16 de febrero de 2012

MEMORABILIA GGM 555

MEMORABILIA GGM
Cali – Colombia
17 de febrero de 2012

Con nuestros agradecimientos a Marco Tulio Aguilera G. por su gentileza

Escenas de amor y eros
en las obras de García Márquez

Conferencia inaugural del Congreso de Literaturas Hispánicas en la Universidad de Indiana 2009. Fragmentos cedidos en exclusiva para MEMORABILIA GGM.

Marco Tulio Aguilera Garramuño

En la mayoría de las obras de García Márquez eros, entendido como la relación estrictamente erótica o física, domina sobre el amor, entendido como una relación en la que están involucrados los sentimientos, el espíritu o ese no sé qué que no termina por definirse. No pretendo entrar en sutilezas teóricas, que harían más difícil este problema. Comencemos casi al azar. El problema fundamental del patriarca de García Márquez se halla en la incapacidad de amar, o por lo menos de tener un amor “normal”. La posesión del poder absoluto y eterno mueve su vida como una obsesión. En realidad El otoño del patriarca es un largo, larguísimo monólogo, que incluso supera en extensión al famoso monólogo de Molly Bloom en el Ulises de Joyce; es un tour de force sometido a las azarosas, caprichosas leyes de lo que el mismo Joyce llamó “la voz interior”. El fracaso de su vida erótica y amorosa es el lastre que arrastra por la vida, como arrastra desde su nacimiento un enorme testículo, imagen desagradable y propia de la desmesura de un autor que se ha caracterizado por la desmesura. Veamos las escenas de eros en esta novela. Según el patriarca el amor es algo que le sucede a los hombres cuando están “estreñidos de mujer” y la solución a este estreñimiento es el uso violento, veloz y sin sentimientos de la hembra. Primera tesis: en general las criaturas femeninas de García Márquez son más hembras que mujeres. El patriarca le propone solucionar el problema de tal estreñimiento a su mejor amigo y compadre, Patricio Aragonés, de la siguiente forma:  ·“…te la pongo a la fuerza en la cama con cuatro hombres de tropa que la sujeten por los pies y las manos mientras tú te despachas con la cuchara grande, qué carajo, te la comes barbeada, hasta las más estrechas se revuelcan de rabia al principio y después te suplican que no me deje así mi general como una triste pomarrosa con la semilla suelta…”

[...]
El sustantivo que usa con más frecuencia al describir la forma en que un personaje se apropia de una mujer es “zarpazo”. Veamos cómo llega a poseer a una de las niñas impúberes de la escuela cercana a su casa. Dice la niña: Él acechaba por las claraboyas del establo a las niñas de uniforme azul de cuello marinero y una sola trenza en la espalda pensando madre mía Bendición Alvarado cómo son de bellas las mujeres a mi edad, nos llamaba, veíamos sus ojos trémulos la mano con el guante de dedos rotos que trataba de cautivarnos con el cascabel de caramelo del embajador Forbes, todas corrían asustadas, todas menos yo, me quedé sola en la calle de la escuela cuando supe que nadie me estaba viendo y traté de alcanzar el caramelo y entonces él me agarró por las muñecas con un tierno zarpazo de tigre y me levantó sin dolor en el aire y me pasó por la claraboya con tanto cuidado que no me descompuso el vestido y me acostó en el heno perfumado de orines rancios tratando de decirme algo que no le salía de la boca árida porque estaba más asustado que yo, temblaba, todas corrían asustadas, todas menos yo. A esta niña y a otras niñas, que andando el tiempo se descubre son prostitutas, el patriarca las somete a sus rituales seniles: utiliza sus sangres menstruales para ensopar el pan y baña en ella los espárragos que come, las contempla largamente, las acaricia con la lengua por horas, les cuenta sus cuitas… Y sin embargo las olvida casi inmediatamente. Tal comportamiento se repetirá en Memoria de mis putas tristes

