30 de diciembre de 2017

MEMORABILIA GGM 882

MEMORABILIA GGM
Cali – Colombia
30 de diciembre de 2017

Los documentos de GGM
en el Harry Ransom Center

En días recientes el Harry Ransom Center de la Universidad de Texas, abrió el público parte de los archivos que adquirió a Gabriel García Márquez. De esos archivos, MEMORABILIA GGM hizo una selección de textos publicados en medios de diferentes partes del mundo, de páginas redactadas por el escritor colombiano. Esta es la primera parte de esa investigación sobre los documentos de GGM.



Así es Bogotá

Así era nuestra ciudad, nublada y lluviosa, a sólo 500 metros por debajo de las nieves perpetuas. Había una torre central, con un reloj, y una calle central cuyos transeúntes de paraguas al brazo vestían de colores oscuros, hablaban en voz muy baja y se iban a la cama a las ocho de la noche.

Éramos, se decía, un millón de personas, que nos la arreglábamos de muchos modos para vivir. Teníamos una manera muy propia de estar alegres: los días de fiesta íbamos a misa, tocábamos campanas y quemábamos pólvora en los suburbios. Era la pirotecnia de la felicidad.

En la mañana, había una hora que parecía puesta entre paréntesis en el tiempo: la hora del café. En el paralelo 5, a la misma altura en que los aborígenes de Nueva Guinea se alimentaban de carne humana y se fumaba opio en Singapur. Hombres solemnes vestidos con demasiada corrección hablaban de un tema que en nuestra ciudad era siempre nuevo y siempre primitivo: la política.

Como todos los habitantes de las ciudades civilizadas de aquel tiempo nos preocupaba más la actualidad que el futuro. Sabíamos, con pocas horas de diferencia, cuál era el punto de vista del canciller de Pakistán.

Creíamos en la letra impresa, en el poder adquisitivo del dinero y en la necesidad del sueño. Nunca supimos si fue ese nuestro mejor defecto o nuestra peor virtud.

Los sabios nos habían dicho: "Mirad los libros por fuera y conoceréis por dentro a la ciudad". Obedeciendo a esa enseñanza, habría podido descubrirse que el espíritu de la ciudad estaba hecho de versos sentimentales, de manuales de divulgación científica y de relatos de aventuras interplanetarias. Pero, a despecho del trascendentalismo de los sabios, era mejor la anécdota: un cliente que por deformación profesional miraba a hurtadillas la última página de una novela policíaca, para descubrir sin comprar el libro quién era el asesino.

El lunes, una certidumbre nos llenaba de fortaleza: tarde o temprano volvería a ser domingo.

Había una cierta dureza en nuestra manera de progresar. Lo hacíamos a saltos, sin estar muy seguros de dónde iríamos a caer. Pero sólo así podríamos hacerlo, y así habíamos llegado a ser una ciudad moderna con el pasado a la vuelta de la esquina.

Ni siquiera nos sorprendíamos ele que un día los niños nos preguntaran, perplejos, por qué se hablan vuelto tan siniestros los bomberos.

Llovía de un modo cruel en nuestra ciudad. Uno podrá pasar muchas horas frente a la ventana, en espera de que ocurriera algo. Y nada se veía distinto de la lluvia. Pasados diez, veinte años, el espectáculo podía seguir siendo el mismo. Pero valía la pena esperar: tarde o temprano ocurría una cosa increíble.

Entonces, por un momento, éramos felices en el goce de la ociosidad: contamos con las manos tendidos en la hierba, nos hacíamos tomar un retrato que por el resto de la vida nos sirviera de motivo para reírnos de nosotros mismos, dormíamos a la sombra de los árboles con la cara cubierta con un sombrero, nos moríamos de amores inverosímiles...

Al menos en una cosa nuestra ciudad era igual a todas las ciudades del mundo: en los domingos vacíos e interminables. Tratábamos, inútilmente, de llenarlos con actos insignificantes...

Por no quedamos solos en la casa, salíamos en busca de acompañamiento, y a veces éramos felices un domingo a las tres de la tarde, solos en medio de la muchedumbre.

Creyendo que después de eso sólo podía venir el diluvio. Podía cometerse el error de cerrar la ventana. Habría dejado de verse entonces una escena de cine que en nuestra ciudad habría resultado fantástica si hubiera sido una escena de la vida real... y una escena de la vida real que en el cine habría sido fantástica.

