LA NACION
Buenos Aires – Argentina
17 de septiembre de 2017
Entrevista
Gabo, la leyenda
continúa
Jaime Abello
Banfi, fundador y director de la Fundación García Márquez, habla del
megaespacio cultural en Cartagena, dedicado al Nobel, que abrirá en 2018
"Para nosotros, es fundamental
convertir la memoria de Gabo en una herramienta de desarollo social." El
énnfasis estará puesto en la investigación. Foto: Alejandro Guyot
"Nos
interesa que surjan más Gabitos. Apuntarle a que haya investigadores que
encuentren fuentes confiables para profundizar en temas de Gabo. Porque para
nuestros proyectos, Gabo es un punto de partida y no el punto de llegada",
dice Jaime Abello Banfi, fundador y director general de la Fundación Gabriel
García Márquez para el Nuevo Periodismo Iberoamericano, desde su constitución
en 1994. Abello pasó unos días por Buenos Aires para desarrollar múltiples
actividades: inauguró la muestra El año mágico de García Márquez en la
Biblioteca Nacional, en conmemoración de los 50 años de la aparición de Cien
años de soledad, que exhibía la medalla y el diploma del Premio Nobel que Gabo
obtuvo en 1982 y la máquina de escribir que utilizó para su obra maestra, entre
otros objetos entrañables. También, en el Auditorio del edificio diseñado por
Clorindo Testa brindó la conferencia "Los embajadores de Macondo",
junto a dos compatriotas suyos, el periodista Alberto Salcedo Ramos y el
académico Ariel Castillo, especialista en la obra de Gabo. Participó, también,
de una cena de camaradería con Alberto Manguel, director de la Biblioteca
Nacional, y con Consuelo Gaitán, la directora de la Biblioteca Nacional de
Colombia. Tuvo reuniones para activar la publicación local de Gabo Periodista,
una voluminosa antología de textos periodísticos de García Márquez,
seleccionados por plumas de la talla de Jon Lee Anderson, Alma Guilermoprieto,
Martín Caparrós, Sergio Ramírez, María Elvira Samper y Juan Villoro, entre
otros, y editada por el boricua Héctor Feliciano. Además, brindó una
conferencia para presentar la edición de este año del Premio y Festival García
Márquez de periodismo.
En
medio de esa abultada agenda, Abello se hizo un tiempo para tomar un café en La
Giralda, ese templo a la porteñidad que aún resiste en la avenida Corrientes, y
adelantarle a La Nación revista el nuevo y ambicioso proyecto de la Fundación:
el Centro Internacional para el Legado de Gabriel García Márquez, que se
inaugurará el año próximo en Cartagena de Indias. "Este proyecto significa
una nueva etapa, un giro en la Fundación, y tiene que ver con la idea de que
asumamos un grado mayor de responsabilidad en cuanto al legado de Gabo, en un
sentido amplio. Se trata de un conjunto, que incluye el patrimonio simbólico,
las ideas, los ejemplos, los referentes, todo lo que genera la memoria de
Gabriel García Márquez -explica-. Esto nació cuando Gabo todavía estaba vivo.
Cada cinco años, la Fundación hace encuentros para repensarse, en un sentido
que permite definir una revisión estratégica. Y lo hace con un conjunto amplio
de sus colaboradores. Cuando celebramos los 15 años, en Cartagena, llegamos a
la conclusión de que valía la pena impulsar que hubiera un centro cultural
alrededor de la figura de Gabriel García Márquez, desde el cual la Fundación
pudiera hacer mejor su trabajo y que le sirviera como sede principal de los
talleres y, al mismo tiempo, para crear unos programas un poco más amplio, en
el campo cultural."
¿Cuál fue el punto de partida?
El
fallecimiento de Gabo, en abril de 2014, aceleró ese proceso. A los pocos días
de su muerte, en el Congreso de Colombia, se empezó a tramitar una ley de
Honores para homenajearlo. Y a los ponentes del proyecto les interesó nuestra
idea del Centro Cultural. Fue así que quedó en la ley que en Cartagena se establecerá
un Centro Internacional para el Legado de Gabriel García Márquez, que será un
proyecto de asociación pública-privada, inspirado en Gabo, pero con acción en
distintos campos.
¿Y ese proyecto ya es ley?
Exacto.
De hecho, es la misma ley que establece que tengamos la imagen de Gabo en los
billetes de 50 mil pesos colombianos. La ley se promulgó el 24 de diciembre de
2014. Y en 2015 nos dedicamos a la planeación estratégica del proyecto,
mediante consultas muy amplias a los maestros de la Fundación, los miembros de
la familia y algunos amigos.
¿Cómo fue ese proceso?
Fue
un trabajo muy amplio donde se estudiaron todos los aspectos y se hizo un
análisis comparativo con otros centros culturales, casas museos y casas de
autor. Miramos también cómo se podría financiar, y qué tipo de programas podría
tener. Quedó un proyecto muy completo en todos sus aspectos y dio un salto: la
idea es que no sólo fuera un centro cultural, sino también la idea de promover
la apropiación social del conocimiento a partir del legado en movimiento de
Gabriel García Márquez, enfocado a tres campos específicos. Por un lado,
impulsar las vocaciones de las artes y las ciencias. Luego, promover el
pensamiento crítico. Y, finalmente, formar e inspirar a la ciudadanía en el uso
creativo y ético del poder de investigar, contar y compartir historias.
La
ley 1714 establece cuatro pilares que sostendrán el Centro Gabo: una exposición
interactiva de carácter didáctico (a la manera de un museo), una escuela
internacional de comunicación e innovación en periodismo (que recoge las bases
de la Fundación), un espacio de encuentro cultural y académico, y un programa
permanente de investigación para alimentar el estudio y la interpretación de la
vida y obra de García Márquez. Físicamente, el Centro Gabo funcionará en el
Palacio de la Proclamación, frente al Parque Bolívar, en Cartagena, que está
siendo restaurado. Dentro de la ciudad amurallada, es un sitio particularmente
emblemático en la historia de Gabo, porque en ese parque, el autor de Cien años
de soledad, Relato de un náufrago y El coronel no tiene quien le escriba, entre
tantas obras célebres, pasó su primera noche en la ciudad, en abril de 1948.
"Es un edificio noble, muy importante. Fue un ofrecimiento del gobernador,
y estamos por celebrar los convenios muy pronto. La restauración ha ido
avanzando y, si todo va bien, es posible que dentro de un año ya sea el centro
de operaciones del Centro Gabo."
¿Cómo definieron la misión del proyecto?
Hicimos
una serie de investigaciones. Conceptualizamos una especie de matriz que nos va
a servir para la formulación del proyecto y programas concretos, y también para
enfocar el campo de investigación. Y creamos una noción que se llama Árbol Gabo
y es una mirada sobre cinco ramas de García Márquez.
¿Cuáles son esas cinco ramas?
Su
historia personal; su rol de investigador y contador de historias, y eso
incluye, por supuesto, sus trabajos en literatura, periodismo, cine, y sus
hábitos y sus métodos; la tercera rama es la del educador, porque fue fundador
de instituciones, y también personalmente impartió talleres de cine y
periodismo; la cuarta es la del emprendedor, ya que fue un hombre con muchas
iniciativas, y no es algo que sepa demasiada gente; y, finalmente, la quinta
rama es la del ciudadano. Sus preocupaciones políticas, sus valores cívicos.
Entonces, ¿qué queremos? Queremos que eso sirva para encuadrar ahí ese rescate
de la vida de García Márquez, de su memoria y al mismo tiempo para marcar
nuestros intereses. Eso se va a marcar no sólo en las exposiciones y en los
talleres, sino en todas las actividades que hagamos. El Centro Gabo retoma
claramente la tradición de la Fundación.
Pero también implica nuevos desafíos.
Así
es. Por eso, lo primero que hemos hecho es reconocer que teníamos que adquirir
capacidades, porque eso significa trabajar con otros sectores de la sociedad,
además de los periodistas, que incluye a niños, jóvenes, minorías y grupos más
vulnerables.
¿Tuvieron experiencias en esa dirección?
Sí.
El periodista argentino Marcelo Franco dictó un taller de periodismo para niños
de 11 a 14 años en el barrio Nelson Mandela, una de las zonas más pobres de
Cartagena, con el apoyo de la Fundación Tenaris. Y quedamos felices. El
objetivo no era convertir a los niños en periodistas, sino estimularlos a todo
nivel. De desarrollo humano, de su competencia ciudadana, de sus capacidades
expresivas, del autorreconocimiento, de un pensamiento crítico. Y lo logramos
plenamente. Este año tenemos otro grupo esperando para una segunda experiencia
piloto. Nos hemos estado preparando y sentimos que el periodismo tiene mucho
que aportar más allá de sí mismo.
De algún modo, se trata de hacerle honor
a esa "bendita manía de contar" que tenía Gabo.
Para
nosotros es fundamental convertir la memoria de Gabo en una herramienta de
desarrollo social. Hacemos cierto énfasis en la investigación. Y en ese
sentido, recordamos otra frase de Gabo muy emblemática: "Soy un
periodista, fundamentalmente. Toda mi vida he sido periodista. Mis libros son
libros de periodista, aunque se vea poco. Pero esos libros tienen una cantidad
de investigación y de comprobación de datos y de rigor histórico, de fidelidad
a los hechos, que en el fondo son grandes reportajes novelados o fantásticos,
pero el método de investigación y de manejo de la información de los hechos es
de periodista". Lo que queremos es que el ejemplo de Gabo, como
investigador y contador de historias, sirva de referente, de inspiración, de
modelo, para liberar fuerzas creativas, y al mismo tiempo recordar que hay que
hacerlo con cuidado, con respeto. Recordar cómo Gabo, para sus novelas y sus
cuentos, se preocupaba muchísimo por la exactitud, por el rigor, por la
verosimilitud de las historias. Y en el campo del periodismo, igualmente. Pero
en especial queremos demostrar que ahí está el poder. Es un poder que hay que
saber usar de manera creativa, pero al mismo tiempo ética. Ese poder está cada
vez más difundido gracias a que vivimos en una era en la cual las herramientas
de la expresión y la difusión, gracias al mundo digital, se encuentran en manos
de todos.
Desde
que García Márquez lo convocó a cranear la Fundación, en 1993, Jaime Abello
mantuvo un vínculo cercano y afectuoso con el autor de Los funerales de la Mamá
Grande. "Era un tipo agudo, cuidadoso, divertido, clarividente. Cuidaba
mucho su intimidad. Él decía que todo ser humano tiene tres vidas: la pública,
la privada y la secreta. Y él cuidaba mucho su vida privada y su vida
secreta", recuerda con una risa nostálgica.
¿Qué otros rasgos podrías destacar de su
personalidad?
Tenía
un carisma extraordinario. Todas las personas que lo conocieron quedaron
tocadas por su simpatía, por su genialidad. Y, además, una calidez que todo el
que estuvo charlando con él, nunca más lo olvidó. Incluso en los momentos en que
estuvo más afectado por la desmemoria, al final de su vida, siempre conservó
esa actitud de bonhomía, un sentido del humor que incluso lo llevó a burlarse
de sí mismo cuando no recordaba algunas cosas.
