MEMORABILIA GGM 583
Caracas - Venezuela
Septiembre de 2008
Como homenaje
a la novela en el aniversario 45 de su edición,
publicamos ensayo
del escritor Roberto Gonzalez Echevarría
Cuatro
décadas de
Cien años de
soledad
Pasado el
boom del Boom latinoamericano, es hora de releer con mayor
rigor la
novela clave de Gabriel García Márquez. En este ensayo, a la vez
elogioso y
crítico, Roberto González Echevarría vuelve a Cien años de soledad,
recuerda
su asombro inicial ante la obra y matiza su propio entusiasmo.
1967,
época en que cursaba mis estudios de doctorado en Yale. Igual que le pasó a muchos,
fue un libro que me marcó de por vida y tuvo un impacto decisivo en mi carrera como
profesor y crítico. Me deslumbró. Fue una experiencia estética
total,
la sensación de leer algo perfecto, una narración a la que no le sobraba ni
faltaba un personaje, un episodio, una palabra, de un acabado más digno de un
cuento que de una novela de 351 páginas. Esa sensación la tendrían otros –se
habló de la “novela total”–, pero a mí me llevó además a formular la teoría del
archivo, del texto que lo contiene todo: toda la literatura y toda la historia
latinoamericana, inclusive las reglas por las que estas se combinan y conjugan,
y su relación mimética con los discursos hegemónicos del momento en que surge.
El resultado fue mi libro Myth and
Archive: A Theory of Latin American Narrative, que publicó Cambridge en
1990 (en español: Mito y archivo / Una
teoría de la narrativa latinoamericana, Fondo de Cultura Económica, 2000).
Cien años de soledad es como un prisma
que refracta todos esos textos anteriores y se refleja a sí mismo además en el
proceso de hacerlo. La novela contiene en su primer capítulo una imagen de ese
prisma en el bloque de hielo que el futuro coronel Aureliano Buendía ve atónito
en la carpa a la que su padre lo lleva: “Al ser destapado por el gigante, el
cofre dejó escapar un aliento glacial. Dentro sólo había un enorme bloque
transparente, con infinitas agujas internas en las cuales se despedazaba en
estrellas de colores la claridad del crepúsculo.”
Esa
estructura biselada, translúcida, atravesada por rayos de luz que revelan su
montaje interior, no por transparente menos sólida o definida por planos
rigurosos, es como el mundo ficticio creado por García Márquez en su novela
–simulado, efímero, pero macizo en su constitución. Al ver el bloque de hielo,
José Arcadio Buendía “se atrevió a murmurar –Es el diamante más grande del
mundo”. Yo, al terminar de leer la novela, también pensé en un diamante, duro,
valiosísimo, casi carente de función práctica y bello hasta el descaro. Lo que
me tocó vivir en las próximas décadas fue la creación de un clásico. La
espléndida traducción inglesa de Gregory Rabassa ganó un premio, Cien años de soledad empezó a leerse en
cursos universitarios no ya de literatura sino de política y sociología, y su
influencia fue reconocida hasta en China. En 1982 García Márquez recibía el
Premio Nobel, el segundo novelista latinoamericano en recibirlo. En Yale, donde
seguía, ahora de profesor, compartía mis entusiasmos con Emir Rodríguez
Monegal, que había contribuido al lanzamiento de la novela anticipando
fragmentos en Mundo Nuevo, la influyente revista que dirigió en París a
mediados de los sesenta, y cuyo ensayo “Novedad y anacronismo de Cien años de soledad” dio con una de las
claves de la novela –su aparente desdén por los experimentos narrativos de las
vanguardias. Concomitante con el tardío reconocimiento internacional de Borges,
García Márquez había puesto la literatura latinoamericana en el foco de la
atención internacional.
Pasado
el boom del Boom latinoamericano, es hora de releer con mayor rigor la novela
clave de Gabriel García Márquez. En este ensayo, a la vez elogioso y crítico,
Roberto González Echevarría vuelve a Cien
años de soledad, recuerda su asombro inicial ante la obra y matiza su
propio entusiasmo.
Para
un estudioso de la literatura como yo, parte de la sorpresa y mucha de la
admiración provenía de cómo García Márquez había asimilado sus fuentes. Estas
son visibles, citadas, aludidas, incorporadas sin mayor recato ni respeto.
