7 de agosto de 2014

MEMORABILIA GGM 777



EL PAIS
Madrid – España
17 de mayo de 2014 

Gabo el taxista
La existencia y el arte de este gran fabulador
colombiano se alimentaron mutuamente

Por Ariel Dorfman*

Fue mi privilegio ser, a los veinticinco años de edad, uno de los primeros lectores de Cien años de soledad. En 1967 era yo crítico literario de la revista chilena Ercilla y, debido a que yo había reseñado con enorme entusiasmo La hojarasca, la Mala hora y El coronel no tiene quién le escriba,el jefe de la sección cultural no dudó de que a mí me tocaría lo que ya se murmuraba era una obra magna de García Márquez. Nada, sin embargo, que había escrito él o leído yo antes me preparó para lo que ocurrió cuando abrí aquella primera edición de la Sudamericana (en cuya tapa todavía tengo estampadas las irónicas palabras SIN VALOR COMERCIAL; esto para el libro que iba a tener más valor comercial —y no solo comercial— que cualquier otro en nuestra historia continental).

Ya le había anunciado a mi mujer, Angélica, que no contara conmigo hasta que hubiese terminado la novela, actitud con la que, en forma modesta, trataba de imitar pálidamente al mismo Gabo que, según rumores persistentes, se había encerrado durante dieciocho meses para escribirla mientras su querida Mercedes empeñaba y vendía todos los haberes de la familia.

Mi lectura tardó menos, por cierto, que eso: comencé a leer en la noche y me empeciné hasta el amanecer. Tal como el último de la dinastía de los Buendía, no podía dejar de devorar el texto, con la esperanza de que el mundo que había comenzado con un niño tocando un pedazo mágico de hielo en el Paraíso no sucumbiría a esa otra constelación de hielo que es la muerte. Me desesperaba ese posible desenlace porque noté de qué manera la extinción iba rondando a cada generación de la familia, cada acto de alegría y exuberancia, y temía que no solo aquella estirpe, sino que también toda América Latina, terminarían devastadas por el torbellino de la historia.

Al escritor le hubiera gustado ser conductor y escuchar las historias de los pasajeros

Mi único problema al arribar a la última frase —donde lectura y acción, historia y ficción, sujeto y objeto, se fusionaban— era que me aguardaba la titánica tarea de escribir la primera crónica en el planeta —que Gabo me dispense si exagero— sobre aquella obra más que titánica. El destino me deparó (para usar una frase que nos enseñó el mismo García Márquez) una triste solución: descubrí que ese mismo día me habían censurado en la revista una entrevista a Nicolás Guillén y mi renuncia a trabajar en Ercilla me libró de la necesidad de escribir la reseña. Pude convertirme en un lector ordinario de aquella obra maestra y no tuve que escribir mil palabras sobre aquellos cien años de soledad.

Cuando le conté esta anécdota a Gabo en Barcelona varios años más tarde —era marzo de 1974, seis meses después del golpe contra Salvador Allende—, se rio socarronamente y dijo que era una suerte para mí y para él que yo me hubiera convertido, a la fuerza, en un lector común y corriente, ya que era para ellos que él escribía y no para los críticos, que siempre buscaban en forma insensata un quinto pie a todo gato —“y a veces, sabes”, me dijo ese gran fabulador, “los gatos no tienen más que cuatro patas”.

Al concluir aquel almuerzo inagotable tuve otra muestra de cómo Gabo, amante de los mitos y los excesos, se enraizaba siempre en lo menudo y cotidiano. “Te voy a llevar”, me dijo, “donde Mario” —se refería a Vargas Llosa, que era, por ese entonces, su amigo del alma— “porque es necesario que converses con él sobre la resistencia a Pinochet”. Cuando respondí que la casa del autor de La ciudad y los perros quedaba lejos, Gabo me subió a su auto, asegurándome que “si no hubiera sido escritor, hubiera querido ser taxista. En vez de estar sentado detrás de un escritorio día y noche, estaría escuchando las historias de los pasajeros y navegando las calles”.

