HARRY RANSOM CENTER
Universidad de Texas
Houston – Tx.- U.S.A.
Abril de
2017
Grito
por una flor
Por
Jullianne Ballou
Una
fuente innegable de placer en los archivos es la aparición de los garabatos de
un escritor en los márgenes de los libros y manuscritos. Como hemos
digitalizado los documentos de García Márquez para su archivo en línea (un
proyecto financiado por el Consejo de Biblioteca y Recursos de Información),
hemos encontrado un puñado de dibujos lúdicos y notas, la mayoría de las veces
un audaz "Ojo!" Anotado en un manuscrito borrador.
Cuando
nos encontramos con la firma de García Márquez está acompañada por una flor de
tallo largo, que según me cuenta la archivista de la colección está tatuada en
el brazo de la nieta del escritor. Encontramos una fotografía de García Márquez
que agregaba su autógrafo al lado de la flor en la cara de un barril de vino,
mientras que un hombre en una camisa blanca y un sombrero de copa blanco mira
sonriente. Nuestros colegas en la catalogación notaron una flor similar al lado
de la firma de Pablo Neruda en un libro que regaló a García Márquez.
Gabriel García Márquez autografía un barril de vino, 2005.
Fotógrafo desconocido.
Fin de
mundo" / Pablo Neruda (1969), inscrito por el autor, 1970
Última página del prólogo escrito por García Márquez
para Figuración Fabulación: 75 años
de pintura en América Latina por Roberto Guevara (1990)
|
Para un admirador en un manuscrito de Cien años de soledad
|
Los
escritos de un escritor pueden hacernos más conscientes de lo que falta que lo
que está presente, y me he encontrado pensando en la procedencia de la flor.
¿García Márquez la heredó de Neruda, y la nieta continúa el linaje? ¿O se
inspiraba en un interés personal en las flores -como símbolos, talismanes o
simplemente objetos de belleza? En una entrevista de 1983 con Plinio Apuleyo
Mendoza, publicada en El olor de la
guayaba (1999), se produce el siguiente intercambio:
Mendoza:
Siempre hay flores amarillas en tu casa. ¿Qué significado tienen?
García
Márquez: Nada horrible me puede pasar si hay flores amarillas alrededor. Para
estar absolutamente seguro, necesito flores amarillas (preferiblemente rosas
amarillas) y estar rodeado de mujeres.
Mendoza:
Mercedes siempre pone una rosa en su escritorio.
García
Márquez: Lo que pasó bastantes veces es que estoy tratando de trabajar y no
llegar a ninguna parte, nada va bien, estoy tirando página tras página.
Entonces miro el florero y encuentro la razón: la rosa no está. Grito por una
flor, la traen, y todo empieza a salir bien.
Había
-y siguen existiendo- las flores del barrio de San Ángel en la Ciudad de
México, donde García Márquez vivió y escribió durante más de cinco décadas. La
lluvia de flores amarillas en Cien Años
de Soledad que cayó del cielo y "cubrió los techos y bloqueó las
puertas y sofocó a los animales que dormían al aire libre" después el
primer Buendía muere. Y las flores amarillas repartidas en las calles de
Aracataca después de la muerte de García Márquez. Se sabe que el autor ha dicho
que en la génesis de todos sus libros había una imagen, y he llegado a ver la
flor como la imagen que une el corpus
de sus diversas obras. Cuando una estudiante me dijo que estaba escribiendo un
artículo sobre alusiones botánicas en el trabajo de García Márquez, volví a
pensar en la flor. A menudo vemos el mundo natural como evidencia de nuestra
mortalidad. En las obras de García Márquez, eso es lo mismo que la prueba de lo
que el escritor debe haber sabido todo el tiempo, que los frutos de nuestra
imaginación, incluyendo lo que hacemos en este mundo, nunca dejarán de existir.
** ** **
MEMORABILIA
GGM
Cali –
Colombia
26 de abril
de 2017
El
cuento siguiente alcanzó merecidamente
el
honroso tercer lugar en el Concurso de Cuento
instituido
por las autoridades de Aracataca.
