12 de agosto de 2014

MEMORABILIA GGM 778



EL TIEMPO
Bogotá - Colombia
11 de agosto de 2014

OPINIÓN

Scopell
Murió el gran amigo de Cepeda Samudio.
Adiós a uno de los últimos camajanes de La Cueva.

Por Heriberto Fiorillo

Heredero del fotógrafo Jimmy Scopell, Enrique empezó a tomar fotos desde niño, cuando conoció a Cepeda Samudio en su propia cuadra del centro de Barranquilla. Álvaro se la pasaba con una pequeña cámara de cine que su padre le había traído de Panamá y, a la salida del Colegio Americano, donde estudiaba, buscaba a Quique, quien hacía su bachillerato en el San José.

No solo tomaban fotos y filmaban. Jugaban al trompo, a la cuarta, a la olla y otros pasatiempos callejeros. “Desde chiquito, Álvaro fue cabellón, fumador y bebedor de ron”, nos bromeó Quique una vez. Y él no se le corría. Otro del Americano, Juancho Jinete, también los acompañaba desde ya en diversiones y bebetas.

Quique Scopell fue fotógrafo, y de los buenos, para complacer a su padre, pero en verdad no le gustaba el estudio, ni como práctica ni locación. Por eso inclinó su oficio hacia la reportería gráfica, estimulado por Cepeda, que lo imaginaba socio ideal de su propio periódico.

En 1945, ninguno había terminado su secundaria cuando decidieron cubrir para El Nacional el campeonato suramericano de fútbol en Guayaquil (Ecuador). Álvaro escribió, Quique tomó las fotos e hicieron varios reportajes estupendos, a juicio de Germán Vargas, otro de la cofradía.

En 1949, ya bachilleres graduados, viajaron juntos a los Estados Unidos, donde Álvaro estudió periodismo mientras Quique siguió administración y química, conocimientos que necesitaba para encargarse del negocio de su padre, y se especializó en la Eastman Kodak, de Rochester (Nueva York).

Cuando Enrique y Álvaro regresaron, Ramón Vinyes había vuelto a España y Alfonso Fuenmayor, Germán Vargas y Gabriel García Márquez llevaban un año publicando la revista Crónica, una obsesión colectiva en la que Álvaro había participado. Pero sus amigos no los dejaron por fuera. Allí estaban, en la bandera del cadapodario, Cepeda en el comité de redacción y Enrique Scopell en el comité artístico, junto con Melo, Obregón y Figurita Rivera.

Para la historia del grupo, fue Enrique Scopell quien respondió a García Márquez las dos mil preguntas sobre los gallos mientras cocinaba El coronel no tiene quien le escriba. Fue Enrique Scopell quien facilitó a Gabo su casa mientras investigaba en Barranquilla para El otoño del patriarca. Y fue Enrique Scopell el amigo que le regaló una piel de caimán al escritor en un aeropuerto, lo que provocó una de sus más extrañas supersticiones: llevar siempre la piel en su maleta de viaje.

Cuando en uno de sus cuentos se refirió García Márquez a “los camajanes de La Cueva”, tenía con seguridad en mente a Enrique Scopell. Incrédulo e increíble, el fotógrafo cultivó las desmesuras de su lengua brava y se burló por siempre de todas las vanidades, fustigando lo solemne.

La muerte de Álvaro, en 1972, le movió el piso y lo volvió más escéptico, menos apegado a las cosas. Quique no creía en nada, sino en el asombro de sus embustes, el eterno vacilón, la saludable mamadera de gallo, ese permanente juego de la vida que pregona Daniel Santos en un bolero.

Que no se le ocurriera a nadie dárselas de importante o poderoso en la conversación con Scopell, porque Scopell sabía bajarlo con astucia, con ironía y con humor de su soberbia para ponerlo de inmediato a compartir sus anatemas adobados de Old Parr.

