Publicamos
el ensayo siguiente por
cortesía
de su autor, a quien
enviamos
nuestros agradecimientos.
MEMORABILIA
GGM
Cali – Colombia
20 de agosto de 2013
Homenaje en sus 85 años.
La poesía de García Márquez
José Luis Díaz-Granados
Entre nostalgias de la casa grande de Aracataca, alegrías y timideces
multicolores, vividas o soñadas en las nacientes aventuras preadolescentes en
Barranquilla y las conventuales y monótonas vigilias en Zipaquirá y Bogotá,
nacen y crecen los primeros poemas de amor, reflexión y soledad, salidos de la
pluma febril de Gabriel García Márquez.
Recordemos que Leopoldo Mozart, el padre de Amadeus, era un músico que
estaba muy lejos de poseer la gracia de los dioses y que don José Ruiz Blasco,
el progenitor de Picasso, era un profesor de dibujo que en su vejez, escaso de
la vista, encargaba a su precoz hijo que terminara de perfeccionar los ojos de
las palomas y otros pequeños detalles de sus pinturas. No cabe duda, sin
embargo, que de estos oscuros artistas sin ambiciones brotaron las maravillosas
vocaciones de sus geniales hijos.
Por eso cuando nos enteramos que don Gabriel Eligio García, además de
ser telegrafista en Aracataca, partero, dentista y farmacéutico en Sucre y
violinista inspirado en sentidas y románticas serenatas en Santa Marta y
Riohacha, era un poeta de entusiasmos dominicales –-que pergeñaba en forma
especial las décimas, los romances y los sonetos endecasílabos en celebraciones
familiares y aniversarios cívicos–, corroboramos la anterior convicción.
De manera que esta circunstancia, sumada a un especial temperamento de
niño observador e imaginativo y a la influyente personalidad de su abuelo el
coronel Nicolás Ricardo Márquez y a la prodigiosa agudeza mental, supersticiosa
y mística, de Tranquilina Iguarán Cotes, su abuela, determinaron sin lugar a
dudas la adhesión espiritual y vitalicia hacia lo que Gabriel García Márquez
denominaría más adelante como “los espíritus esquivos de la poesía”.
En 1940, cuando el futuro autor de Cien
años de soledad acababa de cumplir sus 13 años y cursaba el primer año de
secundaria en el Colegio San José de Barranquilla, regentado por los padres
jesuitas, dio a conocer unas tímidas muestras de su enorme capacidad para
versificar, cuando le improvisaba a cada uno de sus condiscípulos lo mismo que
a sus profesores, cuartetas festivas y versos satíricos, sin que hubiera en
alguno de ellos ningún asomo de gracia lírica.
“El padre Luis Posada –recuerda Gabo en sus memorias–, capturó uno, lo
leyó con ceño adusto y me soltó la reprimenda de rigor, pero se lo guardó en el
bolsillo. El padre Arturo Mejía me citó entonces en su oficina para proponerme
que las sátiras decomisadas se publicaran en la revista Juventud, órgano
oficial de los alumnos del colegio. Mi reacción inmediata fue un retortijón de
sorpresa, vergüenza y felicidad, que resolví con un rechazo nada convincente: –Son
bobadas mías. El padre Mejía tomó nota de la respuesta y publicó los versos con
ese título –Bobadas mías- y con la
firma de Gabito, en el número siguiente de la revista y con la autorización de
las víctimas”…
Por ese tiempo, Gabo tenía el vicio de leer todo lo que cayera en sus
manos y se aprendió de memoria decenas de romances del repertorio popular y los
más hermosos poemas del Siglo de Oro español. También, el súbito aliento
embrujador de los Veinte poemas de amor de Pablo Neruda sedujo al joven Gabo
hasta el punto de aprenderse de memoria y recitar no pocas veces al día el
famoso “Poema veinte”, lo cual ocasionaba la cólera de algún jesuita.
En los años iníciales de la década conoció en Barranquilla a un
muchacho algo mayor que él llamado Cesar Augusto del Valle, alto, bohemio y
melenudo, quien comandaba un grupo denominado Arena y cielo, en homenaje e
imitación al de Piedra y cielo que desde Bogotá integraban Eduardo Carranza,
Jorge Rojas, Arturo Camacho Ramírez, Gerardo Valencia, Tomás Vargas Osorio,
Darío Samper y Carlos Martín, quienes a su vez estaban asimilando las
influencias de César Vallejo, Pablo Neruda y de los poetas españoles
contemporáneos. Fueron los años, como lo dice el mismo Gabo, que le dieron la
base retórica para soltar sus duendes, ciclo que culminó meses después con la
muerte prematura del joven César Augusto.