Durante muchos años los visitantes extranjeros anotaron en sus diarios una comprobación que año tras año habían registrado las estadísticas: había más hombres que mujeres en las calles. Pero nosotros nos dolíamos de que no existiera una estadística de la casualidad.

Entonces hubiera podido comprobarse que en un instante fugaz y asombroso pasó por las calles de la ciudad la mujer más bella del mundo.

Para:
EDICIONES GAMMA
Bogotá - Colombia
1993

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La desgracia de ser feliz

Aquel sábado negro descubrí la felicidad: un estado del cuerpo y el alma que se vive un instante y se sigue pagando por el resto de la vida. Empezó can un trueno apocalíptico que enrareció el cuarto con el olor premonitorio de tierra mojada, y no tiempo para escapar ileso cundo se precipitó un aguacero grande, de los que suelen desmadrar la ciudad entre mayo y octubre. Las calles de arenas ardientes se convirtieron en torrentes ciegos que arrastraban cuanto encontraron a su paso después de tres meses de sequía, y podían ser como la felicidad del amor: tan providenciales corno devastadoras.

Apenas había tenido tiempo de asegurar puertas y ventanas cuando me salió al encuentro la certidumbre física de que no estaba solo. Alcancé a ver el celaje del gato que saltó del sofá y se escabullé por el balcón y en su plato quedaron las sobras de una comida que nadie le había servido. Lo había criado como estudié latín. Seguía sus trazas con su manual de uso para familiarizarme con sus hábitos naturales, pero no di con su escondite para obrar, ni con sus sitios de reposo, ni con las causas de su humor voluble. Quise enseñarlo a comer a sus horas, a usar la caja de arena en la terraza, a no subirse en mi cama mientras yo dormía ni a olisquear los alimentos en la mesa, ni pude hacerle entender que la casa era suya por derecho propio y no corno un botín de guerra.

De modo que lo dejé a su aire para enfrentar el aguacero bíblico que amenazaba con desquiciarla. Sufrí un ataque de estornudos encadenados, me dolía el cráneo y tenía fiebre, pero me sentía poseído por una fuerza y una determinación que nunca tuve a ninguna edad y por ninguna causa. Puse calderos en el piso para recoger las goteras, y me di cuenta de que habían aparecido otras nuevas desde el invierno anterior. La más grande había empezado a inundar el flanco derecho de la biblioteca. Me apresuré a salvar a los autores griegos y latinos que vivían por aquel rumbo, pero al quitar los libros encontré un chorro de alta presión que salía de un tubo roto en el fondo del muro. Lo amordacé con trapos hasta donde pude para salvar mis favoritos.

El estrépito del agua y el aullido del viento arreciaron en el parque. De pronto, un relámpago fantasmal y su trueno simultáneo impregnaron el aire de un fuerte olor de azufre, el viento desbarató las vidrieras del balcón y la-tremenda borrasca de mar rompió los cerrojos y se metió en la casa como en la suya. Sin embargo, antes de diez minutos escampó de un tajo. Un sol espléndido secó los escombros varados en las calles, y volvió el calor. Fue entonces cuando me estremeció la certidumbre de que había sido feliz durante la tormenta y no sabía por qué.

Mi única explicación es que así como los hechos reales se olvidan, también algunos que nunca lo fueron pueden estar en la memoria como si hubieran sido. Pues si evocaba la emergencia del aguacero no me veía a mí mismo solo en la casa sino siempre acompañado por alguien que no me atreví a recordar. La sentía tan cerca, que había percibido el rumor de su aliento en el dormitorio, y los latidos de su mejilla en mi almohada. Me recordaba a mí mismo en el escabel de la biblioteca y la recordaba a ella con su bata de flores pintadas recibiendo los libros para ponerlos a salvo. La veía correr de un lado al otro de la casa batallando con la tormenta, empapada de lluvia con el agua a los tobillos en una noche feliz sin los tormentos del amor. La recordaba al día siguiente preparándole al gato un desayuno que nunca fue y poniendo la mesa mientras yo secaba los pisos y ponía orden en el naufragio de la casa. Nunca olvidé la mirada sombría con que me preguntó mientras desayunábamos: ¿Por qué me conociste tan viejo? Le contesté la verdad: la edad de uno no es la que se tiene sino la que uno siente.

