Ciudad de
México
8 de
octubre de 2017
Opinión
Y luego de conocerme,
el Nobel escribió Mis putas tristes
¿Eso es lo que Gabo el genial
creía que era el feminismo? ¿Una bola de mujercitas quejándose de no poder ser
sus esposos patriarcales?
Por Sabina Berman
El Premio Nobel,
Gabo el genial, fue a la obra de teatro no una sino dos noches seguidas. Jueves
y viernes. Y se lo avisaron a Sandra, no una sino tres personas, dos actores y
la productora, sacudidos por la emoción.
–Y pidió el número
de tu teléfono –le dijeron los tres a Sandra, en tres distintas llamadas
telefónicas.
Sandra recibió la
llamada del Nobel el sábado por la mañana, y el corazón le retumbó en el pecho
como una tambora a lo largo de la breve conversación.
Gabo era su autor
predilecto. El reinventor de las capacidades del español. Una de las razones
por las que ella había dedicado su vida a escribir, aunque no fuera relato,
sino drama. E increíblemente estaba del otro lado de la línea diciéndole que
admiraba su dirección y su texto para la obra que recién había visto, y que
tenía para ella un regalo.
Gabo era su autor predilecto. El reinventor de
las capacidades del español. Una de las razones por las que ella había dedicado
su vida a escribir, aunque no fuera relato, sino drama. E increíblemente estaba
del otro lado de la línea diciéndole que admiraba su dirección y su texto para
la obra que recién había visto, y que tenía para ella un regalo.
–Una obrita de teatro de mi autoría –dijo,
encantadoramente modesto el Nobel–. Un texto feminista –dijo y a ella se le
alzaron las cejas: eso era una primicia mundial. –y quiero que tú la dirijas. Te
la envío por mensajero hoy mismo.
–Sí. Bueno. Es decir. –Ella intentó en vano
que el lenguaje no se le desbaratara: –O sea, con gusto. No, con emoción. Pensé
en una primera actriz. Diana Bracho. Caerán rosas del techo. Bueno, adiós –dijo
ella y colgó abruptamente.
El mensajero llegó a media noche al hotel de
San Miguel Allende, donde vivía Sandra por entonces, y le entregó el paquete
forrado en papel blanco.
Prendió seis veladoras, porque la luz se había
cortado en San Miguel esa noche, y las colocó en la mesa central del
restaurante oscuro y desierto. A la luz vacilante de las seis flamas, desató el
paquete, desgarró el papel, sacó el librito, hojas de fotocopia engrapadas. Lo
besó, como a un objeto sagrado.
Y empezó a leer el texto feminista del Nobel.
No era feminista. Era el monólogo de una mujer
ante un esposo de palo –la acotación pedía eso: que el esposo fuera un maniquí
con un periódico extendido ante la cara –quejándose durante dos arduas y
dolorosas horas de no ser él. Él: libre, poderoso, simpático, audaz; con una
vida erótica variada, con un robusto talento para el placer y el triunfo.
¿Eso es lo que Gabo el genial creía que era el
feminismo? ¿La envidia de ser él? ¿Una bola de mujercitas quejándose de no
poder ser sus esposos patriarcales? ¿Un llanto plañidero de impotencia durante
dos horas?
Guardó la obra bajo el colchón de su cama. Tal
vez ahí, durante las siguientes noches, las frases permutarían. Tal vez ahí la
cabeza de ella cambiaría de apreciación. Tal vez ahí se quedaría olvidado el libreto:
ella se despertaría con una bendita y larga amnesia y volvería a ser feliz.
Una semana más tarde, la joven autora de
teatro pulsó el timbre de la puerta del Nobel, en el Pedregal de San Ángel de
la Ciudad de México. Iba en camiseta y vaqueros negros. De luto por lo que
sucedería ahí. No se equivocó. No sería lindo.
Gabo se alzó del sofá, robusto, su cara
morena, sus sienes plateadas.
–¡Mierda! –dijeron sus carnosos labios
caribeños. –Claro que he leído "algún texto feminista". Claro que
entiendo qué es el feminismo. Escucha, mujer.
Extrajo de entre los libros del librero un
volumen empastado en piel café. Leyó con su voz densa y melodiosa el largo
monólogo plañidero de Antígona. Escrito por Sófocles hacía 24 siglos.
–Mi obra se
inspira en este texto feminista –anunció y cerró el libro y lo tiró contra el
librero.
–Es que. Es
decir. En serio. Yo. –Sandra empezó torpe, pero fue soltando la lengua y el
corazón. –El feminismo sí es un relato nuevo de la realidad. Es un río que no
brotó hace 24 siglos, ni hace cinco, que brotó a principios del siglo XX, con
las sufragistas, y luego se ha derramado en varias vertientes. Lo que sí es
seguro, es que es una verdadera revolución del relato humano. Otra manera de
estar en la Naturaleza.
Gabo volvió a
tomar asiento ante Sandra y le hizo una confesión:
–Yo amo a las
mujeres. He amado, de cierto, de forma íntima y dedicada, no a una mujer, a
varias, a decenas. Y soy una buenísima persona. No necesito más para ser
feminista.
–¿Haber amado a
decenas de mujeres y ser una buena persona?
–Ten fe en mí. Tú
sólo entrégate en mis manos.
Sandra tragó
saliva y dijo:
– Lo que yo
quisiera es que tú leyeras unos cuantos textos feministas y luego reescribieras,
con tu maravillosa pluma, la obra.
Cuando Diana
Bracho le abrió a Sandra la puerta de su casa esa misma tarde, la felicitó:
–¡Qué bueno que
se enojó contigo! Te iba a decir que yo no puedo encarnar a esa pobre señora
llorona. ¿Un año de llorar en público por un marido? Imposible.
