MEMORABILIA
GGM
Cali
– Colombia
29 de abril de 2017
Carta de agradecimiento
El
Escarabajo de Oro editores e impresores del libro Ramón Hoyos. El campeón revela sus secretos, ha recibido la
siguiente nota del escritor, periodista y miembro de la Academia Colombiana de
la Lengua, Daniel Samper Pizano.
«Te
cuento que he estado leyendo un ensayo sumamente bueno de Ángel Rama sobre GGM
escrito en 1972, y en él menciona varias veces el trabajo periodístico en
primera persona con Ramón Hoyos. Confieso que yo solo lo conocí y disfruté
gracias a tu publicación reciente, y me parece increíble que siga esta obra en
el limbo. Cuando la leí hace dos o tres días mencionada en el texto de Rama,
supe que yo era uno de los pocos privilegiados que lo habíamos leído y sabíamos
de qué diablos hablaba. Entonces me puse aún más orgulloso de tener el número
09 de la edición...
Daniel
Samper P.»
Este
es el texto pertinente del ensayo escrito por Ángel Rama* al que se refiere
Daniel Samper en su mensaje arriba.
[…]
La
actividad periodística de García Márquez comenzó por el cauce del reportaje a
partir de su incorporación al diario El
Espectador. Mejor dicho, ya desde antes, sobre todo en una experiencia muy
curiosa que hace en el período barranquillero en un semanario aparentemente
deportivo llamado Crónica, y luego en
El Espectador de Bogotá, comienza a
intentar el reportaje directo. Es conocida una serie recogida hace muy poco en
un libro titulado Relato de un náufrago,
que es meramente el reportaje a un náufrago. En él el escritor, que es el que reportea,
tiende a disolverse en apariencia, para dejar la voz a un protagonista que
narra su aventura. La labor del escritor se hace como más sutil, más indirecta,
en la misma medida en que aparentemente es sólo el personaje común y corriente,
el marinero, quien está contando. En los hechos, la tarea es, como sucedía con
los cuentos hemingwayanos o en el primer cuento de este tipo de García Márquez,
una tarea de estructuración mucho más delicada y esforzada.
Otra
serie narrativa del mismo tipo obliga al autor a un doble movimiento mucho más
curioso. Se trata de la serie no recogida en libro, "Relato del
ciclista", constituida por reportajes del autor al campeón de la vuelta
ciclística a Colombia. Cada fragmento de la vida del ciclista está visto de un
modo protagónico por él mismo como personaje que cuenta su aristía; y simultáneamente por el autor, a través de un comentario,
de un análisis del personaje que él hace paralelamente, lo que parecería probar
cómo el recurso de la inserción del escritor y de los significados se hace
central para García Márquez en este momento. Se le hace fundamental encontrar
el modo de hacer que el autor intervenga en un relato, lo determine y lo
oriente sin que su presencia sea visible.
[…]
*Ángel Rama
La narrativa de Gabriel García Márquez
EDIFICACION DE UN ARTE NACIONAL Y POPULAR
Cuadernos de Gaceta. Número uno
Colcultura. Bogotá – Colombia. 1991
ISBN 958-612-074-0
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LA PATRIA
Manizales –
Caldas
Abril de
2017
Cronica
Una
visita a la Casa Museo García Márquez
No
es la casa mítica de
Cien años de soledad
Por José
Miguel Alzate
No
es la misma casa inmensa que Gabriel García Márquez describe en Cien años de
soledad, ni la misma que Úrsula Iguarán mandó a ampliar con el producto de la
venta de bombones, que fue reinaugurada con la presencia de los diecisiete
hijos que el coronel Aureliano Buendía dejó regados en la Costa Caribe, nacidos
de diecisiete mujeres diferentes. Es una construcción restaurada por el
Ministerio de Cultura que, con una inversión superior a los dos mil millones de
pesos, conserva apenas algunos rasgos de la casa original. Declarada Monumento
Nacional mediante decreto 480 del 13 de marzo de 1996, está ubicada a dos
cuadras de la plaza principal de Aracataca, en una calle desolada que viene de
la estación del tren, denominada Avenida Monseñor Espejo.
Por
los tiempos en que ocurrió la Masacre de las Bananeras, debió haber sido una
construcción sencilla, de una sola planta, con paredes hacia la calle, con
puertas y ventanas de madera, con muchas piezas, no la casa con un antejardín
bien cuidado y sin puerta de entrada, con un acceso a su interior adornado de
flores, como es ahora. Jaime García Márquez, el hermano del novelista, que
trabaja en la Fundación para el Nuevo Periodismo, me dice que no conoció cómo
era entonces la casa, porque él nació en Sucre, y cuando llegó a Aracataca para
conocerla la vivienda estaba en ruinas. Me remite entonces a su hermana Aida
para que me diga cómo era la casa donde Luisa Santiaga Márquez tuvo al hijo
novelista. Y ella, el alma llena de recuerdos, la describe.