Desde entonces la llevé en la memoria con una nitidez que me permitía hacer de ella lo que fuera útil para ser felices. Le cambiaba el color de los ojos según mi estado de ánimo: color de agua al despertar, color de almíbar cuando reía, color de lumbre cuando la contrariaba. La vestía para la edad y la condición que convinieran a mis cambios de humor: novicia enamorada a los veinte años, puta de salón a los cuarenta, reina de Babilonia a los setenta, santa a los cien.

Cantábamos duetos de amor de Puccini, boleros de Agustín Lara, milongas de Gardel, y comprobábamos una vez más que quienes no cantan no pueden imaginarse siquiera lo que es la felicidad de cantar. Hoy sé que no fue una alucinación en aquella tarde feliz sino un milagro más del primer amor de mí vida a los noventa años.


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Bárbara Dian Jacobs Barquet conocida como Bárbara Jacobs (Ciudad de México, 19 de octubre de 1947) es una escritora, poetisa, ensayista, traductora y articulista mexicana. El éxito literario llegó con su primera novela: Las hojas muertas (1987) que ganó el Premio Xavier Villaurrutia y fue traducida a varios idiomas. A partir de 1970 publica en revistas y suplementos literarios y colabora en diferentes revistas. Desde hace más de una década mantiene una colaboración quincenal con el diario La Jornada.
En su vida personal fue casada con Augusto Monterroso de quien enviudó. Luego contrajo matrimonio con el conocido ilustrador Vicente Rojo, famoso por su portada de la segunda edición de Cien años de soledad.

Adaptado de Wikipedia
 

Bárbara Jacobs en su verde limón

Algún día tendremos que estudiar con el mayor cuidado los comentarios que Bárbara Jacobs suele anticipar en las reflexiones intensas y lúcidas de los mismos libros que está escribiendo. Aún en el transcurso de sus versiones finales, mientras se escudriña a sí misma para poner a sus lectores cautivos contra la pared de sus propias incertidumbres creativas, todavía parece preguntarse cómo pudo escribir el libro suyo que estamos leyendo con tanto placer.

Creo que ella no es s6lo uno de los buenos escritores en estos tiempos de libros fáciles, sino que no conozco muchos que sepan anticipar con la 'misma honradez casi suicida el largo y doloroso calvario de su gestación y su escritura. Podría pensarse de' mala fe que es un truco de astucia para ganar méritos, pero sus lectores cautivos sabemos que es en realidad un caso de honradez inusitada aún a riesgo de su propia obra. Su terror es quizás el mismo y pocas veces confesable que otros escritores picapedreros padecemos desde las primeras tentativas de nuestros textos, pero creo que muy pocos lo vivimos de un modo tan encarnizado como ella en la pesquisa ansiosa de cada palabra perdida, de cada frase banal, de cada átimo del corazón, y consciente como pocos de' las dificultades inmensas con las que• nuestros propios libros empiezan a acosarnos desde mucho antes de ser concebidos.

No sé si ella misma reconoce esa virtud – ¿o esa desgracia?– o si solo la usa como un conjuro contra la incertidumbre. Pero el hecho es que esa voluntad de sacrificio tiene para ella una importancia enorme, porque revela lo que la inmensa mayoría de los escritores –buenos o malos– apenas alcanzamos a vislumbrar. Soy uno de los muchos lectores puntuales, y mi admiración por sus libros es apenas comparable con la que tengo por su fidelidad a sí misma.

El proyecto con que Bárbara Jacobs aspira ahora a la Beca Guggenheim es un ejemplo climático de su método íntimo desde la pregunta inicial: ¿Me atreveré a contar la verdad de cómo nació mi proyecto de este libro? Ella misma no se da la respuesta, que quizás no conocía hasta entonces, pero conociéndola a ella, y conociendo su arte como lo conocemos sus lectores devotos, no abrigo la mínima duda de que su incertidumbre insaciable no es un mérito del oficio, sino una virtud mayor de la inteligencia, y que este nuevo libro suyo hervido a fuego lento ha de ser una prueba más de los misterios raros de su inspiración. Como casi todos los suyos, que he leído siempre en medio de la selva magistral de sus propias dudas, con la tensión irresistible y el terror deslumbrado de un cazador de leones.


