “montaje y sonido cinematográficos” con amigos italianos y griegos que pensaban hacer una serie documental sobre Colombia. (Le puede interesar: Los informes privados de Gabo para Guillermo Cano).

El joven novelista, de 29 años de edad, evoca: “Nuestra crítica de cine –nuestra famosa crítica de cine– era un poco injusta: lo único que se puede hacer en favor del cine es hacer un cine mejor, pero no decir que las películas son malas”. Durante año y medio escribió la columna “El cine en Bogotá. Los estrenos de la semana”, donde escribía a favor del cine europeo y en contra del creciente mercantilismo de Hollywood, al que consideraba alienante y sobreactuado por armar “tempestades a bordo de una bañadera”. Lo apasionó Ladrones de bicicletas, por su autenticidad humana y su método parecido a la vida.

Para 1960, cuando se creó el Festival Internacional de Cine de Cartagena, García Márquez veía en esa profesión una oportunidad de vida más probable que la de novelista. Formado estaba: había visto todas las películas que quiso y que le impusieron sus maestros, y también había estudiado en el Centro Experimental de Cinematografía en Roma. Podía disertar sobre Chaplin, Welles, Fellini, De Sica, Bergman, especialmente sobre Bergman. Soñaba con personajes tipo Humphrey Bogart y Cary Grant; con Alvie Singer en Annie Hall, “cuando decía que los humanos nos dividimos entre los miserables y los horribles”. (Lea: El encuentro de García Márquez y Woody Allen).

Era la semilla sembrada al descubrir las películas de la mano de su abuelo Nicolás Márquez. En su casa museo en Aracataca hay dos destartalados proyectores con los que el “emigrado italiano” Antonio Daconte (Pietro Crespi en Cien años de soledad) le enseñó el milagro del cine mudo. La magia completa la descubrió por 25 centavos en el matiné de los domingos en Barranquilla.

Estaba tan emocionado con las formas de mirar y de contar aprendidas del cine europeo que le anunció a su amigo Guillermo: “Yo pienso seriamente en ir a Colombia a hacer un largometraje tan pronto como haya construido el equipo”. Pero tuvo que quedarse con las ganas, porque la legislación colombiana se convertiría desde los años 60 en un obstáculo para producir buenos filmes con financiación internacional. Un mejor panorama para el cine en México influyó en que se radicara allá. Dichoso le escribe a Cano: “Todo va muy bien. Vivo exclusivamente de mi sueño dorado: escribo para el cine, y ahora mismo estoy atorado con tres películas que empiezan a filmarse en enero. Ahora las pachangas son con María Félix y toda la mafia. ¡Qué horror!”. En esos días se codeó en el set con el escritor Juan Rulfo e hizo otros amigos cinéfilos que lo influyeron en México, como el español Luis Buñuel.

Los amigos de ese país con los que García Márquez pensaba rodar fueron afectados por un veto que lo llevó a mecanografiarle a Cano: “Todos mis esfuerzos de llevarme cine para Colombia –donde se contratarían técnicos y actores secundarios– se han ido por el suelo”. Preocupado, le cuenta que sábado, domingo y lunes, que iba a ser hecha en Colombia en 1965, se trasteó para Río de Janeiro.

Tenía guion de Gabo y estaba al mando de “el director más joven del mundo”, el mexicano Arturo Ripstein, entonces de 22 años, y el también colombiano Guillermo Angulo era director de fotografía. “Fíjate lo que va perdiendo Colombia. Sé de otras dos películas que también estaban planeadas para allá, ahora se harán en el Perú, aprovechándose, además, que el gobierno peruano les da facilidades estupendas”.

El veto, con presiones de sindicatos de los dos países de por medio, llevó a una tensión tal que Gabo cuenta que “la asociación de productores, aquí, no se atreve a enviar delegación al Festival de Cartagena, por temor de que les creen problemas a los delegados. Nosotros pensábamos llevar Tiempo de morir –yo pensaba ir-para hacer después la premier mundial en Bogotá. Los planes se fueron al carajo”. Para destrabar la situación hubo intrigas: “Ultraconfidencialmente te cuento que Rodolfo Landa (actor mexicano) hizo un viaje secreto a un ‘territorio neutral’, a Panamá, donde se entrevistó con alguien del sindicato de Colombia”.