La historia tiene
un final aún más desdichado. Lo próximo que el Nobel publicó fue Memoria de mis putas tristes. Su libro
feminista, según anunció a la prensa internacional.
Empinó la tetera
en la taza de té de Sandra, que para entonces lloraba en silencio su
rompimiento con el renovador del idioma español.
La historia de un
viejo patriarca que compra a una niña de doce años y la vuelve su ramera. La
ama mucho y dedicadamente. La cubre con pétalos de rosa y con medallas de oro
de la Virgen. Y con el lento aceite de su mirada en lentas tardes de hastío.
Nunca le pregunta qué quiere ella, qué sueña, qué la haría plena y feliz, pero
ah, cuánto la ama.
Las críticas
feministas hicieron tiritas el libro y llamaron a no leerlo, y los defensores
de Gabo les contestaron enfurecidos que lo suyo no era feminismo. Era
feminazismo.
Sandra entregó en
el mostrador de la librería de la universidad de Berkeley la copia del libro y
preguntó cuál era el precio.
La cajera, por
cierto una alumna de letras romances, una chava de pelo corto pintado de azul,
con un tatuaje en el cuello –una flecha azul ascendente–, le respondió cuál era
el precio del libro:
** ** **
Literal Magazine
Houston ,Tx. U.S.A.
4 de octubre de 2017
Mi García Márquez personal
Por
Maarten Van Delden
I. Leí Cien años de soledad por primera vez en
el otoño de 1972 en una copia prestada por el autor. No leí la novela en su
versión original, sino en la traducción al holandés.
En aquel momento yo tenía trece años y acababa
de ingresar al Kensington School, el colegio británico de Barcelona, ciudad
donde mi familia vivía desde 1959 debido al trabajo de mi padre en una
multinacional holandesa. Los alumnos del Kensington School eran principalmente
estadounidenses y británicos, pero también había estudiantes de otros países
europeos, como Holanda, y de otros países angloparlantes, como Irlanda, Canadá
y Australia. Además asistía al colegio un puñado de alumnos latinoamericanos.
Entre los latinoamericanos se encontraba un simpático y extrovertido muchacho
colombiano, muy querido por sus amigos. Este muchacho se llamaba Rodrigo García
Barcha y era el hijo mayor de Gabriel García Márquez, quien, como se sabe, se había
mudado de la Ciudad de México a Barcelona poco después de la publicación —y el
éxito de ventas— de Cien años de soledad. Rodrigo era un poco más joven que yo
y estaba en lo que en el sistema británico se llamaba el fourth form, mientras
que yo cursaba el fifth. Sin embargo, en un colegio muy pequeño, como lo era el
Kensington School, con unos ciento sesenta alumnos, si recuerdo bien,
repartidos entre clases que iban desde el kínder hasta lo que se llamaba el
upper sixth, es decir, el último año del bachillerato, todo el mundo se
conocía, y llegué a conocer bastante bien a Rodrigo, aunque nunca fuimos
íntimos amigos.
En el Kensington School todos sabíamos quién
era Gabriel García Márquez y habíamos por lo menos oído hablar de la
sensacional novela que había publicado unos pocos años antes. Recuerdo que un
día durante el recreo, Rodrigo, rodeado de compañeros y compañeras del colegio,
compartía anécdotas sobre la novela de su padre, más que nada sobre el proceso
de su escritura. Contaba que era una novela que su padre había querido escribir
durante veinte años, llevándolo dentro, por así decirlo, pero sin encontrar la
fórmula que le permitiría transferirla a la página. Y recordaba que un día iba
toda la familia camino a Acapulco para pasarse unas vacaciones cuando de
repente su padre tuvo una especie de visión, una visión que le dio la clave
para la escritura de la novela. Instantáneamente, decidió dar media vuelta y
regresar a la Ciudad de México para encerrarse a escribir. Yo escuchaba esas
historias fascinado por lo que me enseñaban sobre el proceso creativo.
Un día Rodrigo me preguntó si estaría
interesado en leer la traducción al holandés de la novela de su padre. Me
explicó que su padre tenía mucha curiosidad por saber si la traducción al
holandés de Cien años de soledad era buena o no. No recuerdo qué le dije a
Rodrigo. Me imagino que debo de haberle dicho algo así como, claro que sí, con
mucho gusto leeré la traducción al holandés de la novela de tu padre, y después
te diré si me parece buena o no, ya que al poco tiempo tenía una copia del
libro en mis manos.
La primera traducción al holandés de Cien años
de soledad fue hecha por Kees van den Broeck y apareció en 1972. Me parece
probable, por lo tanto, que García Márquez acababa de recibir una copia de la
traducción y que al recibirla decidió preguntarle a su hijo si no tendría algún
compañero holandés en el colegio que pudiera evaluar la calidad de la
traducción. Por otro lado, es posible que el mismo Rodrigo haya visto la
traducción al holandés en su casa, y que él le haya propuesto a su padre
prestárselo a un compañero holandés del colegio. Quizás yo, en alguna ocasión,
al escuchar a Rodrigo hablar de Cien años de soledad, le había dicho que tenía
muchas ganas de leer la novela de su padre. No olvidemos, sin embargo, que en
aquel momento Rodrigo, igual que yo, tenía trece años. Acepté sin pestañear la
invitación de Rodrigo, pero en algún momento, seguramente muchos años después,
empecé a preguntarme qué habría estado pensando el futuro Nobel de literatura.
¿Realmente creía que un compañero de su hijo, es decir, un joven de alrededor
de trece años, sería capaz de evaluar la calidad de una traducción de su
novela? ¿Era una forma de expresar la confianza que tenía en la mirada juvenil,
la mirada, además, de alguien con muy pocas lecturas? ¿O se trataba más bien de
un ejemplo del famoso sentido del humor del novelista colombiano?