Quique vivió desde hacía unos años en Los Ángeles y vino a Barranquilla en mayo del año pasado a celebrar en La Cueva su nonagésimo cumpleaños. Estaba en sus planes regresar por estos días, pero su salud se complicó y lo perdimos. Un abrazo a Yolanda y a quienes lo amaron. Me consuela saber que casi hasta el final estuvo, como siempre, bien lúcido y muy atento al whisky.

 
Cepeda y Scopell abordando el avión que los llevaría a Miami . 
 Foto tomada del libro “La Cueva” de Heriberto Fiorillo.

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EL ESPECTADOR
Bogotá – Colombia
7 de agosto de 2014

BLOGS Cultura
El Magazín

Homenaje a García Márquez en Barcelona

Por: elmagazin
Isabel-Cristina Arenas


El lunes 21 de julio se llevó a cabo en Barcelona un homenaje a nuestro nobel llamado ‘Vivir para leerlo’. Participaron en la charla los escritores Rosa Regàs, Juan Gabriel Vásquez, Jordi Soler y Daniel Samper Pizano. La celebración estuvo acompañada de música: vallenatos, cumbias, puyas y boleros recordaron las canciones preferidas por García Márquez.

Después de las palabras de agradecimiento por parte de Casa América Catalunya y CaixaFòrum, que fueron los organizadores del evento, la cantante Martha Gómez empezó la fiesta. Descalza, vestida de blanco y con un chal rojo transportó al público hasta Colombia. El escenario era el Caribe mismo y por supuesto, no faltaron las flores ni las mariposas amarillas. Tres pantallas proyectaron frases de García Márquez o videos relacionados con lo que los panelistas y escritores comentaban. La entrega del Premio Nobel en 1982 fue vista por primera vez por algunos y repetida con orgullo por la mayoría, al igual que fotografías de sus viajes, cenas familiares y hasta su ojo morado después de la pelea con Mario Vargas Llosa.

Rosa Regàs, amiga íntima de García Márquez en sus años en Barcelona (1967-1975), recordó algunos pasajes de su vida en común: “lo que más me gustaba de Gabo era la capacidad de reírse de sí mismo y la normalidad con que se tomaba todo”. Cuando Juan Gabriel Vázquez le preguntó acerca de la veracidad del rechazo de Cien años de soledad por parte de Carlos Barral, ella respondió que no era cierto: “la novela llegó en periodo de vacaciones, tenía fecha de caducidad y se extravió entre muchos de los libros pendientes por revisar”. Por otra parte, Daniel Samper Ospina, que hizo de maestro de ceremonias, comentó los momentos claves de la vida de García Márquez, mientras que Jordi Soler y Juan Gabriel Vázquez recordaron la admiración que siempre sintieron por él y la influencia en sus propias obras.


Lumbalú, el grupo que acompañó la celebración cerró el evento con gran acogida. La gente se paró a cantar o a seguir el ritmo de la música sin importar su país de origen. El lugar no solo estuvo lleno de colombianos, un acordeonero catalán llamado Joan Garriga sorprendió a todos con una puya y más tarde con Jaime Molina, del maestro Escalona. Al final, todos bailaron  el “039”, inclusive Daniel Samper y Juan Gabriel Vázquez en el escenario.

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MEMORABILIA GGM
Cali – Colombia
12 de agosto de 2014

La nota a continuación la publicamos con nuestros
 agradecimientos a su autor.  El señor Torres García
es sobrino del Premio Nobel de Literatrura.

La leyenda de un niño llamado Gabriel

Por Gabriel Eligio Torres García

Cuentan que el día en que Gabriel Eligio García Martínez vino a este mundo en la población de San Luis de Sincé, la mujer  que lo recibió y a quien se le atribuían dones premonitorios, vaticinó una sentencia que tendría que aguardar 82 años para que literalmente pudiera cumplirse: “Este niño que acaba de nacer tendrá un nombre poco común en este pueblo, pero él a su vez, tendrá un hijo que hará que este mismo nombre le dé la vuelta al mundo”.

Ni en el más alucinante de sus días, Gabriel Eligio García creyó que esa historia que le había contado su madre acerca de su nacimiento,  llegaría a ser tan certera como lo fue. Pasarían varios años, tendría que recorrer muchos caminos y sortear diversos obstáculos, para que la historia  comenzara a tomar su propio cauce.