Diez días más tarde averigüé otra característica suya. Estábamos en Roma para el Tribunal Russell y Cortázar me llevó a que me juntara con Gabo y una serie de otros artistas solidarios con Chile en una trattoria de la Piazza Navona. Para un joven escritor de 31 años aquello era un sueño: Matta, Glauber Rocha, Rafael Alberti y su mujer María Teresa que, al finalizar la noche, aseguró que ella iba a entrar en Madrid antes de que Franco muriera, montada desnuda, juró, en un caballo tan blanco como los pelos de su esposo. Mi fascinación se vio algo amenguada por la certeza de que mi pobre bolsillo exiliado estaba vacío y que no podría solventar mi parte de la considerable cuenta. ¿Cómo supo Gabo que eso me preocupaba? Antes de que llegara la factura, se me acercó, me guiñó el ojo y me confidenció que él ya había pagado todo.

La raíz de su genio era tomar algo real y exagerarlo hasta lo descomunal

Mostraría una parecida generosidad con causas más importantes y urgentes en los años que siguieron. En la constante conspiración contra Pinochet y tantas otras dictaduras latinoamericanas, nunca se negó a ofrecer apoyo, consejos, contactos, incluso cuando se me ocurrió, de una manera estrafalaria e imprudente, agenciarnos un barco mercante en que pudiéramos subir a todos los músicos, artistas y escritores chilenos exiliados y partir a Valparaíso para desafiar a los generales y probar que teníamos derecho a vivir en nuestra patria. García Márquez, que por lo general tenía los pies muy en la tierra, se entusiasmó con tamaña locura, digna de sus propias invenciones literarias, y me consiguió una entrevista con Olof Palme. Angélica y yo partimos a Estocolmo, donde el primer ministro sueco me escuchó con flema escandinava, avisándome que se comunicaría conmigo si creía que mi plan podía prosperar, una llamada, por cierto, que —con toda razón— nunca llegó. “Esperemos, entonces”, dijo Gabo, “que gane Mitterrand y ahí conseguimos la nave”. Pero en 1981, cuando eso sucedió, ya había entrado yo en mis cabales, desistiendo de tales afanes y Gabo y su familia ya no permanecían en Europa, sino que se habían instalado en México.

Transcribo estos recuerdos ahora que aquel huracán que acabó con Macondo vino por él, ahora que ya no podemos conversar y reírnos y confabular. Los transcribo porque siento que tal vez contengan algunas claves de cómo su existencia y su arte se alimentaron mutuamente; del hombre detrás de tantas palabras que no van a perecer.

Si me quedo con una historia personal suya es ésta. Un día estábamos almorzando en su casa del Pedregal de San Ángel, en Ciudad de México, y Gabo le dijo a otro comensal: “Sabes que Ariel me llamaba a las tres de la mañana para contarme algún proyecto contra Pinochet. Y sabes que me llamaba collect!”. Cuando el comensal partió le dije a Gabo que era cierto que lo llamaba a las tres de la mañana, y a otras horas desalmadas, pero que él sabía muy bien que nunca lo llamé a cobro revertido, que Angélica y yo vivíamos de prestado en esa época, sin tener dónde caernos vivos ni muertos, pero que siempre costeábamos nosotros aquellas llamadas.

Gabo me miró muy serio y enseguida sonrió. “Perdóname si me equivoqué, pero tienes que reconocer que es mucho más interesante y gracioso si me llamabas collect”.

Y claro que se lo perdoné. Se lo vuelvo a perdonar. La raíz de su genio era tomar algo real, sumamente frecuente y habitual y casi periodístico, y exagerarlo hasta lo descomunal. Igual que Colombia, igual que nuestra América, igual que nuestra increíble humanidad que nadie como él, taxista de la eternidad, supo conquistar y expresar y volver inmortal.

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La Vanguardia.com
Barcelona – España
17 de abril de 2014

Cultura

García Márquez, el fiel amigo de Cuba

Por Anett Ríos

La Habana 17 abr (EFE).- La amistad personal entre Gabriel García Márquez y el líder cubano Fidel Castro y la fidelidad y simpatía que el escritor profesó por la isla y su revolución, trascendieron las críticas, los cambios políticos y el simple paso del tiempo, con un vínculo que se mantuvo más de cinco décadas.

Como su natal Colombia, México o España, Cuba se convirtió en uno de los puertos de la vida del novelista, donde vivió, trabajó y lo mismo se le podía encontrar en un concierto, impartiendo clases de guión cinematográfico o recorriendo una plantación de tabaco.

