El Espectador
Bogotá - Colombia
19 de agosto de 2018
Cultura
“Viene entrando
Fidel Castro,
¿qué película es
esta?”
A propósito del
natalicio de Fidel Castro, el escritor colombiano y el recuerdo de una noche
inolvidable con el entonces presidente cubano y el Nobel Gabriel García
Márquez.
Por William Ospina
Foto: Jorge
Torres - Revista Cromos
Habíamos
estado la noche anterior en el bar Dos Gardenias de La Habana. Veníamos del
Festival del Fuego de Santiago de Cuba. Ocupamos una mesa un poco apartada del
escenario donde se sucedían los cantantes de boleros, y García Márquez disfrutaba,
en la penumbra, unas horas de anonimato feliz. De repente el presentador del
show tomó el micrófono y dijo: “Ha llegado el momento de saludar a un gran
personaje que nos visita”. Gabo me miró con resignación. “Se acabó la fiesta”,
me dijo.
A
partir de ese momento tuvo que tomarse fotografías con todos los asistentes,
incluidos los cantantes, y aparecieron sin saber de dónde los libros que siguió
firmando hasta el momento de la despedida. Le pidió a su conductor dejarlos, a
él y a Mercedes, en su casa, y llevar a los otros pasajeros al Hotel Capri,
donde se hospedaba la delegación.
En
realidad, aunque habíamos hablado otras veces, sólo éramos amigos desde el día
anterior, pero al salir del automóvil me dijo: “Llámame mañana”. Estaba
contento de haber encontrado con quien repetir en las tertulias versos de Barba
Jacob y de Francisco Luis Bernárdez, con quién decir la noche entera poemas del
siglo de oro español. Fue por esos días cuando le pregunté: “Gabo, dime una
cosa: ¿unos poemas que circulan por ahí bajo tu nombre son tuyos?”. Me miró con
seriedad como tratando de hacer memoria y me dijo: “¿Son buenos? Si son buenos
son míos”. Al día siguiente lo llamé por teléfono. “¿Dónde están los
colombianos?”, me dijo. Le conté que se habían madrugado para Colombia.
“Entonces vente a cenar esta noche con nosotros”. “Mercedes va a preparar una
pasta, y después nos vamos a oír a un pianista ciego que toca boleros en el
Meliá Cohiba. Tú sabes que el bolero es la vida”. Le dije que sí, y él insistió
en enviar a su conductor a que me recogiera, de modo que a las siete ya iba
entrando en su casa.
Recuerdo
que estaba de visita con ellos Claudio Galán, un muchacho de unos dieciocho
años, cuyo padre había sido asesinado en Colombia por las balas de los
narcotraficantes. Mercedes empezó a preparar la pasta, y García Márquez nos
habló del músico al que iríamos a oír esa noche. Habíamos pasado a la mesa y
estábamos terminando la cena cuando sonó el teléfono y Gabo fue a la habitación
contigua a contestar. Al volver, nos dijo a todos: “Cambiaron los planes. No
podemos ir al Meliá Cohiba, porque tenemos visita”. Lo dijo con seriedad, pero
aunque era grande su deseo de oír al músico ciego, noté que no parecía molesto
con el cambio, y no se me ocurrió preguntar nada.
Habían
pasado unos quince minutos cuando llamaron a la puerta. Alguien fue a abrir, y
vi entrar en la sala a Fidel Castro. Para mí ya era algo nuevo y extraordinario
estar en esa casa y con aquellos anfitriones, pero ver aparecer a Fidel le dio
de pronto a la situación un aire de irrealidad. “Aquí está sentado García
Márquez”, me dije, “y aquí viene entrando Fidel Castro, ¿qué película es
esta?”. Desde la cocina, Mercedes dijo con alegría: “Comandante: ya que
llegaste, ven te comes una pasta con nosotros”. “No”, respondió Fidel. “Vine
porque me invitaron a un whisky. ¿Dónde está?”. Recogieron los platos, el
whisky apareció, Fidel venía acompañado por dos de sus hombres de confianza: el
vicepresidente Carlos Lage y su secretario privado Felipe Pérez, que fue
después canciller.
Lo
primero que pude advertir fue el asombroso don de conversador que tenía Fidel
Castro. Hablaba con animación, con una voz a veces susurrada y el rostro lleno
de gestos enfáticos. Los brazos y las manos eran tan expresivos como el rostro.
Era muy alto, vestía un uniforme verde oliva que parecía acabado de hacer, y su
barba, de la que yo tenía memoria por los periódicos desde niño, era todavía
larga, ahora más bien escasa y totalmente gris. No quedaba mucho de aquella
apostura de galán rebelde que había sido leyenda en los años 60, pero sí mucho
del héroe romántico y del varón impulsivo y apasionado que fue toda la vida.
Gabo nos presentó, les dijo que yo era escritor, que había estudiado derecho, y
que había escrito recientemente un ensayo sobre la realidad colombiana llamado
“¿Dónde está la franja amarilla?”. Les recomendó su lectura, y Fidel dijo: “Me
gustaría leerlo, para ver si entiendo algo de Colombia, porque no entiendo
nada”. Prometí enviarle una copia con García Márquez, y allí tuve mi primera
experiencia del carácter de aquel personaje.
