MEMORABILIA GGM 668
Debajo de este texto, publicamos una
entrevista que Plinio Apuleyo Mendoza le hizo a Gabriel García Márquez y fue
publicada en Libre, la revista de izquierda política, en Paris el 3 de febrero de 1973, cuando GGM tenía 46 años
de edad. A esta entrevista él mismo la consideró “su primera entrevista de viejo”,
según la frase con que cierra.
La entrevista es un hallazgo para MEMORABILIA GGM y por esa razón no fue
publicada en Para que no se las lleve el
viento. Tiene el mismo tono de la entrevista publicada en el libro que
lleva por título El olor de la guayaba
del mismo Mendoza de ésta entrevista. Si bien es cierto que muchas de sus
declaraciones están consignadas en otras entrevistas publicadas en Para que no se las lleve el viento, también
hace otras que aportan mucho al conocimiento del pensamiento literario, político
y social del Nobel colombiano
El Jinete Insomne
Blog de GUILLERMO
MAYR
Buenos
Aires – Argentina
28 de
septiembre de 2008
Gabriel García Márquez:
"Escribir es algo tan
El reportaje que se transcribe a continuación fue concedido en
Barcelona por Gabriel García Márquez (1928) al escritor colombiano Plinio
Apuleyo Mendoza (1932), a la sazón secretario de redacción de la revista Libre, editada por latinoamericanos en
París. Apareció en su nº 3 de febrero de 1973 y allí el autor de Cien años de soledad aludió –entre
muchas otras cosas– a su novela, por entonces, todavía inédita: El otoño del patriarca.
¿Cómo
trabajas, aquí, en el barrio de Sarriá, en Barcelona? ¿Te sientes cómodo en
este lugar?
Corresponde bien a mis necesidades para
trabajar. Utilizo para escribir una máquina eléctrica muy moderna. Corrijo a
mano, en tinta negra, el trabajo del día anterior y saco en limpio antes de
pasar los originales a una mecanógrafa, que viene por las tardes a casa.
Después del almuerzo, oigo varias horas de música. Música clásica; pero también
Manzanero, también Toña la Negra o los Beatles. La música clásica que más me
gusta es la música de cámara romántica, sólo que la considero romántica desde
Beethoven hasta Bartok.
Hoy has
perdido el aire de argelino desamparado que tenías en París, cuando por culpa
de tu aspecto y de la guerra de Argelia, los policías franceses te metían a
empellones en los coches celulares con demasiada frecuencia. Ahora, a los
cuarenta y tres años, has tomado más bien el aspecto macizo y seguro de un
boxeador en retiro y tienes apenas dos años menos de la edad que siempre
consideraste como la ideal para un escritor.
Sí. Cuarenta y cinco es la edad para escribir
buenas novelas.
¿Haces
mucha vida social mientras escribes?
El teléfono empieza a sonar en casa después de
las cinco de la tarde. Son mis amigos, que me saben disponible a partir de esa
hora. Necesito alcohol y amigos para conversar. Acostumbramos ir en grupo a un
restaurante de las ramblas donde burgueses catalanes, pulcros y rasurados como
si acabaran de salir de la peluquería, pasan largos minutos cavilosos
estudiando el menú.
GGM en
Barcelona 1973
¿Te
gusta Barcelona?
Yo pienso que soy el Vargas Vila de mi
generación, y que tal vez por eso, inconscientemente, me vine a Barcelona. Lo
cierto es que la ciudad me gusta, así como París me produce una zozobra
epidérmica, salvo en verano cuando el calor la convierte en un Macondo de
suecas semidesnudas en las terrazas de los cafés. Suelo dar largos paseos a pie
por el barrio Gótico. Descubrí sitios pintorescos, por ejemplo, una fonda llena
de humo en la Calle de los Baños Nuevos donde uno no se sorprendería demasiado
de encontrarse alguna noche, bajo los toneles de vino y las piernas de cordero
colgadas del techo, a Cristóbal Colón.
¿Será El otoño del patriarca como Cien
años de soledad?
El otoño
del patriarca alude a la soledad, a la soledad del
poder, a través de la imagen totalmente nostálgica de un dictador tropical. El
libro estaba virtualmente terminado hace un año. Releyéndolo, tuve la impresión
de haber llegado a una versión muy cercana a mi propósito, luego de dos
tentativas fallidas. Pero lo encontré demasiado aséptico. Le faltaba olor a
guayabas podridas. Fue justamente esa la razón para trasladarme con mi familia
a la zona del Caribe el año pasado. Por espacio de seis meses viví en
Barranquilla. Todavía viven allí varios de mis mejores amigos. Con ellos pasé
noches enteras bebiendo ron bajo los almendros de un traspatio, y hablando de
cosas que rara vez tienen algún parentesco con la literatura. En un sector
desolado de bodegas y cantinas próximo al mercado, está la polvorienta sala de
redacción donde escribí mi primera novela, frente, el burdel donde vivía. Las
cosas que han desaparecido con el tiempo.
Aquí, en
Barcelona, El otoño del patriarca avanza hacia su terminación. ¿Cómo será ese libro?
Es un libro en preparación y por lo tanto
vedado. No me gusta hablar públicamente de las cosas que estoy haciendo.
Dime,
¿es una superstición?
No me gusta contestar preguntas sobre los
libros que estoy escribiendo porque todavía forman parte de mi vida privada.
Las pocas veces que lo he hecho me he servido de materiales dudosos, que han
terminado en el cajón de la basura. Siento un poco de buena compasión por los
autores que cuentan en entrevistas el argumento de su próximo libro: es casi
una prueba de que las cosas no les están saliendo bien, y se consuelan
resolviendo en la prensa los problemas que no han podido resolver en la novela.
Pero del
libro en proceso sueles hablar en privado con tus amigos. Con algunos, al
menos...
Eso es distinto; hace parte de mi método de
trabajo. La reacción de ellos me ayuda a valorar mis materiales. Sin embargo,
también esto debe tener su medida, pues si se habla demasiado y durante mucho
tiempo de un tema en proceso, se corre el riesgo de perder el interés a fuerza
de manosearlo. Eso mismo sucede después, durante el trabajo de corrección: hay
que saber hasta dónde se llega para no echar todo a perder. En ese sentido,
escribir es algo tan misterioso como cocinar.
