Bogotá –
Colombia
6 de
noviembre de 2017
La musa de Gabo
rompe su
silencio
La esposa de Gabo solo ha concedido dos entrevistas en su
vida. La más reciente fue lograda por Héctor Feliciano, quien la incluirá en el
libro García Márquez periodista. La Gaba reveló detalles de sus 54 años de
matrimonio y de las dificultades que vivió cuando el nobel andaba en busca de
una casa editorial.
Los biógrafos de Gabriel García Márquez
aseguran que Mercedes Barcha, su esposa, es una extensión de la personalidad
del nobel colombiano. Por ejemplo, cuando el escritor lanza una idea ante sus
contertulios ella la complementa sin que haya pie a que él la refute. Mercedes
habla de lo divino y lo humano, pero jamás lo hace en público, ni ante los
medios de comunicación. Solo dos veces ha roto su silencio.
La primera fue hace varias décadas, cuando le
concedió una entrevista a su cuñada Beatriz López de Barcha, y la otra hace
algunas semanas al escritor puertorriqueño Héctor Feliciano, de los diarios El
País, de España, y El Clarín, de Argentina. Esta última conversación inédita
será parte del libro García Márquez periodista, que saldrá al mercado a finales
de noviembre gracias a una alianza editorial entre la Fundación Nuevo Periodismo
Iberoamericano, que encabeza Jaime Abello Banfi, y la organización Ardila
Lülle.
En el
2010, Mercedes Barcha, conocida como la Gaba, y Gabriel García Márquez pasaron
las fiestas de Navidad y Año Nuevo en Cartagena. Los esposos recordaron los
días en que él trabajó como periodista del diario El Universal, de esta ciudad,
en 1948. Foto: Imagen Reina/09
En las primeras veinte páginas del texto,
Barcha, como nunca antes lo había hecho, revela los aspectos más importantes de
sus 54 años de matrimonio con el autor de Cien
años de soledad. “Toda una vida”, tal como dice continuamente ante sus
hijos y amigos.“No hay nadie más que conozca a Gabo como ella”, explicó
Feliciano, un “gabólogo” por excelencia y quien se encargó, además, de la
recopilación de las crónicas periodísticas del hijo de Aracataca durante su
paso por El Espectador y El Heraldo, de Barranquilla, que formarán parte del
libro.
A Héctor Feliciano, la convivencia eterna
entre Gabo y la Gaba lo convenció de que es verdad que existen las almas
gemelas. De hecho, y lo dijo el mismo García Márquez, el amor por su esposa
nació a primera vista, como muchos de los noviazgos que han nutrido los relatos
de sus novelas. El nobel la vio por primera vez cuando ella era una Lolita de
13 años y se valía de los ímpetus de la juventud para repetirle a todo el mundo
lo que decía su padre, un boticario sincelejano que se instaló en Barranquilla,
cerca al Hotel El Prado: “Cuando yo tenía esa edad mi papá aseguraba que
todavía no había nacido el príncipe que se iba a casar conmigo”.
El autor de éxitos editoriales como El otoño del patriarca pocas veces ha
hablado en público de la osadía de una borrachera que lo impulsó a pedirle
matrimonio a Mercedes cuando apenas era una niña. Solo en Crónica de una muerte anunciada entregó algunos apuntes de la
petición de mano que para él mismo rayó con la locura: “En la inconciencia de
la parranda le propuse a Mercedes Barcha que se casara conmigo, cuando apenas
había terminado la escuela de primaria”. Pasado el guayabo, Gabo recuperó la razón
y volvió a concluir que se casaría con la jovencita aunque ella fuera menor de
edad. La niña que lo flechó se fue a estudiar a Medellín, pero la empezó a
cortejar en Barranquilla, donde pasaba las vacaciones de fin de año.
La relación de los dos estuvo a un paso de
transformarse en un amor imposible, en pleno despunte de los años 50, una época
de carencias económicas que llevó al escritor hasta París. Con un océano de por
medio, el noviazgo se nutrió con cartas aromatizadas y una foto de la Gaba que adornaba
el cuarto donde él vivía. Más tarde, el creador de Macondo se instaló en
Venezuela, donde en un arranque de soledad viajó hasta Barranquilla para darle
el sí a Mercedes. La pareja se casó el 21 de marzo de 1958 en la iglesia del
Perpetuo Socorro, en pleno corazón del barrio Boston de la ciudad y a pocas
cuadras de La Cueva, el refugio de parrandas y tertulias interminables de los
intelectuales de la época. Después de la celebración de varios días, los recién
casados regresaron a Caracas, donde Mercedes adquirió la responsabilidad de
“sostener el mundo de Gabo sobre su espalda”.
Mientras su marido escribía Cien años de soledad, ella arreglaba los
asuntos domésticos y lo abastecía de resmas de papel con la ilusión de que
algún editor se fijara en la obra. Dicen que ella también consiguió el dinero
para enviar los textos originales de este best seller hasta Buenos Aires, la
última parada antes de ser publicado. Con el tiempo, Mercedes fue una especie
de relacionista que contribuyó a la amistad de Gabo con personajes de la talla
de Fidel Castro. “Fidel se fía de Mercedes aún más que de mí”, afirmó el autor
colombiano.
