EL TIEMPO
Bogotá -
Colombia
11 de
agosto de 2014
OPINIÓN
Scopell
Murió el gran amigo de Cepeda Samudio.
Adiós a uno de los últimos camajanes de La Cueva.
Por
Heriberto Fiorillo
Heredero del fotógrafo Jimmy Scopell, Enrique
empezó a tomar fotos desde niño, cuando conoció a Cepeda Samudio en su propia
cuadra del centro de Barranquilla. Álvaro se la pasaba con una pequeña cámara
de cine que su padre le había traído de Panamá y, a la salida del Colegio
Americano, donde estudiaba, buscaba a Quique, quien hacía su bachillerato en el
San José.
No solo tomaban fotos y filmaban. Jugaban al
trompo, a la cuarta, a la olla y otros pasatiempos callejeros. “Desde chiquito,
Álvaro fue cabellón, fumador y bebedor de ron”, nos bromeó Quique una vez. Y él
no se le corría. Otro del Americano, Juancho Jinete, también los acompañaba
desde ya en diversiones y bebetas.
Quique Scopell fue fotógrafo, y de los buenos,
para complacer a su padre, pero en verdad no le gustaba el estudio, ni como
práctica ni locación. Por eso inclinó su oficio hacia la reportería gráfica,
estimulado por Cepeda, que lo imaginaba socio ideal de su propio periódico.
En 1945, ninguno había terminado su secundaria
cuando decidieron cubrir para El Nacional el campeonato suramericano de fútbol
en Guayaquil (Ecuador). Álvaro escribió, Quique tomó las fotos e hicieron
varios reportajes estupendos, a juicio de Germán Vargas, otro de la cofradía.
En 1949, ya bachilleres graduados, viajaron
juntos a los Estados Unidos, donde Álvaro estudió periodismo mientras Quique
siguió administración y química, conocimientos que necesitaba para encargarse
del negocio de su padre, y se especializó en la Eastman Kodak, de Rochester
(Nueva York).
Cuando Enrique y Álvaro regresaron, Ramón Vinyes
había vuelto a España y Alfonso Fuenmayor, Germán Vargas y Gabriel García
Márquez llevaban un año publicando la revista Crónica, una obsesión colectiva
en la que Álvaro había participado. Pero sus amigos no los dejaron por fuera.
Allí estaban, en la bandera del cadapodario, Cepeda en el comité de redacción y
Enrique Scopell en el comité artístico, junto con Melo, Obregón y Figurita
Rivera.
Para la historia del grupo, fue Enrique
Scopell quien respondió a García Márquez las dos mil preguntas sobre los gallos
mientras cocinaba El coronel no tiene quien le escriba. Fue Enrique Scopell
quien facilitó a Gabo su casa mientras investigaba en Barranquilla para El
otoño del patriarca. Y fue Enrique Scopell el amigo que le regaló una piel de
caimán al escritor en un aeropuerto, lo que provocó una de sus más extrañas
supersticiones: llevar siempre la piel en su maleta de viaje.
Cuando en uno de sus cuentos se refirió García
Márquez a “los camajanes de La Cueva”, tenía con seguridad en mente a Enrique
Scopell. Incrédulo e increíble, el fotógrafo cultivó las desmesuras de su
lengua brava y se burló por siempre de todas las vanidades, fustigando lo
solemne.
La muerte de Álvaro, en 1972, le movió el piso
y lo volvió más escéptico, menos apegado a las cosas. Quique no creía en nada,
sino en el asombro de sus embustes, el eterno vacilón, la saludable mamadera de
gallo, ese permanente juego de la vida que pregona Daniel Santos en un bolero.
Que no se le ocurriera a nadie dárselas de
importante o poderoso en la conversación con Scopell, porque Scopell sabía
bajarlo con astucia, con ironía y con humor de su soberbia para ponerlo de
inmediato a compartir sus anatemas adobados de Old Parr.
Quique vivió desde hacía unos años en Los
Ángeles y vino a Barranquilla en mayo del año pasado a celebrar en La Cueva su
nonagésimo cumpleaños. Estaba en sus planes regresar por estos días, pero su
salud se complicó y lo perdimos. Un abrazo a Yolanda y a quienes lo amaron. Me
consuela saber que casi hasta el final estuvo, como siempre, bien lúcido y muy
atento al whisky.