"No es que yo viva en Cuba, es que viajo tanto aquí que parece que estoy permanentemente", afirmó el nobel colombiano en 2007, a propósito de sus frecuentes visitas, la mayoría de carácter privado.

Según confesó en uno de sus textos periodísticos, nunca tuvo la curiosidad de conocer Cuba antes del triunfo de la revolución en 1959, cuando viajó a la isla por primera vez como periodista y conoció personalmente a Fidel Castro.

Su relación traspasó la camaradería de contemporáneos ilustres y se convirtió en una amistad a prueba de balas, sobre todo por parte del escritor, al que sectores intelectuales y políticos censuraron por su actitud pro-Castro aún en los momentos más álgidos del régimen cubano.

Gabo evidenció su admiración y respeto por Castro en entrevistas, artículos y semblanzas en los que alabó su "inteligencia política", su "instinto" y su "curiosidad infinita", al tiempo que lo acompañaba en discursos, fiestas y eventos.

A inicios de los setenta, la detención por contrarrevolucionario del poeta y diplomático cubano Heberto Padilla, quien fue obligado a retractarse públicamente de sus críticas, creó un cisma entre muchos intelectuales y en sus vínculos con la revolución.

El llamado "caso Padilla" supuso para Cuba el alejamiento y la enemistad de escritores como el peruano Mario Vargas Llosa, pero García Márquez se mantuvo al lado de la isla y algunos opinan que ese fue el momento definitorio en su relación con Fidel Castro.

El propio Castro se preció del valor de su amistad cuando en 2008, en plena convalecencia, calificó una visita de García Márquez y su esposa Mercedes Barcha como las "horas más agradables" desde que enfermó en 2006 y tuvo que delegar todos sus cargos.

Una década antes, en 1998, el escritor colombiano acompañó a Castro en la histórica misa que el papa Juan Pablo II ofreció en la Plaza de la Revolución de La Habana.

En 1996 el líder cubano decidió regresar, tras 15 años de ausencia, a la casa donde nació en la localidad de Birán, en el este de la isla, e incluyó a Gabo y su mujer en la comitiva de invitados.

Cuando Cuba celebró los 80 años de Fidel Castro, en 2006, García Márquez viajó a La Habana e incluso acompañó al entonces presidente interino, Raúl Castro, en la inauguración de un mural dedicado a su hermano en el Museo Nacional de Bellas Artes.

"Después vendré a su centenario", dijo el escritor en aquella ocasión, cuando el estado de salud del líder cubano aún era una incógnita.

Esa leal intimidad con el Gobierno cubano lo puso en el centro de polémicas y acusaciones: el ex presidente argentino Carlos Menem lo mandó "a vivir a Cuba" si no le gustaba que criticaran su régimen; la escritora estadounidense Susan Sontag lamentó su "pasividad" ante la situación de los Derechos Humanos en la isla y Vargas Llosa lo llamó "cortesano de Castro".

Otros colegas, como el escritor peruano Alfredo Bryce Echenique, han destacado en cambio su papel de intermediario para "salvar" a disidentes e intelectuales en Cuba.

El periodista y novelista cubano Norberto Fuentes, exiliado en EE.UU. y antiguo amigo y colaborador de Fidel Castro, tildó a Gabo de "milagroso" al salir de la isla en 1994 gracias a su mediación.

Tras la oleada represiva contra disidentes en Cuba conocida como la "Primavera Negra" de 2003, y la reacción internacional que provocó, el propio García Márquez subrayó su oposición total a la pena de muerte y dijo que había ayudado a liberar a numerosos presos políticos cubanos.

Lo cierto es que en la isla García Márquez realizó algunas "incursiones" políticas. Cuando Cuba y Colombia restablecieron relaciones diplomáticas en 2004, Bogotá llegó a calificarlo como su "embajador sin título".

En 2005, Fidel Castro reveló que el escritor fue portador en 1997 de un mensaje suyo para el entonces presidente de EE.UU., Bill Clinton, en el que alertaba sobre actos terroristas contra Cuba.

Además, Gabo participó en conversaciones en La Habana con delegados del Gobierno colombiano y del Ejército de Liberación Nacional (ELN) en el marco de un diálogo exploratorio para abrir un proceso de paz en su país.