Una breve muestra de lo que escribía Gabito en esa época es el poema
titulado “La muerte de la rosa”: Murió de mal de aroma / Rosa idéntica, exacta.
/ Subsistió a su belleza. / Sucumbió a su fragancia. / No tuvo nombre: acaso /
La llamarían Rosaura, / O Rosa-fina, o Rosa / Del amor o Rosalía, / O
simplemente: Rosa, / Como la nombra el agua. / Más le hubiera valido / Ser
siempreviva, Dalia, / Pensamiento con luna / Como un ramo de acacia. / Pero
ella será eterna: / Fue rosa y eso basta. / Dios le guarde en su reino / A la
diestra del alba.
Durante su adolescencia, Gabriel García Márquez no mostró interés
literario distinto de la poesía. Recitaba de memoria en veladas familiares,
sesiones solemnes y eventos escolares el poema “El circo” del maestro Guillermo
Valencia, poemas de la barranquillera Meira Del mar –de quien sería después
cercano amigo– y el famoso disparate lírico de don José Manuel Marroquín, el
cual comenzaba: Ahora que los ladros perran, ahora que los cantos gallan, / Ahora
que albando la toca las altas suenas campanan; / Y que los rebuznos burran y
que los gorjeos pájaran / Y que los silbos serenan y que los gruños marranan /
Y que aurorada rosa los extensos doran campan, / Perlando líquidas viertas cual
yo lágrimo derramas / Y friando de tirito si bien el abraza almada, / Vengo a
suspirar mis lanzos ventano de tus debajas.
Un buen día, don Gabriel Eligio decidió que su primogénito se fuera a
estudiar al interior del país. Luego de un viaje de 8 días por el Río Magdalena
hasta Puerto Salgar y luego en tren hasta la remota y glacial Bogotá, el joven
Gabo se enteró que la beca diligenciada por su padre lo conducía hasta un
municipio situado a pocas horas de la capital de la República, donde la única
catedral de sal del mundo es su símbolo perpetuo. Allí, en el Liceo Nacional de
Zipaquirá, padeció largas horas, días y semanas de silencio, frío y llovizna,
lo más opuesto a la camaradería, el bullicio y la parranda musical de su tierra
costeña.
“Mal educado en los espacios sin ley del Caribe –escribe Gabo sesenta
años después– me asaltó el terror de vivir los 4 años decisivos de mi
adolescencia en aquel tiempo varado”. Sin embargo, en la natural adaptación al
nuevo ambiente, se familiarizó pronto con el ropaje moderno y progresista de la
mayoría de sus profesores, casi todos formados en la Escuela Normal Superior,
bajo la dirección del psiquiatra y cuentista vallenato José Francisco Socarrás.
Y así, entre lecciones nada disimuladas de marxismo, lecturas de Vargas Vila y
de José Eustasio Rivera y poemas de Residencia en la Tierra de Neruda, Gabito
comenzó a escribir poesía de manera voraz, influido también por los textos de
los Piedracielistas que aparecieran en las Lecturas Dominicales de El Tiempo
que dirigía Eduardo Carranza.
En septiembre de 1943 le llegaron a Zipaquirá los ecos de la
controversial visita a Colombia de Pablo Neruda y de la violenta polémica que
lo enfrentó el líder conservador Laureano Gómez. Tres décadas más tarde el
poeta chileno declararía que la novela estelar de García Márquez era el Quijote
de América y pediría para él el Premio Nobel de Literatura. Cuando este deseo
se hizo realidad Gabo en su discurso de recepción le rendiría homenaje,
llamándolo “Pablo Neruda el grande, el más grande, en cuyos versos destilan su
tristeza milenaria, nuestros mejores sueños sin salida”.
De pronto y a manera de recompensa precoz al solitario poeta, fue
nombrado rector del Liceo el más joven de los integrantes de Piedra y Cielo,
Carlos Martín, quien desde el primer momento descubrió los destellos poéticos
del alumno de Aracataca y le tomó una gran simpatía, al punto que un día le
prestó La experiencia literaria de Alfonso Reyes, libro que lo deslumbró de
principio a fin y le reveló sorpresivas afinidades del corazón, como fueron las
letras de los boleros de Agustín Lara.
Ya por entonces Gabito imitaba a Eduardo Carranza en las prosas líricas
que, a la manera de Juan Ramón Jiménez en Platero y yo, publicaba Carranza en
la revista sábado. Animado por Martín en la lectura de los famosos cuadernillos
dirigidos por Jorge Rojas, Gabo ensayó escribir un texto en cuartetos
eneasílabos, titulado Poema desde un
caracol:
Yo he visto el mar.
Pero no era
El mar retórico con
mástiles
Y marineros
amarrados
A una leyenda de
cantares.
Ni el verde mar
cosmopolita
–mar de Babel– de
las ciudades,
Que nunca tuvo unas
ventanas
Para el lucero de
la tarde.