¿Por qué dirías que mantiene su
vigencia?
Porque
su obra no es estática. Yo invitaría a ver su obra, en principio, en un sentido
más amplio. Más allá de la obra literaria de ficción, la obra literaria del
periodismo y hay una obra en el campo audiovisual. Lo resalto, entonces, porque
fue un creador de rangos muy amplios, lo que pasa es que la máxima fama se la
ha dado la literatura. Pero él permitió que hubiera retroalimentación entre
todos estos campos. No solamente por el método y la actitud en las citas que
mencionábamos, sino, por ejemplo, en un libro como Crónica de una muerte
anunciada (1981), que es un caso judicial que se aborda periodísticamente y se
convierte en novela. Entonces, es una obra amplia, que representó en su momento
una ruptura extraordinaria. Que es al mismo tiempo totalizadora, y que tiene,
para quienes somos del Caribe, una fuerza especial. Porque nos vemos
identificados. Yo sé que esa obra es capaz de generar identificaciones que van
mucho más allá del Caribe. Pero en el caso de la gente del Caribe, la
identificación es la máxima: en las representaciones ambientales, en los
personajes, en el propio sistema de audio que tiene esa novela. Porque son
novelas que tienen sonidos. Hay algo ambiental que está claramente
representado, y que tiene que ver no sólo con el clima y la humedad, sino con
la música y con los ruidos. Entonces, yo creo que son obras que tienen
vigencia, no disminuyen, y lo increíble es cómo pueden ser revisitadas por
quienes las leímos alguna vez, cómo pueden ser incursionadas por quienes apenas
están llegando a su lectura. Por eso, García Márquez, además de ser un gran
escritor, es un clásico.
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EL ESPECTADOR
Bogotá – Colombia
28 de septiembre de 2017
Cultura
Erotismo
y literatura
García Márquez
al desnudo en Playboy
A propósito de
la muerte de Hugh Hefner y
del V Festival Gabo,
que se realiza en Medellín.
Por Nelson Fredy Padilla
Cuentan
que Hugh Hefner, el fallecido creador del imperio Playboy, no era muy culto
pero le bastó haber estudiado psicología para advertir que los estadounidenses
a comienzos de los años 50 del siglo pasado no querían saber más de guerras
sino de paz, amor y libertad. En esa búsqueda descubrió el poder del erotismo
encarnado en símbolos como Marilyn Monroe y a quienes mejor lo describían: los
escritores de literatura de ficción. Esa fusión hizo famosa a la revista desde
1953 y a muchos novelistas y cuentistas que se arriesgaron a posar junto a las
divas.
Ray
Bradbury publicó allí desde 1956, incluida una serie de su libro más vendido
Fahrenheit 451, y hasta hace diez años escribieron grandes irreverentes como Kurt
Vonnegut. Cheever y Updike encontraron en el “libertinaje” que ofrecía Hefner
el espacio para sus cuentos que las editoriales les negaban. Capote vio en esas
páginas el escenario ideal para hacer revelaciones sociales y sexuales de las
estrellas de Hollywood. Ni qué decir de Henry Miller, para quien Playboy fue
plataforma única de promoción de sus novelas sexuales.
Ellos
no tenían pudores como los expresados por Ernest Hemingway, que creía que la
libertad de prensa para los autores de ficción no era más que una pose
intelectual de Hefner para hacerse millonario con el cuerpo desnudo de las
mujeres más bellas. Qué ironía. Muriel, la hija del autor del relato “Hombres
sin mujeres” fue portada en 1990. Parecía una tontería resistirse. Gracias a la
estrategia del multimillonario de Chicago, junto a las conejitas de su mansión
posaban en letras Norman Mailer, Tennessee Williams, Bernard Malamud, Jorge
Luis Borges, Alberto Moravia, Chuck Palahniuk, Vladimir Nabokov, Haruki
Murakami, Georges Simenon, por nombrar los más conocidos.
Esto
para explicar por qué la rígida editora española Carmen Balcells dio
autorización para que apareciera en Playboy, en 1971, el cuento de Gabriel
García Márquez “El ahogado más hermoso del mundo”.
Cuando
Mario Vargas Llosa recibió el Nobel de Literatura en 2010 uno de los primeros
en felicitarlo fue Hugh Hefner, anotando en redes sociales que era el escritor
número 13 de Playboy en ganar el premio. Vargas Llosa había publicado en la
edición de febrero de 1996 “Muerte en los Andes”.
Gabo
fue contactado por Playboy para una entrevista, antes de recibir el Nobel en
1982. Al principio no le sonaba la idea pero su hijo Rodrigo le recordó la
historia literaria que representaba y el hecho de ser una de las revistas más
leídas del mundo. Así llegó a su casa en París la periodista Claudia Dreifus,
considerada por algunos la Oriana Fallaci norteamericana por sus entrevistas a
grandes personajes mundiales y luego escritora estrella del New York Times.
Según
le contó ella al magazín digital ViceVersa la idea no fue de Hefner, sino de
ella misma a raíz de la conmoción que le produjo leer Cien años de soledad.
Pero el dueño de Playboy, a través de su editor, autorizó el viaje a París. Qué
mejor lugar que la ciudad del amor. Claudia Dreifus cuenta: “No conocía a nadie
que me pudiera llevar a Gabo, pero conocía a alguien que tenía el contacto de
su traductor al inglés, Gregory Rabassa. Uno siempre necesita, como le digo a
mis alumnos, un rabino que lo conecte con la persona que busca. Sabía que García
Márquez era evasivo, sabía que no daba muchas entrevistas y que estaba en una
lista del Departamento de Estado que le hacía muy difícil su entrada a Estados
Unidos. Entonces invité a su traductor a comer y le hablé de una posible
entrevista y de los temas que quería tratar. Entre ellos, su obra y el
‘descubrimiento’ de la literatura latinoamericana en el mundo. Unos días
después de ese almuerzo, por alguna razón inusual, Gabo estaba en Nueva York y
Gregory Rabassa me llamó y me dijo que lo contactara en el hotel. Yo salí ahí
mismo a buscar un teléfono público y hablé directamente con García Márquez.
Rabassa ya le había hablado de mi proyecto y él quiso conversar conmigo a ver
si valía la pena”.
La
entrevista apenas fue publicada la edición 51, de febrero de 1983, a lo largo
de 18 páginas en las que comienzan hablando de los orígenes del autor
colombiano, de sus influencias literarias europeas y estadounidenses, para
luego dedicarse a fondo a sus opiniones políticas sobre la guerra fría; su
visión de los Estados Unidos, de la Unión Soviética, de las dictaduras en
Latinoamérica, de las guerrillas en Centro América y en Colombia, de sus amigos
Fidel Castro y Omar Torrijos. Hasta llegar a su visión del amor como eje de
Cien años de soledad y por ahí al erotismo y al sexo.
García
Márquez le explicó, con la ayuda de traductor del francés y con un lenguaje
universal, las historias de amores furtivos e hijos ilegítimos de la saga de
los Buendía. También hubo tiempo para hablar de la prostitución en obras como
“La increíble y triste historia de la cándida Eréndira” y su abuela desalmada,
aunque el escritor no se percibe tranquilo hasta que le explica la importancia
de las mujeres en su vida, desde su abuela Tranquilina Iguarán hasta su madre
Luisa Santiaga Márquez. En realidad son ellas y los personajes en los que las
recrea las verdaderas dueñas del destino de los hombres a través del amor y las
pasiones.
Y
se detuvieron en el amor del Caribe, en la iniciación de los hombres jóvenes
como Gabito en una casa de citas, en la magia de los olores como factor
sensorial y poder evocativo. Nada explícito. Todo sugerido.
Vale
anotar que Playboy intentó reivindicarse con el público femenino dándole cabida
a escritoras de la talla de la Nobel sudafricana Nadine Gordimer, que publicó
un relato sobre una granjera blanca que tenía un amante de raza negra, o la
norteamericana Joyce Carol Oates y la canadiense Margaret Atwood.
Sin
embargo, dicen que Hugh Hefner consideraba que el mejor relato de García
Márquez sobre amor y sexo fue “El amante inconcluso”, la historia del
presidente norteamericano Bill Clinton, lector y amigo de Gabo, y su amante
Mónica Lewinski, publicado en la revista colombiana Cambio.
Lo
último que publicó Playboy de Gabo fue “EI avión de la bella durmiente”, uno de
los Doce cuentos Peregrinos de 1992, que describe a un hombre que se enamora en
un aeropuerto de “la mujer más bella del mundo”, luego se sienta en la silla de
al lado y la imaginación de él vuela mientras ella duerme. Lejos de la
pornografía.
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Esta es la
entrevista a que se refiere
el comentario
cultural de la nota anterior.
Tomado de Para que
no se las lleve el viento. (N del E.)
ENTREVISTA CON GABRIEL GARCIA MARQUEZ
Claudia Dreyfus. .Playboy. Octubre de 1982.
Publicada en Playboy España. Barcelona España. Febrero de 1983 [45]
Charla profunda y sincera con el recién galardonado premio nobel de
literatura honra de las letras hispanas acerca de sus novelas, sus amigos
políticos y la vida penas y esperanzas de latinoamérica
A lo largo de estos últimos años, el énfasis que ha puesto la crítica
en resaltar los méritos del autor de Cien años de soledad, saludándolo
como uno de los mejores novelistas del mundo entero -comparando su obra,
incluso con la de William Faulkner o James Joyce-, ha despertado un entusiasmo
poco común por su literatura. De cualquier modo, el nombre de García Márquez
-«Gabo», como suelen llamarle sus amigos- ya se sabía candidato al Nobel, entre
el mundillo literario, desde mucho tiempo antes a su concesión. La única
incógnita era cuando, y no si a él le correspondía esa distinción.
Como es bien sabido entre los lectores de habla española, García Márquez
es uno de los principales exponentes del «realismo mágico» latinoamericano, estilo
capaz de fundir realidad y fantasía en una forma narrativa, única y
característica del Nuevo Mundo.
De su magistral novela Cien años de soledad se han vendido
hasta el presente más de 5.000.000 de ejemplares en todo el mundo (traducida a
treinta idiomas), y la obra se ha convertido ya en un clásico en múltiples
universidades americanas. Recordemos también que con anterioridad a la que le
fuera concedido el premio Nobel- García Márquez fue galardonado en diversas
ocasiones por jurados internacionales. Entre otros premios ha recibido el
Chianciano (Italia), el Rómulo Gallegos (Venezuela), la Legión de Honor (Francia).
García Márquez combina habitualmente su trabajo literario con
actividades manifiestamente políticas, en las que asume un papel militante.
Sólo hay que ver su discurso cuando le entregaron el Nobel que, por primera
vez, en la historia de estos premias, fue fundamentalmente político y no
«literario». Siempre ha sido un incansable defensor de la revolución social en
los países del Tercer Mundo, y en particular en América Latina. Es amigo
personal de muchos dirigentes políticos de todo el mundo, entre ellos del líder
cubano Fidel Castro y del presidente francés François Miterrand. Sus opiniones
y antecedentes de izquierda lo han convertido en una figura muy controvertida
en Estados Unidos y Europa occidental.
