MEMORABILIA GGM 667
EL PAIS
Madrid - España
21 de abril de 2013
La oportunidad de la crónica
Alberto
Salcedo Ramos, ganador del premio Ortega y Gasset, explica su pasión por el periodismo
y su deuda con la senda abierta por García Márquez
Por Juan Cruz
Al
calor de Gabo
Alberto Salcedo Ramos enseña periodismo en la
escuela de Gabriel García Márquez, en Cartagena de Indias, y nació en 1963
donde se hizo periodista Gabo, en Barranquilla.
Sus libros
son, entre otros, La eterna parranda, un compendio de algunas de sus
mejores crónicas, y De un hombre obligado a levantarse con el pie
derecho. Su obra El oro y la oscuridad es un gran reportaje
sobre “la vida gloriosa y trágica de Kid Pambelé”, el boxeador que en 1972
le dio un título mundial a Colombia.
Cuenta el ex
presidente Betancur (y lo recoge Salcedo Ramos) que Gabo fue recibido en
Madrid con esta exclamación: “¡Acaba de llegar el hombre más importante de
Colombia!”. Moviendo la cabeza, el Nobel respondió: “¿Dónde está Pambelé?”
Como García
Márquez, se crió “oyendo cuentos”. Gabo dijo que “cuando un cuento es bueno
tiene que parecer
verdad y para que una crónica sea buena ha de parecer mentira”.
El
cronista colombiano Alberto Salcedo Ramos, fotografiado en Madrid. /
JAVIER GANDUL
El Caracol era el hombre más feo del mundo y
Alberto tenía nueve años. Mirando llegar a aquel hombre desdentado “de cabellos
rústicos” traer quesos a la casa de su abuelo, aquel niño empezó a ser el
escritor que es hoy y que ahora ha merecido el Premio Ortega y Gasset de
Periodismo por contar la larga travesía de un chaval para ir a la escuela. Es
Alberto Salcedo Ramos, tiene 50 años. Nació en Barranquilla, Colombia, donde se hizo Gabriel García Márquez. Ahora
podría decirse, leyendo las crónicas
de Salcedo, que esa no es una mera
coincidencia.
En la casa de los abuelos (los padres de
Alberto se separaron cuando él tenía cuatro años) no había libros. Creció
viendo telenovelas mexicanas y venezolanas, y oyendo hablar a la gente.
“Vivíamos en El Arenal, que en realidad se llama San
Estanislao, pero como no había pavimento sino arena así se llamó, El Arenal. Y
allí todo se sabía hablando. Y la gente hablaba a gritos, es el
Caribe. Yo crecí viendo rollos de alambres con púas, medicinas para curar el
ganado. Con los años he descubierto que los primeros libros que leí nunca
fueron escritos. Eran hechos por las voces de la gente del pueblo. Yo me
inventé los primeros libros mirando hablar”.
La radio servía “para oír imágenes; tenías que
creerte lo que decían los que retransmitían el boxeo. No podíamos establecer
una relación entre esa voz y lo que sucedía. Te tenías que creer la voz, era un
auto de fe”. Pero servía para imaginar el mundo. “Yo siempre tuve mucha
curiosidad. No había bibliotecas. Lo que pasa es que en mi tierra hay mucha
gente que tiene talento narrativo. Es como una baratija que se malgasta en las esquinas. Había en la plaza un
tipo que vendía dos horas de diálogo.
Ibas, te hablaba desde un taburete, le
pagabas. Pero para llegar a ser Gabo, que es tan inalcanzable, ya tienes que
meterle unos libros al disco duro, te tienes que formar como lector”.
En el mundo rural “todo estaba muy permeado
por las narraciones de los espantos, los duendes, los fantasmas, la muerte… La
muerte siempre ha sido un protagonista de nuestras historias. Hay una copla
vallenata que también canta Serrat, El
amor amor: ‘Este es el amor amor, el amor que me divierte, cuando estoy en
la parranda no me acuerdo de la muerte…’. El folclor permite disimular la
tristeza. Allí nos burlamos de la muerte porque le tenemos mucho miedo. Como en
el Carnaval de Barranquilla”.
La bisabuela materna le contaba muchas
historias de Las mil y una noches. “Las descubrí luego; me contó una cantidad
de mentiras…; tenía la memoria estropeada por los años, los relatos se le
entrecruzaban. Su Aladino era muy particular”. Había periódicos: “Llegaba El
Tiempo todos los días, a las cuatro de la tarde. El mundo era lento entonces.
Las noticias venían a lomo de burros. El vallenato empezó porque la gente tenía
que mandar a otros a que se supieran las noticias. Murió Fulanito, anda y
cántalo si pasas por tal sitio… Así se daban las noticias, cantándolas”.