Monólogo
de García Márquez
viendo
llover desde el cielo
Por Jose
Miguel Alzate
Por
ahí andan diciendo que yo fui el creador de las mariposas amarillas. Qué pena
tener que desmentirlos. Yo no me inventé esos animalitos que vuelan por el
corredor de las begonias cuando Mauricio Babilonìa llega a la casa de Macondo
para hacer el amor con Meme, aprovechando que Úrsula está en la cocina haciendo
los bombones que manda a vender antes de que el sopor de las tres de la tarde
impida a los muchachos ofrecerlos de casa en casa. Yo simplemente tomé como
referente esa cantidad de animales que batiendo sus alas volaban por los
predios donde la compañía bananera tenía las plantaciones. Lo que les voy a
contar les puede servir a quienes se han acercado a mi obra para aclararles de
una vez por todas que yo nada tuve que ver con eso. Fue mi abuelo Nicolás
Ricardo quien me contó, la tarde en que me llevó a conocer el hielo, de unos
animalitos con unas alas muy grandes que revoloteaban por los corredores
impregnando el ambiente de un tono amarillo que hacía pensar en el color de la
piel del hombre que enamoró a Meme. Las puse en mi novela como una manera de
darle realismo mágico al entierro de José Arcadio Buendía porque pensé que
llenando las calles de Macondo de esas flores amarillas estaba mostrándole al
lector una característica de un pueblo donde se decía que nunca pasaba nada.
Los
hechos que sucedieron en Macondo de ahí en adelante cambiaron la historia de
este pueblo donde el gitano Melquíades exhibió lo que él mismo llamaba la
octava maravilla de los sabios alquimistas de Macedonia: el imán. Afortunadamente
ya estaba yo ahí para contarlo. Con decirles que acompañé al hombre de barba
montaraz y manos de gorrión cuando fue de casa en casa exhibiendo ante el
asombro de todos los dos lingotes metálicos que hacían crujir las maderas ante
el desespero de los clavos por desenclavarse. Yo sé que no me lo van a creer,
pero fui testigo del momento en que el viejo José Arcadio le propuso a
Melquíades, ante la mirada impávida de Úrsula, cambiarle los lingotes imantados
por un mulo y unos chivos, porque llegó a pensar que con esos objetos era capaz
de extraer de la tierra todo el oro existente, y hacerse rico.
Tengo
en mi memoria, todavía fresca, la frase que dijo esa tarde: “Muy pronto ha de
sobrarnos oro para empedrar la casa”. Aunque mucha gente dice que soy un
fabulador, yo simplemente recogí las historias que desde niño escuché en mi
casa de labios de mi madre Luisa Santiaga, magnificándolas con este talento
literario que me llevó a crear la leyenda de Remedios La bella, que subió al
cielo envuelta en las sábanas que su abuela ponía a secar en el patio de la
casa.
Sí,
incrédulos del mundo entero: tengo que decirles que quien escribe este cuento
es el hijo del telegrafista de Aracataca, el mismo que como dicen por ahí
conquistó el mundo con su imaginación portentosa. He bajado de las alturas en
que ahora me encuentro para contarles hechos importantes de mi vida, aunque
algunos se los conté en mis memorias que, por cierto, llevan un título que no
sé de dónde me salió, pero que ahora yo llamaría Morir para contarlo. ¿Saben
por qué lo digo? Porque desde ese diecisiete de abril de dosmilcatorce, cuando
partí del mundo de los vivos, quedé en deuda con mis lectores.
¿Recuerdan
ese día? Yo no lo olvido. Esa tarde de jueves Santo la noticia se regó por
todos los rincones de la tierra. Algo parecido a lo que ocurrió ese diecisiete
de diciembre en que murió Simón Bolívar, que se dispararon veintiún cañonazos
para anunciarle al mundo que había muerto el libertador de cinco naciones. Esto
no lo dije en el libro que sobre él escribí, El general en su laberinto. Pero
lo recuerdo porque Rosa Fergusson me lo enseñó en la escuelita de Macondo donde
aprendí mis primeras letras.