El libro García Márquez periodista traerá
episodios inéditos de la relación del matrimonio García Barcha, como el
desasosiego del escritor en Nueva York, cuando trabajó en Prensa Latina. “Había
animadversión de los cubanos residentes hacia esta agencia de noticias. Hubo
amenazas de bomba y golpes, pero cuando él llegaba a casa no le contaba a
Mercedes para no preocuparla. Fue cuando decidió dejar el periodismo y
dedicarse a escribir, por ella, para no mortificarla”, dijo el puertorriqueño
Héctor Feliciano. Ahora, en México, Mercedes es la encargada de perpetuar la
tranquilidad de su esposo.
Algunas veces salen a comer, y casi siempre en
su casa del sector de San Ángel atienden a sus dos hijos, los nietos y los
amigos más entrañables. Cuando no están ellos, la Gaba lee, habla, escucha
música y ve películas del cine dorado mexicano y del viejo Hollywood. Ella
llena la mansión al igual que la mujer del cuento Los funerales de la mamá grande.
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EL ESPECTADOR
Bogotá -
Colombia
8 de
noviembre de 2017
Columna
¿Dónde están
las colombianas?
Por:
Catalina Ruiz-Navarro
@Catalinapordios
Con ocasión del año Colombia-Francia, el
Ministerio de Cultura anuncia que a un evento literario que tendrá lugar en la
Biblioteca del Arsenal, el 15 de noviembre en París, sólo llevará a diez
escritores colombianos, todos hombres, como si en este país no hubiese escritoras.
Y escritoras colombianas sí hay. Nada más este
año se publicaron Animales del fin del mundo, de Gloria Susana Esquivel; La
perra, de Pilar Quintana; Al otro lado del mar, de María Cristina Restrepo;
Tiempo muerto, de Margarita García Robayo (a quien sí invitaron a Francia, pero
no pudo asistir); la biografía de María Cano por Beatriz Helena Robledo, y su
vida ilustrada, en María Cano: Roja muy roja, de Gabriela Pinilla, y Un amor
líquido, de Carolina Vegas, a quien muchas veces le preguntan que si contar la
historia de su maternidad “es literatura”. Además están Carolina Sanín, Yolanda
Reyes, Fanny Buitrago, y si esta lista fuese histórica se llevaría todo el
espacio de la columna.
Ante la vergüenza de no llevar escritoras al
año Colombia-Francia salieron a decir que “nadie había tenido la intención” de
dejarlas fuera, como siempre, porque de hecho la mayoría de las veces el
machismo no es intencional, está en esos primeros nombres que se nos ocurren y
en las primeras imágenes que nos vienen a la mente. Que no se les ocurriera
llevar cinco escritoras y cinco escritores sólo muestra que nuestra tendencia a
considerar sólo a los hombres, a leer sólo a los hombres, funciona en
automático. Cuando nos hacemos la pregunta sobre qué escritoras colombianas
hemos leído, la respuesta suele ser que muy pocas. Los hombres escriben los
libros de texto, las fotocopias de las lecturas universitarias, las novelas y
la historia de Colombia.
Basta observar por un segundo a las mujeres
que construye en su literatura nuestro adorado Gabriel García Márquez para ver
que todas son musas, mozas o madres. Gabo habrá sido muy buen escritor, pero
eso no quita lo machista. Que no se nos olvide que en Cien años de soledad a Remedios Moscote la casan cuando sólo tiene
nueve años y muere luego de que Aureliano Buendía la viola (a esa edad, es
violación) y la preña. Sobre Remedios la Bella se podría escribir un largo
ensayo sobre la mirada predadora masculina y el acoso. Tan machista era Gabo
que en su verde vejez tuvo el nervio de escribir las Memorias de mis putas tristes, que además de ser un irrespeto
simbólico a su fiel esposa, Mercedes, que literalmente lo mantuvo para que
escribiera su gran obra, es una fan fiction de La casa de las bellas durmientes de Kawabata, que cuenta la historia
de una suerte de prostíbulo a donde los viejos verdes impotentes van a
restregársele a doncellas dormidas, es decir, es un libro sobre violaciones.
Estos son los tropos de los escritores latinoamericanos, los del Boom son casi
todos asquerosamente machistas, y hasta Neruda en sus memorias confiesa una
violación “casual” que el escritor comete cuando ve a la empleada que le
arregla el cuarto y “le dan ganas”. Pero el machismo en la literatura no lo
vamos a notar hasta que leamos a las mujeres. No puede ser que toda nuestra
imaginación esté sólo alimentada por las ficciones que escriben los machos.