La invitación para leer la novela de García
Márquez, es decir, para leer una novela que no formaba parte de la literatura
infantil o los libros para jóvenes adultos, llegó en un momento muy propicio
para mí. Hacía poco que había hecho la transición de la literatura juvenil a la
literatura tout court. De hecho, recuerdo el momento exacto en que realicé ese
salto. Fue en Semana Santa del mismo año, 1972. Estábamos pasando unas
vacaciones en la costa cerca de Valencia. Mi madre traía una novela de John
O’Hara, un novelista estadounidense muy leído en aquella época, un autor
middlebrow, como dicen en inglés, cronista de las costumbres y los escándalos
de la clase media y media alta del medio siglo en Estados Unidos. Mi madre no había empezado a leer la novela,
así que un día me puse a leerla yo. Leí sesenta páginas, y una vez llegado a
ese punto, le pedí permiso a mi madre para seguir leyendo. Después de esas
vacaciones empecé a saquear el librero de mi padre: leí a Saul Bellow y John
Updike, Jean-Paul Sartre y Albert Camus (en traducciones al inglés), George
Orwell y D.H. Lawrence, además de otros autores más middlebrow, o incluso lowbrow,
como Leon Uris y Harold Robbins. Así que se puede decir que tenía algo de
preparación literaria cuando me senté a leer Cien años de soledad.
Rodrigo me dijo que su padre poseía una sola
copia de la traducción al holandés de su novela, por lo cual me rogaba que la
tratara con mucho cuidado. Tengo un recuerdo un poco borroso de la portada del
libro, ya que sólo ha quedado conmigo el color del diseño, no el diseño en sí.
Era de un color naranja intenso, sin duda un intento de evocar el trópico. El
libro era muy bonito, con un papel grueso, limpio, casi reluciente, y unas
tapas que a pesar de ser tapas blandas, eran muy firmes. No tengo un recuerdo
detallado de la impresión que me dejó la novela en sí. Sé que disfruté de su
lectura. También sé que el hecho de leer la novela en holandés tuvo el efecto
de darle al mundo evocado por García Márquez un sabor profundamente holandés,
como si Macondo estuviera empapado de una mirada holandesa, e incluso formara
parte del mundo cultural de mi país de origen.
Cuando le devolví la copia de la traducción al
holandés de Cien años de soledad a Rodrigo le dije, sin entrar en detalles, que
la traducción me había parecido buena. Recuerdo, sin embargo, que una compañera
del colegio, una chica norteamericana de la cual en aquella época yo estaba
enamorado, manifestó gran sorpresa cuando se enteró de que había leído la
novela de García Márquez no en el original, sino en una traducción. “Oye, ¡te
perdiste lo mejor de la novela!” me dijo. “¡Si lo mejor son las palabrotas en
español!”, agregó. Mi amiga sabía, aparentemente, que las palabrotas de Cien
años de soledad no podían ser traducidas a ningún otro idioma. Me quedé con la
idea de que había cometido una gran estupidez al no leer la novela en español.
II. Hace poco, releí Cien años de soledad. Fui
en busca de alguna pista que me pudiera ayudar a entender el gesto un poco
insólito de García Márquez al prestarme la traducción holandesa de su novela,
cuando yo ni siquiera se lo había pedido. Creo haber encontrado la pista que buscaba.
Cien años de soledad es una novela sobre el
tiempo, y es, además, una novela sobre las fases de la vida humana. En su
representación del tiempo, la novela contradice la idea de un tiempo lineal y
cronológico. El tiempo en la novela de García Márquez se fragmenta, da vueltas,
y carece de un desarrollo lógico. En un sentido paralelo, las etapas de la vida
humana tal como se retratan en Cien años de soledad tienden a no evolucionar de
una forma clara y armoniosa; al contrario, frecuentemente parecen confundirse y
perder sus contornos claros y precisos.
La novela traza un arco que va desde el origen
de la comunidad –cuando “el mundo era tan reciente que muchas cosas carecían de
nombre” (79)– hasta su final en el huracán que destruye a Macondo. La novela también
posee un ritmo narrativo inusualmente fuerte que pareciera propulsar al lector
siempre hacia delante. Pero dentro de este marco narrativo aparentemente
progresivo y cronológico, el tiempo en Macondo se vive como algo discontinuo y
desordenado. De hecho, son los mismos personajes de la novela que registran
esta vivencia del tiempo como algo que parece quitarle sentido a la vida.
Úrsula Buendía, por ejemplo, identifica una y otra vez el sentimiento de vacío
y despropósito que el paso del tiempo parece producir. El tiempo “estaba dando
vueltas en redondo” (337), piensa en una ocasión. Parece sufrir un “progresivo
desgaste” (363), apunta en otro momento de la novela. Más adelante, vuelve a
pensar que da “vueltas en redondo” (463). Pero Úrsula no es el único personaje
que registra esta visión del tiempo: hacia el final de la novela, José Arcadio
Segundo y el último Aureliano observan que “el tiempo sufría tropiezos y
accidentes” (479). Y, mucho antes, el mismo narrador, refiriéndose a los
intentos de los Buendía de diferenciar entre los gemelos, José Arcadio Segundo
y Aureliano Segundo, había apuntado que “el tiempo acabó por desordenar las
cosas” (293), una inversión sin duda intencional del dicho según el cual con el
tiempo todo se arregla. En resumen, el tiempo en Cien años de soledad es el
instrumento de un profundo desorden.
Un desorden parecido parece afectar el
concepto de las fases de la vida en la novela de García Márquez. El narrador de
la novela manifiesta a través de toda la historia una fuerte preocupación por
establecer la etapa de la vida por la que están pasando sus personajes. Ahora
bien, siguiendo la regla identificada por numerosos críticos que han estudiado
la novela de García Márquez, regla según la cual en el mundo de la novela todo
sucede al revés, las etapas de la vida en Cien años de soledad, repetidamente
se vacían de su significado normal. Los niños se comportan como adultos,
mientras que los adultos parecen revertir a la infancia. Todo parece estar
fuera de lugar.