Le asegura: “No necesito decirte que no tengo ningún interés personal en todo esto. Yo aquí no tengo problemas: soy una especie de niño mimado de la industria. Para mí, la posición más cómoda sería quedarme con los brazos cruzados. Pero no puedo soportar esta situación absurda”.

Hasta que le pide a Guillermo Cano en varias cartas que El Espectador lidere un movimiento cultural para que se levanten las talanqueras, y lo logran publicando durante un mes artículos, entrevistas y debates en los que García Márquez permanecía a la sombra. En cada mensaje, Gabo insistía en un favor: “que no se conozca la fuente de esta información, porque me capan aquí”.

Cuarenta días después, declara la victoria del “siniestro eje Concho-Mono-Gabo, como en sus grandes tiempos”. Mono en referencia a José Salgar, jefe de redacción del periódico.

Así presionaron el “movimiento de opinión pública” para que mexicanos y colombianos hicieran las paces en el Festival de Cine de Cartagena de 1966. “Te escribo este papel ya con un pie en el estribo, rumbo a Veracruz, donde tomo mañana una carabela española rumbo a Cartagena. Habrá vino a bordo y no llevo ni un papel ni un lápiz, para descansar de los últimos seis meses que han sido un verdadero molino cerebral (estaba en la recta final de Cien años de soledad)”.

Agrega la nota: “Llevamos Tiempo de morir y En este pueblo no hay ladrones, la película basada en mi cuento y dirigida por Alberto Isaac –que viaja con la delegación y que obtuvo ocho premios en el concurso de cine experimental–. Dos días después de terminar el festival, viajaremos en masa a Bogotá, a la premier mundial de la película de la reconciliación: TIEMPO DE MORIR. Mierda: ¡qué tragos los que nos vamos a tomar. Después de tanto tiempo!”.

Menos mal que para García Márquez el cine solo fue su amante furtiva –incluso le dio un hijo director– y la literatura su santa esposa… hasta que la muerte los separó.

Espere el martes: Las cartas políticas que revelan cómo
García Márquez evitó ser funcionario público.

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EL ESPECTADOR
Bogotá – Colombia
2  de octubre de 2018

La correspondencia con Guillermo Cano. Tercera entrega

Cultura

Cartas de García Márquez
a Guillermo Cano:
“No seré otro escritor de corbata”
En la correspondencia inédita al director de El Espectador, el escritor explicaba las razones de sus posiciones políticas y por qué nunca aceptó cargos como el consulado en Barcelona, por lo que rectificó a Alfonso López Michelsen.

Por Nelson Fredy Padilla

 Gabriel García Márquez en su casa en México, desde donde se conectaba con los hilos del poder global. La foto está en la Universidad de Texas, a donde también irán todas sus cartas. / Cortesía

La política se filtra entre líneas, y también de manera vehemente, en las comunicaciones de García Márquez a Guillermo Cano. Siempre comentando la actualidad colombiana, latinoamericana y mundial. Siempre en clave editorial o en tono irónico.

Después de que el novelista se hizo famoso con la publicación de Cien años de soledad, en 1967, empezaron a perseguirlo los lagartos oficiales. Para nadie es un secreto que el poder y quienes lo ejercen siempre llamaron la atención del escritor. Pero le gustaba acceder a esos escenarios de decisión con ojos, oídos y tacto de reportero y escritor, no como funcionario. Desde 1968 querían nombrarlo ministro o embajador, y en los 80 y 90 no faltó quien lo promoviera como potencial candidato presidencial. En febrero de 1970, ya hastiado del acoso, le pidió auxilio a su amigo Concho para que a través de El Espectador se supiera que no estaba interesado en cargo público alguno.

Ahora, gracias a doña Ana María Busquets, la viuda de don Guillermo, tenemos el original, “sin copia” como él lo marcó, del manifiesto que le mandó desde Barcelona, donde se había radicado para escapar de los avatares de la fama. Lo tecleó en la misma máquina de escribir en la que se peleaba a diario con los borradores de El otoño del patriarca –publicada en 1975– para demostrar y demostrarse que su prosa daba para más novelas de realismo mágico.

Paradójicamente, en la ficción y en la realidad su mente estaba concentrada en explicar la tiranía hasta la que arrastra el poder público a un ser humano. La política colombiana era el caso: “Mi querido Guillermo: Yo creía que no aceptar un empleo era un asunto de vida privada. Eso fue lo que les contesté a las agencias internacionales de noticias cuando me preguntaron si era cierto que declinaba al alto honor de ser cónsul de Colombia en Barcelona. Debieron reírse de mí: todas ellas conocían ya un comunicado de la cancillería colombiana mediante el cual se convertían en noticia pública el ofrecimiento y mi negativa”.