La consecuencia es gravísima, pues al borrar a
las colombianas de nuestra mente les estamos quitando oportunidades,
reconocimiento y derechos. La consecuencia es que no pensamos en las mujeres, y
esto tiene efectos, porque de hecho somos la mayoría de la población. Por eso
el Ministerio no invitó a las mujeres a Francia. Por eso cuando Adidas anuncia
la nueva camiseta de la selección de fútbol colombiana, a la única mujer que
incluyen en su promoción es a la exreina de belleza Paulina Vega Dieppa, y otra
vez se les “olvidó” incluir a las deportistas, específicamente a las
futbolistas colombianas que tienen resultados internacionales mucho mejores que
nuestra amada “selección” de hombres. Casi todas las colombianas que se
destacan en su campo lo hacen esforzándose el doble que sus colegas hombres y
son invariablemente cuestionadas. Aquí están, son excelentes, y no las vemos
porque crecimos imaginando que no existen. Que no existimos.
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Catalina Ruiz. Foto de página
web.
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EL ESPECTADOR
Bogotá -
Colombia
8 de
noviembre de 2017
Columna
Catalina Ruiz Navarro
no sabe leer a
Gabriel García Márquez
Por Juan
David Torres Duarte
Catalina Ruiz Navarro acaba de dar una clase
ejemplar de cómo se pueden acomodar los hechos a una interpretación
prejuiciosa. En su columna de este miércoles, Ruiz Navarro critica al
Ministerio de Cultura por haber dejado a las escritoras colombianas por fuera
de una serie de charlas sobre la literatura nacional que se darán en Francia.
La crítica ante el error del Ministerio es ineludible: cometió una estupidez
insalvable. Sin embargo, para probar su punto, Ruiz Navarro carga —porque sí—
contra el supuesto machismo literario de García Márquez, una prueba de que desconoce
por completo su obra y de que no tiene ni idea de literatura.
En el cuarto párrafo, Ruiz Navarro escribe:
“Basta observar por un segundo a las mujeres que construye en su literatura
nuestro adorado Gabriel García Márquez para ver que todas son musas, mozas o
madres. (…) Que no se nos olvide que en Cien años de soledad a Remedios Moscote
la casan cuando sólo tiene nueve años y muere luego de que Aureliano Buendía la
viola (a esa edad, es violación) y la preña. Sobre Remedios la Bella se podría
escribir un largo ensayo sobre la mirada predadora masculina y el acoso”.
Esas tres oraciones son de una ignorancia
excesiva: sólo quien ha hojeado los libros de García Márquez sin atención
alguna sería capaz de aseverar que todos sus personajes femeninos son “musas,
mozas o madres”. ¿Por qué no recuerda a Pilar Ternera, la prostituta más digna
de todo el Caribe? ¿Por qué no recuerda a la Mamá Grande, “soberana absoluta
del reino de Macondo”, un retrato genial del poder femenino? ¿Qué diría Ruiz
Navarro de Úrsula que, además de ser madre —a propósito, ¿qué tiene de malo ser
madre?—, es la sobreviviente eterna, por su voluntad y por su fuerza, ante la
debacle de Macondo? ¿Y qué nos diría
sobre Ángela Vicario, uno de los personajes principales de Crónica de una muerte
anunciada, esa novela que Carolina Sanín calificó hace poco en Arcadia como “la
mejor novela feminista que se ha escrito en América Latina”? ¿Qué tal si en su
columna se hubiera tomado el trabajo de analizar también la pena que Rebeca
Buendía enfrenta con decisión, la voluntad de fierro de Amaranta Úrsula y la
resistencia de Isabel en La hojarasca? ¿Se olvidó de la tenacidad de la Cándida
Eréndira?
En cambio, su interpretación es totalitaria:
reduce a todos los personajes a sus papeles de “madre, musa o moza”. Eso es el
totalitarismo, como señaló Kundera: ignorar que existen otras facetas de la
vida. Es ella quien les otorga sólo ese papel y las ve sólo de ese modo, aunque
en el papel tengan una riqueza infinita de dimensiones. Es ella quien decide evitarlas
y formular, en cambio, un análisis moralista y pobre que habrían incluido en el
Índice Católico de los Libros Prohibidos si aún existiera. Por eso le resultan
muy convenientes las exégesis retorcidas de Remedios Moscote —un ejemplo,
además, formulado a medias— y de Remedios La Bella para su tesis de García
Márquez, el macho incontrolable. ¿Ruiz Navarro decidió dejar de lado el aura de
empoderamiento que tiene Remedios La Bella, por completo desinteresada en
ajustarse a las normas que determinan su comportamiento correcto como mujer? La
columnista faltó a una regla de principiante de la escritura: documentarse. Tal
vez sucumbió ante la peste del olvido.