Siendo telegrafista en la región de achi, le nació un hijo a quien llamó Abelardo y luego un par de años más tarde sería en San Marcos, donde llego al mundo una niña que llamaría Carmen Rosa. Varios años después en su vida de judío errante, una recomendación del arzobispo de Sucre lo llevo hasta la población de Aracataca, a cumplir sin él saberlo en ese entonces una cita ineluctable que le debía al destino. Era un  pueblo  con almendros polvorientos en la plaza principal, donde decían que en el esplendor de la fiebre del banano bailaban en noches de fandango con fajos de billetes encendidos, donde se escuchaba el trueno qué a las tres de la tarde servía como despertador para la siesta y donde la llegada del tren con su sonido desgarrador y su pito de lamento eran todos los días la novedad en el pueblo.

Fue en ese mismo tren de lamento en el que un  buen día de Dios, llegó Gabriel Eligio con el oficio innovador de la telegrafía, a la tierra donde se encontraba la mujer que la vida tenía reservada para él y con quien protagonizaría una historia de amor, que los llevaría a quererse hasta que la muerte o la memoria se los permitió.

No podía ser otra que Luisa Santiaga Márquez Iguarán, la hija del coronel Nicolás Ricardo Márquez, un militar  retirado, veterano de la Guerra de los Mil Días y Tranquilina Iguarán, una mujer guajira con dones adivinatorios, una imaginación desbordada y portadora en su sangre del gen del mamagallismo serio.

Luisa Márquez fue criada en medio de las comodidades que le ofrecía ser la hija del Coronel Márquez, con una educación privilegiada  en el Colegio de la Presentación de la Santísima Virgen, en Santa Marta. Se hizo una virtuosa del clavicordio y el piano gracias a las tediosas clases del medio día y acompañó a Gabriel Eligio,  que tocaba  el violín, a improvisar los valses de moda.

Sus virtudes más notorias desde la juventud, siempre fueron el sentido del humor y esa salud de hierro que los acechos de la adversidad, no lograrían derrotar en su larga vida. Pero la más sorprendente y aún también la menos sospechable, era el talento excepcional con que lograba esconder la tremenda fuerza de su carácter.
Pasó de ser esa hija sumisa y obediente, a una luchadora ingeniosa y encarnizada por el amor de un forastero  romántico y trasnochador. Sería ella quien definiría esta unión, cuando enfrentó a sus padres con ese carácter que llevaba tatuado a su espíritu y un ímpetu de guerrera implacable. Las mismas armas que le servirían para enfrentar a la vida y salir triunfante ante la adversidad.

Fue enviada a temperar en las frescas tierras de Manaure, un recodo paradisíaco en las estribaciones de la Sierra Nevada, para que se desintoxicara de ese amor pernicioso del que estaba siendo víctima. Pero su ingenio se impuso ante las vicisitudes de una madre protectora y contrario a los planes establecidos, mantuvo comunicación con su enamorado todo el tiempo gracias a la magia de las comunicaciones telegráficas. En cada pueblo donde llegaba, el telegrafista de Aracataca lo sabía de antemano, gracias a la complicidad de sus compañeros de oficio.

Con una carta de Monseñor Pedro Espejo, vicario en esa época de la diócesis de Santa Marta y amigo personal de la familia, en la que les explicaba que las referencias que le habían dado sobre el señor García,  eran muy buenas y que además les confesaba su certidumbre creciente que no había poder humano capaz de derrotar aquel amor empedernido, los padres de la novia no tuvieron más remedio que resignarse ante la decisión de su hija. De esa forma y sin mayor impedimento Luisa Márquez se casó con Gabriel Eligio el 11 de junio de 1926 en la catedral de Santa Marta,  cuarenta minutos más tarde de lo previsto, por que la novia se olvidó de la fecha y se había quedado dormida.

