MEMORABILIA
GGM
Cali –
Colombia
14 de
agosto de 2014
Publicamos con nuestros agradecimientos al autor
Los funerales de
las orejas grandes
Por
Miguel Antonio Martínez Pertuz
MUCHOS AÑOS DESPUÉS, frente a la pantalla del
medidor de signos vitales que al fondo de la habitación dejaba ver sus ya
imperceptibles pulsaciones, mi tío abuelo, el aprendiz de brujo de Sucre, Bolívar,
Don Joaquín Antonio Pertuz había de recordar aquella tarde remota en que el
coronel Márquez llevó a Gabriel José de
la Concordia a su consultorio para que le arreglara las orejas.
La timidez proverbial del niño de grandes ojos
saltones y orejas acampanadas que asustado e inquieto se arrimaba buscando protección
en los amplios pantalones de lino de su abuelo no le venía como herencia, como
querían hacerle creer las matronas de la familia a sus vecinas, sino que era a
causa de los dos grandes abanicos laterales de su cabeza que algunos compañeros
de curso asociaban con elefantes, gramófonos, y hojas de palma de chonta , le
había advertido días antes mi tío abuelo al coronel en una tertulia privada
improvisada en una banca de la Plaza principal , con motivo de la visita al
pueblo de Sucre, bastante inesperada por cierto, del carismático guerrero de
los mil días , las mil guerras y los mil hijos.
–¿Y que recomienda Doctor Pertuz? le había
preguntado el coronel después de una pausa en la conversa, durante la cual solo
se alcanzaron a oír lejanos graznidos de alcaravanes sedientos y ladridos de
perros sin dueño, todos abrumados por el calor sofocante de las tres de la
tarde.
– Pues para evitar las críticas de sus
amiguitos y un más que probable desorden en su frágil sicología infantil, lo
más aconsejable Don Nicolás es que se las arreglemos a la mayor brevedad
posible
–¿Y no bastaría con que se dejara el pelo
largo?, preguntó el coronel Márquez, dado a encontrarle a los problemas
soluciones fáciles, precisas y económicas, como correspondía a un hombre de su
alcurnia, prestigio y experiencia.
–Si tiene intenciones de iniciar la secundaria
en un colegio de curas de la capital, como se comenta en el pueblo, de seguro
le ordenaran cortárselo… perdone mi coronel pero no tiene sentido alargar más
el sufrimiento del niño, dijo Joaquín Antonio suavizando la voz.
Y es que el Doctor Joaquín Antonio Pertuz,
como se supo mucho tiempo después en mi familia y en otras familias de Sucre,
Sucre, no solo quería ser fiel al juramento de Hipócrates de curar a los
enfermos, sino que, como mantenía serias intenciones de apoderarse del amor
furtivo de una de las sobrinas solteras del Coronel, que mejor para
congraciarse con el malgeniado militar que evitarle futuros contratiempos de la
psiquis y de la sociabilidad a su nieto preferido.
–¿Y que habrá que hacerle?, preguntó el
coronel con la voz algo doblada, para agregar después de otra pausa larga, …pero
eso sí , ¡que no me sufra el pelao en lo más mínimo... no quiero secuelas!,
dijo como ordenando a quien corresponda con voz seca y autoritaria.
–Necesito observarlo y determinar si la
deformidad es en el antihélix o si la concha esta hipertrofiada contestó el
médico…y agregó: si solo es esto último, le rompo la concha de la oreja y se la
fijo al mastoideo. Aunque no es muy aconsejable por la edad del jovencito, lo
hago todo con anestesia local, y en una hora lo mandamos para la casa con un
vendaje. Y si Dios quiere, cuidándose, con una buena dosis de penicilina y
poniendo de su parte, en unos diez días calendario le quitamos los puntos y
Gabrielito tendrá por fin sus orejas normales y se acabaron los problemas de la
timidez y los apodos.
Convencido entonces el coronel Nicolás Márquez
de los vastos conocimientos del galeno, una vez arreglado y peleado el precio,
acordó encontrarse con él en el consultorio la tarde del día lunes 25 de junio
de 1934 a las 2 en punto, llevando al nieto vaciado del estómago y embutido en
una buena dosis de milagrosos Mejorales.