Me
parece que crees poco en la inspiración. ¿Es cierto?
Cuando se quiere escribir algo, se establece
una especie de tensión recíproca entre uno y el tema, de modo que uno atiza el
tema y el tema lo atiza a uno. Hay un momento en que esa relación alcanza un
punto ardiente en que todos los obstáculos se derrumban solos, los conflictos
se apartan, y a uno se le ocurren cosas que no había soñado, y entonces no hay
en la vida nada mejor que escribir. Esto es lo que se conoce como inspiración.
Los románticos desprestigiaron la palabra, pero la situación es real, no como
estado de gracia ni como soplo divino, sino por una reconciliación con el tema
a fuerza de tenacidad y dominio.
A veces
suspendes deliberadamente, por semanas y aun por meses (¡o por años!) el libro
que estás escribiendo. ¿Cuándo exactamente lo interrumpes?
Cuando siento que declina esa relación intensa
con lo que estoy escribiendo. Entonces vuelvo a reconsiderar todo desde el
principio. Son las épocas en que compongo con un destornillador las cerraduras
y los enchufes de la casa, y pinto las puertas de verde, porque el trabajo
manual me ayuda a dominar el miedo a la realidad. Hasta ahora no me he
equivocado: siempre que pierdo el entusiasmo de lo que estoy escribiendo, es
porque hay una falla grande que no advertí a tiempo. A veces necesito años para
descubrir dónde está.
Le
asignas mucha importancia al primer párrafo de tus libros. Alguna vez me
dijiste que concebías perfectamente que uno tardara tres años en escribir este
primer párrafo y tres meses en escribir el resto. De acuerdo con esto, ¿hay más
probabilidades de que la falla esté justamente al principio?
La falla puede estar en cualquier parte del
libro, pero lo malo es que cuando uno la siente ya ha trabajado mucho tiempo
sobre ella. Por eso le pongo tanta atención al primer párrafo, porque él solo
puede ser un laboratorio para establecer sin muchos sacrificios todos los
elementos del estilo, estructura y lenguaje, y hasta la longitud del libro. La mala hora estaba planeada como una
novela mucho más larga pero en el curso de la escritura, que fue muy ardua y
accidentada, fui modificando los planes sin acordarme más del principio. Cuando
conocí a Angel Rama, en México, lo primero que me dijo, con toda razón, es que La mala hora empieza como si fuera un
libro mucho más largo.
¿Dónde
sueles encontrar la solución?
Donde menos me lo imagino. La novela que estoy
escribiendo ahora la suspendí en México, en 1962, cuando llevada casi
trescientas cuartillas, y lo único que se salvó de ellas fue el nombre de un
personaje. La reanudé en Barcelona en 1968, trabajé mucho durante unos seis
meses, y la volví a suspender porque no estaban muy claros algunos aspectos
morales del protagonista, que es un dictador muy viejo. Como dos años después,
compré un libro sobre cacería en el África porque me interesaba el prólogo
escrito por Hemingway. El prólogo no valía la pena, pero seguí leyendo el
capítulo sobre los elefantes, y allí estaba la solución de la novela. La moral
de mi dictador se explicaba muy bien por ciertas costumbres de los elefantes.
Has
dicho que el año pasado, cuando te fuiste a Colombia, lo volviste a suspender.
Sí, pero no porque hubiera notado ninguna
falla grande en el personaje ni en la estructura, sino porque hubo un momento
en que no conseguía que hiciera calor en la ciudad del libro, y eso era muy
grave, pues es una ciudad imaginaria del Caribe. No basta con escribir
"hacía un calor tremendo". Al contrario, es mejor no escribirlo y
hacer que el lector lo sienta.
¿Cómo
resolviste el problema?
Lo único que se me ocurrió fue cargar con toda
mi familia para el Caribe, y estuve errando por allá casi un año sin hacer
nada. Cuando regresé a Barcelona revisé lo que llevaba escrito, sembré unas
plantas de flores muy intensas en algún capítulo, puse un olor que hacía falta
en otra parte, y creo que ahora no hay problema y que el libro va disparado sin
tropiezos hasta el final.
¿Qué
hiciste de especial durante ese viaje?
Simplemente viví en el aire del Caribe, que es
el único mundo en que no me siento extranjero, donde pienso mejor. Lo más
interesante fue volver a las Antillas Menores: Antigua, Martinica, Guadalupe,
Trinidad, Barbados, Curazao. Son unas islas hermosas y miserables, donde uno
vuelve a convencerse de que los españoles, con todo lo que les reprochamos, son
los únicos que pusieron los riñones en su empresa colonial, y los que de veras
crearon un mundo nuevo. Los franceses y los ingleses no han dejado siquiera un
idioma, y hay una separación radical entre los colonos y los nativos. Por un
lado están los pueblos polvorientos y ardientes cuyas casas de madera se
desbaratan con los ciclones, están los chinos cruzados de indios que lavan la
ropa y venden amuletos, y los hindúes verdes que salen de sus tiendas de
marfiles para cagar en la mitad de la calle, y por otro lado están los
rascacielos de vidrios solares de los hoteles de los gringos, con su mar de
topacio y sus playas privadas. Es un mundo sin términos medios.
¿Cómo te
pareció Curazao?
Es una bella locura de los holandeses, lo
único distinto en las Antillas. La ciudad es una miniatura de Amsterdam, con
canales interiores de puentes levadizos, y tulipanes en las refinerías de
petróleo, casas de madera de colores muy vivos con techos para la nieve en un
trópico de 30 grados. Yo llegué un martes cualquiera, pero el comercio estaba
cerrado y había banderas en los balcones y música en la calle, porque era el
cumpleaños, de la reina de Holanda a diez mil kilómetros a través del océano.
