PREÁMBULO
PARA EL FESTIVAL GABO 2018, QUE SE CELEBRARÁ
EN
MEDELLÍN DEL 3 AL 5 DE OCTUBRE
EL ESPECTADOR
Bogotá –
Colombia
30 de
septiembre de 2018
Cultura
Los "informes
privados"
de Gabriel García Márquez
a Guillermo Cano
La historia de las cartas que el escritor le envió al
director de El Espectador entre 1955 y 1978, que revelan detalles de su trabajo
como corresponsal en Europa y el trasfondo de “El coronel no tiene quien le
escriba”, “El otoño del patriarca” y “Cien años de soledad”.
Por
Nelson Fredy Padilla
Quien los bautizó como “informes privados” fue
Gabriel García Márquez al valorar las cartas a su “amigo del alma” Guillermo
Cano. Extraña tanto a su “querido Concho” que le escribe cartas dando cuenta de
su vida de corresponsal en Europa, sus desventuras de novelista en ciernes y
hasta sus amores y desamores.
Las historias que revela empezaron a mediados
de los años 50 del siglo pasado, cuando Gabo se fue a aventurar a Europa con la
única garantía de ser “enviado especial” de El Espectador y, al poco tiempo, se
enteró de que el diario fue clausurado por la dictadura de Rojas Pinilla, así
que debía subsistir con un sueldo a cuentagotas y enfrentar las afugias del
hambre.
Unas fueron escritas a mano y otras
mecanografiadas en las mismas máquinas de escribir en las que tecleó El coronel
no tiene quien le escriba, en París, y El otoño del patriarca, en Barcelona. El
registro epistolar va hasta 1978. Hoy tenemos el privilegio de conocerlas,
porque el director de El Espectador nunca las desapareció como se lo pidió
alguna vez su redactor estrella y porque la viuda de don Guillermo, Ana María
Busquets, las conservó.
En septiembre de 2015 me enteré de las cartas
mientras la entrevistaba para un perfil de Carmen Balcells –quien murió ese mes–,
la agente literaria de García Márquez, catalana como ella y su amiga. Entonces
recordó la más privada y dolorosa de todas: a finales de 1986, después de que
sicarios de Pablo Escobar asesinaran a don Guillermo Cano cuando salía de El
Espectador, la viuda hizo público su dolor porque el escritor no estuvo en el
sepelio, no salió a condenar el crimen, ni fue solidario a pesar de la
fraternidad de las dos familias desde que Gabo era un desconocido. Tampoco lo
hizo Carmen, a quien conocía desde antes de la fama del Nobel de Literatura de
1982. “Ella nos invitaba a su casa y a los mejores restaurantes de Barcelona,
como 7 Puertas. Hablaba mucho con Guillermo de El Espectador y de Gabo, y
también se escribían cartas”.
García Márquez y Balcells, enterados del
disgusto de Ana María, se manifestaron a comienzos de 1987. “Llegó a mi casa de
sorpresa y me pegó un regaño por lo que escribí y me trajo una carta de Gabo.
Decía que eran personas demasiado sensibles, que en ese momento no habían
podido decir lo que sentían. Pero yo reclamaba que uno debía sobreponerse y
pensar que los demás necesitan solidaridad. Ella no daba cabida al sentimentalismo
y antes de irse me dijo: ‘¿Tú sí sabes lo que vale esa carta? ¿Lo que puedes
sacarle de plata a esa carta?’”.
Hace tres años doña Ana María no quería que
esos papeles se volvieran públicos. Sin embargo, ahora accedió a hacerlo porque
la familia decidió venderlos al Harry Ransom Center de la Universidad de Texas,
en Austin, en busca de fondos para la Fundación Guillermo Cano, que defiende la
libertad de prensa a escala internacional y entrega un premio mundial cada año.
Irán al mismo lugar donde reposa el mayor archivo sobre Gabriel García Márquez.
Allí los catalogarán y, desde enero de 2019, se convertirán en documentos
claves para atar cabos sobre la historia creativa del Gabo periodista y el Gabo
literato, además de rescatar, al tiempo, el legado de don Guillermo Cano,
porque las cartas son la prueba de la visión del mundo y de la profesión de
escritor que tenían estos dos grandes narradores.
Las primeras cartas son de la época en que
García Márquez se instaló en París, a finales de 1955, y empezó a enviar
crónicas al diario, que no podía cumplirle con los pagos porque en Bogotá
estaba cada vez más acorralado con la transición entre el gobierno conservador
de Laureano Gómez y el régimen militar de Gustavo Rojas Pinilla. El propio Gabo
era investigado ese año por la dictadura luego de la publicación, en El
Espectador, de su serie de crónicas “Relato de un náufrago”, en la que denunció
cómo los barcos de la Armada eran usados para el contrabando. El caldo de cultivo
de la Violencia –con la mayúscula que pasó a los libros de historia– hervía
entre conservadores y liberales. Estaba prohibido a los periódicos informar
sobre el conflicto político que asolaba el país y “faltarle al respeto” al jefe
del Estado. En septiembre de 1952 las sedes de El Tiempo y El Espectador, en el
centro de Bogotá, habían sido incendiadas y desde junio de 1953 estaba vigente
la censura de prensa mediante el Comando General de las Fuerzas Armadas.
Tras el cierre obligado de El Espectador, el
20 de febrero de 1956, surgió como alternativa el periódico El Independiente,
que circuló a duras penas hasta el 1° de junio de 1958, fecha en que reapareció
El Espectador. Cano mantuvo al tanto de este contexto a su corresponsal. En
principio, Gabo se mostró solidario: “Mientras el periódico no esté en buena
situación, mis colaboraciones tendrán un precio –no simbólico sino real– de un
peso colombiano”. Leyendo en Europa Le Monde y The Times, le daba ánimo a su
jefe para que siguiera adelante: “Aquí me he convencido, en serio, de que El
Espectador es uno de los mejores periódicos del mundo”. Se sentía en deuda y
dispuesto a ayudar: “Avísame –dentro de tres días, tres años o tres siglos–
cuándo abren el periódico. Saldré inmediatamente a escribir una crónica. Vuelvo
a agradecerles el empujón que me dieron y que me situó en París. Abrazos,
abrazos y abrazos”.
