Radio Cadena Agramonte
Camagüey
- Cuba
13 de
Agosto de 2014
Estatua de García Márquez
en museo de cera cubano
Bayamo, 13 ago.- El museo de cera de Cuba sumó
hoy, en esta ciudad, una estatua del escritor colombiano Gabriel García
Márquez, Premio Nobel de Literatura en1982, a sus anteriores obras.
Vestida con ropa del novelista, la pieza fue
develada por Alquimia Peña, directora general de la Fundación del Nuevo Cine
Latinoamericano, Federico Hernández, del Buró del Partido Comunista de Cuba en
la provincia de Granma, y Manuel Sobrino, presidente del gobierno del
territorio.
El poeta y narrador Luis Carlos Suárez, en las
palabras centrales de la ceremonia, afirmó que El Gabo vivió la vida para
contarla, que es también una forma de comprometerse con las causas que la
legitiman y enaltecen.
García Márquez extendió sus sueños para
contagiarnos con ese derecho nuevo, y puso alas en nuestra imaginación para
poder descubrir la belleza sustantiva del entorno, agregó.
La ceremonia comenzó con un panel en que Alquimia
Peña, el narrador Arsenio Rosales y el historiador Carlos Rodríguez comentaron,
en ese orden, el aporte del Gabo a la cinematografía, su trascendental obra
literaria y su amistad entrañable con Fidel Castro, líder histórico de la
Revolución.
Unas 75 libras pesa la estatua, a tamaño
natural y en cera policromada, confeccionada, como todas las del museo, por la
familia Barrios (Rafael y sus hijos Rafael y Leander), del poblado de Guisa, en
la Sierra Maestra.
Leander, autor principal, manifestó que quiso
representar al autor de “Cien años de soledad” con poco más de seis décadas de
vida y pensando en alguno de sus proyectos.
La familia de García Márquez donó, a través de
la Fundación que lleva el nombre del intelectual, ropa y zapatos blancos de los
que usaba el escritor, lo cual agrega un gran valor patrimonial a la obra
artística, destacó.
Inaugurado en 2004, el museo tiene estatuas de
los próceres José Martí y Carlos Manuel de Céspedes, y de músicos como Sindo
Garay, Compay Segundo, Benny Moré, Bola de Nieve, Carlos Puebla y Polo
Montañés, y el novelista Ernest Hemingway.
También exhibe una del joven empresario
italiano Fabio Di Celmo, víctima de un atentado terrorista en La Habana.
El venidero 20 de octubre, Día de la Cultura
Cubana, se develará la representación de otro reconocido músico, Juan Formell,
creador de la famosa orquesta Los Van Van.
Hasta 2013 recorrieron la galería 872 mil 547
cubanos y de otras partes del mundo, y en julio último sumaban 906 mil 613.
(AIN)
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EL ESPECTADOR
Bogotá –
Colombia
6 de
agosto de 2014
Un vallenato de 300 páginas
‘Cien Años de Soledad’ tuvo un inmenso y profundo influjo
del vallenato que García Márquez desentrañó a comienzos de los 50, acompañado
de Rafael Escalona.
Por:
Fernando Araújo Vélez
Un vallenato de 300 páginas García Márquez
y Leandro Díaz
en un Festival de la Leyenda Vallenata.
/ Archivo
La tarde era una de aquellas tardes de sol y
de humedad, de cerveza, de fiestas por llegar. Gabriel García Márquez acababa
de comprender que su obra, su gran obra, tendría que surgir del pasado, de sus
raíces, e incluso, de las raíces de sus ancestros. Y aquella tarde, en La Paz,
conoció a Lisandro Pacheco, el nieto de Medardo Pacheco Romero, aquel muchacho
que combatió con su abuelo Nicolás Márquez en la Guerra de los Mil Días, y a
quien el abuelo mató en un duelo, pues por aquellos tiempos las afrentas contra
el honor se dilucidaban en un duelo, a bala. El 19 de octubre de 1908, el
coronel Márquez Iguarán citó a su retador en un oscuro callejón y le pegó un
tiro. La muerte lo persiguió por años y años. “Tú no sabes lo que pesa un
muerto”, le diría a su nieto años más tarde, mientras lo llevaba de la mano por
las calles de Aracataca para referirle sus historias y las historias del pueblo
y las del país.