Quiero
contarles algunas cosas sobre mi vida que de pronto ustedes no saben. Por ahí
dicen las malas lenguas que yo me olvidé de Macondo, que abandoné mi patria,
que no hice nada por Aracataca. Qué equivocados están quienes esto afirman. Yo
hice más por este pedazo de tierra donde vine al mundo que muchos de los que me
critican. Con decirles que he sido el único que ha puesto el nombre de esta
patria que tanto amo en tan elevado sitial. Antes de mí no se hablaba de
Macondo en ningún rincón del mundo. ¡Imagínense ustedes! No fue sino que yo
publicara mi novela, esa que habla de un coronel contrito que peleó en treinta
y dos enfrentamientos armados y los perdió todos, para que el nombre de mi
patria fuera pronunciado con respeto. Ni para qué les digo cuánta gloría le di
yo a este país. Hasta un Premio Nobel les traje de la fría Estocolmo.
Ese
día el nombre de Macondo resonó como un eco glorioso. ¿Lo recuerdan? Fue
primera página en todos los periódicos del mundo y, sin yo proponérmelo, hice
volver los ojos de los académicos hacia este espacio geográfico donde nací un
seis de marzo de milnovecientosveintisiete. Todos querían saber cómo era este
pueblo cubierto hasta entonces por los vendavales del olvido.
No
sé si les guste lo que les voy a contar, pero tengo que sacarme algunas espinas
que la envidia clavó en mi vida. Empiezo. Es mentira que cuando llegué a
Cartagena después de que en Bogotá mataron a Gaitán yo únicamente usaba camisas
de flores, pantalones de vaquero y unas zapatillas sin lustrar. Eso como que lo
dijo un amigo que en esa ciudad me enseñó la tragedia griega cuando me hizo
observaciones sobre una novela que estaba escribiendo, que le había entregado
para que la leyera. ¡No, no crean eso! Yo siempre me caractericé, en vida, por
ser un hombre elegante, bien vestido, que sabía combinar la ropa. Basta con que
miren esa foto donde aparezco en la redacción de El Espectador de vestido negro
y corbata, los zapatos sobre el escritorio y un cigarrillo en los labios, con
un bigote a lo Javier Solís, para que se den cuenta de que me vestía bien.
Esas
fueron invenciones que hizo en Bogotá Plinio Apuleyo Mendoza por venganza
porque no fue capaz de llegar a donde yo llegué. Lo que sí es cierto es lo que
cuenta Dasso Saldivar: que pasé hambre en París mientras escribía la novela
sobre el coronel que se quedó esperando que le llegara la pensión. Les voy a contar
la verdad: estando allá me quedé sin trabajo porque el periódico del cual era
corresponsal fue cerrado por el régimen de Rojas Pinilla. Entonces me vi sin un
peso en el bolsillo en una ciudad donde nadie me conocía, la misma donde una
tarde vi cruzar por el bulevar Saint Germain nada más ni nada menos que al
maestro Hemingway.
