MEMORABILIA GGM
Cali – Colombia
30 de diciembre de 2017
Los documentos de GGM
en el Harry Ransom Center
En días recientes el Harry Ransom Center de la
Universidad de Texas, abrió el público parte de los archivos que adquirió a
Gabriel García Márquez. De esos archivos, MEMORABILIA GGM hizo una selección de
textos publicados en medios de diferentes partes del mundo, de páginas
redactadas por el escritor colombiano. Esta es la primera parte de esa investigación
sobre los documentos de GGM.
Así es Bogotá
Así era nuestra ciudad, nublada y lluviosa, a
sólo 500 metros por debajo de las nieves perpetuas. Había una torre central,
con un reloj, y una calle central cuyos transeúntes de paraguas al brazo
vestían de colores oscuros, hablaban en voz muy baja y se iban a la cama a las
ocho de la noche.
Éramos, se decía, un millón de personas, que
nos la arreglábamos de muchos modos para vivir. Teníamos una manera muy propia
de estar alegres: los días de fiesta íbamos a misa, tocábamos campanas y quemábamos
pólvora en los suburbios. Era la pirotecnia de la felicidad.
En la mañana, había una hora que parecía
puesta entre paréntesis en el tiempo: la hora del café. En el paralelo 5, a la
misma altura en que los aborígenes de Nueva Guinea se alimentaban de carne
humana y se fumaba opio en Singapur. Hombres solemnes vestidos con demasiada
corrección hablaban de un tema que en nuestra ciudad era siempre nuevo y
siempre primitivo: la política.
Como todos los habitantes de las ciudades
civilizadas de aquel tiempo nos preocupaba más la actualidad que el futuro.
Sabíamos, con pocas horas de diferencia, cuál era el punto de vista del
canciller de Pakistán.
Creíamos en la letra impresa, en el poder
adquisitivo del dinero y en la necesidad del sueño. Nunca supimos si fue ese
nuestro mejor defecto o nuestra peor virtud.
Los sabios nos habían dicho: "Mirad los
libros por fuera y conoceréis por dentro a la ciudad". Obedeciendo a esa
enseñanza, habría podido descubrirse que el espíritu de la ciudad estaba hecho
de versos sentimentales, de manuales de divulgación científica y de relatos de
aventuras interplanetarias. Pero, a despecho del trascendentalismo de los
sabios, era mejor la anécdota: un cliente que por deformación profesional
miraba a hurtadillas la última página de una novela policíaca, para descubrir
sin comprar el libro quién era el asesino.
El lunes, una certidumbre nos llenaba de
fortaleza: tarde o temprano volvería a ser domingo.
Había una cierta dureza en nuestra manera de
progresar. Lo hacíamos a saltos, sin estar muy seguros de dónde iríamos a caer.
Pero sólo así podríamos hacerlo, y así habíamos llegado a ser una ciudad
moderna con el pasado a la vuelta de la esquina.
Ni siquiera nos sorprendíamos ele que un día
los niños nos preguntaran, perplejos, por qué se hablan vuelto tan siniestros
los bomberos.
Llovía de un modo cruel en nuestra ciudad. Uno
podrá pasar muchas horas frente a la ventana, en espera de que ocurriera algo.
Y nada se veía distinto de la lluvia. Pasados diez, veinte años, el espectáculo
podía seguir siendo el mismo. Pero valía la pena esperar: tarde o temprano
ocurría una cosa increíble.
Entonces, por un momento, éramos felices en el
goce de la ociosidad: contamos con las manos tendidos en la hierba, nos
hacíamos tomar un retrato que por el resto de la vida nos sirviera de motivo
para reírnos de nosotros mismos, dormíamos a la sombra de los árboles con la
cara cubierta con un sombrero, nos moríamos de amores inverosímiles...
Al menos en una cosa nuestra ciudad era igual
a todas las ciudades del mundo: en los domingos vacíos e interminables.
Tratábamos, inútilmente, de llenarlos con actos insignificantes...
Por no quedamos solos en la casa, salíamos en
busca de acompañamiento, y a veces éramos felices un domingo a las tres de la
tarde, solos en medio de la muchedumbre.
Creyendo que después de eso sólo podía venir
el diluvio. Podía cometerse el error de cerrar la ventana. Habría dejado de
verse entonces una escena de cine que en nuestra ciudad habría resultado
fantástica si hubiera sido una escena de la vida real... y una escena de la
vida real que en el cine habría sido fantástica.
