27 de agosto de 2018

MEMORABILIA GGM 890

El Espectador
Bogotá - Colombia
19 de agosto de 2018

Cultura

“Viene entrando Fidel Castro,
¿qué película es esta?”
A propósito del natalicio de Fidel Castro, el escritor colombiano y el recuerdo de una noche inolvidable con el entonces presidente cubano y el Nobel Gabriel García Márquez.


Por William Ospina

 Las vidas de Fidel Castro y García Márquez se cruzaron desde 1948.
Foto: Jorge Torres - Revista Cromos

Habíamos estado la noche anterior en el bar Dos Gardenias de La Habana. Veníamos del Festival del Fuego de Santiago de Cuba. Ocupamos una mesa un poco apartada del escenario donde se sucedían los cantantes de boleros, y García Márquez disfrutaba, en la penumbra, unas horas de anonimato feliz. De repente el presentador del show tomó el micrófono y dijo: “Ha llegado el momento de saludar a un gran personaje que nos visita”. Gabo me miró con resignación. “Se acabó la fiesta”, me dijo.

A partir de ese momento tuvo que tomarse fotografías con todos los asistentes, incluidos los cantantes, y aparecieron sin saber de dónde los libros que siguió firmando hasta el momento de la despedida. Le pidió a su conductor dejarlos, a él y a Mercedes, en su casa, y llevar a los otros pasajeros al Hotel Capri, donde se hospedaba la delegación.

En realidad, aunque habíamos hablado otras veces, sólo éramos amigos desde el día anterior, pero al salir del automóvil me dijo: “Llámame mañana”. Estaba contento de haber encontrado con quien repetir en las tertulias versos de Barba Jacob y de Francisco Luis Bernárdez, con quién decir la noche entera poemas del siglo de oro español. Fue por esos días cuando le pregunté: “Gabo, dime una cosa: ¿unos poemas que circulan por ahí bajo tu nombre son tuyos?”. Me miró con seriedad como tratando de hacer memoria y me dijo: “¿Son buenos? Si son buenos son míos”. Al día siguiente lo llamé por teléfono. “¿Dónde están los colombianos?”, me dijo. Le conté que se habían madrugado para Colombia. “Entonces vente a cenar esta noche con nosotros”. “Mercedes va a preparar una pasta, y después nos vamos a oír a un pianista ciego que toca boleros en el Meliá Cohiba. Tú sabes que el bolero es la vida”. Le dije que sí, y él insistió en enviar a su conductor a que me recogiera, de modo que a las siete ya iba entrando en su casa.

Recuerdo que estaba de visita con ellos Claudio Galán, un muchacho de unos dieciocho años, cuyo padre había sido asesinado en Colombia por las balas de los narcotraficantes. Mercedes empezó a preparar la pasta, y García Márquez nos habló del músico al que iríamos a oír esa noche. Habíamos pasado a la mesa y estábamos terminando la cena cuando sonó el teléfono y Gabo fue a la habitación contigua a contestar. Al volver, nos dijo a todos: “Cambiaron los planes. No podemos ir al Meliá Cohiba, porque tenemos visita”. Lo dijo con seriedad, pero aunque era grande su deseo de oír al músico ciego, noté que no parecía molesto con el cambio, y no se me ocurrió preguntar nada.

Habían pasado unos quince minutos cuando llamaron a la puerta. Alguien fue a abrir, y vi entrar en la sala a Fidel Castro. Para mí ya era algo nuevo y extraordinario estar en esa casa y con aquellos anfitriones, pero ver aparecer a Fidel le dio de pronto a la situación un aire de irrealidad. “Aquí está sentado García Márquez”, me dije, “y aquí viene entrando Fidel Castro, ¿qué película es esta?”. Desde la cocina, Mercedes dijo con alegría: “Comandante: ya que llegaste, ven te comes una pasta con nosotros”. “No”, respondió Fidel. “Vine porque me invitaron a un whisky. ¿Dónde está?”. Recogieron los platos, el whisky apareció, Fidel venía acompañado por dos de sus hombres de confianza: el vicepresidente Carlos Lage y su secretario privado Felipe Pérez, que fue después canciller.

Lo primero que pude advertir fue el asombroso don de conversador que tenía Fidel Castro. Hablaba con animación, con una voz a veces susurrada y el rostro lleno de gestos enfáticos. Los brazos y las manos eran tan expresivos como el rostro. Era muy alto, vestía un uniforme verde oliva que parecía acabado de hacer, y su barba, de la que yo tenía memoria por los periódicos desde niño, era todavía larga, ahora más bien escasa y totalmente gris. No quedaba mucho de aquella apostura de galán rebelde que había sido leyenda en los años 60, pero sí mucho del héroe romántico y del varón impulsivo y apasionado que fue toda la vida. Gabo nos presentó, les dijo que yo era escritor, que había estudiado derecho, y que había escrito recientemente un ensayo sobre la realidad colombiana llamado “¿Dónde está la franja amarilla?”. Les recomendó su lectura, y Fidel dijo: “Me gustaría leerlo, para ver si entiendo algo de Colombia, porque no entiendo nada”. Prometí enviarle una copia con García Márquez, y allí tuve mi primera experiencia del carácter de aquel personaje.