He
conocido algunos políticos y algunos gobernantes a lo largo de mi vida: la
característica que he notado en casi todos ellos es que nunca están hablando
con el interlocutor, hay siempre una suerte de distancia, una lejanía. Fidel,
aunque estuviera hablando para todos, era capaz de interesarse sinceramente por
la persona que estaba frente a él, y uno casi olvidaba su dimensión histórica y
su leyenda, porque ante todo había un ser humano al frente. Eso me sorprendió
más en alguien que no era un mero político o un mero estadista, sino uno de los
protagonistas de la historia contemporánea. (La aventura de la Revolución).
En
un momento se volvió a hacia mí y me dijo en voz baja: “Oye: tú eres Ospina.
Entonces debes ser pariente de un presidente que había en Colombia cuando yo
estuve allí en el año 48”. Me apresuré a decirle que no. “Somos de otros
Ospina”, le dije, “mi familia es de campesinos de la región del Tolima”. “Gabo
me dice que estudiaste derecho”, me dijo, “entonces eres abogado”. “Bueno,
estudié algunos años, y después me retiré para dedicarme a la literatura. Pero
tú sí eres abogado”, le dije. “Sí, soy abogado”, respondió, “y me interesaba
mucho el derecho penal, el derecho internacional…”. Se quedó de pronto
pensativo, y añadió: “Pero a mí me habría gustado ser otra cosa”. Desde el otro
lado de la mesa, Gabo le dijo sonriendo: “Pues eso fue lo que hiciste: ser otra
cosa”. Todos reían, pero Fidel reaccionó casi a la defensiva. “Es como tú”, le
dijo a Gabo, “tú eres un gran escritor”, se volvió hacia mí e insistió, “él es
un gran escritor, siempre me trae sus libros, los he leído todos, y cada vez
escribe mejor… pero por ahí anda: gobernando. Que con Gaviria, que con
Mitterrand, que con Felipe… ¡gobernando!”.
Para
todos los temas tenía algo qué decir, y lo decía con vehemencia. Gabo, un
periodista con la actualidad siempre en los labios, habló de algo de lo que yo
no había oído, de cierta visita que Hillary Clinton, esposa del presidente de
los Estados Unidos, había hecho a un espiritista, quien no sólo le permitió
hablar con Eleanor Roosevelt y con Mahatma Gandhi, sino que le ofreció una
conversación con el propio Jesucristo. Al parecer Hillary había declinado esta
última invitación. “¿Qué opinas de esa visita?”, le dijo Gabo a Fidel. “Yo no
creo en esas cosas”, respondió, “pero lo que puedo decirte es que si el
espiritismo fuera verdadero, y se pudiera hablar con los muertos, yo sé muy
bien con quien me gustaría tener una sesión de espiritismo”. Abrió mucho los
ojos y alzo la mano ósea y blanca y nudosa: “¡Con Martí!”, exclamó. “Yo lo he
leído todo, y tengo muchas cosas qué preguntarle”.
Estábamos
en vísperas de los Juegos Olímpicos de Atlanta, y la conversación derivó hacia
la participación de Cuba en los juegos. “Siempre les hacen ofrecimientos a
nuestros deportistas para lograr que se salgan de la delegación y opten por el
exilio”, dijo Fidel. “Y a nosotros nos critican porque muchos cubanos quieren
irse”. “Pero yo te pregunto”, me dijo, “si a los colombianos les dijeran que
tienen visa y trabajo en los Estados Unidos, “¿cuántos colombianos se quedarían
en Colombia?”.
Hablaron
de las delegaciones que iban a Atlanta, y Gabo aprovechó para recordarle a
Fidel sus visitas al país vecino. “Yo no tengo visa para entrar a los Estados
Unidos”, dijo Fidel con cierto orgullo, “pero no pudieron impedir que como jefe
de Estado fuera a Nueva York para hablar en las Naciones Unidas. Allí pude
reunirme con Rockefeller y con otros amigos de Cuba, porque Cuba tiene muchos
amigos en los Estados Unidos, hay empresarios que quieren tener tratos con el
país y que quieren que se acabe el bloqueo. Y te cuento que yo podría ir con la
delegación, si voy como participante en los juegos. Ellos no pueden negar la
entrada a los deportistas competidores que forman parte de la delegación de un
país”, y agregó con una gran sonrisa, “de modo que yo puedo ir como competidor
a los Juegos Olímpicos. Yo soy muy bueno en el tiro al blanco”.
Recuerdo
que en algún momento de la noche García Márquez le dijo que había un fotógrafo,
creo que italiano, que hacía fotografías enormes de la pupila de los
personajes, y que quería fotografiarlo. Fidel se sobresaltó un poco. “¿Crees
que puedo confiar?”, le dijo. “Recuerda que no solamente han tratado de
acribillarme y de envenenarme incontables veces, sino que hasta hubo un plan de
la CIA para darme no sé qué sustancia que haría que se me cayera la barba.
Parece que creían que si perdía la barba dejaría de tener la simpatía del
pueblo. Tú sabes cómo son. Desde una cámara fotográfica alguien podría
dispararte”. Gabo le aseguró que conocía bien al fotógrafo, y que ya había
expuesto sus pupilas a esos reflectores, pero no sé si alguna vez hicieron las
fotos. Recuerdo que Gabo era paciente con los fotógrafos, pero no le gustaban
los que hacen posar a los personajes o les dan muchas instrucciones sobre el
encuadre. “Un buen fotógrafo es el que sabe encontrar el ángulo y la pose,
mucho más que el que la fabrica”, me dijo.