Cepeda y Scopell
abordando el avión que los llevaría a Miami .
Foto tomada del libro “La Cueva” de Heriberto Fiorillo.
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EL ESPECTADOR
Bogotá –
Colombia
7 de
agosto de 2014
BLOGS
Cultura
El
Magazín
Homenaje a García Márquez en
Barcelona
Por: elmagazin
Isabel-Cristina
Arenas
El lunes 21 de julio se llevó a cabo en
Barcelona un homenaje a nuestro nobel llamado ‘Vivir para leerlo’. Participaron
en la charla los escritores Rosa Regàs, Juan Gabriel Vásquez, Jordi Soler y
Daniel Samper Pizano. La celebración estuvo acompañada de música: vallenatos,
cumbias, puyas y boleros recordaron las canciones preferidas por García
Márquez.
Después de las palabras de agradecimiento por
parte de Casa América Catalunya y CaixaFòrum, que fueron los organizadores del
evento, la cantante Martha Gómez empezó la fiesta. Descalza, vestida de blanco
y con un chal rojo transportó al público hasta Colombia. El escenario era el
Caribe mismo y por supuesto, no faltaron las flores ni las mariposas amarillas.
Tres pantallas proyectaron frases de García Márquez o videos relacionados con
lo que los panelistas y escritores comentaban. La entrega del Premio Nobel en
1982 fue vista por primera vez por algunos y repetida con orgullo por la
mayoría, al igual que fotografías de sus viajes, cenas familiares y hasta su ojo
morado después de la pelea con Mario Vargas Llosa.
Rosa Regàs, amiga íntima de García Márquez en
sus años en Barcelona (1967-1975), recordó algunos pasajes de su vida en común:
“lo que más me gustaba de Gabo era la capacidad de reírse de sí mismo y la normalidad
con que se tomaba todo”. Cuando Juan Gabriel Vázquez le preguntó acerca de la
veracidad del rechazo de Cien años de soledad por parte de Carlos Barral, ella
respondió que no era cierto: “la novela llegó en periodo de vacaciones, tenía
fecha de caducidad y se extravió entre muchos de los libros pendientes por
revisar”. Por otra parte, Daniel Samper Ospina, que hizo de maestro de
ceremonias, comentó los momentos claves de la vida de García Márquez, mientras
que Jordi Soler y Juan Gabriel Vázquez recordaron la admiración que siempre
sintieron por él y la influencia en sus propias obras.
Lumbalú, el grupo que acompañó la celebración
cerró el evento con gran acogida. La gente se paró a cantar o a seguir el ritmo
de la música sin importar su país de origen. El lugar no solo estuvo lleno de
colombianos, un acordeonero catalán llamado Joan Garriga sorprendió a todos con
una puya y más tarde con Jaime Molina, del maestro Escalona. Al final, todos
bailaron el “039”, inclusive Daniel
Samper y Juan Gabriel Vázquez en el escenario.
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MEMORABILIA GGM
Cali –
Colombia
12 de
agosto de 2014
La nota a continuación la publicamos con nuestros
agradecimientos a
su autor. El señor Torres García
es sobrino del Premio Nobel de Literatrura.
La leyenda de un niño llamado Gabriel
Por
Gabriel Eligio Torres García
Cuentan que el día en que Gabriel Eligio
García Martínez vino a este mundo en la población de San Luis de Sincé, la
mujer que lo recibió y a quien se le
atribuían dones premonitorios, vaticinó una sentencia que tendría que aguardar
82 años para que literalmente pudiera cumplirse: “Este niño que acaba de nacer
tendrá un nombre poco común en este pueblo, pero él a su vez, tendrá un hijo
que hará que este mismo nombre le dé la vuelta al mundo”.
Ni en el más alucinante de sus días, Gabriel
Eligio García creyó que esa historia que le había contado su madre acerca de su
nacimiento, llegaría a ser tan certera
como lo fue. Pasarían varios años, tendría que recorrer muchos caminos y
sortear diversos obstáculos, para que la historia comenzara a tomar su propio cauce.