Pero quizás su "misión" más importante en Cuba estuvo relacionada con el cine, su gran pasión junto a la literatura y el periodismo.

Fue fundador en la isla del Festival Internacional del Nuevo Cine Latinoamericano, de la Escuela Internacional de Cine y Televisión (EICTV) y de la Fundación del Nuevo Cine Latinoamericano (FNCL), que presidía.

Su última aparición pública en Cuba fue en diciembre de 2010, cuando asistió al 32 Festival de Cine de La Habana donde su presencia era tradición.


* Ariel Dorfman es escritor chileno y su último libro es Entre sueños y traidores: Un striptease del exilio.

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LADO B
México D.F. 
25 de abril de 2014

El Gabo que no ganó
el Nobel de Literatura
Contrario a lo que se dice, Gabriel García Márquez no nació en Aracataca, sino en un pueblo de México. No ganó el Premio Nobel de Literatura pero sí concluyó la carrera o licenciatura en Derecho. Conozca al Gabo fotógrafo, periodista y director de un diario en el sur de México.


Por Kristian Antonio Cerino*
@KristianCerino

Abrió una carta. Abrió dos. Abrió todas. Gabriel García Márquez recibió correspondencia de Argentina, de Colombia, de Costa Rica. Era el principio de la década de los ochentas.

Entre los sobres encontró dinero, invitaciones, boletos de avión. Así pasó entre días, meses, años en su oficina de la ciudad de México. Carta con su nombre, carta que abría. Más no eran para él.

Gabo nació el 10 de noviembre de 1952. El lector dirá que estoy equivocado en la fecha y más si escribo unas cuantas líneas en las que diré que no nació en Aracataca, Colombia, como se lee en las biografías. Gabriel García Márquez es de Francisco Z. Mena, el municipio mexicano en el estado de Puebla, en las colindancias con Veracruz.

Aquí vivió muchos años. Y no vivió entre relatos mágicos. Y no vivió con un Macondo metido en su mente. En Francisco Z. Mena, una población hoy con 16 mil habitantes, permaneció hasta la adolescencia para después emigrar a la preparatoria en la que empezó a leer Cien años de Soledad.

Tenía 17 años cuando la obra cumbre del escritor colombiano se publicaba en Buenos Aires.

En 1968, un año posterior a la publicación de Cien años de soledad, Gabriel García Márquez estudiaba la preparatoria en la ciudad de México. Dicen que lo primero que hace el escritor a la circulación de su novela, es no volver a leerla.

Este Gabo leyó una y otra vez:

“Muchos años después, frente al pelotón de fusilamiento, el coronel Aureliano Buendía había de recordar aquella tarde remota en que su padre lo llevó a conocer el hielo. Macondo era entonces una aldea de veinte casas de barro y cañabrava construidas a la orilla de un río de aguas diáfanas que se precipitaban por un lecho de piedras pulidas, blancas y enormes como huevos prehistóricos”.

A Cien años de soledad le siguió Crónica de una muerte anunciada y El coronel no tiene quien le escriba. De nuevo, pasó sus ojos una y otra vez por los párrafos de estas novelas:

“El coronel destapó el tarro del café y comprobó que no había más de una cucharadita. Retiró la olla del fogón, vertió la mitad del agua en el piso de tierra, y con un cuchillo raspó el interior del tarro sobre la olla hasta cuando se desprendieron las últimas raspaduras del polvo de café revueltas con óxido de lata  / El día en que lo iban a matar, Santiago Nasar se levantó a las 5.30 de la mañana para esperar el buque en que llegaba el obispo. Había soñado que atravesaba un bosque de higuerones donde caía una llovizna tierna, y por un instante fue feliz en el sueño, pero al despertar se sintió por completo salpicado de cagada de pájaros”.

—He leído el noventa por ciento —dice con sobriedad.

Podríamos decir que a Gabriel García Márquez le gustó la idea de que su nombre y apellidos se leyeran en la portada de un libro y que los estudiantes lo compraran en las librerías o en cualquier rincón. Sintió emoción.

En la preparatoria La Salle conoció a Aureliano Buendía y a Úrsula Iguarán. Le conocieron también por su nombre: Gabriel García Márquez, el escritor.