Tras la primera edición de Cien años de soledad (1967), que se
agotó en menos de un mes, y especialmente después de su traducción al inglés
(1970), la crónica mundial empezó a considerar a García Márquez como un genio
de las letras castellanas. A este libro le sucedió, en 1975, El otoño del
patriarca, una obra frenéticamente surrealista sobre un dictador latinoamericano,
que ha permanecido durante tanto tiempo en el poder que nadie recuerda ya
cuando lo asumió. Su última novela, Crónica de una muerte anunciada (1981),
es una historia de amor, sexo, crimen y castigo en un pueblo sudamericano.
García Márquez nació en 1928, (sic) en el pueblo de Aracataca, en
Colombia, y creció en un medio ambiente que lo condujo naturalmente a ser
narrador. Aracataca, como más de una vez ha dicho, era un «maravilloso pueblo
de bailarines y bandidos». Su abuelo, un coronel liberal que luchó encarnizadamente
en las guerras civiles de Colombia, se encargó de transmitirle al pequeño
Gabriel toda clase de historias verídicas sobre la guerra, la injusticia y la
política. Su abuela, una mujer supersticiosa, le contaba por las noches relatos
fantásticos, en el límite con lo sobrenatural. Ya a los dieciocho años empezó a
urdir la trama de un gran libro sobre América Latina. Entonces estudiaba
Derecho en la Universidad
de Bogotá, carrera que abandonó a comienzo de los años cuarenta, cuando se
sintió capaz de ganar algún dinero como escritor y periodista. Durante los años
cincuenta y sesenta vivió alternativamente -ejerciendo como periodista- en
París, Roma y Caracas, y también en Nueva York, donde trabajó como corresponsal
de la agencia de noticias cubana Prensa Latina. En el curso de un breve viaje
que realizó a Colombia, se casó con Mercedes Barcha, su amor de juventud.
Por aquellos años, cuando no se dedicaba al periodismo, se consagraba
de lleno a la ficción. De entonces datan sus primeras novelas: La hojarasca,
El coronel no tiene quien le escriba y La mala hora, obras que
muchos críticos consideran «borradores» de Cien años de soledad.
En 1965 García Márquez partió de Estados Unidos en compañía de su
familia (su mujer y sus dos (sic) hijos) con destino a México, donde finalmente
escribió Cien años de soledad. A partir de la publicación de esta obra
en Buenos Aires, se vio catapultado a la fama y pudo salir de las duras
condiciones de vida que, hasta ese momento, habían dificultado su tarea como
narrador. Su influencia política y su renombre internacional adquirieron
proporciones insospechadas. Su familia posee ahora elegantes residencias en
París y México, y García Márquez sabe utilizar muy bien sus influencias como
embajador extraoficial de la izquierda latinoamericana. En más de una ocasión
ha intentado ignorar su fama, diciendo: «Detesto verme convertido en un
espectáculo público.»
Usted
ha sido distinguido con numerosos premios literarios internacionales desde la
aparición de Cien
años de soledad. Se ha mencionado su nombre como posible candidato al Nobel,
mientras que el crítico norteamericano John Leonard, del New York Times, ha
afirmado en cierta ocasión: «La principal novela americana es obra de un
latinoamericano». En vista de todo ello, ¿no es hasta cierto punto irónico que
el departamento de Estado norteamericano le cree dificultades, y se niegue a
renovarle el visado para que pueda entrar y permanecer en Estados Unidos cuando
le plazca hacerlo?
En primer
lugar, considero que la mejor novela americana ha sido escrita por Herman
Melville. En cuanto a mis dificultades, como acertadamente ha dicho, éstas
tienen que ver con mis ideas políticas, lo cual no es para nadie un secreto. Es
algo francamente antipático; es como si se llevara una señal grabada sobre la
frente y nada se pudiera hacer para borrarla. Con todo, siempre he sido uno de
los más entusiastas propagandistas de la literatura norteamericana. He expresado
ante auditorios de todo el mundo que los novelistas norteamericanos han sido
los auténticos gigantes de este siglo. Por otra parte, en los Estados Unidos se
están produciendo importantes transformaciones culturales por influencia de
Latinoamérica, y mi obra forma parte de esas influencias. Creo que debería poder
tomar parte en ellas sin ninguna clase de restricciones.
¿Por
qué ahora no puede hacerlo?
Todo este
asunto empezó a partir de que, en 1961, yo decidiera trabajar, como
corresponsal en Nueva York, de una nueva agencia de noticias cubana. Ni
siquiera había sido nombrado encargado de la oficina local; era tan sólo
corresponsal. En aquel entonces a mi mujer y a mí se nos comunicó que éramos
«inelegibles para entrar» cuando solicitamos visado para viajar a Estados
Unidos. La prohibición se prolongó hasta 1971, año en que la Universidad de
Columbia me nombró doctor «honoris causa». Desde entonces se me ha dado una
especie de visado condicional que me hace sentir inseguro; son las normas del
juego que ha establecido el departamento de Estado norteamericano. Y lo más
terrible es que este juego puede acabar cuando al departamento de Estado se le
ocurra excluirme para siempre de Estados Unidos. Ningún hombre culto puede
permitirse, hoy en día, dejar de viajar con frecuencia a Estados Unidos. Pero,
no me ha hecho usted la pregunta que siempre me hacen al comienzo de las
entrevistas.
¿Cuál?
No me ha
preguntado si soy comunista.
Nos
parece mejor dejar eso a opinión de los lectores. En los Estados Unidos esa
pregunta evoca recuerdos desagradables de la época de McCarthy
Comprendo,
pero los lectores de Playboy se preguntarán por que no la hizo.
De
acuerdo: ¿Es usted comunista?
Por
supuesto que no. No lo soy ni lo he sido nunca. Ni tampoco he formado parte de
ningún partido político. A veces tengo la impresión de que en algunos países
-por ejemplo en Estados Unidos- se tiende a distinguir entre mi literatura y
mis actividades políticas, como si fueran dos cosas contradictorias.
Personalmente no creo que así sea. La vaina es que, como latinoamericano
anticolonialista que soy, suelo asumir actitudes incómodas para muchos
intereses norteamericanos. De ahí que -ingenuamente- haya quien piense que soy
un enemigo de los Estados Unidos. Pero a mí me gustaría solucionar los
problemas y errores de las dos Américas de forma conjunta, y lo mismo pensaría
si fuera norteamericano. Sin embargo, si yo fuera norteamericano sería incluso
más que un militante radical, ya que al fin y al cabo se trataría de corregir
los errores cometidos en mi propio país.
A
propósito, ¿por qué siempre utiliza el término «Norteamérica» para referirse a
Estados Unidos?
Me
fastidia que el pueblo de los Estados Unidos se haya apropiado de la palabra América
como si ellos fueran los únicos americanos. América empieza en realidad en el
Polo Sur y termina en el Polo Norte. Cuando los habitantes de Estados Unidos se
denominan a sí mismos americanos, es como si nos dijeran que se ven a sí mismos
como los únicos americanos que existen. De hecho, toda esa gente vive en un
país sin nombre.
¿En qué
sentido?
Un país
que no tiene nombre. Deberán encontrarle un nombre un día de estos, porque
ahora no tienen ninguno. Tenemos por ejemplo los Estados Unidos de México, o
los Estados Unidos del Brasil. Pero ¿los Estados Unidos? ¿Los Estados Unidos de
qué? No olvide sin embargo que todo esto lo digo con afecto. Como ya dije, me
gusta entrañablemente la literatura norteamericana. La única Academia de Letras
a la cual pertenezco es la de Estados Unidos; y los críticos estadounidenses
son los que mejor han recibido mis obras. Pero como latinoamericano, como
partidario de América Latina, no puedo evitar sentirme agraviado cuando los
norteamericanos se apropian de la palabra América para su uso exclusivo. A
veces concibo América como un barco, con su primera clase, su clase turista, su
bodega y marineros. Los latinoamericanos no queremos estar en la bodega del
barco, ni queremos que los norteamericanos estén en primera clase. Tampoco
buscamos echar a pique la primera clase, porque si lo hiciéramos se hundirla
todo el barco. Nuestro destino histórico -el de los latinoamericanos y
norteamericanos- es conducir este barco entre todos. Por otro lado, también
Cuba es una parte importante de este barco americano. Con frecuencia pienso que
lo más seguro para la revolución cubana sería que esa gente pudiera agenciarse
un remolcador, para trasladarse a cualquier otra parte, a algún sitio que estuviera
a más de 90 millas
de Florida.
Puesto
que jugamos a cambiar la geografía como si fuéramos dioses, ¿qué otros cambios
se podrían hacer?
Si de
verdad pudiéramos hacerlo, quizá deberíamos trasladar los rios y océanos adonde
más se necesitan. Todo está tan mal distribuido... En cualquier caso, algo de
esto ya se ha hecho, ¿no? A México se le ha arrebatado la mitad de su
territorio, que ha pasado a formar parte de Estados Unidos. Lo mismo hizo
Estados Unidos con Puerto Rico, país por el que sentimos profunda nostalgia,
pues sin duda es un país latinoamericano, y exactamente lo mismo ocurre con
muchos países de Europa occidental. No quiero parecer sectario.
Hablaremos
luego extensamente de su obra... Prosigamos aún un poco más con el análisis de
los vínculos entre literatura y política. Usted se muestra a menudo fascinado
por la relación entre ambos conceptos, ¿lo está realmente?
Me fascina
la relación entre literatura y periodismo. Empecé a trabajar como periodista en
Colombia, y luego ya nunca dejé de hacerlo. Actualmente, cuando no estoy escribiendo
una ficción, me voy a recorrer el mundo ejerciendo mi trabajó de reportero.
Quizá le resulte curioso saber que hago toda clase de reportajes excepto
entrevistas. Éstas exigen al entrevistador un trabajo demasiado extenuante.
Pero volviendo a su pregunta, lo que ocurre es que tengo una gran reputación
gracias al éxito de mis novelas, y siendo latinoamericano como soy
-considerando todo lo que está pasando en América Latina- sería un crimen que
no me interesase por la política. Si hubiera nacido en algún lugar del mundo
que no tuviera los terribles problemas políticos, económicos y sociales que
padece América Latina, tal vez ignoraría la política y viviría muy feliz en una
isla griega. Sin embargo soy, a pesar de todo, latinoamericano, y no me queda
más remedio que ejercer como político de emergencia.
¿Que
debe hacer un político de emergencia?
En mi
caso, en primer lugar, no soy militante de ningún partido. Ni me interesa
comprometerme con la política de ningún país en particular. Me siento
latinoamericano en el más amplio sentido posible. Como tal, me valgo de mi
reputación internacional para ejecutar lo que podría llamarse «diplomacia extraoficial».
Tengo amigos de muy alto nivel, en gobiernos de Europa y América Latina.