Siendo telegrafista en la región de achi, le
nació un hijo a quien llamó Abelardo y luego un par de años más tarde sería en
San Marcos, donde llego al mundo una niña que llamaría Carmen Rosa. Varios años
después en su vida de judío errante, una recomendación del arzobispo de Sucre
lo llevo hasta la población de Aracataca, a cumplir sin él saberlo en ese
entonces una cita ineluctable que le debía al destino. Era un pueblo
con almendros polvorientos en la plaza principal, donde decían que en el
esplendor de la fiebre del banano bailaban en noches de fandango con fajos de
billetes encendidos, donde se escuchaba el trueno qué a las tres de la tarde
servía como despertador para la siesta y donde la llegada del tren con su
sonido desgarrador y su pito de lamento eran todos los días la novedad en el
pueblo.
Fue en ese mismo tren de lamento en el que
un buen día de Dios, llegó Gabriel
Eligio con el oficio innovador de la telegrafía, a la tierra donde se
encontraba la mujer que la vida tenía reservada para él y con quien
protagonizaría una historia de amor, que los llevaría a quererse hasta que la
muerte o la memoria se los permitió.
No podía ser otra que Luisa Santiaga Márquez
Iguarán, la hija del coronel Nicolás Ricardo Márquez, un militar retirado, veterano de la Guerra de los Mil
Días y Tranquilina Iguarán, una mujer guajira con dones adivinatorios, una
imaginación desbordada y portadora en su sangre del gen del mamagallismo serio.
Luisa Márquez fue criada en medio de las
comodidades que le ofrecía ser la hija del Coronel Márquez, con una educación
privilegiada en el Colegio de la
Presentación de la Santísima Virgen, en Santa Marta. Se hizo una virtuosa del
clavicordio y el piano gracias a las tediosas clases del medio día y acompañó a
Gabriel Eligio, que tocaba el violín, a improvisar los valses de moda.
Sus virtudes más notorias desde la juventud,
siempre fueron el sentido del humor y esa salud de hierro que los acechos de la
adversidad, no lograrían derrotar en su larga vida. Pero la más sorprendente y
aún también la menos sospechable, era el talento excepcional con que lograba
esconder la tremenda fuerza de su carácter.
Pasó de ser esa hija sumisa y obediente, a una
luchadora ingeniosa y encarnizada por el amor de un forastero romántico y trasnochador. Sería ella quien
definiría esta unión, cuando enfrentó a sus padres con ese carácter que llevaba
tatuado a su espíritu y un ímpetu de guerrera implacable. Las mismas armas que
le servirían para enfrentar a la vida y salir triunfante ante la adversidad.
Fue enviada a temperar en las frescas tierras
de Manaure, un recodo paradisíaco en las estribaciones de la Sierra Nevada,
para que se desintoxicara de ese amor pernicioso del que estaba siendo víctima.
Pero su ingenio se impuso ante las vicisitudes de una madre protectora y
contrario a los planes establecidos, mantuvo comunicación con su enamorado todo
el tiempo gracias a la magia de las comunicaciones telegráficas. En cada pueblo
donde llegaba, el telegrafista de Aracataca lo sabía de antemano, gracias a la
complicidad de sus compañeros de oficio.
Con una carta de Monseñor Pedro Espejo,
vicario en esa época de la diócesis de Santa Marta y amigo personal de la familia,
en la que les explicaba que las referencias que le habían dado sobre el señor
García, eran muy buenas y que además les
confesaba su certidumbre creciente que no había poder humano capaz de derrotar
aquel amor empedernido, los padres de la novia no tuvieron más remedio que
resignarse ante la decisión de su hija. De esa forma y sin mayor impedimento
Luisa Márquez se casó con Gabriel Eligio el 11 de junio de 1926 en la catedral
de Santa Marta, cuarenta minutos más
tarde de lo previsto, por que la novia se olvidó de la fecha y se había quedado
dormida.