¿Cómo
enfrenté la angustia de no tener con qué comer en una ciudad donde los
escritores latinoamericanos pasábamos hambre mientras buscábamos la fama? Nunca
faltan las almas caritativas. El inglés ese (Gerard Martín, me parece que se
llama), que estuvo casi veinte años detrás de mí para escribir una biografía,
dijo que yo vivía en una buhardilla del Hotel de Flandre, en la rue Cujas,
encerrado escribiendo, y que salía a la calle a tratar de calmar el hambre. Eso
es verdad. Como también lo es que a la propietaria, madame Lacroix, una señora
de corazón noble que supo entender mis dificultades, le quedé debiendo dos años
de arriendo. Eso sí, les aclaro que cuando volví a París después del éxito de Cien años de soledad fui a pagarle, pero
ella me recibió únicamente la mitad. De mi permanencia en esa ciudad, que
ustedes conocen al pie de la letra porque todos los días en los medios se dice
algo sobre esta época de mi vida, me queda el recuerdo de una mujer: Tachia
Quintana. Como está escrito en algún libro, esta mujer que me tendió la mano
durante cuatro meses me dijo un día que si seguía escribiendo me iba a morir de
hambre. Fue lo mismo que pensé una noche, recién llegado a Ciudad de México,
cuando Mercedes me dijo que los hijos se iban a acostar sin tomarse el
acostumbrado vaso de leche. Ante esta situación, al día siguiente le pedí a
Alvaro Mutis que me ayudara a encontrar un empleo. Fue ahí cuando apareció el
director de cine Gustavo Alatriste: me dio trabajo en una revista. Era tanta mi
pobreza que a la entrevista con él fui con un zapato que tenía despegada la
suela.
Volvamos
al tema que me ha motivado a escribir este monólogo: mi formación literaria.
Tengo mucho que aclarar. Y aquí voy a hacerlo. Quiero reconocerle a cada quien
lo que aportó para mi consagración como escritor. ¿Qué soy un desagradecido?
¡Qué va! Esos son chismes que lanzan por ahí para hacerme daño. Yo quiero
decirles hoy, con toda la sinceridad que amerita esta afirmación, que el
llamado Grupo de Barranquilla no fue el único que consolidó mi vocación
literaria. Es cierto que con ellos descubrí la novela moderna, y narradores
como Faulkner y Hemingway, que me señalaron caminos en la literatura. Pero
considero una injusticia lo que se ha hecho con la gente de Cartagena.
No
fui yo quien lanzó esa afirmación que hizo carrera en el sentido de que todo lo
que soy como escritor se lo debo a los amigos de Barranquilla. Hoy quiero
reconocer lo que representó para mí el maestro Clemente Manuel Zabala, que
además de sugerirme lecturas era mi corrector de estilo y gramático de
cabecera. También la complicidad literaria de Héctor Rojas Herazo, Ramiro de la
Espriella y Gustavo Ibarra Merlano, que me ayudaron a descubrir autores como
Dos Passos y Steinbeck, indispensables para aprender estructura novelística.
Pido disculpas por la ligereza de Jacques Gilard cuando afirmó que todo se lo
debo al Grupo de Barranquilla. Para desvirtuarlo, empiezo diciéndoles que mi
relación con el sabio catalán Ramón Vinyes fue apenas de tres meses. En cambio,
con el entonces Jefe de Redacción de El Universal fue de casi tres años. Su
famoso lápiz rojo fue determinante para pulir el estilo.
En
el momento en que escribo estas líneas veo que llueve sobre Macondo. Es una
lluvia menuda que cae sobre las calles polvorientas por donde cruzaba, en otros
tiempos, el tren de las cuatro de la tarde, antes de llevar al mar los cuerpos
de los huelguistas que José Arcadio vio en un sueño. Ojalá este aguacero no
dure esos cuatro años, once meses y dos días que duró el que narro en mi
novela. Sería una tragedia. Macondo no está preparado para enfrentar otra.
Bastante tenemos con todo lo que nos ha pasado durante estos cincuenta años de
guerra que, parece, van a llegar a su fin. Quiero contarles algo: desde este
sitio privilegiado donde comparto experiencias literarias con un hombre que me
antecedió en la muerte hace cuatrocientos años, fabulador como yo, que le dejó
a la humanidad otro monumento literario, El ingenioso hidalgo don Quijote de la
mancha, me entero de todo lo que sucede en Macondo. Allá todavía tengo amigos
que me recuerdan con cariño, y me manifiestan su afecto manteniéndome al tanto
de todo. Por ellos me enteré de que la guerrilla va a dejar el monte para
venirse a la ciudad, no a seguir matando como lo dijo en su momento el Mono
Jojoy, sino a aportar al desarrollo del país como partido político. Yo desde
aquí celebro que esto ocurra, porque en vida fui un abanderado de la paz.