No logré convencer a nadie e que aquello no tenía sentido porque en Amsterdam
ya era miércoles y el cumpleaños de la reina había sido ayer. Todo es posible
en Curazao: tú te sientas a tomarte una cerveza en la terraza de un café, y de
pronto te quitan la mesa, y te dicen que te apartes, y es que un transatlántico
blanco está cruzando el centro de la ciudad por entre las vitrinas de las
tiendas y las cocinas de los hoteles.
Viajas
mucho. ¿Te has preguntado alguna vez por qué?
No sé por qué. Es una de las cosas que más me
aburren, y todas las ciudades me parecen iguales y como ya te dije me siento
extranjero en todas partes menos en el Caribe. Lo que me queda de los viajes
son unas imágenes fugaces que permanecen para siempre en la memoria y que no sé
muy bien para qué sirven. De mis siete años en México, que es una ciudad dura
con gente que quiero mucho, no me va quedando más que el recuerdo de una tarde
increíble en que estaba lloviendo con sol por entre los árboles del bosque de
Chapultepec, y me quedé tan fascinado con aquél prodigio que me trastornó la
orientación y me puse a dar vueltas en la lluvia sin encontrar por donde salir.
En Cien años de soledad, alguien va a
matar al coronel Aureliano Buendía cuando éste está escribiendo el poema del
hombre que se extravió en la lluvia.
Es
curioso, pero de París, en cambio, no pareces conservar ningún recuerdo
nostálgico. Es una ciudad, que nunca hemos visto del mismo modo. ¿Se debe a tu
conocida fobia contra los franceses?
No, también conservo de París una imagen fugaz
que compensa todas mis hambres viejas, y toda la grosería y la mezquindad de
los franceses. Había sido una noche muy larga, pues no tuve donde dormir, y me
la pasé cabeceando en los escaños, calentándome en el vapor providencial de las
parrillas del Metro, eludiendo los policías que me cargaban a golpes porque me
confundían con un argelino, como tú bien has recordado. De pronto, al amanecer,
tuve la impresión de que todo rastro de vida había terminado, se acabó el olor
de coliflores hervidos, el Sena se detuvo, y yo era el único ser viviente entre
la niebla luminosa de un martes de otoño en una ciudad desocupada. Entonces
ocurrió: cuando atravesaba el puente de Saint Michel sentí los pasos de alguien
que se acercaba en sentido contrario, sentí que era un hombre, vislumbré entre
la niebla la chaqueta oscura, las manos en los bolsillos, el cabello acabado de
peinar, y en el instante en que nos cruzamos en el puente vi su rostro óseo y
pálido por una fracción de segundo: iba llorando.
¿Cuál es
tu sitio ideal para escribir?
Para mí el sitio ideal es la isla desierta por
la mañana y la gran ciudad por la noche. Yo necesito silencio y muy buena
temperatura para escribir desde las nueve de la mañana hasta las tres de la
tarde, pero por la noche necesito un poco de alcohol y muy buenos amigos para
conversar, y siempre tengo que estar en contacto con la gente de la calle y
bien enterado de la actualidad. Esto corresponde a lo que quiso decir William
Faulkner cuando declaró que la casa perfecta para un escritor es un burdel,
pues en las horas de la mañana hay mucha calma para escribir, y en cambio todas
las noches hay fiesta. Es curioso que esta declaración la publicó "The
Paris Review", cuando yo vivía en Barranquilla, y precisamente en un
burdel, como ya te he contado.
Háblame
de ese burdel. ¿Cómo era?
Era un hotel muy grande con cuartos de tabique
de cartón, en los cuales se escuchaban los secretos de los cuartos vecinos. Yo
reconocía las voces de muchos señores respetables de la ciudad, inclusive de
algunos funcionarios del alto gobierno, y me enternecía comprobar que la
mayoría no iba para hacer el amor sino para hablarles de sí mismos a sus
compañeras de ocasión. Como yo era periodista, mi horario de vida era el mismo
de las prostitutas. Todos nos levantábamos al mediodía y nos reuníamos a
desayunar en familia en alguno de los cuartos con las muchachas y sus chulos, y
entre ellos una famosa estrella del béisbol del Caribe, que era un tipo
estupendo y un chulo mundial. Entre huevos fritos y cerveza helada nos
intercambiábamos los secretos de la noche anterior. Es curioso que las
muchachas comentaban siempre lo que habían oído en el cuarto vecino, pero no
mencionaban nunca lo que les habían dicho a ellas, como si también en la ética
de su oficio existiera el secreto de la confesión.
Mucha
gente se pregunta si no te da miedo seguir escribiendo, después del éxito
estrepitoso de Cien años de soledad. Supongo que te habrán hecho ya esa
pregunta.
Sí, me hacen esa pregunta con frecuencia, pero
es gente que desconoce por completo los problemas de la creación. Una carrera
literaria, aunque su nombre parezca indicarlo, no es una competencia deportiva
con uno mismo. Uno escribe cada vez el libro que puede escribir. Cien años de soledad la leí cuando
revisé las pruebas de imprenta, hace cinco años, y sólo cambié dos palabras. La
volví a leer hace unos meses, por casualidad, pues no tenía otra a la mano para
un largo viaje de tren, y en ningún momento de su lectura se me ocurrió pensar
si era más fácil o más difícil escribir algo mejor, aunque si ahora pudiera escribirla
de nuevo no le cambiaría solamente dos palabras sino muchas páginas, y algunas
cosas serían mejores. En todo caso, esa novela, como las anteriores y las
futuras, fue el centro y la razón de mi vida mientras la estuve escribiendo,
pero ahora es un león muerto, como decía Hemingway, y si alguna vez acepto que
me hablen un poco de ella es solamente por buena educación.
¿Qué es,
pues, lo que te gusta de tus libros?
Escribirlos. Una vez terminados no me
interesan. La prueba es que he tenido libros inéditos durante muchos años,
guardados en un ropero, y que nunca le he llevado un original a un editor para
que lo publique.
¿Te
incomoda el éxito?
Me estorba, la fama me intimida, y la
consagración se me parece mucho a la muerte, y por eso me molesta participar en
espectáculos públicos y no he asistido nunca a ningún acto de publicidad de mis
libros. Comprendo que esto puede terminar en algo aterrador. El otro día, a la
salida del teatro, una señora me dijo, en mi propia cara: "Usted no
existe".