Los primeros escritos fueron desde el Hotel de
Flandre. Le contaba de sus escapadas a Inglaterra, para aprender inglés “que
está todavía muy mal” y a Italia a aprender de cine. Una vez se le acabaron los
ahorros comenzó la etapa deprimente, que resultó propicia como trasfondo de la
creación de El coronel no tiene quien le escriba. Mecanografiaba: “Mi pobre
novela llena de tropiezos… Todas estas cosas que me suceden confirman mi idea
de que soy un gran escritor y que, en consecuencia, París empieza a darme duro.
Por lo pronto, mi única sensación perfectamente definida es que tengo deseos de
sentarme a llorar. ¡Ya era hora!”.
Luego se declaró “terriblemente furioso”
porque no le pagaban lo acordado: “Hace años… envié con carácter urgente un
vale de 420. Me anunciaron inmediato envío: todavía no ha llegado. Estoy en una
situación desesperada… me quedé sin un físico franco”. Mientras afinaba la
ficción del coronel que nunca recibe su pensión, saltaba matones –en un mes
cambió dos veces de domicilio. Desde la calle Cherubini se quejaba: “Estimado
Concho: no sé si te resulte impertinente que vuelva a escribirte de lo mismo.
Pero han pasado más de dos meses desde cuando comenzó la liquidación de El
Independiente. Creo que ya han tenido tiempo de salir de los grillos urgentes.
A través de Álvaro Mutis te enteré de mi situación. De nada sirvió el recurso…
En realidad, no sé cómo diablos estoy saliendo adelante. Milagros de París”.
¿Cómo se sostenía? “Venezuela me está
resolviendo el problema, con una nueva especialidad que pongo a tu disposición:
comentarios hípicos. México empieza a comprarme notas de actualidad. (También
habla de dos crónicas semanales para Venezuela y una para Perú). Por ahora,
sólo me bastarían los pocos dólares que quedan en poder de El Independiente,
para ponerle un poco de orden a mis desordenados problemas… Tú sabes que es más
práctico para mí saber a qué atenerme que estar esperando indefinidamente.
Quiero que me evites la necesidad de estar escribiendo cartas comerciales… para
ti prefiero escribir siempre ‘informes privados’”.
Le confesó, por ejemplo, que estaba en “un
horrible enredo de cobijas y centavos con una excelente amiga que traigo a
rastras de Italia. Sumado a esto, el cierre del periódico y las perspectivas
inmediatas, ya puedes imaginarte cuál será el estado de mi quebrantada moral”.
Varias cartas, enviadas desde el 23 de la calle Oudinot, en dirección
compartida con su amigo arquitecto Hernán Vieco, insisten en el tema: “Hazme el
favor de hablar con el gerente. Cualquier cosa que venga de allá me caerá como
llovida del cielo”.
Se lamentaba de no estar en Colombia para
hacer un reportaje sobre los 53 intoxicados con alcohol en un pueblo cerca a
Barranquilla, hecho que registró Le Monde. “Qué formidable reportaje habría
sido la reconstrucción de la tragedia. Haberle seguido la pista a las víctimas.
El marido que se fue de fiesta a escondidas de su mujer”. Surge allí el alma de
periodista que le inculcaron sus “hermanos” de El Espectador en conflicto con
su obsesión por demostrar que también podía con cuentos y novelas. Que Europa
no le iba a quedar grande. “Un verano helado y con lluvia… aproveché la
estación del exilio para instalarme. Estoy trabajando duro en la novela –que es
a largo plazo– y en un cuento largo que, según espero, aparecerá primero en
francés”.
Pasó los meses, leyendo, releyendo,
escribiendo, reescribiendo, hasta que vio la luz al final del túnel: “Tendría
que escribir una serie de 25 entregas si te contara en detalle cómo logré
sobrevivir en París. Ahora la cosa se ha enderezado, felizmente, y dispongo
incluso de estampillas para darme el lujo de escribir a mis amigos”. París lo
transformó: “No he perdido el tiempo, he aprendido muchas cosas –pero
especialmente de la vida, muchas cosas de la vida– y al parecer mi francés es
bastante aceptable. He llegado a la conclusión de que en Colombia era un
muchachito insoportable, relleno de aserrín, y esto me ha servido para que
quiera más a mis amigos”.
Le mandó a Guillermo Cano la prueba de su
éxito: “No sé cómo he terminado mi segundo libro. Es una especie de penitencia
por ese horrible aparato que se llama La hojarasca. Tal vez haga una edición en
Colombia. El título: El coronel no tiene quien le escriba. Es una cosa
sencilla, directa y creo que lo que allí sucede son cosas que realmente le
suceden a los seres humanos. Estoy gestionando, sobre los originales, una
traducción al francés”.
En los que llama “espacios libres”, nunca
descuidaba sus “deberes superiores” con El Espectador. Prueba de ello es una de
las cartas más largas y emocionadas, cuando terminó, tras un mes de encierro,
los relatos sobre su viaje por los países socialistas y le anunciaba: “Mi
querido Guillermo: ahí te va el mejor trabajo periodístico que he hecho hasta
ahora: 14 crónicas sobre mi viaje a la Cortina de Hierro… un trabajo integral,
sin contradicciones”. Se refiere a que “en muchos casos un párrafo sobre la
Unión Soviética implicaba la revisión y la corrección de todas las crónicas
sobre Polonia”.
