13 de noviembre de 2013

MEMORABILIA GGM 702



Tomado del libro
Cierta mirada. Ensayos sobre literatura y periodismo.
Cali. Universidad Icesi. 2013.
114 pp. 22.5 x 15.5 cm.

Lectura e imaginación en
Cien años de soledad

Por Hoover Delgado
Por el contrario, y al revés de lo que dice el diccionario,
pienso que la imaginación es una facultad especial
que tienen los artistas para crear una realidad nueva
a partir de la realidad en que viven.
Gabriel García Márquez, El País. 1981.
Sobre relojes y déjà vu
Cuenta William Hazlitt de un reloj cerca de Venecia cuya inscripción reza: Horas non numero nisi serenas, “Sólo cuento las horas serenas”. Todo libro podría llevar ese lema. Cierta serenidad inhumana para contar las glorias y desgracias del hombre hay en las grandes obras. Sin embargo, es a la lectura a quien mejor le cuadra el lema: toda lectura es una hora serena. Ella torna real al libro que, hecho de tiempo, torna más intensa la realidad. La lectura es el reloj con que contamos nuestra lucha contra la muerte. Si sonara, oiríamos su tictac: el tic, puntillazo del tiempo, ocurriendo en el instante; el tac, taconazo de la muerte, ocurriendo en el espacio. De ahí se desprende que la lectura de un libro mayor pueda ayudarnos a comprender y transformar la realidad abrumadora de la finitud.
Cien años de soledad no es sólo un reloj de la especie que advierte William Hazlitt; es, además, una delicada y exacta pieza de relojería cuya lectura hace saltar en pedazos el señorío de la finitud, la precariedad del tiempo. Desentrañar su perturbadora arquitectura, su sutil y alucinado tictac, es el fin de estas páginas. O para hablar en lenguas académicas: estudiar su estructura nos permite mostrar cómo García Márquez reinventa un tipo de tiempo-espacio, expresado como un déjà vu literario, que resuelve el problema según el cual el tiempo íntimo y el tiempo histórico son incompatibles, y que apelando a la imaginación del lector revela los poderes de la lectura como transformadora de la realidad.
Vamos por partes.
El problema del tiempo-espacio en Cien años de soledad goza de enorme estudio. Resumiré aquí cuatro aproximaciones ya clásicas al mismo. La primera, de orden estético, que lo estudia bajo las reglas de la misma literatura, tal como Vargas Llosa en Historia de un deicidio. La segunda, una tentativa estructuralista propia de quienes por caso leen la novela bajo las tesis de Bajtin. La tercera, de orden socio-semiótico, que lo analiza a la luz de las ciencias sociales –piénsese en los trabajos de Ana Pizarro–. Y la cuarta, historicista y cultural, que lo estudia como depósito de la identidad o de la memoria personal y colectiva, o como registro histórico de los problemas que acosan nuestro presente; allí están los estudios de Ángel Rama o de Juan Gabriel Vásquez.
El nuestro pretende ser estético, pero recoge los estudios de Mijail Bajtin sobre el cronotopo. Bajtin define el cronotopo como la “conexión esencial de relaciones temporales y espaciales asimiladas artísticamente en la literatura”[1]1[2]. Su análisis dicta que los eventos ocurridos en el espacio dependen del tiempo concreto, objetivo y externo. El asalto al Palacio de Invierno, por ejemplo, que define el curso de la Revolución Rusa, depende de las vicisitudes de las noches del 5 y 6 de octubre de 1917. Su modelo de cronotopo es previsiblemente el histórico, y subordina todos los demás tiempos y espacios a su naturaleza social. Para Bajtin, el tiempo íntimo o natural no es determinante de la trama novelesca. Es el tiempo histórico el que hace posible las transformaciones del mundo real y del ficticio: el mundo real condiciona el mundo de la ficción, y análogamente el tiempo histórico general, externo, condiciona el tiempo íntimo.
Si trasladamos el problema a la lectura, fenómeno íntimo por excelencia, surgen preguntas que tienen que ver, por un lado, con nuestra condición de seres reales y, por otro, con el libro como objeto de ficción. ¿Podemos desde nuestro tiempo íntimo de lectores pasar de ser condicionados por el cronotopo histórico a condicionantes del mismo? Si el libro es producto de la experiencia personal de un autor, y además goza de naturaleza ficticia, ¿podemos como lectores condicionar el tiempo íntimo de la ficción? Y aún más, ¿puede un libro de ficción transformar el cronotopo real, histórico, de sus lectores y, por ende, de la sociedad?
Bajtin no resuelve el problema. No obstante, su estudio nos guía en el examen de Cien años de soledad. Esto nos obliga a contemplar las dos formas de tiempo espacio de la novela, el general y el singular, a fin de demostrar cómo la lectura y la imaginación permiten resolver el problema. Cabe aclarar que si aquí se presentan los dos tiempos por separado, ello tiene un mero propósito descriptivo en tanto que la experiencia de la lectura demuestra su imposible separación y su incesante coexistencia.