Estaba indignado con el gobierno de Carlos Lleras Restrepo (1966-1970): “Yo no hubiera dado la noticia sin antes consultarlo con quienes la promovieron. Tenía derecho a esperar que tampoco ellos lo hicieran sin consultarlo conmigo. El procedimiento contrario me parece incorrecto, y la forma y la urgencia con que se procedió autorizaban a pensar, aunque no fuera cierto, que al gobierno colombiano no le interesaban tanto mis servicios como la noticia”.

Molestó a García Márquez que lo metieron en una larga lista de recomendados. Señalaba la “casualidad de que el mismo día se publicara el nombramiento de otros intelectuales y artistas para puestos diplomáticos”. Eso, escribió él, “autorizaba a pensar, aunque tampoco fuera cierto, que se trataba de implicarme en una operación de propaganda mucho menos inocente que la oferta de un consulado”. Por aparte, en nota privada opinó: “La mayoría de los compatriotas que se sacrifican prestando servicios honorarios en la diplomacia, lo hacen para no pagar impuestos de ausentismo. Esa fue la razón por la cual se nombró a Rafael Puyana en la Unesco”.

Públicamente no había profundizado al respecto porque se autoimpuso un mandamiento: “No hacer en el exterior ninguna declaración que pueda afectar a Colombia”. Se había limitado a decir a los periodistas internacionales: “no acepto el consulado porque interfiere mi trabajo de escritor”. Luego le confesó a Cano: “Ahora tengo bastantes motivos para lamentar mi discreción… Recibo cartas de amigos que se preguntan perplejos en qué se fundaba el gobierno colombiano para esperar que me pusiera a su servicio, y no ha faltado quien piense con cierta lógica que voy a aceptar el honorable empleo cuando acabe de escribir mi próxima novela”.

Entonces dejaba en claro: “Estas suspicacias me obligan a lavar la ropa sucia, ahora y para siempre, y de acuerdo con mi conciencia lo quiero hacer en casa, con esta carta a un viejo y querido amigo colombiano, para que se publique en Colombia, y solo en Colombia”. La enérgica declaración, corregida con su puño y letra, dice: “He dicho varias veces, y se ha publicado, que no acepto puestos públicos ni subvenciones de ninguna clase, que nunca he recibido un centavo que no me haya ganado trabajando con la máquina de escribir, que cualquier auxilio extraño al oficio compromete la independencia del escritor, y que esta es para él, según mi modo de pensar, algo tan esencial como saber escribir”.

Eso iba en coherencia con su negativa a asistir a eventos promocionales en Colombia y en el exterior –a pesar de que vivía en España, lo invitaban a todos los cocteles de Bogotá y le ofrecían exaltaciones de todo tipo–, sobre lo que anotaba: “Si no he asistido a la entrega de los premios que se me han otorgado en distintos países, ni participo nunca en ninguna clase de promociones públicas, no es solamente por pudor, sino porque creo que en el fondo son actos de publicidad para que los libros se vendan más, y yo pienso que lo único decente que puede hacer un escritor para que sus libros se vendan es escribirlos bien. Así pensaba cuando era un escritor tan poco conocido que nadie me ofrecía un consulado, y ahora que vivo del favor de mis lectores tengo menos motivos y ningún derecho para cambiar de opinión”.

Explicaba que “aunque no estuvieran de por medio estos inconvenientes éticos, hubiera declinado de todos modos el ofrecimiento”. Remató el documento con “tanta solemnidad como solo somos capaces de hacerlo los colombianos”, para dejar en claro, como nunca antes, su posición frente al establecimiento, que ya imponía su mano represora para acallar las manifestaciones juveniles contagiadas por la revolución europea de mayo del 68: “No puedo ponerme al servicio del gobierno de mi país, y no por su soberbia dogmática, ni por el machismo vengativo con que quiere tener manos arriba a los estudiantes, ni por sus explosiones de rabia que retumban en el exterior con un estruendo mayor que el de sus buenas obras, sino porque estoy en desacuerdo con el sistema entero a todo lo largo y a todo lo ancho y a todo lo profundo de su estructura anacrónica”.

