18 de febrero de 2012

MEMORABILIA GGM 556



A Botero no le cae bien García Márquez. Es un hecho constatable en diferentes entrevistas que el pintor antioqueño ha dado, la más reciente en la revista Soho, en la que su editor preguntó lo que siempre se le ha preguntado, y Botero contestó tal y como siempre lo ha hecho: defendiendo su obra y explicando su procedimiento y labor artística cada vez que aparece la figura del nobel colombiano. No entiende por qué el obvio (y frívolo) discernimiento del público que relaciona los dos estilos creativos: el realismo mágico de Gabo y el uso de la exageración, y la "volumetría gastronómica" (según Cobo Borda) que hace que sus formas aparenten ser gordas. Es molesto y entendible la agobiante explicación a los periodistas y la incorregible precisión al público. Ambos no escuchan. Averiguan lo mismo. En tanto Botero también manifiesta lo suyo, al contrario de lo que muchos creen, Gabo le cae pesadísimo.

Suena duro, claro. Pero las desavenencias han alimentado la historia del arte. La célebre rivalidad entre el elegante, lúcido y bello Leonardo en contraste con el escabroso y de salvaje espíritu Michellangelo. Aquel señalaba con sorna su desprecio por la escultura, y éste respondía con altaneros reclamos sobre la constante inconstancia del hombre de Vinci. O la que protagonizaron en pleno siglo XX dos escritores norteamericanos célebres: Ernst Hemingway y Scott Fitzgerald. Uno le criticaba (y celebraba en ocasiones) su estilo de escritura, sus modales artificiosos y hasta su mujer, la remilgada Zelda Fitzgerald. Éste siempre señaló el injustificado prestigio del autor de "Felicidad", llegando incluso a comentar con inquina, ante la descomunal proyección de masculinidad de Hemingway, que éste "se ponía pelucas en el pecho". O la que enfrentó a Mozart con Salieri, la de Picasso con Matisse o Modigliani, o la lucha ideológica latinoamericana entre García Márquez y Vargas Llosa.

Para entender un poco las idiosincrasias que repercuten en la apreciación mutua, es bueno revisar las ocasiones en que pudieron haberse cruzado, es decir, las oportunidades en que estuvieron hablando, compartiendo escenarios o ámbitos puntuales. En esta exploración surge el nombre de Álvaro Mutis, conocido relacionista público y hombre de cultura, es difícil encasillarlo pues como señalaba Gabo en un artículo "la mayoría de sus amigos -a quienes Mutis les parece un hombre fabulosamente simpático- no pueden explicarse a qué horas escribe sus libros". Fue él quien apoyo a Gabo desde que se conocieron en 1949 de diferentes formas: citas con editores, recomendación con jefes de diarios, presentación de poetas bogotanos y hasta viajes de inspiración al extranjero. En 1954 Gabo entra a trabajar en el diario capitalino El Espectador, en un acuerdo de última hora entre Guillermo Cano y Mutis.

Por su parte, Mutis pudo conocer muy bien a Fernando Botero. Pues vivió con el joven pintor y su esposa Gloria Zea, en la capital mexicana entre 1957 y parte de 1958, después de una temporada en prisión por asuntos financieros. Estadía en medio de dificultades económicas del matrimonio colombiano (él se dedicaba exclusivamente a pintar y ella se encargaba de la crianza de su primer hijo, Fernando). Es muy probable por la admiración que siempre profesó Mutis por Gabo que lo nombrase en alguna conversación, y pidiese a Botero su opinión, pero no hay mayor constatación. En una charla con Gloria Zea hace poco más de un año comentó que "se trataban todos los temas de Colombia, México y el mundo, pero Botero nunca dijo nada particular sobre Gabo". Quizás porque no conocía su obra, que consistía en cuentos publicados, su novela La Hojarasca y la reconocida serie por entregas del Relato de un Náufrago. En su estadía en Nueva York años después, según un amigo "hizo apuntes positivos sobre Cien años de Soledad".

En 1960 Botero hizo algunas ilustraciones del cuento de Gabo La Siesta del Martes para El Espectador, pero como él mismo lo señala "este era un oficio diario que no representaba mis gustos o predilecciones literarias". Era bien pago su trabajo, simplemente, en aquellos años en que comenzaba a figurar con fuerza en el medio artístico colombiano.