Estas eran: Borges, con sus ardides literarios y laberintos; Carpentier, su ficcionalización
de la historia latinoamericana y lo que vino a llamarse el “realismo mágico”;
Rulfo y su Comala, pueblo de fantasmas locuaces; Cervantes, desde luego, con su
ironía y juegos autorales; Neruda, con su Canto general, abarcadora épica continental;
Octavio Paz y sus ideas sobre el amor y la psicología de la soledad; Faulkner,
con su fatalismo rural, pero a través de todos ellos la tradición occidental
entera, pasando por Dante y llegando a Homero y muy especialmente la tragedia
griega.
También
se notaba la influencia de la literatura gnóstica y el ocultismo profético de
Nostradamus y sus muchos seguidores, la alquimia, y un denso acervo de
tradiciones y creencias populares colombianas, latinoamericanas y en última
instancia españolas –contemporáneas, vigentes, pero con un espesor histórico
que se remonta a la
Conquista y por ahí a la Edad Media, mientras
que mediante lo africano y lo indígena incorpora todo el tesoro de mitos y
creencias en los orígenes mismos de lo humano. Esta vertiente mítica de Cien años de soledad no obedece sólo a
la inmersión espontánea o ingenua de García Márquez en los fundamentos de lo
narrativo, sino también a un hecho fácilmente olvidable hoy: que Cien años de soledad se escribe y
publica concomitantemente con el auge del estructuralismo que en los sesenta se
manifestó con el descubrimiento y popularidad de la obra del antropólogo Claude
Lévi-Strauss. Recordemos la fechas de publicación de los libros principales del
gran teórico del mito: Anthropologie
structurale (1958), La pensée sauvage
(1962), Le totémisme aujourd’hui
(1962), Mythologiques I: Le cru et le
cuit 1964), Mythologiques II: Du miel
aux cendres (1966), Mythologiques
III: L’origine des manières de table (1968) y uno anterior pero reeditado en
los sesenta, Tristes tropiques
(1955), libro que Alejo Carpentier reseñó y que tiene grandes paralelismos con
su Los pasos perdidos (1953). No olvidemos tampoco el penetrante ensayo de Octavio
Paz, Claude Lévi-Strauss o el nuevo festín de Esopo (1968), que aclimató el pensamiento
del antropólogo a la literatura, facilitándonos a los estudiantes y críticos el
acceso a una obra que prometía revelarnos los secretos de todos los sistemas
simbólicos, inclusive el poético. La alusión de Paz al gran fabulista griego se
explica porque, desde la literatura, lo que más interesó del estructuralismo
fue su concepto del mito, de la estructura del relato. En términos más amplios
y seductores, fue la idea de la cultura como una vasta combinatoria coherente,
completa, de signos entremezclados de actividades tan diversas como la cocina,
los tótems, las costumbres matrimoniales y el lenguaje, lo que estimuló la
creación del mundo macondino. Este es como una enorme esfera armilar en que se
combinan, como planetas sometidos a sus severas órbitas, nombres, parientes, acontecimientos,
muertes, todos imantados por el terror y el atractivo del incesto, esa
sentencia edípica que no puede sino remitir
a Lévi-Strauss y a la sujeción de todo lo humano en esa primordial
ley que rige el deseo para organizar los clanes y que es análoga a la
diferencia que hace significativos a los sonidos precisamente por la diferencia
que los convierte en fonemas. La sorprendente belleza de la minuciosa armonía
de la novela de García Márquez refleja ese parentesco –valga la palabra– con la
obra de Lévi-Strauss.
A
esto se añade el efecto de Borges (y Cervantes), que se nota en los
malabarismos con manuscritos y figuras del autor que revelan las leyes del
mito, o el mito del mito. Es decir, el mito de la escritura, porque no se trata
de un relato oral, sino de uno que depende de la práctica de la escritura. Ese
mito será, en efecto, el suministrado por la ley, por el derecho, en el origen
de la historia y de la narrativa latinoamericanas –concretamente el derecho
indiano, y la presencia abrumadora de lo legal, muy en especial su retórica, en
los discursos que surgen con el Nuevo Mundo. Por eso el relato primordial de Cien años de soledad es el de la
fundación de la ciudad, el acto jurídico por excelencia mediante el cual el
imperio español fundó lo que vendría a ser América Latina, proceso que aparece
en su totalidad como una vasta alegoría en la historia de Macondo. Por eso, los
dilatados manuscritos de Melquíades, que profetizan toda la narrativa, sugiriendo
así, con gesto borgesiano, que la escritura precede a la realidad.