Dos libros, dos tiempos
Empecemos diciendo que el tiempo de Macondo se condensa y se hace visible en un libro que es dos libros. El primero (Libro A), escrito por un narrador omnisciente que abre el relato –“Muchos años después, frente al pelotón de fusilamiento…” (CAS: 9)– y nos conduce a través de cien años de historia y quinientas páginas hasta el fin de los tiempos cuando nos revela que: “...las estirpes condenadas a cien años de soledad no tenían una segunda oportunidad sobre la tierra”. (471)[3]. Y un segundo libro, (Libro B), que Aureliano Babilonia descifra hacia el final de la novela, escrito por Melquíades, que comprime en un solo instante toda la ficción y todo el tiempo.
“[…] Era la historia de la familia escrita por Melquíades hasta en sus detalles más triviales, con cien años de anticipación. La había redactado en sánscrito, que era su lengua materna, y había cifrado los versos pares con la clave privada del emperador Augusto, y los impares con claves militares lacedemonias. La protección final, que Aureliano empezaba a vislumbrar cuando se dejó confundir por el amor de Amaranta Úrsula, radicaba en que Melquíades no había ordenado los hechos en el tiempo convencional de los hombres, sino que concentró un siglo de episodios cotidianos, de modo que todos coexistieran en un instante”. (469).
Libro A
El tiempo-espacio general del Libro A posee tres características: se organiza, según “el tiempo convencional de los hombres”, en una línea histórica de orden, desarrollo y caos; es además dinámico y, en términos matemáticos, tendiente a infinito.
La primera característica, la de estar organizado en una línea histórica, se expresa en cada una de las etapas del pueblo. En la primera etapa, Macondo es una aldea paradisiaca, autosuficiente y aislada del mundo, y la línea histórica orden-desarrollo-caos se resume en tres episodios:
a) La organización del pueblo por parte de José Arcadio Buendía: “[…] había dispuesto de tal modo la posición de las casas, que desde todas podía llegarse al río y abastecerse de agua con igual esfuerzo, y trazó las calles con tan buen sentido que ninguna casa recibía más sol que otra a la hora del calor. En pocos años, Macondo fue una aldea más ordenada y laboriosa que cualquiera de las conocidas hasta entonces por sus 300 habitantes”. (18).
b) El progreso, garantizado por la influencia de la tribu de Melquíades, “[…] que tanto contribuyó al engrandecimiento de la aldea con su milenaria sabiduría y sus fabulosos inventos […]”. (50).
c) Y la peste del insomnio, cuyos resultados caóticos desajustan el sutil mecanismo de la realidad en un juego paradójico en que tiempo y espacio se confunden: el súmmum de ese juego lo expresan dos hechos: la capacidad de los macondinos de ver los sueños ajenos: “En ese estado de alucinada lucidez no sólo veían las imágenes de sus propios sueños, sino que los unos veían las imágenes soñadas por los otros”. (57); y el don de Pilar Ternera de adivinar el pasado en las barajas “[…] como antes había leído el futuro”. (61).
Algo similar pasa con la segunda etapa, cuando Macondo se organiza como un pueblo de comerciantes y se hunde en la guerra partidista conducida por el coronel Aureliano Buendía; o en la tercera etapa, cuando la ciudad-colonia crece bajo el poder tecnológico e industrial de la compañía bananera y declina con la Matanza de las Bananeras y el diluvio.
En términos de su dinámica, el tiempo-espacio del Libro A, ancho y lato al principio, derrocha energía en objetos cargados de tiempo –los inventos– y en lugares cargados de potencia natural: la sierra, la ciénaga y la selva. Al final, se condensa y lentifica bajo el poder de la compañía bananera que condena a Macondo y a sus habitantes a una rutina regulada por el compás de la producción de la fruta y por la dinámica delirante del consumo. Macondo se acoge a un tiempo ajeno que le imprime la velocidad compulsiva del trabajo –medida por el paso del tren–, pero que va progresivamente desacelerando hasta concluir con la huelga de los trabajadores[4]3. Entonces se detiene. En el centro de la plaza los militares les dan a los trabajadores cinco minutos para dispersarse y pronuncian el plazo de un minuto antes de disparar.
“Embriagado por la tensión, por la maravillosa profundidad del silencio y, además, convencido de que nada haría mover a aquella muchedumbre pasmada por la fascinación de la muerte, José Arcadio Segundo se empinó por encima de las cabezas que tenía enfrente, y por primera vez en su vida levantó la voz.
-¡Cabrones! -gritó-. Les regalamos el minuto que falta”. (346).