En la Universidad Iberoamericana su nombre era el más citado. Si en la preparatoria se había afianzado a la lectura, en la carrera profesional de Derecho descubrió una inclinación por la fotografía, la literatura y la poesía. Gabo empezó a tener amigos y lectores.

Sin embargo, es curioso que sólo acumule diez años en el periodismo de 2003 a 2013.

Ahora que lo veo, Gabriel García Márquez no aparenta 86 años. Él me corrige: Tengo 61. Siempre ha vivido en ciudades de México: en Xalapa y Coatzacoalcos (Veracruz) y en Villahermosa (Tabasco).

Lo mejor es que pasa inadvertido. Nadie le reconoce, a menos que diga: Me llamo Gabriel García Márquez. Gabo.

Desde luego que este Gabriel García Márquez es el otro Gabriel García Márquez. Es un mexicano a quien sus padres decidieron bautizarlo con el nombre de Gabriel. Le pregunto si esta osadía familiar tendrá algún significado: Primero un honor, porque es un escritor al que nadie lo puede igualar, y (hoy) es una carga.

Llamarse Gabriel García Márquez sí tiene precio.  Lo pagó caro el día en que publicó su primer libro y lo firmó con su nombre de pila. Por la aparición de su nombre, el libro se agotó. Generó bulla en el mercado editorial que el lector al encontrar un estilo diferente al realismo mágico, se decepcionó

—Fue un exceso (firmar así) pero fue la exigencia de la editorial (independiente) para publicarme —reconoce en un intento por evocar  el episodio con la editorial Edamex allá por 1990.

El otro Gabo. Foto: Aguila o Sol

Desde entonces escribe cuentos, novelas y poemas. Y ya no firma como Gabriel García Márquez, sino con el  pseudónimo de Gabriel Gamar. Una de sus novelas se llama Corazón de metal (la que rubricó con el nombre de Gabriel García Márquez) y un poemario lleva por título Relojes llenos de tiempo.

Ha escrito el cuento breve “Tal vez del fondo del mar” y “Quiero decirte que te amo “con la editorial Panorama:

“Sus poemas han sido incluidos en varias antologías de Roger Patrón Luján en la serie del Regalo Excepcional y tiene sin publicar la novela El Lugar Común; los libros de poemas Archivo de Sueños, Llorando a Solas y Las Praderas del Insomnio”, se lee en el blog (gabrielgamar.com) del periodista que vive Coatzacoalcos en donde dirige el diario El Liberal del Sur.

Para cuando Gabo (el auténtico) ganó el premio Nobel de Literatura, la vida del otro Gabo dio un giro. Corría el segundo año de la década de los ochentas. Y justo aquí su vida cambió comenzando por la oficina que había montado en la capital del país. Al conocerse la noticia de que Gabo era el Nobel, ciudadanos, escritores, empresarios y políticos buscaron una agenda telefónica con el fin de saber el paradero del colombiano que ya vivía en la ciudad de México: al sur.

En la sección amarilla no sólo hallaron el número (y marcaron) sino que copiaron la dirección postal para enviar las cartas y telegramas con muchas palabras que decían: “Eres grande” “Eres el Nobel” o “Felicidades, Gabriel”.

La primera carta que llegó a nombre de Gabriel García Márquez fue abierta en la oficina del otro Gabriel.

El conmutador enloqueció con el rinnnnng y el silbato del cartero se prolongó en Insurgentes Sur, 686. Esta dinámica de recibir cartas para el Nobel se mantuvo por un lustro. Y un día, decidió ver al Gabo colombiano para entregárselas en la casa que habita con su esposa Mercedes Barcha

—¿De qué platicaron?

—De lo simpático, de la coincidencia de los nombres.

—¿Le llevó las cartas?

—Un paquete de cartas que eran dirigidas para él.

—¿De algún personaje importante?

—De un (ex) presidente costarricense, (para que García Márquez fuera) un intermediario en la cuestión de derechos humanos.

Las cartas que abrió en su totalidad fueron enviadas de Centro y Sudamérica. Otras llegaron a la capital mexicana con timbres postales del viejo continente, mismas que entregó al colombiano algunos años luego de su premiación en Suecia.