Pensemos, por ejemplo, en los niños que
parecen tener capacidades mentales excepcionales. Este es el caso del primer
Aureliano, cuyo sino ya está prefigurado en el hecho de que nace “con los ojos
abiertos” (97), y quien en una escena temprana de la novela, cuando tiene sólo
tres años, le avisa a su madre que una olla con caldo hirviendo está a punto de
caerse de la mesa, cosa que en efecto sucede poco después. José Arcadio
Buendía, el padre del pequeño Aureliano, piensa que la infancia es un periodo
de “insuficiencia mental” (98); sin embargo, la capacidad de su hijo para
predecir el futuro constituye una clara refutación de esta idea. Un caso
parecido es el del último Aureliano, quien, obligado por su abuela a quedarse
encerrado en su casa, se dedica a leer, estudiar y conversar con su tío abuelo,
José Arcadio Segundo. El resultado es que el joven Aureliano, incluso antes de
llegar a la pubertad, sabe relatar la historia de su pueblo “con una madurez y
una versación de persona mayor,” hablando “con tan buen criterio” que a su
abuela le parece “una parodia sacrílega de Jesús entre los doctores” (478). En
resumen, los personajes niños de Cien años de soledad frecuentemente parecen
sobrepasar los límites de la etapa de la vida por la que están pasando.
Mientras que algunos de los personajes niños
de la novela de García Márquez rompen con las barreras que los separan del
mundo adulto, hay otros que nunca salen de la infancia, e, incluso como
adultos, siguen pareciendo niños. Este es el caso de Rebeca, quien, siendo ya
una persona adulta, sigue chupándose los dedos (189), y de Remedios, la Bella,
quien llega a los veinte años “sin aprender a leer y escribir” (310). También
hay personajes quienes al llegar a la última etapa de su vida empiezan a
revertir a la infancia. Veamos el caso de Úrsula, de quien el narrador nos
cuenta que como anciana “poco a poco se fue reduciendo, fetizándose,
momificándose en vida,” de modo que “parecía una anciana recién nacida” (470).
Una vez más, las distintas etapas de la vida se mezclan y se confunden.
Quizás la etapa de la vida que mayor
fascinación ejerce sobre el autor de Cien años de soledad es la adolescencia.
La adolescencia es la época de las iniciaciones, sobre todo las sexuales, a las
cuales el narrador de la novela presta una considerable atención. También es
una fase ambigua, de transición entre la infancia y la adultez, en la cual se
combinan elementos que normalmente están separados. En otras palabras, la
adolescencia parece socavar las diferenciaciones claras y precisas entre las
fases de la vida. Cuando nos fijamos en los adjetivos que el narrador de Cien
años de soledad emplea para describir a sus personajes adolescentes, nos damos
cuenta que una y otra vez subraya la naturaleza excepcional de esta etapa de la
vida. El adjetivo “monumental” se utiliza en dos ocasiones para describir a un
adolescente, primero para José Arcadio (109), el hijo primogénito del patriarca
José Arcadio Buendía, y más adelante para su hijo Arcadio (198). A Rebeca y
Amaranta se les describe como “adolescentes […] hermosas” (146), mientras que
Rebeca más adelante es definida como una adolescente “espléndida” (156). Muchos
años después, vemos que Remedios vive “una adolescencia magnífica” (346),
mientras que Meme lleva a su casa “un tropel de adolescentes incansables”
(380). Todas estas descripciones, subrayando lo descomunal, aquello que está
más allá de la norma, llaman la atención a la gran atracción que el narrador de
la novela parece sentir por esta etapa de la vida.
III. Yo releía la novela de García Márquez,
tomando nota de los elementos que he venido señalando. Sentía que estaba al
borde de una revelación, algún detalle o combinación de detalles que me
ayudaría a entender el gesto, que he descrito más arriba como “un poco
insólito”, de García Márquez al prestarme su copia de la traducción al holandés
de Cien años de soledad. Pero la revelación que esperaba no se precisaba. Hasta
que llegué al último capítulo de la novela. Allí el narrador nos habla del
sabio catalán, dueño de una librería en Macondo, y mentor para un grupo de
cuatro jóvenes amigos con quienes el último Aureliano empieza a asociarse. El
sabio catalán representa la figura del maestro, una figura clave en el
imaginario cultural latinoamericano. No puedo resumir aquí todas las estrategias
didácticas empleadas por este personaje; quiero enfocarme nada más en un
pequeño detalle de esta sección de la novela. Nos cuenta el narrador que el
sabio catalán “puso a leer [a los cuatro amigos] a Séneca y a Ovidio cuando
todavía estaban en la escuela primaria” (538). ¿Se trata de un acto insólito
del personaje de García Márquez? Al reflexionar sobre este pasaje, me di cuenta
que el sabio catalán estaba expresando su confianza en la inteligencia y la
sensibilidad de sus jóvenes amigos, además de su creencia de que la gran
literatura está cerca de sus lectores, no importa la edad que tengan.
Pensé que en aquel remoto episodio de 1972,
que evoqué al principio de mi charla, García Márquez había hecho el papel de
sabio catalán y yo me había convertido en unos de los cuatro jóvenes amigos que
se reunían en su librería.
NOTAS
·
Todas las citas han sido tomadas de la edición
de Cátedra de Cien años de soledad.
·
Texto leído el 21 de septiembre de 2017 en la
UNAM Los Ángeles como parte de la mesa redonda “Cien años de soledad: medio
siglo de lecturas”.