La
casa donde nació García Márquez era entonces una vivienda inmensa con un
corredor largo, en madera, con piezas a lado y lado, que llegaba a un patio
grande donde se levantaba el castaño que sirvió para amarrar al patriarca de la
estirpe cuando la familia pensó que estaba loco. La cocina, al final del
corredor, era en paredes blancas, sin las vigas que ahora exhibe ni los vidrios
que le acondicionaron para llenarla de luz. Enseguida quedada el comedor, que
tenía un arco grande, con una mesa inmensa donde todos se reunían para escuchar
las historias que contaba el abuelo Nicolás Ricardo Márquez. Historias que
despertaron en el nieto la pasión por contar cómo sus antepasados fundaron
Macondo, y cómo Aureliano Buendía se fue a pelear en la Guerra de los Mil Días.
El
terreno de la vivienda tiene unas dimensiones sorprendentes. Observándolo, el
turista deduce que la casa debió haber sido inmensa, tal como la pinta García
Márquez en Cien años de soledad. Habitada por una familia numerosa, tenía el
espacio suficiente para recibir la visita de las 72 compañeras de Aida en el
convento de Medellín cuando llegaron a pasar vacaciones en Aracataca. El
novelista cuenta que, como entonces no había baños, las necesidades
fisiológicas las hicieron en igual número de bacinillas. El hecho fue real,
según cuenta Aida García Márquez. El patio es el mismo desde donde Remedios la
bella ascendió al cielo mientras le ayudaba a su abuela Úrsula a tender las
sábanas. El mobiliario, sin embargo, no
es el original.
¿Qué
cambia con respecto a la casa actual? Los pisos son en cerámica. El turista que
haya leído Cien años de soledad se puede preguntar cómo se originó el
estropicio que con su presencia descomunal causó José Arcadio cuando regresó a
la casa después de muchos años de ausencia. García Márquez narra el regresó del
hijo que se fue detrás de una trapecista del circo como un suceso que
estremeció los cimientos de la vivienda por el portento de hombre en que llegó
convertido después de darle la vuelta al mundo 35 veces, viviendo de hacer
felices a cientos de mujeres insatisfechas. El piso actual no hace pensar en la
posibilidad de un estremecimiento de la casa por el peso del cuerpo, ni en el
susto de Amaranta cuando sintió sus pasos camino a la cocina.
Aunque
el cuarto donde se hospedaban los guajiros, que queda en el patio trasero,
conserva el aire que el novelista le imprimió, hay sitios que no enseñan la
verdadera casa que el lector conoce en la novela. Por ejemplo la pieza donde el
gitano Melquíades se encerraba a descifrar los manuscritos, y donde el coronel
Aureliano Buendía, en su decrepitud, se
dedicó a transformar monedas de oro en pescaditos del mismo metal. Da la
sensación de que es demasiado pequeña, y de que allí no cabía todo el berenjenal
de cosas que debía haber por los tiempos
en que el gitano Melquíades llegó a Macondo trayendo los últimos inventos “de
los sabios alquimistas de Macedonia”. No es un espacio como para tener allí el
daguerrotipo de que tanto se habla en la novela.
El
corredor de la begonias, que es un referente a todo lo largo de Cien años de
soledad, no conserva la autenticidad. Es un simple jardín cubierto por un
parasol grande que no le dice nada al turista. El cuarto donde Amaranta Úrsula
se encerró a tejer la mortaja con que quería que fuera vestida Rebeca cuando
muriera no tiene ese aire de intimidad que se advierte en la novela. La cocina
no conserva la dimensión de la que Úrsula Iguarán ocupaba para batir los 32
huevos con que todas las mañanas hacía el pan. Tampoco aparece la alcoba mítica
donde la matrona vivió los últimos años, ya ciega. Ni la pieza donde dormían
Aureliano y José Arcadio cuando éste último se volaba en las noches, a
escondidas, para irse a la cama de Rebeca.
La
Casa Museo García Márquez, que el año anterior fue visitada por 36 mil
turistas, no interpreta la esencia de la casa grande que aparece en Cien años
de soledad. El comedor es pequeño para una vivienda que, como dice el escritor
en uno de los textos exhibidos en su interior, era una casa lunática convertida
en referente de todo un pueblo. No se presiente en su interior el alma de esa
mujer de voluntad férrea que impuso el orden, ni el espíritu de Rebeca comiendo
tierra en el patio. Mucho menos el ruido de los huesos que una de sus moradoras
trajo en un talego cuando llegó de Barrancas, y que fueron empotrados en las
paredes para evitar los ruidos extraños que, según Úrsula, producían rodando
por ahí. Es una casa con un aire
renovado.
Casa Museo de Aracataca
**
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EL PAIS
Madrid –
España
1 de mayo de
2014
Cronica
Literatura
y realidad
De
una entrevista realizada en 1989, por Juan Luis Cebrián, surgió este monólogo
que García Márquez corrigió de propia mano.