Y se sentía orgulloso: “Es un trabajo hecho
como una obra literaria, pensando cada palabra, vigilando el estilo, y con una
cierta vanidad de que sean realmente muy buenas crónicas”. Según él, “el trabajo
total es dos veces más largo que La
hojarasca”.
Advierte que hubiera podido escribir “50
volúmenes”, pero se limita al “interés periodístico” y, sabiendo del compromiso
de don Guillermo con la verdad y su rigor de editor, le garantiza: “No he escrito
nada de lo cual no tenga un testigo… La intención general es dar palos para
ambos lados… puedo responder por cada una de las palabras escritas… puedes
estar seguro de que allí no hay una línea que no sea cierta y honesta… te ruego
vigilar que los títulos no tengan demasiada intención política… tú me conoces y
sabes el camino de regreso, el largo camino de regreso que he tenido que hacer
para escribir estas crónicas objetivamente”.
Su “caro Guillermo” era el único con licencia
para “leer minuciosamente… tachar las cosas inconvenientes”. Gabo sabía que esa
serie iba a despertar “polémica” en un país de “sectarios” y “dogmáticos”. Aun
así, le pidió: “Procura no dar la impresión de que hubo más oportunidad para mí
que para ellos… tratar de ser imparciales y liberales a toda costa”. También
que no usara “ni una línea de esta carta en la propaganda de las crónicas”,
porque “las cartas privadas resultan ridículas cuando se publican”.
Con estos relatos, le envió por correo postal
un paquete de negativos, “las únicas fotos –muy malas– que me mandaron mis
amigos de Moscú”, porque su fotógrafo no pudo pasar más allá de Berlín; una de
él en la Plaza Roja y otra en un “coctail” en Varsovia con “el delegado de
U.S.A.”, que le pedía publicar para “ir arreglándome” con el Departamento de
Estado, esto en días en que le habían notificado que no podía volver a
Inglaterra.
Hay pistas de viajes: dos semanas a Casablanca
(Marruecos), “invitado por un médico árabe (al parecer Mohammed Tebbal), que es
uno de los grandes amigos que voy dejando regados por el mundo”. Todos los
mensajes son valiosos, incluso los que se dejaban a mano en los hoteles, pero
el más importante para un amante de la literatura es uno mecanografiado en
abril 5 de 1966, en el que García Márquez le anuncia la versión final de su
mayor esfuerzo y que quiere que El Espectador publique el primer capítulo: “…
en sobre aparte te mando, pues, el primer capítulo de CIEN AÑOS DE SOLEDAD
(mayúsculas del original). No solo es la primera vez que se publica esto, sino
que es la primera vez que anticipo un capítulo de una novela en proceso.
¡Salud!”.
La “exclusiva” sale en tres páginas del
Magazín literario del domingo 1° de mayo de 1966. Gabo se la describe así: “Es
un mamotreto de más de 1.000 cuartillas, donde cuenta la historia de la familia
Buendía, desde la fundación de Macondo, hasta que un ventarrón arrastra el
pueblo, cien años después”. Le anticipaba un alcance global: “Esta novela será
entregada el mes entrante a Sudamericana (el sello que la publicó en Argentina
en 1967), y ya hay vendidas opciones para las siguientes editoriales: Harper
& Row, de Nueva York; Julliard, de París; Feltrinelli, de Milán;
Aufbau-Verlag, de Berlín, para su distribución en las dos Alemanias, Austria y
Suiza; J. M. Meulehoff Uitgever, de Holanda, y para una editorial de Rumania”.
Al final, le echa el cuento de cómo celebró:
“Me metí en Barranquilla en un barril de Martini, y mis amigos (los de La
Cueva) me subieron en un jet de PAA. A las ocho de la noche, después de haber
pasado un día en Kingston, el barril fue abierto en la aduana de México, y fui
rescatado sano y salvo. Pero todavía no se me pasa el guayabo”. Le mandó
después “los cortes de la censura soviética a la edición en ruso”, de lo que no
hay rastro, por ahora. En mayo 6 le agradecía “el monumental despliegue” y su
felicidad es tan plena como preocupante: “Ya me siento convertido en una
especie de Sofía Loren”.
El 20 de enero de 1968 le informa desde Barcelona
su infructuoso aislamiento para “agarrarle el paso” al próximo libro, El otoño
del patriarca. La locura de Cien años lo estanca: “Hago mucha pereza, leyendo
un poco de aquí y de allá, y luego el litro de Valdepeñas que me empaco al
almuerzo me deja fuera de combate hasta el día siguiente. Empiezo a darme
cuenta de que no hay nada más aburrido que ser escritor profesional”. Gracias a
eso, a este periódico llegaron piezas únicas, “chivitas” las llama Gabo, como
un cuento que sólo había sido publicado en inglés en la revista Playboy en
1971, “El ahogado más hermoso del mundo”, y que hacía parte de los ocho de La
increíble y triste historia de la Cándida Eréndira y de su abuela desalmada.
Tal vez en medio de los afanes de la fama
mundial de Gabo, desde entonces prefieren intercambiar notas a mano, al menos
hasta 1978. Hay una enviada desde Alemania, en la que le avisa que logró
autorización para publicar en El Espectador un adelanto de su novela sobre el
dictador del que tanto le habló: “Te están mandando de Barcelona el fragmento
publicable de El otoño. Por arreglo con el editor –que no ha autorizado más
avances que este– sólo puede ser publicado la última semana de abril, o más
tarde, pero nunca antes. Te ruego ocuparte personalmente de que se cumpla el
trato”.