El falo del patriarca es llamado en todas las ocasiones “potra”(1), y es una especie de animal independiente de la voluntad del anciano, un órgano descomunal que no el da sosiego, que silba como un pájaro y que permanece en una erección interminable. El patriarca es descrito como “un bisonte de lidia”. Se enamora, o más que ello se obsesiona por Manuela Sánchez, “la reina de los pobres”, una reina de belleza a la que endiosa como don Quijote endiosó a Dulcinea, pues un habitante del vecindario de ella que la ve con ojos aparentemente lúcidos la describe como “una tetona nalgoncita que se cree la mamá del gorila”. Veamos la mitificación que hace el patriarca de la humanidad triste de la reina de los pobres: La vio aparecer en la puerta interior como la imagen de un sueño reflejada en el espejo de otro sueño con un traje de etamina de a cuartillo la yarda, el cabello amarrado de prisa con una peineta, los zapatos rotos, pero era la mujer más hermosa y altiva de la tierra. (Aquí hay que anotar que en las obras de García Márquez hay más de una decena de “mujeres más bellas de la tierra”: Remedios La Bella, Fernanda del Carpio, etc.) Se da en el patriarca el típico esquema del amor machista: hay mujeres para el amor y hembras para la cama. Las primeras son intocables y las segundas son una especie de muebles de placer que hacen agradable la vida de los machos. De hecho cuando el pueblo quiere alabar al patriarca, lo llama “macho”. Los fornicios del patriarca son “amores de gallo”, amores de pisa y corre, irresponsables, egoístas, narcisistas, veloces, sin más encanto que el vahído del orgasmo correspondiente y el suspiro de desilusión de la hembra en turno. La reina de los pobres, tras ser asediada por el patriarca durante años, tras recibir los obsequios más inverosímiles, desaparece intacta, como desaparecerá Remedios La Bella en Cien años de soledad.

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Las escenas del más puro erotismo cercano al amor son precisamente aquéllas que no involucran posesión del objeto de deseo. Veamos ésta, en la que se manifiesta una sutileza ajena a las violaciones mediante zarpazos y violencia. Está incluida en El amor en los tiempos del cólera y corresponde al instante en que el doctor Urbino logra un vislumbre del cuerpo semidesnudo de Fermina Daza: No era fácil saber quién estaba más cohibido, si el médico con su tacto púdico o la enferma con su recato de virgen dentro del camisón de seda, pero ninguno miró al otro a los ojos, sino que él preguntaba con voz impersonal y ella respondía con voz trémula (…) Al final el doctor Juvenal Urbino le pidió a la enferma que se sentara, y le abrió la camisa de dormir hasta la cintura con un cuidado exquisito: el pecho intacto y altivo, de pezones infantiles, resplandeció un instante como un fogonazo en las sombras de la alcoba, antes de que ella se apresurara a ocultarlo con los brazos cruzados. Imperturbable, el médico le apartó los brazos sin mirarla, y le hizo una auscultación directa con la oreja contra la piel, primero el pecho y luego la espalda.

Gabriel García Márquez establece en El amor en los tiempos del cólera una clara distinción entre los “amores de planta” y los “amores de paso”: los primeros son serenos, sin arrebatos, sujetos a rituales establecidos; los segundos son de alguna manera artísticos, libres, arrebatadores y fugaces. El caso más ejemplar de los amores de planta se presenta entre el doctor Juvenal Urbino y su esposa, Fermina Daza. Veamos el primer acercamiento conyugal y la forma tan poco pasional, tan calculadora en que se da el desfloramiento de Fermina: ya en la cama permanecieron un rato callados e inmóviles, él acechando la ocasión para dar el paso siguiente, y ella esperándolo sin saber por dónde, mientras la oscuridad iba ensanchándose con su respiración cada vez más intensa. Él la soltó de pronto y dio el salto en el vacío: se humedeció en la lengua la yema del cordial y le tocó apenas el pezón desprevenido y ella sintió una descarga de muerte, como si le hubiera tocado un nervio vivo. (…) Entonces él supo que habían doblado el cabo de la buena esperanza (…) la agarró de la muñeca y le fue llevando la mano a lo largo de su cuerpo con una fuerza invisible pero muy bien dirigida, hasta que ella sintió el soplo ardiente de un animal en carne viva, sin forma corporal, pero ansioso y enarbolado. Al contrario de lo que él imaginó ella no retiró la mano, ni la dejó inerte donde él la puso, sino que se encomendó en cuerpo y alma a la Santísima Virgen, apretó los dientes por miedo de reírse, y empezó a identificar con el tacto al enemigo encabritado, conociendo su tamaño, la fuerza de su vástago, la extensión de sus alas (…) El doctor Urbino la vio agarrar otra vez sin remilgos el animal de su curiosidad, lo volteó al derecho y al revés, lo observó con un interés que ya empezaba a parecer más que científico, y dijo en conclusión: “Cómo será de feo, que es más feo que lo de las mujeres” El cuerpo de Fermina tiene “olor a animal de monte” y este tipo de característica animalística se repite en la caracterización de las otras mujeres. El acto entre el doctor y su esposa se consuma casi atléticamente y termina en una imagen poética, “hasta que se gastaron en el beso todo el aire de respirar”.