Por Juan
Luis Cebrián*
Lo
del boom es la cosa peor explicada que ha habido. Tomó de sorpresa a todo el
mundo. Hablar del boom es más bien un recurso periodístico para tratar de
explicarse lo que estaba pasando. Pero eso es imposible inventarlo, al menos en
esa forma. Empecemos, como punto de partida, por Cien años de soledad. Yo había publicado antes otros libros: La hojarasca, El coronel no tiene quien le
escriba, La mala hora y Los funerales
de la mamá grande. Y salió Cien años
de soledad, en la primavera de 1967. Con los libros anteriores, era de
risa. Los funerales de la mamá grande
lo publicó la Universidad de Veracruz y había vendido setenta ejemplares. Donde
más público tenía yo, por supuesto, era en Colombia: La mala hora ganó el concurso nacional de novela. Debió venderse
toda la edición, pero serían… no sé, tres mil ejemplares o cosa así. Pero hay
que tener en cuenta que yo era muy conocido como periodista en Colombia. Había
trabajado muchísimo en eso, y sólo en las horas libres escribía novela.
Cien años de
soledad
se publicó en 1967 en Buenos Aires: ocho mil ejemplares. Cuando supe que la
editorial Sudamericana había editado tantos les escribí diciendo que estaban
locos, que se iban a arruinar. La semana siguiente a publicarlo, la editorial
decidió lanzarlo con un gran reportaje en la revista Primera Plana, y fue un
periodista a México a hacerme una entrevista. Querían darme la portada, pero
estalló la guerra de los Seis Días y a última hora pusieron una foto de Dayan.
Sin embargo ya no se podía –como hubieran querido– recoger la edición, que
estaba en librerías, para lanzarla después. Cuando salió la revista, a la
semana siguiente, ya no quedaban libros en la ciudad. Como en la editorial no
habían precedentes de esto, no tenían ningún proyecto, ni cupo de imprenta, ni
papel, y creo que ni dinero, para reimprimir. Y durante varios meses, como unos
seis, no había libros. En ese momento habían salido ya La ciudad y los perros y La
casa verde de Vargas Llosa. También Rayuela,
de Cortázar, y por supuesto los libros de Carlos Fuentes, Alejo Carpentier,
Onetti, Rulfo (Pedro Páramo es del
55). Eso venía de diez años antes. Quiero decir que todos los autores que luego
fueron parte del boom ya estaban establecidos y conocidos. A partir de ese
momento empezó a hablarse de la novela latinoamericana. Pero si tú ves, los
libros que se publicaron después de que empezó a hablarse del boom, son los
menos. Eso hizo equivocarse a los editores. Cuando vieron lo que pasaba
dijeron: “¡Ah! Ahora se trata de la novela latinoamericana. Hay genios ocultos
en América Latina”. Empezaron a publicar todo lo que les mandaban, y se
hundieron. Yo tenía relación con Carlos Fuentes, en México. A Vargas Llosa lo
conocí en Caracas cuando ganó el Premio Rómulo Gallegos con La casa verde. Ya había leído, por
supuesto, sus libros anteriores. Después conocí a Alejo Carpentier en París. A
Cortázar lo había tratado levemente también en París, pero no hubo nada
especial. Luego nos relacionamos todos. No hubo una escuela previa ni nada de
eso.
Se
dice que el boom fue una maniobra editorial; yo creo más bien que fue un error
editorial. Los editores pensaron que todo se iba a vender como Cien años de soledad o La ciudad y los perros y resultó que no.
Lo curioso es que antes del boom se consideraba que la consagración para un
escritor latinoamericano era ser traducido. No importaba que los libros no se
vendieran en América Latina, sino lograr que aparecieran en Francia o en los
Estados Unidos. Y sin embargo lo que verdaderamente determinó la explosión y lo
que facilitó y aseguró la traducción inmediata fue haber conquistado el mercado
latinoamericano. Fue entonces cuando de verdad empezamos a existir. El boom
hizo eso, conquistar el mercado interno. Y es lo que estamos tratando de que se
logre con el cine ahora.
De
los que fueron mencionados como miembros del boom, ninguno ha sido devaluado
como novelista. Unos mejor, otros peor, pero ahí están. Y siguen interesando a
los editores, y sus libros siguen vendiéndose.
Los
novelistas no leemos para conocer los libros sino para saber cómo están
escritos. Para desarmarlos y poder hacer lo mismo si son buenos. Yo no soy
alguien que haya leído demasiado aunque fui buen lector desde antes de comenzar
a escribir. Lector de poesía, primero. Me paseaba por la del siglo de oro
español de memoria y todavía recuerdo mucho, porque lo que se aprende a esa
edad no se olvida jamás. Cuando vivía en París era la época del nouveau roman, que representa una
exploración en el subjetivismo que a mí personalmente no me interesa. Pero es
que nosotros en América estamos todavía en la edad épica. Lo que sería absurdo
es que los franceses trataran de ser épicos ahora, o que los latinoamericanos
tratáramos de hacer el nouveau roman.