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Luis Alcoriza director de cine y guionista. Mexicano de origen español posee una filmografía extensa entre las que se desatacan la película Presagio basada en una idea original de Gabriel García Márquez. De sus trabajos se destaca la película Mecánica Nacional que marcó un punto de quiebre en la expresión cinematográfica azteca.

 Un buen recuerdo de un mejor amigo

Cuando la editorial Sudamericana de Buenos Aires me mandó las primeras pruebas de imprenta de Cien años de soledad, en 1967, las llevé ya corregidas a una fiesta encasa de Luis Alcoriza, sobre todo para la curiosidad insaciable del invitado de honor, don Luis Buñuel, que tejió toda clase de especulaciones magistrales sobre el arte de corregir, no para mejorar, sino para esconder. Vi a Alcoriza tan fascinado por la conversación, que tomé la buena determinación de dedicarle las pruebas de imprenta con una frase que era más que verdadera: Para Luis y Janet del amigo que más los quiere en este mundo.

Veintiocho años después, cuando Cien Años de Soledad había hecho su carrera, alguien recordó aquel episodio en la misma casa, y opinó que las pruebas con la dedicatoria valían una fortuna. Janet las sacó de su baúl y las exhibió en la sala hasta que le hicieron la broma de que con eso podían salir de pobres. Alcoriza hizo entonces una escena muy suya dándose golpes con ambos puños en el pecho, y gritando con su vozarrón bien impostado y su determinación carpetovetónica.
– ¡Pues yo prefiero morirme antes que vender esta joya dedicada por un amigo!

Entre la justa ovación de todos, volví a sacar el mismo bolígrafo de la primera vez, que todavía conservaba, y escribí debajo de la dedicatoria de dieciocho años antes: Confirmado, 1985, y volví a firmar como la primera vez: Gabo. Ese es el documento de 180 folios con 1,026 correcciones de mi puño y letra, que fue puesto en pública subasta más de veinte años después en la feria del libro de Barcelona, sin participación ni beneficio alguno de mi parte.

Este es apenas uno de los numerosos episodios que podría contar sobre los siete años salteados que trabajé con Alcoriza como asistente en la elaboración de guiones que nunca se filmaron. De allí surgió una relación cuya memoria podría ocupar volúmenes de páginas inolvidables. Yo llegaba a su casa como un empleado puntual, a las nueve de la mañana, y lo encontraba ya sentado frente a la máquina de su escritorio, con el ímpetu de avanzar en el argumento de alguna película empezada a medias con pedazos sueltos de cada uno de nosotros. Nuestro sueño era reflejar sin tapujos el horror del mundo que estábamos viviendo.

Pero no recuerdo que hubiéramos concebido tres o cuatro episodios terribles cuando la realidad nos aventaba por otros desfiladeros más sangrientos. La razón no podía ser simple y válida: era tan desmesurada nuestra desazón por el mal estado del mundo y el oscuro destino de la humanidad, que ningún drama por complaciente que fuera podía encontrar espacio en nuestras modestos esquemas. Sin embargo, no puedo recordar una época más vital en nuestras ansias de creadores, y tal vez la menos olvidable de mis años.

La cruda realidad de que suelen hablar los poetas nos obligó a plantar nuestros pies en tierra firme y a buscar otros modos menos irreales de cumplir con el duro oficio de sobrevivir todas las horas de todos los días. Volví a fondo a mis primeras tentativas de reportero y narrador, y hoy me complace la certidumbre de no haber errado el camino. Alcoriza, por su parte, aprovechó bien las horas que perdía conmigo y las engrandeció con un cine estelar. Durante años nos encontrábamos apenas, casi siempre por casualidad, pero a distancia éramos conscientes que nuestra amistad era real y buena porque la habíamos forjado a fuego vivo.