Las historias que esa tarde de 1952 García
Márquez buscaba por La Guajira y el Magdalena, llevado por Rafael Escalona y
sus cantos vallenatos. “De tal manera que el interés de García Márquez por la
música vallenata iba a estar ligado a la concepción y a las fuentes de sus
libros, lo que a su vez estaría ligado de modo especial a su amistad con el
compositor Rafael Escalona, pues con éste continuó las discusiones en
profundidad sobre estos cantos y empezaron los viajes hacia abril de 1950, para
terminar hacia mediados de 1953”, escribiría 50 años más tarde Dasso Saldívar
en su libro El viaje a la semilla. El viaje a la semilla fue ese, y comenzó en
marzo del 52, cuando García Márquez acompañó a su madre, Luisa Santiaga, a
vender la vieja casa de Aracataca, donde él había vivido su infancia, donde
había visto llegar todos los días a las once en punto el tren amarillo que
pasaba por la finca de Macondo, y donde había conversado con los muertos.
Mientras recorría las calles de antes, que de
niño le habían parecido infinitas, y veía las casas y la iglesia y la escuela
Montessori, donde aprendió a leer y se sumergió en Las mil y una noches y se
enamoró de su maestra, Rosa Elena Fergusson, García Márquez comprendió que para
escribir su gran obra debía recorrer, ya como adulto, la tierra de antes. La
recorrió con una maleta repleta de libros y enciclopedias que debía vender para
sobrevivir. Y la recorrió con Escalona y sus cantos, con el espíritu y el mito
de Francisco el hombre y sus cuentos, con las rimas de Leandro Díaz y sus
versos. Fue hasta Barrancas, donde nació su abuelo, y a Riohacha, y allá,
cantando sin cantar, relató cerveza tras cerveza que en esa ciudad se habían
casado sus padres, que su madre había llegado tarde a la cita en la catedral
pues se había quedado dormida, y que se prendó de Gabriel Eligio García cuando
él le dijo que sólo muerto no se casaba con ella.
Con Escalona, García Márquez se aprendió El
hambre del liceo, La vieja Sara, La patillalera y demás, y con él las cantó una
y mil veces, como había cantado otros sones en sus épocas de bachiller en
Zipaquirá con sus compañeros del Liceo Nacional, acompañado de una improvisada
guitarra y una dulzaina. García Márquez había comenzado a interesarse por el
vallenato a finales de los 40, “con un fervor no sólo artístico sino casi
científico –como escribiría Saldívar–, bajo la influencia de Clemente Manuel
Zabala y Manuel Zapata Olivella (…). Al estudiar sus textos, el entonces novel
escritor constató que no sólo contenían una gran sabiduría y poesía, sino que
narraban anécdotas e historias con naturalidad, con la misma ‘cara de palo’ de
su abuela, de Las mil y una noches y del Romancero.
“Profundizando más, vio que estas historias
tenían sus fuentes reales en el entorno personal, familiar y social de los
mismos juglares, que eran un repertorio no sólo artístico, sino cultural y
moral de las regiones de Valledupar y La Guajira, las mismas de sus abuelos.
Esto le dio una de las claves fundamentales para concebir sus libros, sobre todo
Cien años de soledad; este debía ser, como lo confesaría treinta años después,
un vallenato en versión novela, es decir, una larga, poética y fluida historia
construida sobre la infancia, los abuelos y la casa natal, Aracataca, la zona
bananera y el Caribe en general”. Cien años de soledad fue un vallenato de 300
páginas, como diría García Márquez. Un vallenato que llevó bajo el brazo desde
los 20 años y que construyó y destruyó día tras día, desde sus tiempos de
periodista en El Universal de Cartagena, pasando por sus épocas en El Heraldo
de Barranquilla, por sus años en El Espectador de Bogotá y por sus viajes por
Europa, Venezuela, Cuba y México.
