Cali - Colombia
Abril 20 de 2014
“Gabo convirtió la realidad en
metáfora”:
Juan Gustavo Cobo
El poeta y filósofo Juan Gustavo Cobo Borda analiza la trascendencia
literaria de García Márquez. Explica que la obra del Nobel
es una autobiografía por entregas.
Por Ricardo Moncada
Esquivel
Uno de los testigos excepcionales de la vida y obra de
Gabriel García Marquez ha sido Juan Gustavo Cobo Borda, poeta, ensayista y
editor bogotano.
Cobo Borda no solo compartió con el desaparecido Premio
Nobel colombiano en su esfera íntima sino que lo entrevistó en varias
oportunidades y estudió su obra a profundidad en libros como ‘Lecturas
convergentes’, que publicó en el 2005 y en el que hace un paralelo entre el
escritor de Aracataca y Álvaro Mutis.
El País dialogó con el poeta y ensayista sobre algunas de
las influencias que marcaron la obra de Gabo y sobre lo que representa el
legado literario que dejó a Colombia y al mundo.
¿Cuál fue la
importancia de la poesía en la obra de García Márquez?
Él fue un gran lector de poesía. En la biblioteca del Liceo
de Zipaquirá, donde estudió bachillerato, había diez tomos que comprendían la
poesía colombiana. Al llegar a Bogotá, uno de sus primeros amigos fue el
escritor Gonzalo Mallarino Botero, quien lo acercó a los poetas del momento,
como Arturo Camacho Ramírez, Jorge Rojas y Eduardo Carranza, del movimiento de
Piedra y Cielo.
¿Qué importancia tuvo
el piedracelismo en su obra?
Piedra y Cielo representó un cambio en la poesía parnasiana
y neoclásica que imperaba en esos años y le dio elementos de musicalidad y de
volatilidad, pues hablaba de esas muchachas cubiertas de holán que subían al
cielo, o de ángeles, de alas. Ese tipo de representaciones le dieron a García
Márquez una especie de arsenal retórico que, si se fija, está muy cercana de lo
que él hace cuando Remedios La Bella va al cielo. En muchos otros momentos de
su escritura aparecen esos elementos poéticos y se convierten en una esencia de
su escritura. Él mismo escribió poemas de línea piedracelista muy decorosos y
bien armados.
Y Álvaro Mutis, ¿cómo
influye en esa materia poética?
En México ambos comparten su admiración por Pablo Neruda. En
1982, cuando se le va a entregar el premio Nobel en Estocolmo, Gabo le pide a
Mutis que le ayude a redactar el discurso para un banquete titulado ‘Brindis
por la poesía’, en el cual Gabo dice que siempre ha querido invocar la poesía,
porque es la única que mueve las naves de Homero y permite cocinar los
garbanzos en los fogones. Es decir, que la poesía es trascendencia y también
cotidianidad. Ese influjo poético es el que recorre como un latido toda su
obra.
¿De dónde toma esa
vertiente narrativa que lo acerca al género del cuento?
En Bogotá, Gabo lee a Kafka (‘La Metamorfosis’) y eso genera
en él una fuerte influencia. Surgen cuentos como los de ‘Ojos de perro azul’,
que son relatos oníricos donde ya aparecen algunas de sus obsesiones
literarias, como el muerto que está en el ataúd y que la gente observa, pero él
sabe que no está muerto. En una entrevista con Arturo Camacho Ramírez, un
piedracelista, le dice que su hobby es coleccionar pesadillas. La única forma
que él encontraba de exorcizarlas era escribiendo sobre ellas. Pero esas
narrativas también están relacionadas con otras lecturas de autores como Edgard
Allan Poe, sobre historias de sueños irrealizados o deseos incumplidos, y de la
literatura fantástica, que tienen en común ese tono de traspasar fronteras y no
dejar distinguir los límites de la realidad, la pesadilla y la fantasía.
¿Cuál fue el impacto
del grupo de Barranquilla en la escritura de Gabo?
El principal fue la amistad y, en segunda instancia, una
especie de camaradería literaria. Ellos salían a tomar unas cervezas y a
visitar los burdeles mientras conversaban sobre lo que habían publicado autores
como William Faulkner, Ernest Hemingway o Virginia Woolf, y al otro día alguien
le prestaba a Gabo algunos de esos libros. Cuando enfermó de pulmonía y se fue
a reposar donde sus padres, sus amigos de Barranquilla, que solían reunirse en
la Librería Mundo, le enviaron una caja de libros con estos y otros autores. De
esta manera sucede en Gabo algo maravilloso. Él no asiste a la universidad,
pero es un autodidacta que se formó leyendo los libros que conversaba con los
amigos.