Hubo un día en que el Gabo mexicano esperaba un pago (como le sucedió al anciano en  El coronel no tiene quien le escriba). El cheque no llegó. Ante su molestia, los carteros le informaron que ya le habían entregado el sobre. Era la primera ocasión que el sobre no era para el colombiano, y pese a todo lo recibió porque en el destinatario decía con claridad: Para Gabriel García Márquez.

El médico recibió la correspondencia con el paquete de los periódicos. Puso a un lado los boletines de propaganda científica. Luego leyó superficialmente las cartas personales. Mientras tanto, el administrador distribuyó el correo entre los destinatarios presentes. El coronel observó la casilla que le correspondía en alfabeto. Una carta aérea de bordes azules aumentó la tensión de sus nervios.

El médico rompió los sellos de los periódicos. Se informó de las noticias destacadas, mientras el coronel -fija la vista en su casilla- esperaba que el administrador se detuviera frente a ella. Pero no lo hizo. El médico interrumpió la lectura de los periódicos. Miró al coronel. Después miró al administrador sentado frente a los instrumentos del telégrafo y después otra vez al coronel

—Nos vamos —dijo.

El administrador no levantó la cabeza

—Nada para el coronel —dijo.

El coronel se sintió avergonzado

—No esperaba nada —mintió. Volvió hacia el médico una mirada enteramente infantil—. Yo no tengo quien me escriba

El Gabo mexicano no pensó en esto. Sólo en ir a la casa del Gabo colombiano para solicitar la devolución del dinero en papel: una secretaria del Nobel hizo la entrega.

—¿Y de cuánto era el pago?

—Mil dólares. Era poco para ser de él

Gabriel Gamar pudo ir a recoger premios a Colombia, a Venezuela. No lo hizo por una razón: nadie en estos países creerían que él era el autor de El otoño del patriarca. Y sin embargo, conoce más que él la obra del colombiano a quien no ha dejado de leer:

—Lo único que no he leído son sus textos del El Espectador. Los libros gruesos —dice secamente.

El mexicano tiene tres hijos. El colombiano dos. Los del autor de Corazón de metal se llaman Ana Marcella, Ana Jimena y Gabriel García Hernández. Los del autor de Memorias de mis putas tristes fueron bautizados como Rodrigo y Gonzalo García Barcha.

—Yo sí le digo Gabo a mi hijo Gabriel—.

Es biólogo y vive en Xalapa, Veracruz

En la página de gabrielgamar.com.mx una de sus hijas le escribió: Papá, me gustó tu página, leer algunos de tus poemas me hacen llorar y creo que eso es lo que hace al artista, la capacidad de trasmitir emociones, estoy orgullosa de ti.

Esto lo dice por sus creaciones y por sus imágenes con las que ha ganado concursos.

Al Gabo canoso y de la voz parca de Francisco Z. Mena como al colombiano de Aracataca, les gusta la idea de caminar por el mundo en busca de una historia que contar.

***

Este es el García Márquez mexicano, el que sí concluyó la licenciatura en Derecho. El otro, el colombiano, no. Así lo recuerda en su libro anecdótico Vivir para Contarla, capítulo 1.

—Tu papá  está muy triste —dijo.

—¿Y eso por qué?

—Porque dejaste los estudios

—No los dejé —le dije—. Sólo cambié de carrera.

A sabiendas de que era falso, le dije:

—También él dejó de estudiar para tocar el violín

—No fue igual —replicó ella con su gran vivacidad—.

El violín lo tocaba sólo en fiestas y serenatas. Si dejó sus estudios fue porque no tenía ni con qué comer. Pero en menos de un mes aprendió telegrafía, que entonces era una profesión muy buena, sobre todo en Aracataca.

—Yo también vivo de escribir en los periódicos —le dije.

—Eso lo dices para no mortificarme —dijo ella—. Pero la mala situación se te nota de lejos. Cómo será, que cuando te vi en la librería no te reconocí / Yo pensé que eras un limosnero. —Me miró las sandalias gastadas y agregó—: Y sin medias.

Lado B. Periodismo 3.0

*Kristian Antonio Cerino es periodista y profesor de periodismo en Tabasco. Forma parte del grupo fundador de Aguila o Sol. Este texto fue publicado originalmente en dicho portal y se reproduce con su autorización.

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