He conocido algunos políticos y algunos gobernantes a lo largo de mi vida: la característica que he notado en casi todos ellos es que nunca están hablando con el interlocutor, hay siempre una suerte de distancia, una lejanía. Fidel, aunque estuviera hablando para todos, era capaz de interesarse sinceramente por la persona que estaba frente a él, y uno casi olvidaba su dimensión histórica y su leyenda, porque ante todo había un ser humano al frente. Eso me sorprendió más en alguien que no era un mero político o un mero estadista, sino uno de los protagonistas de la historia contemporánea. (La aventura de la Revolución).

En un momento se volvió a hacia mí y me dijo en voz baja: “Oye: tú eres Ospina. Entonces debes ser pariente de un presidente que había en Colombia cuando yo estuve allí en el año 48”. Me apresuré a decirle que no. “Somos de otros Ospina”, le dije, “mi familia es de campesinos de la región del Tolima”. “Gabo me dice que estudiaste derecho”, me dijo, “entonces eres abogado”. “Bueno, estudié algunos años, y después me retiré para dedicarme a la literatura. Pero tú sí eres abogado”, le dije. “Sí, soy abogado”, respondió, “y me interesaba mucho el derecho penal, el derecho internacional…”. Se quedó de pronto pensativo, y añadió: “Pero a mí me habría gustado ser otra cosa”. Desde el otro lado de la mesa, Gabo le dijo sonriendo: “Pues eso fue lo que hiciste: ser otra cosa”. Todos reían, pero Fidel reaccionó casi a la defensiva. “Es como tú”, le dijo a Gabo, “tú eres un gran escritor”, se volvió hacia mí e insistió, “él es un gran escritor, siempre me trae sus libros, los he leído todos, y cada vez escribe mejor… pero por ahí anda: gobernando. Que con Gaviria, que con Mitterrand, que con Felipe… ¡gobernando!”.

Para todos los temas tenía algo qué decir, y lo decía con vehemencia. Gabo, un periodista con la actualidad siempre en los labios, habló de algo de lo que yo no había oído, de cierta visita que Hillary Clinton, esposa del presidente de los Estados Unidos, había hecho a un espiritista, quien no sólo le permitió hablar con Eleanor Roosevelt y con Mahatma Gandhi, sino que le ofreció una conversación con el propio Jesucristo. Al parecer Hillary había declinado esta última invitación. “¿Qué opinas de esa visita?”, le dijo Gabo a Fidel. “Yo no creo en esas cosas”, respondió, “pero lo que puedo decirte es que si el espiritismo fuera verdadero, y se pudiera hablar con los muertos, yo sé muy bien con quien me gustaría tener una sesión de espiritismo”. Abrió mucho los ojos y alzo la mano ósea y blanca y nudosa: “¡Con Martí!”, exclamó. “Yo lo he leído todo, y tengo muchas cosas qué preguntarle”.

Estábamos en vísperas de los Juegos Olímpicos de Atlanta, y la conversación derivó hacia la participación de Cuba en los juegos. “Siempre les hacen ofrecimientos a nuestros deportistas para lograr que se salgan de la delegación y opten por el exilio”, dijo Fidel. “Y a nosotros nos critican porque muchos cubanos quieren irse”. “Pero yo te pregunto”, me dijo, “si a los colombianos les dijeran que tienen visa y trabajo en los Estados Unidos, “¿cuántos colombianos se quedarían en Colombia?”.

Hablaron de las delegaciones que iban a Atlanta, y Gabo aprovechó para recordarle a Fidel sus visitas al país vecino. “Yo no tengo visa para entrar a los Estados Unidos”, dijo Fidel con cierto orgullo, “pero no pudieron impedir que como jefe de Estado fuera a Nueva York para hablar en las Naciones Unidas. Allí pude reunirme con Rockefeller y con otros amigos de Cuba, porque Cuba tiene muchos amigos en los Estados Unidos, hay empresarios que quieren tener tratos con el país y que quieren que se acabe el bloqueo. Y te cuento que yo podría ir con la delegación, si voy como participante en los juegos. Ellos no pueden negar la entrada a los deportistas competidores que forman parte de la delegación de un país”, y agregó con una gran sonrisa, “de modo que yo puedo ir como competidor a los Juegos Olímpicos. Yo soy muy bueno en el tiro al blanco”.

Recuerdo que en algún momento de la noche García Márquez le dijo que había un fotógrafo, creo que italiano, que hacía fotografías enormes de la pupila de los personajes, y que quería fotografiarlo. Fidel se sobresaltó un poco. “¿Crees que puedo confiar?”, le dijo. “Recuerda que no solamente han tratado de acribillarme y de envenenarme incontables veces, sino que hasta hubo un plan de la CIA para darme no sé qué sustancia que haría que se me cayera la barba. Parece que creían que si perdía la barba dejaría de tener la simpatía del pueblo. Tú sabes cómo son. Desde una cámara fotográfica alguien podría dispararte”. Gabo le aseguró que conocía bien al fotógrafo, y que ya había expuesto sus pupilas a esos reflectores, pero no sé si alguna vez hicieron las fotos. Recuerdo que Gabo era paciente con los fotógrafos, pero no le gustaban los que hacen posar a los personajes o les dan muchas instrucciones sobre el encuadre. “Un buen fotógrafo es el que sabe encontrar el ángulo y la pose, mucho más que el que la fabrica”, me dijo.