·
Maarten Van Delden es autor de Carlos Fuentes, Mexico and Modernity
(Vanderbilt University Press, 1998) y, con Yvon Grenier, coautor de Gunshots at the Fiesta (Vanderbilt
University Press, 2009)
** ** **
EL COLOMBIANO
Medellín
– Colombia
2 de
octubre de 2017
Cultura
¿Fue Gabo un médico frustrado?
Por John
Saldarriaga Londoño
Hay quienes creen que la obra literaria de
Gabriel García Márquez es un tratado de medicina. Uno de ellos es el español
Juan Valentín Fernández de la Gala, aunque al menos él reconoce que exagera “un
poco” en esta apreciación.
Son tan numerosas las alusiones de Gabo a
enfermedades y tratamientos en sus obras, que Juan Valentín, médico, profesor
de Historia de la Medicina y la Enfermería en la Universidad de Cádiz, adelantó
una tesis doctoral titulada Médicos y medicina en la obra de Gabriel García
Márquez. Habló de ella en el Festival Gabo de Periodismo que se realizó en
Medellín esta semana. También con nosotros.
Ilustracion de Esteban Paris
¿De
dónde le surgió la inquietud de analizar estos temas en la obra de Gabo?
“He sido lector y, hace tiempos, leí
desprevenidamente la obra del Nóbel colombiano. Y te digo aquí, entre nos, que
es la mejor manera de leer los libros, siempre intentando desentrañar
arquitecturas”.
¿Y de
las biografías?
“Por supuesto, de sus principales biógrafos
también las revisé. Plinio Apuleyo Mendoza, Gerald Martin y Dasso Saldívar. Lo
que más me sorprendía era un comentario reiterado de Plinio en el sentido de
que todo lo de García Márquez tenía un asidero real”.
Por
Vivir para contarla y conversaciones con los parientes de Gabo, se sabe que
este se interesó en enfermedades y medicina porque su papá, Gabriel Eligio, fue
farmaceuta y lector de revistas científicas. ¿En su investigación halló otras
influencias o motivaciones?
“La presencia de la medicina y los médicos en
la obra de García Márquez es constante. Si me apuras, te diría que la obra de
Gabo trata de Medicina. Hay doctores en papeles protagónicos en todas sus
novelas. Recuerdo el enigmático médico francés de La hojarasca, el doctor
Juvenal Urbino de El amor en los tiempos del cólera y al judeoconverso
Abrenuncio de Sa Pereira Cao en Del amor y otros demonios. Como indicas muy
bien, es innegable la influencia de Gabriel Eligio en esta preocupación del
escritor. El hecho de contar en la familia con un farmaceuta homeopático que a
veces envolvía su tarea de cierto ropaje esotérico, casi como un tegua, tuvo
que ser fuente cercana de inspiración literaria. Sin embargo, no siempre la
relación de Gabo con su padre fue fácil. Aunque el médico francés de Macondo
está construido sobre el armazón real del doctor Antonio José Barbosa
Arroyuelo, médico de Aracataca procedente de Maracaibo. Yo detecto mucho de
Gabriel Eligio en los aspectos más oscuros de ese personaje. En El amor en los
tiempos del cólera se da un acercamiento afectivo muy fuerte entre ambos, una
especie de reencuentro que forjará el personaje de Florentino Ariza”.
¿Y qué
fue lo primero que halló en su búsqueda?
“El primer cuento de Gabo es La tercera
resignación. En él critica ese afán de la medicina por mantener la vida de una
persona a cualquier costo”.
Ese
cuento hace parte de Ojos de perro azul, en el que abundan los trastornos
mentales. ¿Qué más encontró?
“Sobre las enfermedades mentales, te
recomiendo un libro titulado Los locos de Macondo, de Álex González Grau. Otra
cosa que hallé en esos relatos es el tema de la discapacidad. En un cuento hay
tres ciegos que están totalmente perdidos y no pueden ayudarse entre sí, por su
condición”.
La noche
de los alcaravanes...
“Exacto. En ese relato y en ese libro, quienes
padecen la discapacidad física son seres desvalidos. Sin embargo, en las
novelas cambia la manera de abordar la discapacidad. Úrsula Iguarán, por
ejemplo, pierde la vista, pero pocos lo notan. Y es como si pudiera ver más
allá. Hay un punto de inflexión en los años 50. En las obras posteriores a Ojos
de perro azul la discapacidad no es sinónimo de desvalimiento”.
¿Ha
pensado qué sucesos le harían cambiar la forma de observar este asunto?
“Creo que un hecho que le cambió a Gabo esta
apreciación, y hasta su literatura toda, es el de acompañar a su madre hasta
Aracataca a vender la casa. En ese viaje se encontró con el boticario Barbosa,
quien tenía su farmacia cerca de la casa de los García Márquez. En esa visita,
Gabo se topó con el abandono del pueblo, los almendros empolvados, el aire
espeso. El doctor Barbosa le hizo entender que la historia que debía contar es
la de su pueblo, Macondo. Creo que por eso, por hacerle caso, Gabo cuenta las
cosas con realismo”.
¿Cree
que algún médico de Gabo esté inspirado en el doctor Barbosa?
“Tengo una hipótesis: el doctor Barbosa es el
médico francés sin nombre de La hojarasca”.
Gabo
habla de él en Vivir para contarla. ¿Recuerda?
“Sí. Y por lo que allí cuenta creo que el
kilómetro cero de Macondo es esa farmacia. Creo que en Aracataca deberían
recuperarla y hacer allí un museo que esté incorporado a la ruta de Macondo.
Nos da conexión con la realidad. Se podrían poner los instrumentos médicos de
la época, los elementos maravillosos que traían los gitanos como los imanes y,
bueno, también la farmacopea propia de ellos. Y hasta recrear algunos olores de
la obra de Gabo, como el de las almendra amargas, las guayabas podridas y el
cloroformo. Gabo menciona algunos productos con la marca real, que podrían
estar allí: el Luminal, el Jabón del Perro Agradecido, el colirio Murine y la
Cafiaspirina. ¿Sabes qué? Yo estuve en Aracataca y hablé con los descendientes
del doctor. Me contaron dónde estaba el mostrador, dónde el despacho de
preparar los medicamentos...”.