Tras la matanza, la historia sufre un giro radical. En uno de esos trucos de espejos que García Márquez prodiga, asistimos a una peste del insomnio macabra donde triunfa el olvido. Ya no hay pócimas, ni rótulos, ni ayudas de la memoria; Pilar Ternera no adivina el pasado, ni Melquíades vuelve de la muerte. Míster Brown, mago funesto, conjura la lluvia a su favor y Macondo es reducido al olvido por el diluvio. El mundo se trastorna: el espacio se encoje; la casa, clausurada, se limita al dormitorio de Fernanda, al cuarto de Melquíades, al laberinto opresivo de Úrsula ciega; el tiempo se concentra en la intimidad de los amigos de Aureliano Babilonia y en la de Gastón y Amaranta Úrsula. Al desaparecer todos ellos, el último de los Buendía queda en la soledad absoluta, reducido al cuarto de Melquíades y a los pergaminos. Cuarto y libro: espacios del límite, cuya destrucción significa la precipitación de la historia en el torbellino final del instante.
Finalmente, la tendencia al infinito del tiempo del Libro A está garantizada por el juego. El tiempo gira, da vueltas y parece cerrarse, pero su espiral abierta da inicio a otro rizo de la historia. Esta forma temporal circular incluye otra de forma lineal, vectorial, que parece regir algunos momentos de la novela. Vargas Llosa ha estudiado en él formas de condensación y de alargamiento: condensación, en el inicio del capítulo sexto que sintetiza la vida del coronel Aureliano Buendía, o en el episodio del capítulo tercero que relata la historia de la cándida Eréndira; existe por el contrario alargamiento en la increíble cantaleta de Fernanda del Carpio, o en la tediosa postergación del narrador que cuenta el cuento del gallo capón.
La imagen de infinitud del tiempo general es resultado del juego lingüístico, del flujo y contra-flujo de la palabra. Está anclada a un leitmotiv verbal, el “muchos años después”, que se presenta veinte veces en todo el libro, diez como “muchos años después” y diez como “años después”. Constante, envolvente, el “muchos años después” se abre en una espiral, alarga o contrae el tiempo, permea la conciencia de los personajes o permite la construcción de la ubicuidad. De la misma forma que el “muchos años después” quiere negar la fijación en el presente y mostrar los acontecimientos en fuga, el narrador despliega saltos al pasado que rehúyen traviesamente su sujeción, o enclava el presente con una puntualidad maniática. Su imagen general podría enunciarse como sigue: el “muchos años después” es la entidad verbal que jalona de manera sostenida la narración hacia adelante y guía la interpretación hacia la idea del final constante (el Fin de los Tiempos); los saltos al pasado orientan periódicamente dicha interpretación hacia la idea del origen del tiempo (el Génesis); y la puntualidad maniática impone una idea del presente (la Historia). La prestidigitación narrativa de García Márquez ostenta una nutrida baraja de figuras para armar el tiempo general que ha deslumbrado a la crítica: Michael Palencia Roth habla de espiral; Cobo Borda, de bisagra temporal; Vargas Llosa, de cajas chinas o de muñecas rusas. Figuras referidas en su totalidad al tiempo general del Libro A.
Libro B
El segundo tipo de tiempo al que me quiero referir es al íntimo, que corresponde al Libro B, pertenece a los personajes; está en relación directa con la imaginación; y matemáticamente es un tiempo de naturaleza discreta, que fluctúa entre eternos retornos en miniatura y relámpagos revelatorios o epifanías.
En las características de pertenecer a los personajes y de estar en relación con la imaginación, estriba su verdadera importancia. No es nada nuevo decir que el tiempo es artificio, ficción; en el mundo real, el tiempo íntimo se materializa en las relaciones que tejemos con nosotros mismos y con el mundo que nos rodea. No otra cosa ocurre en la ficción literaria: el coronel Aureliano Buendía, por ejemplo, regresa una mañana a Macondo y encuentra el pueblo cambiado:
“Los almendros tenían las hojas rotas. Las casas pintadas de azul, pintadas luego de rojo y luego vueltas a pintar de azul, habían terminado por adquirir una coloración indefinible.
–¿Qué esperabas? -suspiró Úrsula-. El tiempo pasa.
–Así es -admitió Aureliano-, pero no tanto”. (148).
Cien años de soledad nos pone ante las formas plurales de la experiencia del tiempo. Y son los personajes, desde el tejido íntimo de sus relaciones, quienes producen los cambios generales de la historia. Melquíades, abrumado por la soledad de la muerte, decide regresar a Macondo y rescata al pueblo de la peste del insomnio. Consecuencia de ello, Macondo se salva del olvido. Las matronas francesas promueven el carnaval sangriento, bajo cuyo efecto Aureliano II conoce a Fernanda del Carpio, quien cambiará la historia de la familia. El tiempo íntimo condiciona, a su vez, el tiempo general.