Durante muchos años los visitantes extranjeros
anotaron en sus diarios una comprobación que año tras año habían registrado las
estadísticas: había más hombres que mujeres en las calles. Pero nosotros nos
dolíamos de que no existiera una estadística de la casualidad.
Entonces hubiera podido comprobarse que en un
instante fugaz y asombroso pasó por las calles de la ciudad la mujer más bella
del mundo.
Para:
EDICIONES GAMMA
Bogotá - Colombia
1993
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La desgracia de ser feliz
Aquel sábado negro descubrí la felicidad: un
estado del cuerpo y el alma que se vive un instante y se sigue pagando por el
resto de la vida. Empezó can un trueno apocalíptico que enrareció el cuarto con
el olor premonitorio de tierra mojada, y no tiempo para escapar ileso cundo se
precipitó un aguacero grande, de los que suelen desmadrar la ciudad entre mayo
y octubre. Las calles de arenas ardientes se convirtieron en torrentes ciegos
que arrastraban cuanto encontraron a su paso después de tres meses de sequía, y
podían ser como la felicidad del amor: tan providenciales corno devastadoras.
Apenas había tenido tiempo de asegurar puertas
y ventanas cuando me salió al encuentro la certidumbre física de que no estaba
solo. Alcancé a ver el celaje del gato que saltó del sofá y se escabullé por el
balcón y en su plato quedaron las sobras de una comida que nadie le había
servido. Lo había criado como estudié latín. Seguía sus trazas con su manual de
uso para familiarizarme con sus hábitos naturales, pero no di con su escondite
para obrar, ni con sus sitios de reposo, ni con las causas de su humor voluble.
Quise enseñarlo a comer a sus horas, a usar la caja de arena en la terraza, a
no subirse en mi cama mientras yo dormía ni a olisquear los alimentos en la
mesa, ni pude hacerle entender que la casa era suya por derecho propio y no
corno un botín de guerra.
De modo que lo dejé a su aire para enfrentar
el aguacero bíblico que amenazaba con desquiciarla. Sufrí un ataque de
estornudos encadenados, me dolía el cráneo y tenía fiebre, pero me sentía
poseído por una fuerza y una determinación que nunca tuve a ninguna edad y por
ninguna causa. Puse calderos en el piso para recoger las goteras, y me di
cuenta de que habían aparecido otras nuevas desde el invierno anterior. La más
grande había empezado a inundar el flanco derecho de la biblioteca. Me apresuré
a salvar a los autores griegos y latinos que vivían por aquel rumbo, pero al
quitar los libros encontré un chorro de alta presión que salía de un tubo roto
en el fondo del muro. Lo amordacé con trapos hasta donde pude para salvar mis
favoritos.
El estrépito del agua y el aullido del viento
arreciaron en el parque. De pronto, un relámpago fantasmal y su trueno
simultáneo impregnaron el aire de un fuerte olor de azufre, el viento desbarató
las vidrieras del balcón y la-tremenda borrasca de mar rompió los cerrojos y se
metió en la casa como en la suya. Sin embargo, antes de diez minutos escampó de
un tajo. Un sol espléndido secó los escombros varados en las calles, y volvió el
calor. Fue entonces cuando me estremeció la certidumbre de que había sido feliz
durante la tormenta y no sabía por qué.
Mi única explicación es que así como los
hechos reales se olvidan, también algunos que nunca lo fueron pueden estar en
la memoria como si hubieran sido. Pues si evocaba la emergencia del aguacero no
me veía a mí mismo solo en la casa sino siempre acompañado por alguien que no
me atreví a recordar. La sentía tan cerca, que había percibido el rumor de su
aliento en el dormitorio, y los latidos de su mejilla en mi almohada. Me
recordaba a mí mismo en el escabel de la biblioteca y la recordaba a ella con
su bata de flores pintadas recibiendo los libros para ponerlos a salvo. La veía
correr de un lado al otro de la casa batallando con la tormenta, empapada de
lluvia con el agua a los tobillos en una noche feliz sin los tormentos del
amor. La recordaba al día siguiente preparándole al gato un desayuno que nunca
fue y poniendo la mesa mientras yo secaba los pisos y ponía orden en el naufragio
de la casa. Nunca olvidé la mirada sombría con que me preguntó mientras
desayunábamos: ¿Por qué me conociste tan viejo? Le contesté la verdad: la edad
de uno no es la que se tiene sino la que uno siente.