Hablemos
pues de una de sus amistades más famosas: la que mantiene con Fidel Castro. ¿Es
usted íntimo amigo suyo?
Somos muy
buenos amigos; la nuestra es una amistad de carácter intelectual. Pocas
personas saben que Fidel es un hombre muy culto; cuando estamos juntos hablamos
muchísimo de literatura. Fidel es un lector empedernido. En realidad nuestra
amistad comenzó después de que él leyera Cien años de soledad, novela
que le gustó mucho.
Castro
dijo de usted en cierta oportunidad: «García Márquez es la persona más
influyente de Latinoamérica». Suponiendo que esa cita fuera exacta, ¿qué cree
que quiso decir?
Esa frase
no parece de Fidel, pero aun en el caso de que la haya dicho, estoy convencido
de que haría alusión a mí como escritor y no como hombre político.
¿Quiere
decir usted que nunca habla de política con él?
Sería casi
imposible no hacerlo. Pero en realidad no conversamos tanto de política. Mucha
gente tiene dificultades en creer que mi amistad con Fidel Castro se basa casi
por completo en nuestro común interés por la literatura. Muy pocas de nuestras
charlas giran sobre la suerte del mundo. Con mayor frecuencia hablamos de los
buenos libros que ambos hemos leído. Cada vez que voy a Cuba le llevo a Fidel
un montón de libros. Ni bien llego se los envío con uno de sus edecanes, y
después me sumerjo en mis asuntos. A las pocas semanas, cuando por fin Fidel y
yo podemos vernos para conversar un poco, él ya los ha leído todos y tenemos
mil cosas que hablar al respecto. Recuerdo que en una ocasión le dejé un
ejemplar del Drácula de Bram Stoker, que es un libro increíblemente
fantástico, pero que muchos intelectuales consideran indigno de su atención.
Pues bien, le entregué ese libro a Fidel una noche, alrededor de las dos de la
mañana. Uno se acostumbra a verle en horas tan extravagantes como ésa. Toda su
vida es así. Aquella noche él tenía que leer y analizar importantes documentos
de estado. Apenas pudimos hablar durante una hora, y al día siguiente volvimos
a encontrarnos a mediodía. «Gabriel, ¡acabarás volviéndome loco! -me dijo-o
¡Qué libro! No pude dormir en toda la noche.» Había estado leyendo Drácula
desde las cuatro de la mañana hasta las once, y este es un aspecto de su personalidad
que muy pocos conocen, y es en este terreno donde se ha desarrollado nuestra
amistad. Contrariamente a lo que se ha dicho sobre nosotros, nunca hemos
conspirado con fines políticos. Fidel piensa que la tarea del escritor es
escribir sus obras y no conspirar.
Pero
hay quienes creen que usted, en efecto, ha conspirado con Fidel Castro...
Hay
algunos miembros del gobierno de Colombia, mi país, que piensan eso. Pero
déjeme contarle cuál es mi verdadera relación con Fidel, pues quizá sea ésta la
ocasión de aclarar los malentendidos que se han creado en torno a nuestra
amistad. Comenzaré contando una historia que considero típica. En 1977 viajé a
Angola para escribir una serie de artículos que después se publicaron en The
Washington Post. De regreso de Angola hice una escala en Cuba. Algunos
periodistas de las agencias Reuter y France Presse me dijeron en La Habana que querían
entrevistarme, y les dije que a las siete debía tomar el avión con destino a
México, pero que de todos modos fueran a verme al hotel a las cuatro. A eso de
las tres y media se presentó inesperadamente Fidel con ánimo de conversar
conmigo, así que cuando los periodistas llegaron «a las cuatro» el personal del
hotel les dijo que no podrían entrevistarme porque estaba departiendo con
Fidel. Durante los primeros diez minutos le conté a Fidel mis impresiones sobre
lo visto en Angola, y entonces, no recuerdo por qué causa -quizá porque
habíamos hablado de la penuria alimenticia en Angola - me preguntó si había
comido muy mal mientras estaba allí. «Para mí no estuvo mal -le dije-, pues me
las arreglaba para conseguir, de un modo u otro, alguna lata de caviar que me
hacía muy feliz.» Fidel me preguntó si me gustaba mucho el caviar, y le dije
que sí, que me gustaba mucho. Me dijo entonces que eso era un prejuicio
puramente cultural, intelectual, y que él no creía que el caviar fuera un plato
tan exquisito. Pues bien, una cosa se encadenó con otra y así continuamos
hablando durante horas sobre alimentos -langostas, pescados y recetas de
pescados- Ese hombre sabe todo cuanto puede saberse sobre mariscos. Cuando
llegó el momento de irme a tomar el avión, me dijo que me acompañaría al
aeropuerto. Y ya en el aeropuerto, Fidel y yo nos sentamos en la sala de espera
oficial, para seguir conversando sobre pesca mientras mi avión aterrizaba.
¿Hay
sala de espera oficial en el aeropuerto de La Habana? Eso no parece propio de un país
socialista.
Eso es
socialista. De hecho hay dos salas oficiales. De todos modos, la vaina es que
los periodistas volvieron cuando estábamos en el aeropuerto y al parecer se
dijeron: «Si García Márquez viene de Angola y Fidel lo ha acompañado al
aeropuerto, han de haber hablado sobre algo extremadamente importante». Así fue
que, cuando ya me iba, los periodistas se acercaron hasta el avión mismo para
decirme: «Cuéntenos de qué ha estado hablando con Fidel todas estas horas». A
lo que respondí: «Prefiero no contestarles, ya que si les dijera la verdad
seguramente no me creerían».
¿Cómo
se siente usted manteniendo una amistad personal con alguien como Fidel Castro?
Es algo
difícil, obviamente, porque se trata de una amistad con limitaciones. Fidel
tiene muy pocos amigos. Eso es inevitable, por supuesto, teniendo en cuenta su
actividad y su poder. Alguien le preguntó cierta vez -yo estaba presente- si no
experimentaba la soledad del poder. Contestó que no. Sin embargo, me pregunto
si quienes tienen poder puede sentir en realidad lo solos que están.
Uno de
los rumores que circularon es que usted le daba a Fidel Castro sus novelas para
que les diera un primer vistazo antes de entregárselas a sus editores. ¿Es
verdad eso?
En el caso
de mi última novela, Crónica de una muerte anunciada, ciertamente le
envié el manuscrito, sí.
¿Le
gustó?
¿A Fidel? ¡Sí!
El motivo de habérsela enseñado es que, además de ser muy buen lector, tiene
una capacidad de concentración realmente asombrosa y es cuidadoso en extremo.
En muchos de los libros que lee, encuentra rápidamente contradicciones entre
una página y otra. Crónica de una muerte anunciada está estructurada tan
meticulosamente como un aparato de relojería. Si hubiera algún error en la
obra, alguna contradicción, ello sería sin duda muy grave. Por eso mismo,
conociendo la aguda vista de Fidel decidí enviarle el manuscrito, esperando que
descubriera cualquier posible contradicción.
¿De
modo que usted usa al presidente de Cuba como musa literaria?
No; como
muy buen primer lector.
Usted
ha escrito un libro documental sobre Cuba. Se sabe que ha decidido postergar su
publicación. ¿Por qué causa?
Es cierto.
Se trata de un libro muy acerbo, muy franco. Sería muy fácil para
algunos citar frases fuera de contexto para atacar a Cuba. Efectivamente no
deseo que eso ocurra, pero no es ésta la razón de que haya postergado la
publicación del libro. En realidad espero algún acontecimiento -quizás el
levantamiento del bloqueo norteamericano- para darlo por terminado.
Otro de
sus amigos de alto nivel es el presidente francés François Miterrand. ¿Es
verdad que usted colabora con él como consejero extraoficial para cuestiones
latinoamericanas?
¿Ha dicho
usted consejero? No. El presidente Miterrand no precisa consejo alguno sobre
América Latina. Aunque con frecuencia necesita información, y de eso hablamos
al vernos.
El gobierno
francés ha entrado en confrontación, algunos meses atrás, con el de Estados
Unidos, a causa de su decisión de enviar ayuda militar al régimen sandinista
nicaragüense. ¿Habla usted de estas cuestiones con Miterrand?
¿Se
refiere a la decisión de venderles armas? No. Esta clase de discusiones son, al
menos aparentemente, muy pero muy confidenciales. Pero sí hemos hablando sobre
la ayuda comercial y económica que Nicaragua necesita, y le he dicho cuanto sé
al respecto. Tengo muy buenos amigos entre quienes hoy gobiernan en Nicaragua.
Hemos trabajado juntos durante los años de lucha contra el régimen de Somoza.
Si desea saber en verdad lo que le he dicho al presidente Miterrand sobre
Nicaragua y, claro está, sobre la situación actual en América Central, puedo
repetirlo con muchísimo gusto.
Sí, por
favor.
En mi
opinión el mayor problema que existe en Latinoamérica y en Centroamérica en
particular, es que la
Administración Reagan todo lo interpreta como resultado de la
dinámica norteamericano-soviética. Esto es ridículo, y no tiene nada que ver
con la realidad. La
Administración Reagan considera que cualquier inconformismo o
rebelión popular en América Latina nunca es una consecuencia final de las
miserables condiciones de vida de esos países, sino de cierta clase de
injerencia soviética. Obrando de este modo, la Administración Reagan
está engendrando una profecía que por su propia naturaleza tenderá a cumplirse,
tal como lo hizo Kennedy con Cuba en los primeros años sesenta. Conozco muy
bien a la conducción sandinista, y me consta que están realizando desmesurados
esfuerzos para trazar su propio camino político, independiente de cualquier
superpotencia. Por desgracia los nicaragüenses deben enfrentar todo tipo de
conspiraciones internas e incursiones provenientes de la vieja guardia somocista
de Honduras, así como atentados desestabilizadores, emprendidos por elementos
apoyados desde Estados Unidos. Todo ello en un momento en que los nicaragüenses
necesitan desesperadamente fondos para comprar alimentos, desarrollar el país y
autodefenderse. Si Occidente se niega a brindarles ayuda, se verán forzados a
pedírsela al único gobierno que aceptará darla: el de la Unión Soviética.
¿Cómo
ve usted la situación actual en El Salvador? ¿Piensa que Reagan sólo ve allí otra
evidencia de la penetración soviética en la zona?
Pienso que
lo que busca Estados Unidos en América Central es contar con gobiernos
fácilmente controlables. Afortunadamente -o bien, según como usted lo vea,
desgraciadamente- Estados Unidos no podrá conseguirlo sin provocar una guerra.
Es difícil predecir cuáles son las intenciones últimas de Reagan. Él debe saber
que los argumentos que esgrime - El Salvador como víctima de una conspiración
soviética- no tienen asidero real. Si en realidad no lo supiese, nos
hallaríamos ante una situación de terrible peligro, porque eso significaría que
el presidente de los Estados Unidos carece de información. No lo creo.
¿Cree
usted que la Unión
Soviética practica una política expansionista?
