17 de junio de 2014

MEMORABILIA GGM 748

EL PAÍS
Cali - Colombia
Abril 20 de 2014


“Gabo convirtió la realidad en metáfora”:
Juan Gustavo Cobo
El poeta y filósofo Juan Gustavo Cobo Borda analiza la trascendencia
literaria de García Márquez. Explica que la obra del Nobel
es una autobiografía por entregas.

Por Ricardo Moncada Esquivel

Uno de los testigos excepcionales de la vida y obra de Gabriel García Marquez ha sido Juan Gustavo Cobo Borda, poeta, ensayista y editor bogotano.

Cobo Borda no solo compartió con el desaparecido Premio Nobel colombiano en su esfera íntima sino que lo entrevistó en varias oportunidades y estudió su obra a profundidad en libros como ‘Lecturas convergentes’, que publicó en el 2005 y en el que hace un paralelo entre el escritor de Aracataca y Álvaro Mutis.

El País dialogó con el poeta y ensayista sobre algunas de las influencias que marcaron la obra de Gabo y sobre lo que representa el legado literario que dejó a Colombia y al mundo.

¿Cuál fue la importancia de la poesía en la obra de García Márquez?
Él fue un gran lector de poesía. En la biblioteca del Liceo de Zipaquirá, donde estudió bachillerato, había diez tomos que comprendían la poesía colombiana. Al llegar a Bogotá, uno de sus primeros amigos fue el escritor Gonzalo Mallarino Botero, quien lo acercó a los poetas del momento, como Arturo Camacho Ramírez, Jorge Rojas y Eduardo Carranza, del movimiento de Piedra y Cielo.

¿Qué importancia tuvo el piedracelismo en su obra?
Piedra y Cielo representó un cambio en la poesía parnasiana y neoclásica que imperaba en esos años y le dio elementos de musicalidad y de volatilidad, pues hablaba de esas muchachas cubiertas de holán que subían al cielo, o de ángeles, de alas. Ese tipo de representaciones le dieron a García Márquez una especie de arsenal retórico que, si se fija, está muy cercana de lo que él hace cuando Remedios La Bella va al cielo. En muchos otros momentos de su escritura aparecen esos elementos poéticos y se convierten en una esencia de su escritura. Él mismo escribió poemas de línea piedracelista muy decorosos y bien armados.

Y Álvaro Mutis, ¿cómo influye en esa materia poética?
En México ambos comparten su admiración por Pablo Neruda. En 1982, cuando se le va a entregar el premio Nobel en Estocolmo, Gabo le pide a Mutis que le ayude a redactar el discurso para un banquete titulado ‘Brindis por la poesía’, en el cual Gabo dice que siempre ha querido invocar la poesía, porque es la única que mueve las naves de Homero y permite cocinar los garbanzos en los fogones. Es decir, que la poesía es trascendencia y también cotidianidad. Ese influjo poético es el que recorre como un latido toda su obra.

¿De dónde toma esa vertiente narrativa que lo acerca al género del cuento?
En Bogotá, Gabo lee a Kafka (‘La Metamorfosis’) y eso genera en él una fuerte influencia. Surgen cuentos como los de ‘Ojos de perro azul’, que son relatos oníricos donde ya aparecen algunas de sus obsesiones literarias, como el muerto que está en el ataúd y que la gente observa, pero él sabe que no está muerto. En una entrevista con Arturo Camacho Ramírez, un piedracelista, le dice que su hobby es coleccionar pesadillas. La única forma que él encontraba de exorcizarlas era escribiendo sobre ellas. Pero esas narrativas también están relacionadas con otras lecturas de autores como Edgard Allan Poe, sobre historias de sueños irrealizados o deseos incumplidos, y de la literatura fantástica, que tienen en común ese tono de traspasar fronteras y no dejar distinguir los límites de la realidad, la pesadilla y la fantasía.

¿Cuál fue el impacto del grupo de Barranquilla en la escritura de Gabo?
El principal fue la amistad y, en segunda instancia, una especie de camaradería literaria. Ellos salían a tomar unas cervezas y a visitar los burdeles mientras conversaban sobre lo que habían publicado autores como William Faulkner, Ernest Hemingway o Virginia Woolf, y al otro día alguien le prestaba a Gabo algunos de esos libros. Cuando enfermó de pulmonía y se fue a reposar donde sus padres, sus amigos de Barranquilla, que solían reunirse en la Librería Mundo, le enviaron una caja de libros con estos y otros autores. De esta manera sucede en Gabo algo maravilloso. Él no asiste a la universidad, pero es un autodidacta que se formó leyendo los libros que conversaba con los amigos.