Para escribirlo pasó hambre, trabajó en
revistas de farándula, vendió libros, sufrió el síndrome de la hoja en blanco y
el dolor de la vanidad herida cuando le devolvieron de varias editoriales sus
primeras obras, como La hojarasca. Sus angustias, sus vivencias, los personajes
que fue conociendo, sus lecturas de Faulkner, Hemingway, Virginia Woolf y Juan
Rulfo, sus esporádicas amantes, y las canciones que escuchaba por ahí, fueron
formando sus Cien años de soledad, o la historia de Cien años de soledad. La
escritura, el tono, fueron otro cuento del cuento, como él mismo decía, porque
García Márquez necesitaba que las ánimas de Macondo, la levitación de los
curas, la ascensión de Remedios, el aguacero de mil años y demás, fueran
creíbles, tan creíbles como los vallenatos de Escalona, como los fantasmas de
Pedro Páramo. Y para ello necesitaba encerrarse, como se encerró, 14 meses con
sus días y sus noches.
Se aisló del mundo para enclaustrarse con su
máquina Olivetti, y desde ahí surgieron el tono, las imágenes, la trama y los
personajes de su obra más importante, aquella que comenzó titulando La casa, y
que era y fue La casa, el pueblo, el pasado, el país, la magia, el dolor y,
entre líneas, los legendarios cantos de los juglares vallenatos. Cuando la
terminó, le regaló un ejemplar a Escalona. “A Rafael Escalona, la persona que
más admiro en el mundo”.
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GATOPARDO
México
D.F.
Junio
de 2014
Diecinueve
años sin Gabo
Durante mucho tiempo, Silvana Paternostro ha
seguido el rastro de amigos, admiradores, conocidos y detractores del escritor
colombiano. El resultado es Soledad & Compañía, una biografía oral
que recoge decenas de testimonios sobre García Márquez y que pronto será
publicada en todo Latinoamérica y España
por Penguin Random House.
Texto de
Silvana Paternostro
Faltando diez minutos para las tres de la
tarde del Jueves Santo sonó el teléfono. Era Jaime Abello, director de la
fundación que García Márquez fundó en 1994 para educar periodistas
latinoamericanos en el arte de contar historias verídicas y bien narradas.
Habíamos quedado en ir a comer un pescado a la sal que preparan muy bien en una
cantina de la Ciudad de México. No tuvo que explicarme por qué me llamaba a
cancelar. Las cosas, se sabía, habían empezado a complicarse desde el lunes.
Fue una muerte anunciada. El reloj de su vida
había empezado a darse por vencido cuando lo llevaron a sus 87 años al hospital
por gripe. De las enfermedades de García Márquez se venía hablando desde hace
más de una década. Que si cáncer, que si Alzheimer, que si demencia senil.
Hasta le achacaron una carta de despedida y él respondió con ese tino que no le
ganaba nadie que sólo de pensar que alguien creyera que él había escrito algo
tan cursi lo haría morir de vergüenza.
Quiero pensar que murió tranquilo. En fotos lo
veía sereno y contento. Parecía como si nada le doliera y que lo único en su
mente era la vestimenta del día. Salía impecablemente vestido como un lord
inglés y con carita de niño pícaro. Cuidado de pies a cabeza. En octubre del
año pasado, hablé con un amigo barranquillero que lo acababa de ver. “Está más
bello que nunca”, me dijo. “Está volando como el águila. Dice que tiene ganas
de bailar”.
"Duré cuatro años montando lo que hoy es 'Soledad
& Compañía'
y ya no sabré si a Gabo le gustará"
No está mal irse así, pensé al colgar el
teléfono con Jaime, quien con lágrimas aguantadas se iba a poner a escribir el
comunicado. ¿Qué más se le puede pedir a la vida? La suya fue excepcional. Lo
alcanzó todo. Lo tuvo todo.