Creo que la Unión Soviética
sacará partido de la situación, especialmente si Estados Unidos continúa
negándose a dar apoyo a los movimientos rebeldes. Pero volviendo a El Salvador,
allí se vive una situación extremadamente peligrosa. Si examinamos los posibles
desenlaces de la situación actual, no podemos descartar el riesgo de una
conflagración mundial. En primer lugar, la guerra ya no se limita sólo a El
Salvador. Y si los Estados Unidos interviniera como lo hizo en Vietnam, la
guerra se extendería por toda América Central y tal vez por toda América
Latina. En efecto, Estados Unidos puede ocupar militarmente Centroamérica, que
dispone de escasos medios para hacerle frente. A continuación, como paso
siguiente, EE.UU. podría decretar un bloqueo naval en torno a Cuba, para
impedir que envíe ayuda a los países centroamericanos. Y aun cuando creo que
Cuba no haría nunca algo tan absurdo como provocar una guerra con EE.UU., por
supuesto que se defendería contra una invasión norteamericana, posibilidad que
tampoco puede ser descartada.
Seguramente
usted estará al tanto de que muchos dirigentes norteamericanos y europeos
consideran que los políticos latinoamericanos son completamente incorregibles,
y que un cierto grado de brutalidad siempre acabará imponiéndose en sus asuntos
internos.
Sí, me
chocó esa concepción cuando viajé por primera vez a Europa, en los años
cincuenta. Alguien me preguntó: « ¿Cómo puede vivir usted en países tan
salvajes corno los sudamericanos, donde la gente se mata por motivos políticos?
»
¿Qué
impresión le causó esa pregunta?
Me puse
furioso. Ese es hasta cierto punto un análisis injusto. Nuestros países sólo
tienen 170 años de vida independiente; mientras que países mucho más antiguos
como los europeos han pasado por atrocidades muchísimo mayores que las que nosotros
ahora atravesamos. ¿Que parecemos salvajes? ¡Nunca tuvimos una revolución tan
brutal como lo fue la
Revolución Francesa! Los suizos -fabricantes de queso que se
consideran a sí mismos grandes pacifistas- fueron los mercenarios más
sangrientos de Europa durante la
Edad Media. Los europeos, a lo largo de extensos períodos,
debieron pasar por terribles violencias y derramamientos de sangre para llegar
a ser lo que hoy son. Cuando tengamos la edad de los países europeos, estaremos
nosotros mucho más avanzados de lo que ellos están ahora, pues a nuestra propia
experiencia le habremos sumado la suya.
Centremos
ahora la conversación en su obra. Muchos admiradores de Cien años de soledad han
afirmado que con la saga de la familia Buendía se las había ingeniado para
contar toda la historia de América Latina. ¿Es ésta una interpretación
excesiva?
Cien
años de soledad
no es una historia de América Latina. Es una metáfora sobre América Latina.
En uno
de sus relatos breves, La increíble y triste historia de la cándida Eréndira y su abuela
desalmada, una joven prostituta dice a su amante, que lo que más admira de
él es su increíble capacidad de imaginar disparates. ¿Es un juicio de Gabriel
García Márquez sobre sí mismo?
Sí, es una
afirmación absolutamente autobiográfica. No corresponde tan sólo a una
definición de mi trabajo, sino también a mi propio carácter. Detesto la
solemnidad, y soy capaz de decir las cosas más atroces, las cosas más
fantásticas sin inmutarme en absoluto. Este talento lo he heredado de mi abuela,
doña Tranquilina, la madre de mi madre, que fue una cuentista fabulosa. Nos
contaba historias estrafalarias acerca de cosas sobrenaturales con expresión
solemne y rostro inmutable. Sólo a medida que fui creciendo empecé a
preguntarme si sus historias serían o no verdaderas, pero habitualmente tendía
a creerle por la gravedad de su rostro. Ahora, como escritor, hago exactamente
lo mismo: cuento cosas extraordinarias con un tono muy serio. Es posible
remontarse tan lejos como uno quiera, con cualquier historia, siempre que se
haga verosímil. Esto es algo que aprendí de mi abuela.
Para
aquellos lectores que lo ignoren, digamos que Cien años de soledad sigue la pista de
seis generaciones de la familia Buendía en la mítica aldea de Macondo. La
novela comienza con la fundación de la aldea en una época en que «el mundo era
tan reciente que muchas cosas carecían de nombre», y termina con el último
Buendía, un niño nacido con cola de puerco, mientras es arrastrado por las
hormigas como símbolo de la extinción de la estirpe. El argumento abarca 35
años de guerras civiles, revoluciones, contrarrevoluciones, toda clase de
plagas y una inundación que dura aproximadamente cinco años. Sus descripciones
de estos acontecimientos siguen un estilo denominado «realismo mágico»,
mediante el cual lo fantástico y lo mítico se funden con lo cotidiano (un cura
que levita siempre que toma chocolate, por ejemplo). ¿Hasta qué punto se basa
en la realidad para escribir sus obras?
Cada línea
de Cien años de soledad, como en todos mis demás libros, tiene como
punto de partida la realidad. Procuro brindar al lector una lupa para
interpretar mejor la realidad. Pongamos un ejemplo: en la historia de Eréndira,
nuevamente, el personaje Ulises tiene la virtud de cambiar el color de cada cristal
que toca. Eso como es obvio no resulta en absoluto verosímil. Pero tanto se ha
dicho ya sobre el amor que intenté expresar de otro modo que ese muchacho estaba
enamorado. Así es que no solamente cambian de color los cristales que toca,
sino que además su madre le dice: «Debes estar locamente enamorado de alguien,
porque cada cosa que tocas cambia de color. Tengo derecho a decir de otra forma
lo que ya se ha dicho siempre sobre el amor: cómo cambia nuestras vidas, cómo
lo trastoca todo en nuestras vidas.
En los
últimos veinte años hemos asistido a una auténtica explosión del realismo
mágico entre los narradores latinoamericanos. ¿Qué animaría a estos autores a
escribir en ese extravagante estilo, mezcla de realismo y surrealismo?
Por
descontado que el medio ambiente latinoamericano es maravilloso,
particularmente en el Caribe. Yo soy de la región caribeña de Colombia, que es
un lugar fantástico, completamente distinto de la región andina. Durante el
período colonial, aquella gente que se consideraba respetable se trasladó del
interior a Bogotá. En la zona costeña los que quedaron fueron bandidos -en el
buen sentido de la palabra - y bailarines aventureros, gente desbordante de
alegría. Los costeños descienden de piratas y contrabandistas, mezclados con
descendientes de esclavos, negros. Crecer en un medio ambiente como ese, brinda
incomparables recursos para la poesía. Además, los caribeños somos propensos a
creer en cualquier cosa por la influencia que tenemos de tantas culturas
distintas, combinando el catolicismo con nuestras propias creencias más
arraigadas. Creo que ello nos da una mentalidad muy abierta para penetrar más
allá de la realidad aparente.
Volviendo
a Cien años de
soledad, el coronel Aureliano Buendía se incorpora a la guerra civil colombiana
de una manera bastante extraña en la novela. Primero ve a los conservadores
haciendo fraude en las elecciones, y después se dice: «Si tengo que ser algo
seré liberal, porque los conservadores son tramposos». ¿No es un modo algo
extraño de adoptar un compromiso político tan grande?
Le
explicaré cuanto pueda esta cuestión. Cuando escribí este episodio de Cien
años de soledad, lo basé completamente en las guerras civiles que tuvieron
lugar en Colombia durante el siglo XIX entre conservadores y liberales. Las
guerras civiles y la huelga del banano de 1928 son los episodios del libro que
más estrechamente se vinculan a la historia de Colombia. En cuanto a las
guerras civiles, cuando estallaron por primera vez había una enorme diferencia
entre los conservadores y los liberales. Esa diferencia, de hecho, fue lo que
hizo que estallara la guerra. Los liberales, como el coronel Aureliano Buendía
y mi abuelo, demandaban la separación de la Iglesia y el Estado, el divorcio, el
reconocimiento de plenos derechos para los hijos ilegítimos, una mayor
participación en los asuntos de estado. Estas eran ideas revolucionarias para
Colombia en el siglo XIX. Los conservadores representaban a los grandes
terratenientes aliados con la
Iglesia católica. Los conservadores ganaban en Colombia todas
las guerras. De modo que en la novela, cuando el coronel Aureliano Buendía dice
que prefiere ser liberal porque los conservadores son tramposos, es porque en
aquel momento había aún diferencias entre las dos partes involucradas en la guerra.
Más tarde, a medida que avanza la guerra y que Aureliano Buendía va
introduciéndose en política, se da cuenta de que los dos bandos empiezan a
ponerse de acuerdo mutuamente. Por fin, por eso mismo renuncia a seguir
luchando y vuelve a Macondo a fabricar peces dorados. Dice: «La única
diferencia que hay entre los liberales y los conservadores es que los liberales
van a misa de cinco y los conservadores a misa de ocho».
En Cien años de soledad hay 22
otra descripción muy ligada a la historia de Colombia: la de la huelga del
banano. Los trabajadores de las plantaciones de Macondo, empleados de una
compañía que bien pudiera ser la United Fruit, deciden ir a la huelga. Tres mil de
ellos son masacrados en la plaza de Macondo, y sus cuerpos transportados a otra
región del país. Posteriormente, nadie en Macondo se acuerda de esta huelga; a
excepción de un miembro de la familia Buendía, para quien ese mismo recuerdo es
causa de la locura que padece.
Este
episodio no es ningún cuento. Está, más o menos, basado en la realidad
histórica. Los motivos de la huelga y la forma en que ésta se desarrolló fueron
exactamente igual que en la novela, aunque por supuesto no hubo tres mil
muertos. Fueron muchos menos. Si en 1928 se hubiera masacrado a cien personas,
ello ya hubiera sido catastrófico. Aumenté la cifra de victimas hasta tres mil
para guardar ciertas proporciones dentro del libro. Cien muertos no habrían
interesado a nadie... Tres mil muertos en 1928 equivaldrían a toda la población
de Aracataca en aquel momento.
Es pues
un buen ejemplo de cómo la historia real pasa a transformarse en arte, ¿no?
Permítame
contarle algo muy curioso sobre este incidente. Nadie en Colombia ha
profundizado qué fue lo que en verdad ocurrió durante la huelga del banano. Y
ahora cuando se hace referencia a ella en los periódicos, o incluso alguna vez
en el Congreso, suele hacerse alusión a los tres mil trabajadores que murieron.
Me pregunto si con el tiempo podremos decir con propiedad que esas tres mil
personas fueron masacradas. Por eso en El otoño del patriarca,
hay un momento en que el directador dice: «No importé si es o no verdad; será
verdad con el tiempo».
Sus
novelas están siempre llenas de olores de todo tipo. ¿Por qué concede tanta
importancia al olfato?
Sí, olores
y fragancias lo invaden todo. Creo que la facultad evocadora del sentido del
olfato es mayor que la de los demás sentidos, mayor que la del gusto o el oído.
Hay en
sus obras un uso casi erótico del sentido del olfato. ¿Es ésta una manera de
abordar la pasión sexual?