Aprendió a leer con la madre: “Fue una persona
dulce, no fue una madre pegadora. Pero enseñándome a leer a veces perdió la
paciencia. Entonces se decía: ‘La letra con sangre entra’. Así no fue, pero
perdía la paciencia”. En La eterna parranda (Aguilar) incluye Salcedo Ramos
algunas de sus mejores crónicas, y una columna sobre su madre, Las verdades de
mi madre. Su texto más emocionante, escrito tras la muerte de su madre, una
mujer que no aceptaba mentiras. Un detalle. Alberto cumplía 10 años, estrena un
pantalón blanco y va a la feria. Allí compra una empanada de huevo que le lleva
a su madre… en el bolsillo del pantalón. Para ella era evidente el destrozo, en
cuanto vio entrar al hijo por la puerta. “Enseguida corrió hacia mí con el
rostro transfigurado por la furia. Era evidente que se aprestaba a troncharme
la cabeza. En ese momento me saqué el paquete del bolsillo y le dije: ‘Mira lo
que te compré, mami’. Su semblante pasó sin ninguna transición de la rabia al
regocijo”.
Los primeros libros los leyó en el colegio. Y
a los 12 años se atrevió con Cien años de
soledad de Gabriel García Márquez. “No la entendí. Me extravié en esa
fronda de nombres repetidos, y la dejé. La agarré a los 20 años y sentí la
adicción más grande que me ha generado una prosa a lo largo de mi vida. Gabo es
adictivo. Y peligroso”.
–¿Le ha afectado?
–No, pero sí conozco a algunos que se
descalabraron, hubo muertos y heridos, y contusos, porque sucumben a ese
embrujo de Gabo y luego no saben cómo digerirlo.
La prosa de Gabo “es encoñadora, produce
encoñamiento; me deslumbró totalmente. La más bella novela es El amor en los tiempos del cólera; desde
ahí el Gabo es absolutamente virtuoso en la escritura, muy lúdico, muy
juguetón. Se permite hazañas con el idioma y es tan consciente de ello que
parece que se burla de nosotros”.
Ese es el referente del periodismo, “porque él
nos ha ayudado a vender la idea de que la crónica es una forma de periodismo
tan válida como la literatura. La crónica ha estado estigmatizada como si la
ficción fuera mejor. Algunos me dicen: ¿y cuándo vas a dar el salto a la literatura?
¡Confunden la técnica narrativa de la crónica con la técnica de la ficción!
Daniel Samper Ospina define la crónica como un cuento con datos reales. Así
es”.
Los datos y los detalles. “Flaubert decía que
la verdad está en los pequeños detalles. Hice un libro sobre Kid Pambelé, el
boxeador que enseñó a ganar a Colombia, campeón del mundo. Creí la leyenda que
había visto, hasta que, pasado el tiempo, y siendo ya Pambelé un desastre
derrumbado por las drogas, lo conocí de cerca; era un hombre bipolar, tenía
perdidos los límites entre el presente y el pasado. Todavía se cree campeón
mundial. Si hubiera contado lo que sabía de él hubiera escrito línea y media,
pero lo seguí durante ocho meses. Un día, después de todo ese tiempo, iba con
él en taxi, por Bogotá. A él lo hartó un atasco de tráfico, se enrabietó, dejó
el coche y se puso a andar, solo. Cuando lo alcancé ya no tenía la cara de
furia; había sido reconocido, todos los aclamaban, le gritaban champion, le hacían la uve de la
victoria… Caminaba como si estuviera en una pasarela. Un vendedor callejero le
regaló un sombrero mexicano de charro. Pero no se lo puso. ‘¡Es que si me lo
pongo no me van a conocer!”.
Las otras lecturas han sido Rulfo (“tan ducho,
tan zorro, hace que no se vea el oficio”), Hemingway (“arrogante como persona,
humilde ante su historia”), Albert Camus, Borges, Talese, Mailer, Capote (“me
gustaba su maldad, es maldadoso, es un tiburón que quiere sangre”).
–¿Y usted es maldadoso?
–Yo soy menos maldadoso que Capote, más
considerado. Más sudamericano, más romántico. Más cursi también…
–¿Y de dónde viene todo, cómo se hizo
cronista? “Mira, yo escribo desde los nueve años, y pasó algo que nunca he
contado. Veía muchas telenovelas. En la casa de mis abuelos vivía una mujer de
más de 30 años, madre de cinco hijos, soltera y abandonada. Y todos los días
llegaba a esa casa rural un ordeñador que traía quesos y se devolvía para la
finca. Era el hombre más feo que he visto en mi vida. Le faltaban los dientes,
tenía los cabellos rústicos, no hablaba. Le decían El Caracol. Pensé que
aquella mujer y este hombre deberían ser novios. Y todos los días yo escribía
una carta que pareciera de él y la ponía en algún rincón de la cocina para que
ella la encontrara. Todavía viven juntos. Cuando uno hace un truco como ese a
los nueve años y le funciona ya queda encadenado de por vida a la escritura”.
Esa cadena es la que le ha llevado a Alberto
Salcedo Ramos ser el cronista que ahora ha sido elegido Premio Ortega y Gasset
de Periodismo.
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