Hubiera podido morir la semana siguiente pero
ésta se escribe mejor. Además, en los días de Semana Santa no hay tanto
tráfico; le dio tiempo a su familia de alistarse y a los presidentes de
organizarse. Hasta Jaime Abello, su fiel escudero, estaba coincidentemente
aquí. Él se encargaría de traer los vallenatos al homenaje en el Palacio de
Bellas Artes. Gabito, genio y figura hasta la sepultura. Genio le decía su
padre, Gabriel Eligio, a pesar de que tenían una relación difícil. El
telegrafista que también era homeópata errante, conversador y violinista
insistía en que Gabito tenía dos cerebros.
Conozco tanto pormenor de la vida y muerte de
Gabriel García Márquez porque tengo años de estar siguiéndole el paso. Si no
tuviera un contrato firmado para publicar un libro sobre cómo llegó a escribir Cien
años de soledad y a volverse el escritor más amado del mundo, tal como lo
declaró Paul Auster, la policía me hubiera podido arrestar. Le dedico más
tiempo a entender a este señor al que sólo conocí una vez por tres días que a
cualquier otra persona cercana.
Todo empezó en 2001 cuando, por orden de Tina
Brown, editora en ese momento de la revista Talk, recibí la tarea de hacerle
una pequeña historia oral –ese género periodístico que puso de moda George
Plimpton con sus libros sobre Edie Sedgwick y Truman Capote donde se interponen
las voces de los entrevistados y se les deja hablar como si estuvieran hablando
de alguien en una fiesta con un par de tragos encima y sin su presencia. Pasé
meses entre Colombia y México recogiendo las voces de aquellos que habían
conocido a García Márquez antes de volverse la figura internacional que le daba
buen puesto en la revista importante del momento. Pero Talk cerró
prematuramente y yo me quedé con veinticuatro cintas grabadas. Fue el mismo
Plimpton quien publicó más adelante mi texto en el Paris Review.
Yo me quedé con ganas de más. Había encontrado
una gran historia y una manera novedosa de contarla. Esa es, después de todo,
la lección que Gabo quería que aprendiera la nueva generación de contadores de
historias latinoamericanos. Yo sabía que tenía suficiente material para
escribir un libro, pero no fue sino hasta 2010, cuando divisé a Gabo montado en
la tarima de la inauguración del Museo Soumaya, que supe que era el momento
para empezar. Duré cuatro años montando lo que es hoy Soledad & Compañía: Un
retrato compartido de Gabriel García Márquez, y ya no sabré si a Gabo le
gustará.
Escribir sobre Gabo no es fácil. Hay mucho ya
dicho, quizás demasiado. Junto a mi escritorio tengo dos pilas de libros. En
una, su obra completa. En otra, mucho más alta, están los libros sobre Gabo:
Tengo dos copias de la biografía de casi mil páginas de Dasso Saldívar; el que
escribió su hermano Yiyo dando las claves de Cien años de soledad; todos los de
Plinio; el de la periodista colombiana Silvia Galvis, donde hablan con mucho
desparpajo nueve de sus hermanos; la de Gerald Martin, con la que se jactaba
diciendo que tenía biógrafo inglés. Eso sólo por mencionar los más conocidos.
Mientras montaba los diálogos del libro, me detenía a ver fotos, buscando las
pistas de la transformación del patito feo. Observo cómo iban cambiando esas
manos con las que escribía a máquina y fumaba colillas a cuando empieza la
época del computador y el manicure. Noto la oscilación de su peso, la forma y
el color de su bigote y su peculiar manera de combinar la ropa siempre, desde
la más barata hasta la más cara.
Seguía escudriñando porqué en la historia de
García Márquez encontré importantes lecciones de vida. Saber cómo llegó García
Márquez a ocupar este lugar endiosado y conseguirlo por la única razón que
cuenta, la de dedicarse a ser mejor que nadie en su oficio. Cómo lo consiguió
es el meollo de mi obsesiva necesidad de perseguir el rastro de su sangre,
sudor y lágrimas en la literatura. Escucharlo de las personas que estuvieron a
su lado es entender el por qué, el cómo y el dónde.