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El Espectador
Bogotá - Colombia
20 de agosto de 2018

Cultura

Fidel Castro el día de su cumpleaños 70
El escritor colombiano evoca noches inolvidables con el entonces
presidente cubano y Gabriel García Márquez.

Por William Ospina

Se habló de muchas cosas aquella noche, y Fidel fue sin duda el centro de la conversación. “Gabo me ha traído muchos libros. No sólo los suyos. Todo lo que piensa que yo debiera leer me lo trae, y yo los leo todos. Incluso algunos libros de ciencia ficción. Recuerdo uno que se llama El día de los trífidos, una historia muy extraña de una especie de árboles que devoran a los seres humanos”. En otro momento, Gabo citó los versos de Jorge Manrique: “Cuán presto se va el placer,/ cómo, después de acordado/ da dolor;/ cómo a nuestro parecer,/ cualquiera tiempo pasado/ fue mejor”. “Lamento no estar de acuerdo”, dijo Fidel, “pero yo no pienso que el pasado sea mejor que el presente. ¿Qué puede haber mejor que este momento?” añadió, “Estar aquí, esta noche, conversando con ustedes, nada puede ser mejor que esto”. Para mí fue una sorpresa oírle decir eso, no sólo porque se animaba a discrepar ante el prestigio de la poesía, sino porque los hombres que han hecho historia suelen vivir muy pendientes de sus hazañas pasadas.

Claro que Fidel sabía en qué momento hablar del pasado, y dos veces en la vida me lo demostró. Una noche en Holguín, meses después, visitando la casa de sus padres, que acababa de ser restaurada, y a donde nos había invitado para celebrar su cumpleaños número 70. Para entonces ya había leído mi ensayo “¿Dónde está la franja amarilla?”, le había hablado con entusiasmo de él a Gabo y a Mercedes, hasta le había encontrado afinidades con su escrito de juventud “La historia me absolverá”, y sobre todo había sentido en ese ensayo la magnitud que tuvieron para Colombia los hechos del nueve de abril de 1948, que él presenció estando en Bogotá como delegado de Cuba al Congreso estudiantil paralelo a la Conferencia Panamericana que fundó la Organización de Estados Americanos.

Aquella noche de su cumpleaños en Holguín nos invitó a la casa donde estaba alojado, y dedicó la cena a contar minuciosamente cómo había vivido los hechos del nueve de abril. Tenía una cita a las dos de la tarde con Jorge Eliécer Gaitán, estaba haciendo tiempo caminando por el centro de la ciudad, cuando escuchó los gritos que anunciaban que Gaitán había sido asesinado y vio cómo comenzaba a formarse la terrible conflagración que casi devora la ciudad. Advirtió dos cosas a la vez: que se estaba formando una inmensa revuelta de indignación popular y que el gran peligro era que aquella fuerza sin orientación y sin rumbo derivara sólo hacia la destrucción y el saqueo. “Yo estaba leyendo por entonces la historia de la revolución francesa”, dijo, “conocía los discursos de Camille Desmoulins y de Danton, y en algún momento intenté hacer discursos como esos con la esperanza de que aquella revuelta encontrara algún orden. Yo intenté apagar esa hoguera, y ahora me acusan de haberla encendido”.

Sentí como un gesto especial hacia sus huéspedes colombianos que dedicara la noche de su cumpleaños exclusivamente a hablar de nuestro país y a recontar esos hechos y lamento que entonces no tuviéramos como hoy la posibilidad de grabar sus palabras, aunque bien podría ser que quienes lo acompañaban las hayan grabado, porque en Cuba tienen sentido de la historia. Fidel siempre andaba acompañado de sus fotógrafos personales, de sus historiadores, de sus veteranos de la Sierra Maestra, y con ellos había volado yo en la mañana entre La Habana y Holguín. Adelante iba el avión donde viajaban Fidel, Gabo y Mercedes, con funcionarios y periodistas, atrás íbamos en otro avión del Estado el vicepresidente, el secretario Pérez, los veteranos, algunos periodistas, dos invitadas mexicanas, la Chaneca Berta Maldonado, gran amiga mexicana de los García Márquez, con su hija, y dos invitados colombianos, aunque no recuerdo ahora si Ricardo Santamaría, que había sido embajador de Colombia en Cuba, iba en nuestro avión o en el de Fidel. Sé que fue esa noche, escuchando el relato de Fidel sobre el nueve de abril, cuando la periodista Katiushka Blanco concibió el proyecto de su libro Guerrillero del tiempo.

Fidel ya había contado aquellos hechos, por ejemplo en una grabación que recogió Carlos Franqui, que fue comandante en la Sierra Maestra, y director de algunos medios de comunicación revolucionarios, y que por allá en 1976 fue publicada por el diario El Tiempo. Pero tengo la impresión de que entonces Fidel tenía más el recuerdo de los detalles de aquella jornada que una idea de su importancia para el destino del país. Con todo, ese de Franqui es un relato que puede dar muy bien la idea de lo que nosotros escuchamos en Holguín aquella noche de 1996. Fidel contó que por todas partes el nueve de abril la gente se armaba de lo que fuera, unos para atacar y otros para defenderse, y que en un lugar del centro de la ciudad, entre los trozos que caían de las vidrieras y el humo de los incendios de comenzaban, encontró a un hombre tratando en vano de romper una vieja máquina de escribir para utilizar el rodillo como arma. Fidel decidió ayudarle, tomó la máquina y la arrojó al aire, de modo que al caer saltaron todas las partes y el rodillo quedó liberado, después se alejó entre el tumulto.

