La
Jornada
México D.F.
31 de octubre de 2013
Agradece El Cigala presencia
de García Márquez en concierto
del Auditorio Nacional
El
cantaor presentó su más reciente disco 'Romance de la luna tucumana'.
Por Jorge Caballero
México, DF. Vistiendo de riguroso negro y evidentemente feliz Diego, El
Cigala, salió al escenario del Auditorio Nacional para presentar su más
reciente disco Romance de luna Tucumana.
Después de que sus cinco músicos hicieran una introducción de ocho minutos,
el cantaor inició su recital con Canción
de las simples cosas y siguió con
Naranjo en flor.
Luego El Cigala dio la bienvenida a su público: "Estoy muy
contento de estar en esta tierra a la que amo, como saben. Quiero agradecerla
presencia de dos personas que están en la concurrencia Gabriel García Márquez y
su esposa Mercedes", lo cual acarreó una ola de estrepitosos aplausos.
El concierto continuó con el público atento y gozador de lo que El
Cigala cantaba sobre el escenario.
Se escucharon Historia de un
amor, Por una cabeza y Los mareados,
entre otras.
México, DF. El escritor colombiano Gabriel García Márquez asistió al
concierto que la noche de este jueves ofreció El Cigala en el Auditorio
Nacional, para presentar su reciente disco 'Romance de la luna tucumana'. Foto:
Graciela P. Nuñez
** ** **
EL ESPECTADOR
Bogotá –
Colombia
3 de
noviembre de 2013
De cómo un aprendiz
conoció al maestro Gabo
De cómo
un desprevenido guía de turismo y estudiante de periodismo fue invitado por el
nobel de literatura y su esposa Mercedes Barcha a la intimidad de su casa en
Cartagena.
Por:
Carlos E. Manrique B. *
Especial para El Espectador
Alguien me había dicho que Gabriel García
Márquez estaba de vacaciones en Cartagena. De inmediato, y aunque sabía que no
era fácil verlo, decidí emprender el viaje, armado de esperanza y consciente de que mi
empresa tenía más posibilidades de fracaso que de victoria.
.
García
Márquez en su casa de Cartagena acompañado de la alemana Claudia Foecking y
Carlos Manrique. / Cortesía - Archivo particular
Había caminado las calles buscando alguna
pista que me permitiera llegar hasta el autor de Cien años de soledad y solo
recordaba la condición derrotista de muchos que habían intentado una
entrevista, una conversación, un autógrafo o siquiera una foto con nuestro
premio Nobel de Literatura y nunca lo habían logrado. Una enigmática polaca,
por ejemplo, había gastado durante dos meses varias horas en la mañana y el
mediodía esperando en la puerta de la casa del autor. Cada día llevaba cartas
en polaco y, ocasionalmente, flores amarillas.
Varias veces me había acercado a su
residencia. Completaba tres días de insistencia en los que recibía amables
negativas pues me contestaban que estaba durmiendo o que lo habían invitado a
algún lugar. Fue tanta la amabilidad y la certidumbre de saber que a Gabo, como
cariñosamente le dicen sus amigos, deben sobrarle invitaciones y faltarle
tiempo para complacer a todos quienes quisieran compartir con él, que decidí no
rendirme ni dejar que un par de intentos fallidos me
hicieran desistir.
Luego de tanta insistencia había resuelto
decirle que mi tatarabuelo había sido no solamente compañero de armas del
coronel Nicolás Ricardo Márquez Mejía, su abuelo, sino también su gran amigo.
Seguramente esta relación de amistad de la cual se había comentado en la
familia durante varias décadas, tuvo algún efecto en ellos, porque un par de
horas antes, sin comprometerse de ninguna manera, alguien me había dicho que
intentara a las doce del día. Convencido y confiado en una aprobación para mi
visita, decidí volver a esa hora.
La conversación telefónica con la encargada de
los asuntos de la casa fue breve, sólo me preguntó dónde estaba y le dije que
muy cerca de la entrada principal. Hubo un silencio de segundos que me
parecieron más pausados que de costumbre, hasta cuando su voz educada pero
segura me dijo con amabilidad: “Llegue a la puerta principal y espere un
momento”. Así lo hice y tras un par de minutos abrieron el portón. Una mujer
joven, de tez blanca y delicados modales nos permitió pasar a mí y a Claudia
Foecking, una amiga alemana también deseosa de conocer a García Márquez.