Desde entonces la llevé en la memoria con una
nitidez que me permitía hacer de ella lo que fuera útil para ser felices. Le
cambiaba el color de los ojos según mi estado de ánimo: color de agua al
despertar, color de almíbar cuando reía, color de lumbre cuando la contrariaba.
La vestía para la edad y la condición que convinieran a mis cambios de humor:
novicia enamorada a los veinte años, puta de salón a los cuarenta, reina de
Babilonia a los setenta, santa a los cien.
Cantábamos duetos de amor de Puccini,
boleros de Agustín Lara, milongas de Gardel, y comprobábamos una vez más que
quienes no cantan no pueden imaginarse siquiera lo que es la felicidad de
cantar. Hoy sé que no fue una alucinación en aquella tarde feliz sino un
milagro más del primer amor de mí vida a los noventa años.
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Bárbara Dian Jacobs Barquet conocida como Bárbara Jacobs (Ciudad de México, 19
de octubre de 1947) es una escritora, poetisa, ensayista, traductora y
articulista mexicana. El éxito literario llegó con su primera novela: Las hojas muertas (1987) que ganó el
Premio Xavier Villaurrutia y fue traducida a varios idiomas. A partir de
1970 publica en revistas y suplementos literarios y colabora en diferentes
revistas. Desde hace más de una década mantiene una colaboración quincenal con
el diario La Jornada.
En su vida personal fue casada con Augusto
Monterroso de quien enviudó. Luego contrajo matrimonio con el conocido
ilustrador Vicente Rojo, famoso por su portada de la segunda edición de Cien años de soledad.
Adaptado
de Wikipedia
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Bárbara Jacobs en su verde limón
Algún día tendremos que estudiar con el mayor
cuidado los comentarios que Bárbara Jacobs suele anticipar en las reflexiones
intensas y lúcidas de los mismos libros que está escribiendo. Aún en el
transcurso de sus versiones finales, mientras se escudriña a sí misma para
poner a sus lectores cautivos contra la pared de sus propias incertidumbres
creativas, todavía parece preguntarse cómo pudo escribir el libro suyo que
estamos leyendo con tanto placer.
Creo que ella no es s6lo uno de los buenos
escritores en estos tiempos de libros fáciles, sino que no conozco muchos que
sepan anticipar con la 'misma honradez casi suicida el largo y doloroso
calvario de su gestación y su escritura. Podría pensarse de' mala fe que es un
truco de astucia para ganar méritos, pero sus lectores cautivos sabemos que es
en realidad un caso de honradez inusitada aún a riesgo de su propia obra. Su
terror es quizás el mismo y pocas veces confesable que otros escritores
picapedreros padecemos desde las primeras tentativas de nuestros textos, pero
creo que muy pocos lo vivimos de un modo tan encarnizado como ella en la
pesquisa ansiosa de cada palabra perdida, de cada frase banal, de cada átimo
del corazón, y consciente como pocos de' las dificultades inmensas con las que•
nuestros propios libros empiezan a acosarnos desde mucho antes de ser
concebidos.
No sé si ella misma reconoce esa virtud – ¿o
esa desgracia?– o si solo la usa como un conjuro contra la incertidumbre. Pero
el hecho es que esa voluntad de sacrificio tiene para ella una importancia
enorme, porque revela lo que la inmensa mayoría de los escritores –buenos o
malos– apenas alcanzamos a vislumbrar. Soy uno de los muchos lectores
puntuales, y mi admiración por sus libros es apenas comparable con la que tengo
por su fidelidad a sí misma.
El proyecto con que Bárbara Jacobs aspira
ahora a la Beca Guggenheim es un ejemplo climático de su método íntimo desde la
pregunta inicial: ¿Me atreveré a contar la verdad de cómo nació mi proyecto de
este libro? Ella misma no se da la respuesta, que quizás no conocía hasta
entonces, pero conociéndola a ella, y conociendo su arte como lo conocemos sus
lectores devotos, no abrigo la mínima duda de que su incertidumbre insaciable
no es un mérito del oficio, sino una virtud mayor de la inteligencia, y que
este nuevo libro suyo hervido a fuego lento ha de ser una prueba más de los
misterios raros de su inspiración. Como casi todos los suyos, que he leído
siempre en medio de la selva magistral de sus propias dudas, con la tensión
irresistible y el terror deslumbrado de un cazador de leones.