Desde
un punto de vista estrictamente literario, la virtud principal de Cien años de soledad es la coincidencia
de forma y fondo, para ponerlo en los términos más tradicionales posibles –y la
obra de García Márquez se rige por reglas y costumbres literarias muy
tradicionales. Por ejemplo, la ya célebre primera oración de la novela, que
tantos podemos recitar de memoria, reza: “Muchos años después, frente al
pelotón de fusilamiento, el coronel Aureliano Buendía había de recordar aquella
tarde remota en que su padre lo llevó a conocer el hielo.” García Márquez
podría haber usado el condicional simple, que se creó por aglutinación del
infinitivo (recordar) e “hía”, de “haber”, que da “recordaría”: “el coronel
Aureliano Buendía recordaría aquella tarde remota...”. Pero usó, en vez, la
conjugación perifrástica o de obligación “había de recordar”. Esta, desde
luego, por su pátina arcaica, le da un tono más solemne a la oración; es un
giro más oratorio, más digno de narrar un acto de trascendental importancia,
como lo es este en la memoria del coronel; a lo que hay que añadir que es la
oración que abre la novela. La conjugación perifrástica tiene aquí una función
retórica. Pero hay más. Al dividirse en dos –“había de” y “recordar”– el tiempo verbal dramatiza la presencia
simultánea de esos dos momentos separados en el tiempo pero contiguos en la
mente del coronel: su presencia ante el pelotón y el recuerdo de cuando su
padre lo llevó a conocer el hielo. Podría hasta argüirse que esa primera
oración contiene ya toda la estructura temporal de la novela. Como este hay
muchos primores literarios en Cien años
de soledad, texto que resiste (y hasta sufre) airoso cualquiertipo de
aproximación crítica, inclusive la más rancia y filológica. Esta es cualidad
sólo de los verdaderos clásicos, y esta novela sin duda lo es. Resisto la
tentación de seguir analizando esa escena inicial, que, estimulando mi
deformación profesional, me invita a hacer muchísimos más comentarios.
En
el extranjero, sobre todo (me da la impresión) en el mundo de habla inglesa, Cien años de soledad ha llegado a ser
conocida como el más perfecto y típico ejemplo del “realismo mágico”,
movimiento o tendencia a la que se asocia casi toda la narrativa latinoamericana.
Es una opinión apoyada en la ignorancia, porque es patente que no toda, ni
siquiera la mayor parte de la narrativa latinoamericana practica lo que se
conoce como realismo mágico. No se puede negar, por supuesto, que se narran
sucesos en la novela que pueden verse en relación con la teoría y práctica de
lo que Carpentier denominó en el famoso prólogo a El reino de este mundo (1949)
lo “real maravilloso americano,” pero que ha venido a conocerse por el término
creado en los años veinte por Franz Roh, el crítico de arte, que lo utilizó
para referirse a la pintura expresionista. En todo caso, “realismo mágico”,
aplicado a la narrativa latinoamericana es una especie de oxímoron, que surge
en contraposición a la doctrina del “realismo socialista”, de la que es
contemporáneo, y que se propugnaba en los países del periclitado bloque
comunista. En términos generales, tal y como se asocia a la narrativa
latinoamericana, y a Cien años de soledad
en particular, el realismo mágico se refiere a novelas y relatos que se atienen
a los convencionalismos del realismo corriente y moliente, pero en los que de
pronto irrumpen elementos fantásticos –actos
que violan leyes naturales o personajes fabulosos. En la novela de García
Márquez, Remedios la Bella
asciende al cielo en un revuelo de sábanas blancas. La alteración de leyes
físicas vendría a ser algo inherente a la cultura latinoamericana, según las
teorías de Carpentier. Realismo mágico, lo real maravilloso americano sería así
la literatura fantástica latinoamericana, una literatura fantástica telúrica.
Salta a la vista la inexactitud del término si pensamos en Borges o Vargas
Llosa, pero de todos modos hay que aceptar que por influencia de Carpentier y
(sobre todo) de García Márquez ha habido brotes de este tipo de literatura en
América Latina –piénsese en el Fuentes de Aura (Guimarães Rosa y la vertiente
brasileña de todo esto es harina de otro –muy rico– costal).En Carpentier lo
maravilloso suele tener una dimensión histórica y salta a la vista como un
truco literario; por ejemplo, en “Viaje a la semilla” el tiempo del relato
transcurre hacia atrás. Lo novedoso en Cien
años de soledad es que el narrador se expresa desde el interior de las
creencias de sus personajes, no desde una perspectiva superior, y así se
permite contar con impavidez sucesos que sólo son posibles si se comparten las
ideas y supersticiones de estos. Como todo en la novela, la narración es de un
funcionamiento autosuficiente, sin apelación a valores y pareceres externos que
cuestionen su veracidad –narrador, personajes y, durante el tiempo de la
lectura, el lector, habitan el mismo
mundo. Lo más insólito de las convicciones de los personajes, representativas
del ambiente rural latinoamericano, es la aceptación impasible de sucesos que
no pueden ser sino milagros. Y es que la imaginación popular latinoamericana,
inmersa desde hace cinco siglos en un catolicismo pueblerino, acepta, cree en
los milagros, son parte de su vivir cotidiano. Este componente no ha recibido
suficiente atención al hablar del realismo mágico de García Márquez, pero es
otra de las realidades que Cien años de
soledad expresa sobre la cultura latinoamericana.