Ocho meses y
veintitrés días después nació el
primero de siete varones y cuatro
mujeres, el domingo 6 de marzo de 1927, a las nueve de la mañana, con un
aguacero diluvial que no pertenecía a esa estación del año, mientras entre
nubes en el cielo de Tauro, se vislumbraba el horizonte.
Por aquellos azares del destino debió llamarse
Olegario, que era según el calendario santoral el nombre que le correspondía
ese seis de marzo. Su primer nombre, Gabriel, fue por su padre; el segundo,
José, por ser el patrono de Aracataca y
el tercero, De la Concordia, fue propuesto debido al aire conciliador que se
respiraba entre la familia de Nicolás Márquez y
Gabriel García, el telegrafista.
Por complicidad de las mujeres y para terminar
de calmar los ánimos decidieron dejar el niño al cuidado de los abuelos,
quienes le ofrecieron lo maravilloso de dos mundos. El abuelo le hablaría de
sus historias y personajes de la guerra, sería como su polo a tierra, a la
realidad, mientras la abuela con su cultura guajira, le mostraría el mundo
misterioso de los parientes muertos que
seguían conviviendo con ellos de una manera tan natural, que dudarlo sería lo absurdo.
Sus abuelos nunca alcanzarían a imaginar y en
vida no llegarían a saber, que esa experiencia en que envolvieron a su nieto,
le serviría para moldear los cimientos de un universo ilusorio con el que le
mostro a el mundo cual era nuestra realidad y la que revistió de grandeza,
gracias a la magia embrujadora del Caribe.
El pasado abril del 2014, un jueves santo lo
mismo que Úrsula Iguarán el personaje de
Cien Años de Soledad, Gabriel José falleció. Igual que en ese Octubre de 1982,
cuando se supo la noticia que la Real Academia de la lengua Sueca le había
otorgado el premio Nobel de Literatura, su nombre se vio repetido una y otra
vez en todos los medios noticiosos del planeta, cumpliéndose en ambas
oportunidades lo vaticinado por aquella partera.
Su vida como su muerte, se colmaron al igual
que sus libros de coincidencias fantásticas, en donde el límite entre la
realidad de Macondo y la nuestra se
encuentra débilmente marcado. Por ejemplo: nació en el año1927, murió un día17,
a los 87 Años y de no haber sido porque
traía el cordón umbilical enrollado en el cuello y que a la partera de la
familia, Santos Villero, se le acababa de extraviar el dominio de su Arte en el
peor momento, hubiera nacido un día 7.
Cien Años de Soledad junto con varios de sus libros son para la familia
García Márquez, historias donde hemos visto reflejada nuestra propia realidad.
Entre líneas hemos ido encontrando las claves que marcarían nuestras vidas. Así
como Aureliano Babilonia descifró las claves de Melquíades casi al tiempo en que desaparecía junto
a la ciudad de los espejismos, Macondo,
a Eligio Gabriel, el menor de los García
Márquez, casi al tiempo en que puso punto final a una obra magistral del
periodismo literario, sobre las claves que influenciaron a Gabriel José para dar forma a todo ese mundo macondiano,
la muerte lo vino a buscar. Gustavo Adolfo, otro de los hermanos García
Márquez, al igual que el personaje de El Coronel no tiene quien le escriba, se quedó esperando
una pensión que nunca llegó, a la familia de los Buendía igual que a la de los
García Márquez, les tocó luchar contra la peste del olvido, que no es sino otra
forma de vivir la soledad.
Hoy que se nos fue, su recuerdo quedará
viviendo una vida sin edad suspendido en el tiempo, su imagen permanecerá
intacta en sus libros y él vivirá
respirando esos aires enrarecidos en el ámbito inmortal de la leyenda, ajeno al
paso de los años, mientras afuera en la vida real, seguirán envejeciendo los
siglos.
Yo me lo imagino recostando un taburete a la
puerta de la calle o a lo mejor debajo de los almendros polvorientos de la
plaza, rodeado de amigos y familia, Ajeno y a salvo, de la soledad de la fama,
viviendo una vejes tranquila y siendo un habitante más de su pueblo, pero
feliz y sin haber salido nunca de su
tierra natal, Aracataca.
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