Éste me llamó la atención, pero nada más. Yo ya tenía suficiente edad para
discernir que lo que estaba sucediendo ahí era una cosa perfectamente legítima
para los franceses, pero nosotros estábamos en otra.
Ya
que lo mencionas, El amante de
Marguerite Duras es un libro maravilloso que no me canso de leer. Yo había
leído cosas anteriores de ella y la había seguido en cine también, pero El amante verdaderamente me deslumbró.
Lo peor de todo es que salió en un momento en que yo estaba terminando El amor en los tiempos del cólera. Por
un momento me puse a pensar si no iba a parecer que lo que estaba haciendo yo
era una secuela de aquello. Efectivamente no, salvo que al final hay una relación
entre un hombre mayor y una niña, pero ése es un tema que ya había tratado yo
en una película, hace muchos años, en México.
Kafka
es el autor que más me impactó, el que despertó en mí la conciencia de que
quería ser escritor. Yo ya estaba interesado, y mucho, en la literatura, pero
no sabía exactamente cómo podría expresar lo que quería. La lectura de Kafka me
dio claramente el camino. Era el poder atreverse a muchas cosas que otros no se
habían atrevido, y no se atrevían porque no lo habían visto antes. Y dentro de
Kafka, La metamorfosis. Y dentro de La metamorfosis, la primera línea. Su
lectura me tumbó de la cama. Kafka es el único autor absolutamente indiscutido
que hay en este siglo. Hay a quien no le gusta, pero nadie te dice que es un
mal escritor. Para mí, el más grande de todos, por supuesto, es Tolstoi; la
novela más grande que se ha escrito en toda la historia de la literatura es La
guerra y la paz. Y los que no están de acuerdo conmigo dicen que es Ana
Karenina: no se salen de Tolstoi. Pero Kafka es indiscutido, y además es el
profeta de nuestro tiempo. Sin embargo su influencia en mí termina por ser más
bien técnica: de cómo se cuenta el cuento.
He
explicado muchas veces, en torno a Cien
años de soledad, qué papel juega esta última palabra. No sé si con razón o
sin razón, es la soledad de América Latina. El discurso de Estocolmo explica
todo eso. Y no es una salida fácil. Diría que es difícil. El título del libro
lo puse al final, no lo tenía hasta la penúltima línea. De pronto creo que… las
estirpes condenadas a cien años de soledad… ¡paf! ¡Pero si éste es el título!
Pegué un grito. El libro salió como un torrente, como yo creía que era la vida
real nuestra. Y luego, al final, me di cuenta de que todo lo que estaba
sucediendo en él es que se trataba de una estirpe condenada a la soledad… Soy
uno de los seres más solitarios que conozco, y de los más tristes, aunque
resulte increíble. Fundamentalmente solitario y triste. Pero no yo sólo, la
gente del Caribe es muy así aunque tienen fama de todo lo contrario, de
gregarios, de pachangueros, de parranderos, de fiesteros, pero tú los ves en
plena fiesta y están con unos ojos de melancolía… No sé si esa soledad es
también la desesperanza, como me preguntas. Ustedes los europeos necesitan
explicarse todo. No tengo la menor idea.
Yo
le tengo mucho terror a leer la crítica que se hace de mis libros y los
estudios que se hacen ahora sobre mí, por temor a que me descubran, me pongan
sobre la mesa todo el trabajo subconsciente que hay en mi obra, me lo vuelvan
consciente y me jodan. Todo el mundo tiene un sentimiento de soledad. Todo el
mundo en el mundo entero. La comunicación es una facultad muy limitada y a
partir de un momento te jodiste, estás completamente solo.
Mercedes
y yo nos conocíamos desde niños. Vivíamos en un mismo pueblo y nos veíamos en
vacaciones. Yo le llevo casi diez años, y ella tenía trece cuando le propuse
que se casara conmigo. Se pegó un susto al ver que un señor tan grande, con
bigote, de veintipico, la pretendía. Seguimos viéndonos durante las vacaciones,
después llevamos un noviazgo muy tranquilo, pero no oficial, a escondidas. Lo
sabían muy pocos amigos. Entonces sucedió una anécdota. (Yo para explicar todo
tengo que contar anécdotas, porque la anécdota explica mucho más que los planteamientos
teóricos que les gusta hacer a los intelectuales, y sobre todo a los europeos.
Aunque en el fondo pienso en España, que siempre ha sido un país
hispanoamericano. Ahora, cuando empieza a no serlo, inquieta mucho.) Entonces,
la anécdota. Yo trabajaba en el diario y estaba una noche escribiendo y se me
acerca el gerente y dice: “¿Tú qué vas a hacer la semana entrante?”. “Estaré
aquí, ¿por qué?”. “¿Tienes pasaporte?”. Le dije que sí. “No, para que te fueras
a Ginebra a una conferencia”.
