MEMORABILIA GGM 619
Cali – Colombia
24 de octubre de 2012
Se publica por cortesía
informativa de Melba Gómez
Gracias,
GGM
Por Jorge Restrepo Potes
El 19 de octubre de 1982 a los colombianos, por lo general
acostumbrados a recibir malas noticias, nos llegó una buena: la Academia Sueca,
encargada de adjudicar el Premio Nobel de Literatura, había escogido a nuestro
compatriota Gabriel García Márquez para que en audiencia presidida por el
monarca escandinavo, recibiera el galardón que lo catapultaba a las alturas
como uno de los grandes escritores vivos del mundo.
Yo que soy admirador del hijo de Aracataca no cabía en mí de gozo pues
desde 1955 cuando inicié en el Externado estudios de Derecho, le seguí la
trayectoria al vástago de doña Luisa Santiaga Márquez, en sus amenas crónicas
de El Espectador, diario vespertino en aquel entonces. En el periódico de los
Cano, García Márquez veló sus primeras armas literarias y fue magistral la saga
que publicó en varias entregas de la odisea del marino que sobrevivió solitario
en una balsa durante varios días después de que una ola lo arrojara al mar desde
la cubierta del buque en que viajaba. Ese relato le sirvió luego de tema para
uno de sus libros.
Este servidor ha sido un lector incansable, y por eso puedo asegurar
que, en castellano, no son más de diez los escritores que manejan el idioma con
la donosura de García Márquez, no sólo por el ritmo de la prosa sino por la
libertad que se toma de utilizar voces, dándoles un sentido diferente al que
muestra el diccionario.
Hace verdaderos fuegos de artificio con las palabras y por eso el
lector se extasía con lo que va leyendo en las páginas de sus obras, novelas y
cuentos, las primeras extraordinarias y los segundos perfectos pues el cuento,
o novela corta, es el más difícil de escribir. Borges, Irving, De Amicis,
Hemingway, y otros maestros, nos legaron cuentos magníficos, pero ninguno igual
a los logrados por el colombiano, que crea una obra increíble en el reducido
espacio del cuento.
He leído cuatro veces Cien años
de soledad y tras cada lectura quedo asombrado por la belleza de esa obra
única, que por sí sola merecía el Nobel para su autor. Pero, para mi gusto, en
donde García Márquez se crece a la altura del Olimpo, en donde brota toda su
sensibilidad, en donde transmite toda la pasión que un hombre puede sentir por
una mujer es en El amor en los tiempos
del cólera, al que regreso una y otra vez para convencerme de que lo único
que no es perecedero en este mundo sórdido y cruel es el amor, pero no el amor
suave de los grandes amantes de la literatura: Romeo y Julieta, Abelardo y
Eloísa, Efraín y María, el Conde Vronsky y Ana Karenina, sino el amor
desgarrador que laceraba el corazón de Florentino Ariza, que esperó en medio de
vicisitudes sin cuenta, más de 50 años para que –al fin– Fermina Daza se le
entregara en el camarote de uno de los barcos de la flota de propiedad de Ariza
que bajaba y subía por el Magdalena, del que no podían desembarcar por temor a
la epidemia del cólera que azotaba las riberas del río, y por eso el par de
ancianos se entregó a Eros, en un desenfreno sexual que los volvió a la juventud
perdida.
Cuando el capitán le preguntó al dueño del vapor: “¿Y hasta cuándo cree
usted que podemos seguir en este ir y venir del carajo?”, pues el barco
desplazaba de Barranquilla a La Dorada, de ida y regreso sin parar, Ariza le
contestó: “Toda la vida”.
Gracias Gabriel por existir. Gracias por darnos el orgullo de ser sus
compatriotas.
** ** **
MEMORABILIA GGM
Cali – Colombia
Octubre 21 de 2012
Publicamos con nuestros agradecimientos,
por cortesía de su autor.
HOMENAJE EN SUS 85 AÑOS
La
poesía de
Gabriel
García Márquez
POR: JOSÉ LUIS DÍAZ-GRANADOS
Entre nostalgias de la casa grande de Aracataca, alegrías y timideces
multicolores, vividas o soñadas en las nacientes aventuras preadolescentes en
Barranquilla y las conventuales y monótonas vigilias en Zipaquirá y Bogotá,
nacen y crecen los primeros poemas de amor, reflexión y soledad, salidos de la
pluma febril de Gabriel García Márquez.
