MEMORABILIA GGM 552
SEMANA
Bogotá – Colombia
11 de febrero de 2012
“El periodismo impreso
tiene el papel asegurado”
Juan Villoro es el autor de ‘Dios es redondo’ y ‘Efectos personales’,
entre otros libros.
.
ENTREVISTA a Juan Villoro, quien inauguró un nuevo semestre de la Maestría en Periodismo de
Publicaciones Semana y la
Universidad del Rosario, defiende el oficio y piensa que el
más auténtico es el deportivo.
Alos que auguran la muerte irremediable del periodismo
impreso, les sale ahora al paso el escritor y periodista Juan Villoro (México,
1956), para quien la prensa de calidad existirá. Así lo dice en esta entrevista
con Luis Fernando Afanador y Juan Carlos Iragorri, de SEMANA, en la que también
habla de política mexicana y de una de sus grandes pasiones: el fútbol.
[...]
SEMANA: ¿Por qué cree que el periodismo más auténtico es el
deportivo?
J.V.: Porque no puede falsear los hechos y todo mundo conoce
la información. El periodista deportivo sabe que sus lectores han visto por
televisión los goles o los encestes. Crear asombro a partir de lo que todo
mundo conoce es uno de los mayores desafíos narrativos. Obviamente, solo los
grandes logran esto.
SEMANA: Lo hizo Hemingway, lo ha hecho García Márquez. ¿Cuál
es el secreto para cruzar la puerta giratoria del periodismo a la literatura?
J.V.: Demostrar que la eternidad de los sucesos depende de
la forma como se miran. Cuando García Márquez narró la historia de una vaca que
interrumpía el tráfico de la ciudad, no entregó una exclusiva política ni
histórica. Pero el mundo no volvió a ser el mismo después de esa crónica. Lo
más simpático del texto es su título, que proviene de un eslogan publicitario:
"No era una vaca cualquiera". Si el que ordeña es García Márquez, la
vaca merece estar en un museo.
[...]
Entrevista completa en
El 4 de julio de 2008,
Juan Gossaín dictó una conferencia en la Universidad
Tecnológica de Bolívar, en Cartagena de Indias. Era uno de
los actos que clausuraban la VI Escuela de
Verano y del Diplomado Cartagena de Indias, conocimiento vital del Caribe: II
travesía garciamarqueana, nombre abreviado que le dieron los organizadores.
Estaban reunidos en el diplomado a lo más excelso de los escritores que de una
u otra manera hubieran tenido contacto con la obra de Gabriel García Márquez.
Gossaín dio una clase magistral sobre periodismo costeño y su influencia en el
periodismo del país. Al terminar contó que una de las piezas de periodismo que
más lo impactaban por su certera redacción era una columna escrita por “Gabito”
sobre una vaca que se había encontrado en el Paseo Bolívar de Barranquilla. Hoy
repite esa afirmación Juan Villoro en la entrevista de arriba en este blog.
Aquí esta la columna,
publicada en El Heraldo de Barranquilla el 3 de abril de 1951, en la página
editorial con el subtitulo de La
Jirafa, escrita por Septimus, seudónimo de Gabriel García
Márquez, a sus 24 años de edad.
(N del E.)
NO ERA UNA VACA CUALQUIERA
Una vaca en el centro de la ciudad es una de las pocas
maneras que se han descubierto para anticipar el domingo. En una ciudad donde
cada esquina es, desde hace veinticinco años, un serio problema para el
tránsito y cuyos habitantes no tienen otra noticia del campo que la botella de
leche que todos los días amanece a la puerta de sus casas, la sola presencia de
una vaca en la vía pública constituye una alegre y alborotada anticipación del
domingo. La última semana, en virtud de milogrosa intervención vacuna, tuvimos
un martes reposadamente dominical.
En medio de los automóviles paralizados, de los innumerables
transeúntes que a esa hora se dirigían al trabajo; corridas las cortinas
metálicas de los almacenes y mientras un altavoz anunciaba, a todo volumen, las
excelencias de una droga insustituible, se registró la pequeña conmoción
cronológica. y allí estaba la vaca, seria, filosófica, inmóvil, como la
simbólica estatua de un Ministro Plenipotenciario
Gracias al cine y a la propaganda de los productos lácteos,
los niños de la ciudad están capacitados para diferenciar una vaca de un tigre.
Y hasta de un toro. Por eso cuando el agente de tránsito se acercó al animal,
físicamente sembrado al pavimento, como un árbol de cuatro patas (y cola) y
trató de persuadirlo por todos los medios conocidos, de que prosiguiera la
marcha, los chicos se esforzaban en los balcones por evitar que las autoridades
echaran a perder el único espectáculo vivo que se ha ofrecido en muchos años. Y
como la vaca parecía estar radicalmente de acuerdo con los niños, el profundo
desprecio con que respondió a las sugerencias del agente de tránsito marcó el
principio en una hora de fiesta brava, improvisada, que aplazó para el día siguiente
la reapertura de las actividades comerciales.
A las cuatro de la tarde no había un solo almacén abierto.
La administración pública, en sala plena, le sacaba partido al espectáculo
desde uno de los balcones del edificio nacional, como desde una contrabarrera
burocrática. Todo, desde ese momento, estaba aceptado oficialmente. Y el martes
se transformó en domingo, con todas sus consecuencias de invitaciones a comer y
cambios de programa de los cines. El altavoz pasó entonces recordándoles a los
habitantes de la ciudad que el incendio de Chicago se inició cuando una vaca le
dio una patada a una lámpara. Alguien trató de demostrar que no era buey sino
vaca, el evangélico rumiante que calentó el pesebre de Belén. Las muchachas, en
coro, cantaron "La
Vaca Lechera". Y a las cinco de la tarde la vaca era el
personaje más importante de la ciudad, el que habría podido subirse a una
tribuna, a dar bramidos demagógicos, en la seguridad de que habría conquistado
los votos necesarios para ingresar al parlamento.
En un hotel, unos boxeadores que recorren el país ofreciendo
espectáculos de fuerza, estaban almorzando cuando oyeron la gritería. A esa
hora todo el mundo sabía, aunque no se hubiera movido de su casa, que una vaca
estaba plantada en el centro de la ciudad. Y los boxeadores, con su saludable
alegría de niños enormes y bien alimentados, salieron con sus sacos vistosos y
sus zapatos de caucho a tomar parte en la vertiginosa fiesta de la vaca.
De todas las casas salieron sobrecamas, cortinas,
gallardetes. Una mujer protagonizó un número de entreacto, porque su marido se
echó a la calle a sacarle verónicas a la vaca con una camisa de dormir. De los
balcones cayeron sombreros y serpentinas. Y cayó un hombre. Porque no hay
domingo, por muy santo que sea, en que un borracho no dé un traspié en un
segundo piso y se rompa la crisma en el pavimento. El martes se había
convertido en domingo intempestivamente; no hubo tiempo para que los borrachos
profesionales se pusieran a tono con las circunstancias. Pero como las cosas
debían suceder a cabalidad, como en los mejores domingos, un hombre se cayó de
un balcón, en el más improcedente estado de sobriedad, y cumplió así con el
deber de romperse la crisma en aquel alborotado martes dominical.
Cuando se encendieron las luces la vaca seguía en su lugar,
impasible, indiferente a la gritería. Nadie pudo moverla de allí. Ni siquiera
los boxeadores. Y allí estuve hasta la media noche, cuando uno de los borrachos
oportunistas le dio un viva al partido liberal y desapareció. Entonces vino un
pelotón de policía y a físicos trompicones, arrastraron el animal hasta el
patio de la cárcel.
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