¿Cómo te
gusta ser leído?
Es estupendo que lo lean a uno sin complejos
intelectuales, que la gente aprenda a perderle el respeto a la literatura. En
realidad, todavía quedan demasiados rastros de cuando la cultura era un
patrimonio oculto de aristócratas y hechiceros. Se nota hasta en la atmósfera
de panteón de las librerías, donde nadie habla en voz alta, ni pisa fuerte, y
donde no se atreve a entrar nadie que no sea un iniciado. Otra sería la suerte
de la humanidad si todo el mundo supiera que El Quijote o Gargantúa...,
por ejemplo, no son esos aparatos sagrados de que hablan los pontífices, sino
que son dos libracos muy divertidos con lo que todo el mundo puede morirse de
risa sin necesidad de saber latín.
Veo que
no tienes en casa muchos libros. Casi nunca has tenido muchos. ¿Por qué?
Tengo un enorme desprecio por los objetos, y
no hago excepción con los libros. Mis únicas propiedades son mis aparatos de
música. Los libros, una vez leídos, los regalo, pues siempre estorban en la
casa, son feos y mal resueltos como elementos de decoración, y cuesta mucho
llevarlos de viaje. Mario Vargas Llosa, que tiene por los libros un respeto
sagrado, se crispó cuando le contaron que mi mujer quería leer un libro que yo
no había terminado, y resolví la situación de un modo muy práctico: cada vez
que terminaba una hoja la arrancaba del libro y se la pasaba a ella.
Pero
supongo que habrá alguno que te interese guardar...
Si un libro me interesa de nuevo lo vuelvo a
comprar, lo vuelvo a leer y lo vuelvo a regalar. Edipo Rey, lo he comprado infinidad de veces en el mundo entero y
hoy no lo tengo. Los libros de Pablo Neruda me han costado la mitad de la vida.
Mi biblioteca personal se reduce a unos pocos volúmenes que me gusta releer,
pero que no son los mismos todas las épocas.
¿Cuáles
son los más constantes?
Los más constantes son Conrad y Saint Exupery,
y no tengo nada de Tolstoi, aunque creo que la mejor novela que se ha escrito
es La guerra y la paz.
A
propósito de autores. Has admitido en alguna época influencias de Faulkner y
Virginia Woolf, para no hablar de Sófocles y de tus abuelos, o de libros como
el "Diario de la peste" o el "Amadís de Gaula". Rara vez
mencionas a Hemingway y a Graham Greene. ¿No crees que estos autores ejercieron
también alguna influencia en ti? En una época, según recuerdo, los leías con
mucha atención...
A Greene y a Hemingway no los menciono entre
mis influencias porque sus enseñanzas tienen un simple carácter técnico, y yo
entiendo que las técnicas literarias son valores de superficie que en última
instancia no pertenecen a nadie. Una influencia real e importante es la de un
autor cuya lectura lo afecte a uno en profundidad hasta el punto de modificar
ciertas nociones que uno tenga del mundo y de la vida. Por eso menciono a
Sófocles, a Kafka, a Faulkner, a Rimbaud...
A
Virginia Woolf...
A Virginia Woolf, a la poesía española del
Siglo de Oro y a la música de cámara desde Schuman hasta Bartok. Algún crítico
ha dicho que esta es una lista de burla, porque no encontró en mis libros
ningún rastro de Virginia Woolf.
¿Lo hay?
Claro que sí. Yo sería un escritor distinto
del que soy, y tal vez hasta un hombre distinto, si a los veinte años no
hubiera leído esta frase de Mrs. Dalloway: "Pero no había duda de que
dentro (del coche) se sentaba algo grande: la grandaza que pasaba, escondida,
al alcance de las manos vulgares que, por primera y última vez, se encontraban
tan cerca de la majestad de Inglaterra, del perdurable símbolo del Estado que
los acuciosos arqueólogos habrían de identificar en las excavaciones de las
ruinas del tiempo, cuando Londres no fuera más que un camino cubierto de
hierbas, y cuando las gentes que andaban por sus calles en aquella mañana de
miércoles fueran apenas un montón de huesos con algunos anillos matrimoniales,
revueltos con su propio polvo y con las emplomaduras de innumerables dientes
cariados".
¿Dónde
la leíste por primera vez?
La leí mientras espantaba mosquitos y deliraba
de calor en un cuartucho de hotel, por la época en que vendía enciclopedias y
libros de medicina en los pueblos de la Guajira colombiana, y recuerdo que esa sola
frase trastornó por completo mi sentido del tiempo, y me permitió vislumbrar en
un instante todo el proceso de descomposición de Macondo, y su destino final.
Más aún; releyéndola ahora, veinte años después, yo mismo me pregunto asombrado
si esa frase no sería el origen remoto del libro que estoy tratando de escribir
sobre el enigma humano del poder, y sobre su soledad y su miseria.
Volvamos
a Hemingway. Dices que sus enseñanzas tienen un simple carácter técnico.
Concretamente ¿qué te enseñó?
Dos lecciones prácticas, la primera fue cuando
dijo que el trabajo de cada día debe suspenderse cuando ya se sabe por dónde se
va a empezar mañana. Yo tenía antes la costumbre juvenil de escribir compulsivamente
hasta agotar en una jornada todo el material resuelto, y a la mañana siguiente
me enfrentaba con el fantasma de la hoja en blanco, sin saber por dónde
empezar, y cuando lo lograba ya estaba cansado y de mal humor. El consejo de Hemingway
tiene además la ventaja de que le permite a uno seguir enriqueciendo en la
mente, durante el resto del día, lo que se va a escribir mañana.
¿Y cuál
es la otra lección?