Otras hablan de variados temas cotidianos:
mensajes cruzados para Ana María, con referencias a Mercedes Barcha –la esposa
de Gabo–, sobre coincidir en vacaciones, sobre novelas de otros autores que le
manda desde Europa como recomendación de lectura; por qué se comieron una pata
de jamón que les estaban guardando, por qué diablos no llega la suscripción El
Espectador, que no va a Estados Unidos a recibir el premio Books
Abroad-Neusdadt de la Universidad de Oklahoma, etc. La mayoría enviados desde
la calle República Argentina, en Barcelona, donde compró residencia siguiendo
los consejos de doña Ana María Busquets. Detalle que le agradece a ella y a
Guillermo Cano el 18 de noviembre de 1967, con una frase que bien podría ser el
lema de la capital catalana: “Resultó ser una ciudad estupenda, entre otras
cosas porque a cada momento es como uno quiere que sea: se presta para todo”.
Ni siendo el escritor más famoso del mundo
dejaba de saludar a sus compinches de El Espectador: “En Navidad estaré en Barranquilla
por 10 o 15 días… haré el sacrificio de treparme a Bogotá para tomarnos un
trago… abrazo de siempre a mi padre ‘Ulises’ (Eduardo Zalamea Borda, a quien
resalta como ‘mi padre inolvidable’, por lo que le enseñó de literatura
universal), al ‘clan Cano’, al ‘helado Salgar’ (don José Salgar, el jefe de
redacción) y a todos los compañeros…
sería terriblemente formidable que nos amarráramos una inmensa
ladradora… ¿Cuándo volveré? ¿Cuándo vendrán ustedes? ¡Cabrona distancia!”.
* Esto no se hubiera publicado sin la valiosa ayuda de
doña Ana María Busquets y la familia Cano Busquets.
** ** **
EL ESPECTADOR
Bogotá –
Colombia
1° de
octubre de 2018
La
correspondencia con Guillermo Cano. Segunda entrega
Cultura
Cartas inéditas de
García Márquez:
sus intrigas en pro
del cine colombiano
Hoy revelamos notas del joven escritor, desde París y
Ciudad de México, al director de El Espectador sobre sus “sueños dorados” como
guionista y cineasta.
Por
Nelson Fredy Padilla
En las cartas inéditas que desde ayer
publicamos, entre Gabriel García Márquez y Guillermo Cano, el director de El
Espectador, se demuestra que estos grandes amigos nunca dejaron de hablar del
séptimo arte. Gabo le cuenta desde París, en 1956, que está yendo a Bolonia
(Italia), a aprender de “montaje y sonido cinematográficos” con amigos
italianos y griegos que pensaban hacer una serie documental sobre Colombia. (Le
puede interesar: Los informes privados de Gabo para Guillermo Cano).
El joven novelista, de 29 años de edad, evoca:
“Nuestra crítica de cine –nuestra famosa crítica de cine– era un poco injusta:
lo único que se puede hacer en favor del cine es hacer un cine mejor, pero no
decir que las películas son malas”. Durante año y medio escribió la columna “El
cine en Bogotá. Los estrenos de la semana”, donde escribía a favor del cine
europeo y en contra del creciente mercantilismo de Hollywood, al que
consideraba alienante y sobreactuado por armar “tempestades a bordo de una
bañadera”. Lo apasionó Ladrones de bicicletas, por su autenticidad humana y su
método parecido a la vida.
Para 1960, cuando se creó el Festival
Internacional de Cine de Cartagena, García Márquez veía en esa profesión una
oportunidad de vida más probable que la de novelista. Formado estaba: había
visto todas las películas que quiso y que le impusieron sus maestros, y también
había estudiado en el Centro Experimental de Cinematografía en Roma. Podía
disertar sobre Chaplin, Welles, Fellini, De Sica, Bergman, especialmente sobre
Bergman. Soñaba con personajes tipo Humphrey Bogart y Cary Grant; con Alvie
Singer en Annie Hall, “cuando decía que los humanos nos dividimos entre los
miserables y los horribles”. (Lea: El encuentro de García Márquez y Woody
Allen).
Era la semilla sembrada al descubrir las
películas de la mano de su abuelo Nicolás Márquez. En su casa museo en
Aracataca hay dos destartalados proyectores con los que el “emigrado italiano”
Antonio Daconte (Pietro Crespi en Cien años de soledad) le enseñó el milagro
del cine mudo. La magia completa la descubrió por 25 centavos en el matiné de
los domingos en Barranquilla.
Estaba tan emocionado con las formas de mirar
y de contar aprendidas del cine europeo que le anunció a su amigo Guillermo:
“Yo pienso seriamente en ir a Colombia a hacer un largometraje tan pronto como
haya construido el equipo”. Pero tuvo que quedarse con las ganas, porque la
legislación colombiana se convertiría desde los años 60 en un obstáculo para
producir buenos filmes con financiación internacional. Un mejor panorama para
el cine en México influyó en que se radicara allá. Dichoso le escribe a Cano:
“Todo va muy bien. Vivo exclusivamente de mi sueño dorado: escribo para el
cine, y ahora mismo estoy atorado con tres películas que empiezan a filmarse en
enero. Ahora las pachangas son con María Félix y toda la mafia. ¡Qué horror!”.
En esos días se codeó en el set con el escritor Juan Rulfo e hizo otros amigos
cinéfilos que lo influyeron en México, como el español Luis Buñuel.
Los amigos de ese país con los que García
Márquez pensaba rodar fueron afectados por un veto que lo llevó a
mecanografiarle a Cano: “Todos mis esfuerzos de llevarme cine para Colombia –donde
se contratarían técnicos y actores secundarios– se han ido por el suelo”.
Preocupado, le cuenta que sábado, domingo y lunes, que iba a ser hecha en
Colombia en 1965, se trasteó para Río de Janeiro.