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El Espectador
Bogotá - Colombia
20 de agosto de 2018
Cultura
Fidel Castro el
día de su cumpleaños 70
El escritor
colombiano evoca noches inolvidables con el entonces
presidente
cubano y Gabriel García Márquez.
Por
William Ospina
Se
habló de muchas cosas aquella noche, y Fidel fue sin duda el centro de la
conversación. “Gabo me ha traído muchos libros. No sólo los suyos. Todo lo que
piensa que yo debiera leer me lo trae, y yo los leo todos. Incluso algunos
libros de ciencia ficción. Recuerdo uno que se llama El día de los trífidos, una historia muy extraña de una especie de
árboles que devoran a los seres humanos”. En otro momento, Gabo citó los versos
de Jorge Manrique: “Cuán presto se va el placer,/ cómo, después de acordado/ da
dolor;/ cómo a nuestro parecer,/ cualquiera tiempo pasado/ fue mejor”. “Lamento
no estar de acuerdo”, dijo Fidel, “pero yo no pienso que el pasado sea mejor
que el presente. ¿Qué puede haber mejor que este momento?” añadió, “Estar aquí,
esta noche, conversando con ustedes, nada puede ser mejor que esto”. Para mí
fue una sorpresa oírle decir eso, no sólo porque se animaba a discrepar ante el
prestigio de la poesía, sino porque los hombres que han hecho historia suelen
vivir muy pendientes de sus hazañas pasadas.
Claro
que Fidel sabía en qué momento hablar del pasado, y dos veces en la vida me lo
demostró. Una noche en Holguín, meses después, visitando la casa de sus padres,
que acababa de ser restaurada, y a donde nos había invitado para celebrar su
cumpleaños número 70. Para entonces ya había leído mi ensayo “¿Dónde está la
franja amarilla?”, le había hablado con entusiasmo de él a Gabo y a Mercedes,
hasta le había encontrado afinidades con su escrito de juventud “La historia me
absolverá”, y sobre todo había sentido en ese ensayo la magnitud que tuvieron
para Colombia los hechos del nueve de abril de 1948, que él presenció estando
en Bogotá como delegado de Cuba al Congreso estudiantil paralelo a la
Conferencia Panamericana que fundó la Organización de Estados Americanos.
Aquella
noche de su cumpleaños en Holguín nos invitó a la casa donde estaba alojado, y
dedicó la cena a contar minuciosamente cómo había vivido los hechos del nueve
de abril. Tenía una cita a las dos de la tarde con Jorge Eliécer Gaitán, estaba
haciendo tiempo caminando por el centro de la ciudad, cuando escuchó los gritos
que anunciaban que Gaitán había sido asesinado y vio cómo comenzaba a formarse
la terrible conflagración que casi devora la ciudad. Advirtió dos cosas a la
vez: que se estaba formando una inmensa revuelta de indignación popular y que el
gran peligro era que aquella fuerza sin orientación y sin rumbo derivara sólo
hacia la destrucción y el saqueo. “Yo estaba leyendo por entonces la historia
de la revolución francesa”, dijo, “conocía los discursos de Camille Desmoulins
y de Danton, y en algún momento intenté hacer discursos como esos con la
esperanza de que aquella revuelta encontrara algún orden. Yo intenté apagar esa
hoguera, y ahora me acusan de haberla encendido”.
Sentí
como un gesto especial hacia sus huéspedes colombianos que dedicara la noche de
su cumpleaños exclusivamente a hablar de nuestro país y a recontar esos hechos
y lamento que entonces no tuviéramos como hoy la posibilidad de grabar sus
palabras, aunque bien podría ser que quienes lo acompañaban las hayan grabado,
porque en Cuba tienen sentido de la historia. Fidel siempre andaba acompañado
de sus fotógrafos personales, de sus historiadores, de sus veteranos de la
Sierra Maestra, y con ellos había volado yo en la mañana entre La Habana y
Holguín. Adelante iba el avión donde viajaban Fidel, Gabo y Mercedes, con
funcionarios y periodistas, atrás íbamos en otro avión del Estado el
vicepresidente, el secretario Pérez, los veteranos, algunos periodistas, dos
invitadas mexicanas, la Chaneca Berta Maldonado, gran amiga mexicana de los
García Márquez, con su hija, y dos invitados colombianos, aunque no recuerdo
ahora si Ricardo Santamaría, que había sido embajador de Colombia en Cuba, iba
en nuestro avión o en el de Fidel. Sé que fue esa noche, escuchando el relato
de Fidel sobre el nueve de abril, cuando la periodista Katiushka Blanco
concibió el proyecto de su libro Guerrillero del tiempo.
Fidel
ya había contado aquellos hechos, por ejemplo en una grabación que recogió
Carlos Franqui, que fue comandante en la Sierra Maestra, y director de algunos
medios de comunicación revolucionarios, y que por allá en 1976 fue publicada
por el diario El Tiempo. Pero tengo la impresión de que entonces Fidel tenía
más el recuerdo de los detalles de aquella jornada que una idea de su
importancia para el destino del país. Con todo, ese de Franqui es un relato que
puede dar muy bien la idea de lo que nosotros escuchamos en Holguín aquella
noche de 1996. Fidel contó que por todas partes el nueve de abril la gente se
armaba de lo que fuera, unos para atacar y otros para defenderse, y que en un
lugar del centro de la ciudad, entre los trozos que caían de las vidrieras y el
humo de los incendios de comenzaban, encontró a un hombre tratando en vano de
romper una vieja máquina de escribir para utilizar el rodillo como arma. Fidel
decidió ayudarle, tomó la máquina y la arrojó al aire, de modo que al caer
saltaron todas las partes y el rodillo quedó liberado, después se alejó entre
el tumulto.