Eso
fue en junio o julio del 55. No tenía pasaporte, no tenía cómo salir del país y
además no había hecho el servicio militar. Entonces yo le dije que sí, que
tenía todo listo, y me llevaron donde un tipo que era de aquellos que hacían
todo… no falso, pero al que iban dando propinas y hacían toda clase de
fechorías y sacaban las cosas. Le firmé no sé cuántas hojas de papel sellado y
salí con pasaporte, visa, tarjeta militar, cédula… Partí para Europa y bueno,
luego, ya se sabe. Estuve tres años. Después regresé para buscar a Mercedes,
que me estaba esperando.
No
sé por qué tú crees que yo no sea un feminista. Sí lo soy y además me parece
una injusticia, y me duele muchísimo que las feministas consideren que mis
libros son machistas. El machismo es lo que más detesto en este mundo. Toda mi
obra es una condena larga y constante de esa actitud, porque el machismo es la
peor desgracia que tenemos en América Latina y particularmente en el Caribe. Lo
que pasa es que las feministas han terminado por ser machistas ellas. El machismo
es como la usurpación del derecho ajeno; y ellas están usurpando derechos de
los hombres.
El
otro día estaba yo pensando si no consideré que mi madre me había abandonado de
niño, porque cuando tenía un año me dejó con mi abuela y se fue para otra ciudad.
El caso es que yo quedé en una casa llena de mujeres, mi abuela, mis tías, mis
primas y un solo hombre que era mi abuelo. Éste me entendía muy bien. Si yo
quería dibujar, me dejaba dibujar; si quería irme, me iba. Me dejaba hacer
todo, pero no por falta de autoridad, sino como alguien que entendía
perfectamente que a mi edad era necesario ese estímulo.
Todo
eso significó que conocí a mi madre ya muy grande, a mis cinco años tal vez.
Recuerdo perfectamente el día que entré en la sala de la casa y la vi. Vestida
con aquellas hombreras de campana que usaban en los años treinta, como está
descrito en algún momento de El amor en
los tiempos del cólera. Me pareció una mujer muy bella pero totalmente
extraña a mí. Con mi padre he tenido una relación mejor, de buenos amigos.
Tenía un sentido de la autoridad distinto al del abuelo. No me orientaba en el
sentido de lo que yo pensaba que debía ser, sino que trataba que fuera otra
cosa; para empezar quería que me metiera a cura. Pero más tarde, conversando
con él, tuve muy buena relación y hablamos mucho. Me contó todos sus amores con
mi madre, que es lo que origina El amor
en los tiempos del cólera. Son sus amores juveniles, que me narraba
minuciosamente. Muchas veces le reclamé cómo era posible que hubiera tratado de
cometer esa injusticia de meterme de cura, sin preguntarme nada, en una edad en
la que yo no podía tomar decisiones. “Mira, me explicó, la verdad es que éramos
muy pobres”. Él confiaba en que si tenía vocación, era una buena salida. Y
quizás hasta hubiera llegado a ser Papa. ¡Imagínate! El primer Papa
latinoamericano, aunque no me hubiera gustado serlo por una sola razón, y es
que detesto el poder. Cosa que nadie me va a creer.
Bueno,
no fui cura pero fui sacristán, monaguillo varios años. Ahora mi relación con
la religión es muy mala. En el pueblo el cura me contó el cuento mal, y ya
después no me lo creí. Cuando hice la primera comunión, a los siete años o así,
el cura me confesó. Tenía una especie de diccionario de pecados. Abrió el libro
y me iba preguntando pecado por pecado. Me preguntó si yo había tenido
relaciones con mujer; yo no entendí muy bien la cosa. Luego me preguntó si las
había tenido con animales. Le dije que no, pero me quedó en la cabeza. Me
enseñó cantidad de cosas.
Por
esa época a mí me contaron que había un curita en Ríohacha que decían que era
un santo, y que por la mañana, cuando hacía la oración, se elevaba. Esta
historia me dejó fascinado. Cuando me pongo a escribir yo saco esas cosas y las
cuento como me da la gana; le pongo los adornos y le doy la trascendencia que
quiero. En Cien años de soledad me
costó mucho trabajo que el cura se elevara. Le puse toda clase de bebidas.
Primero empecé con vino. Entonces podía parecer que se emborrachaba. Después
seguí con café con leche, con té, y nada. Cuando llegué al chocolate, parecía
que debía ser lo contrario, el chocolate es tan pesado que lo bajaría. Pero yo
no dejo una cosa si yo mismo no me lo creo, pues entonces no lo creerá nadie. O
sea que cuando lo puse con chocolate se elevó inmediatamente y sentí que era
creíble, y lo dejé así. Con ninguna otra bebida hubiera subido.