Sí; forma
parte de mi propio carácter.
Entre
todos los placeres sensuales, ¿cuál es el que más le interesa?
Comer.
¿De
veras comer? ¿Por qué?
Bueno, es
un asunto relacionado con sensaciones personales; es imposible explicarlo. Pero
lo que más me gusta es comer.
¿Cómo
se le ocurrió inventar Macondo a partir de sus recuerdos de Aracataca?
Empecé a
escribir Cien años de soledad siendo aún muy joven, quizás los veinte
años. Entonces intentaba plasmar una novela sobre la familia Buendía que debía
llamarse La casa. Toda la acción de la obra se desarrollaba dentro de la
casa. Tras escribir unos pocos capítulos sentí que no estaba lo bastante
preparado para escribir un libro tan extenso, así que decidí abandonarlo
momentáneamente para escribir otras cosas, y poco a poco aprender la forma de
llevarlo a cabo. A partir de ese momento me dediqué principalmente a hacer
relatos cortos. Poco después, cuando tenía veintiún años, mi madre me propuso
viajar a Aracataca con ella, y este viaje tuvo un impacto para mí decisivo en
relación a mi carrera como escritor. Vivíamos entonces en Barranquilla, una
ciudad del Caribe no muy distante de Aracataca. Mis dos abuelos habían muerto,
y el propósito de mi madre era vender la casa en que habían vivido. Al
principio estaba muy contento con la idea de volver a Aracataca. Pero cuando
llegamos me sorprendí muchísimo. El pueblo no había cambiado en absoluto; tenía
la sensación de que el tiempo había pasado, de lo que me separaba de aquel
pueblo no era la distancia sino el tiempo. Mientras recorría sus calles con mi
madre, advertí que a ella le pasaba algo semejante. Fuimos hasta la farmacia,
que era propiedad de una familia muy amiga de la nuestra. Detrás del mostrador
había una mujer cosiendo a máquina. Mi madre la saludó efusivamente. Cuando la
mujer pudo por fin reconocerla, se puso de pie y se abrazaron a los gritos,
tras lo cual permanecieron en silencio durante más de media hora. Por
consiguiente, la sensación que experimenté fue que todo el pueblo había muerto,
incluso quienes aún seguían vivos. Me acordé de aquellos a los que había
conocido y que ahora estaban muertos. Comprendí que todos los relatos breves
que había escrito hasta entonces no eran más que elaboraciones intelectuales;
nada tenían que ver con mi realidad. Al volver a Barranquilla me senté de
inmediato ante la máquina y me puse a escribir mi primera novela que tiene como
escenario Macondo (La hojarasca). Accidentalmente, de regreso a
Barranquilla, pasamos por una plantación de banano que había visto con frecuencia
de niño. Su nombre era Macondo.
¿Cuándo
terminó de tomar cuerpo la idea de escribir Cien años de soledad?
El viaje a
que me refería fue en 1950. Después de aquella primera obra, hice un segundo
intento de escribir la novela en México, en 1963. Tenía entonces una idea muy
clara de la estructura, pero no encontraba el tono de la narración. No sabía
aún cómo contar la historia de tal modo que fuera verosímil. Así es que decidí
volver a escribir cuentos. Hasta que un determinado día, en 1965, mientras
viajaba a Acapulco descubrí lo que había estado buscando hasta entonces.
Repentinamente tuve esa iluminación -no sabría decir por qué- sobre cómo
escribir la novela. ¡Ya tenía el tono y todo lo que necesitaba!
¿Fue
como una visión?
Algo así.
Fue como si hubiera descifrado, de golpe, todo lo que debía hacer. De modo que
volví a la ciudad de México y me puse a escribir durante los dieciocho meses
siguientes desde las nueve de la mañana hasta las tres de la tarde cada día.
Hasta entonces tuve que trabajar en relaciones públicas y escribiendo guiones
de cine para mantener a mi familia (mi esposa y mis dos hijos, que aún eran
pequeños), pero no podía continuar haciéndolo si quería terminar la novela. Sin
embargo, no teníamos otra clase de ingresos, así que decidí empeñar el coche y
darle el dinero a Mercedes para que lo administrase. A partir de ese momento,
Mercedes tuvo que actuar como tantas otras mujeres colombianas durante las
guerras civiles: hubo de hacerse cargo de todas las cuestiones domésticas y de
mantener en pie la casa mientras yo luchaba en el frente. Ella realizó toda
clase de proezas maravillosas. Diariamente, de uno u otro modo me procuraba los
cigarrillos, las cuartillas, todo cuanto necesitaba para escribir. Consiguió
dinero prestado y crédito en algunos comercios. Cuando el libro llegó a su fin,
supe que debíamos 5.000 pesos -que era una cantidad enorme- en la carnicería.
Se había extendido por todo el vecindario el rumor de que yo estaba escribiendo
un libro muy importante, y todos los tenderos se mostraban dispuestos a
colaborar. En un momento dado me di cuenta de que Mercedes ya no podía seguir
encargándose sola de todo. Interrumpí el trabajo en la novela y me puse a
escribir un guión para la radio, pero en el mismo momento de empezar a hacerlo
me vino una insufrible jaqueca. Pese a que los médicos me recetaron todos los
medicamentos posibles, no hubo ninguno que pudiera curármela. Por último,
cuando reanudé la novela, el dolor desapareció por completo. Tardé dieciocho
meses en terminar el libro, pero incluso después de terminado tuvimos toda
clase de problemas. En cierta ocasión, estando ya todo listo, la mecanógrafa
que tenía la única copia de muchos capítulos fue atropellada por un autobús, y
la mitad de la novela fue entonces a parar a las calles de la ciudad de México.
Por fortuna no murió en el accidente, y pudo volver a reunir al manuscrito. Por
fin, concluida la obra, necesitábamos aún 160 pesos para enviársela al editor
en Buenos Aires. A Mercedes solamente le quedaban 80 pesos, así que dividí el
manuscrito por la mitad y mandé sólo la primera parte. Después tuve que empeñar
el «Mixrnaster» y el secador de pelo de Mercedes para poder enviar la otra
mitad. Cuando ella supo que el correo se había llevado nuestras últimas
pertenencias dijo: «¡Y si después de todo resulta que la novela es mala!»
¿Cómo
se le presentó el nombre de la novela?
Fue casi
cuando esta llegando a la última página. Hasta el momento no había pensado en
el nombre definitivo que le pondría, pero La casa ya lo había descartado.
Tras decidir que se llamaría Cien años de soledad, hice algunos cálculos
y descubrí que habían transcurrido más de cien años desde el principio al final
de la novela, pero no me pareció adecuado titularla, por ejemplo, Ciento
cuarenta y tres años de soledad. Creí preferible redondear la cifra, lo
cual demostró ser una buena decisión.
¿Podría
adaptarse Cien
años de soledad al cine?
De ningún
modo. Algunos productores me han ofrecido cantidades enormes por los derechos
de autor, pero siempre he dicho que no. Creo que la última oferta que me
hicieron ascendía a dos millones de dólares. El motivo por el cual no quiero
llevarla al cine es que, como novela, el lector puede imaginarse a los
personajes como él quiera verlos, lo que en la pantalla no es posible. En el
cine la imagen queda tan nítidamente definida que el espectador nunca puede
imaginar al personaje como le gustaría que fuera, lo tiene ya impuesto por la
pantalla. Al estudiar las características del cine, la forma en que se hada una
película, advertí que existen limitaciones formales que en literatura no hay.
Ello me ha reafirmado que el trabajo del novelista es el más libre que pueda
existir. Todo lo decide uno mismo.
¿Como
Dios?
Algo por
el estilo. La vaina es que a diferencia de Dios uno no puede matar fácilmente a
los personajes. Con Ursula Buendía me ocurrió algo curioso: san cando la cuenta
de los años que había vivido, resultaba que al final de la novela debía tener
200 años. Mientras escribía Cien años de soledad era consciente de que
ese personaje ya había vivido demasiado, e intenté poner fin a sus días. Sin
embargo, no había forma de matarla. Siempre la necesitaba para que hiciera
algo, hasta que acabó muriendo naturalmente.
Se dice también que usted quemó otras mil
páginas de Cien
años de soledad... ¿Es verdad?
No, es
falso. Pero es curioso como toda leyenda se apoya en algo real. Tras haber
terminado Cien años de soledad me
deshice de las notas y de toda la documentación que utilicé, de modo que no
quedara ningún rastro de ellas. De esa forma los críticos juzgarán a libro por
sus méritos propios y no indagando en los papeles que le dieron origen.
Mientras escribía el libro fui acumulando un montón de documentos; y este
material suplementario pertenece a la parte más íntima de mi vida privada.
Difundirlo es un tanto comprometedor, es como mostrarse públicamente en ropa
interior.
Para algunos Cien años de soledad es una novela muy triste. Parecería que ningún progreso fuera posible
en América Latina. La monotonía de la vida política latinoamericana implicaría
que ningún cambio social es posible; todo estaría limitado a repetirse
eternamente. Es esta una interpretación política de la novela muy extendida.
Lo sé, he
oído muchas veces esa crítica. En cierta ocasión tuve dificultades con
profesores cubanos de literatura que decían: «Cien años de soledad es un libro extraordinario, pero su defecto es
que no da soluciones». Creo que esa es una afirmación dogmática. Mis novelas
describen situaciones, y no tienen por qué dar soluciones. Pero con Cien años de soledad intenté hacer ver
que la historia de América Latina fue tan crudamente opresiva que aquello tiene
que cambiar cueste lo que cueste, a cualquier precio. La historia social
latinoamericana está tan llena de frustraciones y de injusticias que puede
desanimar a cualquiera que se embarque en ese cambio. Pero eso es síntoma en
realidad de una sociedad que debemos cambiar cuanto antes.
Hemos hablado mucho de Cien años de soledad. ¿No le molesta a veces que se hable de
esta obra como si fuera la única que ha escrito?
Me desagrada profundamente. Algunos críticos han dicho que Cien años de soledad era la novela
definitiva de Latinoamérica. ¡Es ridículo! Si fuera la obra definitiva, yo
mismo no seguiría escribiendo. Francamente pienso que El otoño del patriarca es mucho más importante por su calidad literaria.
Este libro no pude terminarlo hasta tener cierta seguridad económica gracias a Cien años de soledad, ya que necesitaba
disponer de mucho tiempo y dinero para llevarlo a cabo.
¿Le desagrada que la gente encuentre más
pesada la lectura de El otoño del patriarca?
¡Fue para
mí un libro muy difícil de escribir! Pero es cierto que para leerlo se necesita
una mínima iniciación literaria. Pero espero que con el tiempo resulte tan
fácil de leer como mis demás libros. Cuando se publicó Ulises por primera vez todo el mundo lo consideraba ilegible. Hoy
lo leen hasta los niños. Por otra parte; creo que el único defecto de Cien años de soledad es la facilidad con
que se lee.
El otoño
del patriarca trata sobre la muerte de un
dictador del Caribe, un tema que se ha vuelto muy popular en la literatura
latinoamericana. ¿Hubo algún hecho especial en su vida que motivara este
argumento?