Su columna se basa, además, en otros
postulados tercos y sin fondo. Ruiz Navarro pone el ejemplo de Remedios Moscote
como una manera de avisarnos que, si García Márquez lo escribe en su libro, es
porque él mismo lo aprueba. Por ende, García Márquez, además de ser un
machista, resulta siendo un encubridor de violadores. Pero no es más que otra
prueba de que desconoce los procedimientos literarios: que un escritor de
ficción describa una situación de ese calibre no significa que esté de acuerdo
con ella, ni la apruebe, ni la glorifique. La representación literaria no
implica complicidad. De hecho, la muerte de Remedios, luego de haber sido
desprendida de su familia a una edad tan tierna, puede ser interpretada como el
castigo merecido al que será sometido Aureliano durante toda su vida, a esa
tristeza sin límites que lo dejará vagando por siempre. Pero su interpretación
torcida, en cambio, encaja perfecto en la tesis que defiende: como vemos que
Aureliano tiene sexo con una niña de nueve años, entonces García Márquez se
convierte en mecenas de la perversión.
Bravo.
Bravísimo.
Sus desatinos solemnes persisten (los
comentarios entre paréntesis son míos): “Tan machista era Gabo que en su verde
vejez (¡verde vejez! De seguro tiene pruebas suficientes para sustentarlo) tuvo
el nervio de escribir las Memorias de mis putas tristes, que además de ser un
irrespeto simbólico (porque el grado de respeto determina la calidad de una
obra literaria) a su fiel esposa, Mercedes, que literalmente lo mantuvo para
que escribiera su gran obra, es una fan fiction de La casa de las bellas
durmientes de Kawabata, que cuenta la historia de una suerte de prostíbulo a
donde los viejos verdes impotentes van a restregársele a doncellas dormidas, es
decir, es un libro sobre violaciones”.
En ese párrafo, Ruiz Navarro deslumbra con
otro golpe de su experticia literaria: además de que juzga Memorias de mis
putas tristes como un diario de vida de García Márquez (que no lo es, es una
novela, es decir, ficción, es decir, reinterpretación de la realidad a partir
de la fantasía, es decir, está equivocada y mejor que vuelva a leer la novela),
abofetea a Kawabata sólo por haber escrito un libro sobre violaciones. ¿Y acaso
no se pueden escribir libros sobre ese tema? ¿Está vedado? Tal vez Ruiz Navarro
podría contarnos qué temas pueden tocar los escritores de ficción y qué, más
bien, deberían mantener escondido. Esa forma sutil de censura estética no le
queda muy bien a alguien que se ha declarado feminista y, por lo tanto,
protectora de los derechos y libertades básicas.
Toda su confusión inaudita y prejuiciosa parte
de un punto debatido hasta el cansancio: Ruiz Navarro supone de manera ingenua
que el escritor es lo mismo que su obra. Si lo juzgamos a él, podemos juzgar
toda su obra (pobre Dostoiévski). En ese mismo párrafo, la columnista escribe:
“Gabo habrá sido muy buen escritor, pero eso no quita lo machista”. Más allá de
que hubiera sido machista o no (de nuevo, una acusación que ella jamás
sustenta), los libros de García Márquez no dependen de la personalidad de su
escritor, porque en la ficción (y esta es una lección básica de la que Ruiz
Navarro prescindió o que nunca quiso tener en cuenta) se forman numerosas
personalidades, el yo se ramifica, se expande hasta la desaparición, y al final
ya no es posible decir si la vida creó la literatura o la literatura creó la
vida. La literatura no va en un solo camino, como quisiera cualquier dogmático:
es el camino de los desvíos.
Las novelas de García Márquez, como las de
cualquier otro escritor dedicado, no son autobiografías: son realidades
independientes, mundos que se sostienen por sí mismos, que reflejan de una
manera estética (es decir, decantada y determinada por cierta técnica) aquello
que existe afuera y también aquello que no. Es un juego de la imaginación
—libre, merodeadora— que se tropieza con la realidad. Por eso, ni las novelas
ni ningún arte deben postrarse ante la policía moral. En efecto, a Remedios
Moscote la violaron, la casaron en contra de su voluntad. Pero eso es ver la
mitad del cuento: uno de los derechos del escritor es justamente reflejar
aquello que está fuera con delicadeza, con maestría. ¿Vamos a decir entonces
que García Márquez aprobaba la Masacre de las Bananeras porque la representó en
Cien años de soledad? ¿Se atrevería Ruiz Navarro a decirle a Joyce que es un
puerco sin sentimientos por haber puesto a uno de sus personajes, Leopold
Bloom, a limpiarse el trasero con la publicación de un poema de uno de sus
escritores enemigos?
No es posible juzgar de manera equilibrada a
un escritor con base en criterios morales, en categorías de los estudios de
género o en el feminismo, como lo hace Ruiz Navarro (que evita la discusión
real, la estética): hacerlo significa, de entrada, despreciar su valor
narrativo, documental, literario y estético; aquello que, en últimas, es el don
singular de la literatura. Sería como calzarle a una hormiga un zapato para
elefante. El resultado siempre será una interpretación errada y, sobre todo,
incompleta. Una obra literaria es un producto estético y debe ser juzgada bajo
esos criterios (que son móviles e inestables, contrario al dogmatismo de los
paradigmas, y allí radica su belleza). Sin embargo, si Ruiz Navarro insiste en
su yerro, le propongo otro argumento para su lista: García Márquez era un
inclemente asesino de la fauna nacional porque llenó un baño entero con
mariposas amarillas en extinción.