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Luis Alcoriza director de cine y
guionista. Mexicano de origen español posee una filmografía extensa entre
las que se desatacan la película Presagio basada en una idea original de
Gabriel García Márquez. De sus trabajos se destaca la película Mecánica
Nacional que marcó un punto de quiebre en la expresión cinematográfica
azteca.
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Un buen recuerdo de un mejor amigo
Cuando la editorial Sudamericana de Buenos
Aires me mandó las primeras pruebas de imprenta de Cien años de soledad, en
1967, las llevé ya corregidas a una fiesta encasa de Luis Alcoriza, sobre todo
para la curiosidad insaciable del invitado de honor, don Luis Buñuel, que tejió
toda clase de especulaciones magistrales sobre el arte de corregir, no para
mejorar, sino para esconder. Vi a Alcoriza tan fascinado por la conversación,
que tomé la buena determinación de dedicarle las pruebas de imprenta con una frase
que era más que verdadera: Para Luis y Janet del amigo que más los quiere en
este mundo.
Veintiocho años después, cuando Cien Años de
Soledad había hecho su carrera, alguien recordó aquel episodio en la misma
casa, y opinó que las pruebas con la dedicatoria valían una fortuna. Janet las
sacó de su baúl y las exhibió en la sala hasta que le hicieron la broma de que
con eso podían salir de pobres. Alcoriza hizo entonces una escena muy suya
dándose golpes con ambos puños en el pecho, y gritando con su vozarrón bien
impostado y su determinación carpetovetónica.
– ¡Pues yo prefiero morirme antes que vender
esta joya dedicada por un amigo!
Entre la justa ovación de todos, volví a sacar
el mismo bolígrafo de la primera vez, que todavía conservaba, y escribí debajo
de la dedicatoria de dieciocho años antes: Confirmado, 1985, y volví a firmar
como la primera vez: Gabo. Ese es el documento de 180 folios con 1,026
correcciones de mi puño y letra, que fue puesto en pública subasta más de
veinte años después en la feria del libro de Barcelona, sin participación ni
beneficio alguno de mi parte.
Este es apenas uno de los numerosos episodios
que podría contar sobre los siete años salteados que trabajé con Alcoriza como
asistente en la elaboración de guiones que nunca se filmaron. De allí surgió
una relación cuya memoria podría ocupar volúmenes de páginas inolvidables. Yo
llegaba a su casa como un empleado puntual, a las nueve de la mañana, y lo
encontraba ya sentado frente a la máquina de su escritorio, con el ímpetu de
avanzar en el argumento de alguna película empezada a medias con pedazos
sueltos de cada uno de nosotros. Nuestro sueño era reflejar sin tapujos el
horror del mundo que estábamos viviendo.
Pero no recuerdo que hubiéramos concebido tres
o cuatro episodios terribles cuando la realidad nos aventaba por otros
desfiladeros más sangrientos. La razón no podía ser simple y válida: era tan
desmesurada nuestra desazón por el mal estado del mundo y el oscuro destino de
la humanidad, que ningún drama por complaciente que fuera podía encontrar
espacio en nuestras modestos esquemas. Sin embargo, no puedo recordar una época
más vital en nuestras ansias de creadores, y tal vez la menos olvidable de mis
años.
La cruda realidad de que suelen hablar los
poetas nos obligó a plantar nuestros pies en tierra firme y a buscar otros
modos menos irreales de cumplir con el duro oficio de sobrevivir todas las
horas de todos los días. Volví a fondo a mis primeras tentativas de reportero y
narrador, y hoy me complace la certidumbre de no haber errado el camino.
Alcoriza, por su parte, aprovechó bien las horas que perdía conmigo y las
engrandeció con un cine estelar. Durante años nos encontrábamos apenas, casi
siempre por casualidad, pero a distancia éramos conscientes que nuestra amistad
era real y buena porque la habíamos forjado a fuego vivo.
Luis Alcoriza murió en su ley en 1992, a los
setenta y un años, en su retiro de Cuernavaca. Janet siguió allí, y murió seis
años después, reducida a un pequeño núcleo de sus amigos fieles. Entre ellos el
más cercano de todos, Héctor Delgado, que los había adoptado como padres y se
ocupó de ellos en las vacas flacas de la vejez, más y mejor que si hubieran
sido los verdaderos. Antes de morir, ellos lo nombraron con toda justicia su
heredero legítimo. Lo único que me parece injusto de esta historia a la vez
inverosímil y memorable, es que Luis y Janet vivieran sus últimos años con
miles de dólares guardados a salvo del tiempo y las polillas en el fondo del
baúl, por la invencible dignidad ibérica de no vender el regalo del amigo que
más los quiso en el mundo.