Sin embargo, el acceso a las historias sobre
Gabo es limitado. García Márquez le tenía prohibido a sus amigos íntimos
hablar. Me lo dijo Tomás Eloy Martínez. “Para poder ser amigo de Gabo hay que
hacer una omertà como en la mafia de nunca escribir nada sobre él.” Plinio
Apuleyo Mendoza, que sí lo hizo, fue trasladado a lo que García Márquez llamaba
el departamento de rencores. Cuando el año pasado me le acerqué en el San Ángel
Inn a José Emilio Pacheco para pedirle que fuera una de las voces mexicanas de
mi libro, se mostró deseoso de hacerlo. Su esposa nos escuchó y me apartó. “Los
doctores le tienen prohibido hablar”, me dijo, pero al yo insistir aclaró:
“Somos amigos. No hablamos de él”.
Gabo estaba en todo su derecho de impedirle a
sus amigos que escribieran sobre él. Su vida era suya para contarla. Yo, como
periodista, también tengo derechos. Lo aprendí de él. Salgan a buscar buenas
historias y a contarlas bien, fue el mantra con que nos alimentó por tres días
en Cartagena. Lo hizo él con Noticias de un secuestro. Tocó todas las puertas
que pudo con su fama.
En 1995 tomé uno de los pocos talleres que él
mismo dictó al poco tiempo de haberse fundado la FNPI (Fundación Nuevo
Periodismo Iberoamericano). Éramos doce periodistas al principio de nuestras
carreras. Las reglas del juego eran que García Márquez no nos daría
entrevistas, pero tendríamos rienda suelta para escribir sobre la experiencia.
Regresé a Nueva York y escribí dos artículos.
En Three Days With Gabo, publicado en The Paris Review, hago un recuento
minucioso –a lo Relato de un naúfrago– de mis vivencias con Gabo como profesor,
entremezclando sus consejos y trucos para escribir mejor. Para el World Policy
Journal, escribí Gabriel García Márquez Tells Stories, Runs Errands and Has A
Dream en el que cuento cómo en el mismo taller, García Márquez defiende ese rol
que jugaba como negociador político para presidentes y dictadores. Como
estudiantes, dejamos que el Gabo maestro le tirara dardos a nuestro trabajo, pero
cuando quisimos volvernos periodistas –que finalmente eso éramos– y aprovechar
tenerlo en frente para hacerle un par de preguntas, sobre todo sobre su
relación con Castro, sus respuestas llegaron cargadas de hipérbole y reglazos
verbales.
No fui la única de los asistentes que escribió
sobre el taller con Gabo, pero sí la única que parece que escribió algo que lo
molestó. Exactamente qué, nunca lo supe. He pasado horas conversándolo: que si
fue porque me burlé de sus zapatos blancos o porque mencioné a Fidel Castro en
esos dos artículos. Si Gabo, el profesor, me pidió que me sentara junto a él
durante todo el taller, me alejó luego como periodista independiente. Su
mensaje de inconformidad fue más fuerte y más duradero que los aguaceros que
caen en sus cuentos. A una prima mía la sentaron a su lado en un almuerzo y
ella mencionó mi nombre sabiendo que él me conocía del taller. “Casi pide que
lo cambien de silla”, me contó ella más tarde. Y que Gabo le dijo,“eso que me
estabas cayendo bien”.
A veces me pregunto si Soledad & Compañía lo hice con la intención de pedir perdón o
de seguir levantando la bandera de la independencia y defender mi posición.
Encontré una buena historia, no rompí una sola regla de juego, no las que nos
dieron en la Fundación ni las que conozco muy bien sobre ética de fuentes y
citas. Simplemente observé, verifiqué mis datos y escribí. En ese momento, en
lo único que pensé fue en eso y no en cómo lo tomaría él. Autocensurarme para
poder entrar en el círculo de sus elegidos no es mi estilo. Mis tres días con
Gabo me costaron diecinueve años sin él.