¿Entre los cuentos de Gabo cuál es su preferido?
Me gusta mucho, aunque por razones que no son estrictamente literarias, ‘Los funerales de la Mamá Grande’, porque es la mejor y más aguda sátira de lo que es Colombia, de esa nación que vive presa de lugares comunes, de esa aparente legalidad que encubre una gran ilegalidad, de los discursos, de los reinados de belleza y todo lo que allí enumera como el patrimonio intangible de este país. Todo, narrado de una forma extraordinaria. Pero hay también otros relatos como el cuento del dentista que tiene que extraerle una muela a un alcalde militar torturador (‘Un día de estos’), en un diálogo casi de tragedia griega. Me gusta esa forma lacónica, extraña y sugerente de muchos de sus cuentos.

¿Cuál es para usted la esencia de ‘Cien años de soledad’?
Pienso que es un libro muy amargo y doloroso sobre un país autista, metido en sí mismo, lleno de crueldad, de guerras, de fusilamientos. Hay una cosa importantísima: esta es una novela sobre el aislamiento. Cada uno de sus personajes está en una especie de cápsula. En un lado está Rebeca; en otro, Úrsula; en otro, el Coronel encerrado haciendo pescaditos de oro. Es una novela que tiene toda esa energía de lograr comprimir en un siglo seis generaciones. Una obra que tiene ese tono de Gabo tan caviloso que se nos revela como un hombre que veía más allá de las apariencias, una especie de ‘brujo’ que traspasaba lo convencional. Era alguien que conocía tan bien a Colombia como reportero, que podía discernir cuáles eran esas líneas determinantes de la vida colombiana y por eso convirtió esa realidad en metáfora y poesía para ver si podemos salir de ese mundo circular y repetitivo que siempre vuelve a ilusionar, a echar discursos y a hacer propuestas que nunca se cumplen.

¿Por dónde se puede comenzar a explorar el universo literario de Gabo?
Creo que su obra es una unidad. Si uno empieza por esa joya que es ‘El Coronel no tiene quién le escriba’, va a notar que todos sus libros se entrelazan, porque ‘El Coronel’ es un relato sobre la vejez y ‘El amor en los tiempos del cólera’ es sobre la senilidad, al igual que ‘Memorias de mis putas tristes’. Pero lo que me parece muy revelador es que Gabo dijo que la obra que más trabajó poéticamente como estructura del idioma y como forma narrativa fue ‘El otoño del patriarca’. Y agregó: “No se han dado cuenta de una cosa muy clara, que ‘El otoño del patriarca’ es mi autobiografía”. Entonces eso hay que mirarlo bien, porque las claves que da un autor sobre su propia obra no hay que desdeñarlas. Si leemos ‘El otoño del patriarca’, donde hay un niño que hace representaciones teatrales, y lo cotejamos con lo que Gabo ha dicho en entrevistas o en libros como ‘Vivir para contarla’, encontraremos esas huellas autobiográficas.

¿Pero qué pasa en esa novela con la figura de Bolívar?
Lo que sucede es que, como buena autobiografía poética, hay que desmontarla y preguntarnos por esa figura y ahí podemos ver ese interés por las relaciones de poder, por las fuerzas de quien controla destinos. Ese es el caso no solo de un dictador, sino que es el mismo caso de alguien que escribe novelas, que en muchos casos puede matar al personaje o el personaje es quien decide el camino del escritor. Por eso, no se puede aislar su obra en un solo título sino, tratar de mirarla en esos sucesivos espejos que la componen. Es el momento de leer a Gabo más allá de Colombia y hacerlo como él quizás hubiese querido ser leído, como una larga y unificada autobiografía en muchos tomos y con muchas caras.

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EL COLOMBIANO
Medellín, - Colombia
24 de abril de 2014
    
 Opinión

MI DESAYUNO CON GABO

Por Jorge Ramos*

La verdad, nunca le llamé Gabo, o Gabito. Hubiera querido, pero nunca fui parte de ese privilegiado círculo de amigos y escritores que se reunían frecuentemente con Gabriel García Márquez, el novelista más importante de nuestro tiempo. Es más, ni siquiera lo conocía en persona.