Ahora
tenía una idea más clara de lo definitivo que había sido el nueve de abril en
el desenvolvimiento de la tragedia colombiana, me pareció que estaba tratando
de entender su lugar en aquella historia, y de pronto recordó que García
Márquez también estaba en Bogotá por esos días, que los dos habían vivido el
nueve de abril, aunque sólo se conocieron muchos años después, y que nunca
habían hablado en detalle de aquella jornada. Entonces se volvió hacia su amigo
y le dijo: “Bueno, Gabo, cuéntanos, ¿qué hacías tú el nueve de abril?”. Y Gabo,
que tenía siempre el don de las frases felices y contundentes, le contestó con
una sonrisa: “No: yo era el hombre de la máquina de escribir”.
Ahora
estoy casi seguro de que fue el relato de Fidel sobre su experiencia de ese día
lo que animó a Gabo a reconstruir con detalle en Vivir para contarla su propia
experiencia del Bogotazo, que es una de las secciones más vívidas, conmovedoras
y reveladoras del libro. Para los colombianos, una de las claves de lo que yo
llamaría nuestra arqueología psicológica es la reconstrucción del nueve de
abril, una de esas jornadas míticas a las que remitimos nuestra vida colectiva
y a veces también nuestra experiencia personal. Aquella semana estaba naciendo
una interpretación del continente, estaba naciendo la teoría del subdesarrollo,
a la que nos sometieron durante por lo menos cincuenta años, se estaba
decidiendo el papel de los pueblos tropicales y equinocciales en el modelo del
capitalismo mundial, estaban en Bogotá Marshall, Balaguer, Rómulo Betancur,
Luis Cardoza y Aragón, pero para nosotros es muy significativo que hayan estado
también esos dos seres que son parte central de nuestra mitología continental:
Fidel Castro y Gabriel García Márquez.
De
algún modo aquella primera noche en casa de Gabo es para mí inagotable.
Recuerdo que se habló de la situación de Cuba, en pleno período especial, de
las dificultades no sólo económicas sino políticas y sociales de aquellos días.
En algún momento Fidel dijo: “Se nos han envejecido las instituciones”. Yo
perdí mi habitual timidez y animado por el espíritu de franqueza de la
conversación le dije: “Pues tendrías que remozarlas, con esa juventud que
tienes”. Súbitamente serio, me preguntó: “¿Qué me quieres decir?”. Con toda
sinceridad le respondí: “Que yo te veo muy joven, Fidel”. Entonces se volvió
hacia mí y me extendió su mano.
Pero
yo no quisiera terminar estas evocaciones hablando de política de Estado, sino
de algo más importante, de la vida, de la relación con las cosas más sencillas
y profundas de la realidad, porque sé que es ahí donde se conoce de verdad a los
seres humanos. A Fidel Castro, como a todo político, se le pueden criticar
muchas cosas, pero yo tengo que decir que él y sus gentes formaron la única
nación de América Latina que no está asediada por la criminalidad y por la
violencia. Han padecido escasez, han padecido hambre, han padecido aislamiento.
Pero son allá adentro la comunidad más digna y más fraterna que he conocido.
Cuando
un joven poeta amigo nuestro en Santiago de Cuba se quejó un día en su casa de
que los líderes de la revolución no habían sabido calcular las consecuencias de
la dependencia de la sociedad soviética, ni prever lo que sobrevendría con la
caída del bloque socialista, su madre le pidió su permiso para decir algunas
cosas. “Ya les has hablado a tus amigos y les has dicho tu opinión. Ahora yo
quiero decirles la mía. Antes de la revolución yo no era nadie, no podía
esperar ningún futuro. Gracias a ella pude estudiar, hice tres carreras, pude
educar a mis hijos, y yo me voy a morir defendiendo lo que aquí hemos hecho. Y
quiero decirte una cosa, hijo: la verdadera pobreza es estar solo. Aquí
carecemos de muchas cosas, pero si no tenemos algo vamos donde el vecino, y si
tiene, nos lo dará. Así como nosotros compartiremos con él lo que tenemos. En
cambio, aunque yo nunca he salido de Cuba, sé que hay países donde el que no
tiene tampoco tiene a quien pedirle, en quién buscar ayuda, porque está solo.
La riqueza es ser una comunidad. No tener con quién contar, estar solos, esa es
la pobreza verdadera”. No sé si su hijo habrá entendido, pero yo iba de
Colombia, donde tanta gente está sola, y sí entendí.
Alguna
vez le pregunté a una muchacha cubana por las calles de La Habana qué pensaba
de Fidel Castro: ella me respondió como sólo puede hacerse desde la vida, desde
la realidad. “¿Qué quieres que te diga de alguien que anda de manga larga con
este calor?”. Ello me hizo pensar que tal vez a Fidel la vida no le permitía
ser todo lo caribeño que podía ser cualquier persona. Recuerdo esto porque
aquella vez le conté a Fidel que la noche anterior Gabo nos había invitado a
Dos Gardenias, un lugar donde cantan boleros. “¿Conoces ese sitio?”, le dije.