Es todavía más sencilla. En uno de sus cuentos
de toreros, Hemingway describe un toro que embiste al capote, pasa de largo y
luego se vuelve "como un gato doblando una esquina". Sólo cuando leí
eso caí en la cuenta de que muchas veces había visto un gato doblando una
esquina, y sin embargo nunca había notado que lo hace de un modo muy especial y
diferente al de los otros animales. Fíjate bien que el gato no se separa de la
pared para doblar la esquina, sino que se desliza contra ella, de modo que hay
un momento en que la cabeza está en una calle y la cola en la otra, porque
tiene la espina dorsal doblada en ángulo recto. El toro en el ruedo hace lo
mismo con una esquina imaginaria. Parece una tontería, pero esa sola frase de
Hemingway me dio una óptica nueva para observar el mundo.
¿Y
Graham Greene?
A Graham Greene le tengo que agradecer -y en
efecto se lo he agradecido- el haberme enseñado a descifrar el trópico. A uno
le cuesta mucho trabajo separar los elementos esenciales para hacer una
síntesis poética en un ambiente que conoce demasiado, porque sabe tanto que no
sabe por dónde empezar, y tiene tanto que decir que al final no dice nada. Era
ése mi problema con el trópico. Yo había leído con mucho interés a Cristóbal
Colón, a Pigafetta y a los cronistas de Indias, que tenían una visión original
y había leído a Salgari y a Conrad y a los tropicalistas latinoamericanos de
principios del siglo que tenían los espejuelos del modernismo, y a muchos
otros, y encontraba una distancia muy grande entre su visión y la realidad.
Algunos incurrían en enumeraciones que paradójicamente cuanto más se alargaban
más limitaban la visión. Otros, ya lo sabemos, sucumbían a la hecatombe
retórica. Graham Greene resolvió ese problema literario de un modo que me
pareció certero: con unos pocos elementos dispersos, pero unidos por una coherencia
subjetiva muy sutil y muy real. Con ese método se puede reducir todo el enigma
del trópico a la fragancia de una guayaba podrida.
¿Qué
otro consejo útil o enseñanza técnica aprovechable recuerdas haber recibido?
Uno que le escuché a Juan Bosch en Caracas,
hace como quince años. Dijo que el oficio de escritor, sus técnicas, sus
recursos estructurales y hasta su minuciosa y oculta carpintería hay que
aprenderlos en la juventud. En realidad, hasta los treinta años uno escribe a
chorros, se le ocurre más de lo que puede digerir, y se piensa que los
conocimientos artesanales son un estorbo y que es mejor la espontaneidad. En
ese momento es verdad, pero cuando la espontaneidad se acaba uno se queda sin
nada si no aprendió a tiempo la sabiduría.
Cien años de soledad, como es bien sabido, se aparta por completo de la sobriedad, el rigor
y el realismo de tus tres libros anteriores. ¿Qué fue lo que te permitió romper
aquellas estructuras racionalistas? ¿El hallazgo de un nuevo lenguaje?
No, no fue el repudio de una técnica ni el
hallazgo de un lenguaje, sino mi propio proceso de maduración política.
A ver,
explícate un poco.
Empecemos por el principio. La educación en
América Latina es tan rudimentaria y azarosa que uno tiene que salvarse nadando
solo. Yo estudié el bachillerato en un antiguo convento colonial sin
calefacción y sin flores, en un pueblo de mentalidad estrecha, remoto y
lúgubre, donde Aureliano Segundo fue a buscar a Fernanda del Carpio a mil
kilómetros del mar. Para mí, que había nacido en el Caribe, aquel colegio era
un castigo y aquel pueblo helado era una injusticia, y mi único consuelo era la
lectura. Allí empezó mi formación literaria, leyendo a los poetas malos de las
antologías oficiales, y empezó también mi formación política leyendo los libros
de teoría marxista que me prestaba a escondidas mi profesor de historia. Cuando
salí de aquel calabozo había cumplido dieciocho años y no sabía donde quedaba
el norte, pero tenía ya las dos convicciones que han sido fundamento de toda mi
vida: que el destino inmediato de la humanidad es el socialismo, y que toda
buena novela debe ser una trasposición poética de la realidad.
¿Influyó,
pues, la convicción política sobre la convicción literaria?
No. Los libros políticos que había leído
enseñaban un método de interpretación de la historia mediante el análisis de la
lucha de clases en las relaciones de producción, pero ninguno había tratado de
enseñarme cómo se escribe una novela. Sin embargo, cuando publiqué La hojarasca –nadando solo– mis amigos militantes
me crearon un terrible complejo de culpa. Uno de ellos me dijo: "Es una
novela que no desenmascara nada, y por lo consiguiente le hace el juego al
imperialismo y a sus cómplices de la oligarquía nacional". Ahora creo que
es un argumento simplista y equivocado, pero creo también que estaba en el
espíritu de aquella época y que me lo dieron de buena fe. El caso es que me
obligaron a reflexionar. Ese era uno de los tiempos más sangrientos de
Colombia, se estaban escribiendo muchas novelas infames sobre la violencia
realmente infame que padecía el país, y yo sentí que era mi deber apartarme un
poco de mis prematuras ideas literarias y enfrentarme con la realidad
inmediata. Fue por pura buena suerte que no me rompí la crisma.
¿A eso,
pues, se debe que La mala hora, El Coronel no tiene quien le escriba y la mayoría de los cuentos de Los funerales... tengan una estructura racionalista?
Sí, esos tres libros son tres aspectos de un
mismo tema central que tiene raíces muy profundas en la realidad de nuestro
país. Su estructura racionalista está determinada por la propia naturaleza del
tema. Pero de todos modos, como toda literatura premeditada, ofrecen una visión
limitada, excluyente y estática de la realidad, y por muy buenos o muy malos
que parezcan, son libros que se acaban en la última página. No quiero decir que
me arrepienta de haberlos escrito, sino que constituyen un tipo de novela
momentánea y bastante más estrecha de la que yo me creo capaz de hacer.
Algunos
críticos han llegado a verlas como tentativas, ejercicios o búsquedas fallidas
para escribir Cien años de soledad. ¿Qué opinas al respecto?
No me parece justo. Son libros con su valor
propio. Cualquier lector cuidadoso puede darse cuenta de que por el camino de La mala hora no se llega a Cien años de soledad.
¿Cuándo
comprendiste que debías cambiar de rumbo?