¿Entre los cuentos de
Gabo cuál es su preferido?
Me gusta mucho, aunque por razones que no son estrictamente
literarias, ‘Los funerales de la Mamá Grande’, porque es la mejor y más aguda
sátira de lo que es Colombia, de esa nación que vive presa de lugares comunes,
de esa aparente legalidad que encubre una gran ilegalidad, de los discursos, de
los reinados de belleza y todo lo que allí enumera como el patrimonio
intangible de este país. Todo, narrado de una forma extraordinaria. Pero hay
también otros relatos como el cuento del dentista que tiene que extraerle una
muela a un alcalde militar torturador (‘Un día de estos’), en un diálogo casi
de tragedia griega. Me gusta esa forma lacónica, extraña y sugerente de muchos
de sus cuentos.
¿Cuál es para usted la
esencia de ‘Cien años de soledad’?
Pienso que es un libro muy amargo y doloroso sobre un país
autista, metido en sí mismo, lleno de crueldad, de guerras, de fusilamientos.
Hay una cosa importantísima: esta es una novela sobre el aislamiento. Cada uno
de sus personajes está en una especie de cápsula. En un lado está Rebeca; en
otro, Úrsula; en otro, el Coronel encerrado haciendo pescaditos de oro. Es una
novela que tiene toda esa energía de lograr comprimir en un siglo seis
generaciones. Una obra que tiene ese tono de Gabo tan caviloso que se nos
revela como un hombre que veía más allá de las apariencias, una especie de
‘brujo’ que traspasaba lo convencional. Era alguien que conocía tan bien a
Colombia como reportero, que podía discernir cuáles eran esas líneas
determinantes de la vida colombiana y por eso convirtió esa realidad en
metáfora y poesía para ver si podemos salir de ese mundo circular y repetitivo
que siempre vuelve a ilusionar, a echar discursos y a hacer propuestas que
nunca se cumplen.
¿Por dónde se puede
comenzar a explorar el universo literario de Gabo?
Creo que su obra es una unidad. Si uno empieza por esa joya
que es ‘El Coronel no tiene quién le escriba’, va a notar que todos sus libros
se entrelazan, porque ‘El Coronel’ es un relato sobre la vejez y ‘El amor en
los tiempos del cólera’ es sobre la senilidad, al igual que ‘Memorias de mis
putas tristes’. Pero lo que me parece muy revelador es que Gabo dijo que la
obra que más trabajó poéticamente como estructura del idioma y como forma
narrativa fue ‘El otoño del patriarca’. Y agregó: “No se han dado cuenta de una
cosa muy clara, que ‘El otoño del patriarca’ es mi autobiografía”. Entonces eso
hay que mirarlo bien, porque las claves que da un autor sobre su propia obra no
hay que desdeñarlas. Si leemos ‘El otoño del patriarca’, donde hay un niño que
hace representaciones teatrales, y lo cotejamos con lo que Gabo ha dicho en
entrevistas o en libros como ‘Vivir para contarla’, encontraremos esas huellas
autobiográficas.
¿Pero qué pasa en esa
novela con la figura de Bolívar?
Lo que sucede es que, como buena autobiografía poética, hay
que desmontarla y preguntarnos por esa figura y ahí podemos ver ese interés por
las relaciones de poder, por las fuerzas de quien controla destinos. Ese es el
caso no solo de un dictador, sino que es el mismo caso de alguien que escribe
novelas, que en muchos casos puede matar al personaje o el personaje es quien
decide el camino del escritor. Por eso, no se puede aislar su obra en un solo
título sino, tratar de mirarla en esos sucesivos espejos que la componen. Es el
momento de leer a Gabo más allá de Colombia y hacerlo como él quizás hubiese
querido ser leído, como una larga y unificada autobiografía en muchos tomos y
con muchas caras.
** ** **
EL COLOMBIANO
Medellín, - Colombia
24 de abril de 2014
Opinión
MI DESAYUNO CON GABO
Por Jorge Ramos*
La verdad, nunca le llamé Gabo, o Gabito. Hubiera querido,
pero nunca fui parte de ese privilegiado círculo de amigos y escritores que se
reunían frecuentemente con Gabriel García Márquez, el novelista más importante
de nuestro tiempo. Es más, ni siquiera lo conocía en persona.