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 En El amor en los tiempos del cólera se destilan filosofías de la vida, del amor, del matrimonio, de la fidelidad, de la lealtad. Termina siendo una novela romántica y hasta decimonónica: los amantes someten el mundo al imperio de su capricho, pues deciden vivir el resto de sus vidas en un eterno ir y venir por el río Magdalena, amparados en el cólera.

Florentino fue un hombre de paso para muchas mujeres (Leona Cassiani, Sara Noriega, la viuda de Nazareth, Prudencia Pitre, Prudencia Arellano, Ángeles Alfaro, Andrea Varón, Bárbara Lynch, Ausencia Santander, América Vicuña). Su consigna parece ser: mi alma la guardo intacta para el amor, pero mientras tanto mi cuerpo lo abandono a la sensualidad. Amor y erotismo están separados en esta novela: el amor sólo está presente como emanación misteriosa, como una especie de mentira que ayuda a morir. Mientras que el erotismo, parece sostener García Márquez, es una verdad que ayuda a vivir. Y es por eso que mientras los personajes masculinos, como el Odiseo clásico, se aventuran por los mares procelosos de las aventuras galantes, a las mujeres en general les queda vivir la vida como una novela romántica. De ahí la violencia de la pasión de tantos protagonistas masculinos que quitan virginidades con zarpazos, sin despojarse de las ropas; que toman por asalto a las sirvientas en los patios de lavado y arremeten como bisontes contra mujeres desprevenidas. Ejemplo acabado de estos polvos de gallo, de estas violaciones consentidas, tan propias de las obras de García Márquez es la que se ofrece casi al inicio de Memoria de mis putas tristes. En esta novela un anciano decide “regalarse una noche de amor loco con una adolescente virgen” para celebrar su cumpleaños. Negocia la consecución de su objetivo con una alcahueta. A partir de entonces pasa las noches al lado de una jovencita, a la que llama Delgadina, por la que concibe un amor imaginario que lo hace feliz. Tal es el argumento de la polémica novela de García Márquez. Gran parte de Memoria de mis putas tristes se ocupa de escenificar la vida ritual de un periodista a quien apodan Mustio Collado. Comparte este personaje con el patriarca y con Florentino Ariza la costumbre de coleccionar aventuras sexuales y soñar algún tipo de paraíso en el que estén incluidos el amor, la pureza, la inocencia o algo así. Y al igual que los otros dos personajes, el anciano ejerce una sexualidad desaforada (anota en un cuaderno las 514 mujeres con las que ha yogado, tal como lo hacía Florentino en sus registros de fornicaciones). Su sexualidad es frugal, apresurada y a veces violenta; tal violencia es ejemplificada casi al inicio de la novela, cuando acomete súbitamente a su sirvienta Damiana así: Recuerdo que yo estaba leyendo La lozana andaluza en la hamaca del corredor, y la vi por casualidad inclinada en el lavadero con una pollera tan corta que dejaba al descubierto sus corvas suculentas. Presa de una fiebre irresistible se la levanté por detrás, le bajé las mutandas hasta las rodillas y la embestí en reversa. Ay, señor, dijo ella, con un quejido lúgubre, eso no se hizo para entrar sino para salir.

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 Otra de las frases célebres en las que se desnudan las ocultas convicciones del personaje, suena también a confesión cínica y a justificación de la impotencia: El sexo es un consuelo que uno tiene cuando no le alcanza el amor. De nuevo tenemos la idea de que sexo y amor son dos mundos que coexisten pero que no están necesariamente conectados. El sexo es una cosa que está ahí y con la que hay que cumplir porque está en la naturaleza humana, particularmente en la masculina, pero lo que en realidad importa es el amor.

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Faltaría revisar las escenas de amor y eros en Cien años de soledad y en otras obras. Provisionalmente diremos que García Márquez no termina por darnos certezas sino apenas acercamientos, vislumbres, como los que podría darnos un ciego iluminado. Y podemos agregar lo que ya se sabe: los escritores, particularmente los novelistas, no viven en el mundo de las verdades, sino en el de las hipótesis, las posibilidades, los tanteos. Y en verdad que esta suerte de buscar un gato negro en un cuarto oscuro, no es sólo la de los escritores, sino la de todos los seres humanos, que viviremos sin entender qué es el amor, cuál es el sentido de la vida, qué quieren las mujeres (aparte de comprar todo lo que se les ponga al frente), qué nos espera después de la muerte, existe o no Dios… y así hasta el infinito.