Ahora tenía una idea más clara de lo definitivo que había sido el nueve de abril en el desenvolvimiento de la tragedia colombiana, me pareció que estaba tratando de entender su lugar en aquella historia, y de pronto recordó que García Márquez también estaba en Bogotá por esos días, que los dos habían vivido el nueve de abril, aunque sólo se conocieron muchos años después, y que nunca habían hablado en detalle de aquella jornada. Entonces se volvió hacia su amigo y le dijo: “Bueno, Gabo, cuéntanos, ¿qué hacías tú el nueve de abril?”. Y Gabo, que tenía siempre el don de las frases felices y contundentes, le contestó con una sonrisa: “No: yo era el hombre de la máquina de escribir”.

Ahora estoy casi seguro de que fue el relato de Fidel sobre su experiencia de ese día lo que animó a Gabo a reconstruir con detalle en Vivir para contarla su propia experiencia del Bogotazo, que es una de las secciones más vívidas, conmovedoras y reveladoras del libro. Para los colombianos, una de las claves de lo que yo llamaría nuestra arqueología psicológica es la reconstrucción del nueve de abril, una de esas jornadas míticas a las que remitimos nuestra vida colectiva y a veces también nuestra experiencia personal. Aquella semana estaba naciendo una interpretación del continente, estaba naciendo la teoría del subdesarrollo, a la que nos sometieron durante por lo menos cincuenta años, se estaba decidiendo el papel de los pueblos tropicales y equinocciales en el modelo del capitalismo mundial, estaban en Bogotá Marshall, Balaguer, Rómulo Betancur, Luis Cardoza y Aragón, pero para nosotros es muy significativo que hayan estado también esos dos seres que son parte central de nuestra mitología continental: Fidel Castro y Gabriel García Márquez.

De algún modo aquella primera noche en casa de Gabo es para mí inagotable. Recuerdo que se habló de la situación de Cuba, en pleno período especial, de las dificultades no sólo económicas sino políticas y sociales de aquellos días. En algún momento Fidel dijo: “Se nos han envejecido las instituciones”. Yo perdí mi habitual timidez y animado por el espíritu de franqueza de la conversación le dije: “Pues tendrías que remozarlas, con esa juventud que tienes”. Súbitamente serio, me preguntó: “¿Qué me quieres decir?”. Con toda sinceridad le respondí: “Que yo te veo muy joven, Fidel”. Entonces se volvió hacia mí y me extendió su mano.

Pero yo no quisiera terminar estas evocaciones hablando de política de Estado, sino de algo más importante, de la vida, de la relación con las cosas más sencillas y profundas de la realidad, porque sé que es ahí donde se conoce de verdad a los seres humanos. A Fidel Castro, como a todo político, se le pueden criticar muchas cosas, pero yo tengo que decir que él y sus gentes formaron la única nación de América Latina que no está asediada por la criminalidad y por la violencia. Han padecido escasez, han padecido hambre, han padecido aislamiento. Pero son allá adentro la comunidad más digna y más fraterna que he conocido.

Cuando un joven poeta amigo nuestro en Santiago de Cuba se quejó un día en su casa de que los líderes de la revolución no habían sabido calcular las consecuencias de la dependencia de la sociedad soviética, ni prever lo que sobrevendría con la caída del bloque socialista, su madre le pidió su permiso para decir algunas cosas. “Ya les has hablado a tus amigos y les has dicho tu opinión. Ahora yo quiero decirles la mía. Antes de la revolución yo no era nadie, no podía esperar ningún futuro. Gracias a ella pude estudiar, hice tres carreras, pude educar a mis hijos, y yo me voy a morir defendiendo lo que aquí hemos hecho. Y quiero decirte una cosa, hijo: la verdadera pobreza es estar solo. Aquí carecemos de muchas cosas, pero si no tenemos algo vamos donde el vecino, y si tiene, nos lo dará. Así como nosotros compartiremos con él lo que tenemos. En cambio, aunque yo nunca he salido de Cuba, sé que hay países donde el que no tiene tampoco tiene a quien pedirle, en quién buscar ayuda, porque está solo. La riqueza es ser una comunidad. No tener con quién contar, estar solos, esa es la pobreza verdadera”. No sé si su hijo habrá entendido, pero yo iba de Colombia, donde tanta gente está sola, y sí entendí.