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Excélsior
Ciudad
de México
11 de
noviembre de 2017
Columna
Gabo, que te
quiero Gabo
Otra vez, cuando yo conocí a Gabo García Márquez tenía
unas piernas bien calzadas y trepábamos las montañas como si fueran dibujos de
niños.
Por
Maria Luisa Mendoza
Ya lo dije. Éramos tan jóvenes que trepar los
cerros no tenía molestia cual ninguna. Lo extraordinario es no habernos caído
desde las cúspides aquéllas, como si fuéramos gamos o ciervos. Simplemente
niños.
Ahora ya somos grandes y leemos lo que los
demás han escrito de Gabito, ese maravilloso muchacho casado con La Gaba y que
era en mucho el único de mis amigos pasados por las armas del matrimonio, pero
porque él lo quiso… haga usted de cuenta que tiene unos diez años y un muchacho
le dice a usted precisamente que algún día se va a casar con usted merita. Es
el sueño de amor de las chamacas, lo nunca visto por supuesto, y lo fantástico
es que esa persona joven y hermosa como el Gabo del cuento vaya y le pida a La
Gabita un matrimonio de a deveras.
Allí están los dos muchachos tan bellos
esperándolos. Uno va a ser el mejor cineasta para quien esto escribe, alto y
guapo como él solo, y el otro es un chico aparecido de pronto en una calle de
París, cuando Chaneca Maldonado y yo tomábamos un café muy quitadas de la pena
y él venía con dos o tres jóvenes, sus compañeros de escuela, todos estudiando
música si no me equivoco. El hijo jovencito de los Gabos era el ser más guapo
de París, y tan amable, tan gentil. Venía de su casa que yo ya conocía, un
departamento precioso, oscurón es verdad, pero de un calorcito único… además
estaba en París, ya lo dije, y el hijo de los muchachos lo habitaba todavía sin
casarse con Pía, la hija de Salvador Elizondo.
En realidad, yo ya conocía todo lo referente a
los García Márquez. La casa, por ejemplo, de la Ciudad de México, construida
por el arquitecto Parra, el papá de Riqui, mi amiga bien amada, y vista en la
intimidad en realidad por la generosidad de Chaneca, quien era en esos entonces
una especie de hermana mía y de los Gabitos, y así sabía ya de los forros de la
sala a veces blancos, a veces de cuadritos o rojos, una maravilla. Esa casa del
jardín me maravilló desde siempre y les ofreció a mi vidriero, mi ventanero, mi
artista especial, para que les hiciera a su vez una vidriera preciosa que
parecía seguir mis vidrieras estilo art nouveau, descubiertas entre un montón
de divinidades hechas por un japonés de paso por Tenochtitlan. Quiero dejar
aquí mis impresiones de la casa susodicha, pues significa una de esas
estampidas de luces y cuartos mágicos casi inexistentes.
Hay que hacer notar que Gabita es una de las
mujeres mejor vestidas que conozco en la faz de la Tierra. Su buen gusto no
tiene par, le he visto trajes de un buen gusto único, y si bien es verdad que
el traje maravilloso que llevó a Europa la tarde que le otorgaron a su marido
el Premio Nobel, yo no tuve el honor de verlo con mis ojos semiciegos, porque
no tuve oro de Moscú (o como decíamos antes), sí constaté una docena, por lo
menos, quizá porque era pobre-pobre, pero el regusto por lo nunca visto no se me
ha quitado, es cuestión de familia, eso que ni qué.
Debo contar el vestido que La Gaba estrenó el
día que el Presidente de la República le otorgó el Águila Azteca, distinción
que se le da a quien honra a nuestra patria con la obra, el comportamiento, el amor
pues, y Gabriel García Márquez siempre fue un enamorado de México.
En aquellos tiempos yo era una periodista
audaz, como quien dice, y por eso me invitaban a las grandes ocasiones, sobre
todo, las que se realizaban en la Presidencia de la República, en uno de sus
salones amplísimos y de techos altos. Allí estábamos los reporteros
carcamoneros y por ello mismo me sentí muy a gusto con la invitación. También
estrené traje —rosa de palo— y me quedaba que ni pintado. Estrené igualmente
zapatos marca Chanel, que a Chaneca le gustaron mucho y a mí me dio por
quitármelos en plena Presidencia sin pudor ni nada, simplemente se los puse en
las manos a mi amiga que los vio con atención y con atención le vieron los
cacles todos los que rodeaban la escena sin igual… ella y yo éramos como
hermanas, no sé por qué íbamos a tener pena o lo que fuera. A la mañana
siguiente aparecimos en la primera página de mi periódico Excélsior muy
descalzas, muy orondas, fuimos la sensación, le robamos un pellizquito a Gabo
de la fama mundial.
