MEMORABILIA GGM 554
EL ESPECTADOR
Bogotá – Colombia
13 de febrero de
2012
¿Quién defiende a G.G.M.?
Por: Santiago
Montenegro
En su libro Redentores,
Enrique Krauze hace una reseña muy crítica de la actitud de Gabriel García
Márquez con relación al poder.
Según Krauze, nuestro premio Nobel siempre se sintió atraído
hacia los dictadores, a quienes concibió como unos seres tristes, solitarios,
humanamente vulnerables e incomprendidos y que se ven obligados a gobernar a
sus pueblos por circunstancias de la historia.
Naturalmente, entre todos los dictadores, el que ha estado
más cerca del corazón de García Márquez es Fidel Castro. Pero, por más conocida
que sea, esta relación no deja de sorprender. Primero que todo, fue García
Márquez quien buscó a Castro y no al revés. Incluso, Castro le tenía cierta
desconfianza y, sólo por la insistencia de García Márquez, le concedió
finalmente una cita en 1976.
A partir de allí, comenzó una relación que se extendió
por tres décadas y en la que Castro trató a nuestro premio Nobel como a un rey,
le dio una mansión en La Habana,
lo paseó en yate por los cayos y, juntos, organizaron fiestas y recepciones que
envidiarían los sibaritas y vividores más sofisticados del planeta. Mientras el
pueblo cubano seguía con la tarjeta de racionamiento y pasaba verdadera hambre,
Castro y García Márquez y sus numerosos invitados —por supuesto, connotados
izquierdistas de todo el mundo como Régis Debray o Manuel Vásquez Montalbán—
bailaban, comían caviar y langosta y saboreaban Viuda de Clicquot. Esto puede parecer
extravagante y hasta vergonzoso, pero lo más duro y devastador que comenta
Krauze es esa permanente admiración y arrobamiento de García Márquez por el
poder y por el dictador, una actitud que es consistente con su convicción de
toda la vida según la cual “el poder absoluto es la más alta y más completa
realización de un ser humano”.
Fundamentada en esa convicción, esa amistad superó todas las
denuncias de violaciones a los derechos humanos, los encarcelamientos, las
torturas y ejecuciones de disidentes por parte del régimen castrista.
Esa amistad ni siquiera se resquebrajó con el juicio y la
posterior ejecución en 1989 de Tony de la Guardia, amigo íntimo de García Márquez y de
Mercedes, su mujer. De la
Guardia, junto a su hermano Patricio, el héroe de la
revolución Arnaldo Ochoa y el general José Abrantes, fueron acusados en 1989 de
haber estado involucrados en actividades de narcotráfico. Según Krauze y otros
analistas, si esto fue verdad, Fidel Castro tenía que estar al corriente de lo
que sucedía, pues nada en la isla se movía a sus espaldas y sin su
consentimiento. Cuando estalló el escándalo y se inició el proceso contra los
acusados, la hija de De la
Guardia y su esposo visitaron a García Márquez en su villa de
La Habana y le
imploraron interceder ante el comandante. García Márquez les respondió en
términos vagos, aparentemente no hizo nada para ayudarlos, asistió al proceso
junto a Fidel y, posteriormente, en declaraciones a la prensa justificó el
proceso y las condenas que implicaron las ejecuciones de su amigo Tony de la Guardia y de Arnaldo
Ochoa.
Como admirador de García Márquez —el colombiano más conocido
en el mundo en toda nuestra historia— este capítulo de Krauze me dejó perplejo
y triste. Sabiendo que García Márquez está muy enfermo y no puede defenderse,
qué bueno sería que los académicos, pero también sus amigos colombianos,
refuten, maticen, pongan estos hechos en contexto o le den la razón a Krauze.
Pero que no se queden callados.
** ** **
EL ESPECTADOR
Bogotá - Colombia
14 de febrero de 2012
El poder de Gabo
Una exitosa mediación
de García Márquez
Por: José Gregorio
Guerrero
Especial para El
Espectador
Esta historia se suma al debate abierto por el libro
‘Redentores’, de Enrique Krauze,
en el que se acusa a G.G.M. de negligencia.
En enero del 80, la familia Peña Guerrero envía a Adalberto,
el menor de los hijos, a estudiar Derecho en la Universidad Libre
de Bogotá, una universidad de mucho prestigio para los costeños, ya que allí
varios coterráneos brillan por su sabiduría y son dignos de imitar. En ese
momento, la marimba es la forma más rápida y fácil de conseguir plata. Es
entonces cuando al joven universitario le proponen ganarse unos pesos, y sin
dudarlo da un sí irreversible: “¿Qué tengo que hacer?”, les pregunta Adalberto
a los amigos samarios que le plantean la propuesta. “Pues, muy fácil, sólo
tienes que ir a Santa Marta y allí te vas en un barco nuestro, full de
marihuana, para los Yunay”. Adalberto emprende la travesía.
Pasa el tiempo sin noticias de Adalberto. Es un misterio.
Parece que el frío capitalino se lo hubiera tragado sin saborearlo aún. Pero
como entre cielo y tierra no hay nada oculto y mucho menos en la creación
vallenata, un pajarito sin alas ni pico le dice a la familia que Ada ha caído
en el embarque de una familia de Santa Marta y está preso en Cuba. La noticia
cae como caen los mangos sobre los tejados con las brisas de febrero. La
familia Peña, en cabeza de su hermana Clara, inicia la construcción de un
puente firme y directo para llegarle al comandante Fidel Castro. Clarita busca
a Consuelo Araújo Noguera, amiga del futuro Nobel, para que ésta le dé las
coordenadas para encontrarlo, ya que piensa enviarle una carta, y Gabo es muy
amigo de Fidel. Pero le dice la
Cacica: “Clari, es difícil que te conteste Gabo esa carta,
porque él en medio de su sabiduría filantrópica es fregao”.