Recordemos que Leopoldo Mozart, el padre de Amadeus, era un músico que
estaba muy lejos de poseer la gracia de los dioses y que don José Ruiz Blasco,
el progenitor de Picasso, era un profesor de dibujo que en su vejez, escaso de
la vista, encargaba a su precoz hijo que terminara de perfeccionar los ojos de
las palomas y otros pequeños detalles de sus pinturas. No cabe duda, sin
embargo, que de estos oscuros artistas sin ambiciones brotaron las maravillosas
vocaciones de sus geniales hijos.
Por eso cuando nos enteramos que don Gabriel Eligio García, además de
ser telegrafista en Aracataca, partero, dentista y farmacéutico en Sucre y
violinista inspirado en sentidas y románticas serenatas en Santa Marta y Riohacha,
era un poeta de entusiasmos dominicales ---que pergueñaba en forma especial las
décimas, los romances y los sonetos endecasílabos en celebraciones familiares y
aniversarios cívicos---, corroboramos la anterior convicción.
De manera que esta circunstancia, sumada a un especial temperamento de
niño observador e imaginativo y a la influyente personalidad de su abuelo el
coronel Nicolás Ricardo Márquez y a la prodigiosa agudeza mental, supersticiosa
y mística, de Tranquilina Iguarán Cotes, su abuela, determinaron sin lugar a
dudas la adhesión espiritual y vitalicia hacia lo que Gabriel García Márquez
denominaría más adelante como “los espíritus esquivos de la poesía”.
En 1940, cuando el futuro autor de Cien años de soledad acababa de
cumplir sus 13 años y cursaba el primer año de secundaria en el Colegio San
José de Barranquilla, regentado por los padres jesuitas, dio a conocer unas
tímidas muestras de su enorme capacidad para versificar, cuando le improvisaba
a cada uno de sus condiscípulos lo mismo que a sus profesores, cuartetas
festivas y versos satíricos, sin que hubiera en alguno de ellos ningún asomo de
gracia lírica.
“El padre Luis Posada ---recuerda Gabo en sus memorias---, capturó uno,
lo leyó con ceño adusto y me soltó la reprimenda de rigor, pero se lo guardó en
el bolsillo. El padre Arturo Mejía me citó entonces en su oficina para
proponerme que las sátiras decomisadas se publicaran en la revista Juventud,
órgano oficial de los alumnos del colegio. Mi reacción inmediata fue un
retortijón de sorpresa, vergüenza y felicidad, que resolví con un rechazo nada
convincente: ---Son bobadas mías. El padre Mejía tomó nota de la respuesta y
publicó los versos con ese título ---“Bobadas mías”--- y con la firma de
Gabito, en el número siguiente de la revista y con la autorización de las
víctimas”…
Por ese tiempo, Gabo tenía el vicio de leer todo lo que cayera en sus
manos y se aprendió de memoria decenas de romances del repertorio popular y los
más hermosos poemas del Siglo de Oro español. También, el súbito aliento
embrujador de los Veinte poemas de amor de Pablo Neruda sedujo al joven Gabo
hasta el punto de aprenderse de memoria y recitar no pocas veces al día el
famoso “Poema veinte”, lo cual ocasionaba la cólera de algún jesuita.
En los años iniciales de la década conoció en Barranquilla a un
muchacho algo mayor que él llamado Cesar Augusto del Valle, alto, bohemio y
melenudo, quien comandaba un grupo denominado Arena y cielo, en homenaje e
imitación al de Piedra y cielo que desde Bogotá integraban Eduardo Carranza,
Jorge Rojas, Arturo Camacho Ramírez, Gerardo Valencia, Tomás Vargas Osorio,
Darío Samper y Carlos Martín, quienes a su vez estaban asimilando las
influencias de César Vallejo, Pablo Neruda y de los poetas españoles
contemporáneos. Fueron los años, como lo dice el mismo Gabo, que le dieron la
base retórica para soltar sus duendes, ciclo que culminó meses después con la
muerte prematura del joven César Augusto.
Una breve muestra de lo que escribía Gabito en esa época es el poema
titulado La muerte de la rosa:
Murió de mal de aroma
Rosa idéntica, exacta.
Subsistió a su belleza,
Sucumbió a su fragancia.
No tuvo nombre: acaso
La llamarían Rosaura,
O Rosa-fina, o Rosa
Del amor o Rosalía,
O simplemente: Rosa,
Como la nombra el agua.
Más le hubiera valido
Ser siempreviva, Dalia,
Pensamiento con luna
Como un ramo de acacia.
Pero ella será eterna:
Fue rosa y eso basta.
