LETRALIA
Caracas – Venezuela
19 de mayo de
2014
Artículos y
reportajes
Una pregunta exclusiva e inocente,
una respuesta descarnada y reveladora
Por Gustavo Rubén
Giorgi
Gabriel García Márquez y Mercedes Barcha en Buenos Aires, en 1967.
Fotografía de Sara Facio.
La muerte de Gabriel García Márquez ha producido tal
conmoción en nuestras letras, como no se registraba una desde 1986, cuando
murió Borges. La misma sensación de vacío, tristeza y desamparo se adueñó de
todos los espíritus que aman la literatura en castellano, dictándoles idéntica
convicción: no habrá otro igual. Ya no gozaremos de nuevas magias, ni
gastaremos vida junto al Fabulador Supremo. Debemos dar por perdida la ilusión
de que, aun teniendo que sobrellevar la peripecia de nuestra existencia gris,
había un brujo tramando incansablemente para nosotros hiperbólicas felicidades.
Nos hemos quedado solos y es grande la cofradía de los
dolientes: escritores, editores, periodistas, intelectuales y, con mejor
derecho, agradecidos y desinteresados lectores de ayer y de hoy.
Parece evidente que un grupo sintió como ningún otro la
partida del colombiano, y son sus colegas los periodistas. Es legítimo pensar
que en cada uno de ellos anida la seguridad de estar llorando al mejor de los
suyos, al que llevó a la excelsitud las triquiñuelas de la profesión y que se
valió de ellas para dar forma a un incomparable. Empero...
Rodolfo Walsh dictaminó, con extraordinaria inspiración
periodística y literaria, que de entre todos sus oficios terrestres el que más
le convenía era el violento oficio de escribir: García Márquez, que compartió
muchas cosas con Walsh, podría haber concordado con la salvedad de que, para
él, no hubo otro quehacer que no fuera ese, y, precisando el juicio, el de
escritor de libros hasta las últimas consecuencias y costara lo que costase.
Lo sabemos porque se lo confesó a un periodista y también,
naturalmente, escritor.
En junio de 1967, Buenos Aires era la capital de la
industria editorial en lengua española. Era natural, por tanto, que Cien años
de soledad, la novela que estaba en boca de todo el mundo, se hubiera editado
aquí. (Nos hemos acostumbrado tanto a las pérdidas que hoy esa primacía se nos
ocurre tan lejana como ajena).
Dos tapas de Primera Plana, un concurso en que fue jurado
junto a Roa Bastos y Marechal y un extraordinario reportaje de Ernesto Schóo
fueron el marco del hoy mítico acontecimiento de su visita a la Argentina, que
debe no poco a la intuición de aquel gran periodista que fue Tomás Eloy
Martínez.
Cóctel en el Hotel Plaza. La excusa, entregar el premio del
mentado concurso, pero la verdad es que todos quieren una palabra de la nueva
celebridad. Acosado por los cronistas, García Márquez desilusiona a todos por
igual con la misma explicación: no da entrevistas.
Entre aquellos está Antonio Requeni*, de La Prensa. No se
resigna. Espera a que la ingesta de bebidas y bocadillos apacigüe los ímpetus
para buscar otra oportunidad. La reunión desmaya y el fin se ve cercano; los
escribas experimentan la melancolía de cada uno de esos convites, cuando la
urgencia de la redacción les recuerda que su participación en el mundo de las
exquisiteces, el boato y los comedimientos es ilusorio, o apenas tangencial.
Ralea la concurrencia, lo que le permite vislumbrar
(¡charlando con el invitado!) a Beatriz Guido, que para el mundo es escritora
profesional, pero que, en realidad se desempeña como ángel tutelar de su
“Babsy” y, según aseguran quienes la conocieron, de cualquier amigo en trance
de afán. Antonio Requeni es uno de ellos y busca un aparte.
–Betty, por favor, conseguime unos minutitos con García
Márquez...
–Pero, vos viste, no quiere hablar con nadie, Antonio.
–Decile que es para La Prensa, que es un diario importante,
el más viejo de Buenos Aires. Dale...
Beatriz despliega sus alas y susurra quién sabe qué conjuro
al ilustre y esquivo visitante, que accede a conceder tres minutos, no más.
¿Qué preguntarle a ese hombre retacón, morocho, que le
recuerda al por aquel entonces célebre Juan Valdés, símbolo del café de Colombia?
La premura y la poca paciencia no son, por cierto, las mejores condiciones para
sacarle el jugo a una exclusiva. Pero no hay que dejar pasar la ocasión.
Transcribo:
–¿Cómo definiría su estilo? —es la
primera pregunta.
