27 de enero de 2014

MEMORABILIA GGM 715



EL TIEMPO
Bogotá –Colombia
27 de enero de 2014

60 de La Cueva

Por Heriberto Fiorillo

No hay fecha exacta del día en que Alfonso Fuenmayor, uno de los cuatro amigos capitales de García Márquez en Barranquilla, llegó a la tienda El Vaivén del barrio Recreo y se encontró a su primo, Eduardo Vilá, atormentado, detrás del mostrador.

En esa ocasión, Vilá le contó a Alfonso lo mal que se sentía él, como dentista y cazador, vendiendo leche, arroz, guineos y otros abarrotes en aquel bodegón de vecindario.

Tampoco hay fecha de la tarde en que Alfonso pidió ayuda a su carnal, Álvaro Cepeda Samudio, con el fin de dar dignidad a la actividad y al lugar de su primo Eduardo.

Álvaro, entonces relacionista público de cerveza Águila, aceptó la invitación y puso dos condiciones a Vilá para poder transformarle aquella tienda en un rutilante bar: botar todos los abarrotes en forma inmediata y, de cerveza, sólo vender Águila.

Lo que sí se sabe, en todo caso, es que fue en 1954 cuando el país empezó a oír hablar del Grupo de Barranquilla y a identificarlo también como de La Cueva.

Los muchachos bautizaron el bar con ese nombre en reconocimiento a los cazadores, amigos de Vilá, que lo frecuentaban. El término se asocia de varias maneras al grupo.

La Cueva es lugar de creación. En Cien años de soledad, Amaranta Úrsula entra un día a la habitación de Aureliano y lo encuentra intentando descifrar los pergaminos de Melquíades, de acuerdo con las indicaciones del sabio catalán.

–Tú, ¿otra vez en la cueva? –pregunta ella.

El estudio de Gabo en su casa de Ciudad de México, donde ha cocinado la mayoría de sus escritos, luce en la puerta un letrero que dice: ‘La Cueva de la mafia’. La mafia son sus amigos, los escritores, los del Grupo y los del Boom.

La Cueva llamaron también en Cartagena a un tenderete de la calle del Arsenal, adonde iba Gabo a comer empanadas y arepas de huevo con Héctor Rojas Herazo, Manuel Zapata Olivella, Clemente Manuel Zabala y Gustavo Ibarra Merlano.

Pero La Cueva, la que sobrevive y trasciende, es la de Barranquilla, con sus años gloriosos, de 1954 a 1968.

El bar restaurante fue reabierto en el 2004, dos años después de que la familia Char Abdala la entregara en comodato a la Fundación La Cueva, presidida por Antonio Celia Martínez-Aparicio, una entidad sin ánimo de lucro que cultiva en el lugar la memoria del grupo y desarrolla otros proyectos, como La Cueva por Colombia, el Premio Nacional de Cuento La Cueva y el Carnaval Internacional de las Artes, en beneficio de la imaginación y la creatividad de los más jóvenes.

Ha sido una década de trabajo y de satisfacciones, de reflexión y divertimento, siempre con el propósito de estimular y provocar la imaginación y la creatividad de niños, jóvenes y grupos de familia en Barranquilla, el Atlántico y Colombia entera.

Nada habría logrado hacer La Cueva en estos años si, como institución, no hubiera encontrado la complicidad generosa de empresas y personas comprometidas con la creación y la cultura. Este es el caso, sin duda, de Te olvidé y otros inolvidables del Carnaval, estupenda antología musical con la que, gracias a Bancolombia, se ha decidido celebrar y bailar los 60 años del sabroso himno del carnaval, coincidiendo con los mismos de La Cueva, reabierta al público hace exactamente una década.

El carnaval, suspensión de realidades, nos permite así la subversión feliz de celebrar los 60 de La Cueva, con una canción que cumple su misma edad. Rara ironía esta, la de divulgar la letra y la música de una pieza que pregona precisamente el olvido, con la seguridad absoluta de que, al recibir este disco, ni usted ni nadie querrá olvidar a Te olvidé ni a ninguna de las diecinueve canciones que la acompañan.

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EL HERALDO
Barranquilla – Colombia
27 de enero de 2014

García Márquez: la luz en su memoria

Por: Joaquín Mattos Omar

Si un genio benigno le ofreciera concederle un gran deseo a cada uno de los lectores literarios que hay en el mundo, estoy seguro que muchos de ellos le pedirían que, entre los escritores ya muertos, resucitara a sus más admirados para abrir así la posibilidad de disfrutar de nuevas obras de ellos.

Por eso, todo lector considera impagable el privilegio de vivir en el mismo tiempo en que lo hacen autores que le resultan apasionantes, pues puede permitirse esperar que el gusto por sus obras sea satisfecho una y otra vez con novedades que demanda con una siempre mayor ansiedad.

Eso es lo que, hasta hace poco, nos pasaba a muchísimos con García Márquez. De ahí que no nos consolamos todavía de la frustración de que, como parece ya definitivo, no volverá a tomar la pluma nunca más, ni siquiera para corregir y poner a punto algunos textos que, según se sabe, tiene ya escritos pero no aún en su versión final.

La causa de su retiro parece forzosa, debido a que, como ha trascendido, ya no dispone, al menos en su plenitud, de una herramienta que es indispensable para todo escritor, y sobre todo para un novelista: su memoria.

En particular, la memoria ha jugado un papel primordial en el proceso creativo de García Márquez, para no hablar, pues no es el punto, del valor que tiene en su obra como tema.

Me refiero a que, en el caso de algunos de sus grandes libros (Cien años de soledad, El otoño del patriarca, Crónica de una muerte anunciada), transcurrieron de 15 a 30 años, aproximadamente, entre la concepción de la idea y su ejecución, así que, y dado que todos tienen como punto de partida hechos reales, no cabe duda que la memoria actuó en ellos como una suerte de instrumento alquímico donde tuvo lugar ese proceso de “transmutación poética de la realidad” que, según él mismo dijo, es la clave de su estética.

Incluso, de ese procedimiento no fue excluido ni siquiera su libro Vivir para contarla (que, por su carácter de autobiografía, se supone que debe ser rigurosamente ceñido a los hechos), como  consta en la advertencia explícita que puso en él a modo de epígrafe: “La vida no es la que uno vivió, sino la que uno recuerda y cómo la recuerda para contarla”. ¡Si se diera el milagro de recuperarlo como escritor en activo! Para ello, no haría falta un genio embotellado; bastaría abrir Cien años de soledad e invocar con fuerza al gitano Melquíades hasta transferirlo a la realidad, y entonces pedirle que le dé a beber a su creador aquella “sustancia de color apacible” que le suministró a su gran amigo José Arcadio Buendía –extraviado también en el olvido– y en virtud de la cual “la luz se hizo en su memoria”.

De tal modo que uno de estos días, quizá para asombro de la misma Mercedes, García Márquez se levante temprano, de buen humor, se meta en su viejo overol azul y se siente ante su Macintosh, mientras le advierte a ella: “Que nadie me interrumpa, que voy a trabajar hasta las dos de la tarde”.



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