Necesité casi siete años de reflexión, sin
escribir una letra, para encontrar otra vez el hilo perdido desde La hojarasca. Cuando decidí correr el
riesgo de Cien años de soledad y de
los dos libros que estoy escribiendo ahora, fue porque mi propia madurez
política me hizo ver que mis comisarios estaban equivocados, que el compromiso
de un escritor con agallas no es solamente con la realidad política y social,
sino con toda la realidad de este mundo y del otro sin preferir ni menospreciar
ninguno da sus aspectos. Fue una especie de clarividencia ideológica que habría
de conducirme a una más amplia libertad de creación. La revolución cubana, con
su explosión imaginativa y su atropellada humanidad, tuvo mucho que ver con
esta recuperación de mi conciencia de escritor.
Vamos a
hablar de Cien años de soledad aunque lo hagas sólo por buena educación. Confesabas a tus amigos la
aspiración de escribir un libro "donde ocurriera todo". Hablaste
también de un "largo poema de la vida cotidiana" ¿Cuál era
concretamente tu anhelo?
Mi ambición primitiva era encontrar una
solución literaria integral, inmediata y única, para todas las experiencias que
de algún modo me hubieran afectado durante la infancia. No me daba cuenta, por
supuesto, que esa misma ambición era una prueba de que todavía estaba un poco
en un limbo infantil, pues lo primero que aprende un escritor maduro es que uno
no escribe lo que quiere sino lo que puede.
Muchos
críticos han entendido el libro como una parábola o alegoría de la evolución de
la humanidad...
Pues mi propósito era mucho más modesto y
simple. Sólo he querido dejar una constancia poética y más bien compasiva del
mundo de mi infancia, que transcurrió en una casa grande y triste, con una
hermana que comía tierra y una abuela ciega que adivinaba el porvenir en las
aguas dormidas, y numerosos parientes de nombres iguales que nunca hicieron
mucha distinción entre la felicidad y la demencia, ni nunca perdieron el candor
ni se ganaron la lotería. Esto es lo que yo entiendo por un largo poema de la
vida cotidiana.
Pero los
críticos han encontrado en el libro otras cosas más complejas...
Si los críticos han encontrado otras cosas más
complejas, puede ser que en realidad se me hayan salido por válvulas
inconscientes, pero también puede ser porque los críticos, al contrario de los
novelistas, no encuentran en los libros lo que pueden sino lo que quieren.
¿Cómo
debe interpretarse el papel de la fabulación en Cien años
de soledad?
Como una tentativa de romper los límites
estrechos que los cartesianos y los estalinistas de todos los tiempos le han
puesto a la realidad para que les cueste menos trabajo entenderla. Creo que
esos límites no son físicos sino intelectuales, que nos han enseñado a ver las
cosas de un modo y no queremos verla de otro modo, y yo no estoy haciendo nada
nuevo cuando trato de romper esos condicionamientos mentales mediante
trasposiciones poéticas.
Trasposiciones
poéticas de una realidad...
Claro. En mis libros no hay una sola línea que
no esté fundada en un hecho real. Mi familia y mis amigos viejos lo saben muy
bien. Hay quienes me dicen: "Es que a tí te suceden cosas que no le
suceden a nadie". Yo creo que le suceden a todo el mundo, pero no tienen
la sensibilidad para registrarlas, ni el hábito para verlas, y que la gran
mayoría de las personas cultas simplemente las rechazan y las ignoran por
simple prejuicio intelectual.
Podríamos
concluir diciendo que, a la inversa, las cosas que suceden en Cien años de soledad parecen
tanto más naturales cuanto más se desciende de nivel natural.
Sí, yo conozco gente del pueblo raso que ha
leído el libro con mucho cuidado, con mucho gusto, pero sin una admiración
especial por un autor que al fin y al cabo no les cuenta nada que no se parezca
a la vida que ellos viven. Algunos, comentando las peripecias de los Buendía,
me han contado otras cosas que yo hubiera querido para mi libro.
¿Te
concedes una libertad total de fabulación? Quiero decir, ¿puedes inventar
cualquier cosa?
Referido a términos de trabajo, eso que
estamos llamando fabulación mientras encontramos el nombre exacto, plantea
problemas muy interesantes. Yo creo que toda novela es una representación
cifrada de la realidad -o como he dicho alguna vez: una adivinanza del mundo-
pero esa representación, a cualquier profundidad y a cualquier latitud, tiene
una naturaleza propia, con sus leyes precisas e inviolables. El buen novelista
no puede hacer lo que le da la gana, porque corre el riesgo de decir mentiras,
y eso es mucho más grave en la literatura que en la vida real.
¿Podrías
ilustrar esto con un ejemplo?
No tenía más de cinco años cuando fue a
nuestra casa un electricista a cambiar el contador. Lo recuerdo como si fuera
ayer, porque me fascinó la correa con que se amarraba de los postes para no
caerse. Volvió varias veces. Una de ellas, encontré a mi abuela en la cocina
tratando de espantar una mariposa con un trapo, y diciendo: "Siempre que
ese hombre viene se mete en la casa esta mariposa amarilla". Ese fue el
embrión de Mauricio Babilonia. Pero lo interesante es que, por razones técnicas
muy difíciles de explicar, me convenía que las mariposas de la novela fueran
azules. No conseguí cambiarles el color. El personaje resultaba falso con las
mariposas azules, y no empezó a moverse con vida propia mientras las mariposas
no tuvieran el color de la realidad.
¿Pero no
ocurre también la situación contraria? Es decir, ciertas cosas de la realidad
que no logran pasar en el libro porque allí no resultan verosímiles.
Sí, mi experiencia más ilustrativa en ese
sentido es la de Santa Sofía de la Piedad, que en la realidad se había vuelto
leprosa. Estaba previsto que ése sería también su destino en la novela: al
descubrirse la lepra, abandonaría la casa sin despedirse, y se iría a morir en
un leprocomio para no contagiar a nadie. Todo el carácter del personaje está
construido sobre la prudencia, la bondad y el espíritu de sacrificio que harían
verosímil aquel desenlace, y sin embargo tuve que cambiarlo a última hora,
porque dentro del mundo de la novela parecía un recurso truculento para
despachar un personaje.