Joaquín Antonio Pertuz, parco por naturaleza y
poco soñador como la mayoría de los que se dedican a las artes de la salud ,
contó el día de su muerte que lo que más le llamo la atención de Gabriel José
esa tarde fue que una vez anestesiado localmente , mientras veía el bisturí
prehistórico que por esa época utilizaban los teguas de pueblo acercarse brillando
a su cabeza , atrapado por ese miedo bíblico ancestral que en el inteligente y
precoz niño se manifestaba por la apertura diafragmática de sus ojos y la
amplificación amplificada de sus orejas fueron las palabras que dijo antes de
que el primitivo cirujano diera el primer corte en las comisuras posteriores :
–¿Es verdad doctor que mis orejas van a dejar
de ser como cartuchos fúnebres que se abren en primavera al pie de las
quebradas y volverán a nacer como pequeñas veraneras al atardecer?
–Es verdad, contestó el médico. Y agregó,
prosaico: Además te prometo ser fiel al mutismo de la confesión y que yo y tu
abuelo mantendremos en el más absoluto secreto la historia de tus orejas
despegadas, y que solo se hablará de ello después de nuestras propias y comunes
muertes, para que nunca más se oiga hablar de tus apéndices y esos cafres
mamagallistas que tanto abundan en nuestras tierras te dejen de llenar de
insolentes chapas.
–¿Y le voy a gustar a las peladas ? preguntó
inocente el niño
–¡Más que seguro! contestó el Dr. Pertuz.
Gabito sonrió, cerró sus ojos y sin el más
mínimo gesto de dolor o inconformidad, con una sonrisa perfilada en su boca, se
dejó enderezar las orejas de soplillo por siempre y para siempre.
Quien no pudo mirar, y eso que en su larga
carrera de militar vio sangre, mutilaciones y muerte por doquier, fue el
coronel Nicolás Márquez, que salió precipitadamente del cuarto de
intervenciones, con lo que parecían, decía mi tío abuelo con algo de sorna
antes de morir, lágrimas en los ojos.
DESPUES
Coronel
Nicolás Ricardo Márquez Mejía
** ** **
GRAFOSCOPIO
Bitácora de Rita Martín
La
Habana – Cuba
11 de
marzo de 2014
José Lorenzo Fuentes:
García Márquez y yo,
otro cumpleaños (crónica)
José Lorenzo Fuentes y García Márquez Foto:
Lida Rodríguez
Durante las numerosas ocasiones en que pude
conversar en La Habana con Gabriel García Márquez, siempre se dio por hecho que
él y yo habíamos nacido el mismo día, mes y año. Confieso que no consigo
recordar a cuál de los dos se le ocurrió mencionar por primera vez la
providencial coincidencia, pero desde ese momento, sin el menor reparo,
aceptamos como un hecho irrebatible que ambos conseguimos abandonar el claustro
materno, horas más u horas menos, el 31 de marzo de 1928. Pero ahora, el sólido
edificio de esa versión se vino abajo, pulverizado por la cobertura de prensa
que a nivel internacional rastreaba, como un perro agradecido, cada instante
que mereciera ser reseñado –y cuál no lo sería– en la vida de quien había
logrado, gracias al esplendor de su escritura, calzarse el Premio Nobel de
Literatura. En efecto, en todos los medios, recién acaba de aparecer una foto
de García Márquez, quien después de un largo tiempo sin dejarse ver por el
público, reapareció fuera de su residencia mexicana en la Colonia El Pedregal,
una zona exclusiva en la que habitan numerosos intelectuales y artistas. En la
foto, Gabo aparece –traje negro, camisa azul y una flor amarilla en la solapa–
con el brazo en alto saludando a un grupo de amigos, periodistas y admiradores,
quienes acudieron a agasajarlo el pasado 6 de marzo, con motivo del 87
aniversario de su nacimiento. «Así que ahora Gabo es Piscis», fue lo primero
que alcancé a pensar. Piscis y no Aries, como él me dijo, justo en el momento
en que concluía una entrevista que me concedió en 1982 [1], en el Hotel
Riviera, un par de meses antes de alcanzar el Nobel: «Yo tengo más suerte que
tú porque me cambié para Tauro. Aries es el signo de la soledad». ¿En aquel
momento estaba bromeando Gabo? Sin duda, pues en ningún texto de alquimia se
dice que alguien puede realizar el prodigio de transmutar su signo zodiacal en
otro. Para exacerbar aún más las imprecisiones, los medios de prensa que
reseñaban el acontecimiento subrayaron que el agasajo lo motivaba el 87
cumpleaños del eximio escritor, un traspié aritmético de periódicos y
noticieros de televisión, pensé enseguida, pues si Gabo, en efecto, había
nacido en marzo de 1928 ahora solo cumplía, como yo, ochenta y seis años de
edad.