“No”, me respondió. “Me han hablado mucho de él pero nunca he ido”. “¿Pero
cómo?”, le dije, “si es un sitio tan grato, tan cubano”. Me explicó que las
tareas del Estado no le dejaban mucho tiempo, que estaba siempre ocupado en
otras cosas. Entonces me puse un poco insolente, sin proponérmelo, y le dije:
“¿O es que no te gusta el bolero, o qué?”. Recuerdo que me miró con los ojos
muy abiertos, se quedó un poco rígido, frunció el ceño, pareció a punto de
entrar en combate, y exclamó con la mayor vehemencia: “Claro que me gusta”.
Entonces hizo algo que yo no esperaba, y que no lograré trasmitirles a ustedes
porque para eso tendría que tener talento escénico. Se puso de pie, y allá,
arriba, abrió los brazos y empezó a cantar:
Aquellos
ojos verdes/ serenos como un lago/ en cuyas quietas aguas/ un día me miré./ No
sabes la tristeza/ que a mi alma le dejaron,/ aquellos ojos verdes que ya,/
nunca besaré.
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Huffington post.
Madrid - España
24 de agosto de 2018
Prólogo
de El escándalo del siglo*
Claves de
Gabriel García Márquez
como periodista
de
“el mejor oficio
del mundo”
Por Jon Lee Anderson
Periodista,
cuentista y novelista. En ese orden se consideraba Gabriel García Márquez
(Aracataca, 1927– Ciudad de México, 2014). El Nobel de Literatura colombiano
empezó a trabajar como periodista a los 21 años en el periódico El Universal,
de Cartagena de Indias, luego paso a El Heraldo, de Barranquilla, y después
entró en El Espectador, de Bogotá, donde alcanzó el prestigio en 1955 con la
serie de crónicas agrupadas como Relato de un náufrago. Todo ello vivido en su
infancia que luego cristalizaría en obras como Cien años de soledad, en 1967.
El
ejercicio del periodismo y su técnica le afinó su curiosidad y el olfato
noticioso, la búsqueda de lo que era llamativo y podría despertar el interés
del lector, al tiempo que buscaba la mejor manera de contar un hecho, de dar
con el enfoque indicado. Contar, contar, contar donde la clave era el cómo. Así
convirtió el periodismo en un campo de pruebas o feliz encuentro entre el
periodismo basado en lo real y verídico y el estilo literario y sus técnicas
para seducir al lector.
Una
antología de ese pilar creativo de García Márquez se publicará como El escándalo del siglo. Será la primera
semana de septiembre bajo el sello Literatura Random House. WMagazín avanza en
primicia el prólogo a cargo de Jon Lee Anderson, periodista, escritor y
profesor de la Fundación para el Nuevo Periodismo Iberoamericano creada por el
autor colombiano.
Este
volumen de artículos seleccionados por Cristóbal Pera permite apreciar la
exploración y la evolución de García Márquez en el campo del periodismo y del
periodismo literario y su compromiso con su mundo contemporáneo. Una manera de
comprobar cómo la mirada obligada a la realidad para hacer periodismo le sirvió
para enriquecer su profesión y su creación literaria. Por ejemplo, de esa
simbiosis salieron sus inolvidables títulos de libros y comienzos novelísticos
que luego han sido imitados y convertidos en referencia: El coronel no tiene quien le escriba, Cien años de soledad, El otoño
del patriarca, Crónica de una muerte anunciada, El amor en los tiempos del
cólera, El general en su laberinto, Del amor y otros demonios, Vivir para
contarla...
El escándalo del siglo es una esquina
para contemplar la mirada de García Márquez y entender a uno de los escritores
esenciales del siglo XX y un clásico universal.
'El escándalo del siglo'
Prólogo
Por
Jon Lee Anderson
El
mundo reconoce a Gabriel García Márquez como un novelista extraordinario: el
amado creador del coronel Aureliano Buendía y de Macondo, del épico amor de
Fermina Daza y Florentino Ariza, de la muerte de Santiago Nasar, y del colosal
y solitario dictador en El otoño del
patriarca. Por todo eso le concedieron en vida el máximo reconocimiento a
un literato, el premio Nobel, y todo Hispanoamérica se regocijó al ver a
"uno de los dieciséis hijos del telegrafista de Aracataca" en su
ceremonia de aceptación ante los reyes de Suecia.
Gabo
(nombre afectuoso con el que se le conoce en todo el mundo hispano) es conocido
también como amigo y confidente de Fidel Castro y de Bill Clinton, así como de
Cortázar, Fuentes y sus otros colegas del boom, además de marido de Mercedes
Barcha y padre de dos hijos, Gonzalo y Rodrigo. A su muerte, acaecida en 2014,
a los ochenta y siete años, todo el mundo acudió a su funeral, celebrado en el
hermoso palacio de Bellas Artes de la capital de su país de residencia, México.
Cuando Juan Manuel Santos, entonces presidente de Colombia, su tierra natal,
dijo que era el mejor colombiano de todos los tiempos, nadie lo puso en duda.
Pero,
aparte de todo esto, Gabo fue periodista; el periodismo fue en cierto modo su
primer amor, y, como todos los primeros amores, el más duradero. Esta profesión
le aportó el primer sustento como escritor, algo que él recordó siempre; su
admiración por el periodismo llegó al punto de proclamar en alguna ocasión, con
su característica generosidad, que era "el mejor oficio del mundo".
Esta
hipérbole fue inspirada por un sentimiento de respeto y afecto hacia una
profesión que hizo suya al mismo tiempo que daba los primeros pasos como
escritor. En 1947, en su primer año en la Universidad Nacional de Bogotá, Gabo
vio publicados sus primeros cuentos cortos en el diario El Espectador. Quería
ser escritor, pero había ingresado en la facultad de Derecho para complacer a
su padre.