Seco, cortante, el novelista
contesta:
–Un realismo disparatado.
–¿Reconoce algún antecedente?
–Hasta hace poco reconocía
antecedentes, pero después de analizarlo mucho, comprendí que eran los críticos
quienes me habían hecho creer en esas influencias. Hoy, los únicos antecedentes
que reconozco son los cuentos que me contaba mi abuela.
[…]
Le pregunto entonces si la
transformación operada en la narrativa de los últimos años, especialmente en
América Latina, tiende únicamente a renovar aspectos formales o pretende además
reflejar una nueva visión de la realidad.
–Los novelistas como Cortázar,
Carpentier, Guimarães Rosa, Vargas Llosa y yo mismo –contesta– nos estamos
dando cuenta de la verdadera realidad latinoamericana y para poder expresarla
tenemos que experimentar nuevas formas, formas que tiendan a reflejar más
certeramente esa realidad. Creo que escribir novelas es contar las cosas que le
pasan a la gente. Antes se le daba importancia al paisaje, ahora queremos
profundizar esos caracteres y en eso va incluido todo (el paisaje, las
psicologías individuales, la situación política y social). Usted ve que ya no
se hacen panfletos, ahora se escriben novelas.
–¿Eso quiere decir que la novela
es sucedáneo del libelo?
–No –responde rápidamente–, la
novela no es un sucedáneo, pero lo incluye. Una novela auténtica, en estos
momentos, necesariamente debe constituir un testimonio social y hasta político,
pero implícitamente, a través del hombre, no como se hacía antes.
[…]
–¿Cree que puede alcanzar
trascendencia una novela que se escriba hoy en América con una estructura y una
expresión tradicionales, de espaldas a la experimentación de la novelística
actual?
–Yo no niego nada de la
novelística anterior. Los defectos de que podía adolecer no eran el
tratamiento, los procedimientos estilísticos, que no eran malos. Lo que ocurre
es que antes había una forma distinta de ver las cosas.
El entrevistador advierte que el
embrujo de Beatriz se disipa. En cualquier momento García Márquez lo dejará
plantado o –lo que es peor– alguno se avivará y...¡adiós, primicia! Pregunta lo
primero que se le viene a la cabeza.
–¿Qué consejo daría a un joven
escritor latinoamericano con vocación de novelista?
La pregunta es inocente, y también
un lugar común. Pero esos tiempos también eran de inocencia, una inocencia tan
grande como para llamar “dictablanda” a la tiranía de turno. El país vivía por
inercia de las glorias del pasado, e ignorábamos que el golpe de 1966 marcaba
la cuenta regresiva que nos llevaría a la destrucción y el horror.
–Que escriba mucho. El principal
problema de los escritores latinoamericanos es que, en general, son escritores
de domingo. No se dedican de lleno a la creación.
–De acuerdo; pero tenga en cuenta
que muchos escritores, aún importantes, deben trabajar en otra cosa para vivir,
para sostener a una familia, dar de comer a sus hijos...
El periodista se siente tocado. Él
a su vez es escritor, pero es para parar la olla que está frente al comienzo de
la leyenda. Aunque las amarillentas páginas de La Prensa nos desmienten, el
escritor le espeta, de manera brutal:
–¡Pues que los hijos se mueran de
hambre!
Reflexiona Requeni:
La respuesta me pareció un exabrupto y no me animé a
consignarla en el reportaje. Más tarde comprendería el verdadero sentido de la
frase. García Márquez no dejó morir de hambre a sus hijos pero, con su esposa,
hizo muchos sacrificios para poder dedicarse a escribir.
¿Cansancio? ¿Fastidio? ¿El whisky? Tal vez, un poco de cada
cosa, pero también la confirmación de que ese hombre tímido, a pesar de su
apariencia maciza, había tomado ya una determinación irreversible. Se había
dado cuenta de que tenía algo importante que decir y lo haría, del modo que
fuese y sin importarle los sacrificios o lo que hubiera que dejar por el
camino.
Matar a los hijos de hambre seguro que no, pero lo necesario
como para dejar con la boca abierta a cualquiera, como a un azorado periodista
de Buenos Aires, en el lejano invierno de 1967.
***
*Antonio
Requeni nació en Buenos Aires en 1930. Es uno de los grandes poetas argentinos
y un maestro de la crónica, como atestigua su Cronicón de las peñas de Buenos
Aires (Ed. Corregidor, Bs. As., 1986). Ha sido laureado por la Sade con el Gran
Premio, es ganador del Premio Municipal de Ensayo “Ricardo Rojas” y el del
Fondo Nacional de las Artes. Integra como miembro de número la Academia
Nacional de Periodismo y la Academia Argentina de Letras; es miembro
correspondiente de la RAE.