Quiero
hacerte una pregunta sobre el lenguaje, atendiendo el clamor de algunos amigos
que suelen preocuparse desconsideradamente por las afirmaciones que a veces
largas por ahí. En algunas declaraciones estableciste una oposición entre el
español hablado y el español escrito. Decías textualmente: "Tratamos (los
novelistas latinoamericanos) de escribir una novela con el español hablado, cuando
en realidad debemos escribirlo con el español escrito". ¿Qué querías decir
concretamente con esto?
Lo que quise decir es que el inglés, el
francés o el italiano se escriben como se hablan, mientras que en castellano
hay una división profunda entre la lengua hablada y la lengua escrita. Quise
decir que un diálogo en castellano que es bueno en la vida real no es
necesariamente bueno en la novela. Todavía no estamos muy lejos de aquella
súplica ejemplar de la literatura española: "Decidme, buen hombre, ¿no tenéis
por ventura un mendrugo para esta pobre párvula famélica?".
¿Pero a
qué se debe, en tu opinión, esa división profunda entre el castellano que se
habla y el castellano que se escribe?
Me parece que eso se debe a que el castellano
hablado anda por la calle, y en cambio el castellano escrito lo tienen preso
desde hace varios siglos en ese cuartel de policía del idioma que es la
Academia de la Lengua. Tratar de liberarlo, reduciendo cada vez más la
distancia entre el castellano escrito y el castellano hablado, es una tarea en
que debemos empeñarnos los escritores de lengua castellana, y en la que de
hecho estamos empeñados los novelistas latinoamericanos.
En
Colombia se precian de hablar muy buen castellano. ¿Qué opinas tú? ¿Cuál es el
mejor castellano?
Creo que el mejor castellano es el más impuro
porque lo va cambiando la necesidad cotidiana. Las gentes cultas de Colombia,
que se precian de hablar el mejor castellano del mundo, hablan en realidad una
forma atrasada del dialecto madrileño, en tanto que los escritores colombianos,
los serios y respetables, se rompen la cabeza por escribir como los clásicos
del siglo XVI. El castellano bueno es el de México, mezclado de nahuatl, de
inglés, de francés, de invenciones maliciosas, inteligentes y vitales, dispuesto
a romper todas las leyes por conseguir una expresión. La forma en que ha
logrado sacarle partido a ese idioma dinámico es lo que ha hecho que el
lenguaje de Juan Rulfo sea tan hermoso y eficaz.
Pasando
a otro tema; ¿sigues yendo al cine? En una época, recuerdo, parecía apasionarte
más que la literatura.
Hasta los treinta años fui al cine casi todos
los días, hice crítica de cine, asistí a los festivales, estudié dirección de
cine en Roma, y no hablaba sino de cine como toda la gente de cine. En México
hice algunos guiones, muy malos, según dicen los que saben, pero también conocí
la industria por dentro y me pareció que era imposible hacer un verdadero
trabajo de creación con unas normas tan estrechas. El caso es que ahora no voy
al cine más de dos veces al año, y casi siempre por ver las películas de mis
amigos del Brasil que son las únicas que me interesan, tal vez porque su mundo
es tan delirante como el mío y sus autores tan locos como yo quisiera ser.
¿Cuáles
son los directores que más admiras?
En un repaso general de todo el cine que he
visto me parece que los directores que más admiro son Orson Welles, sobre todo
por Una historia inmortal, y
Kurosawa, sobre todo por Barba Roja.
Pero la película que más me ha gustado no es de ninguno de ellos sino Jules et Jim, de Truffaut, y después El general de la Rovere, de Rossellini.
Lo que más me ha apartado del cine, como espectador, no es el cine mismo, sino
los trámites y las condiciones que se imponen para ver una película. Tiene que
ser a una hora que te fijan, hay que hacer cola para comprar la entrada, no
puedes elegir el lugar que te guste, tienes que soportar a los que llegan
tarde, a los que se besan sin consideración, y por último la película, que casi
siempre es mala. Si hubiera que hacer todo eso para leer, nadie leería.
¿Crees,
pues, que el cine es un arte en crisis?
Lo que pasa es que el cine está en la edad en
que estaba la música cuando sólo se podía escuchar en los conciertos. Yo oigo
música cuando menos tres horas diarias, pero nunca voy a los conciertos, porque
es como asistir a una boda o a un funeral: todo el mundo está demasiado serio,
te imponen el programa que quieren a una hora fija, y luego tienes que
compartir tus opiniones en el intermedio. De modo que la música la tengo en
casa con sólo apretar un botón. El día en que esto sea posible con el cine, y
lo será pronto, sin duda, veré más películas que ahora. Pero aún entonces
seguiré pensando que el cine no será un arte, y ni siquiera una diversión de
buena calidad, mientras esté condicionado a un régimen industrial.
Antes de
terminar esta entrevista quisiera oírte hablar de Camilo, de Camilo Torres. Fue
condiscípulo mío en el colegio y tuyo en la universidad. ¿Hace cuanto tiempo?
Veinticuatro años, creo, ¿Qué impresión te produjo entonces?
Entonces era una persona más bien
imprevisible. Tú lo recuerdas. Nos reuníamos a hablar de poesía y de política,
como siempre, en aquellos cafés ruidosos y fúnebres donde los borrachitos del
amanecer se hacían los dormidos para quedarse solos con las meseras. En la mesa
estaba Camilo, que era el más serio, estabas tú, que eras muy malcriado, estaba
yo, que era un costeño cimarrón, y estaban otros compañeros de universidad que
nunca volvimos a ver porque se volvieron ministros, y muchos otros a quienes se
los llevó el diablo. Bogotá era entonces una ciudad más vieja que ahora, más
helada pero menos lúgubre, y había una niebla matinal con olor a hollín y muchos
entierros por la calle, y los últimos tranvías eléctricos mataban en las esquinas
a los últimos percherones de los carros de cerveza.