De ese día recuerdo la luz del salón, el aroma
del jardín de la Presidencia colándose por las puertas abiertas, la distinción
de La Gaba con un traje oscuro absolutamente despampanante, ni siquiera la
reina de Inglaterra traería algo igual, bueno, la reina de Inglaterra siempre
usa unos vestidos como de San Juan de Letrán con su bolsa del 15 de septiembre.
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EL ESPECTADOR
Bogotá -
Colombia
11 de
noviembre de 2017
Columna
La música
se hizo palabra
Por: Javier Ortiz
La tarde en que regresó a casa avergonzado a
consultar el diccionario porque un extraño en el circo se atrevió a corregirlo
cuando confundió un dromedario con un camello, el coronel Nicolás Márquez le
mintió a su nieto. En realidad, en aquel mamotreto que lo sabía todo y nunca se
equivocaba, no estaban todas las palabras. Faltaba una: Vallenato. Así, con V,
no con B, porque aunque conocía de mares y errancia, esta expresión no tenía
nada que ver con la cría del mayor de los cetáceos. La paradoja es que muchos
años después nadie contribuiría más para que ese vocablo estuviera en el
diccionario de la Real Academia Española que aquel nieto insomne.
Gabriel García Márquez es el principal
responsable de que el afamado diccionario estrene este diciembre la palabra
Vallenato, para designar a una expresión musical nacida en el Caribe
colombiano. La cosa comenzó temprano, quizá con aquella nota del 22 de mayo de
1948 en El Universal de Cartagena, en la que comparó el acordeón con un animal
triste, un fuelle nostálgico cuyas notas arrugaban el sentimiento. Luego
vendrían las correrías por el Magdalena Grande con el compositor Rafael
Escalona; un maravilloso texto en El Heraldo en el que explicó la manera como
el vallenato había ayudado a sobrellevar el duelo producto de la violencia partidista
en La Paz, un pueblo cerca a Valledupar; el retrato de Francisco el Hombre en
Cien años de soledad, como un viejo trotamundos que cantaba los acontecimientos
de la región acompañado de un viejo acordeón que le regaló sir Walter Raleigh;
el epígrafe de El amor en los tiempos del cólera tomado de una hermosa canción
de Leandro Díaz; y su apoyo al Festival de la Leyenda Vallenata. Lo demás,
también lo sabemos, lo hicieron las alianzas de la élites regionales con las
del centro del país, y las parrandas en las casas y los callejones del centro
histórico de Valledupar en los tiempos en que se repartían a dedo gobernaciones
y alcaldías.
Los diccionarios son el pulso de la evolución
social y conceptual de una época, y por eso su invaluable condición de fuente
histórica. Lo que hizo la Enciclopedia, el proyecto ilustrado francés del siglo
XVIII, fue explicarle al mundo en orden alfabético los conceptos que en ese
momento estaban desordenando políticamente a Europa. Y María Moliner, cuando
empezó a escribir ese diccionario sorprendente con la misma devoción con que
remendaba calcetines, advirtió que quería atrapar todas las palabras, “sobre
todo las que encuentro en los periódicos porque allí viene el idioma vivo, el
que se está usando, las palabras que tienen que inventarse al momento.” La
Academia en realidad es una institución conservadora y poco ágil para agarrar
palabras al vuelo. Su diccionario es para muchos una especie de necrópolis de
las palabras, un panóptico que las encarcela cuando ya han perdido la magia y
la gracia que les otorga su uso cotidiano.
La palabra Vallenato aparecerá oficialmente en
el diccionario no en la efervescencia de la parranda sino en tiempos de resaca.
Hace dos años la música vallenata tradicional fue reconocida como patrimonio
inmaterial de la humanidad por la Unesco, pero incluida dentro de la lista de
manifestaciones culturales que necesitan de proceso de salvaguardia urgente.
Quizá este nuevo reconocimiento deba tomarse como un aliciente para quienes,
como Gabo, defendieron su espíritu memorioso y trashumante.
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LA REPUBLICA
Lima –
Perú
10 de
noviembre de 2017
Cultural
El boom no hubiese
existido sin
Balcells
Reveló Xavi Ayén, periodista español, quien abrió las
actividades
del primer día del Hay Festival
El fallecido escritor Gabriel García Márquez
adornaba la realidad. “Para eso era un maestro”, reveló Xavi Ayén, periodista
español, quien abrió las actividades del primer día del Hay Festival hablando
del boom latinoamericano. Ayén contó que Gabo por ejemplo, modificaba su edad.
Nació en 1927 pero en muchos de sus libros cambiaba a 1928. “Lo hacía por
coquetería”, dijo Ayén.
El colombiano también explicaba a sus
biógrafos que mandó a su editor en Argentina el manuscrito de Cien años de soledad en dos partes por
su precaria situación económica. “Sin embargo Paco (Francisco) Porrúa (el
editor) me dijo que cuando abrió el paquete encontró el manuscrito completo”,
contó el periodista. Ayén investigó por casi 10 años el boom, un término que
acuñó por primera vez el periodista argentino Luis Harss para referirse al
“auge” de estos escritores. Todos los hallazgos de Ayén los compiló en Aquellos años del boom, que espera sea
editada para Latinoamérica en el 2018.