Como millones de lectores, crecí con él, leyéndolo,
analizándolo, tratando de llegar hasta el hueso de cada una de sus frases
perfectas. Su carpintería era única; siempre parecía encontrar la palabra
exacta para decir lo que quería. Y eso requería mucho trabajo, mucho talento y
muchas páginas en la basura. (Se nos olvida ya que la computadora es
post-Aureliano Buendía y su descubrimiento del hielo).
En mi época universitaria, García Márquez ya era García
Márquez, el genio de "Cien años de soledad" y el mejor exponente del
realismo mágico -esa manera tan nuestra del ver el mundo. Macondo es América
Latina. Y en este rincón del planeta donde todo es posible -dictadores que no
mueren, niños con colas, mujeres que flotan, amores eternos y fantasmas más
vivos que los vivos- García Márquez fue el primero en darles voz y legitimidad.
En 2004, cuando un colega periodista me invitó a un evento
en Los Cabos, México, donde iban a homenajear a García Márquez, acepté con una
condición: preséntamelo.
Ese día me levanté emocionado, me encontré con el
organizador dispuesto a cumplir su promesa y, de pronto, ahí estaba el
escritor; desayunando con su esposa, Mercedes, en la esquina del restaurante de
un enorme hotel y saludando a tanta
gente con la mano que parecía que espantaba moscas.
Me tragué la vergüenza de molestarlo y me acerqué mientras
él le metía el tenedor, creo, a unos huevos estrellados. Me presenté y, para mi
sorpresa, me dijo: "Ven, siéntate aquí, a ver si así dejan de
molestar". Y me apartó una silla junto a él.
Lo que unos días antes hubiera sido absoluta ficción, estaba
ocurriendo; desayunaba con García Márquez. Para Mercedes, sospecho, yo era una
peste más y me lo hizo saber con su mirada de aguijón. Pero aguanté los
picotazos y me quedé a conversar. Había que matar dos horas y tenía a García
Márquez a mi lado. No lo iba a desaprovechar.
Pero el primero en preguntar fue él. Quería saberlo todo
sobre Univision, la cadena de televisión donde trabajo , y sobre los cubanos en
Miami. Le conté, pero yo lo que quería era oírlo a él. Busqué la pausa y le
dije: No entiendo su amistad y apoyo a Fidel Castro. Y ahí brincó Mercedes,
como hablando por los dos.
"Lo conocemos desde hace mucho tiempo, es nuestro amigo
y ya es muy tarde para cambiar", me dijo ella.
Él asintió. Para él la amistad y la lealtad iban antes que
la política. "Los que hablan de política son Mercedes y Fidel",
apuntó él. Pero no es ningún secreto que García Márquez intercedió con Castro
para liberar a algunos presos políticos cubanos y, quizás, algo más.
El escritor mexicano Carlos Fuentes me contó sobre una cena
en septiembre de 1994 con García Márquez y el presidente Bill Clinton en
Martha"s Vineyard. ¿Le pidió Clinton a García Márquez que hablara con
Castro para buscar un acercamiento entre los dos líderes?
El propio Clinton, el año pasado, me dijo que nunca le pidió
en esa cena a García Márquez que actuara como mediador con Castro. Pero
cualquier posibilidad posterior de un acercamiento entre Estados Unidos y Cuba
a través del escritor colombiano quedó destruida tras el derribo por parte de
la fuerza aérea cubana de dos avionetas del grupo Hermanos Al Rescate en 1996.
En México, nuestro desayuno, sin embargo, trató más de
literatura y periodismo que de política. García Márquez, en ese momento, estaba
concentrado en la creación de una nueva generación de reporteros a través de la
Fundación Nuevo Periodismo. Pero, reconozco, había momentos en que García Márquez
perdía el interés y se iba de la conversación, quién sabe a dónde.
Le pude decir, casi como confesión, que para mí su mejor
novela era "El otoño del patriarca" y, como respuesta, su bigote
espumoso subió como ola. Y no, él nunca había dicho que "Cien años de
soledad" no podría haberse escrito en ese momento en que los lectores
buscaban novelas más cortas.
El desayuno concluyó cuando nos llamaron al evento. Me tomó
del brazo, caminamos juntos y luego lo perdí en un mar de alabanzas y
seguidores. Nunca nos dijimos adiós. Así fue mejor.
Para mí, por mucho tiempo, ese fue el realismo mágico:
sentarme a desayunar con Gabriel García Márquez. Imposible. Impensable. Y, sin
embargo, ahí estuvimos.