También en
este caso las raíces de libro deben buscarse en mi niñez en Aracataca. En el
pueblo en que crecí vivían muchos exiliados venezolanos, durante el gobierno
del dictador Juan Vicente Gómez. Como ocurre con frecuencia a los exiliados,
éstos habían magnificado al dictador, convirtiéndolo en un personaje mítico. Esa
visión de Gómez fue la que dio origen al libro, pero también hubo muchas otras
fuentes.
Alistair Reid, uno de los principales
estudiosos de su obra en los Estados Unidos, dice que el significado último de Cien años de soledad es que «nadie puede siquiera conocernos.
Todos en este mundo vivimos solos, encerrados en nuestras burbujas de cristal».
¿Se equivoca?
No, es
completamente cierto. Estoy convencido de que cada persona tiene una parte de
su personalidad totalmente en secreto, que nunca se comunica a los demás ni se
revela a nadie. Mercedes y yo, por ejemplo, formamos una buena pareja. Llevamos
juntos 25 años, y sabemos los dos que cada uno tiene sus zonas oscuras en las
que el otro no puede penetrar. Siempre hemos respetado este principio, porque
sabemos que no es posible luchar contra ello. No sé por ejemplo cuál es la edad
de Mercedes. Nunca me dijo su edad antes de casarnos, aunque entonces era muy
pero muy joven. Cuando viajamos ahora juntos, nunca miro su pasaporte ni su
documento de identidad. Cuando viajamos en avión, si tengo que llenar su
billete lo hago dejando en blanco la casilla correspondiente a la fecha de su
nacimiento. Por supuesto que no es más que un juego. Pero es un juego
indicativo de que hay ciertas zonas impenetrables en cada ser humano, a las que
nadie puede acceder. Estoy absolutamente seguro de que es imposible conocer a
una persona en su totalidad.
¿Es la soledad de Cien años de soledad una reflexión al respecto?
No. Creo
que esto es algo que cada uno de nosotros siente. De cualquier modo, cada uno
de nosotros está solo. Por ejemplo yo mismo, que como escritor, aunque pueda
comunicarme con muchísima gente -y además con bastante facilidad-, estoy
completamente solo en el momento esencial de mi vida: cuando me pongo a escribir.
Entonces nadie puede ayudarme. Nadie sabe exactamente qué es lo que quiero
hacer, ya veces ni siquiera lo sé yo. No puedo pedirle a nadie que me ayude; mi
soledad es en este momento absoluta.
¿Le aterra esa soledad en algún momento?
No. No me
preocupa demasiado, ya que puedo defenderme bastante bien solo con la máquina
de escribir. Pero creo que todo el mundo, todo el mundo tiene miedo de estar
solo. Cuando uno abre los ojos por la mañana y echa un vistazo a la realidad
circundante, la primera que tiene es siempre de temor.
¿Le pasan cosas que no le ocurren normalmente
a la gente? Un amigo común me dijo que pensaba que usted tiene telepatía
A mí me
ocurren cosas extraordinarias con bastante frecuencia, pero quiero imaginar que
esto también le pasará a otros. No se puede saber lo que es una premonición o
un fenómeno telepático hasta que a uno le ocurre. Lo mismo pasa con casi todas
las profecías, que siempre se presentan cifradas. Recientemente, mientras
viajaba en tren a Barcelona, me ocurrió un buen ejemplo de esto. Resulta que la
chica que trabaja en nuestra casa estaba en México, adonde había regresado para
tener un hijo. Y en el tren, mientras me quitaba un zapato, tuve la impresión
de que algo que nos tocaba muy de cerca estaba pasando en México, se lo comenté
a Mercedes. Le dije: «Teresa acaba de dar a luz». Al llegar a Barcelona
llamamos por teléfono a nuestra casa y nos dijeron que el niño había nacido
precisamente en aquel momento. Todo había sucedido más o menos como yo lo había
visto en mi premonición. No se trata de visiones muy precisas, sino más bien de
susurros mágicos. Pienso que eso puede ocurrirle prácticamente a todo el mundo,
pero que a causa de sus prejuicios culturales mucha gente no cree en ello, o no
sabe apreciarlo o reconocerlo cuando se produce este fenómeno. En realidad se
necesita una cierta clase de inocencia personal en relación al mundo para
apreciar estas cosas.
Nos han contado que usted descartó el primer
borrador de El
otoño del patriarca porque parecía un
epígono de Cien años de soledad. ¿Es
cierto?
En parte
es cierto. Intenté escribir la novela tres veces. La primera vez que lo hice,
el argumento se basaba en mis recuerdos de La Habana de 1959. Había cubierto como periodista el
proceso contra uno de los principales generales de Batista, que fue juzgado,
por haber cometido crímenes de guerra, en un gran estadio de béisbol. Lo que a
mí me interesaba eran las posibilidades literarias de desarrollar esa
situación. Así que cuando empecé a escribir El
otoño del patriarca, pensé que su estructura podía basarse en el monólogo
interior del protagonista sentado en medio del estadio. Sin embargo, poco
después de empezar a escribir, descarté por completo esa idea. No era
verosímil. Los dictadores latinoamericanos, los más importantes, o bien han
muerto en la cama o han debido escapar llevándose grandes fortunas. Cuando
decidí escribir la novela por segunda vez, lo hice en forma de biografía
novelada, y esta versión, en efecto, se parece mucho estilísticamente a Cien años de soledad. Así es que, con
pesar, también tuve que descartarla. Sinceramente no comprendo por qué tanta
gente esperaba que El otoño del patriarca
se pareciese a Cien años de soledad.
Supongo que si hubiera querido asegurarme el éxito comercial, lo mejor que
podría haber hecho es continuar escribiendo Cien
años de soledad todo el resto de mi vida. Podría haber utilizado la típica
triquiñuela de Hollywood: El regreso del
coronel Aureliano Buendia. Finalmente decidí recurrir a una estructura
basada en monólogos múltiples, lo que permite reflejar la vida del pueblo bajo
la dictadura. Hay distintas voces que cuentan lo mismo desde perspectivas
diferentes. Más tarde tuve que superar un nuevo obstáculo: nunca había vivido
en un régimen dictatorial de viejo cuño. Para poder hacer la novela precisaba
saber cómo era la vida diaria en países con dictaduras de muchos años. En la
época en que escribía la novela había dos países de interés en este sentido:
España y Portugal. Mercedes y yo decidimos pues trasladarnos a la España del franquismo, más
concretamente a Barcelona. Pero una vez que estuvimos en España, comprobé que
algo fallaba en la ambientación del libro, todo era demasiado frío. Así es que
volvimos a mudarnos en busca de una mejor disposición para escribir la novela.
Esta vez fuimos al Caribe, tras haber permanecido mucho tiempo lejos. Cuando
llegamos a Colombia algún periodista me preguntó: «¿Qué ha venido a hacer en su
país?» A lo que respondí: «Quiero acordarme del olor de la guayaba». Después
recorrimos todas las islas del Caribe, no para tomar notas, simplemente para
vivir allí. De regreso a Barcelona reanudé la escritura del libro sin ningún
esfuerzo
Recientemente fue publicada su última novela,
Crónica de una
muerte anunciada. ¿No había hecho usted
declaraciones muy terminantes, anunciando que no volvería a publicar hasta la
caída del régimen de Pinochet? Pinochet sigue en el gobierno de Chile, y sin
embargo decidió editar este libro.
Aquellas
declaraciones las hice tras la publicación de El otoño del patriarca. Francamente estaba furioso. Había estado
siete años trabajando en ese libro, y lo primero que me preguntaron fue qué
planes tenía para después de esa novela. Cuando me hacen semejantes preguntas
invento toda clase de respuestas, lo que sea con tal de dejarlos contentos. En
realidad no tenía ningún plan inmediato de escribir otra novela, y esa
respuesta eliminaba de paso aquella repugnante pregunta de las entrevistas
posteriores.
Habrá que concluir que usted a menudo fabrica
historias, inventa pequeñas ficciones en las entrevistas que le hacen.
¿Quién le
dijo eso?
Por una vez, nos lo acaba de confirmar usted
mismo. Pero es una de las tantas leyendas que se han tramado en tomo a usted.
Se dice que suele «enmendar» las historias que cuenta.
Mi
problema es que quiero mucho a los periodistas, y cuando tengo afecto por
alguien, soy capaz de crear algo, alguna pequeña historia inventada, para que
él o ella puedan hacer una entrevista diferente.
¿Ha inventado algo durante esta entrevista?
¿En cuál
entrevista?, ¿la nuestra?, ¿la de ahora? ¡No! Todo lo contrario, he intentado
rebatir toda la ficción que hay en torno a mí.
¿Podemos volver a hablar un poco sobre El otoño del Patriarca En esta obra -aunque también en casi todas
sus obras- usted se refiere con especial afecto a las prostitutas. ¿Es por
algún motivo en particular?
Bueno,
resulta que tengo muy buenos recuerdos de prostitutas, y escribo acerca de
ellas por razones sentimentales.
¿Los adolescentes latinoamericanos hacen su
iniciación sexual en los burdeles?
No, allá
es todo mucho más feudal. El burdel cuesta demasiado caro, sólo se lo pueden
permitir los adultos. La iniciación sexual suele darse con la criada de la
casa, o con las primas. Aunque también con las tías. Pero tuve muy buenas
amigas prostitutas cuando era joven. Auténticas amigas. El medio ambiente en
que vivía era muy represivo, no era fácil tener relaciones con mujeres que no
fuesen prostitutas. Cuando acudía junto a alguna prostituta, no iba en realidad
para hacer el amor sino por necesidad de estar con alguien, para no estar solo.
Las prostitutas son en mis libros siempre muy humanas, y su compañía es siempre
muy valiosa. Se trata de mujeres solitarias que detestan su profesión. Siempre
he mantenido muy buena amistad con prostitutas, incluyendo algunas con las que
nunca en mi vida fui a la cama. Pero entonces prefería dormir junto a ellas
porque me parecía horrible dormir solo. A veces digo, claro está en broma, que
me he casado para no tener que comer solo. Mercedes, por supuesto, me contesta que
soy un hijo de perra.
¿Cómo se definiría a usted mismo?
¿Yo? Soy
el hombre más vergonzoso del mundo. y también soy el hombre más amable del
mundo. No acepto discusión alguna al respecto.
Ya que es usted la persona más amable y
vergonzosa ¿por qué no nos dice cuál es su mayor debilidad?
Me
pregunta algo que nunca antes me habían preguntado. ¿Mi mayor debilidad?
Hmmmmm... Mi corazón. En el sentido emocional, sentimental. Si fuera mujer
siempre estaría diciendo a todo que sí. Necesito que me quieran muchísimo. Mi
gran problema es que me quieran más, y para eso escribo.
Afortunadamente su literatura le ha valido el
afecto de la gente, incluso de aquellos que no comparten o atacan sus puntos de
vista políticos.
Sí, pero
soy insaciable. Necesito mucho más amor.