¿Cuál
era su característica?
“La medicina francesa clásica considera que un
médico puede leer el cuerpo humano como se lee un libro. Se basa en los signos
y síntomas para detectar las enfermedades”.
Un
médico impactante es el francés Alejandro Próspero Reverend, el de El general
en su laberinto, un personaje real.
“Ese médico, de la tradición francesa, también
leía los signos del cuerpo”.
Él decía
en la novela que el fracaso de la medicina es tener que abrir los cuerpos, las
cirugías, para saber qué pasa o arreglar los males.
“La idea del enfrentamiento entre la actividad
médica y la quirúrgica es antigua. Fueron incluso dos profesiones distintas
hasta 1748, cuando el Real Colegio de Cirugía de Cádiz las reunió en una sola,
con un período formativo de seis años. El resto de las facultades del mundo
copió la idea. En El amor en los tiempos del cólera el doctor Juvenal Urbino se
manifiesta sobre ello. Reverend hizo una descripción minuciosa y exhaustiva del
curso clínico de la enfermedad de Bolívar, anotando, día a día, los cambios y
los tratamientos aplicados al Libertador. Ese diario fue publicado en París en
1866 y constituye una fuente de información preciosa para entender las
concepciones clínicas y los remedios médicos de toda una época. Pero no
olvides, sin embargo, que el doctor Revered practicó la autopsia a Simón
Bolívar, tras su muerte, identificando varias cavernas tuberculosas, algunas de
ellas calcificadas, lo que indica que era hábil en el manejo del bisturí, a
pesar de su crítica a la cirugía”.
¿Cavernas,
o sea como huecos en los pulmones?
“Sí, huecos. Es característico de la
tuberculosis. Unos huecos en los pulmones que se llenan de una sustancia
parecida al yogur, que se va calcificando con el tiempo. El doctor Reverend
tomó un pedazo de esta especie de roca y se la llevó de recuerdo. Es notable el
conocimiento de Reverend, porque durante mucho tiempo hubo una discusión sobre
la causa de la muerte del Libertador: si era malaria o tuberculosis”.
En El
amor en los tiempos del cólera, al aludir a esta enfermedad, más que de la
infección intestinal, el autor se ocupa de la infección del alma a causa del
bicho del amor. Esto suena a mito. ¿Hay mitos y creencias en la forma de aludir
a la salud, la enfermedad y la medicina en la obra de Gabo?
“Son muy numerosas las concepciones míticas de
la enfermedad. En Cien años de soledad se dan cita las tradiciones hebraica,
helénica, alquímica, cristiana, cabalística y precolombina, junto a la medicina
clínica francesa del siglo XIX o a la medicina hipertecnificada y algo
deshumanizada de nuestros días. Un historiador de la medicina podría sacar
mucho fruto de la lectura atenta de la obra de Gabo, y le hablo tanto de la de
ficción como de la periodística”.
** ** **
EL ESPECTADOR
Bogotá –
Colombia
27 de
septiembre de 2017
Cultura
Tema del V Festival Gabo, en Medellín
García Márquez y su
obsesión por la medicina
Por
Nelson Fredy Padilla
Su padre fue médico frustrado. Desde la niñez
el tema lo atrajo. En Zipaquirá, un médico lo marcó y varios de sus mejores
amigos lo diagnosticaron y trataron, mientras él le daba palo al gremio en sus
novelas.
Gabriel García Márquez (1927-2014) en Ciudad de México,
la última vez que visitó al optómetra. / EFE
Si un hilo conductor de la obra de Gabriel
García Márquez es la muerte, también lo es la medicina, obsesión de toda su
vida porque su padre, Gabriel Eligio, era médico frustrado, porque sus mejores
amigos eran médicos y porque hasta cuando la lucidez se lo permitió, trató de
entender por qué un ser humano pierde la memoria. (Lea "Vivir para
olvidarla")
En Gabito, el niño que soñó a Macondo
(Ediciones B), su hermana Aída García Márquez reveló: “Mi papá —nacido en Sincé
en 1901— terminó su bachillerato a fuerza de luchas y dificultades, quería
ingresar a la facultad de medicina pero le fue imposible. Entró en la escuela
dental de Cartagena, pero la falta de recursos lo obligó a retirarse y
dedicarse a la telegrafía y la homeopatía”. Gabriel hijo se apropió más del
tema cuando le contaron que él nació con el cordón umbilical enredado al
cuello. Como no había médico en Aracataca y la partera lo daba por muerto, le
hicieron un primer bautizo rápido que lo salvó. Era escéptico con los de bata
blanca. Le creía más al agua bendita que a la medicina.
Uno de los personajes que más lo impactaron en
la niñez fue el doctor Alfredo Barboza, el vecino y médico venezolano que en
principio lo aterrorizaba con su mirada de ojos amarillos, pero que en su
juventud pasó de fantasma a consejero defendiéndolo por su “vocación
arrasadora” para la escritura. Le dijo a su madre, doña Luisa Santiaga Márquez:
“Es algo que se trae dentro desde que se nace y contrariarla es lo peor para la
salud”.
El libro Gabo: cuatro años de soledad, escrito
por Gustavo Castro Caycedo y publicado por Ediciones B, da muchas luces. En sus
años de bachillerato en el Liceo Nacional de Varones en Zipaquirá, Gabo les
demostraba a sus compañeros todo lo que había aprendido de anatomía y
fisiología con el profesor Álvaro Gaitán Nieto, quien pasados los años fue su
médico personal. Lo hacía con “doña Bertha”, el apodo del esqueleto del
colegio, con el que asustaban en ese apacible pueblo de Cundinamarca. Luis
Garavito cuenta: “le desprendíamos la cabeza, la montábamos en un palo, y
cuando veíamos que venían señoras, la sacábamos por la ventana. Se espantaban,
salían corriendo dando alaridos”.