Pero ese no es el único sentido en que el tiempo íntimo de los personajes afecta los tiempos ajenos. Hay un efecto más inquietante que expondremos sucintamente ahora, pero que retomaremos al final: cuando Úrsula en el capítulo XVII advierte que el tiempo da vueltas en redondo, tal como lo había advertido en los capítulos X y XI, llega a la misma comprobación de la circularidad del tiempo que nosotros, los lectores. Sólo que su experiencia varía de la nuestra por unos segundos y porque a diferencia de ella, que lo hace con asombro único, nosotros llegamos al doble asombro: el de comprobarlo en la novela, el de comprobarlo en nuestras vidas. De esa manera el tiempo íntimo de los personajes se torna tiempo íntimo del lector. Todo ello por obra y gracia de la imaginación.
Ahora bien, decir que el tiempo íntimo pertenece al Libro B no significa que esté ausente del Libro A. Todo lo contrario, si el Libro A discurre diacrónicamente a plenificarse en la epifanía final del Libro B, los contenidos de uno y otro se corresponden estrechamente. Estos contenidos son expresados por los personajes. A esta altura, no debemos olvidar que hay un personaje principal que dispone todos los contenidos –incluyéndose a sí mismo– en los libros A y B: Melquíades. Es él quien trama el tiempo íntimo de los personajes de modo que éste pase de ser condicionado a condicionante. Y lo hace de tres formas: como indicios, según los estudia Carlo Ginzburg en su análisis histórico-morfológico; como segunda historia, según lo expone Ricardo Piglia en sus tesis sobre el cuento; y como lo imaginario, según lo clasifica Vargas Llosa en Historia de un deicidio.
a) Como indicios: el narrador deja pistas relacionadas con los personajes a través del libro A, que en la revelación final arrojan una dimensión insospechada sobre la historia general. Un ejemplo puede hallarse en el indicio de la ciudad de los espejos, que aparece al inicio de la novela: “José Arcadio Buendía soñó esa noche que en aquel lugar se levantaba una ciudad ruidosa con casas de paredes de espejo”. (34).Y reaparece perturbadoramente en la última página: “[…] estaba previsto que la ciudad de los espejos (o los espejismos) sería arrasada por el viento y desterrada de la memoria de los hombres […]”. (471). Las implicaciones simbólicas de ese paréntesis hacen que el indicio cobre una fuerza insospechada en el marco de la siguiente idea: la historia de Macondo nace de un sueño que al final se revela como un espejismo. Por tanto puede pensarse que Macondo y sus cien años de soledad no son sino un largo sueño deliberado de José Arcadio Buendía.
b) Como segunda historia: el narrador siembra en la historia claves o misterios sobre el personaje que al revelarse plenifican la epifanía y dan una dimensión expansiva al significado del personaje. El ejemplo más notable es el de Melquíades como prodigador de inventos, libros y sabiduría, que al final se revela como el autor de la historia de los Buendía. Uno distinto, pero no menos perturbador por su significado trágico, está ligado con Arcadio. Las claves que el narrador distribuye sobre él a lo largo de la novela son estas: la primera, cuando Melquíades le lee páginas de los pergaminos que Arcadio no entiende… “pero que al ser leídas en voz alta parecían encíclicas cantadas”. (89). El misterio se enfatiza cuando, próximo a morir, Arcadio enfrenta el pelotón de fusilamiento: “En ese instante lo apuntaron las bocas ahumadas de los fusiles y oyó letra por letra las encíclicas cantadas de Melquíades”. (143). Y el dato oculto se nos revela tres generaciones después, la última tarde de Macondo, cuando Aureliano Babilonia lee en los pergaminos las encíclicas cantadas… “que el propio Melquíades le hizo escuchar a Arcadio, y que eran en realidad las predicciones de su ejecución”. (469).
c) Y finalmente, como lo imaginario. Los personajes realizan obras mágicas, milagrosas, mítico-legendarias o fantásticas de repercusiones significativas para la historia general de Macondo.
Una nota al margen: Vargas Llosa cae en la misma trampa de los defensores del realismo mágico que ven en la magia el orden superior de lo imaginario. Se entiende. En Cien años de soledad el orden mágico está dominado por el objeto libro. García Márquez recoge la tradición moderna, tanto culta como popular, que ve en el libro el objeto central del conocimiento; por otro lado, resalta la virtud sagrada, revelatoria, del libro; y finalmente, hace “autor” del libro a un hombre que, por propios poderes, es capaz de transformar la realidad. Esa comprobación llevó a algunos críticos a la superstición colectiva del realismo mágico. El término, sin embargo, es incapaz de dar cuenta de la compleja totalidad de la novela.