Terminemos pues con una última pregunta:
¿Hasta dónde se ha cumplido lo que usted se propuso en su vida?
Puedo
contestarle, tal vez, contándole qué hubiera querido ser de no haberme hecho
escritor. Me hubiera gustado ser pianista en un bar. De ese modo habría podido
contribuir a que los amantes se sintieran más cerca uno del otro. Consigo cumplir
este objetivo en gran parte como escritor –que la gente se ame más a través de
mis libros–, y creo que ese es el significado que quería darle a mi vida.
** ** **
Revista Confidencial
Managua -Nicaragua
24 de septiembre de 2017
Opinión
Balcells,
la Mama Grande, rediviva
La historia de
Balcells ratifica la importancia que jugó
en la proyección de los narradores más
connotados del boom
Por Guillermo Rothschuh
El líder cubano Fidel Castro, Gabriel García Márquez, y la agente literaria
Carmen Balcells en La Habana. Circa 1980-1990s. Imagen cortesía de Harry Ransom
Center.
Aunque fue
Carlos Barral, el primero en abrir las puertas de la fama a los padres dilectos
del boom, no siempre adelantarse supone situarse en la cima. Carmen Balcells,
la joven advenediza que dio los primeros pasos a la orilla de Barral, se
convertiría muy pronto en la indiscutible reina y señora de los escritores
latinoamericanos. Los que cambiaron el eje de gravedad de la novela mundial.
Setentainueve años antes, Rubén Darío, con la publicación de Azul… (1888),
había resituado el eje de la poesía en América. Cien años después del
nacimiento de nuestro paisano inevitable, Gabriel García Márquez, publicó Cien
años de soledad, (1967), parto prodigioso de lo que se conocería como el boom
de la nueva narrativa latinoamericana. Balcells se convertiría su agente literario
y en una simbiosis espléndida, autor y agente, remontaran las estrellas. La
novela de Gabo hizo revirar la mirada hacia estas tierras del olvido.
Latinoamérica volvía por sus fueros.
Contrariando
la regla, Balcells no tenía para algunos, la preparación necesaria para entrar
en el mundo editorial, como le confesó sin remilgos a Xavi Ayén. Carecía de los
atributos de los editores consagrados, tampoco tenía —según aducen los
entendidos y entendidas— su conocimiento intelectual. Esto no impidió que
convenciera a Gabo, dejara en sus manos la representación de sus obras. El
origen de su fortuna como agente —no me refiero a pesos y centavos— está
vinculada a Barral. Se metió en sociedad con Ivonne, la esposa de Carlos,
atendiendo una sugerencia de este. Las dos mujeres fueron socias en la
fundación de la agencia. Después del parto de sus gemelos, Ivonne abandonó la
empresa aduciendo que no era rentable. Hay que decir en honor a la verdad que
no lo era, que en aquellos momentos no lo era, yo me lo podía permitir
—confiesa a Ayén— porque en casa entraba el sueldo de mi marido. Sus inicios
fueron duros. Luego traería a su lado al resto de autores latinoamericanos.
Barral fue
uno de los editores que abrió las puertas del boom. La ciudad y los perros,
(1962), constituyó todo un acierto como novela inaugural. El peruano terminó de
escribirla a los veinte cuatro años. Aunque —mérito indisputado— fue Cien años
de soledad, quien encumbró en los altares, a la nueva novela latinoamericana.
Balcells haría lo suyo. Sus logros los obtuvo a través de su agencia literaria,
inició la redefinición de los contratos entre autores y editores. No más
estipulaciones leoninas, reconoce Carlos Barral a Mario Vargas Llosa, en carta
fechada el 3 de mayo de 1966. Lo confesó con la devolución los derechos de
autor de La ciudad y los perros, ganadora del Premio Biblioteca Breve-Seix
Barral. También declaró nulo el contrato que había suscrito con el peruano, por
esta novela. Una etapa esplendorosa abría las puertas a los autores
latinoamericanos. El vuelco que imprime Balcells a los contratos, resulta harto
beneficioso para todos, incluso para ella.
El padre
de José Manuel Lara Bosch —además de dispensar cariño a Balcells— había
vaticinado a su hijo, que esa cabrona va enseñar a todos los agentes a ser
igual y no nos dejarán vivir. La catalana había aprendido el oficio de otra manera.
Lara Bosch confiesa que no le costó entenderla. Él había desembarcado con las
nuevas normas ya instauradas. Incordiaba a los editores de vieja data. Le mal
querían. A la pregunta sobre cómo había logrado imponerse, la respuesta de
Balcells es contundente. Cuando tienes un autor como Gabriel García Márquez,
puedes montar un partido político, instituir una religión u organizar una
revolución. Yo opté —clama convencida— por esto último. Pero no se crea que fue
fácil. La voltereta en el mundo editorial fue de ciento ochenta grados. Las
animadversiones se dispararon. La advenediza caminaba con pie de plomo. Nada la
amilanaba. Dispuso su ánimo para triunfar y lo consiguió. Desde siempre fue una
ganadora.
El mote de
Mama Grande lo debe a Vargas Llosa, una vez que ella hiciera números frente a
sus ojos, para obtener su representación. Carlos Barral, su editor príncipe, no
pudo hacer nada para que Vargas Llosa se quedara a su lado. Su insistencia no
caló en el ánimo del peruano. En Barcelona —una de las cunas del boom— se
produjo una reunión de las principales firmas editoriales. El propósito era
boicotear a los autores de esta señora. Esperaban asestarle el golpe
definitivo. En la mesa de conspiradores, solo uno de los presentes, José Manuel
Lara, padre, se plantó en su defensa. Obnubilados por los éxitos de Balcells,
lanzaron el tiro de gracia. Plantearon que nadie le comprara el próximo García
Márquez. El viejo Lara tronó beligerante: ¿A ti, si te ofrecen a García Márquez
no lo vas a comprar? Pues yo si argumentó. Sus palabras tuvieron efecto
disuasivo. El cónclave se dio por concluido. Poco o nada podían hacer de aquí
en adelante contra Balcells. Aunque nunca cejaron.
Vargas
Llosa salió en su defensa: En el mundo editorial hubo un escándalo parecido al
que conmueve a un gallinero en el que se ha metido el lobo feroz. Le dijeron
traidora, materialista, pesetera, innoble, saboteadora del gay saber,
literaturicida y mil lindezas más. Ella derramaba vivas lágrimas —refiriéndose
a Balcells— pero no dio su brazo a torcer. En la misma línea de argumentación,
García Márquez —dirigiéndose a Julio Cortázar— se lamenta de las enormes
fortunas que ganan los editores con sus libros. Para Xavi Ayén, (Aquellos años
del boom… RBA Libros, segunda edición, marzo de 2015), a Barral le aconteció lo
mismo que al doctor Frankenstein. Su invento se le salió de las manos. A partir
de entonces todo cambió. Surgía un nuevo liderazgo abanderado por Carmen
Balcells. García Márquez define la personalidad de su agente: Muchos escritores
la detestan por la ferocidad con que defiende los centavos de los escritores
sobre todo de los jóvenes más necesitados…
Manuel
Vázquez Montalván, presagió que Balcells pasaría a la historia de la literatura
universal. Todo debido a su empeño prometeico de robarles los autores a los
editores, para constituirles la condición de escritores libres del mercado
libre. José Manuel Lara Bosch —quejumbroso— tiene la convicción que algunos
agentes literarios tienen demasiado poder en España. Se trata sin duda, de una
situación anómala. Ayén está claro que el presidente del Grupo Planeta, se
refería al volumen de facturación de la agencia Balcells, notablemente superior
al de todas las competidoras sumadas, según datos del registro mercantil.
Esther Tusquets, aun en su forma ambivalente de juzgarla, reconoce que Balcells
era la única persona que sabía defender los intereses económicos de los
autores. Algo inexistente hasta ese momento. Le dispensa el más grande elogio:
Gracias a Balcells —advierte Tusquets— hoy los autores pueden vivir con
dignidad. Dejaron ser presa del canibalismo de los editores.
La manera
que Ayén alude los mitos, leyendas y realidades que giran alrededor de Balcells,
la ubican —más allá de las bravatas y malos entendidos— en el panteón de los
ilustres. Gonzalo García Barcha, el hijo de Gabo, reconoce que aunque el boom
es también un fenómeno publicitario, desencadenado a raíz de la aparición de
Cien años de soledad en 1967, advierte que Balcells tenía a todos estos autores
antes que fueran del boom. Aunque no es tan cierto. Su mérito fue convertirse
en agente —en España— cuando nadie en España ni en Europa, entendía la
importancia de esta figura, aprecia Jordi Gracia. Para Jorge Herralde ella se
encuentra con dos regalos: el fenómeno Gabo y un gran escritor, como es el
primer Mario Vargas Llosa. Pone de su lado a los autores de Seix Barral, por lo
que termina convirtiéndose –en palabras de Herralde– en la reina de la novela
en español. Una reina a la que todos llegaron a festejar hasta su casa –en
Santa Fe– en su ochenta cumpleaños.
Una
cuestión halagadora para mí, que figura en la investigación emprendida durante
diez años por Xavi Ayén, fue tener como epicentro la ciudad de sus amores:
Barcelona. Nunca me cansaré de repetir la envidia especial que siento por todos
los escritores, músicos, artistas y cineastas, que cantan a su ciudad de
origen. ¿Cuánto debe Dublín a Joyce? ¿Cuánto New York a Talese? ¿Lima a Vargas
Llosa? El primer y tercer capítulo de su libro (Premio Gaziel de Biografías y
Memorias, 2013), gira alrededor de Barcelona. Su decisión obedece a que grandes
del boom se establecieron en la ciudad condal. Detalla las decenas de
escritores llegados de otras partes para vivir en su ciudad. Alude de manera
especial a nuestro bardo mayor. Rubén en Barcelona, viviendo de sus escasos
ingresos como colaborador de La Nación de Buenos Aires, junto a su compañera,
la abulense Francisca Sánchez, y el hijo de ambos, Güicho. Convoca de nuevo
ante nosotros, a todas las personas vinculadas al boom.
La
historia de Balcells ratifica la importancia que jugó en la proyección de los
narradores más connotados del boom. Su manera de atraerlos fue conquistarlos
con sus cantos de sirena. Se hacía cargo de sus necesidades más urgentes y les
tenía presente en todos los cumpleaños y navidades de su vida. En una ocasión
le preguntó a Gabo, qué deseaba que le regalara. Tres mil dólares, respondió.
Desde entonces —hasta siempre— todos los años, enviaba a Gabo tres mil dólares
de regalo para el día de su cumpleaños. El tratamiento especial dispensado a
Gabo y Vargas Llosa, se debía a que eran los autores más célebres, representaban la principal fuentes de ingreso
de su agencia. La brasileña Nélida Piñon, alababa su impaciencia. Impaciencia
capaz de rectificar la ruta de la tierra, rechazar las imperfecciones que nos
encierran, ahuyentar de entre sus autores, que son sus cómplices, a los fardos
inútiles. Todos la amaban. Se transformó en una mujer indispensable en sus
vidas.
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