Subimos lentamente una escalera. Podía ver la
figura de un hombre sentado, las manos apoyadas sobre la mesa y la mirada fija
en algún punto exacto, parecía tener un escultor del otro lado detallando las
expresiones de su rostro. Era Gabriel García Márquez que se preparaba para el
desayuno.
Al acercarnos, me miraba detalladamente,
analizando cada una de mis palabras y movimientos. Su saludo fue lleno de
ternura y amistad, daba la sensación de habernos visto en alguna otra parte. A
Claudia le señaló la mejilla izquierda con su índice y ella comprendió que
debía darle un beso lleno de ternura al maestro de las letras.
La primera impresión que tuve fue que, más
allá de estar al lado del gran escritor, estaba al lado de una gran persona.
Sus ojos llenos de bondad seguían mirándome mientras yo agradecía a su esposa
Mercedes Barcha el privilegio de habernos permitido entrar a su casa, pues soy
muy consciente de que mucha gente hubiese querido compartir siquiera un par de
minutos con él.
Yo les hablaba de mis proyectos como estudiante
de comunicación social y periodismo, también que parte de mi familia vivía en
Aracataca. Me preguntó en qué parte vivía mi familia, respondí, y su respuesta
fue un silencio y una leve aprobación con la cabeza, como quien ha entendido el
mensaje pero no quiere añadir algo más.
En ese momento apareció en el comedor una
mujer madura con sonrisa piadosa, quien nos traía jugo de corozo. El maestro,
con la astucia y el mamagallismo que siempre lo han caracterizado, nos dijo:
“Ahora les viene la cuenta”.
Su esposa hablaba con nosotros de diferentes
temas, Gabo escuchaba atentamente cada palabra. Nos miraba como escudriñando el
alma y regalaba una sonrisa de vez en cuando antes de aportar brevemente algo a
la conversación. Le dije de la manera más elaborada y con algo de timidez: “Maestro,
no se le olvide que tenemos que tomarnos una foto”. Me dijo sin moverse, pero
con toda la mecánica del protocolo mamagallístico del Caribe: “No se preocupe,
en esta casa hacemos esa clase de sinvergüenzuras”.
Nos tomamos varias fotos, especialmente con la
tableta de la señora Mercedes, quien amablemente después me las envió al
correo. El maestro García Márquez nos firmó varios libros, unos para la
colección personal y otros para familiares que durante años habían anhelado
siquiera un trazo del celebrado autor.
Mi amiga Claudia había puesto sobre la mesa
algunas fotos de Cartagena. Gabo las tomó y después de mirarlas detenidamente
dijo: “Qué bonitas”. Doña Mercedes advirtió que la ciudad está hermosa, pero
hizo la salvedad: “Si salimos, la gente no lo deja caminar”.
Había planeado hablarle muy poco de
literatura, no solamente porque quería compartir más con el ser humano que con
el escritor, sino porque estaba seguro de que debe incomodarle que la mayoría
de personas se le acerquen para conocer algo de su actividad creativa, sobre
todo ahora que ha escogido sabiamente un silencio ante los medios y se ha
dedicado a vivir horas llenas de paz al lado de su familia.
En cambio, le expresé mi admiración por el
vallenato, especialmente por las composiciones de Rafael Escalona y Leandro
Díaz. Doña Mercedes añadió en ese momento que recientemente lo habían visto en
una fiesta donde habían sido invitados.
Después de ese largo tiempo conversando
comprendí que ya era tiempo de irnos. Nos tomamos la última foto y después de
darme un abrazo lleno de ternura y sinceridad me dijo: “¿Por qué te vas?”. Le
expliqué que debía volver a casa. “Maestro, que Dios lo bendiga”, agregué.
Esperó que me acercara a Doña Mercedes para
despedirme y después de haber abrazado cariñosamente a Claudia, me dio
nuevamente un abrazo, igual de emotivo y franco: “Por allí nos estamos viendo”,
me dijo. Se sentó en silencio, despidiendo nuestros pasos con la mirada.
Fue una experiencia enriquecedora que me
permitió conocer no solamente al buen escritor, sino al gran ser humano que
vive y existe y que responde al nombre de Gabriel García Márquez.
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