Luis Alcoriza murió en su ley en 1992, a los setenta y un años, en su retiro de Cuernavaca. Janet siguió allí, y murió seis años después, reducida a un pequeño núcleo de sus amigos fieles. Entre ellos el más cercano de todos, Héctor Delgado, que los había adoptado como padres y se ocupó de ellos en las vacas flacas de la vejez, más y mejor que si hubieran sido los verdaderos. Antes de morir, ellos lo nombraron con toda justicia su heredero legítimo. Lo único que me parece injusto de esta historia a la vez inverosímil y memorable, es que Luis y Janet vivieran sus últimos años con miles de dólares guardados a salvo del tiempo y las polillas en el fondo del baúl, por la invencible dignidad ibérica de no vender el regalo del amigo que más los quiso en el mundo.

Enero de 2006


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Carlos Andrés Pérez. Presidente de la República de Venezuela en dos periodos. Fue separado de sus funciones por el Congreso Nacional. Falleció en mayo de 1993

(Sin título)
 

Mi relación con Carlos Andrés Pérez fue muy estrecha durante sus dos períodos presidenciales. No solo por su política cultural, de la cual estuve siempre muy pendiente, sino también por su política exterior, y muy en especial por la ayuda a los movimientos progresistas que luchaban por aquellos años contra las sangrientas dictaduras de la América Central. Una delegación del movimiento sandinista de Nicaragua me localizó en Colombia para que mediara con el presidente Carlos Andrés Pérez en apoyo de la lucha que mantenían contra la tiranía hereditaria de la familia Somoza. Viajé a Caracas de inmediato para transmitirle el mensaje al presidente venezolano, y me di cuenta desde el primer momento de que él estaba muy bien informado de la muy grave situación de Nicaragua. Dos días después de mi gestión convocó y recibió en su despacho presidencial una comisión sandinista del más alto nivel que le dio pormenores más secretos. De inmediato –con la mediación del general Ornar Torrijas, presidente de Panamá–Carlos Andrés Pérez les hizo llegar a los sandinistas varios cargamentos de armas de guerra, de las muchas que les hacían falta para derribar la vieja dictadura de los Somoza. Hoy tengo la impresión de que esa fue una ayuda definitiva para la liberación de Nicaragua, y el principio del fin –ojalá también definitivo– de otras tiranías siniestras de la América Central.

Sin embargo, siempre he creído que tal vez lo más notable y menos recordado de los dos periodos presidenciales de Carlos Andrés Pérez fue su política cultural, que se sintió hasta los últimos rincones de América Latina sin distinción de lenguas. Estuve muy al corriente de ella por la ayuda que solicitaba el presidente en persona y a través de sus asesores mejor informados y de sus amigos más cercanos para asegurar en sus certámenes la participación de los creadores de más renombre.

El Premio Rómulo Gallegos, que se adjudicó en buena parte de sus dos gobiernos a escritores muy distinguidos de la lengua castellana, tuvo el buen sentido de no excluir al Brasil ni a otros países de idiomas distintos. Fundó la Biblioteca Ayacucho, con Ángel Rama como director, conformada en especial por los clásicos más distinguidos, y que tal vez sea hoy una de las más importantes del continente. Sofía Inberg, sorprendida por aquella explosión creativa de las artes y las letras, declaro como un chiste: "Si me dan una pala y un garaje, hago un museo de artes contemporáneas". El presidente Carlos Andrés Pérez la oyó, o lo supo por segunda mano, y fundó para ella El Consejo Nacional de la Cultura, del cual fue directora excelente desde entonces hasta hace pocos meses cuando Hugo Chávez, el presidente actual, la destituyó con una rara explicación radiofónica.

Enero, 2007

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Frank del Olmo. Periodista norteamericano de origen mexicano. Falleció en la sala de redacción de Los Angeles Times, donde laboraba
 
Frank en su mal año bisiesto

La noticia que nunca hubiera querido conocer ocurrió el martes 19 de febrero de este mal año bisiesto: la muerte sin desmentidos ni rectificación posible de Frank del Olmo. Desde que nos conocimos en México a finales de los años ochenta con un abrazo premonitorio de viejos compadres, y en las varias ocasiones en que volvimos a encontramos desde entonces, solos: o acompañados, y aun sin proponérnoslo, no tuvimos una sola conversación que no fuera sobre la noticia del día. Pues los periodistas congénitos descubrimos pronto, y aún contra nuestra voluntad, que este oficio no es sólo una vocación, ni un destino, ni una necesidad ni un empleo, sino algo sin remedio: un vicio de amigos.