La familia del profe Gaitán aseguraba que
Gabito tenía “madera” para ser médico, “pues se le facilitaba y le gustaba esa materia”.
Era el primero en llegar al anfiteatro de Zipaquirá, donde practicaban
autopsias y los alumnos a veces hacían de asistentes, como si fueran
estudiantes de medicina. Igual de interesado lo vieron cuando su amiga Lolita
Porras se enfermó de un tifo exantemático, que la mató en un mes sin que ningún
profesional de Bogotá pudiera impedirlo. “Ella apenas había cumplido catorce
años, Gabo tenía 16”. Las enfermedades, su tratamiento y la muerte lo llevó a
escribir Psicosis obsesiva, un cuento que mostraba una posible influencia del
médico neurólogo y escritor Sigmund Freud, pero al que hasta ese momento no
había leído.
El ambiente hipocrático era tal que a la
influencia del doctor Gaitán se atribuye que la mayoría de los compañeros de
bachillerato de Gabo hubieran estudiado medicina, como lo estableció Castro
Caycedo: Marco Fidel Bulla, Álvaro Pachón Rojas —fue director de la Caja
Nacional de Previsión—, Jaime Amórtegui Ordóñez, Hernando Forero Caballero, el
“Negro” Humberto Guillén Lara, Fernando Acosta, el “Turco” Héctor Kairuz y
Sergio Castro . Y se declararon médicos frustrados Álvaro Ruiz —con hermano e
hijo galenos— y el profesor que más se empeñó en que Gabito fuera escritor:
Carlos Julio Calderón Hermida, con tres hijos médicos.
Con varios de ellos García Márquez retomó
contacto cuando enfermó de cáncer linfático a comienzos de los años 90 y tuvo
que radicarse por temporadas en Los Ángeles, donde su hijo Rodrigo, el
cineasta, lo puso en un tratamiento eficaz con los mejores especialistas,
aunque al tiempo avanzaba silenciosa la enfermedad que afecta a todos los
García Márquez: el alzhéimer.
Con su compinche el cineasta Luis Buñuel
imaginaban sus últimos días con el gen común de la desmemoria. El nobel se reía
con sus amigos de la ironía de terminar confiando en médicos gringos de los que
desconfiaba como los trabajadores de las bananeras a comienzos del siglo XX.
En Cien años de soledad ellos protestaban por
la insalubridad de las viviendas y el engaño de los servicios de asistencia.
“Los médicos de la compañía no examinaban a los enfermos, sino que los hacían
pararse en fila india frente a los dispensarios, y una enfermera les ponía en
la lengua una píldora del color del piedralipe, así tuvieran paludismo,
blenorragia o estreñimiento”.
Esa novela es un viaje a través de las
enfermedades, incluida la demencia, y la medicina desde cuando el doctor Alirio
Noguera, con su “inocente fachada de médico sin prestigio”, llega a Macondo con
“un botiquín de globulitos sin sabor y una divisa médica que no convenció a
nadie”, porque en realidad era un farsante. Al igual que el último médico que
quedaba en aquella tierra del olvido, “el francés extravagante que se
alimentaba con hierba para burros” y que examinaba mujeres durante horas para
llegar a “la conclusión nebulosa de que tenía un trastorno propio de mujer”.
Terminó colgado de una viga.
El escritor transforma sus conocimientos de
medicina en ciencia ficción: el médico personal del coronel Aureliano Buendía
le extirpa “los golondrinos”. Él es el que le pinta en el pecho un círculo en
el sitio exacto del corazón valiéndose de un algodón sucio de yodo. Es quien lo
salva de un disparo que parecía mortal: “El proyectil siguió una trayectoria
tan limpia que el médico le metió por el pecho y le sacó por la espalda un
cordón empapado de yodo. ‘Esta es mi obra maestra —le dijo satisfecho—. Era el
único punto por donde podía pasar una bala sin lastimar ningún centro vital’”.
A lo largo de la trama, la enfermiza Fernanda
mantiene una emocionante correspondencia con “los médicos invisibles” o
“cirujanos telepáticos”, que al final le detectan “un descendimiento del útero
que podía corregirse con el uso de un pesario”. Incluso Úrsula Iguarán, ya
completamente ciega, pero todavía activa y lúcida, todavía insistía en sus
diagnósticos médicos asegurando que los trastornos de Fernanda no eran
uterinos, sino intestinales, y “le aconsejó que tomara en ayunas una papeleta
de calomel”.
Otro tratado de medicina y contra “los
traficantes del dolor ajeno” es la historia del Bolívar decrépito de El general
en su laberinto. Dejó escrito que el Libertador fue siempre contrario a la
ciencia de los médicos. Ninguno fue capaz de explicarle sus “crisis de
demencia”. El prócer escribió su renuncia bajo los efectos de un vomitivo para
calmarle la bilis que le recetó un médico ocasional. Por todo esto, se
diagnosticaba y recetaba a sí mismo basado en La Médecine á votre maniere, de
Donostierre, “un manual francés de remedios caseros… un oráculo para entender y
curar cualquier trastorno del cuerpo o del alma”.
De García Márquez y sus conexiones nerviosas
con la medicina se han escrito estudios completos, como el de Carlos Jáuregui
para la Universidad de Pittsburgh, “Enfermedad, diagnósticos y pócimas en
Macondo: lectura de la práctica médica en Cien años de soledad”, hasta Los
locos de Macondo, de Álex González Grau.