Tenía guion de Gabo y estaba al mando de “el
director más joven del mundo”, el mexicano Arturo Ripstein, entonces de 22 años,
y el también colombiano Guillermo Angulo era director de fotografía. “Fíjate lo
que va perdiendo Colombia. Sé de otras dos películas que también estaban
planeadas para allá, ahora se harán en el Perú, aprovechándose, además, que el
gobierno peruano les da facilidades estupendas”.
El veto, con presiones de sindicatos de los
dos países de por medio, llevó a una tensión tal que Gabo cuenta que “la
asociación de productores, aquí, no se atreve a enviar delegación al Festival
de Cartagena, por temor de que les creen problemas a los delegados. Nosotros
pensábamos llevar Tiempo de morir –yo pensaba ir-para hacer después la premier
mundial en Bogotá. Los planes se fueron al carajo”. Para destrabar la situación
hubo intrigas: “Ultraconfidencialmente te cuento que Rodolfo Landa (actor
mexicano) hizo un viaje secreto a un ‘territorio neutral’, a Panamá, donde se
entrevistó con alguien del sindicato de Colombia”.
Le asegura: “No necesito decirte que no tengo
ningún interés personal en todo esto. Yo aquí no tengo problemas: soy una
especie de niño mimado de la industria. Para mí, la posición más cómoda sería
quedarme con los brazos cruzados. Pero no puedo soportar esta situación
absurda”.
Hasta que le pide a Guillermo Cano en varias
cartas que El Espectador lidere un movimiento cultural para que se levanten las
talanqueras, y lo logran publicando durante un mes artículos, entrevistas y
debates en los que García Márquez permanecía a la sombra. En cada mensaje, Gabo
insistía en un favor: “que no se conozca la fuente de esta información, porque
me capan aquí”.
Cuarenta días después, declara la victoria del
“siniestro eje Concho-Mono-Gabo, como en sus grandes tiempos”. Mono en
referencia a José Salgar, jefe de redacción del periódico.
Así presionaron el “movimiento de opinión
pública” para que mexicanos y colombianos hicieran las paces en el Festival de
Cine de Cartagena de 1966. “Te escribo este papel ya con un pie en el estribo,
rumbo a Veracruz, donde tomo mañana una carabela española rumbo a Cartagena.
Habrá vino a bordo y no llevo ni un papel ni un lápiz, para descansar de los
últimos seis meses que han sido un verdadero molino cerebral (estaba en la
recta final de Cien años de soledad)”.
Agrega la nota: “Llevamos Tiempo de morir y En
este pueblo no hay ladrones, la película basada en mi cuento y dirigida por
Alberto Isaac –que viaja con la delegación y que obtuvo ocho premios en el
concurso de cine experimental–. Dos días después de terminar el festival,
viajaremos en masa a Bogotá, a la premier mundial de la película de la
reconciliación: TIEMPO DE MORIR. Mierda: ¡qué tragos los que nos vamos a tomar.
Después de tanto tiempo!”.
Menos mal que para García Márquez el cine solo
fue su amante furtiva –incluso le dio un hijo director– y la literatura su
santa esposa… hasta que la muerte los separó.
Espere el martes: Las cartas políticas que revelan cómo
García Márquez evitó ser funcionario público.
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EL ESPECTADOR
Bogotá –
Colombia
2 de octubre de 2018
La
correspondencia con Guillermo Cano. Tercera entrega
Cultura
Cartas de García Márquez
a Guillermo Cano:
“No seré otro escritor de
corbata”
En la correspondencia inédita al director de El
Espectador, el escritor explicaba las razones de sus posiciones políticas y por
qué nunca aceptó cargos como el consulado en Barcelona, por lo que rectificó a
Alfonso López Michelsen.
Por
Nelson Fredy Padilla
La política se filtra entre líneas, y también
de manera vehemente, en las comunicaciones de García Márquez a Guillermo Cano.
Siempre comentando la actualidad colombiana, latinoamericana y mundial. Siempre
en clave editorial o en tono irónico.
Después de que el novelista se hizo famoso con
la publicación de Cien años de soledad, en 1967, empezaron a perseguirlo los
lagartos oficiales. Para nadie es un secreto que el poder y quienes lo ejercen
siempre llamaron la atención del escritor. Pero le gustaba acceder a esos
escenarios de decisión con ojos, oídos y tacto de reportero y escritor, no como
funcionario. Desde 1968 querían nombrarlo ministro o embajador, y en los 80 y
90 no faltó quien lo promoviera como potencial candidato presidencial. En
febrero de 1970, ya hastiado del acoso, le pidió auxilio a su amigo Concho para
que a través de El Espectador se supiera que no estaba interesado en cargo
público alguno.
Ahora, gracias a doña Ana María Busquets, la
viuda de don Guillermo, tenemos el original, “sin copia” como él lo marcó, del
manifiesto que le mandó desde Barcelona, donde se había radicado para escapar
de los avatares de la fama. Lo tecleó en la misma máquina de escribir en la que
se peleaba a diario con los borradores de El otoño del patriarca –publicada en
1975– para demostrar y demostrarse que su prosa daba para más novelas de
realismo mágico.
Paradójicamente, en la ficción y en la
realidad su mente estaba concentrada en explicar la tiranía hasta la que
arrastra el poder público a un ser humano. La política colombiana era el caso:
“Mi querido Guillermo: Yo creía que no aceptar un empleo era un asunto de vida
privada. Eso fue lo que les contesté a las agencias internacionales de noticias
cuando me preguntaron si era cierto que declinaba al alto honor de ser cónsul
de Colombia en Barcelona. Debieron reírse de mí: todas ellas conocían ya un
comunicado de la cancillería colombiana mediante el cual se convertían en
noticia pública el ofrecimiento y mi negativa”.