Ahora, si pensamos en Bogotá hace cincuenta años, es una ciudad que resurge de las cenizas del Bogotazo (1948), en medio de tensiones políticas: el golpe de Estado de Rojas Pinilla (1953), el período de la dictadura, la guerra civil y su epítome de La Violencia (1948-1958). En aquella ciudad la Avenida Jiménez (Hoy Eje ambiental) era el centro la vida política, cultural y económica. A sus cafés acudían las figuras de la poesía, el arte, las narrativas, son muchos los recuerdos de aquellas célebres tertulias y sus participantes. En Bogotá se conversaba mucho. La oficina de Gabo quedaba en el segundo piso y la de Mutis en el quinto del mismo edificio. La sede de El Tiempo estaba en los estudios de la Carrera Séptima, el Parque Santander reunía a los jóvenes empresarios bogotanos.

 En los años ochenta los dos viven en Paris, cerca del barrio Latino. Allí residen el hermano de Gabo, Eligio, artistas como Luis Caballero, Luciano Jaramillo, Darío Morales o el cineasta Luis Ospina, y otros más. En esta época se hicieron reportajes y entrevistas a Gabo desde París, recordando sus tiempos de hambre y bohemia, o sus visiones de Latinoamérica, sus amistades, sus sueños. Es significativo que por estos años muchos le hicieran saber a Gabo su alegría o satisfacción por su Premio Nobel: Morales le regaló un retrato gigantesco, Plinio Mendoza le hizo un par de buenos reportajes, Caballero le envío una sentida


Darío Morales pinta a GGM

felicitación. Algunos se acercaron a su casa para darle su saludo cortés y amable, otros lo atiborraban en fiestas y comidas. Botero nunca se acercó a su casa ni tuvo el disimulo (como buen relacionista público que siempre ha sido) de enviarle sus saludos o felicitaciones. Nada. Se puede ser suspicaz si recordamos que a Vargas Llosa le regaló un óleo que el escritor peruano conserva -según un escrito suyo- en su estudio en Europa. Pero con Gabo, nada, cada quien en lo suyo: Botero en su estudio y Gabo al frente de su computador, como niño curioso que estrena juguete. Revisar los posibles encuentros conduce a una inocuidad. Un desgaste innecesario. La respuesta, o al menos la explicación está en


Vargas Llosa y su cuadro de Fernando Botero

lo que señala el crítico e historiador de arte colombiano Álvaro Medina: "Botero es un artista celoso". Celos que nacen de la rivalidad con los artistas de su generación, con sus compatriotas o con pintores y escultores del mundo. Celos por ser el protagonista. En diversas entrevistas en su juventud señalaba su "admiración por el trabajo de Obregón, su manejo del color...", su estilo que, hay que señalar, muchos artistas de la época intentaban imitar o introducir como pauta pictórica. O las alabanzas al muralismo mexicano y sus cabezas visibles, Diego Rivera, Orozco y Siqueiros, incluso el renovador Rufino Tamayo. Al final dijo que Obregón nunca lo había influenciado, o que "Siqueiros era el peor pintor del mundo y Rivera, una mera derivación del expresionismo alemán". La defensa por su identidad que se entreteje con el mito y con el célebre afán de trabajo lo lleva a este tipo de afirmaciones, comprensibles, claro, pues a la larga el artista intenta desligarse de su pasado, afincarlo y proyectar su futuro, precisamente apelando a una historia de sí mismo.

Le cae pesadísimo, no ha leído con entusiasmo su obra, nunca se cruzan y es probable que no lo hagan. La relación nunca nació ni llegó a crecer. Hubo varios puentes que pudieron haberlos comunicado. Pero el asunto al fin de cuentas, está en las personalidades, en identificar la frontera entre el mito o la invención de la realidad y la verdad, al menos la verdad convertida en cotilleo. Son muchas las diferencias que los separan, pero son a mi parecer más los puntos de encuentro, las semejanzas en temas, tratamientos: en su creación artística. Aquí reside la importancia de la relación entre las cabezas visibles del arte y la literatura colombiana. Por ahora nos quedamos entre la antipatía de uno y la indiferencia del otro.


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