Dios le guarde en su reino
A la diestra del alba.
* * *
Durante su adolescencia, Gabriel García Márquez no mostró interés literario distinto de la poesía.
Recitaba de memoria en veladas familiares, sesiones solemnes y eventos
escolares el poema El circo del
maestro Guillermo Valencia, poemas de la barranquillera Meira Delmar –de quien
sería después cercano amigo– y el famoso disparate lírico de don José Manuel
Marroquín, el cual comenzaba:
Ahora que los ladros perran, ahora que los cantos gallan,
Ahora que albando la toca las altas suenas campanan;
Y que los rebuznos burran y que los gorjeos pájaran
Y que los silbos serenan y que los gruños marranan
Y que aurorada rosa los extensos doran campan,
Perlando líquidas viertas cual yo lágrimo derramas
Y friando de tirito si bien el abraza almada,
Vengo a suspirar mis lanzos ventano de tus debajas.
Un buen día, don Gabriel Eligio decidió que su primogénito se fuera a
estudiar al interior del país. Luego de un viaje de 8 días por el Río Magdalena
hasta Puerto Salgar y luego en tren hasta la remota y glacial Bogotá, el joven
Gabo se enteró que la beca diligenciada por su padre lo conducía hasta un
municipio situado a pocas horas de la capital de la República, donde la única
catedral de sal del mundo es su símbolo perpetuo. Allí, en el Liceo Nacional de
Zipaquirá, padeció largas horas, días y semanas de silencio, frío y llovizna,
lo más opuesto a la camaradería, el bullicio y la parranda musical de su tierra
costeña.
“Mal educado en los espacios sin ley del Caribe –escribe Gabo sesenta
años después– me asaltó el terror de vivir los 4 años decisivos de mi
adolescencia en aquel tiempo varado”. Sin embargo, en la natural adaptación al
nuevo ambiente, se familiarizó pronto con el ropaje moderno y progresista de la
mayoría de sus profesores, casi todos formados en la Escuela Normal Superior,
bajo la dirección del psiquiatra y cuentista vallenato José Francisco Socarrás.
Y así, entre lecciones nada disimuladas de marxismo, lecturas de Vargas Vila y
de José Eustasio Rivera y poemas de Residencia en la Tierra de Neruda, Gabito
comenzó a escribir poesía de manera voraz, influido también por los textos de
los Piedracielistas que aparecieran en las Lecturas Dominicales de El Tiempo
que dirigía Eduardo Carranza.
En septiembre de 1943 le llegaron a Zipaquirá los ecos de la
controversial visita a Colombia de Pablo Neruda y de la violenta polémica que
lo enfrentó el líder conservador
Laureano Gómez. Tres décadas más tarde el poeta chileno declararía que la
novela estelar de García Márquez era el Quijote de América y pediría para él el
Premio Nobel de Literatura. Cuando este deseo se hizo realidad Gabo en su
discurso de recepción le rendiría homenaje, llamándolo “Pablo Neruda el grande,
el más grande, en cuyos versos destilan su tristeza milenaria, nuestros mejores
sueños sin salida”.
De pronto y a manera de recompensa precoz al solitario poeta, fue nombrado
rector del Liceo el más joven de los integrantes de Piedra y Cielo, Carlos
Martín, quien desde el primer momento descubrió los destellos poéticos del
alumno de Aracataca y le tomó una gran simpatía, al punto que un día le prestó La experiencia literaria de Alfonso
Reyes, libro que lo deslumbró de principio a fin y le reveló sorpresivas
afinidades del corazón, como fueron las letras de los boleros de Agustín Lara.
Ya por entonces Gabito imitaba a Eduardo Carranza en las prosas líricas
que, a la manera de Juan Ramón Jiménez en Platero y yo, publicaba Carranza en
la revista Sábado. Animado por Martín en la lectura de los famosos cuadernillos
dirigidos por Jorge Rojas, Gabo ensayó escribir un texto en cuartetos
eneasílabos, titulado Poema desde un
caracol:
Yo he visto el mar. Pero no era
El mar retórico con mástiles
Y marineros amarrados
A una leyenda de cantares.
Ni el verde mar cosmopolita
–mar de Babel– de las ciudades,
que nunca tuvo unas ventanas
para el lucero de la tarde.
Ni el mar de Ulises que tenía
Siete sirenas musicales
Cual siete islas rodeadas
De música por todas partes.
Ni el mar inútil que regresa
Con una carga de paisajes
Para que siempre sea octubre
En el sueño de los alcatraces.