Nos habíamos visto frente a frente por primera
vez en La Habana, posiblemente a finales de 1959, cobijados por
el fervor de la utopía revolucionaria, cuando él –que entonces era feliz e
indocumentado–[2], trabajaba en la agencia de noticias Prensa Latina y yo me
desempeñaba como jefe del Departamento de Prensa del Instituto Nacional de
Reforma Agraria. De entonces acá han llovido muchos acontecimientos, pero ahora
que amainan los aguaceros y ambos estamos asediados por el espectro de una
muerte cercana, es decir: si en lo que nos queda a los dos en el planeta no
alcanzamos la inmortalidad de nuestros cuerpos físicos –y todo es posible ¿por
qué no?– me apresuro a recordar nuestro último encuentro en La Habana.
Tras la notoriedad internacional que le llegó
con la publicación de Cien años de soledad y ya a punto de alcanzar el Nobel,
por supuesto sin perder la condición de «hombre pobre con plata» que él se
adjudicaba, García Márquez no podía ser el mismo de siempre. De modo que esta
vez, cuando arregló las maletas para una nueva visita a la Isla no ignoraba que
al descender del avión en el aeropuerto José Martí de La Habana dejaría de ser
huésped habitual del Riviera, un hotel –tal vez el más famoso del mapamundi
habanero– que yo tenía casi al alcance de la mano, es decir: apenas a dos
cuadras de mi residencia provisional de Línea y A, en El Vedado. Imagino que mirando desde la ventanilla del avión la
larga costa cubana, casi siempre verde, que a rachas el mar azuleaba, con
simétricas parcelas de frutales, Gabo alcanzó a vislumbrar –y en ocasiones me
lo dejó entrever– que la nostalgia de la habitación del Riviera nunca lo
abandonaría, no solo porque allí disfrutó momentos de intensa felicidad junto a
Mercedes, su mujer, sino porque también en esa habitación tuvo la oportunidad
de entablar interminables conversaciones, entre tazas de café, con los amigos
cubanos que más había llegado a querer.
Recuerdo vagamente que durante aquellos
tiempos, si pretendía visitarlo, me veía obligado a abordar un ómnibus, al que
trepaba –no existe un vocablo más preciso– con los codos por delante, a guisa
de escudos, casi atropellado, sobado, manoseado, por la voracidad de una
nutrida oleada de personas que viajaban en busca de las zonas playeras de
Marianao, pues García Márquez residía entonces en una de las Casas de
Protocolo, la número 6, que Fidel le había asignado/regalado, «con la única
condición –me explicó Gabo– de que yo me ocupara de amueblarla».
Esa última oportunidad en que nos miramos
directo a los ojos, sin percatarnos de que escenificábamos una despedida, yo
visité a García Márquez en compañía de mi hija, la pintora Gloria Lorenzo, que
le había prometido un óleo o una acuarela con la efigie de Santa Bárbara,
deidad venerada por igual entre los cristianos y los devotos del panteón
lucumí, una pintura que, recalcaba Gabo, él deseaba atesorar. En una visita
anterior, Gabo le contó a Gloria que él había intentado adquirir a cualquier
precio un cuadro de Santa Bárbara, de René Portocarrero, que colgaba en la
pared en la residencia del eximio pintor. La escena pertenece a un momento del
pasado que Gabo, dice, no consigue olvidar. Portocarrero, el gran maestro de la
pintura cubana, se le encimó, lo miró a los ojos con fijeza, sin pestañear, y
al final casi tartamudeó: «Lo siento, pero para sacar ese cuadro de mi casa hay
que pasar sobre mi cadáver».
–Por eso –dijo Gabo–, cada vez que me
encuentro con un pintor, me acuerdo de la pintura de Portocarrero. ¿Tú me
podrías hacer una Santa Bárbara? ¿Te animas?