Alguna vez le pregunté a una muchacha cubana por las calles de La Habana qué pensaba de Fidel Castro: ella me respondió como sólo puede hacerse desde la vida, desde la realidad. “¿Qué quieres que te diga de alguien que anda de manga larga con este calor?”. Ello me hizo pensar que tal vez a Fidel la vida no le permitía ser todo lo caribeño que podía ser cualquier persona. Recuerdo esto porque aquella vez le conté a Fidel que la noche anterior Gabo nos había invitado a Dos Gardenias, un lugar donde cantan boleros. “¿Conoces ese sitio?”, le dije. “No”, me respondió. “Me han hablado mucho de él pero nunca he ido”. “¿Pero cómo?”, le dije, “si es un sitio tan grato, tan cubano”. Me explicó que las tareas del Estado no le dejaban mucho tiempo, que estaba siempre ocupado en otras cosas. Entonces me puse un poco insolente, sin proponérmelo, y le dije: “¿O es que no te gusta el bolero, o qué?”. Recuerdo que me miró con los ojos muy abiertos, se quedó un poco rígido, frunció el ceño, pareció a punto de entrar en combate, y exclamó con la mayor vehemencia: “Claro que me gusta”. Entonces hizo algo que yo no esperaba, y que no lograré trasmitirles a ustedes porque para eso tendría que tener talento escénico. Se puso de pie, y allá, arriba, abrió los brazos y empezó a cantar:

Aquellos ojos verdes/ serenos como un lago/ en cuyas quietas aguas/ un día me miré./ No sabes la tristeza/ que a mi alma le dejaron,/ aquellos ojos verdes que ya,/ nunca besaré.

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Huffington post.
Madrid - España
24 de agosto de 2018

Prólogo de El escándalo del siglo*

Claves de
Gabriel García Márquez
como periodista de
“el mejor oficio del mundo”


Por Jon Lee Anderson

Periodista, cuentista y novelista. En ese orden se consideraba Gabriel García Márquez (Aracataca, 1927– Ciudad de México, 2014). El Nobel de Literatura colombiano empezó a trabajar como periodista a los 21 años en el periódico El Universal, de Cartagena de Indias, luego paso a El Heraldo, de Barranquilla, y después entró en El Espectador, de Bogotá, donde alcanzó el prestigio en 1955 con la serie de crónicas agrupadas como Relato de un náufrago. Todo ello vivido en su infancia que luego cristalizaría en obras como Cien años de soledad, en 1967.

El ejercicio del periodismo y su técnica le afinó su curiosidad y el olfato noticioso, la búsqueda de lo que era llamativo y podría despertar el interés del lector, al tiempo que buscaba la mejor manera de contar un hecho, de dar con el enfoque indicado. Contar, contar, contar donde la clave era el cómo. Así convirtió el periodismo en un campo de pruebas o feliz encuentro entre el periodismo basado en lo real y verídico y el estilo literario y sus técnicas para seducir al lector.

Una antología de ese pilar creativo de García Márquez se publicará como El escándalo del siglo. Será la primera semana de septiembre bajo el sello Literatura Random House. WMagazín avanza en primicia el prólogo a cargo de Jon Lee Anderson, periodista, escritor y profesor de la Fundación para el Nuevo Periodismo Iberoamericano creada por el autor colombiano.

Este volumen de artículos seleccionados por Cristóbal Pera permite apreciar la exploración y la evolución de García Márquez en el campo del periodismo y del periodismo literario y su compromiso con su mundo contemporáneo. Una manera de comprobar cómo la mirada obligada a la realidad para hacer periodismo le sirvió para enriquecer su profesión y su creación literaria. Por ejemplo, de esa simbiosis salieron sus inolvidables títulos de libros y comienzos novelísticos que luego han sido imitados y convertidos en referencia: El coronel no tiene quien le escriba, Cien años de soledad, El otoño del patriarca, Crónica de una muerte anunciada, El amor en los tiempos del cólera, El general en su laberinto, Del amor y otros demonios, Vivir para contarla...



El escándalo del siglo es una esquina para contemplar la mirada de García Márquez y entender a uno de los escritores esenciales del siglo XX y un clásico universal.

'El escándalo del siglo'
Prólogo

Por Jon Lee Anderson

El mundo reconoce a Gabriel García Márquez como un novelista extraordinario: el amado creador del coronel Aureliano Buendía y de Macondo, del épico amor de Fermina Daza y Florentino Ariza, de la muerte de Santiago Nasar, y del colosal y solitario dictador en El otoño del patriarca. Por todo eso le concedieron en vida el máximo reconocimiento a un literato, el premio Nobel, y todo Hispanoamérica se regocijó al ver a "uno de los dieciséis hijos del telegrafista de Aracataca" en su ceremonia de aceptación ante los reyes de Suecia.

Gabo (nombre afectuoso con el que se le conoce en todo el mundo hispano) es conocido también como amigo y confidente de Fidel Castro y de Bill Clinton, así como de Cortázar, Fuentes y sus otros colegas del boom, además de marido de Mercedes Barcha y padre de dos hijos, Gonzalo y Rodrigo. A su muerte, acaecida en 2014, a los ochenta y siete años, todo el mundo acudió a su funeral, celebrado en el hermoso palacio de Bellas Artes de la capital de su país de residencia, México. Cuando Juan Manuel Santos, entonces presidente de Colombia, su tierra natal, dijo que era el mejor colombiano de todos los tiempos, nadie lo puso en duda.

Pero, aparte de todo esto, Gabo fue periodista; el periodismo fue en cierto modo su primer amor, y, como todos los primeros amores, el más duradero. Esta profesión le aportó el primer sustento como escritor, algo que él recordó siempre; su admiración por el periodismo llegó al punto de proclamar en alguna ocasión, con su característica generosidad, que era "el mejor oficio del mundo".