Escritor. Ayén presentará documental sobre Carmen
Balcells.
Por Redacción
Uno de los personajes más relevantes en este
grupo que “lo integraban solo machos” fue sin duda la agente literaria Carmen
Balcells. Sin ella no hubiera existido. “Es ella quien los cohesiona, organiza
que vivan en la misma vecindad, Barcelona (España), que vayan a las mismas
excursiones”.
El peruano Mario Vargas Llosa la bautizó como
la “Mamá Grande” . El autor de La ciudad
y los perros dijo de Balcells: A ella le debemos todo ... y todo lo que
tenemos. Pero en el boom también hubo “marginados”. Una de ellas es la
escritora argentina Luisa Valenzuela pese a su sólida literatura.
El periodista destaca que se creó la sensación
de que cada país debía tener un autor del boom. Ecuador no lo tenía y se lo
inventaron. El chileno José Donoso cuando lo entrevistaban recomendaba leer a
Marcelo Chiriboga un ecuatoriano cuya primera novela era La línea imaginaria. ”Balcells incluso hacía como si lo
representaba”, dijo.
Historia personal del boom, de Donoso empujó a
Ayén escribir del boom. Por qué lo hizo. “Una revista chilena se preguntaba por
qué ellos no tenían un escritor del boom . Esto le produjo tal frustración y
rabia a Donoso que escribió Historia
personal del boom”, dijo.
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REVISTA ARCADIA
Bogotá –
Colombia
20 de
octubre de 2017
El autor
y la escritora
Carolina Sanín ahonda en 'Crónica de una muerte
anunciada', para ella "la mejor novela feminista que se ha escrito en
América Latina".
Por
Carolina Sanín
Si queremos, podemos oír que en la vida se nos
hace incesantemente una sola pregunta: qué nos ha traído al lugar donde
estamos; qué nos hace actuar como actuamos; qué nos pasó, qué y quién nos
afectó. La respuesta es la disposición a contarnos nuestra propia e infinita
historia; no es una respuesta, sino una actitud: la responsabilidad misma. En
Crónica de una muerte anunciada se le hace tres veces la pregunta a Ángela
Vicario, la protagonista. En su noche de bodas, después de que Bayardo San
Román la devuelve a su casa tras descubrir que ella no es virgen, uno de sus
hermanos le pregunta “quién fue” —quien hizo que dejara de ser virgen—. “Ella
se demoró apenas el tiempo necesario para decir el nombre”, dice el narrador.
“Lo buscó en las tinieblas, lo encontró a primera vista entre los tantos y
tantos nombres confundibles de este mundo y del otro, y lo dejó clavado en la
pared con su dardo certero, como a una mariposa sin albedrío cuya sentencia
estaba escrita desde siempre. ‘Santiago Nasar’, dijo”.
A continuación el lector se persuade de que
los hermanos Vicario darán muerte a un inocente para restablecer el honor de la
familia y en obediencia al prejuicio. El narrador mismo duda explícitamente de
que Santiago Nasar sea responsable. Sin embargo, dice que Ángela Vicario no
dijo cualquier nombre, sino que lo “buscó” y que lo “encontró”, y que la
sentencia de Santiago Nasar estaba escrita. En otras partes de la novela se
describe a Santiago Nasar como un cazador y destructor de mujeres: un “gavilán
pollero. Andaba solo, igual que su padre, cortándole el cogollo a cuanta
doncella sin rumbo empezaba a despuntar por esos montes”. La mañana en que lo
van a matar, Santiago Nasar le dice a Divina Flor, la hija adolescente de la
sirvienta de su casa: “Ya estás en tiempo de desbravar”. Más tarde, cuando
trata de entrar en su casa para que no lo maten, lo acuchillan contra la puerta
que su madre ha cerrado pues Divina Flor, en su lúcida inconsciencia, ha dicho
que él ya está en la casa.
Puede leerse Crónica de una muerte anunciada
como una parábola sobre la responsabilidad, la deuda y la imposibilidad de
asignar una culpa (un tema central en la obra de García Márquez a partir del
cuento “En este pueblo no hay ladrones”): Santiago Nasar puede no haber
“desbravado” a Ángela Vicario, pero sí a muchas otras (tal vez Ángela Vicario
fue su víctima solo vicariamente y fue el ángel vengador). La novela puede
leerse también como una paradoja sobre el desencuentro entre el rumor y la
información, que hace imposible la solidaridad: todo el pueblo sabe que a
Santiago Nasar lo matarán en la mañana por la denuncia de Ángela Vicario, y
nadie —con una salvedad— lo avisa. Puede leerse como un comentario sobre la
espectacularidad del delito: “La gente que regresaba del puerto, alertada por
los gritos, empezó a tomar posiciones en la plaza para presenciar el crimen”.