No me sorprende la apoteósica despedida que le
ha dado el mundo entero. Su amiga María Luisa Elío me había dicho que cuando
ella salía a la calle con él era como estar con Robert Redford, las chicas se
le tiraban en la calle a llenarlo de besos. Eso no pasaba “ni con Carlos
Fuentes ni con Octavio Paz”. La noche de inauguración del Soumaya, el museo que
Carlos Slim le regaló a la Ciudad de México, el público entero se volcó sobre
el escritor y no a darle las gracias al mecenas. Confirmé que García Márquez, a
pesar de su avanzada edad y de haberse convertido en nuestro Cervantes,
continuaba siendo estrella de cine.
La locura por García Márquez no paraba en
México. Ya fuera en Londres o en París, en Los Ángeles o en Nueva York, la
reacción al mencionar su nombre es siempre la misma: esa cara de éxtasis que se
ven en las fotos de los conciertos de los Beatles. Los libros de García Márquez
son igual de icónicos que los éxitos de John, Paul, Ringo y George. Cualquier
discusión termina siempre con la misma pregunta: ¿Cuál es tu favorito?
A García Márquez, el escritor, lo amo tanto
como su más grande admiradora; como los chinos que pusieron su busto en un
parque de Pekín; como la japonesita que se mudó a Barranquilla para descifrar a
Macondo; como el holandés que se hace llamar Tim Buendía; como Salman Rushdie
que en su sentido homenaje a los dos días de la muerte de Gabo casi dice que
nació en MacIndia.
No siempre amé los libros de García Márquez.
Él dijo alguna vez que Barranquilla era Macondo hecha ciudad, pero en mi mundo
de adolescente barranquillera de finales de los años setenta vivíamos más en
Miami que en sus pueblos llenos de abuelos, soldados y gitanos. En nuestras
fiestas bailábamos el hustle, jamás un vallenato. Eso que hoy llaman realismo
mágico, para nosotras princesitas necias que nos creíamos gringas era
corroncho. A pesar del desdén que le teníamos a todo lo que fuera en español,
decidí darle un chance a Cien años de soledad pero no llegué muy lejos. Lo dejé
tirado en el sofá de bambú de la terraza, al lado del vaso alto de limonada
frappé que sí me terminé cuando llegó un amigo a regalarme el último disco de
Supertramp.
Una amiga me dijo un día mientras nos
alistábamos para ir a la piscina del Country Club de Barranquilla: “Qué jartera
García Márquez con sus pueblos polvorientos”. La costa colombiana entera
llevamos a García Márquez en nuestro ADN, tan marcado como las cruces de ceniza
en la frente de los hijos del coronel Aureliano Buendía. Mi irreverente amiga
del alma entiende que el realismo mágico encantó al mundo porque es el
embellecimiento de ese subdesarrollo mugre, injusto, violento, machista y
pestilente con el que nosotros nos topábamos a diario. No es lo mismo leer
sobre Macondo que vivir en Aracataca sin acueducto o en Barranquilla con el
Caño de la Ahuyama.
Cuando salí de las boberías barranquilleras
para entrarle de lleno al oficio de escribir, entré en una hipnosis
garciamarquiana de la que nunca he salido.
Escribe exactamente como nos recalcaba en
Cartagena. Envenenar al lector con frases perfectas. Si hay algo mal escrito,
una coma mal puesta, el lector se despierta y se va. Me acuerdo cuando llevé El
general en su laberinto para leer en un viaje. Como drogadicta, calculaba
cuántas páginas podía meterme al día para que mi dosis de García Márquez me
durara hasta el final de la vacación.
A los tres días de su muerte, entré por la
puerta de invitados especiales al Palacio de Bellas Artes. En el recinto
privado, vi a los colombianos que lo quisieron con absoluta lealtad, los que
aprendieron a su lado, los que armaron sus proyectos de revistas, los que lo
pechicharon en su vejez, los que sabían si quería whisky o champaña, si quería
boleros en el Bar Siqueiros o mandar a pedir el trío vallenato de Luis Aponte.
A Mercedes le pusieron una mariposa blanca en su solapa negra mientas la
rodeaba su estupenda prole de hijos, nueras y nietos. Jaime Abello, al pie del
cañón, guardó su tristeza para asegurarse de que todo fluyera sin
inconveniente.