* Periodista y
escritor. Principal director de noticias de Univision Network.
** ** **
PRODAVINCI
Bogotá – Colombia
28 de Abril, 2014
Mamando gallo con Gabo
Por Jon Lee Anderson |
Gabriel García Márquez, quien murió a la edad de ochenta y
siete años en su casa en Ciudad de México la semana pasada, ha dejado tras de
sí un inmenso legado literario. Pocos autores han sido tan ampliamente
traducidos, al igual que ampliamente leídos por tantas personas de diferentes
culturas. “Él nos mostró una nueva manera de observar”, dijo Ian McEwan el
viernes pasado.
Menos conocido para la legión de lectores de García Márquez
era su rápido e ingenioso sentido del humor, una cualidad conocida en su
Colombia nativa como mamar gallo. Gabo, como era conocido por sus amigos y sus
fanáticos en América Latina, era un gran mamador de gallo. Me recordaron esto
el día en que murió, cuando Ariel Palacios, un amigo brasilero que vive en
Buenos Aires, mandó una serie de “Gaboísmos”, incluyendo mi favorito: “El día
en que la mierda valga algo, los pobres nacerán sin culos”. Hay muchos más de
donde vino ese. Algunos son simples absurdos graciosos, como “He conspirado por
la paz en Colombia desde el día en que nací”. Hay otros breves, campechanos, al
estilo de Twain, como “La vida es el mejor invento de todos”.
La exageración fue un elemento clave en la imaginativa
aproximación a la vida que tuvo Gabo, tanto en su escritura como en su persona.
Él dijo, por ejemplo, que su novela corta Del amor y otros demonios fue
inspirada en un evento de la vida real que cubrió como reportero en Cartagena,
Colombia, en 1949: el descubrimiento por obreros del cráneo de una niña muerta
con una cabellera rubia de 18 metros en una cripta del convento de Santa Clara.
A él le gustaba contar la historia de cómo Fidel Castro una vez se comió
veintiséis bolas de helado en su presencia. La primera vez que hice contacto
con él, por teléfono, con la esperanza de entrevistarlo para un perfil para The
New Yorker, en 1999, él mismo contestó el teléfono. Cuando dije mi nombre, el
Premio Nobel exclamó cálidamente, “¡Anderson! Coño, te he estado buscando por
todas partes durante años; ¿dónde te has estado escondiendo?”
Esto era clásico del Gabo. Todavía no nos habíamos conocido
y ya había convertido nuestro encuentro en una gran historia. Y una vez había
dicho o escrito uno de estos pronunciamientos góticos, cualquiera fuera la
verdad, así era como él los recordaba desde entonces.
Cuando nos conocimos, unos días más tarde en la oficina en
Barcelona de su agente literario, Carmen Balcells, él me miró de arriba a abajo
y preguntó “¿Cuántos años tienes?”. Yo le dije “Cuarenta y dos”. Al oír esto,
dio vueltas alrededor y llamó a las asistentes de mediana edad de Balcells,
“¿Oyeron eso? ¡Cuarenta y dos! ¿Se pueden imaginar volver a tener esa edad?”
Volteando hacia mí, dijo, “¡Qué maravilloso! Lo que daría por tener cuarenta y
dos otra vez”. Eso también era el clásico Gabo: cálido, amistoso, siempre
buscando deshacerse de su estatus de celebridad para ponerse a la par contigo.
En Colombia, el presidente Juan Manuel Santos decretó tres
días oficiales de duelo por el Gabo, y lo declaró “el mejor colombiano que
jamás haya vivido”. Yo dudo que haya muchos colombianos que estén en
desacuerdo. Gabo era realmente amado. Para un país que es más conocido por su
violencia y tráfico de drogas, su contribución fue apreciada y fue adorado por
la gente de todas las clases sociales, razas y edades. Desde que ganó el Premio
Nobel de Literatura en 1982, muchos colombianos se han referido a él
simplemente como El Nobel. Todos saben de quien están hablando.
Gabo amaba conspirar, una palabra que carga una connotación
menos malévola en español que en inglés.
Una de las principales razones por su afecto y larga amistad
con Fidel Castro tuvo que ver con el hecho de que Fidel, por supuesto, es uno
de los grandes conspiradores de la modernidad. Con gran entusiasmo, Gabo me
contó de su tiempo como intermediario personal entre el líder cubano y Bill
Clinton, en conversaciones dirigidas a mejorar las relaciones entre los dos
países. Él estaba orgulloso de que hayan confiado en él, pero adoraba más que
cualquier otra cosa las confidencias susurradas, el arte de gobernar detrás del
escenario, con toda la conspiración que eso implica.