Volvamos a lo nuestro y bástenos unos pocos ejemplos para mostrar cómo, dentro de la ficción, el tiempo singular de los personajes determina el general gracias a la incorporación de lo imaginario: Melquíades vence el tiempo y la muerte y salva a Macondo del olvido (orden mágico); el coronel Aureliano Buendía busca escape a su soledad en la guerra y se convierte en un ser mítico, invulnerable a balas, conjuras y venenos, que cambia la historia de Macondo (orden mítico-legendario); Remedios, la bella, sube en cuerpo y alma al cielo convirtiéndose en la única miembro de la familia capaz de derrotar a la muerte (orden milagroso); míster Brown dicta la hora del futuro en que firmará el pliego de peticiones y da origen al diluvio proverbial que hunde a Macondo en el olvido (orden milagroso). Dos episodios de la peste del insomnio sintetizan el tour de force garciamarquiano en todas las direcciones de lo imaginario: en la capacidad de los macondinos de ver los sueños de los demás (orden fantástico), y en el poder de Pilar Ternera de adivinar el futuro (orden mágico), que por efectos del progresivo olvido se convierte ¡en capacidad de adivinar el pasado!
Una vez agotados sus poderes transformadores, los personajes de Cien años de soledad parecen estar condenados a actividades sin sentido, a eternos retornos en miniatura que rematan en epifanías: el patriarca en su laboratorio de alquimia se estanca un día en el lunes eterno; el coronel regresa de la guerra y se fosiliza en la talla de los pescaditos de oro, hasta que pisa de golpe una trampa de la nostalgia; Amaranta rechaza amantes una y otra vez hasta que la muerte la condena a tejer su mortaja, cuya puntada final da el cinco de febrero; Remedios, la bella, en su rutina parca, es epifanía pura hasta que se levanta en un torbellino sobrenatural; José Arcadio, el Papa, extraviado en sus rituales y abluciones, muere con la imagen de Amaranta congelada en la mente. Sólo Úrsula y el coronel son capaces de advertir los estragos del tiempo, pero muy pocos de los Buendía intentarán romper su sinsentido. Entre ellos, los lectores de los pergaminos. Pero éstos también fracasan porque todas “sus tentativas son prematuras”. Parece un chiste: si está escrito tu destino, tu tentativa siempre será prematura. Pero también admite otra razón: fracasan porque los lectores que intentan descifrar los textos carecen de imaginación. Salvo Aureliano Babilonia.
Lectura e Imaginación
En el examen de la lectura y de la imaginación debemos acudir a un antecedente central en la novela: la lucha de José Arcadio Buendía contra el olvido. En medio de la peste del insomnio, el patriarca alcanza a compilar catorce mil fichas de la máquina de la memoria –un sistema giratorio que permite al operario (lector), sentado en el centro, recorrer en un día todos los conocimientos adquiridos por la humanidad–. La idea de la Enciclopedia está allí de cuerpo entero; pero también están las máquinas de pensar de base alfanumérica, desde el libro, o el artefacto combinatorio de Raimundo Llulio, hasta el ordenador.
La relación insomnio-olvido es importante. García Márquez define la escritura como la elección de la palabra justa para que el lector no se despierte. En ese sentido, una vigilia eterna es la negación de la lectura. El insomnio perpetuo es el conflicto simbólico que la lectura imaginativa pretende resolver en la novela. Cien años de soledad existe sólo para que alguien pueda leerlo. García Márquez ha fundado un pueblo y ha escrito su historia para un lector soñado por Melquíades: Aureliano Babilonia, el único de los lectores de los pergaminos en uso pleno de sus poderes imaginativos. Él resume a todos los lectores que lo preceden y a los hombres capaces de comprender las lenguas en que han sido cifrados los libros. Bien puede haberse llamado Aureliano Babel.
¿Pero qué tipo de lectura es la que quiere García Márquez de su personaje y de su lector? La lucha constante del autor es impedir que el tiempo se inmovilice. Allí donde el tiempo se detiene, devienen la muerte o el olvido. García Márquez lucha contra una vieja superstición de la Ilustración: leer es inmovilizar el tiempo y la historia. El proyecto iluminista, dice Bajtin, es una crítica negativa por cuanto, al intentar abrirse a los nuevos tiempos oponiéndose al tiempo cíclico, inmóvil del discurso cristiano, instaura simbólicamente el final de los tiempos. En su privilegio de la inmutabilidad de los tiempos, la Ilustración combate la superstición religiosa acudiendo a la hegemonía del conocimiento. Su objetivo sólo es alcanzable mediante la lectura. Bien lo muestra George Steiner en su análisis del cuadro Le Philosophe lisant, de Chardin[5]: el espacio, el decorado, la solidez de la biblioteca, el revestimiento del lector, la presencia de la calavera, las monedas de cuño antiguo, etc., son vestigios, cargados de tiempo que encargan al objeto libro la posibilidad de realizarse. La luz que da sobre el libro –revistiéndolo del aura casi sacro, sólo comparable con el halo de la imagen religiosa–, quiere elevarlo al lugar que antes ocupaba el libro sagrado. En medio de la movilidad cambiante de Francia, la letra de la Enciclopedia aspira a ser tan inmutable como la Palabra bíblica. El cuadro muestra esa tensión, pero parejamente expone la intención final del acto de leer iluminista como el acto de inmovilizar el tiempo mediante el conocimiento.