Algunos
de sus poemarios: La soledad y el canto (1956), Manifestación de bienes (1965)
Línea de sombra (1986) y El vaso de agua (1997).
La
recreación de su encuentro con Gabriel García Márquez se ha hecho teniendo en
cuenta sus recuerdos y su propia versión del asunto, publicada en La Prensa y
en su libro Temas y personajes (papeles de periodista) (Proa Amerian Editores,
Buenos Aires, 2012).
** ** **
Ensayo No 14 del libro
"Cuando nada concuerda"
Siglo del Hombre Editores
Bogotá – Colombia
(2013)
Un mago visto por un profesor inglés
Por Eduardo Escobar
Hace años Gabriel García Márquez y Mario Vargas Llosa
estuvieron en el centro de un escándalo que hubiera pasado desapercibido entre seres
comunes y silvestres, cuando éste, amigo entrañable de García hasta esa fecha,
le propinó, en una fiesta cultural, una trompada que retumbó en las páginas de
los diarios más allá de las secciones, cada días más magras además, dedicadas a
la literatura. Dicen que fue por un asunto de faldas.
A partir de ese día García Márquez debió soportar la
animadversión de su colega peruano, que incluso sacó del cuerpo de su obra la
Historia de un deicidio, el ensayo enjundioso que había escrito para celebrar
la gloriosa aparición de Cien años de soledad. Y Vargas no desperdició en
adelante ocasión para reprochar a García, a veces de manera abierta, y a veces
velada, su amistad con Fidel Castro.
La anécdota de los
dos escritores que acaban en orillas opuestas del pensamiento y de la vida por
una señora, había sido anticipada por Sartre y Camus, quienes también acabaron
distanciados por cuenta de un incidente romántico, si los chismorreos de los
cafés de París no mintieron. Y hay otra, menos notoria, por la cual se separan
para siempre a causa de un enredo de amor, unos jóvenes camaradas que hacían
juntos sus primeros pinos en la literatura. Después de compartir admiraciones y
lecturas, los dos intelectuales colombianos más influyentes en la segunda mitad
del siglo xx, Gonzalo Arango, fundador del nadaismo, y Estanislao Zuleta,
director del Partido Revolucionario Socialista y del Instituto Sigmund Freud,
cancelaron sus tratos por un incidente amoroso relacionado, en este caso, con
el reputadísimo complejo de Edipo. Un complejo que Zuleta agitó después,
infatigable, en sus ensayos sobre cualquier cosa, como si tratara de curarse la
herida que le infligió su madre viuda al poner los ojos en su camarada. A
Arango le gustaba recordar la afirmación de Nietzsche según la cual algunos
parten en busca del conocimiento o la belleza y regresan enarbolando las
enaguas de una mujer.
Parece natural que esas dos plumas de alto vuelo en el
firmamento de la literatura latinoamericana, como García Márquez y Vargas
Llosa, terminaran escandalizando la crónica social a puñetazo limpio por
asuntos de cuernos. O de trenzas. Entre los escritores de la generación del
afamado boom figuraron argentinos tristes como Cortázar más cerca del dadaísmo
que del realismo fantástico, románticos cosmopolitas como Carlos Fuentes y
melancólicos recalcitrantes como Juan Rulfo. Ellos deben inscribirse en la
tendencia machista del gran movimiento editorial. Pues encontraron con
frecuencia los motivos de sus relatos entre las soldadescas y en los ambientes
de perfumes viles de los burdeles de los pobres, y disfrutaron hablando en sus
libros de vergas y de hazañas sexuales.
Vargas descendió de los páramos andinos a la fama
internacional. García debió subir, y subir es más arduo, de las llanuras
ardientes del Caribe a una gloria incomparable con la de otro escritor en su
siglo. La diversidad de los orígenes tal vez explica las divergencias que
llegaron tan lejos, lo mismo que el estilo que los diferenció desde el
principio de sus carreras. El peruano pinta la brutalidad latinoamericana según
las técnicas de los talladores de palos, de los novelistas del realismo
balzaciano. Mientras el otro poetiza, matiza, encanta la realidad con adjetivos
sabios o sorprendentes y ritmos calculados. Y lo que los singulariza al escribir,
también los distingue a la hora de actuar y de pensar. Vargas aspiró a la
presidencia de su país. En cambio, cuando a García Márquez se le invitó a
postularse como candidato, a nombre de una agrupación de izquierda, puso pies
en polvorosa. Más discreto y razonable, dijo que era solo un poeta. Y escapó a
Méjico.