Como millones de lectores, crecí con él, leyéndolo, analizándolo, tratando de llegar hasta el hueso de cada una de sus frases perfectas. Su carpintería era única; siempre parecía encontrar la palabra exacta para decir lo que quería. Y eso requería mucho trabajo, mucho talento y muchas páginas en la basura. (Se nos olvida ya que la computadora es post-Aureliano Buendía y su descubrimiento del hielo).

En mi época universitaria, García Márquez ya era García Márquez, el genio de "Cien años de soledad" y el mejor exponente del realismo mágico -esa manera tan nuestra del ver el mundo. Macondo es América Latina. Y en este rincón del planeta donde todo es posible -dictadores que no mueren, niños con colas, mujeres que flotan, amores eternos y fantasmas más vivos que los vivos- García Márquez fue el primero en darles voz y legitimidad.

En 2004, cuando un colega periodista me invitó a un evento en Los Cabos, México, donde iban a homenajear a García Márquez, acepté con una condición: preséntamelo.

Ese día me levanté emocionado, me encontré con el organizador dispuesto a cumplir su promesa y, de pronto, ahí estaba el escritor; desayunando con su esposa, Mercedes, en la esquina del restaurante de un enorme hotel  y saludando a tanta gente con la mano que parecía que espantaba moscas.

Me tragué la vergüenza de molestarlo y me acerqué mientras él le metía el tenedor, creo, a unos huevos estrellados. Me presenté y, para mi sorpresa, me dijo: "Ven, siéntate aquí, a ver si así dejan de molestar". Y me apartó una silla junto a él.

Lo que unos días antes hubiera sido absoluta ficción, estaba ocurriendo; desayunaba con García Márquez. Para Mercedes, sospecho, yo era una peste más y me lo hizo saber con su mirada de aguijón. Pero aguanté los picotazos y me quedé a conversar. Había que matar dos horas y tenía a García Márquez a mi lado. No lo iba a desaprovechar.

Pero el primero en preguntar fue él. Quería saberlo todo sobre Univision, la cadena de televisión donde trabajo , y sobre los cubanos en Miami. Le conté, pero yo lo que quería era oírlo a él. Busqué la pausa y le dije: No entiendo su amistad y apoyo a Fidel Castro. Y ahí brincó Mercedes, como hablando por los dos.

"Lo conocemos desde hace mucho tiempo, es nuestro amigo y ya es muy tarde para cambiar", me dijo ella.

Él asintió. Para él la amistad y la lealtad iban antes que la política. "Los que hablan de política son Mercedes y Fidel", apuntó él. Pero no es ningún secreto que García Márquez intercedió con Castro para liberar a algunos presos políticos cubanos y, quizás, algo más.

El escritor mexicano Carlos Fuentes me contó sobre una cena en septiembre de 1994 con García Márquez y el presidente Bill Clinton en Martha"s Vineyard. ¿Le pidió Clinton a García Márquez que hablara con Castro para buscar un acercamiento entre los dos líderes?

El propio Clinton, el año pasado, me dijo que nunca le pidió en esa cena a García Márquez que actuara como mediador con Castro. Pero cualquier posibilidad posterior de un acercamiento entre Estados Unidos y Cuba a través del escritor colombiano quedó destruida tras el derribo por parte de la fuerza aérea cubana de dos avionetas del grupo Hermanos Al Rescate en 1996.

En México, nuestro desayuno, sin embargo, trató más de literatura y periodismo que de política. García Márquez, en ese momento, estaba concentrado en la creación de una nueva generación de reporteros a través de la Fundación Nuevo Periodismo. Pero, reconozco, había momentos en que García Márquez perdía el interés y se iba de la conversación, quién sabe a dónde.

Le pude decir, casi como confesión, que para mí su mejor novela era "El otoño del patriarca" y, como respuesta, su bigote espumoso subió como ola. Y no, él nunca había dicho que "Cien años de soledad" no podría haberse escrito en ese momento en que los lectores buscaban novelas más cortas.

El desayuno concluyó cuando nos llamaron al evento. Me tomó del brazo, caminamos juntos y luego lo perdí en un mar de alabanzas y seguidores. Nunca nos dijimos adiós. Así fue mejor.

Para mí, por mucho tiempo, ese fue el realismo mágico: sentarme a desayunar con Gabriel García Márquez. Imposible. Impensable. Y, sin embargo, ahí estuvimos.