Ahora bien, el tiempo del conocimiento no es el de la ficción. Como tampoco el tiempo de la memoria iluminista (entendida como una suma de recuerdos), es el de la imaginación. Donde el tiempo se inmoviliza, repetimos, García Márquez introduce la muerte y el olvido. José Arcadio choca contra el lunes eterno y cae en la locura. Se abate el diluvio y Macondo es pasto de la miseria. Cunde el insomnio y Macondo deriva hacia una idiotez feliz peor que el olvido. El patriarca quiere luchar contra ella con un artefacto digno de la Ilustración, la máquina de la memoria, y fracasa. García Márquez introduce de esa forma otra tensión: la memoria no es una suma de recuerdos que un hombre cifra en un libro-artefacto, puesto que sus partes, animadas por un engranaje seco, terminan por agotarse con la disolución del sentido de los signos impresos y por el “desgaste irremediable de su eje”, que no es otro que la imaginación.
Es la imaginación la que mantiene viva la memoria y no al revés. El libro-artefacto, objeto de culto de la Ilustración, es tan engañoso como la máquina de Llulio o la de José Arcadio Buendía. La lectura como simple acto de conocimiento es una metáfora caduca y seca. Sólo un libro vivo puede engendrar una metáfora viva: el libro de la imaginación. En él, recuerdo, conocimiento y lectura conforman el caldo primitivo de la vida. Aureliano Babilonia va a evolucionar de la lectura intelectual, cuyo único fin es la acumulación libresca de conocimiento, a la vital, que lo pone en contacto con el mundo, con la historia y con su sangre. Cuando Alfonso, uno de los cuatro amigos de Aureliano, extravía en un burdel los escritos del sabio catalán, éste comenta “muerto de risa que aquel era el destino natural de la literatura” (453). Hasta entonces, a Aureliano no se le había ocurrido pensar “que la literatura fuera el mejor juguete que se había inventado para burlarse de la gente, como lo demostró Álvaro en una noche de parranda. Había de transcurrir algún tiempo antes de que Aureliano se diera cuenta de que tanta arbitrariedad tenía origen en el ejemplo del sabio catalán, para quien la sabiduría no valía la pena si no era posible servirse de ella para inventar una manera nueva de preparar los garbanzos”. (440).
El destino de la literatura no es otro que la vida misma. La memoria es solo un fantasma sin la visión formante de la imaginación. Al leer, las páginas no están inmóviles, la vida bulle bajo ellas y es esta ebullición la que explica la vida; un libro vale menos como relación del pasado, como mera arqueología, que por tratarse de un vestigio desprendido del mundo mismo, cargado de las huellas del tiempo, semilla de un futuro creador. El arte de ver (o de leer) se eleva sobre la precariedad del mundo cuando la mirada se permite entrar en aquello que llama su atención haciéndolo objeto del acto erótico de poseerla al tiempo que es poseído por ella, en un vaivén incesante de adentro afuera. Goethe hablaba en una metáfora marina de cuando se entra al mar y se advierte que la línea del horizonte se ha borrado y se ha perdido la noción de límite. “Quien no se haya visto rodeado de mar por todos lados”, decía, “no tiene idea de lo que es el mundo, ni de su relación con el mundo”[6]. No de otro modo, en la acción recíproca entre el lector y el libro, en los factores objetivos y subjetivos presentes en la lectura y la transformación creativa de lo leído, reside el vigor de la lectura formante; vale decir, de la imaginación.
Si todo el proyecto iluminista da por supuesto el fin del tiempo, es Mallarmé quien entiende que ese fin sólo puede ocurrir en la literatura, en un libro. García Márquez da un paso más allá: para él, el tiempo concluye y recomienza en la ficción, o lo que con mayor complejidad comprende Paul Ricoeur, en el lector, en el tiempo exacto en que coinciden el tiempo de la ficción con el desciframiento por parte del lector; cuando el tiempo de la ficción y el tiempo de la realidad se juntan, reinventando de ese modo un nuevo tiempo-espacio que hace inagotable la ficción por cuanto la proyecta en el tiempo real de los hombres.
Aureliano es el único lector –en toda la extensión de la palabra–, dentro de la familia Buendía. Y lo es por vocación. Es un intelectual del tipo clérigo que reviste características inusuales: está enterado de asuntos mundanos como los precios de las cosas, y acude a los libros no para conocer las novedades sino para “verificar la exactitud de sus conocimientos” (433). Es en realidad un lector preparado, minuciosamente cultivado en el laboratorio de las múltiples lecturas y de la conversación, que hacen de él un lector-artista de la imaginación. “Todo se sabe”, es su lema. En él la imaginación no es el depósito mental de las imágenes, ni la confrontación de éstas con las imágenes de la cultura. No. Es una operación íntima que da unidad a la conciencia, como lo entiende Kant, y es esa “facultad especial que tienen los artistas para crear una realidad nueva a partir de la realidad en que viven”[7], como lo quiere García Márquez.