Ni el mar bohemio con un puerto
Y un marinero delirante
Que perdiera su corazón
En una partida de naipes.
Ni el mar que rompe contra el muelle
Una canción irremediable
Que llega al pecho de los días
Sin emoción, como un tatuaje.
Ni el mar puntual que siempre tiene
Un puerto para cada viaje
Donde el amor se vuelve vida
Como en el vientre de una madre.
Que era mi mar el mar eterno,
Mar de la infancia, inolvidable,
Suspendido de nuestro sueño
Como una paloma en el aire.
Era el mar de la geografía
De los pequeños estudiantes,
Que aprendimos a navegar
En los mapas elementales.
Era el mar de los caracoles,
Mar prisionero, mar distante,
Que llevábamos en el bolsillo
Como un juguete a todas partes.
El mar azul que nos miraba,
Cuando era nuestra edad tan frágil
Que se doblaba bajo el peso
De los castillos en el aire.
Y era el mar del primer amor
En unos ojos otoñales.
Un día quise ver el mar
–mar de la infancia– y ya era tarde.
Gabo no cabía de la dicha a sus 17 años pensando en que sería un poeta
y nada más que un poeta. Luego de graduarse de bachiller con honores, pues
además de haber sido quien pronunció el discurso de rigor en la sesión solemne,
fue uno de los escogidos por Carlos Martín para asistir a la audiencia
concedida por el presidente de la república, un escritor de 38 años, Alberto
Lleras Camargo, de quien más tarde sería uno de sus más cercanos amigos, para
discutir sobre diferentes temas relacionados con la educación nacional.
Al ingresar a la Universidad Nacional meses más tarde, conoció a Pedro
Gómez Valderrama, entonces un joven de 23 años, cuyos libros de poemas Norma para lo efímero y Biografía de la campana, habían
despertado la admiración del poeta de Aracataca. “Mi sorpresa más grata –recuerda
Gabo en Vivir para contarla–, fue
encontrar como secretario general de la Facultad de Derecho al escritor Pedro
Gómez Valderrama, del cual tenía noticia por sus colaboraciones tempranas en
las páginas literarias, y que fue uno de mis amigos grandes hasta su muerte
prematura”. No olvidemos que muchos años después, García Márquez sería uno de los más entusiastas lectores y
admiradores de La otra raya del tigre,
la magistral novela de Gómez Valderrama.
En la (Universidad) Nacional, Gabo continuó escribiendo secreta y
públicamente poesía. Dos condiscípulos suyos, egresados del Liceo de Cervantes,
Luis Villar-Borda y Camilo Torres Restrepo, eran los redactores en aquel
entonces del suplemento literario del diario La Razón, fundado y dirigido por
el poeta –cuyos sonetos admiraba y decía Gabo de memoria–, Juan Lozano y
Lozano. Con ellos, al igual que con Plinio Apuleyo Mendoza, Gonzalo Mallarino,
Álvaro Mutis y Álvaro Castaño Castillo, el joven escritor costeño se reunía en
el Café Asturias, –lo mismo que con De Greiff, Jorge y Eduardo Zalamea en los
cafés Windsor y El Molino–, y no tardó en colaborarles poéticamente en La Razón
y posteriormente en Sábado, revista que dirigía el padre de Plinio, un
legendario y aguerrido periodista y político liberal.
En La Razón, en una columna bautizada “Poetas Universitarios” apareció
firmado por Gabriel García Márquez un poema titulado Geografía celeste con el antetítulo de “Elegía a la Marisela”, que
dice así:
No ha muerto. Ha iniciado
Un viaje atardecido.
De azul en azul claro
–de cielo en cielo– ha ido
por la senda del sueño
con su arcángel de lino.
A las tres de la tarde
Hallará a San Isidro
Con sus dos bueyes mansos
Arando en cielo límpido
Para sembrar luceros
Y estrellas en racimos.
–Señor, ¿cuál es la senda
para ir al Paraíso?
–Sube por la Vía Láctea,
ruta de leche y lirio,
la menor de las Osas
te enseñará el camino.
Cuando sean las cuatro
La Virgen con el Niño
Saldrán a ver los astros
Que en su infancia de siglos
Juegan la Rueda-Rueda
En un bosque de trinos.
Y a las seis de la tarde
El ángel de servicio
Saldrá a colgar la luna
De un clavo vespertino.
Será tarde. Si acaso
No te han guardado sitio
Dile a Gabriel Arcángel
Que te preste su nido
Que está en el más frondoso
Árbol del Paraíso.