Tanto, que en varias ocasiones puse mi prestigio al servicio de la
reconciliación. Además lo predije. ¿Cómo? Permitiéndole al coronel Aureliano
Buendía firmar el armisticio con el gobierno para dejar las armas. Ojalá no pase
lo que pasó con los insurrectos de mi novela, que regresaron al monte cuando se
dieron cuenta de que el gobierno no les iba a cumplir lo acordado.
Les
dije al principio que yo no fui el creador de las mariposas amarillas. ¿Alguien
me lo puede creer? Lo que si fue fruto de mi imaginación fue encerrar al
coronel Aureliano Buendía en la pieza del daguerrotipo para ponerlo a hacer
pescaditos de oro. Era el cuarto donde el gitano Melquíades guardaba los
manuscritos, esos que el último Aureliano, el que se casa con su tía Amaranta
Úrsula y tienen un hijo con cola de cerdo, alcanzó a descifrar. También amarrar
en el castaño del patio, debajo de un cobertizo, al viejo José Arcadio,
poniéndolo a hacer sus necesidades allí mismo. Alguien se atrevió a decir que,
en este sentido, yo era desmesurado. Yo le contesto, desde mi inmortalidad, que
el novelista puede tomarse las licencias que quiera para darle consistencia a
su relato. Esto lo debatíamos con Cepeda Samudio y José Félix Fuenmayor en el
Grupo de Barranquilla. Como debatíamos la técnica en la narrativa de mi maestro
William Faulkner después de haber leído sus libros. Por esta razón me tomé la
licencia de crear un pueblo donde suceden cosas fantásticas como la levitación
del padre Nicanor Reina mientras celebra la misa, o como el recorrido que hace
la sangre de José Arcadio Buendía después de que Rebeca le pega un tiro en su
propia casa. Les recuerdo que ese hilo de sangre salió por debajo de la puerta,
siguió por las calles, subió escalinatas y, después de pasar por la calle de
los turcos, llegó a la cocina donde Úrsula se disponía a partir treinta y seis
huevos para hacer el pan.
La
otra noche estaba entretenido mirando por una rendija la luna que parpadeaba
lejana, asombrado ante el espectáculo de cómo se ve la tierra desde aquí,
cuando me enteré de que allá en Macondo un crítico desconocido, que escribe una
prosa desaliñada, que no es de mi gusto, se atrevió a decir que yo había sido
un fornicador de siete suelas. Ese señor escribió que Memoria de mis putas tristes era una transposición poética de lo
que yo había hecho en la vida. Inclusive, se remonta al tema de un cuento largo
donde narro la historia de la niña que fue obligada por la abuela a copular con
todo el que pasaba frente a la carpa,
solo para recoger el dinero que necesitaba para reconstruir su casa, que
se había incendiado por culpa de la niña. ¡Qué insensatez! Pensar que porque en
mis años de Cartagena me tocó vivir en un hotel de mala muerte, adonde llegaban
las putas con sus clientes para hacer el amor, yo era un enfermo por el sexo,
es fruto de una imaginación lujuriosa. Según su lectura, cualquiera podría
sugerir que yo fui el responsable del suicidio de Pietro Crespi después de que
Amaranta lo deja por otro. O que soy un viejo verde porque durante un viaje en
avión de París a Nueva York me entretuve observando a una mujer hermosa que
dormía plácidamente en la silla contigua a la mía, hecho que narro en el cuento
El avión de la bella durmiente, incluido en Doce
cuentos peregrinos.