Mi
trato con el cine es el de un matrimonio mal avenido. No puedo vivir ni con el
cine ni sin el cine. Siempre me sale mal. Al principio quise ser director, y lo
único que he estudiado seriamente es cine. Marché al Centro de Cinematografía
de Roma, antes de ir a París. Estuve allí un año, y no. Lo que intenté luego es
que otros hicieran el cine bien. Creo que es el oficio más condenadamente
difícil. Porque además de la vocación, de las aptitudes, de la inspiración, de
todo lo que necesitas como creador, precisas de una artillería técnica inmensa.
La gran época fue el neorrealismo italiano. Fue cuando yo descubrí
verdaderamente el cine, y ahora encuentro que es un símbolo. Hecho con una gran
austeridad de recursos, con mucho sentimiento, es el tipo de cine que podríamos
hacer en América Latina. Es decir, no el mismo, pero se puede hacer un cine sin
esas pretensiones de Hollywood. Hacer un cine modesto pero bueno. Creo que he
visto más cine de lo que he leído. Ahora me cuesta mucho trabajo, porque llego
a la sala y terminó firmando autógrafos a la puerta. Entonces veo muchas
películas pero siempre en sesiones privadas. En la televisión, no. En video
miro cine sólo hasta que me doy cuenta si la película me interesa. Y si es así,
la veo en 35 mm. Hay una gran diferencia entre el cine y la televisión.
El
periodismo es otra cosa. Se trata de una especie de maldición para mí. No logro
escapar de él. Entre el reportaje y la novela, hay un momento en que no
distingues mucho la frontera. Las fuentes son las mismas, los métodos de
elaboración, el material, es el mismo. Y al final podrían ser lo mismo las dos
cosas. Cuando los reporteros no hacen las cosas tan bellas como las novelas es
porque no pueden; pero si pudieran lo harían. El reportaje es un género
literario, un gran género literario.
Y
después de toda esta confesión, ¿qué quieres que añada sobre mí? Soy un piscis,
pero tengo un ascendente tauro que he logrado imponer. ¿Qué sabes de los
piscis? ¿Que son gente muy torturada y muy jodida? Son tímidos, introvertidos,
ultrasensibles, desconfiados. Suelen tener una doble personalidad, aunque en
realidad todo el mundo la tiene. Y una característica suya es que se creen todo
lo que dicen. Yo cada vez menos. Aunque hubo una época en que me creía todo lo
que decía. Y de tanto creérmelo, terminó siendo cierto.
*
Juan Luis Cebrián
Periodista
y escritor español. Editor fundador de El País. Entre sus libros: La agonía del dragón y El pianista en el burdel.
Tomado
de
Juan Luis Cebrián,
Retrato
de Gabriel García Márquez,
Galaxia Gutenberg/Círculo de
Lectores,
Barcelona, 1997.
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EL PAIS
Cali – Colombia
12 de abril de 2015
Cultura
El reto de traducir a 'Gabo'
Por Juan Fernando Merino*
Especial para GACETA
Esloveno, húngaro, vietamita
y esperanto son algunos de los más de 40 idiomas a los que se ha traducido la
obra literaria de Gabriel García Márquez. Al conmemorarse un año de su muerte,
recordamos la historia de aciertos y disparates cometidos al convertir la
lengua macondiana en universal.
Cuando a finales de 1968
Gabriel García Márquez decidió en vista del éxito enorme que estaba teniendo la
versión original de Cien años de soledad
que había llegado el momento de traducir la novela al inglés, pidió consejo a
su amigo Julio Cortázar, quien había viajado mucho más que él, hablaba varios
idiomas e incluso empezaba a hacer sus primeras traducciones literarias del
francés y el inglés al castellano. ¡Rabassa!, le contestó el autor argentino
sin dudarlo. Es el único que puede hacer una traducción de la novela como se
merece.
Cortázar tenía razones de
peso para saberlo. Gregory Rabassa, un profesor universitario y un lector
inveterado, nacido en Yonkers, de padre cubano y madre neoyorquina, había hecho
una traducción al inglés tan soberbia de la descomunal y cifrada Rayuela, que
fue considerada superior a la traducción al francés a pesar de que estaba
escrita en un castellano con numerosas estructuras gramaticales francesas y el
año de su aparición ganó en Estados Unidos el Premio Nacional del Libro en la
categoría de Traducción.
Gabo le hizo caso a su amigo,
pero para su desaliento se encontró con una cordial negativa de Rabassa: no
tenía el tiempo; estaba traduciendo nada menos que la Trilogía de la república de la banana, del Nobel guatemalteco
Miguel Ángel Asturias.
Espéralo lo que haga falta,
le aconsejó de nuevo Cortázar a García Márquez cuando este le contó de su
fallido intento con Rabassa. Pero espéralo.