Murió la Marisela.
Pero aún queda un lirio
Era evidente que además de la influencia pegajosa de la poesía de los
Piedracielistas, Gabo parecía querer contarnos un cuento en cada poema o
versificación. Reiteraba, sin saberlo, que cada buen poema no era otra cosa que
el teatro de una acción. Y así, hasta que por propia confesión, se sintió
cegado por el rayo de sol de La
metamorfosis de Kafka, en un insólito camino hacia el Damasco narrativo,
Gabo se convenció a sí mismo que la avenida ancha de su destino literario no
estaba en la poesía propiamente dicha como género a cultivar sino en la novela
y el cuento (el cuento, por lo pronto), en tanto que aquella era tan sólo un
preludio prodigioso y fosforescente, un ejercicio de disciplina impostergable,
un riguroso sistema de elaboración de estructuras literarias para obras
superiores aún no soñadas.
Sin embargo, con esa sorda y peligrosa terquedad de quien no es nadie
pero quiere serlo todo, Gabo continuó escribiendo poemas y sonetos de medidas
perfectas y publicándolos en las páginas de sus buenos amigos, unas veces con
el seudónimo de “Javier Garcés” y otras con su nombre verdadero.
A medidados de 1945 publicó con seudónimo el soneto Tercera ausencia del amor:
Este amor que ha venido de repente
Y sabe la razón de la hermosura.
Este amor, amorosa vestidura
Ceñida al corazón exactamente.
Este amor que es harina en la ternura,
Que es infancia de sueños en la frente,
Que es líquido de música en la fuente
Y es lucero nostálgico en la altura.
Este amor que es el verso y es la rosa,
Y es saber que la vida en cada cosa
Se nos repite cada vez más fuerte.
Tan eterno, este amor tan resistible,
Que comparado al tiempo es imposible
Saber dónde limita con la muerte.
“Es difícil imaginar, escribe Gabo en sus memorias, hasta qué punto se
vivía entonces a la sombra de la poesía. Era una pasión frenética, otro modo de
ser, una bola de candela que andaba de su cuenta por todas partes. Abríamos el
periódico, aún en la sección económica o en la página judicial, o leíamos el
asiento del café en el fondo de la taza, y allí estaba esperándonos la poesía
para hacerse cargo de nuestros sueños”.
Y como Bogotá no era solamente la capital de la República y la sede del
gobierno, sino sobre todo la ciudad donde vivían los poetas, no sólo creía Gabo
en la poesía y se moría por ella, sino que sabía con certeza que, como lo
escribió Luis Cardoza y Aragón, “era la única prueba concreta de la existencia
del hombre”.
Un soneto bautizado “Sin título” –junto con el Soneto matinal a una colegiala ingrávida–, son los últimos poemas
que Gabriel García Márquez publicó en los diarios capitalinos y en cualquier
otro periódico de la Tierra, antes de que apareciera La tercera resignación, su primer texto narrativo, hace exactamente
60 años en el suplemento Fin de semana de El Espectador.
Sin título dice así:
Si alguien llama a tu puerta, amiga mía,
Y algo en tu sangre late y no
reposa
Y en su tallo de agua temblorosa
El surtidor florece su alegría.
Si alguien llama a tu puerta y
todavía
Te queda tiempo para ser hermosa,
Si aún existe la arteria de la
rosa
Para tomarle el pulso a la poesía.
Si alguien llama a tu puerta una
mañana,
Sonora de palomas y campanas
Y aún crees en el dolor de la
alegría;
Si aún la vida es verdad y el beso
existe,
Si alguien llama a tu puerta y
estás triste
Abre que es el amor, amiga mía.
Hoy, cuando el orbe entero está celebrando los 80 años del nacimiento
del genial fabulista de Macondo, el único inmortal vivo de nuestro tiempo,
queremos reconocer en su narrativa magistral, el duende inequívoco de la
lírica, las deslumbrantes y arrobadoras gotas de luz con que suele constelar su
prosa prodigiosa, y corroborar así que la presencia de la poesía en la novela,
el cuento y el periodismo de Gabriel García Márquez no es solamente la prueba
concreta de la magnificencia de su parábola vital, sino que es la única
artífice de una obra que desde siempre nos ha pertenecido a todos y que se
cristaliza en la memoria de los tiempos “más allá del aire donde se terminan
las cuatro de la tarde hasta donde no pueden alcanzarla ni los más altos
pájaros de la memoria”.
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