La carta de tres páginas terminaba enfática: “No seré, pues, otro escritor de corbata: ya no la uso ni en la vida real. Puedo servir a mi país sin servir a su gobierno y sin servirme de él, y en la única forma desinteresada en que puedo (palabra que tacha para poner a mano ‘me es posible’) hacerlo: escribiendo”. Firmó como Gabriel, no como Gabo, y puso debajo su nombre completo. La cosa iba en serio.

Lamentó en privado que el rectificado haya sido Alfonso López Michelsen, entonces canciller y luego presidente, “a quien quiero mucho, pero no me quedaba más remedio”. Tenían afinidad política por el Movimiento Revolucionario Liberal (MRL). Admitía que escribió “con mucho cuidado”, porque si hubiera hecho la declaración “como la pienso se incendiaría el sobre”.

Esa misma postura lo llevaría a enfrentarse con los gobiernos sucesivos, porque así anduviera al otro lado del mundo siempre estaba enterado de lo que sucedía en Colombia. “Soy un patriota de mierda que ya no puede con la nostalgia”, admitía en los papeles. En notas a mano se definía con sarcasmo como leninista, se reía en los años 70 de que lo hubieran expulsado del Partido Comunista Colombiano, le anunciaba en secreto a Cano que iba a pasar por Bogotá o Barranquilla para que se vieran sin lagartos a bordo, en especial en épocas preelectorales. "Por allá vuelvo después de elecciones, cuando no tenga que andar escondiéndome de los candidatos".

Fueron los años en que respaldó movimientos políticos izquierdistas en Chile, Venezuela, Brasil. Cuando se hizo amigo de Fidel Castro. Esa polémica cercanía a la dictadura cubana le permitía mantener al día a Cano sobre lo que ocurría en la isla. En 1978 El Espectador publica otra exclusiva mundial cuando Gabo le manda los reportajes sobre “toda la intimidad de la participación cubana en Angola (entonces en guerra civil), obtenida por este, tu esclavo, en casi seis meses de investigaciones sobre el terreno”. Escritos con la misma pasión y rigor que los de su viaje por los países socialistas en los años 50, con la diferencia de que midió más cada palabra y revisó el doble cada dato, porque sus historias en África se publicaron al tiempo “en The Washington Post, Le Nouvel Observateur, L’Espresso, Cambio16 y no sé cuántos más”.

Quienes siempre tacharon a García Márquez de izquierdista irredimible se sorprenderán frente a estas cartas donde, desde los años 50, hacía comentarios escépticos sobre el presente y futuro de esos regímenes: “Sigo pensando que soy yo quien tiene la razón y que quienes se han tirado al socialismo son unos imbéciles”. Tampoco dejó de seguir la involución de la Unión Soviética a través de análisis, por ejemplo, del caso de Aleksandr Solzhenitsyn, el escritor ruso que más crítico el socialismo soviético y denunció los campos de concentración o gulags, en los que él mismo terminó preso. Cuando le comentaba del tema a Cano incluía posdatas como “creo que el mundo es una mierda”. En 1970 le dice a Cano sobre la URSS: “Eso no es el socialismo, y veo su infiltración actual en América Latina con tanta alarma como indignación me causa el torniquete de los Estados Unidos. No (Guillermo): no me consueles de un mal ejemplo poniendo otro peor”.

Su mayor enfrentamiento dialéctico fue entre 1978 y 1982 con Julio César Turbay Ayala y su Estatuto de Seguridad, que le valió el exilio definitivo hacia México en 1981, luego de que en las páginas editoriales de El Tiempo, un desconocido, bajo el seudónimo Ayatolá, acusó a García Márquez de tener nexos con el M-19 y de “apoyar” un desembarco guerrillero en el sur de Colombia. Fue cuando Gabo corría riesgo inminente de ser detenido y torturado, como le pasó a amigos tan cercanos como Feliza Bursztyn, inspiradora de uno de sus cuentos: “Es el mismo cargo que los militares pretendían hacerme, el mismo que me dio la mayoría de mis informantes y del cual yo no había hablado hasta entonces en mis numerosas declaraciones de estos días. Es una acusación formal… Ahora se sabe por qué me buscaban, por qué tuve que irme y por qué tendré que seguir viviendo fuera de Colombia, quién sabe hasta cuándo, contra mi voluntad”.