Ahora, desafiando las frías ráfagas de
principios de diciembre, Gloria viste un largo abrigo hasta las rodillas que le
ha permitido ocultar la cartulina plegada en la que está estampada una figura
de Santa Bárbara, a su modo, que no recuerda a la de Portocarrero, pero que
además, gracias a la liviandad del pincel, es al mismo tiempo la efigie de un
transculturado Changó. Gabo se ha dado cuenta que mi hija ha cumplido la
promesa y, vencido por la impaciencia, alarga su brazo hasta la cartulina
plegada que, pese a la tímida turbación de Gloria, de todos modos se insinúa
como si culebreara bajo las ondulaciones del abrigo.
–En cuanto llegue a México –dijo García
Márquez con una sonrisa– lo colgaré en una pared privilegiada de mi casa. Lo
prometo.
En la Casa de Protocolo número 6, él dedicaba
la mañana a su escritura y a partir del mediodía recibía a sus amigos, a los
que le concedía solo una hora de charla. Era lo estipulado. De modo que Gloria
y habíamos estado acaparando su atención solo una hora: de dos a tres de la
tarde. Durante las anteriores visitas, a veces yo coincidía con algún personaje
del mundo oficial, que sin poder olvidar mi condición de ex preso político,
iniciaba de inmediato maniobras de distracción que le permitía rehuir la
incómoda obligación de estrechar mi mano o de verse obligado a un saludo de
cortesía que, en otro instante coyuntural, sin Gabo actuando de testigo, nunca
me hubiera dispensado. Pero ahora el escenario resultaba aún más embarazoso. El
turno de tres a cuatro de la tarde le correspondía a un general de muchas
estrellas en el uniforme, que había combatido en la Sierra Maestra junto a
Fidel. El general, de cuyo nombre no quiero acordarme, permanecía de pie frente
a mí, petrificado, acaso sin saber si debía avanzar o retroceder. García
Márquez se sintió en la imperiosa obligación de tomar la iniciativa:
–Lorenzo no tiene carro, de modo que si tú no
lo llevas a su casa de regreso, tendría que hacerlo yo y nuestra entrevista
quedaría cancelada.
–No faltaba más –bramó el general– con mucho
gusto mi chófer se encargará de hacerlo.
Apenas terminé de escribir esta crónica
solicité la opinión de mi hija Gloria. Es frecuente que alguno de mis textos yo
lo confíe a su escrutinio antes de darlo a la publicación. Gloria estuvo un
largo rato, que para mí duró siglos, leyendo y releyendo no solo mi texto sino
también los relatos de los reporteros que habían cubierto los festejos
mexicanos en la Colonia El Pedregal.
–Cuando la prensa escrita y los noticieros de
la televisión lo dicen, tiene que ser verdad–dijo Gloria con resignación–.
Hasta ahora, en cada cumpleaños, hemos venido agasajándote sin haber sacado
bien las cuentas. Es cierto: García Márquez y tú cumplen este año 87 y no 86.
Así que el equivocado, el del traspié
aritmético era yo. O tal vez yo no era culpable de nada, de ningún acto de
soberbia, de ningún desbordamiento del ego, de ningún ardid de viejo verde,
pues si me afanaba en busca de la triste verdad debía reconocer que desde mucho
tiempo atrás estaba siendo víctima de
una treta del subconsciente, que acaso me obligaba a auto-engañarme, aferrado a
la idea de ser, en cada nuevo cumpleaños, doce meses menos viejo. Era la
posibilidad más aceptable. Ustedes no saben bien lo que representa un año a
nuestra edad. Aunque no he hablado con él por teléfono, para confirmarlo, no se
me sale de la cabeza la idea de que a estas horas García Márquez debe estar
pensando lo mismo.
[1] José Lorenzo
Fuentes. Entrevista a Gabriel García Márquez bajo el título de Yo tengo un concepto obrero de la inspiración, publicada
por primera vez en Periódico de Mediodía, Ecuador, l982.
[2] Gabriel García
Márquez. Cuando yo era feliz e indocumentado. Editorial Oveja Negra, Bogotá,
1982.
** ** **
El Malpensante
Bogotá –
Colombia
No. 152
Mayo de
2014
Gabo, mi primer odio
Breves encuentros y desencuentros
Por Paul Brito
Desde una pataleta infantil por haber perdido
un cumpleaños enfrentado al Nobel, desde el cuestionamiento a sus desaciertos
políticos, y desde la íntima lectura de un traductor que intenta acortar la
distancia entre Hungría y Macondo, tres lectores narran distintas formas de
acercarse a Gabriel García Márquez.