Esta hipérbole fue inspirada por un sentimiento de respeto y afecto hacia una profesión que hizo suya al mismo tiempo que daba los primeros pasos como escritor. En 1947, en su primer año en la Universidad Nacional de Bogotá, Gabo vio publicados sus primeros cuentos cortos en el diario El Espectador. Quería ser escritor, pero había ingresado en la facultad de Derecho para complacer a su padre.

La violencia política irrumpió bruscamente en la vida de Gabo en abril de 1948, cuando el asesinato del carismático líder liberal Jorge Eliécer Gaitán provocó varios días de revuelta popular. Durante la conmoción, recordada como "el Bogotazo", la residencia estudiantil de Gabo fue incendiada y la propia universidad fue cerrada sine die. Ese fue el comienzo de una guerra civil –denominada "La Violencia"– entre liberales y conservadores que duraría una década y costaría la vida a unas 200.000 personas.

Colombia nunca sería la misma, y tampoco la vida de Gabo. Para poder continuar sus estudios, se trasladó a Cartagena de Indias, se matriculó en la universidad y comenzó a colaborar en mayo de 1948 con el nuevo diario local, El Universal. Poco tiempo después, dejó los estudios para dedicarse plenamente a la escritura. Intentó ganarse la vida escribiendo artículos para El Heraldo de Barranquilla, ciudad adonde se mudó en 1950. Fueron años felices y formativos: rodeado de otros jóvenes creadores –escritores, artistas, bohemios– que llegaron a ser grandes amigos y formaron el llamado Grupo de Barranquilla. En esa época, Gabo vivía en un hotel de paso, firmaba una columna bajo el pseudónimo Septimus, y terminó su primera novela, La hojarasca.

Esta antología, tan bienvenida como necesaria, resalta el legado del periodista Gabriel García Márquez por medio de una selección de sus artículos publicados. Arranca con el joven y bohemio Gabo de la etapa costeña, que apenas despega como escritor, y sigue unos cuarenta años hasta mediados de los ochenta, siendo ya un autor maduro y consagrado. Esta antología nos revela un escritor de pluma amena en sus orígenes, bromista y desenfadado, cuyo periodismo es poco distinguible de su ficción. En Tema para un tema, por ejemplo, escribe sobre la dificultad de encontrar un tema apropiado para empezar una nota. "Hay quienes convierten la falta de tema en tema para una nota periodística", dice, y, después de revisar un abanico de historias pintorescas que aparecen en los diarios –que la hija del dictador español Franco se casa y que el novio se llama "el Yernísimo", que unos chicos resultan quemados por jugar con platillos voladores–, deja claro que es posible escribir un artículo entretenido sobre nada en particular. En una equivocación explicable, Gabo narra cómo un hombre profundamente borracho se suicidó tirándose por la ventana de su hotel al ver pescados caer desde el cielo. Con el hecho consumado, el remate de Gabo tiene un tono gótico noir tipo Edgar Allan Poe que revela un periodista motivado sobre todo por el deseo de "echar un cuento bien contado", como él mismo solía decir con su estilo costeño: "Cali . Abril 18. Una extraordinaria sorpresa tuvieron en el día de hoy los habitantes de la capital del valle del Cauca, al observar en las calles centrales de la ciudad la presencia de centenares de pescaditos plateados, de cerca de dos pulgadas de longitud, que aparecieron regados por todas partes".

En 1954, Gabo regresó a Bogotá para trabajar en El Espectador, el mismo diario que había publicado sus primeros cuentos cortos. Empezó haciendo críticas de cine, y se dedicó al reportaje como enviado especial, pero también publicó notas de su interés –algunas recogidas en este volumen–, crónicas sobre leyendas populares de la costa, o reflexiones sobre acontecimientos que le intrigaban. (...)


Durante su estancia en Bogotá, Gabo no tardó en consagrarse como cronista de renombre nacional con su dramática crónica serializada Relato de un náufrago, publicada en 1955. Basada en entrevistas con Luis Alejandro Velasco, único superviviente del barco ARC Caldas, de la marina colombiana, que se había hundido (sic) a causa de una tormenta en su viaje de vuelta de Mobile, Alabama, la historia de Gabo fue todo un éxito. Publicada en catorce entregas, la serie rompió el récord de ventas de El Espectador, al tiempo que suscitó un fuerte escándalo por lo que Gabo afirmaba allí (sic): que el buque se había hundido a causa de la sobrecarga derivada del contrabando subido a bordo por oficiales y tripulación; el resultado fue que el editor, para alejar a Gabo del ojo del huracán, lo envió a Europa. Era la primera vez que Gabo salía de Colombia.

En los dos años y medio que pasó en Europa, moviéndose como corresponsal itinerante de El Espectador por París, Italia, Viena e incluso los países de Europa oriental, al otro lado del Telón de Acero, Gabo escribió una serie de crónicas acerca de todo lo que le parecía digno de interés, desde una cumbre política de alto nivel en Ginebra hasta las supuestas trifulcas entre dos célebres actrices del cine italiano o la neblina de Londres. Su prosa era fresca, y sus crónicas siempre agudas y cargadas de ironía; era un gran "mamador de gallo", como dicen de los bromistas en Colombia, y la cohorte de fieles seguidores adquirida gracias a Relato de un náufrago estaba dispuesta a leer cualquier cosa que saliese de su pluma.