Les
cuento que aquí en el cielo, donde estoy por haberle legado a la humanidad una
obra inmortal, vivo muy bien. Aprovecho el tiempo para seguir leyendo a esos
autores que me marcaron como escritor: Faulkner, Hemingway, Kafka, Virginia
Wolf, y para enterarme de todas las cosas que de mí se dicen en Macondo. Eso me
divierte, porque me ayuda a llevar el peso de la inmortalidad. Que es, como la
fama, un fardo que hace mella en las espaldas. Pero me preocupa ver cómo esa
lluvia menuda que empezó a caer hace rato se va tornando en un aguacero
torrencial que convirtiendo las calles en ríos caudalosos amenaza con llevarse
a su paso todo lo que encuentra. Mi temor es que este aguacero tenga la
duración del que narro en Cien años de
soledad. ¿Lo recuerdan? Por si lo
olvidaron, les cuento que del cielo cayó una tempestad que inundó calles,
derribó paredes, acabó con los techos de las viviendas, arrancó de raíz las
plantaciones de banano y, además, obligó a Aureliano Segundo a quedarse en la
casa de Úrsula, desatendiendo los ruegos de Fernanda del Carpio, su esposa. “Me
quedo aquí hasta que escampe”, le respondió él devolviéndole la sombrilla
desbaratada que le había entregado para que se cubriera del agua.
** ** **
BOLETIN CULTURAL Y BIBLIOGRAFICO
Banco de la República
Bogotá – Colombia
Vol. L. Núm. 91 (Pág. 158)
Año 2016
Reseñas
Devoto de Gabo
Gabo en mi memoria
José Luis Díaz-Granados
Ediciones B, Bogotá, 2013, 155 págs., il.
Por Antonio Silvera Arenas
Más que un libro de memorias,
José Luis Díaz-Granados ha escrito en estas poco más de ciento cincuenta
páginas un devocionario a su primo Gabriel García Márquez. Precedido de tres
textos introductorios: una nota preliminar, un árbol genealógico, en el que prueba
su doble filiación, tanto por línea materna como paterna, con el autor de
Aracataca, y un recuento de los ascendientes maternos y paternos de ambos, el
devocionario comprende en sí relatos e impresiones de situaciones en las que
compartió con él y, sobre todo, un conjunto de conversaciones que Díaz-Granados
y García Márquez mantuvieron de manera interrumpida entre 1959, cuando el
primero lo conoció en Bogotá, y 2007, al efectuarse el apoteósico homenaje al
segundo en Cartagena, con motivo de su octogésimo cumpleaños, veinticinco del
Nobel y los cuarenta de cien años de soledad. Un álbum de dieciséis imágenes
(trece fotografías, un dibujo, una dedicatoria y el manuscrito de un cuento
corregido con la propia letra del insigne escritor) cierra, a manera de
ilustración el volumen.
Aparte de la nota preliminar,
el libro se divide en doce capítulos, entre los cuales destaco: “Cómo conocí a
Gabito”, “Gabito antes y después del Nobel”, “Los gabólogos” y “Con Gabito y
Mercedes en La Habana”. El primero, “Cómo conocí a Gabito”, es muy importante
porque en él se evidencia la forma en que Díaz-Granados convirtió desde muy
joven a su primo en una especie de ídolo, al conocerlo, primero a través de las
noticias que le daba su tía Dilia y de la lectura de la hojarasca, y luego de
manera directa. Las dos cosas ocurrieron hacia octubre de 1959, cuando García
Márquez llegara a Bogotá, procedente de Venezuela, para asumir en la ciudad el
trabajo asignado por la agencia cubana Prensa Latina y que también coincidió
con una reedición de su primera novela. Precisamente, al leerla, José Luis
Díaz-Granados, por entonces de trece años, sintió el impulso de escribir un
cuento propio, al que denominó “La casa” tras saber que tal era el nombre de
una novela que García Márquez tenía proyectado escribir.