Cien años de soledad podría leerse como una especie de peregrinación de un narrador, que podría ser el gitano alquimista Melquiades, el sabio catalán que estimuló las ansias epistemológicas y literarias de los cuatro amigos (Alvaro, Germán, Alfonso y Gabriel) o el mismo García Márquez: peregrinación en búsqueda de al amor, que culmina, casi siempre en la soledad, el desconsuelo y el desamparo. El sabio catalán, antes de abandonar Macondo, como terminarían abandonándolo casi todos los habitantes antes de que Macondo fuera “arrasada por el viento y desterrada de la memoria de los hombres” les deja un mensaje a los cuatro amigos: les dice que “en cualquier lugar en que estuvieran recordaran siempre que el pasado era mentira, que la memoria no tenía caminos de regreso, que toda primavera antigua era irrecuperable, y que el amor más desatinado y tenaz era de todos modos una verdad efímera”. Hay abundantes escenas del eros ordinario en Cien años y muy pocas de amor: hay muchas hazañas sexuales, descripciones de desmesuras y características descomunales tanto de machos como de hembras ( la mulata adolescente que inicia en la sexualidad a Aureliano cumple con una cuota de setenta fornicaciones por noche; el coronel Aureliano Buendía hace visitas nocturnas a muchas mujeres en cada una de las pausas de sus incontables guerras perdidas y engendra 17 bastardos; el penúltimo Aureliano, equilibra una botella de cerveza sobre su descomunal miembro; la tía pinta el falo de su sobrino con carboncillo, le pone ojos y moñitos; Petra Cotes y la prostituta Nigromanta, son auténticas atletas del amor mercenario; José Arcadio Segundo se acostumbra al comercio con burras en complicidad con el sacristán Petronio; el último Aureliano tiene entre las piernas un descomunal “moco de pavo”. Macondo es un pueblo de una lubricidad exaltada, de la que sólo se libran Remedios La Bella, Fernanda del Carpio y Úrsula, la matriarca. Escenas de amor hay pocas en Cien años, y en general son protagonizadas por parejas clandestinas, maridos infieles o parientes cercanos. Los dos casos más evidentes de relaciones que son o parecen el amor son los perpetrados por Aureliano Segundo y la prostituta Petra Cote; también las relaciones que establece Aureliano con Amaranta Úrsula, su tía, amores éstos que culminan con el nacimiento de un varón con cola de cerdo y con la destrucción de Macondo por un viento. Esta última relación está caracterizada por una especie de impulso casi irracional, obsesivo, que obliga a tía y sobrino entregarse a los regocijos del cuerpo y a alejarse del resto de la humanidad en una especie de desesperación antes del fin del mundo.

Perdieron el sentido de la realidad, la noción del tiempo, el ritmo de los hábitos cotidianos. Volvieron a cerrar puertas y ventanas para no demorarse en trámites de desnudamientos, y andaban por la casa como siempre quiso estar Remedios, la bella, y se revolcaban en cueros en los barrizales del patio, y una tarde estuvieron a punto de ahogarse cuando se amaban en la alberca. En poco tiempo hicieron más estragos que las hormigas coloradas: destrozaron los muebles de la sala, rasgaron con sus locuras la hamaca que había resistido a los tristes amores de campamento del coronel Aureliano Buendía, y destriparon los colchones y los vaciaron en los pisos para sofocarse en tempestades de algodón (…) Mientras ella cantaba de placer y se moría de risa de sus propias invenciones, Aureliano se iba haciendo más absorto y callado, porque su pasión era ensimismada y calcinante. Sin embargo, ambos llegaron a tales extremos de virtuosismo, que cuando se agotaban en la exaltación le sacaban mejor partido al cansancio. Se entregaron a la idolatría de sus cuerpos, al descubrir que los tedios del amor tenían posibilidades inexploradas, mucho más ricas que las del deseo.

Aquello es más que amor, una especie de esquizofrenia compartida que conlleva no sólo la destrucción de la pareja sino del mundo: En aquel Macondo olvidado hasta por los pájaros, donde el polvo y el calor se habían hecho tan tenaces que costaba trabajo respirar, recluidos por la soledad y el amor y por la soledad del amor en una casa donde era casi imposible dormir por el estruendo de las hormigas coloradas, Aureliano y Amaranta Úrsula eran los únicos felices, los más felices sobre la tierra.