Una vez que Gabo había decidido compartir su confianza, lo
hizo sin filtros. Comenzamos una serie de largas conversaciones para el perfil
que eventualmente escribí, y le pregunté, una y otra vez, acerca de su
fascinación durante toda la vida por el poder y por los hombres poderosos como
Fidel, tanto en su vida como en su literatura. Él se acercó desde su silla,
tocó mi rodilla, y dijo “Mira, O.K., pero tienes que dejar algo para mis
memorias, ¿O.K.?” y de esta manera, por supuesto, él me sumó a su causa, al
igual que hizo con muchos otros de sus adoradores, al hacerme su co-conspirador.
A pesar de todos sus logros, Gabo, quien se describía a sí
mismo como “el hijo del telegrafista de Aracataca”, un pueblo pobre y rústico
en la costa caribe de Colombia, nunca pudo creer totalmente en su buena fortuna. Siempre
estaba feliz de compartirla con otros. En 2007, me invitaron a su fiesta de
cumpleaños número 80, en Cartagena. Un día, en un salón privado en un
restaurante que le gustaba, Gabo fue visto por un numeroso grupo de mujeres
jóvenes que habían ido a almorzar. Ellas estaban notablemente aturdidas por la
emoción, señalándolo, sonriendo y saludando. El jefe de sala fue enviado para preguntar en nombre
de ellas si Gabo les concedería una fotografía. Gabo inmediatamente aceptó y
salió. Durante alrededor de diez minutos se nos perdió mientras posaba foto
tras foto. Las mujeres lo abrazaban y lo besaban, y Gabo se pavoneaba y
brillaba como un muchacho que hubiera ganado el premio al Más Apuesto en la
feria del condado.
Tuvimos muchas comidas así, junto a su esposa Mercedes,
quien lo sobrevive, y muchos amigos locales. Una noche volvimos a su casa en
Cartagena para tomarnos un trago. Construida junto al viejo convento de Santa
Clara, desde la casa se ven las murallas de la ciudad y el Mar Caribe. Tan
pronto llegamos, Gabo me apartó del resto del grupo, portando una sonrisa
conspiradora, como si quisiera transmitir un secreto. Me llevó afuera a la
terraza. Miramos juntos; era una noche brumosa y un poco de arena se
arremolinaba fuera de la playa, cruzando la avenida. Un joven solitario caminaba.
El aire de la noche estaba tibio. Gabo apuntó su cabeza hacia el joven y dijo:
“Yo solía caminar por ahí cuando era joven y soñaba que un día tendría una casa
acá arriba”. Dejó caer su mano sobre mi hombro y, con una expresión de encanto,
dijo: “Y ahora la tengo. ¿Puedes creerlo? Yo todavía no puedo”.
A Gabo le gustaba vestirse y, para la afectuosa
desesperación de Mercedes, él insistía en escoger sus propios atuendos. Ella lo
llamaba Trapoloco. Su traje de noche en Cartagena en esa visita era un blazer
de cuadros amarillos y verdes, que debe haber visto sus últimos días de moda a
mediados de los años setenta; era el tipo de cosa que uno pudo haber visto en
una pista de baile cuando “Kung Fu Fighting” estaba en el tope de las listas.
Pero Gabo amaba esa chaqueta y se sentía bien en ella.
La última vez que vi al Gabo fue el año pasado, en su casa
en Ciudad de México. Él, Mercedes, un amigo de ella y yo almorzábamos juntos.
Típicamente, Gabo se había vestido para la ocasión en un sobrio pero elegante
traje de tres piezas y sus usuales botines con tacones cubanos (Gabo no era un
hombre alto).
Comimos y conversamos y nos tomamos una foto juntos. Y
entonces, cuando era la hora de irme, Gabo insistió en conducirme afuera donde
esperaba mi taxi. El conductor sonrió con asombro cuando se dio cuenta a quien estaba mirando. Un jardinero que
trabajaba al otro lado de la calle se paró y saludó. Gabo sonrió y saludó a
todos. Lo abracé y le dije adiós. “¿Cuándo vuelves?”, me preguntó. Yo titubeé.
“Quizás sea pronto”, dijo sonriendo. Eso era lo que Gabo siempre decía.
Traducción exclusiva de Prodavinci del artículo publicado en The New Yorker
No hay comentarios:
Publicar un comentario