* Periodista y escritor. Principal director de noticias de Univision Network.

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PRODAVINCI
Bogotá – Colombia
28 de Abril, 2014

Mamando gallo con Gabo

Por Jon Lee Anderson |

Gabriel García Márquez, quien murió a la edad de ochenta y siete años en su casa en Ciudad de México la semana pasada, ha dejado tras de sí un inmenso legado literario. Pocos autores han sido tan ampliamente traducidos, al igual que ampliamente leídos por tantas personas de diferentes culturas. “Él nos mostró una nueva manera de observar”, dijo Ian McEwan el viernes pasado.

Menos conocido para la legión de lectores de García Márquez era su rápido e ingenioso sentido del humor, una cualidad conocida en su Colombia nativa como mamar gallo. Gabo, como era conocido por sus amigos y sus fanáticos en América Latina, era un gran mamador de gallo. Me recordaron esto el día en que murió, cuando Ariel Palacios, un amigo brasilero que vive en Buenos Aires, mandó una serie de “Gaboísmos”, incluyendo mi favorito: “El día en que la mierda valga algo, los pobres nacerán sin culos”. Hay muchos más de donde vino ese. Algunos son simples absurdos graciosos, como “He conspirado por la paz en Colombia desde el día en que nací”. Hay otros breves, campechanos, al estilo de Twain, como “La vida es el mejor invento de todos”.

La exageración fue un elemento clave en la imaginativa aproximación a la vida que tuvo Gabo, tanto en su escritura como en su persona. Él dijo, por ejemplo, que su novela corta Del amor y otros demonios fue inspirada en un evento de la vida real que cubrió como reportero en Cartagena, Colombia, en 1949: el descubrimiento por obreros del cráneo de una niña muerta con una cabellera rubia de 18 metros en una cripta del convento de Santa Clara. A él le gustaba contar la historia de cómo Fidel Castro una vez se comió veintiséis bolas de helado en su presencia. La primera vez que hice contacto con él, por teléfono, con la esperanza de entrevistarlo para un perfil para The New Yorker, en 1999, él mismo contestó el teléfono. Cuando dije mi nombre, el Premio Nobel exclamó cálidamente, “¡Anderson! Coño, te he estado buscando por todas partes durante años; ¿dónde te has estado escondiendo?”

Esto era clásico del Gabo. Todavía no nos habíamos conocido y ya había convertido nuestro encuentro en una gran historia. Y una vez había dicho o escrito uno de estos pronunciamientos góticos, cualquiera fuera la verdad, así era como él los recordaba desde entonces.

Cuando nos conocimos, unos días más tarde en la oficina en Barcelona de su agente literario, Carmen Balcells, él me miró de arriba a abajo y preguntó “¿Cuántos años tienes?”. Yo le dije “Cuarenta y dos”. Al oír esto, dio vueltas alrededor y llamó a las asistentes de mediana edad de Balcells, “¿Oyeron eso? ¡Cuarenta y dos! ¿Se pueden imaginar volver a tener esa edad?” Volteando hacia mí, dijo, “¡Qué maravilloso! Lo que daría por tener cuarenta y dos otra vez”. Eso también era el clásico Gabo: cálido, amistoso, siempre buscando deshacerse de su estatus de celebridad para ponerse a la par contigo.

En Colombia, el presidente Juan Manuel Santos decretó tres días oficiales de duelo por el Gabo, y lo declaró “el mejor colombiano que jamás haya vivido”. Yo dudo que haya muchos colombianos que estén en desacuerdo. Gabo era realmente amado. Para un país que es más conocido por su violencia y tráfico de drogas, su contribución fue apreciada y fue adorado por la gente de todas las clases sociales, razas y edades. Desde que ganó el Premio Nobel de Literatura en 1982, muchos colombianos se han referido a él simplemente como El Nobel. Todos saben de quien están hablando.

Gabo amaba conspirar, una palabra que carga una connotación menos malévola en español que en inglés.