Gabo frente a la casa de José Félix Fuenmayor,
Barranquilla, 1971
© Cortesía Heriberto Fiorillo •
Fundación La Cueva
Gabriel García Márquez no fue mi primer amor,
como lo ha sido para muchos otros escritores, sino mi primer odio. Por él
experimenté ese sentimiento puro e implacable que, muchos años después, leí que
había cultivado con disciplina y devoción Amaranta Buendía durante toda su
vida.
Mi rencor nació el día en que aquel señor se
ensañó conmigo como si yo fuera otro de sus trágicos personajes. Mucho tiempo
después leería la forma atroz como despachó a Mauricio Babilonia en Cien años
de soledad: “Murió de viejo en la soledad, sin un quejido, sin una protesta,
sin una sola tentativa de infidencia, atormentado por los recuerdos y por las
mariposas amarillas que no le concedieron un instante de paz, y públicamente
repudiado como ladrón de gallinas”.
En mi caso también se había ingeniado la
manera más cruel y certera para destrozarme: usurpó el único día del año que yo
sentía totalmente mío, arremetió ferozmente contra mi cumpleaños número siete,
que es el más importante de un niño y sin duda el más importante de un adulto,
porque es el primero que uno recuerda en detalle por el resto de su vida.
Yo llevaba varios meses ansiando aquel jueves
21 de octubre de 1982, lo había marcado con un círculo feliz en el calendario
que tenían todas las contraportadas de mis libretas escolares, y cuando por fin
llegó el cielo de aquella irrepetible fecha, no se acercó nadie a felicitarme.
Ni siquiera mi mamá entró a mi cuarto para despertarme, mucho menos me cantó
“Las mañanitas” ni me regaló el Mazinger que había soñado intensamente todo el
año. Por el contrario, me despertó un mal presagio: el bullicio de mis
familiares reunidos en la sala.
Mis tíos, mis primos, mis padres, mi hermana y
mi abuela, con quienes vivía en Barranquilla en una casa angosta pero profunda
de la calle 74 con carrera 47, a una cuadra del Estadio Romelio Martínez,
rodeaban un aparato de radio Sanyo donde Juan Gossaín celebraba la noticia de
que Gabriel García Márquez era el nuevo Nobel de Literatura. Lo pregonaba con
la emoción de un Edgar Perea cuando el Junior ganaba una nueva estrella. Y en
efecto, como solo sucedía cuando Junior se coronaba campeón, los taxis de
Barranquilla pasaban eufóricos haciendo sonar sus bocinas al unísono.
–Cuando eso pasa en Barranquilla –me dijo mi
tío Miguel abriendo los ojos pero sin advertir que sus palabras me hundían más
en la indiferencia y el olvido–, cuando eso pasa en Barranquilla –repitió
solemnemente– es porque un acontecimiento realmente importante ha sucedido.
Pensé que iba a ser una cosa de momento,
incluso pensaba que mi tío me estaba tomando el pelo y que acto seguido me
abrazaría riéndose de su propia broma pesada, pero todos en la casa siguieron
comentando la noticia, apropiándosela como si fuera el triunfo de un familiar,
exprimiéndola como si fuera más apoteósica y trascendental que mi cumpleaños.
La noticia provocó que mi mamá y mis tías
recordaran entusiasmadas sus noches de solteras, cuando vivían en una casa del
barrio Boston en la calle 62 con carrera 45, donde yo habría de nacer, y por
donde Álvaro Cepeda Samudio y Gabriel García Márquez pasaron varias veces.
Recorrían la calle lentamente en el jeep destartalado de Cepeda fumando unos
tabacos infinitos y luciendo unos afros patibularios que los vecinos de aquel
barrio de bien no estaban acostumbrados a ver.
Mi mamá, mis tías y sus amigas solteras se
reunían en la terraza de la casa para departir a la luz de la luna, cuando de
pronto pasaban aquellos lobos acechantes en su jeep africano. Venían borrachos
de La Cueva y, años más tarde, de La Tiendecita, una cuadra más arriba, en la
calle 62 con 44, y se detenían a piropearlas. Ellas les respondían con un grito
rotundo:
– ¡Cojan juicio, marihuaneros!