Estaba indignado con el gobierno de Carlos
Lleras Restrepo (1966-1970): “Yo no hubiera dado la noticia sin antes
consultarlo con quienes la promovieron. Tenía derecho a esperar que tampoco
ellos lo hicieran sin consultarlo conmigo. El procedimiento contrario me parece
incorrecto, y la forma y la urgencia con que se procedió autorizaban a pensar,
aunque no fuera cierto, que al gobierno colombiano no le interesaban tanto mis
servicios como la noticia”.
Molestó a García Márquez que lo metieron en
una larga lista de recomendados. Señalaba la “casualidad de que el mismo día se
publicara el nombramiento de otros intelectuales y artistas para puestos
diplomáticos”. Eso, escribió él, “autorizaba a pensar, aunque tampoco fuera
cierto, que se trataba de implicarme en una operación de propaganda mucho menos
inocente que la oferta de un consulado”. Por aparte, en nota privada opinó: “La
mayoría de los compatriotas que se sacrifican prestando servicios honorarios en
la diplomacia, lo hacen para no pagar impuestos de ausentismo. Esa fue la razón
por la cual se nombró a Rafael Puyana en la Unesco”.
Públicamente no había profundizado al respecto
porque se autoimpuso un mandamiento: “No hacer en el exterior ninguna
declaración que pueda afectar a Colombia”. Se había limitado a decir a los
periodistas internacionales: “no acepto el consulado porque interfiere mi
trabajo de escritor”. Luego le confesó a Cano: “Ahora tengo bastantes motivos
para lamentar mi discreción… Recibo cartas de amigos que se preguntan perplejos
en qué se fundaba el gobierno colombiano para esperar que me pusiera a su
servicio, y no ha faltado quien piense con cierta lógica que voy a aceptar el
honorable empleo cuando acabe de escribir mi próxima novela”.
Entonces dejaba en claro: “Estas suspicacias
me obligan a lavar la ropa sucia, ahora y para siempre, y de acuerdo con mi
conciencia lo quiero hacer en casa, con esta carta a un viejo y querido amigo
colombiano, para que se publique en Colombia, y solo en Colombia”. La enérgica
declaración, corregida con su puño y letra, dice: “He dicho varias veces, y se
ha publicado, que no acepto puestos públicos ni subvenciones de ninguna clase,
que nunca he recibido un centavo que no me haya ganado trabajando con la
máquina de escribir, que cualquier auxilio extraño al oficio compromete la
independencia del escritor, y que esta es para él, según mi modo de pensar,
algo tan esencial como saber escribir”.
Eso iba en coherencia con su negativa a
asistir a eventos promocionales en Colombia y en el exterior –a pesar de que
vivía en España, lo invitaban a todos los cocteles de Bogotá y le ofrecían
exaltaciones de todo tipo–, sobre lo que anotaba: “Si no he asistido a la
entrega de los premios que se me han otorgado en distintos países, ni participo
nunca en ninguna clase de promociones públicas, no es solamente por pudor, sino
porque creo que en el fondo son actos de publicidad para que los libros se
vendan más, y yo pienso que lo único decente que puede hacer un escritor para
que sus libros se vendan es escribirlos bien. Así pensaba cuando era un
escritor tan poco conocido que nadie me ofrecía un consulado, y ahora que vivo
del favor de mis lectores tengo menos motivos y ningún derecho para cambiar de
opinión”.
Explicaba que “aunque no estuvieran de por
medio estos inconvenientes éticos, hubiera declinado de todos modos el
ofrecimiento”. Remató el documento con “tanta solemnidad como solo somos
capaces de hacerlo los colombianos”, para dejar en claro, como nunca antes, su
posición frente al establecimiento, que ya imponía su mano represora para
acallar las manifestaciones juveniles contagiadas por la revolución europea de
mayo del 68: “No puedo ponerme al servicio del gobierno de mi país, y no por su
soberbia dogmática, ni por el machismo vengativo con que quiere tener manos arriba
a los estudiantes, ni por sus explosiones de rabia que retumban en el exterior
con un estruendo mayor que el de sus buenas obras, sino porque estoy en
desacuerdo con el sistema entero a todo lo largo y a todo lo ancho y a todo lo
profundo de su estructura anacrónica”.
La carta de tres páginas terminaba enfática:
“No seré, pues, otro escritor de corbata: ya no la uso ni en la vida real.
Puedo servir a mi país sin servir a su gobierno y sin servirme de él, y en la
única forma desinteresada en que puedo (palabra que tacha para poner a mano ‘me
es posible’) hacerlo: escribiendo”. Firmó como Gabriel, no como Gabo, y puso
debajo su nombre completo. La cosa iba en serio.
Lamentó en privado que el rectificado haya
sido Alfonso López Michelsen, entonces canciller y luego presidente, “a quien
quiero mucho, pero no me quedaba más remedio”. Tenían afinidad política por el
Movimiento Revolucionario Liberal (MRL). Admitía que escribió “con mucho
cuidado”, porque si hubiera hecho la declaración “como la pienso se incendiaría
el sobre”.
Esa misma postura lo llevaría a enfrentarse
con los gobiernos sucesivos, porque así anduviera al otro lado del mundo
siempre estaba enterado de lo que sucedía en Colombia. “Soy un patriota de
mierda que ya no puede con la nostalgia”, admitía en los papeles. En notas a
mano se definía con sarcasmo como leninista, se reía en los años 70 de que lo
hubieran expulsado del Partido Comunista Colombiano, le anunciaba en secreto a
Cano que iba a pasar por Bogotá o Barranquilla para que se vieran sin lagartos
a bordo, en especial en épocas preelectorales. "Por allá vuelvo después de
elecciones, cuando no tenga que andar escondiéndome de los candidatos".