La
violencia política irrumpió bruscamente en la vida de Gabo en abril de 1948,
cuando el asesinato del carismático líder liberal Jorge Eliécer Gaitán provocó
varios días de revuelta popular. Durante la conmoción, recordada como "el
Bogotazo", la residencia estudiantil de Gabo fue incendiada y la propia
universidad fue cerrada sine die. Ese
fue el comienzo de una guerra civil –denominada "La Violencia"– entre
liberales y conservadores que duraría una década y costaría la vida a unas
200.000 personas.
Colombia
nunca sería la misma, y tampoco la vida de Gabo. Para poder continuar sus
estudios, se trasladó a Cartagena de Indias, se matriculó en la universidad y
comenzó a colaborar en mayo de 1948 con el nuevo diario local, El Universal.
Poco tiempo después, dejó los estudios para dedicarse plenamente a la
escritura. Intentó ganarse la vida escribiendo artículos para El Heraldo de
Barranquilla, ciudad adonde se mudó en 1950. Fueron años felices y formativos:
rodeado de otros jóvenes creadores –escritores, artistas, bohemios– que
llegaron a ser grandes amigos y formaron el llamado Grupo de Barranquilla. En
esa época, Gabo vivía en un hotel de paso, firmaba una columna bajo el
pseudónimo Septimus, y terminó su primera novela, La hojarasca.
Esta
antología, tan bienvenida como necesaria, resalta el legado del periodista
Gabriel García Márquez por medio de una selección de sus artículos publicados.
Arranca con el joven y bohemio Gabo de la etapa costeña, que apenas despega
como escritor, y sigue unos cuarenta años hasta mediados de los ochenta, siendo
ya un autor maduro y consagrado. Esta antología nos revela un escritor de pluma
amena en sus orígenes, bromista y desenfadado, cuyo periodismo es poco
distinguible de su ficción. En Tema para un tema, por ejemplo, escribe sobre la
dificultad de encontrar un tema apropiado para empezar una nota. "Hay
quienes convierten la falta de tema en tema para una nota periodística",
dice, y, después de revisar un abanico de historias pintorescas que aparecen en
los diarios –que la hija del dictador español Franco se casa y que el novio se
llama "el Yernísimo", que unos chicos resultan quemados por jugar con
platillos voladores–, deja claro que es posible escribir un artículo
entretenido sobre nada en particular. En una equivocación explicable, Gabo
narra cómo un hombre profundamente borracho se suicidó tirándose por la ventana
de su hotel al ver pescados caer desde el cielo. Con el hecho consumado, el
remate de Gabo tiene un tono gótico noir tipo Edgar Allan Poe que revela un
periodista motivado sobre todo por el deseo de "echar un cuento bien
contado", como él mismo solía decir con su estilo costeño: "Cali .
Abril 18. Una extraordinaria sorpresa tuvieron en el día de hoy los habitantes
de la capital del valle del Cauca, al observar en las calles centrales de la
ciudad la presencia de centenares de pescaditos plateados, de cerca de dos pulgadas
de longitud, que aparecieron regados por todas partes".
En
1954, Gabo regresó a Bogotá para trabajar en El Espectador, el mismo diario que
había publicado sus primeros cuentos cortos. Empezó haciendo críticas de cine,
y se dedicó al reportaje como enviado especial, pero también publicó notas de
su interés –algunas recogidas en este volumen–, crónicas sobre leyendas
populares de la costa, o reflexiones sobre acontecimientos que le intrigaban.
(...)
Durante
su estancia en Bogotá, Gabo no tardó en consagrarse como cronista de renombre
nacional con su dramática crónica serializada Relato de un náufrago, publicada
en 1955. Basada en entrevistas con Luis Alejandro Velasco, único superviviente
del barco ARC Caldas, de la marina colombiana, que se había hundido (sic) a
causa de una tormenta en su viaje de vuelta de Mobile, Alabama, la historia de
Gabo fue todo un éxito. Publicada en catorce entregas, la serie rompió el
récord de ventas de El Espectador, al tiempo que suscitó un fuerte escándalo
por lo que Gabo afirmaba allí (sic): que el buque se había hundido a causa de
la sobrecarga derivada del contrabando subido a bordo por oficiales y
tripulación; el resultado fue que el editor, para alejar a Gabo del ojo del
huracán, lo envió a Europa. Era la primera vez que Gabo salía de Colombia.
En
los dos años y medio que pasó en Europa, moviéndose como corresponsal
itinerante de El Espectador por París, Italia, Viena e incluso los países de
Europa oriental, al otro lado del Telón de Acero, Gabo escribió una serie de
crónicas acerca de todo lo que le parecía digno de interés, desde una cumbre
política de alto nivel en Ginebra hasta las supuestas trifulcas entre dos
célebres actrices del cine italiano o la neblina de Londres. Su prosa era
fresca, y sus crónicas siempre agudas y cargadas de ironía; era un gran
"mamador de gallo", como dicen de los bromistas en Colombia, y la
cohorte de fieles seguidores adquirida gracias a Relato de un náufrago estaba
dispuesta a leer cualquier cosa que saliese de su pluma.