Frank del Olmo lo sabía como nadie, y lo había asumido como un premio de la vida, sin un minuto de reposo. Esclavizado por la certidumbre de que el mundo será mejor cuanto más tratemos de ser como él fue: un grande de su oficio, con un gozo inagotable de disfrutarlo y padecerlo, y la dicha de ser querido como pocos por sus amigos del mundo entero. Hasta la mala mañana del 19 de este febrero al que le sobra un día, y que apenas le dio tiempo a Frank del Olmo para levantarse de su escritorio, fulminado por; la traición de su propio y noble corazón, y ya convertido en la noticia triste e irreparable de su jueves aciago.

Los Angeles,
Febrero, 2004


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El general en mi laberinto

Mi personaje inolvidable es el general Rafael Uribe Uribe, como creo recordarlo en el sillón de la oficina de mi abuelo materno en nuestra casa de Aracataca. Lo primero que me llamó la atención fue la voz metálica y bien impostada que me llegó por la ventana cuando mi abuela Tranquilina me enseñaba a cortar rosas en el jardín. "Es el hombre más importante del mundo", me dijo ella sin asombro.

No pude resistir la tentación, y corrí a la oficina para verlo como lo vi, arrellenado en el sillón del abuelo. Tenía la piel curtida por el sol de sus guerras, un bigote muy negro de puntas afiladas y unos ojos de gato montuno. Vestía de lino blanco intachable con unas botas idénticas a las que seguía usando mi abuelo desde la guerra de los Mil Días. Pero lo que más me impresionó desde el primer instante fue el resplandor metálico de su voz.

Al verme entrar, mi abuelo se preparó para anunciarme en la primera pausa oportuna, pero no fue necesario, Sin mirarme siquiera, el visitante me puso la mano en el hombro hasta terminar su relato fantástico. Yo sufrí un estremecimiento de pavor, pero pronto me sentí a salvo al amparo de su voz. Fue una deflagración instantánea que me marcó para siempre, y me sirvió para valorar en carne propia los relatos de batallas triunfales y guerras perdidas que me contaba mi abuelo, y que me permitieron construir al visitante, pieza por pieza, como mi personaje inolvidable.

Sólo al final de la escuela tuve que enfrentarme a la verdad de que aquella visita histórica de la cual oí hablar por el resto de mi infancia no podía ser sino un invento de mi imaginación. Pues sólo entonces me enteré por casualidad de que el general Rafael Uribe Uribe no estuvo más de una vez en la casa de mis abuelos al término de la guerra de los Mil Días, y había sido asesinado a golpes de hacha a las puertas del Congreso Nacional cuando faltaban todavía más de catorce años para que yo naciera.

Sin fecha


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Idea para la película de un partido de fútbol perfecto

La idea es hacer en cine un partido de fútbol de ficción, en su tiempo real de noventa minutos, entre dos equipos formados por los veintidós jugadores mejor calificados del mundo.

La selección será hecha por un grupo de grandes expertos, con un sentido creativo que entienda el fútbol como deporte, corno juego de suerte y azar, y como entretenimiento dominical. También ellos disertarán el partido minuto a minuto, en un guión donde todo esté previsto hasta en sus mínimos detalles: la actuación de los jugadores, las decisiones de los árbitros, y hasta el comportamiento del público.

El resultado debe ser un partido de una intensidad técnica y estética que nunca se verá en la vida real. El espectáculo perfecto que mil millones de aficionados van a buscar sin encontrarlo en los estadios del mundo entero.


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*Transcripción del texto grabado en audio para la
Sección "El libro" de Álvaro Castaño Castillo
(Emisora HJCK.  Febrero de 2000
*También se publicó en el periódico interno
de la "Feria del libro del zócalo del D.F."
en octubre de 2003, cuando se recibió a
Colombia como invitado de honor.