Ser lector-artista de la imaginación requiere ensayo y paciencia. Sólo cuando se alcanza un grado sumo de preparación, de estado de gracia, puede ocurrir la revelación –esa forma profunda de visión–. Saber ver es, pues, una condición y una consecuencia común de la lectura y de la imaginación. Ambas operan en forma complementaria, la lectura recorriendo un objeto externo, la imaginación remontándonos en un recorrido instantáneo por el mundo interno. Leer es ver a un tiempo en el instante y en la historia, en lo más profundo de sí y en lo más externo de sí. Por ello su más alto momento se presenta como revelación. Aureliano “ve” al niño muerto por las hormigas y en un instante prodigioso se le revelan las claves de los pergaminos. Ver el final de la estirpe (de la historia) y revelársele sus orígenes (su más profunda intimidad), son una misma cosa. Leer es una forma singular de ver. Imaginar es leer. Leer es imaginar.
Pero, ¿cómo operan lectura e imaginación para construir un nuevo tiempo-espacio que disuelve la incompatibilidad del tiempo íntimo y el tiempo histórico? En la última parte de la novela aparece una suerte de juego témporo-espacial[8] al que llamamos déjà vu literario por su relación con el déjà vu clínico. La extraña naturaleza de ese bello fenómeno, la insólita mudanza de la realidad en ficción y de la ficción en realidad, operada gracias a un incidente mental, nos subyuga en grado sumo. Se trata de un juego de la memoria de carácter psicológico, estético y real en que padecemos un desplazamiento de tiempo y de espacio cuando nuestro ojo, engañado por un detalle de la realidad ajeno a nuestra vida, nos remonta en un instante a un recuerdo propio almacenado en nuestra memoria. “¡Esto ya lo viví!”, es la frase que resume nuestra perplejidad y maravilla.
Según el psiquiatra holandés Herman Sno, la memoria es un museo holográfico de imágenes que atesora los recuerdos de forma completa. En el déjà vu tomamos el detalle como la totalidad de un recuerdo y el hecho ajeno como algo ya vivido por nosotros. O para decirlo en términos más técnicos, tomamos la parte ajena como el todo propio y la metonimia como metáfora. El déjà vu literario consiste en tomar un detalle minúsculo de un libro por un recuerdo completo de nuestra vida, y hacerlo nuestro, propio. Literatura así escrita bien puede valer por el recuerdo completo de la existencia humana. Por metáfora del hombre. No otra cosa es la que lleva a Harold Bloom a decir que Hamlet, el personaje Hamlet, ha sustituido en sus recuerdos a muchas personas reales que el crítico ha conocido en su vida.
El tiempo del déjà vu es el instante.
Brindémonos, pues, un instante final para detenernos en el instante. Realidad y ficción parecen incompatibles. El Libro B aspira a abolir dicho hiato mediante el instante epifánico del déjà vu. Allí, realidad y ficción se funden en un puntillazo agudo del tiempo: el tictac del que hablamos al comienzo. En Cien años de soledad, el instante se da por una oposición tanto al salto al pasado como al “muchos años después”. El instante se concibe, en primera medida, como identidad, pues es lo que se presenta entre un ya no y un aún no; en segunda medida, como no identidad, porque asemejándose al presente, no es lo que pasa sino lo que se presenta. El instante es presencia. Nótese la cercanía entre este concepto y el de metáfora, cosa que nos interesa por cuanto el instante epifánico al adquirir categoría de símbolo, deviene en metáfora total del libro.
El instante, la presencia, relampaguea no en forma de elevación –la categoría según la cual Aristóteles distingue la tragedia–, sino de intensificación. Y para ello requiere de la paralización de lo contado, del caos. En Cien años de soledad la paralización de las vicisitudes históricas del Libro A alcanza su máxima entropía con las muertes de Amaranta Úrsula y del niño con cola de cerdo. A partir de entonces García Márquez concentra todo su poder narrativo en las dos imágenes finales que, intensas y memorables, van a producir el momento epifánico del déjà vu: el viento arrasando a Macondo y el último lector enfrentado al libro. Ellas van a permitir que se fundan el tiempo cósmico, general, del Libro A (desde el Génesis al Fin de los Tiempos) y el tiempo íntimo, revelatorio, del Libro B.