Hay que revisar desde La hojarasca, que relata
la vida de un médico que un día llega sin referencias a una casa de un
habitante de Macondo, hasta la novela Del amor y otros demonios, que reúne un
estudio sobre la enfermedad de la rabia. En esta última uno de los
protagonistas es Abrenuncio de Sa Pereira Cao, “el médico más notable y
controvertido de la ciudad”. Abrenuncio S.A. era la razón social de Cambio, la
revista de la que Gabo fue dueño y señor.
En el Festival Gabo 2017, en Medellín, de esto
hablará el español Juan Valentín Fernández, licenciado en medicina y quien
escribió una tesis en la que analiza cada enfermedad, cada remedio y cada
personaje relacionado con la salud en las novelas y cuentos de Gabo. Conversará
con Alejandro Gaviria, el ministro de Salud de Colombia, otro escéptico, buen
lector y buen escritor que enfrenta un cáncer.
Entonces, la última preocupación de Gabriel
García Márquez era previsible: que antes de ser cremado su médico de cabecera y
su familia se aseguraran de que estaba muerto. De eso se aseguró el 17 de abril
de 2014 el cardiólogo mexicano Jorge Oseguera Moguel, el doctor que lo trató
los últimos cuatro años de su vida.
* “Médicos y medicina en la obra de Gabo”.
Viernes 29 de septiembre, 4:00 a 5:00 p.m.,
Parque Explora, Teatro Explora. Charla con acceso libre.
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PAGINA SIETE
La Paz, Bolivia
15 de octubre de 2017
Opinión
García Márquez en lontananza
Por
Walter I Vargas
Dentro de 50 años se me entenderá, dicen que
dijo Stendhal, ante la incomprensión que había provocado su obra entre sus
contemporáneos. A Gabriel García Márquez le ocurrió lo contrario; publicó Cien
años de soledad hace medio siglo y se convirtió en un fenómeno de ventas sólo
digno de las grandes ligas del comercio cultural mundial. The right man in the
right place: un colombiano profusamente bigotudo, campechano, bromista y
antidictatorial surgido de las dilatadas y postergadas tierras del sur
americano no podía encajar mejor en la necesidad mundial de renovadas utopías
para las buenas gentes de los años sesenta del siglo pasado. En consecuencia,
se organizó alrededor de esta novela y su autor un boom que se encargó de
encandilar a la crítica acerca de una literatura, la latinoamericana, que
paradójicamente había producido por primera vez un poco antes, en los años 40 y
50, obras de una calidad altísima.
Porque ahora, puestos a evaluar desde este
siglo XXI, vemos con un poco más de claridad que Rulfo es notoriamente superior
al colombiano en la construcción de cuentos rotundos, que Onetti es un narrador
poseído por un talento verbal nato, mientras Vargas Llosa, que sudaba
copiosamente para escribir sus novelas con estrictos horarios de oficinista, no
pasa de ser un esforzado obrero literario. Y que Borges, con lo que escribió
entonces, puede mirar tranquilamente a todos de arriba (el único que con
seguridad será leído en 500 años, según Cabrera Infante).
Como tantos seguramente, yo he hecho el
ejercicio de releer partes de la novela de GGM este año, con motivo de ese
quincuagésimo aniversario. Y he vuelto a tropezar con las mismas dificultades y
molestias. Dicho cortito y al pie: no me trago, como no me tragué cuando lo
hice por primera vez (sólo que entonces era inseguro), la desmesura rabelesiana
como forma de humor, la inconsciencia estructural respecto de lo que es una
novela, los caprichos estilísticos (como escribir sin puntuación, aunque esto
lo practica en otra novela), la fantasía desbordada e infatigable, la mitología
colectiva, todo tan alejado de la tradición central de la novela de origen
europeo.
Quizá se trate de un asunto personal: mis
padres no tuvieron la delicadeza de hacerme leer o leerme a los siete años Las
mil y una noches, como cuenta GGM que le ocurrió. Porque, a decir verdad, lo
real maravilloso, esa suerte de literatura infantil metamorfoseada en novelas,
es algo que siempre está ahí, a poco que estiremos las antenas con buen ánimo.
Sin ir lejos, en este país hace unos días, 18 abogados se unieron para defender
a un perrito agresivo que había mordido a un niño, pese a que los dueños del
can incluso habían hecho tratar al pequeño con un kallawaya para recuperar su
ajayu. Pero convengamos en que no es necesariamente el mejor tipo de humor,
dado cierto y comprensible cansancio cultural.
Además, hay alrededor del tema GGM ese otro
aspecto desagradable de su afición por el poder despótico, que también
caracterizó a la literatura latinoamericana de esa época. Biógrafos y
estudiosos posteriores, acuciosos ellos, supieron ver que detrás de ese interés
por los dictadores estrafalarios había una no confesada admiración (al revés de
lo que dijo otro, creo que Asturias: que esa curiosidad era de naturaleza
entomológica).
Pensábamos que ese folklore desvaído había
envejecido o muerto, pero cuando se ve al dictador Maduro encontrarse con un
Chávez metamorfoseado en pajarito o a Evo Morales haciéndose pintar en el
Ministerio de Defensa de la Plaza Avaroa con helicópteros volando alrededor suyo,
como todo un Kim Jon Un andino, no tan respondón pero igualmente ebrio de
poder, comprendemos con disgusto que una vez más la historia nos ha jugado una
mala pasada.
Sin embargo, es improbable que un Vargas
Llosa, por ejemplo, haga el gesto teatral de anunciar que no volverá a publicar
hasta que Evo Morales o Nicolás Maduro dejen de gobernar, para bien de sus
países, como hizo García Márquez respecto de Pinochet (al final, ante la
imperturbable pertinacia del dictador mapochino, tuvo nomás que rendirse y
volver a hacerlo; la marca GGM no podía ser desperdiciada de ese modo por
motivos bajamente políticos). Supongo que porque la derecha es en cierta medida
más estoica.
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