El mismo Díaz-Granados cuenta
que llevó el cuento al diario El Espectador y lo vio publicado el domingo
siguiente en el suplemento de dicho diario, tal como ocurriera al mismo García
Márquez con su primer relato cerca de diez años atrás. Pocos días después, los
primos se conocieron en el apartamento donde habitaba el futuro nobel con su
esposa y el primero de sus hijos, aún de brazos. El encuentro estuvo mediado
por la lectura del texto recién publicado y sobre el cual, García Márquez dijo:
“–Está bueno el cuento” [pág. 29]. Al parecer aquel hecho selló el destino de
José Luis Díaz-Granados, quien desde entonces no solo seguía paso a paso su
vida y su obra, sino que llegó a imitarlo literaria y vitalmente. En el primer
sentido, el mismo Díaz-Granados confiesa que su segundo cuento, publicado en
diciembre del mismo 1959 lo tituló “Un día antes del viaje” y se lo dedicó a su
admirado primo, siendo tal vez la primera dedicatoria hecha al escritor de
Aracataca por parte de algún seguidor, tras leer “Un día después del sábado”.
En el segundo sentido, dice el poeta samario que empezó a frecuentar a su primo
y a hacer las cosas que él hacía, como fumar y vivir una bohemia similar a la
que este experimentara durante sus años de periodista en Barranquilla:
Mi cerebro era un universo tumultuoso y
caótico. Yo no era yo. Era Gabito en su época de vagabundo en los bajos fondos
de Barranquilla, viendo películas malas en teatrillos de tercera, comiendo en
fondas de los suburbios, fumando como un preso y puteando sin amor. [pág. 33]
En los siguientes capítulos,
asistimos a una serie de datos que confirman otros ya conocidos: “William
Ospina es superior a toda la literatura colombiana”, “las auroras de sangre es
absolutamente extraordinario” [pág. 78], dijo, por ejemplo, García Márquez al
asistir a alguna tertulia con su hermano Eligio y el propio Díaz-Granados en
una cafetería Oma ubicada en el norte de Bogotá.
Aunque también hay varios
totalmente novedosos, al menos para mí, como el hecho de que García Márquez
consideraba a la madre de Díaz-Granados, Margot Valdeblánquez, la memoria viva
de la familia y a quien al parecer se deben informaciones que fueron claves en
la obra del escritor de Aracataca. También hay apuntes políticos hechos por
nuestro genial fabulador, como el dirigido al gobierno de Betancur: “Belisario
es muy buena persona, muy amable, muy sencillo, muy popular y todo lo que tú
quieras, pero se queda a mitad de camino, le gustan los paños tibios… quiere
quedar bien con todos y eso no es por ahí” [pág. 52]; o este otro respecto a la
crítica literaria en nuestro país: “El problema del crítico en Colombia –me
contesta sin dejar de mirar el libro– es que muchas veces tiene que sentarse a
tomar café con los escritores y estos terminan cogiéndole el culo” [pág. 83].
Ahora bien, entre los datos
más novedosos que trae este volumen, quizá los más interesantes se refieren a
ciertas vivencias de García Márquez en Cuba, de las que su primo fue testigo
por causa del exilio que debió padecer entre febrero de 2000 y julio de 2005.
Infidencias sobre política latinoamericana y ciertos privilegios de la
burocracia cubana pueden conocerse en esta parte del libro al leer entre
líneas, pero desde el punto de vista literario, pienso que uno de los más a propósito
es el comentario que manifestó un día de 1984 en medio de un agasajo que le
hiciera Santiago Mutis al novelista Luis Fayad:
A mí a veces se me ha tildado de
mezquino porque no elogio las obras de los escritores jóvenes. Pero ya me pasó
una vez. Elogié a un cuentista colombiano y este se durmió sobre sus laureles.
Sentí que le había hecho daño. Pero es
que yo recuerdo que hace veinte años a los jóvenes les interesaba más la fama
que hacer un buen trabajo.
Me mira de reojo. Yo no sé por qué, pero
siento que el vainazo es para mí. [pág. 131]
Pudiera ser. Un verdadero
dardo directo al corazón de este devoto del maestro.
** ** **
EL TIEMPO
Bogotá – Colombia
15 de mayo 2017
Perfil de un sabio
El conflicto de un escritor
en una cultura de habla castellana,
pensando en catalán toda la vida.
Por: Heriberto Fiorillo
@HFiorillo
Ramón Vinyes, el sabio
literato de Cien años de soledad,
nació en Berga (Cataluña), el 8 de mayo de 1882.