Enero de 2006
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Carlos Andrés Pérez. Presidente de la
República de Venezuela en dos periodos. Fue separado de sus funciones por
el Congreso Nacional. Falleció en mayo de 1993
(Sin título)
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Mi relación con
Carlos Andrés Pérez fue muy estrecha durante sus dos períodos presidenciales.
No solo por su política cultural, de la cual estuve siempre muy pendiente, sino
también por su política exterior, y muy en especial por la ayuda a los
movimientos progresistas que luchaban por aquellos años contra las sangrientas
dictaduras de la América Central. Una delegación del movimiento sandinista de
Nicaragua me localizó en Colombia para que mediara con el presidente Carlos
Andrés Pérez en apoyo de la lucha que mantenían contra la tiranía hereditaria
de la familia Somoza. Viajé a Caracas de inmediato para transmitirle el mensaje
al presidente venezolano, y me di cuenta desde el primer momento de que él
estaba muy bien informado de la muy grave situación de Nicaragua. Dos días
después de mi gestión convocó y recibió en su despacho presidencial una
comisión sandinista del más alto nivel que le dio pormenores más secretos. De
inmediato –con la mediación del general Ornar Torrijas, presidente de
Panamá–Carlos Andrés Pérez les hizo llegar a los sandinistas varios cargamentos
de armas de guerra, de las muchas que les hacían falta para derribar la vieja
dictadura de los Somoza. Hoy tengo la impresión de que esa fue una ayuda
definitiva para la liberación de Nicaragua, y el principio del fin –ojalá
también definitivo– de otras tiranías siniestras de la América Central.
Sin embargo,
siempre he creído que tal vez lo más notable y menos recordado de los dos
periodos presidenciales de Carlos Andrés Pérez fue su política cultural, que se
sintió hasta los últimos rincones de América Latina sin distinción de lenguas.
Estuve muy al corriente de ella por la ayuda que solicitaba el presidente en
persona y a través de sus asesores mejor informados y de sus amigos más
cercanos para asegurar en sus certámenes la participación de los creadores de
más renombre.
El Premio Rómulo
Gallegos, que se adjudicó en buena parte de sus dos gobiernos a escritores muy
distinguidos de la lengua castellana, tuvo el buen sentido de no excluir al Brasil
ni a otros países de idiomas distintos. Fundó la Biblioteca Ayacucho, con Ángel
Rama como director, conformada en especial por los clásicos más distinguidos, y
que tal vez sea hoy una de las más importantes del continente. Sofía Inberg,
sorprendida por aquella explosión creativa de las artes y las letras, declaro
como un chiste: "Si me dan una pala y un garaje, hago un museo de artes
contemporáneas". El presidente Carlos Andrés Pérez la oyó, o lo supo por
segunda mano, y fundó para ella El Consejo Nacional de la Cultura, del cual fue
directora excelente desde entonces hasta hace pocos meses cuando Hugo Chávez,
el presidente actual, la destituyó con una rara explicación radiofónica.
Enero, 2007
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Frank del Olmo. Periodista norteamericano
de origen mexicano. Falleció en la sala de redacción de Los Angeles Times,
donde laboraba
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Frank en su mal año bisiesto
La noticia que nunca hubiera querido conocer
ocurrió el martes 19 de febrero de este mal año bisiesto: la muerte sin
desmentidos ni rectificación posible de Frank del Olmo. Desde que nos conocimos
en México a finales de los años ochenta con un abrazo premonitorio de viejos
compadres, y en las varias ocasiones en que volvimos a encontramos desde
entonces, solos: o acompañados, y aun sin proponérnoslo, no tuvimos una sola
conversación que no fuera sobre la noticia del día. Pues los periodistas
congénitos descubrimos pronto, y aún contra nuestra voluntad, que este oficio
no es sólo una vocación, ni un destino, ni una necesidad ni un empleo, sino
algo sin remedio: un vicio de amigos.