Una de las principales razones por su afecto y larga amistad con Fidel Castro tuvo que ver con el hecho de que Fidel, por supuesto, es uno de los grandes conspiradores de la modernidad. Con gran entusiasmo, Gabo me contó de su tiempo como intermediario personal entre el líder cubano y Bill Clinton, en conversaciones dirigidas a mejorar las relaciones entre los dos países. Él estaba orgulloso de que hayan confiado en él, pero adoraba más que cualquier otra cosa las confidencias susurradas, el arte de gobernar detrás del escenario, con toda la conspiración que eso implica.
Una vez que Gabo había decidido compartir su confianza, lo hizo sin filtros. Comenzamos una serie de largas conversaciones para el perfil que eventualmente escribí, y le pregunté, una y otra vez, acerca de su fascinación durante toda la vida por el poder y por los hombres poderosos como Fidel, tanto en su vida como en su literatura. Él se acercó desde su silla, tocó mi rodilla, y dijo “Mira, O.K., pero tienes que dejar algo para mis memorias, ¿O.K.?” y de esta manera, por supuesto, él me sumó a su causa, al igual que hizo con muchos otros de sus adoradores, al hacerme su co-conspirador.
A pesar de todos sus logros, Gabo, quien se describía a sí mismo como “el hijo del telegrafista de Aracataca”, un pueblo pobre y rústico en la costa caribe de Colombia, nunca pudo creer  totalmente en su buena fortuna. Siempre estaba feliz de compartirla con otros. En 2007, me invitaron a su fiesta de cumpleaños número 80, en Cartagena. Un día, en un salón privado en un restaurante que le gustaba, Gabo fue visto por un numeroso grupo de mujeres jóvenes que habían ido a almorzar. Ellas estaban notablemente aturdidas por la emoción, señalándolo, sonriendo y saludando. El jefe  de sala fue enviado para preguntar en nombre de ellas si Gabo les concedería una fotografía. Gabo inmediatamente aceptó y salió. Durante alrededor de diez minutos se nos perdió mientras posaba foto tras foto. Las mujeres lo abrazaban y lo besaban, y Gabo se pavoneaba y brillaba como un muchacho que hubiera ganado el premio al Más Apuesto en la feria del condado.
Tuvimos muchas comidas así, junto a su esposa Mercedes, quien lo sobrevive, y muchos amigos locales. Una noche volvimos a su casa en Cartagena para tomarnos un trago. Construida junto al viejo convento de Santa Clara, desde la casa se ven las murallas de la ciudad y el Mar Caribe. Tan pronto llegamos, Gabo me apartó del resto del grupo, portando una sonrisa conspiradora, como si quisiera transmitir un secreto. Me llevó afuera a la terraza. Miramos juntos; era una noche brumosa y un poco de arena se arremolinaba fuera de la playa, cruzando la avenida. Un joven solitario caminaba. El aire de la noche estaba tibio. Gabo apuntó su cabeza hacia el joven y dijo: “Yo solía caminar por ahí cuando era joven y soñaba que un día tendría una casa acá arriba”. Dejó caer su mano sobre mi hombro y, con una expresión de encanto, dijo: “Y ahora la tengo. ¿Puedes creerlo? Yo todavía no puedo”.
A Gabo le gustaba vestirse y, para la afectuosa desesperación de Mercedes, él insistía en escoger sus propios atuendos. Ella lo llamaba Trapoloco. Su traje de noche en Cartagena en esa visita era un blazer de cuadros amarillos y verdes, que debe haber visto sus últimos días de moda a mediados de los años setenta; era el tipo de cosa que uno pudo haber visto en una pista de baile cuando “Kung Fu Fighting” estaba en el tope de las listas. Pero Gabo amaba esa chaqueta y se sentía bien en ella.
La última vez que vi al Gabo fue el año pasado, en su casa en Ciudad de México. Él, Mercedes, un amigo de ella y yo almorzábamos juntos. Típicamente, Gabo se había vestido para la ocasión en un sobrio pero elegante traje de tres piezas y sus usuales botines con tacones cubanos (Gabo no era un hombre alto).
Comimos y conversamos y nos tomamos una foto juntos. Y entonces, cuando era la hora de irme, Gabo insistió en conducirme afuera donde esperaba mi taxi. El conductor sonrió con asombro cuando se dio cuenta  a quien estaba mirando. Un jardinero que trabajaba al otro lado de la calle se paró y saludó. Gabo sonrió y saludó a todos. Lo abracé y le dije adiós. “¿Cuándo vuelves?”, me preguntó. Yo titubeé. “Quizás sea pronto”, dijo sonriendo. Eso era lo que Gabo siempre decía.

Traducción exclusiva de Prodavinci del artículo publicado en  The New Yorker


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