¿Te
acuerdas de cuando Camilo se metió de cura?
Si, se fugó para el seminario, sus padres lo
alcanzaron en la estación del tren y lo encerraron en un cuarto como se hacía
entonces con las señoritas que se fugaban con su novio. Allí lo encontré, con
una ruana gris, repartiendo sus libros entre sus amigos, y hablando de una
vocación de sacrificio que nadie había sospechado. Esa fue la primera vez que
lo vi como era: absolutamente sereno pero absolutamente decidido.
Exactamente
la misma actitud que tenía cuando se metió al monte. ¿Dónde lo volviste a ver?
En París, casi diez años después, y aún tenía
la misma sonrisa en los ojos y el mismo sentido del humor permanente aunque un
tanto pueril, pero ahora me parece que ya se le notaba algo de su
predestinación un poco prematura. Creo que su fuerza mayor radicaba en que
nunca perdió la inocencia.
¿Y la
última vez?
La última vez que lo ví fue en Bogotá cuatro
años antes de su muerte, cuando nos llevó a la casa a un ladrón...
Ah, sí,
el ladrón. Yo estaba contigo cuando se presentó con él. ¿Qué quería?
Quería que le cuidáramos al ladrón mientras le
encontraba trabajo. El ladrón era un hombre sigiloso y sombrío, que masticaba
la comida con una rara tenacidad, y que nos contaba en la mesa sus aventuras de
domicilio. Una de ellas era la versión urbana de El viejo y el mar; necesitó la noche entera, sin ayuda de nadie,
para robarse el refrigerador de un apartamento situado en el cuarto piso, pero
cuando llegó a la calle estaba amaneciendo y lo abandonó en la esquina porque
no tuvo como llevárselo. Camilo le encontró trabajo, lo reintegró a la vida
civil, pero un policía que lo había conocido en sus tiempos de ladrón se lo
encontró una noche bien vestido y con un poco de dinero en el bolsillo, y
simplemente lo mató de un tiro. Camilo me contó que había reconocido y
sepultado el cadáver, y estoy seguro de que ya entonces sabía que se iba a
morir con un fusil en la mano.
Gabo: ¿Cómo
te definirías políticamente?
Soy un comunista que no encuentra donde
sentarse. Los viejos partidos comunistas están formados por hombres honrados y
castos, esterilizados por el catecismo y apaciguados por la reverenda madre
soviética, que ahora está más interesada en hacer buenos negocios que en
patrocinar la revolución. Esto es evidente en América Latina. Aparte de la
ayuda económica que le ha prestado a Cuba, y que ha sido muy grande, la Unión
Soviética no ha tenido la menor reticencia en negociar con los regímenes más
reaccionarios del continente, sin ninguna reserva de orden político. Acuérdate
que los carros armados de la policía de Colombia, con los cuales matan a los
estudiantes en la calle, fueron fabricados y vendidos por la Unión Soviética y
bendecidos en la plaza pública por el arzobispo.
¿Cómo
concilias esto con tu adhesión al socialismo?
Lo que pasa es que esos trueques sin
escrúpulos, son apenas síntomas de un sistema que se parece cada vez menos al
socialismo. Pero a pesar de eso yo sigo creyendo que el socialismo es una
posibilidad real, que es la buena solución para América Latina, y que hay que
tener una militancia más activa. Yo intenté esa militancia en los comienzos de
la revolución cubana, y trabajé con ella, como recuerdas, unos dos años, hasta
que un conflicto transitorio me sacó por la ventana. Eso no alteró en nada mi
solidaridad con Cuba, que es constante, comprensiva y no siempre fácil, pero me
dejó convertido en un francotirador desperdigado e inofensivo.
El año
pasado anunciaste en un periódico de Caracas tu deseo de afiliarte al nuevo
partido venezolano Movimiento al Socialismo (MAS) que surgió como una escisión
del Partido Comunista, ¿Qué alcance tiene para ti esta adhesión política?
No fue una simple declaración de prensa. El
MAS es un partido juvenil e imaginativo de una gran claridad doctrinaria, con
una política nacional propia que se sustenta en la realidad, con un estupendo
espíritu de sacrificio personal, y una decisión revolucionaria que no puede
fallar. Al mismo tiempo, y esto es formidable y nuevo, sus militantes saben que
la seriedad política no es incompatible con los bailes modernos, con las
películas de vaqueros y con el sentido del humor, y no les da vergüenza
enamorarse. Yo estoy identificado con sus planteamientos, soy amigo personal de
muchos de sus dirigentes y estoy convencido de que van a hacer la revolución en
Venezuela.
Una
última pregunta, una pregunta de cajón: ¿cuál es el mayor riesgo que ves para
un joven escritor en América Latina?
Creo que hay dos peligros: la estrechez ideológica
y la prisa por publicar. Como jurado de concursos, y por los manuscritos que me
mandan para que los lea, me parece que muchos están escritos solamente para
tumbar al gobierno y la gran mayoría están terminados de cualquier modo para
llegar a tiempo. Es cuestión de paciencia: son los editores quienes viven de
los escritores, y no al contrario, de manera que es a los editores a quienes
corresponde el trabajo de buscar a los escritores. Y de hecho lo hacen. Que me
lo crean a mí, que no sé qué hacer con tantos editores en el teléfono, y sin
embargo necesité cinco años para que me hicieran el favor de publicarme mi
primer libro. Esto parece un consejo y nunca me ha gustado darlos ni
recibirlos. Pero no importa déjalo así. Al fin y al cabo, no sé por qué tengo
la impresión de que ésta es mi primera entrevista de viejo.
2 comentarios:
Maravillosa entrevista.
Muchas gracias,señor Fernando, por publicar estas líneas que conservan el gabo mas puro y sincero..
Como siempre, un fiel lector de esta web, que camina por la vereda de las grandes biografias que se actualizan cotidinamente.
Maravillosa entrevista.
Muchas gracias,señor Fernando, por publicar estas líneas que conservan el gabo mas puro y sincero..
Como siempre, un fiel lector de esta web, que camina por la vereda de las grandes biografias que se actualizan cotidinamente.
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