No me parece aventurado afirmar que tal felicidad, vedada a la mayoría de los seres humanos, estaba basada en la presencia de dos ingredientes: trasgresión y falta de testigos que juzgaran los actos de la pareja. En aquella casa aislada del mundo tía y sobrino hacen un estropicio de amor en el que se concilian eros y amor romántico, conciliación prohibida, que de alguna manera desencadena el fin. De nuevo verificamos la vieja verdad del Eclesiastés: no hay nada nuevo bajo el sol. Síntesis: el amor auténtico no sólo es inconveniente sino extremadamente perjudicial, solo se puede dar de manera clandestina y está destinado a la muerte. Algunas conclusiones: todos los auténticos amores son desventurados; el amor no existe sino como experiencia efímera o de infatuación; el erotismo fino lo practican los personajes heterodoxos por medio de rituales sofisticados y es bastante excepcional. Las relaciones con sexualidad tormentosa y feroz son las más frecuentes en Cien años de soledad. El caso de las relaciones de amor puro entre Fermina Daza y Florencio Ariza es verdaderamente excepcional en la obra de García Márquez. En efecto, ellos se aman en el tramo final de sus vidas con una especie de amor platónico… pero se aman porque ya se ha extinguido el fuego sexual, aunque siguen jugando a tener prendida la llama, lo que llama Octavio Paz, “la llama doble”. Los dos transitaron por relaciones difíciles y al final de sus vidas, se entregan a más espirituales que físicos.
El amor, o eso que llaman amor, y el erotismo se seguirán practicando hasta el fin de la humanidad, ya sea de manera “real” o como en la actualidad, de manera virtual. Se seguirá hablando sobre ellos sin llegar a puerto alguno. La obra de García Márquez sin duda alguna ha contribuido a enriquecer y a enrarecer este diálogo con una de las partes más delicadas de la naturaleza humana: aquélla que al acercarnos al animal, nos diferencia de él. De nuevo: no hay nada nuevo bajo el sol. Somos animales que disfrutamos del sexo, nos inventamos el amor y alcanzamos fugaces momentos de felicidad. Creo que eso justifica nuestra existencia sobre la tierra. Que en la obra de GM exuda machismo, no hay duda; pero también el hembrismo: hay mujeres duras, implacables, tozudas, entusiastas y hasta excesivas en el amor y el sexo. Úrsula y Amaranta Úrsula, no ceden jamás, como tampoco ceden Petra Cotes y Pilar Ternera y en general, cuando se trata de grandes decisiones y de iniciaciones, las mujeres mantienen la entereza, mientras los hombres se acercan al templo del amor con terror, desazón e inseguridad.

Xalapa, México  mayo de de 2011

(1) Anota Juan Gossain
Tengo la sospecha de que, en el texto que acabas de publicar, Aguilera Garramuno cree que potra y falo son lo mismo.
No, de ninguna manera. "Potra" llaman en el Caribe a una hernia de los testículos que los hincha como un balón de fútbol. Por razones que se desconocen, hubo en Cartagena una epidemia de potra por allá entre los años 30 y 40.
Hay quienes afirman que ciertas potras eran tan descomunales, que sus dueños iban por la calle cargando las en una carretilla.
Los barranquilleros, tan mamagallistas como son, dicen que a los cartageneros les sale potra porque desayunan arepa de huevo caliente con Kola Román helada. Vergajos que son.
Juan Gossain

2 comentarios:

MEMORABILIA GGM dijo...

Tengo la sospecha de que, en el texto que acabas de publicar, Aguilera Garramuno cree que potra y falo son lo mismo.
No, de ninguna manera. "Potra" llaman en el Caribe a una hernia de los testículos que los hincha como un balón de fútbol. Por razones que se desconocen, hubo en Cartagena una epidemia de potra por allá entre los años 30 y 40.
Hay quienes afirman que ciertas potras eran tan descomunales, que sus dueños iban por la calle cargando las en una carretilla.
Los barranquilleros, tan mamagallistas como son, dicen que a los cartageneros les sale potra porque desayunan arepa de huevo caliente con Kola Román helada. Vergajos que son.

Juan Gossain

Argelolo Mutatis Mutandis dijo...

Iba a ponerme manos a la obra, discutir lo mismo de juan gossain, y dejar claro que, en El amor en los tiempos del cólera, la potra consistía en esa hipoprotuberancia del testículo, a raíz de una bacteria redonda, tramada en puntos rojos, que ocasionaba el alboroto naciente de una masa amorfa semejante a una papá pastusa, tamaña gracia de virilidad para estos orgullosos portadores. El origen de la bacteria se alcanzó a considerar, en la época, un evento promovido por las fuerzas malignas, que se adentraban al pueblo navegando contracorriente del río magdalena. Toda vanidad paga muy caro los honores. La fortaleza de estos hombres y su altura, disminuyeron. Algunos, sólo unos pocos adelantados, sospechaban o reconocían ese verde en el fondo de los pozos. Yo casi pierdo un ojo leyendo la grandeza de las potras.