En uno de sus trabajos europeos, S.S . se va de vacaciones, Gabo se explaya sobre el recorrido habitual del Papa desde el Vaticano hasta su palacio de Castelgandolfo, a las afueras de Roma. Planteando la escena como un guionista de cine, Gabo escribió: "El Papa se fue de vacaciones. Esta tarde, a las cinco en punto, se instaló en un Mercedes particular, con placas SCV ­7, y salió por la puerta del Santo Oficio, hacia el palacio de Castelgandolfo, a 28 kilómetros de Roma. Dos gigantescos guardias suizos lo saludaron en la puerta. Uno de ellos, el más alto y fornido, es un adolescente rubio que tiene la nariz aplanada, como la nariz de un boxeador, a consecuencia de un accidente de tránsito". (...)

Cuando volvió a América Latina, a finales de 1957, Gabo llegó reclutado por Plinio Apuleyo Mendoza, un amigo colombiano, para trabajar en Momento, una revista de Caracas. Mendoza también lo había acompañado en su viaje a los países de Europa del Este. Su llegada coincidió con una nueva etapa de convulsión política: al poco tiempo de llegar, en enero de 1958, se produjo la caída del dictador venezolano Marcos Pérez Jiménez. Fue el primer derrocamiento popular de un dictador en una época en que América Latina estaba gobernada casi exclusivamente por dictadores. Lo que Gabo vivió durante el siguiente año en el volátil ambiente venezolano supuso para él un despertar político.

Regresó brevemente a Barranquilla para casarse con Mercedes Barcha, una bella joven momposina de la cual se había enamorado años antes, durante su etapa costeña. Volvieron juntos a Caracas. Cuando su amigo Mendoza dejó Momento a causa de un desacuerdo con el dueño, Gabo se solidarizó con él y renunció. Como freelance, empezó a escribir artículos para otras publicaciones. Dos de ellos, recogidos aquí, Caracas sin agua y Sólo doce horas para salvarlo, son clásicos del emergente estilo periodístico de Gabo, en el cual la narración, reconstrucción minuciosa de dramas de la vida real, es vehiculada por un tono de suspense a veces casi hitchcockiano, y con un desenlace que solo se revela al final.

En enero de 1959, dos semanas después de que el ejército rebelde de Fidel Castro derrocase al dictador Fulgencio Batista y tomase el poder en Cuba, Gabo y Mendoza lograron viajar a la isla a bordo de un destartalado avión enviado a Caracas por los triunfantes barbudos para traer periodistas. A partir de ahí empezó una relación con la revolución cubana que duró toda su vida. Sobre esa primera experiencia cubana escribió memorablemente en No se me ocurre ningún título.

(...)

La situación del continente en aquel momento quedaba perfectamente expresada en el retrato oficial de la conferencia de jefes de Estado que se había reunido el año anterior en Panamá: "Apenas si se vislumbra un civil escuálido en medio de un estruendo de uniformes y medallas de guerra. Incluso el general Dwight Eisenhower, que en la presidencia de los Estados Unidos solía disimular el olor a pólvora de su corazón con los vestidos más caros de Bond Street, se había puesto para aquella fotografía histórica sus estoperoles de guerrero en reposo. De modo que una mañana Nicolás Guillén abrió su ventana y gritó una noticia única: '¡Se cayó el hombre!'. Fue una conmoción en la calle dormida porque cada uno de nosotros creyó que el hombre caído era el suyo. Los argentinos pensaron que era Juan Domingo Perón, los paraguayos pensaron que era Alfredo Stroessner, los peruanos pensaron que era Manuel Odría, los colombianos pensaron que era Gustavo Rojas Pinilla, los nicaragüenses pensaron que era Anastasio Somoza, los venezolanos pensaron que era Marcos Pérez Jiménez, los guatemaltecos pensaron que era Castillo Armas, los dominicanos pensaron que era Rafael Leónidas Trujillo, y los cubanos pensaron que era Fulgencio Batista. Era Perón, en realidad. Más tarde, conversando sobre eso, Nicolás Guillén nos pintó un panorama desolador de la situación de Cuba. 'Lo único que veo en el porvenir –concluyó– es un muchacho que se está moviendo mucho por los lados de México'. Hizo una pausa de vidente oriental, y concluyó: 'Se llama Fidel Castro'.

(...)

Máquina de escribir en la que García Márquez escribió 'Cien años de soledad'.

Con la publicación y el espectacular éxito de Cien años de soledad, el año 1967 fue uno de los grandes hitos en la vida de Gabriel García Márquez. A partir de ahí, Gabo y su familia gozaron de estabilidad económica y él fue internacionalmente aclamado, con total merecimiento, como uno de los grandes novelistas contemporáneos. Gabo no abandonó las cimas literarias en los siguientes veinte años –en ese lapso publicó sus otras obras mayores, incluidas El otoño del patriarca y El amor en los tiempos del cólera–, pero paralelamente, y aunque esta faceta fuese mucho menos conocida por sus millones de lectores más allá de América Latina, Gabo siguió ejerciendo de periodista, y con un enfoque cada vez más políticamente comprometido.