Los
grandes artistas marcan la realidad de manera tal que hay personas y
acontecimientos que parecen pertenecer a sus obras, de las que han escapado por
un instante o a las que van a ingresar muy pronto. En esta época de obesos, de
pronto me encuentro rodeado de “boteros”. Carmen López, la recientemente
fallecida madre de mi amigo y compadre José A. Cabranes, el gran jurista puertorriqueño
y juez de distrito, contaba sin pestañear la siguiente historia: de joven, en
su pueblo Punta de Santiago (Playa de Humacao), iba a visitar a las hermanas
Court, unas morenas muy mayores (“ya eran viejas cuando yo era niña”), de “las
islas”, es decir, de territorios británicos aledaños a Puerto Rico. Con ellas
disfrutaba de pláticas espirituales, porque eran muy religiosas. Un día
caminando de vuelta a su casa, doña Carmen vio al demonio. No había lugar a
dudas de quién era el personaje. A la altura de sus entonces noventa años, la
señora lo contaba con la certidumbre de algo que no admitía cuestión posible.
Otro gran amigo mío puertorriqueño, el ahora jubilado y distinguido profesor
Arturo Echavarría Ferrari, me contaba que, a la mañana siguiente de un huracán
que azotó Puerto Rico, se descubrió que un cementerio próximo al mar había sido
arrasado, y que cadáveres y ataúdes flotaban no lejosde la playa, y que
pescadores en lanchas, armados de varas con ganchos en la punta, los estaban
rescatando. Al instante coincidimos en que se trataba de una imagen digna de
García Márquez. Mientras que los lectores de otras lenguas y culturas
legítimamente gozan de semejantes relatos por su valor exótico, los
latinoamericanos sabemos que García Márquez ha calado hondo en nuestra cultura
a todo nivel –hasta hace poco había seis Robertos González vivos en mi familia.
Al
llegar a este punto no puedo menos que recordar el hermoso ensayo de Martí
sobre Walt Whitman, uno de los más brillantes ejemplos de crítica literaria
latinoamericana, donde sostiene que la poesía del gran vate de Manhattan era
una con la de su nación. Y lo hago porque, con el pasar del tiempo y el
vertiginoso girar del tiovivo de las modas críticas, los valores estéticos de Cien años de soledad están siendo
menospreciados por los proponentes de los mal llamados “estudios culturales”
(no son ni una cosa ni la otra). Se trata de un fenómeno casi exclusivamente
norteamericano, del que participan norteamericanos y latinoamericanos
americanizados que, a mi modo de ver, partiendo de un puritanismo muy del
norte, se avergüenzan de experimentar placer estético (los pocos que son
capaces). La base ideológica es un marxismo de pacotilla, y la práctica se cree
activismo político, pero se trata en realidad de un idealismo ramplón que se
queda en un desmenuzamiento escolástico de los prolegómenos, sin llegar jamás
al supuesto objeto de estudio. Se leen y comentan unos a otros en cacofónicas
parrafadas de pseudofilosofía –que llaman theory–, valorada más que la literatura
que, por suerte para esta, rara vez tocan. Algunos se permiten emitir sandeces
como la de decir que “están en contra de la literatura”, que es una
“construcción”, desde luego (otra vez el idealismo). Al “diálogo” entre sí le
llaman “latinoamericanismo” (sic) y se adhieren a diversos “posts”:
postcolonialismo, postmodernismo, etc., con la ingenua ilusión, muy del
marketing norteamericano, de que el próximo “post” será algo realmente nuevo,
radical, que borrará todo lo anterior y lo sustituirá.