El libro

El hombre empieza a tener uso de razón a los siete años cuando el maestro lo mira por encima de la armadura de los anteojos y le dice: "El miércoles me trae sin falta, una composición sobre el libro" Al día siguiente empiezan los dolores de muela, la falsificación de la firma de papá y ese terror a la escuela que es el primer terror enorme que se experimenta en la vida. Treinta años después, cuando ya el hombre empieza a perder el uso de la razón a fuerza de no saber exactamente qué es el libro, después de haber pasado media vida rodeado de libros por todas partes, alguien le llama por teléfono un sábado y le dice: "Necesitamos para el lunes sin falta, una composición sobre el libro". Al día siguiente, como en la escuela, empiezan los malos sueños, la pérdida del apetito Y este terror al micrófono que es uno de los últimos terrores enormes que se experimentan en la vida. De manera que he venido dispuesto a confesar honorablemente que no sé qué es el libro. Acaso ello se deba a que toda la vida la he pasado demasiado cerca de ellos. He comprado libros, los he leídos, los he regalado, los he vendido, me los he robado y hace algún tiempo, para bien o para mal, he empezado a escribir1os. Tengo pues una cierta autoridad para no saber nada de ellos.

De todas mis relaciones con los libros, la más interesante sin duda y la más sincera es la de haberlos vendido. Hace unos cuantos años andaba por los polvorientos pueblecitos de la Costa Atlántica con un muestrario de libros de medicina, visitando médicos rurales para venderles libros. Como no tenía nada que leer en las noches sofocantes de los hoteles, me metía en la cama con un libro de técnica quirúrgica, yo que no había sido más que un mal estudiante de Derecho y a veces me sorprendían los gallos embebido en la descripción de la masacre científica de una cesárea. Aquella actividad no me enseñó mucho de los libros pero me enseñó un poco de la gente. Conocí hombres que compran libros para tenerlos, que es la forma más refinada de la avaricia, otros que sencillamente compran tres metros de libros azules que es la forma más costosa de la imbecilidad, otros que los compran para que los vean comprarlos que es la forma más tonta de la vanidad y otros, entre muchos otros, que los compran para leerlos.

Como; vendedor yo tenía dos discursos: uno para toda clase de compradores destinado a hacerlos comprar y otro para los que me parecía que tenían el propósito de tenerlos. A éstos últimos los veía tan serios, tan responsables, tan amigos íntimos que terminaba por decirles: "Doctor, quiero rogarle el favor de que no me compre éste libro". Creo que de esos años de vendedor ambulante nació en mí el propósito de escribir libros que es una manera de seguirlos vendiendo pero que es al mismo tiempo el modo más honrado de venderlos porque se pueden corregir, arreglar e inclusive romperlos y volver a hacerlos hasta cuando uno está bastante persuadido de que no engaña a nadie. Entonces como en la escuela uno no sabe todavía qué cosa es un libro, pero le tiene más respeto que nunca porque entonces sabe mejor que nadie que escribir un libro es una cosa difícil, acaso la cosa más difícil de hacer que se ha inventado.

Noviembre. 1959

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Memoria del MARCO

Durante años tuve un prejuicio grave contra los museos. Aun en los más refinados sentía la impresión de que no eran los lugares donde vivían las musas –según su credencial etimológica–Sino las tumbas de lujo donde estaban enterradas. Aun los más famosos del mundo me recordaban la triste verdad de que somos nosotros y no la vida los que nos vamos para siempre, y soñaba con un museo que no nos mostrara lo que fuimos sino lo que queremos ser. Una buena madre que, no para da compartir mis angustias se desahogó en el Louvre cuando su niño de cinco aftas, ante una naturaleza muerta, le preguntó si aquellas frutas se podían comer. La madre lo agarró del brazo y se lo llevó avergonzada.

–Niño tonto –le dijo–. El arte no se come.

Este prejuicio injusto se me esfumó como por arte de ensueños en el Museo de Arte Contemporáneo de Monterrey (MARCO), desde mi primera visita hace dos años. En un solo golpe de vista se me reveló como una fiesta de la vida por la inteligencia de su concepción y la belleza de su obra, y me infundió una sensación de optimismo y buena salud que me permitió entender al 'instante, y ojalá para siempre, que en realidad el arte no se come, pero alimenta.

29 de mayo de 2001

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(Sin título)

Los dinosaurios –según cálculos del historiador Hugh Thomas–- fueron dueños y señores del mundo durante ciento cincuenta millones de años, hasta sesenta y cinco millones de años antes de Cristo. La Tierra era entonces un planeta casi desierto entre cien mil millones de estrellas, y al ser-humano le faltaban todavía unos sesenta millones de años para existir. Con base en estos datos, el milenio que comienza dentro de siete años es en realidad el ciento cincuenta y dos mil de los dinosaurios y apenas el milenio ciento dos mil de los seres humanos.