Fue así como comenzó su
andadura una de las traducciones más célebres de toda la historia de la
literatura latinoamericana. Y es que además de su encomiable lealtad al texto
original, que no fidelidad exacta, y de su gran valor literario y artístico
(hasta el punto de que el propio Gabo afirmó en persas oportunidades que
prefería esta versión a su original), esta traducción al inglés de Cien años de soledad fue tan bien
recibida por la crítica especializada, empezando por las reseñas elogiosas de
The New York Times y de la revista The New Yorker, y más adelante por los
lectores anglosajones, que ello supondría una formidable plataforma de difusión
para la novela y ayudaría a proclamar a los cuatro vientos y hasta los últimos
rincones del orbe que había nacido una obra maestra de la literatura universal.
El propio Rabassa tenía claro
que aquella traducción sería un enorme reto y toda una aventura. Para empezar,
aunque por regla general no leía una novela antes de traducirla con el fin de
permitir que la emoción del descubrimiento inspirara su labor, con Cien años de soledad hizo una excepción.
“Ya había leído el libro”,
cuenta Rabassa, “y me di cuenta de que si me hubiera atenido a mis métodos
usuales de trabajo, el resultado habría sido un poco diferente. No sé si mejor
o peor. Me pregunto si la traducción saldría beneficiada si la hiciera hoy,
después de haber trajinado tanto con la novela en mis cursos y de haber leído
lo que otros dijeron. Lo que trato de decir, por supuesto, es que cada vez que
leemos un libro este se transforma”.
Pero aun cuando la traducción
de Rabassa fue excepcional, no todas las traducciones de las otras novelas del
Nobel colombiano han corrido con la misma suerte. Son célebres varias de las
equivocaciones cometidas al pasar del castellano a la lengua de Shakespeare
expresiones coloquiales, modismos o palabras que probablemente solo existen en tierras
del realismo mágico.
El gabólogo Conrado Zuluaga,
quien ha navegado durante décadas por decenas de páginas del premio Nobel, se
convirtió además en un cazador de gazapos macondianos. En la investigación
realizada conjuntamente con Margert S. de Oliveira, descubrió disparates como
estos: En El otoño del patriarca el
traductor convirtió la burundanga en una fruta, cuando en realidad es un
alcaloide; un zambapalo –es decir una riña o una gresca– en una danza; y la
marimonda –un tipo jocoso, mamador de gallo– oigan esto, en un homosexual. Esto
en su versión en inglés.
Peores ‘embarradas’ se
encuentran en las versiones alemana y francesa de la misma novela. Allí, el
traductor tuvo la ligereza de convertir un ‘macaco’ (un mico, claro) en una
‘papagayo’; y de referirse a la ‘pava’, es decir a la mala suerte, como la
hembra del pavo. Y la lista sigue.
Volviendo a Cien años de soledad, aunque la novela
ya había sido traducida al francés y al italiano en 1968, a partir de la aparición
de One Hundred Years of Solitude en
1970 y su consiguiente resonancia internacional, muy pronto se empezaron a
multiplicar sus traducciones a los idiomas considerados más importantes
literariamente. Fue así como entre 1970 y 1973 aparecieron versiones en alemán,
checo, danés, esloveno, húngaro, sueco, noruego, serbocroata, danés, portugués
y japonés, entre otras.
Pasados unos años aparecerían
también versiones al vietnamita, el bengalí, el ucranio, al javanés y un largo
etcétera, hasta completar 38 traducciones a otros tantos idiomas. En 1992
llegaría al esperanto de la mano del periodista y filólogo español Fernando de
Diego bajo el título ‘Cent jaroj da soleco’.
Y supuestamente, como una
especie de vuelta al origen, se está realizando una traducción al idioma
wayuunaiki, coordinada por el gestor cultural y compositor de música vallenata
Félix Carrillo… Supuestamente, porque después de un lanzamiento con mucho
bombo, gaita y acordeón en el que se anunció que se había conseguido que el
propio García Márquez escribiera el prólogo y que a mediados de 2011 estaría
lista la traducción, a cargo de un grupo de hablantes nativos integrantes de la
comunidad wayú tanto colombianos como venezolanos, cuatro años después, el
proyecto está suspendido, Carrillo no volvió a hablar de los recursos para
pagar a los traductores, y aumentan las dudas de que el prólogo verdaderamente
haya sido escrito por el Nobel.
Igualmente complicadas han
resultado las traducciones al chino y al ruso, aunque por razones muy diferentes.
En el primer caso, después de una decena de ediciones pirateadas, que
infringían todos los derechos de autor, finalmente en mayo de 2011, y tras
arduas negociaciones con Carmen Balcells, la agente de García Márquez, se
publicó una nueva traducción al chino de Cien
años de soledad, con una primera impresión de 300.000 ejemplares. Como dato
curioso, su traductor Fan Ye –quien se convertiría en una celebridad en su país–
tardó exactamente un año en traducir el libro, y al publicarse su extensión fue
de 360 páginas, un número mágico entre ciertas culturas ancestrales chinas.