Puede leerse también como un comentario sobre la inutilidad del sacrificio: la
muerte de Santiago Nasar, en la plaza del pueblo y contra la puerta de su casa
(acuchillado por dos matarifes de cerdos), se describe como la muerte de un
toro contra el burladero en una plaza de toros, y su autopsia gratuita es el
descuartizamiento de un animal. Por demás, la masacre de animales aparece
recurrentemente a lo largo de la historia.
Pero la novela trata también acerca del
sacrificio útil. A Ángela Vicario se le hace por segunda vez la pregunta sobre
su vida después de que el crimen se ha perpetrado: “Cuando el juez instructor
le preguntó con su estilo lateral si sabía quién era el difunto Santiago Nasar,
ella le contestó impasible: ‘Fue mi autor’”. Es una frase que queda resonando,
como un enigma, en la mente del lector. El autor de Ángela Vicario es
ciertamente Gabriel García Márquez, su primo, quien se presenta
autobiográficamente en la novela e investiga el caso “en una época incierta en
que trataba de entender algo de mí mismo”. ¿Qué quiere decir ese “mi autor” con
respecto a Santiago Nasar, el joven patriarca?
Después de que ocurre la muerte anunciada, los
Vicario se van del pueblo y la madre hace “lo posible para que Ángela Vicario
se mu(era) en vida”. Ella, sin embargo, “le malogró los propósitos, porque
nunca hizo ningún misterio de su desventura”. Cuando el autor la encuentra,
muchos años después, en medio del desierto de La Guajira (el mismo desierto al
que la Cándida Eréndira escapa liberada, al final de su largo relato), la
encuentra cambiada. Ya no es “tu prima la boba”, como se refería a ella
Santiago Nasar, ni la caracterizada por “el desamparo” y “la pobreza de
espíritu”, sino que “era tan madura e ingeniosa que costaba trabajo creer que
fuera la misma”. Después del sacrificio —o el ajusticiamiento— de Santiago
Nasar, Ángela Vicario se vuelve capaz de contar su propia historia “sin
reticencias”. Cuenta cómo no quiso engañar a su marido fingiéndose virgen como
le habían aconsejado las otras mujeres. Cuenta cómo estaba dispuesta a morir, y
cómo, dentro de la golpiza que le dio su madre en la noche de bodas, nació en
ella el amor por Bayardo San Román. “Nació de nuevo”, dice el narrador, y fue
“dueña por primera vez de su destino” y “se volvió lúcida, imperiosa, maestra
de su albedrío”. Se dio cuenta, también, de que el odio por su madre y el nuevo
amor que la construía crecían proporcionalmente.
Después de que ella responde por tercera vez
con la enunciación de la responsabilidad del hombre — “No le des más vueltas
primo, fue él”, le dice al narrador— se cuenta que Ángela Vicario se hace
escritora. Deja de ser la amada —la novia pasiva escogida por un hombre que no
la conoce, obligada a casarse con él sin amor— a ser la amante que escoge
someterse a la autoridad de su propio enamoramiento. Le escribe cartas a
Bayardo San Román durante diecisiete años: “Al principio fueron esquelas de
compromiso, después fueron papelitos de amante furtiva, billetes perfumados de
novia fugaz, memoriales de negocios, documentos de amor, y por último fueron
las cartas indignas de una esposa abandonada que se inventaba enfermedades
crueles para obligarlo a volver”. Por último, “le habló de las lacras eternas
que él había dejado en su cuerpo, de la sal de su lengua, de la trilla de fuego
de su verga africana”. Escribe libremente y de todo: la mujer no ideal (la no
virgen), después de haber visto y declarado que el patriarcado ha sido autor de
su personaje, asume otro papel: el históricamente masculino del autor romántico
—el que amaba a una mujer idealizada—, pero con un vuelco: ella ama y se dirige
a un hombre real. Multiplica su propio personaje autoral y se ironiza en sus
escritos. Se hace responsable de sí misma, ante sí. “Era como escribirle a
nadie”, dice, y con su escritura y su conciencia revierte todo el discurso
amoroso de occidente, el discurso iniciado en la Edad Media con la poesía del
amor cortés compuesta por los trovadores, herederos y alumnos de los árabes.
(No es secundario que Santiago Nasar sea hijo de un árabe, ni es insignificante
que la única vez que oye el anuncio de su muerte lo oiga en árabe, de labios
del padre de su novia).
La muerte que en la Crónica de una muerte
anunciada está anunciada es la muerte del patriarca (el mismo cuyo otoño se
narra por extenso en otra parte). Al final de la mejor novela feminista que se
ha escrito en América Latina, el hombre —Bayardo San Román—, ya no amante sino
amado, se presenta en la puerta de Ángela Vicario, la autora de su destino, y
dice: “Bueno, aquí estoy”. Trae las casi dos mil cartas que ella le escribió,
todas sin abrir. Pues ella ya es escritora, pero él aún no es lector.
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