En
uno de sus trabajos europeos, S.S . se va de vacaciones, Gabo se explaya sobre
el recorrido habitual del Papa desde el Vaticano hasta su palacio de
Castelgandolfo, a las afueras de Roma. Planteando la escena como un guionista
de cine, Gabo escribió: "El Papa se fue de vacaciones. Esta tarde, a las
cinco en punto, se instaló en un Mercedes particular, con placas SCV 7, y
salió por la puerta del Santo Oficio, hacia el palacio de Castelgandolfo, a 28
kilómetros de Roma. Dos gigantescos guardias suizos lo saludaron en la puerta.
Uno de ellos, el más alto y fornido, es un adolescente rubio que tiene la nariz
aplanada, como la nariz de un boxeador, a consecuencia de un accidente de
tránsito". (...)
Cuando
volvió a América Latina, a finales de 1957, Gabo llegó reclutado por Plinio
Apuleyo Mendoza, un amigo colombiano, para trabajar en Momento, una revista de
Caracas. Mendoza también lo había acompañado en su viaje a los países de Europa
del Este. Su llegada coincidió con una nueva etapa de convulsión política: al
poco tiempo de llegar, en enero de 1958, se produjo la caída del dictador
venezolano Marcos Pérez Jiménez. Fue el primer derrocamiento popular de un
dictador en una época en que América Latina estaba gobernada casi
exclusivamente por dictadores. Lo que Gabo vivió durante el siguiente año en el
volátil ambiente venezolano supuso para él un despertar político.
Regresó
brevemente a Barranquilla para casarse con Mercedes Barcha, una bella joven
momposina de la cual se había enamorado años antes, durante su etapa costeña.
Volvieron juntos a Caracas. Cuando su amigo Mendoza dejó Momento a causa de un
desacuerdo con el dueño, Gabo se solidarizó con él y renunció. Como freelance, empezó a escribir artículos
para otras publicaciones. Dos de ellos, recogidos aquí, Caracas sin agua y Sólo
doce horas para salvarlo, son clásicos del emergente estilo periodístico de
Gabo, en el cual la narración, reconstrucción minuciosa de dramas de la vida
real, es vehiculada por un tono de suspense a veces casi hitchcockiano, y con
un desenlace que solo se revela al final.
En
enero de 1959, dos semanas después de que el ejército rebelde de Fidel Castro
derrocase al dictador Fulgencio Batista y tomase el poder en Cuba, Gabo y
Mendoza lograron viajar a la isla a bordo de un destartalado avión enviado a
Caracas por los triunfantes barbudos para traer periodistas. A partir de ahí
empezó una relación con la revolución cubana que duró toda su vida. Sobre esa
primera experiencia cubana escribió memorablemente en No se me ocurre ningún
título.
(...)
La
situación del continente en aquel momento quedaba perfectamente expresada en el
retrato oficial de la conferencia de jefes de Estado que se había reunido el
año anterior en Panamá: "Apenas si se vislumbra un civil escuálido en
medio de un estruendo de uniformes y medallas de guerra. Incluso el general
Dwight Eisenhower, que en la presidencia de los Estados Unidos solía disimular
el olor a pólvora de su corazón con los vestidos más caros de Bond Street, se
había puesto para aquella fotografía histórica sus estoperoles de guerrero en
reposo. De modo que una mañana Nicolás Guillén abrió su ventana y gritó una
noticia única: '¡Se cayó el hombre!'. Fue una conmoción en la calle dormida
porque cada uno de nosotros creyó que el hombre caído era el suyo. Los argentinos
pensaron que era Juan Domingo Perón, los paraguayos pensaron que era Alfredo
Stroessner, los peruanos pensaron que era Manuel Odría, los colombianos pensaron
que era Gustavo Rojas Pinilla, los nicaragüenses pensaron que era Anastasio
Somoza, los venezolanos pensaron que era Marcos Pérez Jiménez, los guatemaltecos
pensaron que era Castillo Armas, los dominicanos pensaron que era Rafael
Leónidas Trujillo, y los cubanos pensaron que era Fulgencio Batista. Era Perón,
en realidad. Más tarde, conversando sobre eso, Nicolás Guillén nos pintó un
panorama desolador de la situación de Cuba. 'Lo único que veo en el porvenir
–concluyó– es un muchacho que se está moviendo mucho por los lados de México'.
Hizo una pausa de vidente oriental, y concluyó: 'Se llama Fidel Castro'.
(...)
Máquina de
escribir en la que García Márquez escribió 'Cien años de soledad'.
Con
la publicación y el espectacular éxito de Cien
años de soledad, el año 1967 fue uno de los grandes hitos en la vida de
Gabriel García Márquez. A partir de ahí, Gabo y su familia gozaron de
estabilidad económica y él fue internacionalmente aclamado, con total merecimiento,
como uno de los grandes novelistas contemporáneos. Gabo no abandonó las cimas
literarias en los siguientes veinte años –en ese lapso publicó sus otras obras
mayores, incluidas El otoño del patriarca
y El amor en los tiempos del cólera–,
pero paralelamente, y aunque esta faceta fuese mucho menos conocida por sus
millones de lectores más allá de América Latina, Gabo siguió ejerciendo de
periodista, y con un enfoque cada vez más políticamente comprometido.
(...)
Junto
con algunos amigos periodistas colombianos, impulsó Alternativa, una revista de
izquierdas; escribía artículos y columnas críticas con la política
norteamericana y a favor de Cuba y de Fidel Castro, con quien empezó a
desarrollar una duradera amistad. Escribió una larga crónica alabando la histórica
expedición militar cubana en Angola, y otra, incluida en este volumen, que se
tituló El golpe sandinista. Crónica del asalto a la "Casa de los
Chanchos" y que trataba como una epopeya heroica el secuestro masivo de
parlamentarios nicaragüenses por parte de un grupo de guerrilleros sandinistas.