Si alguna continuidad ha habido en la historia de la humanidad, es la paradoja de-su instinto de-supervivencia. Nuestros antepasados remotos se atrevieron a bajare los árboles cuando tuvieron una piedra afilada que les sirvió de hacha para cazar y defenderse, domesticar el fuego y matar para vivir. Cien milenios después esa hacha y ese fuego magnificados por la ciencia de la muerte mataron en Híroshíma sesenta mil personas en un minuto. A fin de cuentas, el instinto de conservación ha servido para que unos vivan a costa de la muerte de otros, y aun a costa de la destrucción del planeta

Dentro de estas proporciones, no es razonable pensar que podría cambiar algo entre este milenio que' termina y el que viene, Sin embargo, podría ser un pretexto para reflexionar sobre cómo invertir la paradoja del instinto de supervivencia y lograr que el género humano conquiste la paz y sea por fin feliz en un planeta restaurado, aunque sólo sea por un minuta de los cien o doscientos milenios que todavía nos faltan para inventar el amor.

Texto enviado a Consuelo Mendoza
24 de octubre de 1993

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(Sin título)

Hace muchos años siendo joven y bello en París, vi un japonés por la primera vez en mi vida. Me pareció un ser tan remoto e indescifrable, que le pregunté al amigo chileno que me acompañaba: ¿Qué diablos hará este hombre tan lejos de su casa?" "Lo mismo que nosotros", me contestó el amigo. "París está tan lejos de Tokio como de Buenos Aires".

Ese día aprendí que las distancias más largas y difíciles no son las geográficas sino las culturales. Y los cuarenta años que han transcurrido desde entonces no han hecho más que confirmarlo. Las distancias del mundo se han reducido tanto, que se puede viajar desde una ciudad y llegar a otra el día anterior y hay mensajes que casi pueden alcanzar su destino antes que el pensamiento. En cambio, pueden pasar todavía varios siglos sin que logremos entender y perdonar las razones del vecino que clava un clavo en la pared a las tres de la madrugada. Quiero decir que las distancias geográficas son del dominio de la técnica, mientras que las distancias culturales están en el corazón; y sólo se reducen con el amor.

Nunca supe quién era aquel japonés instantáneo que pasó como una aparición del otro mundo por el otoño de vientos efímeros de París. No sé si será alguno de los tantos talentos iluminados que hoy asombran el mundo o si se perdió sin nombre ni destino en las montoneras del olvido y de la muerte. Pero lo recuerdo ahora con una gratitud inmensa porque gracias a él estamos aquí, tratando de disminuir la fabulosa distancia mental que nos separaba en aquel tiempo.

Pues a eso hemos venido, amigos, Aunque sólo sea para que los japoneses y los latinoamericanos nos sintamos cada vez menos remotos y herméticos, cuando nos veamos pasar los unos a los otros• en cualquier parte, y la vida sea larga y feliz en un mundo de paz.

Sin fecha


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(Sin título)

Lo único realmente nuevo que podría intentarse para salvar la humanidad en el siglo XXI es que las mujeres asuman el manejo del mundo. No creo que un sexo sea superior o inferior al otro. Creo que son distintos con .distancias biológicas insalvables, pero la hegemonía masculina ha malbaratado una oportunidad de diez mil años.

Alguien dijo: 'Si los hombres pudieran embarazarse el aborto sería un sacramento". Ese aforismo genial revela toda una moral. Y es esa moral lo que tenemos que invertir. Sería, por primera vez en la historia, una mutación esencial del género humano, que haga prevalecer el sentido común –que los hombres hemos menospreciado y ridiculizado con el nombre de intuición femenina– sobre la razón –que es el comodín con que los hombres hemos legitimado nuestras ideologías, casi todas absurdas o abominables–.

La humanidad está condenada a desaparecer en el siglo XXI por la degradación del medio ambiente. El poder masculino ha demostrado que no podrá impedirlo, por su incapacidad para sobreponerse a sus intereses. Para la mujer, en cambio; la preservación del medio ambiente es una vocación genética. Es apenas un ejemplo. Pero aunque sólo fuera por eso; la inversión de poderes es de vida o muerte.

Enviado a la
Revista TIME

Sin fecha

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