En el caso de la versión
rusa, la traducción de Valeri Stolbov fue sometida a la censura del régimen
soviético y varios episodios supuestamente eróticos fueron omitidos. Cuando en
1979, un periodista confrontó al traductor a propósito de las partes
censuradas, este se defendió diciendo: “Sí, es cierto, no podemos dejar de lado
en la obra de García Márquez el elemento erótico, algo profundamente humano.
Pero quiero dejar en claro que no tuvimos un espíritu de censurar; si así
hubiera sido, no habríamos publicado el libro, para empezar. Uno debe tener en
consideración que la novela tuvo el tiraje más grande que se haya visto en la
historia. En el solo mundo socialista tres millones y medio de copias
representa algo del todo inconcebible’”.
La relación del Nobel
colombiano con sus traductores siempre fue de enorme respeto y de escasa
cercanía personal o epistolar. Según le contó al periodista Darío Arizmendi
durante una muy extensa entrevista radial realizada a lo largo de dos días, el
30 y 31 de mayo de 1991, en un principio, cuando empezó a ser traducido a otros
idiomas, estaba siempre muy pendiente a las traducciones que aparecían,
revisaba las de los idiomas que le resultaban accesibles, como el francés, el
italiano y el inglés, estaba atento a las preguntas de los traductores y hasta
les sugería matices. Luego con el tiempo y la multiplicación de las
traducciones, empezó a perder ese interés y dejaba simplemente que “los libros
anden de su cuenta”. Eso sí, siempre siguió respondiendo sus dudas principales,
una actividad de la cual sacó una conclusión muy particular:
“Prácticamente todos los traductores de los
idiomas digamos occidentales siempre me mandan, inmediatamente que leen el
libro, una lista de dudas que les aclaro. Y lo curioso es que generalmente esa
lista de dudas siempre es la misma en los distintos idiomas. Las 17 primeras
son siempre las mismas. Algunas no son dudas del significado de la palabra sino
el matiz con que la he usado, porque son palabras que tienen distintas
acepciones o que le he dado un uso metafórico”.
Con los idiomas de los cuales
no tenía la más mínima noción, García Márquez no tenía más remedio que confiar
en sus traductores y esperar que las versiones que llegaban a manos de un
vietnamita, un bengalí o un ucraniano fuesen lo más fieles posibles al
original, o al menos que las pérdidas no fueran excesivas. “¿Cómo sé yo cómo
serán mis libros en árabe o en chino?”, comentaba en aquella misma entrevista.
“Sobre todo que los chinos, según tengo entendido, no traducen línea por línea,
es decir, no se hacen traducciones literales sino que ellos cogen el libro y lo
reelaboran dentro de una estructura que es el modo de contar chino, que es
completamente distinto de las estructuras de mis libros… De manera que me
pregunto, ¿qué puede quedar de allí?”
Solo después de un
providencial encuentro en París con un escritor japonés, García Márquez
quedaría mucho más tranquilo de la posibilidad de verter acertadamente sus
obras a lenguas para él completamente ignotas. Y es que aquel escritor, que
había leído Cien años de soledad en
japonés, en una traducción hecha conjuntamente a partir de las versiones en
inglés y francés, le habló de la novela durante dos horas largas con tal
propiedad, con tanto detalle e introspección y con tanto entusiasmo, que Gabo
quedó convencido de la enorme capacidad de su traductor o traductora al
japonés. “Entonces ya me despreocupé de eso y me alegró mucho y estoy
absolutamente seguro de que lo que mis lectores leen en los otros idiomas, es
el libro que yo escribí”.
Su enorme respeto y
admiración por el oficio de la traducción quedó plasmado con letras indelebles
(al menos para los practicantes de ese oficio) en un artículo titulado: ‘Los
pobres traductores buenos’, publicado en julio de 1982 en el diario madrileño
El País. “Alguien ha dicho que traducir es la mejor manera de leer. Pienso
también que es la más difícil, la más ingrata y la peor pagada”, empezaba
diciendo el texto, para luego pasar a ensalzar a los grandes traductores de
todos los tiempos y de todas las lenguas, cuyos aportes personales a cada obra
traducida raramente son puestos de manifiesto, mientras que se tiende a
magnificar los desaciertos o despistes.
Al final del artículo
confesaba, además, que desde hacía mucho tiempo estaba traduciendo muy
lentamente, gota a gota, los Cantos del poeta italiano Giaccomo Leopardi, pero
que lo hacía a escondidas y con pleno conocimiento de que “no será ese el
camino que nos lleve a la gloria ni a Leopardi ni a mí. Lo hago sólo como uno
de esos pasatiempos de baños que los padres jesuitas llamaban placeres
solitarios. Pero la sola tentativa me ha bastado para darme cuenta de qué
difícil es, y qué abnegado, tratar de disputarles la sopa a los traductores
profesionales”.
*Juan Fernando Merino,
escritor y traductor caleño,
autor de la novela ‘El intendente de Aldaz’.
Miembro del Comité Editorial de GACETA
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