Cepeda y Gabo se reían con unas carcajadas
idénticas a las del diablo y seguían calle abajo mamándole gallo también a los
niños que jugaban bola’e trapo en la calzada, entre ellos mis tíos que en ese
tiempo eran unos muchachos. Hacían sonar el motor con el rugido ronco de un
león, amagando con atropellarlos si no se apartaban.
Muchos años después, Gabo finalmente
atropellaba a un niño.
Desayuné un café con leche que me supo tan
amargo como un principio de vómito, cogí mi maletín con mis libros anónimos y
esperé que llegara mi transporte. En el jeep que me llevaba todos los días al
colegio, Libia de Dacunha (esposa del brasileño que jugó en el Junior) iba
escuchando una emisora nacional que transmitía la primera entrevista al Nobel.
En ella, Gabriel García Márquez afirmaba con voz aún adormecida que le parecía
estar soñando todavía. Al mismo tiempo, a muchos kilómetros de México, yo me
decía a mí mismo que aquello no podía ser sino una horrible pesadilla de la que
habría de despertarme en cualquier momento.
Me asomé por la ventanilla para no escuchar la
voz gangosa de mis propias penas, pero todo me recordaba mi drama. En todas las
calles veía a la gente alborotada: en las terrazas, los parques, las esquinas,
como nunca antes había visto. Todo el mundo parecía feliz menos yo.
En el salón de clases tampoco se acordaron de
mi cumpleaños. La profesora Lourdes García, que siempre repasaba puntualmente
la lista de cumpleaños, olvidó hacerlo y pasó enseguida a hablar de García
Márquez, de la importancia del premio para Colombia y el Caribe, e incluso
llegó a insinuar que era familiar de él.
De regreso a casa, la gente todavía seguía
comentando la bendita noticia del Nobel. Me había enterado incluso de que la
mamá de García Márquez le había dado mucha Emulsión de Scott de niño y que,
según ella, por eso había ganado el galardón. Como una manera de ganarle al
menos en eso, me dije que yo era más afortunado pues fui el único niño del
mundo alimentado con compota de espinaca, igual que Popeye.
Almorcé con un nudo en la garganta escuchando
los noticieros martillar una y otra vez la noticia del premio sueco. La soledad
seguía rodeándome, como si estuviera aislado en un círculo vacío parecido al
del intocable Santiago Nasar antes de ser asesinado, o dentro del círculo de
tiza que muchos años después leería que trazaban los edecanes del coronel
Aureliano Buendía dondequiera que él llegara para que ningún ser humano se le
aproximara a menos de tres metros. Entonces me digné a mirar la pantalla y por
primera vez aprecié el rostro de mi verdugo, el culpable absoluto de todos mis
males, la verruga de brujo arriba del bigote. Se reía a sus anchas, como si se
burlara de mí.
En ese momento lo odié con una fuerza
ciclónica, con un poder cataclísmico, y con tanto rigor que esquivé por mucho
tiempo todos los libros donde salía su infeliz rostro burlón; y con tanta
fidelidad que el primer libro de García Márquez que leí fue apenas cuando
cumplí 19 años y ya la herida había cicatrizado un poco. Me lo regaló mi madre
en mi cumpleaños, como si el tiempo diera vueltas en redondo.
Entró temprano a mi cuarto cantándome “Las
mañanitas” y me entregó el regalo sin envoltura, sabiendo que yo de todas
formas me iba a dar cuenta de que era un libro, pues desde hacía poco tiempo
había comenzado a interesarme seriamente en la literatura.
–Toma, con mucho amor –me dijo estampándome un
beso en la mejilla y entregándome un billete–. Hoy seguro vienen tus tíos, tus
tías, tus primos y tu abuela a cantarte el cumpleaños, así que córtate ese
bendito afro que ya pareces un marihuanero.
Al terminar de leer esa misma mañana y de una
sola sentada Crónica de una muerte anunciada, sentí que sus páginas gloriosas
compensaban con creces aquella remota mañana gris en que no pude conocer la
felicidad. Entonces entendí, como no lo había hecho ni siquiera con los amores
movedizos de la adolescencia, y con la resignación del destino irrevocable que
se aleja por caminos intrincados pero que siempre vuelve a su senda, aquel
eterno cliché de que el amor y el odio están a un solo paso, separados apenas por
una línea de tiza que el mismo pie termina borrando al cruzarla.
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