Ni el mar de Ulises
que tenía
Siete sirenas
musicales
Cual siete islas
rodeadas
De música por todas
partes.
Ni el mar inútil
que regresa
Con una carga de
paisajes
Para que siempre
sea octubre
En el sueño de los
alcatraces.
Ni el mar bohemio
con un puerto
Y un marinero
delirante
Que perdiera su
corazón
En una partida de
naipes.
Ni el mar que rompe
contra el muelle
Una canción
irremediable
Que llega al pecho
de los días
Sin emoción, como
un tatuaje.
Ni el mar puntual
que siempre tiene
Un puerto para cada
viaje
Donde el amor se
vuelve vida
Como en el vientre
de una madre.
Que era mi mar el
mar eterno,
Mar de la infancia,
inolvidable,
Suspendido de
nuestro sueño
Como una paloma en
el aire.
Era el mar de la
geografía
De los pequeños
estudiantes,
Que aprendimos a
navegar
En los mapas
elementales.
Era el mar de los
caracoles,
Mar prisionero, mar
distante,
Que llevábamos en
el bolsillo
Como un juguete a
todas partes.
El mar azul que nos
miraba,
Cuando era nuestra
edad tan frágil
Que se doblaba bajo
el peso
De los castillos en
el aire.
Y era el mar del
primer amor
En unos ojos
otoñales.
Un día quise ver el
mar
–Mar de la
infancia– y ya era tarde.
Gabo no cabía de la dicha a sus 17 años pensando en que sería un poeta
y nada más que un poeta. Luego de graduarse de bachiller con honores, pues
además de haber sido quien pronunció el discurso de rigor en la sesión solemne,
fue uno de los escogidos por Carlos Martín para asistir a la audiencia
concedida por el Presidente de la República, un escritor de 38 años, Alberto
Lleras Camargo, de quien más tarde sería uno de sus más cercanos amigos, para
discutir sobre diferentes temas relacionados con la educación nacional.
Al ingresar a la Universidad Nacional meses más tarde, conoció a Pedro
Gómez Valderrama, entonces un joven de 23 años, cuyos libros de poemas Norma
para lo efímero y Biografía de la campana, habían despertado la admiración del
poeta de Aracataca. “Mi sorpresa más grata -recuerda Gabo en Vivir para
contarla-, fue encontrar como secretario general de la Facultad de Derecho al
escritor Pedro Gómez Valderrama, del cual tenía noticia por sus colaboraciones
tempranas en las páginas literarias, y que fue uno de mis amigos grandes hasta
su muerte prematura”. No olvidemos que muchos años después, García Márquez
sería uno de los más entusiastas lectores y admiradores de La otra raya del
tigre, la magistral novela de Gómez Valderrama.
En la Nacional, Gabo continuó escribiendo secreta y públicamente
poesía. Dos condiscípulos suyos, egresados del Liceo de Cervantes, Luis
Villar-Borda y Camilo Torres Restrepo, eran los redactores en aquel entonces
del suplemento literario del diario La Razón, fundado y dirigido por el poeta
–cuyos sonetos admiraba y decía Gabo de memoria–, Juan Lozano y Lozano. Con
ellos, al igual que con Plinio Apuleyo Mendoza, Gonzalo Mallarino, Álvaro Mutis
y Álvaro Castaño Castillo, el joven escritor costeño se reunía en el Café
Asturias, –lo mismo que con De Greiff, Jorge y Eduardo Zalamea en los cafés
Windsor y El Molino–, y no tardó en colaborarles poéticamente en La Razón y
posteriormente en Sábado, revista que dirigía el padre de Plinio, un legendario
y aguerrido periodista y político liberal.
En La Razón, en una columna bautizada “Poetas Universitarios” apareció
firmado por Gabriel García Márquez un poema titulado Geografía celeste con el antetítulo de “Elegía a la Marisela”, que
dice así:
No ha muerto. Ha
iniciado
Un viaje
atardecido.
De azul en azul
claro
–de cielo en cielo–
ha ido
por la senda del
sueño
con su arcángel de
lino.
A las tres de la
tarde
Hallará a San
Isidro
Con sus dos bueyes
mansos
Arando en cielo
límpido
Para sembrar
luceros
Y estrellas en
racimos.
–Señor, ¿cuál es la
senda
para ir al Paraíso?
–Sube por la Vía
Láctea,
Ruta de leche y
lirio,
La menor de las
Osas
Te enseñará el
camino.
Cuando sean las
cuatro
La Virgen con el
Niño
Saldrán a ver los
astros
Que en su infancia
de siglos
Juegan la
Rueda-Rueda
En un bosque de trinos.