Fueron los años en que respaldó movimientos
políticos izquierdistas en Chile, Venezuela, Brasil. Cuando se hizo amigo de
Fidel Castro. Esa polémica cercanía a la dictadura cubana le permitía mantener
al día a Cano sobre lo que ocurría en la isla. En 1978 El Espectador publica
otra exclusiva mundial cuando Gabo le manda los reportajes sobre “toda la
intimidad de la participación cubana en Angola (entonces en guerra civil),
obtenida por este, tu esclavo, en casi seis meses de investigaciones sobre el
terreno”. Escritos con la misma pasión y rigor que los de su viaje por los
países socialistas en los años 50, con la diferencia de que midió más cada
palabra y revisó el doble cada dato, porque sus historias en África se
publicaron al tiempo “en The Washington Post, Le Nouvel Observateur,
L’Espresso, Cambio16 y no sé cuántos más”.
Quienes siempre tacharon a García Márquez de
izquierdista irredimible se sorprenderán frente a estas cartas donde, desde los
años 50, hacía comentarios escépticos sobre el presente y futuro de esos
regímenes: “Sigo pensando que soy yo quien tiene la razón y que quienes se han tirado
al socialismo son unos imbéciles”. Tampoco dejó de seguir la involución de la
Unión Soviética a través de análisis, por ejemplo, del caso de Aleksandr
Solzhenitsyn, el escritor ruso que más crítico el socialismo soviético y
denunció los campos de concentración o gulags, en los que él mismo terminó
preso. Cuando le comentaba del tema a Cano incluía posdatas como “creo que el
mundo es una mierda”. En 1970 le dice a Cano sobre la URSS: “Eso no es el
socialismo, y veo su infiltración actual en América Latina con tanta alarma
como indignación me causa el torniquete de los Estados Unidos. No (Guillermo):
no me consueles de un mal ejemplo poniendo otro peor”.
Su mayor enfrentamiento dialéctico fue entre
1978 y 1982 con Julio César Turbay Ayala y su Estatuto de Seguridad, que le
valió el exilio definitivo hacia México en 1981, luego de que en las páginas
editoriales de El Tiempo, un desconocido, bajo el seudónimo Ayatolá, acusó a
García Márquez de tener nexos con el M-19 y de “apoyar” un desembarco
guerrillero en el sur de Colombia. Fue cuando Gabo corría riesgo inminente de
ser detenido y torturado, como le pasó a amigos tan cercanos como Feliza
Bursztyn, inspiradora de uno de sus cuentos: “Es el mismo cargo que los
militares pretendían hacerme, el mismo que me dio la mayoría de mis informantes
y del cual yo no había hablado hasta entonces en mis numerosas declaraciones de
estos días. Es una acusación formal… Ahora se sabe por qué me buscaban, por qué
tuve que irme y por qué tendré que seguir viviendo fuera de Colombia, quién
sabe hasta cuándo, contra mi voluntad”.
Volvería a tener contactos con los gobiernos
de Belisario Betancur, Virgilio Barco, César Gaviria, Ernesto Samper y Andrés
Pastrana, siempre con el afán de ayudar tras bastidores a que se firmara la paz.
De eso fuimos testigos quienes trabajamos en la revista Cambio, donde incluso
se fue libreta en mano a las selvas del Caguán a darnos una lección de cómo se
informaba sobre un proceso de diálogo sin desequilibrios y con las mejores
fuentes.
Lo máximo que aceptó García Márquez fue hacer
parte de la Comisión de Sabios que, ad honorem, pensó en el futuro de la
educación en Colombia en los años 90. Así era, en verdad, el político más
poderoso de habla hispana. Su secretaria le podía pasar al teléfono en una
misma semana al expresidente Carlos Andrés Pérez o al presidente Hugo Chávez;
al rey Juan Carlos I de España o al presidente Felipe González; a Bill Clinton,
y, claro, a Fidel Castro.
* Espere mañana: La tribu que le cambió la vida a
García Márquez en
El Espectador.
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EL ESPECTADOR
Bogotá –
Colombia
3 de
octubre de 2018
La
correspondencia con Guillermo Cano. Cuarta (y última) entrega
Cultura
Las cartas “tiernas y
confidenciales”
de García Márquez a su tribu
Revelan cómo los compañeros de El Espectador lo cambiaron
e incluso que su desesperación económica en París casi lo lleva a trabajar con
“El Tiempo”.
Por
Nelson Fredy Padilla
En la mayoría de las notas privadas, ahora
públicas gracias a El Espectador y desde enero en el Harry Ransom Center de la
Universidad de Texas, Gabriel García Márquez le encargaba a don Guillermo Cano
saludar a sus otros amigos más cercanos, “la tribu”, a quienes dedicaba líneas
especiales cuando se ponía “tierno y confidencial”. En estos papeles
mecanografiados o manuscritos se evidencian las grandes influencias que recibió
en la redacción de este diario a finales de los años 40 y comienzos de los 50
del siglo pasado.
Aparte de Cano –el director insigne asesinado
en 1986 por la mafia narcotraficante de Pablo Escobar y a quien Gabo dedicó
varios homenajes en sus discursos y en su autobiografía Vivir para contarla–,
es oportuno contarles a los lectores de El Espectador quiénes interactuaron con
el escritor y en qué forma lo ayudaron en su proceso formativo, bordeando la
frontera entre periodismo y literatura.
Eduardo Zalamea Borda (1907-1963) fue el
primero en darle ejemplo de cómo fundir las dos narrativas en una misma
propuesta estética. Lo llamaban Ulises, el seudónimo que él adoptó para evocar
la monumental ficción de James Joyce, donde las dos disciplinas se baten en
franca lid en un periódico de Dublín, encarnadas en Leopoldo Bloom y Stephen Dedalus.
Pues para Ulises son la mayoría de posdatas de
las cartas de Gabo a Cano: “Abrazo de siempre a mi padre Ulises”, “Saludos a mi
padre inolvidable”. Si en comentarios editoriales, críticas de cine, noticias,
reportajes y crónicas, los textos de García Márquez tenían que pasar por la
corrección rigurosa de Cano y “el helado” José Salgar, jefe de redacción, los
cuentos, relatos y columnas literarias pasaban por las manos de Zalamea.