Martí,
cuyas credenciales de activista político nadie se atrevería a poner en tela de
juicio, se pregunta: “¿Quién es el ignorante que mantiene que la poesía no es
indispensable a los pueblos? Hay gentes de tan corta vista mental, que creen
que toda la fruta se acaba en la cáscara. La poesía, que congrega o disgrega,
que fortifica o angustia, que apuntala o derriba las almas, que da o quita a
los hombres la fe y el aliento, es más necesaria a los pueblos que la industria
misma, pues esta les proporciona el modo de subsistir, mientras que aquélla les
da el deseo y la fuerza de la vida.” Un párrafo antes había escrito lo
siguiente, que podría aplicarse palabra por palabra a Cien años de soledad y a América Latina: Cada estado social trae su
expresión a la literatura, de tal modo, que por diversas fases de ella pudiera
contarse la historia de los pueblos, con más verdad que por sus cronicones y
sus décadas. No puede haber contradicciones en la Naturaleza; la misma
aspiración humana a hallar en el amor, durante la existencia, y en lo ignorado
después de la muerte, un tipo perfecto de gracia y hermosura, demuestra que en
la vida total han de ajustarse con gozo los elementos que en la porción actual
de vida que atravesamos parecen desunidos y hostiles. La literatura que anuncie
y propague el concierto final y dichoso de las contradicciones aparentes; la
literatura que, como espontáneo consejo y enseñanza de la Naturaleza, promulgue
la identidad en una paz superior de los dogmas y pasiones rivales, que en el
estado elemental de los pueblos los dividen y ensangrientan; la literatura que
inculque en el espíritu espantadizo de los hombres una convicción tan arraigada
de la justicia y belleza definitivas que las penurias y fealdad de la
existencia no los descorazonen ni acibaren, no sólo revelará un estado social
más cercano a la perfección que todos los conocidos, sino que, hermanando
felizmente la razón y la gracia, proveerá a la Humanidad, ansiosa de
maravilla y de poesía, con la religión que confusamente aguarda desde que conoció
la oquedad e insuficiencia de sus antiguos credos. La acogida de que ha sido
objeto Cien años de soledad por toda
América Latina y España es prueba de que algo hay de reconocimiento mutuo,
colectivo, en su lectura. Las ventas de los libros de García Márquez, no sólo
de su obra maestra, certifican que su literatura ha sido leída y apreciada por
amplios sectores del público lector latinoamericano, que reconocen en ella los
valores de que habla Martí. Invitado a una reciente feria del libro en Bogotá, me
paseé por pasillos de librerías atiborrados de ejemplares de su última obra.
Con
todo, después de años de explicar Cien
años de soledad en cursos universitarios en Yale y otras instituciones
europeas y latinoamericanas, superada la emoción de mis primeros encuentros con
la novela, he llegado a formularme algunos reparos sobre la misma. Siempre me
ha parecido que el título es uno de sus defectos, que tiene algo de
sentimentalismo barato que oscila entre lo sublime y lo prosaico: “¡Ah, pobres
macondinos, condenados nada menos que a cien
años de soledad!” Además, lo de la soledad no se sostiene, suena falso,
cuando se le atribuye a personajes que no parecen sufrirla, y parece demasiado
obviamente derivado del existencialismo prevaleciente en los años cincuenta y
de Octavio Paz. Creo que hay aislamiento, pero no soledad en Macondo, que es
una sociedad unida, solidaria, en que los personajes llevan una vida social
plena. Pienso que la novela debió haberse intitulado Macondo, nombre resonante,
raro, de oscura etimología y que, aun sin ser el título, ha pasado al
vocabulario común mucho más que el impronunciable condado de Faulkner. Otra
debilidad son los personajes, que aparecen atrapados en la minuciosa relojería
de la novela y no manifiestan una dimensión profundamente trágica, como los de
Faulkner. Este se mete en la conciencia de los suyos y los hace hablar desde el
oscuro pozo de sus almas atormentadas con voces e inflexiones inolvidables. En Cien años de soledad hasta los
protagonistas parecen obedecer a fuerzas superiores a sus voluntades, muchas
veces genealógicas, cuya inexorabilidad se expresa mediante superlativos absolutos e hipérboles
insuperables. Claro, podría argumentarse que esta es parte de la vertiente cómica
de la novela, que el automatismo es risible, como propusiera Bergson alguna
vez. Cuando se pone en movimiento el mundo macondino es como una vasta caja de
música con figuritas, los personajes, que gesticulan repetidamente, haciendo
los mismos ademanes y recorridos –todas esas guerras civiles que el coronel
Aureliano Buendía pierde. Hay escenas conmovedoras, como la del patriarca senil
amarrado a un árbol, expuesto a las inclemencias del tiempo (y los rigores de
la alegoría), pero estas también tienen su lado cómico, como cuando se descubre
que la jerigonza que habla el anciano es latín. Estos son reparos honestos que
hago sin que disminuya mi admiración por la obra. Por un lado, la perfección es
siempre un espejismo, y por el otro, García Márquez no es ni un Faulkner ni
mucho menos un Cervantes. ~
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