Ocho meses y  veintitrés   días después nació el primero  de siete varones y cuatro mujeres, el domingo 6 de marzo de 1927, a las nueve de la mañana, con un aguacero diluvial que no pertenecía a esa estación del año, mientras entre nubes en el cielo de Tauro, se vislumbraba el horizonte.

Por aquellos azares del destino debió llamarse Olegario, que era según el calendario santoral el nombre que le correspondía ese seis de marzo. Su primer nombre, Gabriel, fue por su padre; el segundo, José, por ser el patrono de Aracataca  y el tercero, De la Concordia, fue propuesto debido al aire conciliador que se respiraba entre la familia de Nicolás Márquez y  Gabriel García, el telegrafista.

Por complicidad de las mujeres y para terminar de calmar los ánimos decidieron dejar el niño al cuidado de los abuelos, quienes le ofrecieron lo maravilloso de dos mundos. El abuelo le hablaría de sus historias y personajes de la guerra, sería como su polo a tierra, a la realidad, mientras la abuela con su cultura guajira, le mostraría el mundo misterioso de los parientes  muertos que seguían conviviendo con ellos de una manera tan natural, que dudarlo  sería lo absurdo.

Sus abuelos nunca alcanzarían a imaginar y en vida no llegarían a saber, que esa experiencia en que envolvieron a su nieto, le serviría para moldear los cimientos de un universo ilusorio con el que le mostro a el mundo cual era nuestra realidad y la que revistió de grandeza, gracias a la magia embrujadora del Caribe.

El pasado abril del 2014, un jueves santo lo mismo  que Úrsula Iguarán el personaje de Cien Años de Soledad, Gabriel José falleció. Igual que en ese Octubre de 1982, cuando se supo la noticia que la Real Academia de la lengua Sueca le había otorgado el premio Nobel de Literatura, su nombre se vio repetido una y otra vez en todos los medios noticiosos del planeta, cumpliéndose en ambas oportunidades lo vaticinado por aquella partera.

Su vida como su muerte, se colmaron al igual que sus libros de coincidencias fantásticas, en donde el límite entre la realidad de Macondo  y la nuestra se encuentra débilmente marcado. Por ejemplo: nació en el año1927, murió un día17, a los 87 Años  y de no haber sido porque traía el cordón umbilical enrollado en el cuello y que a la partera de la familia, Santos Villero, se le acababa de extraviar el dominio de su Arte en el peor momento, hubiera nacido un día 7.

Cien Años de Soledad junto con  varios de sus libros son para la familia García Márquez, historias donde hemos visto reflejada nuestra propia realidad. Entre líneas hemos ido encontrando las claves que marcarían nuestras vidas. Así como  Aureliano Babilonia  descifró las claves de Melquíades  casi al tiempo en que desaparecía junto a  la ciudad de los espejismos, Macondo, a Eligio  Gabriel, el menor de los García Márquez, casi  al tiempo en que puso  punto final a una obra magistral del periodismo literario, sobre las claves que influenciaron a Gabriel José  para dar forma a todo ese mundo macondiano, la muerte lo vino a buscar. Gustavo Adolfo, otro de los hermanos García Márquez, al igual que el personaje de El Coronel  no tiene quien le escriba, se quedó esperando una pensión que nunca llegó, a la familia de los Buendía igual que a la de los García Márquez, les tocó luchar contra la peste del olvido, que no es sino otra forma de vivir la soledad.

Hoy que se nos fue, su recuerdo quedará viviendo una vida sin edad suspendido en el tiempo, su imagen permanecerá intacta en sus libros  y él vivirá respirando esos aires enrarecidos en el ámbito inmortal de la leyenda, ajeno al paso de los años, mientras afuera en la vida real, seguirán envejeciendo los siglos.

Yo me lo imagino recostando un taburete a la puerta de la calle o a lo mejor debajo de los almendros polvorientos de la plaza, rodeado de amigos y familia, Ajeno y a salvo, de la soledad de la fama, viviendo una vejes tranquila y siendo un habitante más de su pueblo, pero feliz  y sin haber salido nunca de su tierra natal, Aracataca.


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