Frank del Olmo lo sabía como nadie, y lo había
asumido como un premio de la vida, sin un minuto de reposo. Esclavizado por la
certidumbre de que el mundo será mejor cuanto más tratemos de ser como él fue:
un grande de su oficio, con un gozo inagotable de disfrutarlo y padecerlo, y la
dicha de ser querido como pocos por sus amigos del mundo entero. Hasta la mala
mañana del 19 de este febrero al que le sobra un día, y que apenas le dio
tiempo a Frank del Olmo para levantarse de su escritorio, fulminado por; la
traición de su propio y noble corazón, y ya convertido en la noticia triste e
irreparable de su jueves aciago.
Los Angeles,
Febrero, 2004
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El general en mi laberinto
Mi personaje inolvidable es el general Rafael
Uribe Uribe, como creo recordarlo en el sillón de la oficina de mi abuelo
materno en nuestra casa de Aracataca. Lo primero que me llamó la atención fue
la voz metálica y bien impostada que me llegó por la ventana cuando mi abuela
Tranquilina me enseñaba a cortar rosas en el jardín. "Es el hombre más
importante del mundo", me dijo ella sin asombro.
No pude resistir la tentación, y corrí a la
oficina para verlo como lo vi, arrellenado en el sillón del abuelo. Tenía la
piel curtida por el sol de sus guerras, un bigote muy negro de puntas afiladas
y unos ojos de gato montuno. Vestía de lino blanco intachable con unas botas
idénticas a las que seguía usando mi abuelo desde la guerra de los Mil Días.
Pero lo que más me impresionó desde el primer instante fue el resplandor
metálico de su voz.
Al verme entrar, mi abuelo se preparó para
anunciarme en la primera pausa oportuna, pero no fue necesario, Sin mirarme
siquiera, el visitante me puso la mano en el hombro hasta terminar su relato
fantástico. Yo sufrí un estremecimiento de pavor, pero pronto me sentí a salvo
al amparo de su voz. Fue una deflagración instantánea que me marcó para
siempre, y me sirvió para valorar en carne propia los relatos de batallas
triunfales y guerras perdidas que me contaba mi abuelo, y que me permitieron
construir al visitante, pieza por pieza, como mi personaje inolvidable.
Sólo al final de la escuela tuve que
enfrentarme a la verdad de que aquella visita histórica de la cual oí hablar
por el resto de mi infancia no podía ser sino un invento de mi imaginación.
Pues sólo entonces me enteré por casualidad de que el general Rafael Uribe Uribe
no estuvo más de una vez en la casa de mis abuelos al término de la guerra de
los Mil Días, y había sido asesinado a golpes de hacha a las puertas del
Congreso Nacional cuando faltaban todavía más de catorce años para que yo
naciera.
Sin fecha
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Idea para la película de un partido de fútbol perfecto
La idea es hacer en cine un partido de fútbol
de ficción, en su tiempo real de noventa minutos, entre dos equipos formados
por los veintidós jugadores mejor calificados del mundo.
La selección será hecha por un grupo de
grandes expertos, con un sentido creativo que entienda el fútbol como deporte,
corno juego de suerte y azar, y como entretenimiento dominical. También ellos
disertarán el partido minuto a minuto, en un guión donde todo esté previsto
hasta en sus mínimos detalles: la actuación de los jugadores, las decisiones de
los árbitros, y hasta el comportamiento del público.
El resultado debe ser un partido de una
intensidad técnica y estética que nunca se verá en la vida real. El espectáculo
perfecto que mil millones de aficionados van a buscar sin encontrarlo en los
estadios del mundo entero.
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*Transcripción del texto grabado en audio para la
Sección "El libro" de Álvaro Castaño Castillo
(Emisora HJCK.
Febrero de 2000
*También se publicó en el periódico interno
de la "Feria del libro del zócalo del D.F."
en octubre de 2003, cuando se recibió a
Colombia como invitado de honor.