Mientras en el balcón la orquesta tocaba
piezas de Bartók y otros, los asistentes pasaban a hacerle la guardia a sus
cenizas. Cuando me tocó a mí pararme por dos minutos junto al pequeño cofre de
madera, preferí hacerme a un lado. Me pareció más congruente. Yo había decidido
ser arriesgada y rebelde en mis pininos periodísticos cuando envalentonada por
la fuerza de la juventud tomé la decisión de apartar a un Gabo que en persona
podía encandilarme y quedarme sólo con el Gabriel García Márquez de mi pila de
libros. También lo hizo él cuando divisó a Ernest Hemingway en una plaza en
París. Prefirió no acercársele y gritarle desde la otra esquina, “Adios,
maestro”.
Saliendo del cordón separador de los recintos
del Palacio, me tope con Raúl Rojas, de diecisiete años, melena azteca y
camiseta rocanrolera. Corrió de la Calle Vasconcelos a Bellas Artes porque se
le había acabado el dinero para el metro. Raúl sintió que era un compromiso
llegar “por toda esa inefabilidad” que sintió al leer Cien años de soledad. Fue
el libro que a los doce años lo volvió adulto precoz. Pero también lo hizo
correr el saber que se iba la última oportunidad de tener de cerca a la súper
estrella. “Tengo amigos de la prepa que lo vieron, que platicaron con él, que
lo reconocieron en la calle y yo no”, dice. “Vine porque es saber que hay un
elemento tan fuerte viviendo cerca de nosotros y que de repente con su muerte
esa parte se desmorona”. Entendí que sin García Márquez viviendo en El
Pedregal, todo se había vuelto más banal, volviéndonos a todos más mortales.
Los guardias movían con tanto afán la fila de
los de a pie que Raúl se me perdió. Daban paso a la seguridad de Estado.
Estaban por llegar los Presidentes. No creo haber sido la única en preguntarse,
mientras daban sus discursos competitivos el presidente Juan Manuel Santos y el
presidente Enrique Peña Nieto, cómo lo hubiera contado todo Gabriel García
Márquez. ¿Hubiera él mencionado que el joven presidente mexicano que hoy
alababa su obra es el mismo que no puede nombrar tres libros? ¿O que el avión
presidencial colombiano trajo una comitiva a decirle adiós “a quien más gloria
nos ha dado”, cuando el gobierno mismo lo hizo salir corriendo treinta años
atrás? Toda esta ironía pareciera escrita por él.
Mientras se cantaba de pie el himno nacional
de México, recibí del colombiano que tenía a mi lado un puñado de papelitos
amarillos que se sacaba del bolsillo de su saco. “Toma”, me dijo. “Esto lo van
a llenar de mariposas amarillas. Ya verás”.
Salí del Palacio detrás de un grupo de mujeres
que en coro gritaban “Viva Gabo”. Afuera volaban a borbotones miles y miles de
mariposas; mariposas de papel traídas de Colombia que movían sus alas como si
fueran verdaderas monarcas mexicanas. Hice lo que no pude hacer rodeada de
banderas y protocolo: le hice la venia al gran escritor, el mismo que me puso
la prueba de fuego más difícil de mi carrera periodística. Escoger entre él y
una buena historia. Me agaché y tomando muchas mariposas del piso, las lancé
para verlas volar.
Morir en Jueves Santo le dio un toquecito
extra. Twitter se alborotó con imágenes del pasaje donde Úrsula Iguarán muere
ese mismo día. Cuando, a la mañana siguiente, sentí el temblor de 7.1 grados en
la escala de Richter, sonreí al tenderme en el piso —dicen que es lo que hay
que hacer—. Sigues escribiendo, Gabo, pensé. Sigues escogiendo cómo contarnos
tu vida. Nos estás alimentando con esos fenómenos naturales que te encantan. En
Ciudad de México también granizó tal como sucedió el día en que se casó tu hijo
Gonzalo.
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