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Junto con algunos amigos periodistas colombianos, impulsó Alternativa, una revista de izquierdas; escribía artículos y columnas críticas con la política norteamericana y a favor de Cuba y de Fidel Castro, con quien empezó a desarrollar una duradera amistad. Escribió una larga crónica alabando la histórica expedición militar cubana en Angola, y otra, incluida en este volumen, que se tituló El golpe sandinista. Crónica del asalto a la "Casa de los Chanchos" y que trataba como una epopeya heroica el secuestro masivo de parlamentarios nicaragüenses por parte de un grupo de guerrilleros sandinistas. En la crónica Los cubanos frente al bloqueo, incluida en esta antología, Gabo utilizó sus dotes narrativas para hacer comprender a sus lectores las implicaciones del famoso "embargo" –"bloqueo" para los cubanos– que Estados Unidos aplicó sobre Cuba a partir de1961. Escribió: "Aquella noche, la primera del bloqueo, había en Cuba unos 482.560 automóviles, 343.300 refrigeradores, 549.700 receptores de radio, 303.500 televisores, 352.900 planchas eléctricas, 286.400 ven­tiladores, 41.800 lavadoras automáticas, 3'510.000 relojes de pulsera, 63 locomotoras y 12 barcos mercantes. Todo eso, salvo los relojes de pulso que eran suizos, había sido hecho en los Estados Unidos. Al parecer, había de pasar un cierto tiempo antes de que los cubanos se dieran cuenta de lo que significaban en su vida aquellos números mortales. Desde el punto de vista de la producción, Cuba se encontró de pronto con que no era un país distinto sino una península comercial de los Estados Unidos".

A causa de textos como estos, Gabo fue muy criticado por la prensa de derechas en Estados Unidos y América Latina, y algunos llegaron a tildarlo de propagandista del régimen cubano, o incluso de tonto útil de Fidel Castro. Gabo siguió apoyando las causas en que creía, ejerciendo además un papel diplomático al involucrarse personalmente en esfuerzos de diálogo entre Estados Unidos y Cuba, así como entre líderes guerrilleros colombianos y los sucesivos gobiernos de su país.

Pero la obra de Gabo trascendía también sus ideas políticas. En 1987, ante la abrumadora noticia del asesinato, por orden de Pablo Escobar, de Guillermo Cano, su amigo y editor al frente de El Espectador durante décadas, Gabo escribía esta sentida y conmovedora alabanza: "Durante casi cuarenta años, a cualquier hora y desde cualquier parte, cada vez que ocurría algo en Colombia, mi reacción inmediata era llamar a Guillermo Cano por teléfono para que me contara la noticia exacta. Siempre, sin una sola falla, salía al teléfono la misma voz: 'Hola, Gabo, qué hay de vainas'. Un mal día del diciembre pasado, María Jimena Duzán me llevó a La Habana un mensaje suyo, con la solicitud de que escribiera algo especial para el centenario de El Espectador. Esa misma noche, en mi casa, el presidente Fidel Castro estaba haciéndome un relato absorbente en el curso de una fiesta de amigos, cuando oí, casi en secreto, la voz trémula de Mercedes: 'Mataron a Guillermo Cano'. Había ocurrido quince minutos antes, y alguien se había precipitado al teléfono para darnos la noticia escueta. Apenas si tuve alientos para esperar, con los ojos nublados, el final de la frase de Fidel Castro. Lo único que se me ocurrió entonces, ofuscado por la conmoción, fue el mismo impulso instintivo de siempre: llamar por teléfono a Guillermo Cano para que me contara la noticia completa, y para compartir con él la rabia y el dolor de su muerte".

Hacia finales de los noventa, Gabo, diagnosticado de cáncer linfático (aunque se recuperaría de dicha enfermedad), empezó a debilitarse inexorablemente en la última década y media de su vida.

En 1996, antes que empezaran sus problemas de salud, publicó el libro Noticia de un secuestro, uno de sus escasos trabajos periodísticos de envergadura ampliamente conocido a nivel internacional; trata del espeluznante calvario de un grupo de influyentes colombianos, la mayoría periodistas, que fueron tomados como rehenes por Pablo Escobar en su esfuerzo de convencer al gobierno colombiano de abandonar el acuerdo de extradición para narcotraficantes que había firmado con Estados Unidos.

En 1998, Gabo utilizó parte del dinero de su premio Nobel para comprar la revista Cambio, que pertenecía a una amiga suya, y volver a lanzarla con un nuevo equipo de reporteros y editores. En Cambio publicó algunas de sus últimas piezas periodísticas; por ejemplo, un perfil de la cantante barranquillera Shakira y otro del caudillo venezolano Hugo Chávez. La revista finalmente tuvo que cerrar, pero mientras duró Gabo disfrutó de la experiencia, encantado de vivir nuevamente a fondo en el "mejor oficio del mundo".

En la misma época, desde 1995, Gabo impartió talleres en la Fundación Gabriel García Márquez para el Nuevo Periodismo Iberoamericano, con sede en Cartagena de Indias y creada con el propósito de divulgar nuevas técnicas periodísticas e incentivar a una nueva generación de periodistas latinoamericanos. En una conversación que mantuvimos en 1999, me invitó a ser uno de los profesores de la Fundación y me describió la futura fraternidad hemisférica de cronistas y reporteros como "una mafia genial de amigos" que no solo elevaría el nivel periodístico de América Latina, sino que fortalecería sus democracias.

* El escándalo del siglo. Gabriel García Márquez.
Prólogo de Jon Lee Anderson.
Literatura Random House.
El volumen llegará a las librerías
la primera semana de septiembre.

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