Costeño y cachaco se sentaban a revisar cada frase y a intercambiar opiniones
sobre sus lecturas y su forma de interpretar el mundo.
Zalamea, a quien el crítico francés Jacques
Gilard llamó “el descubridor” de García Márquez, había publicado en 1932 la
novela Cuatro años a bordo de mí mismo. Diario de los cinco sentidos, que para
las ediciones posteriores a los años 50 incluyó prólogo de Gabo bajo un título
revelador: “El vicio insaciable y corruptor de ‘Ulises’”. El texto revisado por
Cano dice: “Con la mano en el corazón, contéstese usted mismo: ¿quién fue
Eduardo Zalamea Borda? No se preocupe: tampoco lo sabe la inmensa mayoría de
los colombianos. Sin embargo, una novela insólita escrita a los veinte años, y
más de treinta de periodismo ejercido con una maestría práctica y un rigor
ético ejemplar, deberían ser suficientes para recordarlo como uno de los
escritores colombianos más inteligentes y serviciales de este siglo”. Como lo
admite en Vivir para contarla, sin tal influencia -la del visionario que le
publicó en este diario su primer cuento: “La tercera resignación”, en 1947-
Gabo no habría sido el mismo ni tampoco El Espectador si Zalamea no hubiera
trabajado como editorialista, columnista, director del suplemento literario Fin
de Semana y subdirector general. (Segunda entrega: las cartas de intriga sobre
el cine colombiano).
En esos años Zalamea se presentó en la sede de
la BBC de Londres sacando pecho: “Vengo del mejor periódico del mundo, porque
se hace en una rotativa prestada, es escrito por menores de 30 años, todos
brillantes, sale siempre a una hora exacta y con altísima calidad”. En 2013,
semanas antes de morir, Salgar recordó que era una época de sana competencia
por ver cuál era mejor mecanógrafo y, sobre todo, “el que mejor le torcía el
cuello al cisne”, expresión sobre dominar mejor el estilo, teniendo claro cuándo
es periodismo y cuándo literatura, para no engañar al lector.
A Cano, Zalamea y Salgar, García Márquez los
apodaba “los tres alegres compadres” y, en carta de finales de los años 60,
habla del “siniestro eje Concho (Guillermo)-Mono (Salgar)-Gabo”, porque se
salieron con la suya restableciendo las relaciones cinematográficas entre
México y Colombia. En la correspondencia enumera mandamientos que le enseñaron:
“Leer minuciosamente, vigilar el estilo, dar palos para ambos lados, titular
sin intención política, cada línea debe estar respaldada por un testigo y
tratar de ser imparcial y liberal a toda costa”. En 1956 se les reportaba desde
Europa siempre listo como corresponsal, “esclavo y nostálgico”: “Aún se pueden
hacer grandes cosas, pero allá: no se vibra sino en la redacción... ¡Qué
vaina!”.
Otra primicia de estas cartas: cuando la
dictadura de Rojas Pinilla censuró y cerró El Espectador y luego persiguió a su
alter ego El Independiente, García Márquez, en el afán por conseguir dinero
para sobrevivir en París, llegó a preguntarle a su amigo Guillermo: “¿Se vería
muy mal mi firma en Intermedio?”, el periódico que a su vez reemplazó a El
Tiempo mientras también fue clausurado. “Tal vez en un estado de desesperación
tenga hígados para hablar con el doctor Santos. Tendría que meter debajo de la
mesa esa cosa inventada por nosotros –y que tan jodidos nos tiene– que se llama
la dignidad”. Al final prefirió acudir a diarios de Venezuela y Perú mientras
le advertía a Cano: “Tienes derecho a todo menos a ser pendejo”.
Sus notas incluían abrazos y agradecimientos
para “el Clan Cano”, que completaban los hermanos de Guillermo: Luis Gabriel,
Alfonso y Fidel, quienes también lideraron El Espectador en cargos
administrativos. Juntos eran “los cuatro ases”.
A pesar de que se la habían ofrecido gratuita,
en 1968 Gabo pagaba una suscripción internacional hasta Barcelona. “Caro
Guillermo: el hombre de Madrid me cobra, contando los gastos de correo, el
equivalente a 150 pesos colombianos mensuales, lo que quiere decir que me
costará tres veces más que el Times. ¡Todo sea por el mejor periódico del
mundo!”. Para que se hagan una idea, hasta 1955 García Márquez ganaba 800 pesos
mensuales.
Luego, en los años 70, le reclamaba que El
Espectador a veces le llegaba y a veces no: “¡No puedo vivir sin los
editoriales progresistas de Lucio Duzán (papá de Silvia y María Jimena
Duzán)!”. “Que alguien me mande mientras tanto el reportaje del Mono”, se
refería a un viaje de Salgar a África.
La sinceridad epistolar incluía temas de
vanidad. Le mandaba recortes de sus entrevistas en todos los medios de
comunicación del mundo o reseñas favorables sobre sus libros, para que las
reseñara en alguna página: “Otro sí: te mando unos recortes sobre mi culto a la
personalidad. Ojalá me sirva de algo”. Y, por su intermedio, pedía más favores:
que Guillermo Angulo, Óscar Alarcón o Jáder Giraldo le manden tal o cual
recorte o explicación de algún debate político o cultural. “Necesito entender
las vainas… necesito saber lo que pasa en la patria”.
De ahí los constantes “saludos a todos los
compañeros”, incluidos hasta “los correctores de prueba que se portaron bien
con mis mamotretos”; por eso el repetitivo “¡abrazote a toda la tribu!... mi
refugio de otros tiempos”.
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