El libro
El hombre empieza a tener uso de razón a los
siete años cuando el maestro lo mira por encima de la armadura de los anteojos
y le dice: "El miércoles me trae sin falta, una composición sobre el
libro" Al día siguiente empiezan los dolores de muela, la falsificación de
la firma de papá y ese terror a la escuela que es el primer terror enorme que
se experimenta en la vida. Treinta años después, cuando ya el hombre empieza a
perder el uso de la razón a fuerza de no saber exactamente qué es el libro,
después de haber pasado media vida rodeado de libros por todas partes, alguien
le llama por teléfono un sábado y le dice: "Necesitamos para el lunes sin
falta, una composición sobre el libro". Al día siguiente, como en la
escuela, empiezan los malos sueños, la pérdida del apetito Y este terror al
micrófono que es uno de los últimos terrores enormes que se experimentan en la
vida. De manera que he venido dispuesto a confesar honorablemente que no sé qué
es el libro. Acaso ello se deba a que toda la vida la he pasado demasiado cerca
de ellos. He comprado libros, los he leídos, los he regalado, los he vendido,
me los he robado y hace algún tiempo, para bien o para mal, he empezado a
escribir1os. Tengo pues una cierta autoridad para no saber nada de ellos.
De todas mis relaciones con los libros, la más
interesante sin duda y la más sincera es la de haberlos vendido. Hace unos
cuantos años andaba por los polvorientos pueblecitos de la Costa Atlántica con
un muestrario de libros de medicina, visitando médicos rurales para venderles
libros. Como no tenía nada que leer en las noches sofocantes de los hoteles, me
metía en la cama con un libro de técnica quirúrgica, yo que no había sido más
que un mal estudiante de Derecho y a veces me sorprendían los gallos embebido
en la descripción de la masacre científica de una cesárea. Aquella actividad no
me enseñó mucho de los libros pero me enseñó un poco de la gente. Conocí
hombres que compran libros para tenerlos, que es la forma más refinada de la
avaricia, otros que sencillamente compran tres metros de libros azules que es
la forma más costosa de la imbecilidad, otros que los compran para que los vean
comprarlos que es la forma más tonta de la vanidad y otros, entre muchos otros,
que los compran para leerlos.
Como; vendedor yo tenía dos discursos: uno
para toda clase de compradores destinado a hacerlos comprar y otro para los que
me parecía que tenían el propósito de tenerlos. A éstos últimos los veía tan
serios, tan responsables, tan amigos íntimos que terminaba por decirles: "Doctor,
quiero rogarle el favor de que no me compre éste libro". Creo que de esos
años de vendedor ambulante nació en mí el propósito de escribir libros que es
una manera de seguirlos vendiendo pero que es al mismo tiempo el modo más
honrado de venderlos porque se pueden corregir, arreglar e inclusive romperlos
y volver a hacerlos hasta cuando uno está bastante persuadido de que no engaña
a nadie. Entonces como en la escuela uno no sabe todavía qué cosa es un libro,
pero le tiene más respeto que nunca porque entonces sabe mejor que nadie que
escribir un libro es una cosa difícil, acaso la cosa más difícil de hacer que
se ha inventado.
Noviembre. 1959
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Memoria del MARCO
Durante años tuve un prejuicio grave contra
los museos. Aun en los más refinados sentía la impresión de que no eran los
lugares donde vivían las musas –según su credencial etimológica–Sino las tumbas
de lujo donde estaban enterradas. Aun los más famosos del mundo me recordaban
la triste verdad de que somos nosotros y no la vida los que nos vamos para
siempre, y soñaba con un museo que no nos mostrara lo que fuimos sino lo que
queremos ser. Una buena madre que, no para da compartir mis angustias se
desahogó en el Louvre cuando su niño de cinco aftas, ante una naturaleza
muerta, le preguntó si aquellas frutas se podían comer. La madre lo agarró del
brazo y se lo llevó avergonzada.
–Niño tonto –le dijo–. El arte no se come.
Este prejuicio injusto se me esfumó como por
arte de ensueños en el Museo de Arte Contemporáneo de Monterrey (MARCO), desde
mi primera visita hace dos años. En un solo golpe de vista se me reveló como
una fiesta de la vida por la inteligencia de su concepción y la belleza de su
obra, y me infundió una sensación de optimismo y buena salud que me permitió
entender al 'instante, y ojalá para siempre, que en realidad el arte no se
come, pero alimenta.
29 de mayo de 2001
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(Sin título)
Los dinosaurios –según cálculos del
historiador Hugh Thomas–- fueron dueños y señores del mundo durante ciento
cincuenta millones de años, hasta sesenta y cinco millones de años antes de
Cristo. La Tierra era entonces un planeta casi desierto entre cien mil millones
de estrellas, y al ser-humano le faltaban todavía unos sesenta millones de años
para existir. Con base en estos datos, el milenio que comienza dentro de siete
años es en realidad el ciento cincuenta y dos mil de los dinosaurios y apenas
el milenio ciento dos mil de los seres humanos.