A Clarita las palabras de la Cacica le entran por un
oído y le salen por el otro. Inmediatamente le escribe una carta a Gabo. Se la
escribe por escribírsela, porque la fe del perturbado es terca y majadera. En
la carta le dice lo acontecido, con puntos y comas para mayor identificación, y
manda señales escritas de dónde puede estar Adalberto.
A los tres meses, una mañana cualquiera, suena el timbre de
la casa Peña Guerrero. Gabo ha respondido a la carta de Clarita, diciéndole que
aún no da con el paradero de Adalberto, pero que con toda seguridad seguirá
buscándolo. Una mañana cubana de esas en que las faldas quieren salir volando
como cometas sin rabo de las caderas de las bronceadas isleñas que caminan por
Varadero, un guardián de la cárcel saca a Adalberto con 31 colombianos más, por
orden directa de Fidel, y se los llevan a una casa en La Habana (por lo que me
contaron, debe ser la de Fulgencio Batista). Allí los presos desayunan como
gente, y entre miradas de duda y pánico esperan la orden para ser fusilados (al
menos eso piensan ellos, inocentes de todo lo que hierve por dentro).
De repente, un hombre canoso, de espesa bigotada, baja las
escaleras vestido completamente de blanco y los mira a todos uno por uno, con
una mirada tierna de padre molesto, y pregunta: “¿Quién es Adalberto, el
hermano de Clarita Peña, el vallenato?”. Uno de los 32 grita: “¡Yooooooo!”.
“Me la saludas y mañana temprano se van todos para Colombia.
Soy Gabriel García Márquez, un colombiano más, jodido como ustedes pero con el
peligro de escribir lo que vive para poder comer. Tomen esta platica para que
les lleven regalos a sus hijos y sus esposas ¡Sinvergüenzas!”, les dice con
cierta sonrisa pícara y de felicidad ajena.
Ese mismo día, Clarita Peña recibe una llamada
internacional: es Gabo, para preguntarle en qué lugar de Colombia quiere que le
ponga a Adalberto. Clarita responde con los ojos en invierno: “Doctor García,
me lo puede dejar desde Punta Gallina en La Guajira hasta Leticia en el Amazonas, donde mejor
le parezca”. “Entonces, Clara, te lo envío a Bogotá”. Ella, con un nudo en la
garganta, le pregunta: “Doctor, ¿qué le debo?”. Gabo guarda silencio por un
segundo y después del sonido grato de una sonrisa le dice: “Claro que me debes
algo. Yo lo único que quiero es un sancocho de tres carnes, con ron caña,
música vallenata, y debajo de un palo de mango para yo hacer de las mías”.
Clara le pregunta que para cuándo puede ser, y Gabo vuelve a guardar el segundo
silencio, y suelta la misma carcajada inicial. “Cuando tu presidente me deje
entrar nuevamente a Colombia” (se refiere a Turbay Ayala).
Pasan más de dos años, cuando Clara vuelve a recibir una
llamada internacional. “Clarita, soy yo, Gabo. No he olvidado tu deuda conmigo.
Voy para este festival”. Clarita le pregunta cómo hacer para prepararle la
invitación. “Háblate con Consuelo y ve al aeropuerto y lleva en la mano un ramo
de rosas rojas con mariposas amarillas, para identificarte y poder saber que
eres Clarita Peña y darte un fuerte abrazo”.
Así fue. Clara va adonde Consuelo, pero la Cacica le dice que es casi
imposible porque ya Gabo es Nobel y las invitaciones se le han aumentado. A
Clara las palabras de Consuelo vuelven a transitarle el oído sin freno alguno.
El día de la llegada del Nobel se va Clara para el aeropuerto con un inmenso
ramo de rosas rojas, adornado con inmensas mariposas amarillas, en papel de
celofán y se dirige a la escalera del avión. Primero asoma la cara Alfonso López,
el Pollo, luego la barba de un hombre guardado en guayabera blanca (Juan
Gossaín) y por último, Gabo, que se detiene un poco, observa el paisaje humano
que rodea el avión, identifica a Clarita, y es él quien se acerca y la abraza.
“Recógeme al mediodía en la casa de María Lourdes”. A las 12
en punto está Clara en la puerta de la casa de los Araújo Castro, y en medio de
los escoltas logra colarse y encontrar a Gabo. En seguida él la aborda: “Clara,
lo prometido es deuda, soy todo tuyo”. Sale sin escoltas, sin pedir permiso, se
monta al pichirilo de Clarita y emprenden la marcha. Clara le advierte:
“Doctor, yo vivo allá, al pie del río”. “No importa, dale que yo respondo. Lo
que quiero es lo que te dije”.
Cuando van llegando a la casa, ya todos los medios de
comunicación están allí, y Mercedes, su esposa, Juan Gossaín y medio pueblo
más. Gabo se come el sancocho a sus anchas. De la vecindad traen abanicos de
todos los tamaños y marcas para bajar la temperatura de los cachacos que bailan
sin cansancio. En ese momento el Nobel es del pueblo. Toma ron caña, el del
comandante del buen sabor, y bajo una fronda de mango baila, ríe, goza junto a
Mercedes y su séquito de amigos. Los acordeones se retuercen como quieren y son
las tres horas más felices de ese viaje a Macondo, perdón, a Valledupar. Al fin
y al cabo es lo mismo. El tiempo también baila por el reloj sin decir nada, y
al terminar la parranda Mercedes mira a su marido a los ojos: “Gabo, 25 años
después entiendo por qué tú eres así”.
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