Volvería a tener contactos con los gobiernos de Belisario Betancur, Virgilio Barco, César Gaviria, Ernesto Samper y Andrés Pastrana, siempre con el afán de ayudar tras bastidores a que se firmara la paz. De eso fuimos testigos quienes trabajamos en la revista Cambio, donde incluso se fue libreta en mano a las selvas del Caguán a darnos una lección de cómo se informaba sobre un proceso de diálogo sin desequilibrios y con las mejores fuentes. 

Lo máximo que aceptó García Márquez fue hacer parte de la Comisión de Sabios que, ad honorem, pensó en el futuro de la educación en Colombia en los años 90. Así era, en verdad, el político más poderoso de habla hispana. Su secretaria le podía pasar al teléfono en una misma semana al expresidente Carlos Andrés Pérez o al presidente Hugo Chávez; al rey Juan Carlos I de España o al presidente Felipe González; a Bill Clinton, y, claro, a Fidel Castro.

* Espere mañana: La tribu que le cambió la vida a
 García Márquez en El Espectador.

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EL ESPECTADOR
Bogotá – Colombia
3 de octubre de 2018

La correspondencia con Guillermo Cano. Cuarta (y última) entrega

Cultura

Las cartas “tiernas y confidenciales”
de García Márquez a su tribu
Revelan cómo los compañeros de El Espectador lo cambiaron e incluso que su desesperación económica en París casi lo lleva a trabajar con “El Tiempo”.

Por Nelson Fredy Padilla

En la mayoría de las notas privadas, ahora públicas gracias a El Espectador y desde enero en el Harry Ransom Center de la Universidad de Texas, Gabriel García Márquez le encargaba a don Guillermo Cano saludar a sus otros amigos más cercanos, “la tribu”, a quienes dedicaba líneas especiales cuando se ponía “tierno y confidencial”. En estos papeles mecanografiados o manuscritos se evidencian las grandes influencias que recibió en la redacción de este diario a finales de los años 40 y comienzos de los 50 del siglo pasado.

 Gabriel García Márquez, a los 27 años de edad, ejerciendo “el mejor oficio del mundo” en El Espectador. / Archivo

Aparte de Cano –el director insigne asesinado en 1986 por la mafia narcotraficante de Pablo Escobar y a quien Gabo dedicó varios homenajes en sus discursos y en su autobiografía Vivir para contarla–, es oportuno contarles a los lectores de El Espectador quiénes interactuaron con el escritor y en qué forma lo ayudaron en su proceso formativo, bordeando la frontera entre periodismo y literatura.

Eduardo Zalamea Borda (1907-1963) fue el primero en darle ejemplo de cómo fundir las dos narrativas en una misma propuesta estética. Lo llamaban Ulises, el seudónimo que él adoptó para evocar la monumental ficción de James Joyce, donde las dos disciplinas se baten en franca lid en un periódico de Dublín, encarnadas en Leopoldo Bloom y Stephen Dedalus.

Pues para Ulises son la mayoría de posdatas de las cartas de Gabo a Cano: “Abrazo de siempre a mi padre Ulises”, “Saludos a mi padre inolvidable”. Si en comentarios editoriales, críticas de cine, noticias, reportajes y crónicas, los textos de García Márquez tenían que pasar por la corrección rigurosa de Cano y “el helado” José Salgar, jefe de redacción, los cuentos, relatos y columnas literarias pasaban por las manos de Zalamea. Costeño y cachaco se sentaban a revisar cada frase y a intercambiar opiniones sobre sus lecturas y su forma de interpretar el mundo.

Zalamea, a quien el crítico francés Jacques Gilard llamó “el descubridor” de García Márquez, había publicado en 1932 la novela Cuatro años a bordo de mí mismo. Diario de los cinco sentidos, que para las ediciones posteriores a los años 50 incluyó prólogo de Gabo bajo un título revelador: “El vicio insaciable y corruptor de ‘Ulises’”. El texto revisado por Cano dice: “Con la mano en el corazón, contéstese usted mismo: ¿quién fue Eduardo Zalamea Borda? No se preocupe: tampoco lo sabe la inmensa mayoría de los colombianos. Sin embargo, una novela insólita escrita a los veinte años, y más de treinta de periodismo ejercido con una maestría práctica y un rigor ético ejemplar, deberían ser suficientes para recordarlo como uno de los escritores colombianos más inteligentes y serviciales de este siglo”. Como lo admite en Vivir para contarla, sin tal influencia -la del visionario que le publicó en este diario su primer cuento: “La tercera resignación”, en 1947- Gabo no habría sido el mismo ni tampoco El Espectador si Zalamea no hubiera trabajado como editorialista, columnista, director del suplemento literario Fin de Semana y subdirector general. (Segunda entrega: las cartas de intriga sobre el cine colombiano).