Si alguna continuidad ha habido en la historia
de la humanidad, es la paradoja de-su instinto de-supervivencia. Nuestros
antepasados remotos se atrevieron a bajare los árboles cuando tuvieron una
piedra afilada que les sirvió de hacha para cazar y defenderse, domesticar el
fuego y matar para vivir. Cien milenios después esa hacha y ese fuego
magnificados por la ciencia de la muerte mataron en Híroshíma sesenta mil
personas en un minuto. A fin de cuentas, el instinto de conservación ha servido
para que unos vivan a costa de la muerte de otros, y aun a costa de la
destrucción del planeta
Dentro de estas proporciones, no es razonable
pensar que podría cambiar algo entre este milenio que' termina y el que viene,
Sin embargo, podría ser un pretexto para reflexionar sobre cómo invertir la
paradoja del instinto de supervivencia y lograr que el género humano conquiste
la paz y sea por fin feliz en un planeta restaurado, aunque sólo sea por un
minuta de los cien o doscientos milenios que todavía nos faltan para inventar
el amor.
Texto enviado a Consuelo Mendoza
24 de octubre de 1993
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(Sin título)
Hace muchos años siendo joven y bello en
París, vi un japonés por la primera vez en mi vida. Me pareció un ser tan
remoto e indescifrable, que le pregunté al amigo chileno que me acompañaba:
¿Qué diablos hará este hombre tan lejos de su casa?" "Lo mismo que
nosotros", me contestó el amigo. "París está tan lejos de Tokio como
de Buenos Aires".
Ese día aprendí que las distancias más largas
y difíciles no son las geográficas sino las culturales. Y los cuarenta años que
han transcurrido desde entonces no han hecho más que confirmarlo. Las
distancias del mundo se han reducido tanto, que se puede viajar desde una
ciudad y llegar a otra el día anterior y hay mensajes que casi pueden alcanzar
su destino antes que el pensamiento. En cambio, pueden pasar todavía varios
siglos sin que logremos entender y perdonar las razones del vecino que clava un
clavo en la pared a las tres de la madrugada. Quiero decir que las distancias
geográficas son del dominio de la técnica, mientras
que las distancias culturales están en el corazón; y sólo se reducen con el
amor.
Nunca supe quién era aquel japonés instantáneo
que pasó como una aparición del otro mundo por el otoño de vientos efímeros de
París. No sé si será alguno de los tantos talentos iluminados que hoy asombran
el mundo o si se perdió sin nombre ni destino en las montoneras del olvido y de
la muerte. Pero lo recuerdo ahora con una gratitud inmensa porque gracias a él
estamos aquí, tratando de disminuir la fabulosa distancia mental que nos
separaba en aquel tiempo.
Pues a eso hemos venido, amigos, Aunque sólo sea
para que los japoneses y los latinoamericanos nos sintamos cada vez menos
remotos y herméticos, cuando nos veamos pasar los unos a los otros• en
cualquier parte, y la vida sea larga y feliz en un mundo de paz.
Sin fecha
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(Sin título)
Lo único realmente nuevo que podría intentarse
para salvar la humanidad en el siglo XXI es que las mujeres asuman el manejo
del mundo. No creo que un sexo sea superior o inferior al otro. Creo que son
distintos con .distancias biológicas insalvables, pero la hegemonía masculina
ha malbaratado una oportunidad de diez mil años.
Alguien dijo: 'Si los hombres pudieran
embarazarse el aborto sería un sacramento". Ese aforismo genial revela
toda una moral. Y es esa moral lo que tenemos que invertir. Sería, por primera
vez en la historia, una mutación esencial del género humano, que haga
prevalecer el sentido común –que los hombres hemos menospreciado y ridiculizado
con el nombre de intuición femenina– sobre la razón –que es el comodín con que
los hombres hemos legitimado nuestras ideologías, casi todas absurdas o
abominables–.
La humanidad está condenada a desaparecer en
el siglo XXI por la degradación del medio ambiente. El poder masculino ha
demostrado que no podrá impedirlo, por su incapacidad para sobreponerse a sus
intereses. Para la mujer, en cambio; la preservación del medio ambiente es una
vocación genética. Es apenas un ejemplo. Pero aunque sólo fuera por eso; la
inversión de poderes es de vida o muerte.
Enviado a la
Revista TIME
Sin fecha
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