Durante décadas, hasta sus
últimos días, el estudioso francés Jacques Gilard nos develó distintos matices
de la personalidad del llamado sabio catalán, reconstruyéndolo como un creador
de humor, irreverente y fecundo, que se enfrentó a los poderes de por allá y
por acá.
Según Gilard, Vinyes fue un
demócrata republicano, un ser combativo que observó el poder desde lo popular:
“Y pensar que somos un pueblo que quiere tener teatro”.
Gilard lamentó la pérdida del
diario de Vinyes, un poeta que no cantó a los poderosos e insistió en que se
contaran historias nuestras, como la de la mujer que pide no matar más caimanes
porque su hijo se había convertido en uno.
Sin duda, ese relato es sustrato
de la leyenda del hombre caimán.
Vinyes habría sido, pues, la
irreverencia, la risa de la revista ‘Voces’, el hombre sarcástico que se mofaba
de sus propios colegas. “Se burlaba hasta de aquel Pérez Domenech, que no era
siquiera catalán sino más bien castellano”, diría Gilard, refiriéndose a un
personaje de la radio barranquillera.
Vinyes criticó la manía de
coronar poetas por parte de la gente en el poder y se burló, en secreto y a
voces, de la intelectualidad local.
También, según Gilard, el sabio
habría dicho en algún texto que Luis Eduardo Nieto Arteta “no leía los libros
que comentaba” y que Germán Arciniegas “posaba de rebelde para entrar al
sistema”.
A su regreso, en 1939,
expresó que Amira de la Rosa, era “vanidosa y acrinolinada, como siempre” y, en
su primera época barranquillera, que José Félix Fuenmayor, autor de la novela
‘Cosme’, “quiere hacer crónica a lo Anatole France y narrar una vida como un
viejo sabio que aplica ciencia al cuento: no le resulta”.
Desde ‘Crítica’, dirigida por
Jorge Zalamea, Vinyes habría señalado a la revista ‘Mito’ como oficialista y a
su director, Jorge Gaitán Durán, como un continuador de Arciniegas.
Fue Eduardo Zalamea Borda,
primo de Jorge Zalamea, quien desafió desde ‘El Espectador’ a los cuentistas
nacionales y abrió por ende el espacio de ese diario a los tres primeros
cuentos de García Márquez.
Eduardo habría escrito
también la mejor nota necrológica sobre el mismo Vinyes, quien, desde su mesa
de café, impulsó la fecundidad de los jóvenes autores de entonces, llamándolos
a la rebeldía y al rechazo de concesiones.
En 1947, a un año de
conocerlo, Vinyes exaltó las calidades de Gabriel García Márquez en ‘La otra
costilla de la muerte’. “Un buen cuento (...) Pus, noche, filosofía. Bien
barajado”.
Jacques Gilard identifica en
Ramón Vinyes el profundo conflicto de un escritor que influye en una cultura de
habla castellana, pero sigue pensando y escribiendo en catalán toda la vida. No
obstante, su primer cuento, ‘Un caballo en la alcoba’, lo escribe en castellano
poco antes de morir en Cataluña y lo dedica a García Márquez, quien lo
publicará en ‘Crónica’, la revista del grupo.
Lo dijo también Gilard sobre
la singular parábola vivida por Vinyes entre dos mundos, dos historias, dos
culturas, dos idiomas, dos lugares: “Cataluña fue la patria, y la tierra de la
creación artística. Barranquilla fue el mundo donde se podía actuar y sembrar;
un mundo por el que sintió más de una vez desprecio o impaciencia, pero en el
que, a pesar de todo, algo se podía hacer y donde en efecto hizo mucho; en todo
caso, más de lo que jamás sospechó. El conmovedor detalle del pasaje póstumo
indica al menos que Ramón Vinyes murió (5 de mayo de 1952) reconciliado con la
ciudad que hasta ahora había sabido mantener su recuerdo. Porque con sus amigos
no hubo nunca la menor ruptura”.
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