Los dos tiempos se condensan en el libro, pero elucidan al mismo tiempo que se alzan, la intención de su operación poética: hacer que el mundo no deje de comenzar. Ya Mallarmé habló de que todo existe para convergir en un libro. También afirmó que el libro, mediante la constitución del juego, confirma la ficción. Cien años de soledad confirma lo contrario: que es el juego de la ficción la que ratifica y da valor al objeto libro. El juego ficcional, presente en los libros A y B, se plenifica en el Libro B. Pero esto no significa que la operación de hacer recomenzar al mundo se extinga con el último relámpago de la epifanía. No. La operación, es cierto, ya no puede tener lugar en el texto Cien años de soledad, por cuanto con Macondo desaparecen los dos narradores y los dos libros, y Aureliano Babilonia nunca saldrá del cuarto. La operación sólo puede realizarse en la lectura, en el tiempo-espacio del lector real. En él, la plenitud temporal se materializa y el tiempo deja de ser novela para pasar a ser vida.
Podemos concluir, entonces, que Cien años de soledad rompe las incompatibilidades filosóficas sobre el tiempo y derrota la imposibilidad de juntar el tiempo cósmico y el tiempo íntimo. La historia de Macondo –el texto– es la historia de Aureliano –el lector–, resumida en una sola frase: “Sólo entonces descubrió que Amaranta Úrsula no era su hermana, sino su tía, y que Francis Drake había asaltado Riohacha solamente para que ellos pudieran buscarse por los laberintos más intrincados de la sangre, hasta engendrar el animal mitológico que había de poner término a la estirpe”. (470).
La segunda conclusión es aún más pasmosa: descubrimos que la revelación reservada a Aureliano es idéntica a nuestra propia revelación. En el momento en que Macondo es pulverizado, Aureliano Babilonia descifra los pergaminos y ante él aparecen condensados los cien años de historia, ordenados no en el tiempo convencional de los hombres sino concentrados en el tiempo diamantino de las profecías para que coexistan en un solo instante. Ese instante coincide con el minuto único e irrepetible de la lectura solitaria, tanto la de Aureliano como la nuestra. El cuarto del cual ya no saldrá nunca es asimismo nuestro cuarto. Desciframos el texto de Cien años de soledad en el momento preciso en que Aureliano Babilonia descifra el texto de Melquíades. El déjà vu, la profunda sensación de que “esto ya lo viví” nos conduce a la catarsis estética y a una libertad inaudita por cuanto es también la libertad de reconocer nuestra historia escrita en el libro.
Y en tercer lugar, el instante revelador es metáfora de una revelación mayor: la sagrada. Pero entonces advertimos que el déjà vu literario, al borrar realidad y ficción, desmitifica la Revelación sagrada despojándola de su carácter y trasladando su carácter sacro a la historia humana. De ese modo se cumple la metáfora del déjà vu: leer Cien años de soledad es celebrar la ceremonia escrita, sagrada y permanente de nuestra propia vida. Ese truco magnífico es la solución, la responsabilidad estética que García Márquez ha urdido para hacer que el mundo no deje de comenzar. Para reconstruir la realidad mediante los actos de la imaginación. Nos ha sumado a la familia de los alucinados de la literatura, esos intensos bovaristas que a la sombra del Quijote, de Emma Bovary o del último Buendía, tomamos el tictac recóndito de los libros por los signos vitales de nuestro propio corazón.
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Le philosophe lisant, Jean Simeón Chardin. 1734.

Bibliografía consultada
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[1] Bajtin, Mijaíl. Teoría y estética de la novela. Las formas de tiempo y del cronotopo en la novela. Ensayos de poética histórica. Madrid, Taurus, 1.989.
Estética de la creación verbal. Siglo veintiuno editores. Buenos Aires: 2005.
[2] Para el presente trabajo acudimos a García Márquez, Gabriel. Cien años de soledad. Real Academia Española, Colombia: 2007.
[3] Los grandes cambios de Macondo están marcados por petrificaciones temporales: la peste del insomnio; el lunes eterno de José Arcadio Buendía; el último minuto en la plaza de Macondo; el diluvio; el instante revelatorio del final.
[4] Retomamos el concepto de James Joyce para quien la epifanía es "[…] una súbita manifestación espiritual ya fuese en la vulgaridad de la alocución o del gesto, ya fuese en una faz memorable del mismo espíritu”. Más adelante, Joyce afirma en Ulises: "Cualquier objeto, considerado intensamente, puede ser una puerta de acceso al eón incorruptible de los dioses".
[5] Ver la ilustración al final.
[6] Citado por Bajtin. Op. Cit. 219.
[7] García Márquez, Gabriel. Notas de prensa 1980-1984. Fantasía y creación artística. Norma. Bogotá: 1996.
[8] De la especie mise-en-abîme estudiada por Gide, o efecto de realidad estudiado por Bloom y Borges en Shakespeare y en las Mil y una noches, tan próximos al concepto de efecto de distanciamiento de Brecht, o des-realización, propuesto por Lázaro Carreter y Vargas Llosa en el Quijote.

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