En esos años Zalamea se presentó en la sede de la BBC de Londres sacando pecho: “Vengo del mejor periódico del mundo, porque se hace en una rotativa prestada, es escrito por menores de 30 años, todos brillantes, sale siempre a una hora exacta y con altísima calidad”. En 2013, semanas antes de morir, Salgar recordó que era una época de sana competencia por ver cuál era mejor mecanógrafo y, sobre todo, “el que mejor le torcía el cuello al cisne”, expresión sobre dominar mejor el estilo, teniendo claro cuándo es periodismo y cuándo literatura, para no engañar al lector.

A Cano, Zalamea y Salgar, García Márquez los apodaba “los tres alegres compadres” y, en carta de finales de los años 60, habla del “siniestro eje Concho (Guillermo)-Mono (Salgar)-Gabo”, porque se salieron con la suya restableciendo las relaciones cinematográficas entre México y Colombia. En la correspondencia enumera mandamientos que le enseñaron: “Leer minuciosamente, vigilar el estilo, dar palos para ambos lados, titular sin intención política, cada línea debe estar respaldada por un testigo y tratar de ser imparcial y liberal a toda costa”. En 1956 se les reportaba desde Europa siempre listo como corresponsal, “esclavo y nostálgico”: “Aún se pueden hacer grandes cosas, pero allá: no se vibra sino en la redacción... ¡Qué vaina!”.

Otra primicia de estas cartas: cuando la dictadura de Rojas Pinilla censuró y cerró El Espectador y luego persiguió a su alter ego El Independiente, García Márquez, en el afán por conseguir dinero para sobrevivir en París, llegó a preguntarle a su amigo Guillermo: “¿Se vería muy mal mi firma en Intermedio?”, el periódico que a su vez reemplazó a El Tiempo mientras también fue clausurado. “Tal vez en un estado de desesperación tenga hígados para hablar con el doctor Santos. Tendría que meter debajo de la mesa esa cosa inventada por nosotros –y que tan jodidos nos tiene– que se llama la dignidad”. Al final prefirió acudir a diarios de Venezuela y Perú mientras le advertía a Cano: “Tienes derecho a todo menos a ser pendejo”.

Sus notas incluían abrazos y agradecimientos para “el Clan Cano”, que completaban los hermanos de Guillermo: Luis Gabriel, Alfonso y Fidel, quienes también lideraron El Espectador en cargos administrativos. Juntos eran “los cuatro ases”.

A pesar de que se la habían ofrecido gratuita, en 1968 Gabo pagaba una suscripción internacional hasta Barcelona. “Caro Guillermo: el hombre de Madrid me cobra, contando los gastos de correo, el equivalente a 150 pesos colombianos mensuales, lo que quiere decir que me costará tres veces más que el Times. ¡Todo sea por el mejor periódico del mundo!”. Para que se hagan una idea, hasta 1955 García Márquez ganaba 800 pesos mensuales.

Luego, en los años 70, le reclamaba que El Espectador a veces le llegaba y a veces no: “¡No puedo vivir sin los editoriales progresistas de Lucio Duzán (papá de Silvia y María Jimena Duzán)!”. “Que alguien me mande mientras tanto el reportaje del Mono”, se refería a un viaje de Salgar a África.

La sinceridad epistolar incluía temas de vanidad. Le mandaba recortes de sus entrevistas en todos los medios de comunicación del mundo o reseñas favorables sobre sus libros, para que las reseñara en alguna página: “Otro sí: te mando unos recortes sobre mi culto a la personalidad. Ojalá me sirva de algo”. Y, por su intermedio, pedía más favores: que Guillermo Angulo, Óscar Alarcón o Jáder Giraldo le manden tal o cual recorte o explicación de algún debate político o cultural. “Necesito entender las vainas… necesito saber lo que pasa en la patria”.

De ahí los constantes “saludos a todos los compañeros”, incluidos hasta “los correctores de prueba que se portaron bien con mis mamotretos”; por eso el repetitivo “¡abrazote a toda la tribu!... mi refugio de otros tiempos”.

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