En la crónica Los cubanos frente al bloqueo, incluida en esta antología, Gabo
utilizó sus dotes narrativas para hacer comprender a sus lectores las
implicaciones del famoso "embargo" –"bloqueo" para los
cubanos– que Estados Unidos aplicó sobre Cuba a partir de1961. Escribió:
"Aquella noche, la primera del bloqueo, había en Cuba unos 482.560 automóviles,
343.300 refrigeradores, 549.700 receptores de radio, 303.500 televisores,
352.900 planchas eléctricas, 286.400 ventiladores, 41.800 lavadoras
automáticas, 3'510.000 relojes de pulsera, 63 locomotoras y 12 barcos
mercantes. Todo eso, salvo los relojes de pulso que eran suizos, había sido
hecho en los Estados Unidos. Al parecer, había de pasar un cierto tiempo antes
de que los cubanos se dieran cuenta de lo que significaban en su vida aquellos
números mortales. Desde el punto de vista de la producción, Cuba se encontró de
pronto con que no era un país distinto sino una península comercial de los
Estados Unidos".
A
causa de textos como estos, Gabo fue muy criticado por la prensa de derechas en
Estados Unidos y América Latina, y algunos llegaron a tildarlo de propagandista
del régimen cubano, o incluso de tonto útil de Fidel Castro. Gabo siguió
apoyando las causas en que creía, ejerciendo además un papel diplomático al
involucrarse personalmente en esfuerzos de diálogo entre Estados Unidos y Cuba,
así como entre líderes guerrilleros colombianos y los sucesivos gobiernos de su
país.
Pero
la obra de Gabo trascendía también sus ideas políticas. En 1987, ante la
abrumadora noticia del asesinato, por orden de Pablo Escobar, de Guillermo Cano,
su amigo y editor al frente de El Espectador durante décadas, Gabo escribía
esta sentida y conmovedora alabanza: "Durante casi cuarenta años, a
cualquier hora y desde cualquier parte, cada vez que ocurría algo en Colombia,
mi reacción inmediata era llamar a Guillermo Cano por teléfono para que me
contara la noticia exacta. Siempre, sin una sola falla, salía al teléfono la
misma voz: 'Hola, Gabo, qué hay de vainas'. Un mal día del diciembre pasado,
María Jimena Duzán me llevó a La Habana un mensaje suyo, con la solicitud de
que escribiera algo especial para el centenario de El Espectador. Esa misma
noche, en mi casa, el presidente Fidel Castro estaba haciéndome un relato
absorbente en el curso de una fiesta de amigos, cuando oí, casi en secreto, la
voz trémula de Mercedes: 'Mataron a Guillermo Cano'. Había ocurrido quince
minutos antes, y alguien se había precipitado al teléfono para darnos la
noticia escueta. Apenas si tuve alientos para esperar, con los ojos nublados,
el final de la frase de Fidel Castro. Lo único que se me ocurrió entonces,
ofuscado por la conmoción, fue el mismo impulso instintivo de siempre: llamar
por teléfono a Guillermo Cano para que me contara la noticia completa, y para
compartir con él la rabia y el dolor de su muerte".
Hacia
finales de los noventa, Gabo, diagnosticado de cáncer linfático (aunque se
recuperaría de dicha enfermedad), empezó a debilitarse inexorablemente en la
última década y media de su vida.
En
1996, antes que empezaran sus problemas de salud, publicó el libro Noticia de un secuestro, uno de sus
escasos trabajos periodísticos de envergadura ampliamente conocido a nivel
internacional; trata del espeluznante calvario de un grupo de influyentes
colombianos, la mayoría periodistas, que fueron tomados como rehenes por Pablo
Escobar en su esfuerzo de convencer al gobierno colombiano de abandonar el
acuerdo de extradición para narcotraficantes que había firmado con Estados
Unidos.
En
1998, Gabo utilizó parte del dinero de su premio Nobel para comprar la revista
Cambio, que pertenecía a una amiga suya, y volver a lanzarla con un nuevo
equipo de reporteros y editores. En Cambio publicó algunas de sus últimas
piezas periodísticas; por ejemplo, un perfil de la cantante barranquillera
Shakira y otro del caudillo venezolano Hugo Chávez. La revista finalmente tuvo
que cerrar, pero mientras duró Gabo disfrutó de la experiencia, encantado de
vivir nuevamente a fondo en el "mejor oficio del mundo".
En
la misma época, desde 1995, Gabo impartió talleres en la Fundación Gabriel García
Márquez para el Nuevo Periodismo Iberoamericano, con sede en Cartagena de
Indias y creada con el propósito de divulgar nuevas técnicas periodísticas e
incentivar a una nueva generación de periodistas latinoamericanos. En una
conversación que mantuvimos en 1999, me invitó a ser uno de los profesores de
la Fundación y me describió la futura fraternidad hemisférica de cronistas y
reporteros como "una mafia genial de amigos" que no solo elevaría el
nivel periodístico de América Latina, sino que fortalecería sus democracias.
* El escándalo
del siglo. Gabriel García Márquez.
Prólogo de Jon
Lee Anderson.
Literatura
Random House.
El volumen
llegará a las librerías
la primera
semana de septiembre.
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