Y a las seis de la
tarde
El ángel de
servicio
Saldrá a colgar la
luna
De un clavo
vespertino.
Será tarde. Si
acaso
No te han guardado
sitio
Dile a Gabriel
Arcángel
Que te preste su
nido
Que está en el más
frondoso
Árbol del Paraíso.
Murió la Marisela.
Pero aún queda un
lirio
Era evidente que además de la influencia pegajosa de la poesía de los
Piedracielistas, Gabo parecía querer contarnos un cuento en cada poema o
versificación. Reiteraba, sin saberlo, que cada buen poema no era otra cosa que
el teatro de una acción. Y así, hasta que por propia confesión, se sintió
cegado por el rayo de sol de La metamorfosis de Kafka, en un insólito camino
hacia el Damasco narrativo, Gabo se convenció a sí mismo que la avenida ancha
de su destino literario no estaba en la poesía propiamente dicha como género a
cultivar sino en la novela y el cuento (el cuento, por lo pronto), en tanto que
aquella era tan sólo un preludio prodigioso y fosforescente, un ejercicio de
disciplina impostergable, un riguroso sistema de elaboración de estructuras
literarias para obras superiores aún no soñadas.
Sin embargo, con esa sorda y peligrosa terquedad de quien no es nadie
pero quiere serlo todo, Gabo continuó escribiendo poemas y sonetos de medidas
perfectas y publicándolos en las páginas de sus buenos amigos, unas veces con
el seudónimo de “Javier Garcés” y otras con su nombre verdadero. A mediados de
1945 publicó con seudónimo el soneto Tercera
ausencia del amor:
Este amor que ha
venido de repente
Y sabe la razón de
la hermosura.
Este amor, amorosa
vestidura
Ceñida al corazón
exactamente.
Este amor que es
harina en la ternura,
Que es infancia de
sueños en la frente,
Que es líquido de
música en la fuente
Y es lucero
nostálgico en la altura.
Este amor que es el
verso y es la rosa,
Y es saber que la
vida en cada cosa
Se nos repite cada
vez más fuerte.
Tan eterno, este
amor tan resistible,
Que comparado al
tiempo es imposible
Saber dónde limita
con la muerte.
“Es difícil imaginar, escribe Gabo en sus memorias, hasta qué punto se
vivía entonces a la sombra de la poesía. Era una pasión frenética, otro modo de
ser, una bola de candela que andaba de su cuenta por todas partes. Abríamos el
periódico, aún en la sección económica o en la página judicial, o leíamos el
asiento del café en el fondo de la taza, y allí estaba esperándonos la poesía
para hacerse cargo de nuestros sueños”.
Y como Bogotá no era solamente la capital de la República y la sede del
gobierno, sino sobre todo la ciudad donde vivían los poetas, no sólo creía Gabo
en la poesía y se moría por ella, sino que sabía con certeza que, como lo
escribió Luis Cardoza y Aragón, “era la única prueba concreta de la existencia
del hombre”.
Un soneto bautizado Sin título
–junto con el Soneto matinal a una
colegiala ingrávida–, son los últimos poemas que Gabriel García Márquez
publicó en los diarios capitalinos y en cualquier otro periódico de la Tierra,
antes de que apareciera “La tercera resignación”, su primer texto narrativo,
hace exactamente 60 años en el suplemento Fin de semana de El Espectador. Sin título dice así:
Si alguien llama a
tu puerta, amiga mía,
Y algo en tu sangre
late y no reposa
Y en su tallo de
agua temblorosa
El surtidor florece
su alegría.
Si alguien llama a
tu puerta y todavía
Te queda tiempo
para ser hermosa,
Si aún existe la
arteria de la rosa
Para tomarle el
pulso a la poesía.
Si alguien llama a
tu puerta una mañana,
Sonora de palomas y
campanas
Y aún crees en el
dolor de la alegría;
Si aún la vida es
verdad y el beso existe,
Si alguien llama a
tu puerta y estás triste
Abre que es el
amor, amiga mía.
Hoy, cuando el orbe entero está celebrando los 80 años del nacimiento
del genial fabulista de Macondo, el único inmortal vivo de nuestro tiempo,
queremos reconocer en su narrativa magistral, el duende inequívoco de la
lírica, las deslumbrantes y arrobadoras gotas de luz con que suele constelar su
prosa prodigiosa, y corroborar así que la presencia de la poesía en la novela,
el cuento y el periodismo de Gabriel García Márquez no es solamente la prueba
concreta de la magnificencia de su parábola vital, sino que es la única
artífice de una obra que desde siempre nos ha pertenecido a todos y que se
cristaliza en la memoria de los tiempos “más allá del aire donde se terminan
las cuatro de la tarde hasta donde no pueden alcanzarla ni los más altos
pájaros de la memoria”.
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