No es necesario ser gabófobo, gabólatra, gabófilo ni
gabólogo para dejarse encandilar por la parsimonia caribeña del estilo de
García Márquez lleno de color, de frases
redondas y logradas, en un vocabulario a veces exuberante, y respetuosas del
rigor sintáctico, sin ínfulas de ideólogo. Vargas, es más rotundo y directo. Y
también menos ponderado en sus declaraciones públicas. Incluso, a veces fatiga,
cuando adopta la misma arrogancia que atribuye a los militares que caricaturiza
en sus obras, y deja la impresión de uno
que está a punto de ponerte de ruana un charango si habla de política o si
habla de literatura. Y parece más fiero y beligerante hoy, convertido en uno de
los adalides del liberalismo burgués, que antes cuando fue otro destacado
representante de la izquierda exquisita suramericana.
Paradójicamente a los viejos amigos, separados por líos con
mujeres, solo los une ya la amistad con Plinio Mendoza. Justificada en García
Márquez por los recuerdos de juventud cuando junto a Plinio se ganaba la vida
en el periodismo en Caracas y La Habana y mamaban de las ubres de la loba
comunista para sobrevivir. Y en Vargas Llosa por la afinidad en el
neoliberalismo recalcitrante y el desprecio por Fidel Castro. Ambos, Plinio y
Vargas, fueron formados en las punas. A García Márquez y a Castro los unen en
cambio las luces francas del Caribe, el gusto por el rumor de los cocoteros y
el asombro ante los mares azules y los cielos de la infancia que nunca se
olvidan.
Los reproches de
Vargas Llosa a García Márquez por sus vínculos con La Habana hacen pensar en un
maniqueísta incapaz de distinguir un amigo de un cortesano. Pero García Márquez
es de una flexibilidad asombrosa. También concede el privilegio de su intimidad
al monárquico Alvaro Mutis. Y se sintió bien, después del asalto de la gloria,
cenando entre reyes, políticos rastreros y millonarios, lo mismo que en los
chupaderos de ron de Cartagena que frecuentaba con Alejandro Obregón y Alvaro
Cepeda Samudio, sus compadres del alma, cuando todavía era pobre y anónimo.
Castro es el personaje emblemático de un empeño marchito.
Esto no significa que estemos obligados a hacerles el juego a los altivos
filibusteros del capitalismo voraz, incluidos los militares ecuatoriales que
les cumplen el trabajo sucio como a veces hacen Plinio y en cierto modo, Vargas
Llosa. Puede ser cierto como muchos alegan que la hostilidad yanqui, las
conspiraciones de las agencias imperiales de espionaje y el bloqueo comercial,
solo hayan servido para radicalizar el aparato castrista de represión, haciendo
más difícil la vida de los pobres cubanos emparedados para su mala suerte entre
el sueño de la utopía marxista del obstinado comandante y el pragmatismo
anglosajón. Además, se sabe que García
usó muchas veces su enorme prestigio para sacar de la cárcel a los poetas
condenados por el régimen castrista y sus conexiones con la izquierda para
estimular procesos de paz en todas partes en la revuelta Latinoamerica. Lo cual
haría de él un discreto diplomático, un amansador de lobos, más bien que el
lacayo que quiere ver Vargas y que Plinio, que tiene fama internacional de
ladino, cubre con un silencio entre
condescendiente y amistoso.
Nadie sabe lo que debió sentir el hijo de un telegrafista,
nacido en Aracataca, en el borde del mundo razonable, cuando fue entronizado,
después de la publicación de Cien años de soledad, como el gran patriarca de la
lengua castellana junto a Cervantes, coronado por una gloria inesperada que
apenas mancillaron el chiste flojo de Borges cuando dijo que solo había si
capaz de leer cincuenta años de soledad, y por la acusación de plagiario de una
obra de Balzac de que lo hizo víctima Miguel Angel Asturias. Una exaltación así
tiene que suscitar en un hombre razonable el sentimiento confuso de participar
en una olímpica tomadura de pelo. Fue tal el pavor, que en la apoteosis dijo
que su libro era tan solo una mamadera de gallo, un vallenato largo dedicado a
sus amigos de Barranquilla y un recocido de los guiones que escribió en Méjico
cansado de los rechazos de los
productores.
La antigüedad le concedió al Verbo un carácter sagrado. Y
aún se confiere a veces a los escritores un hálito mágico, en los tiempos de la
descomposición del átomo, la decodificación del abecedario genético y los
viajes a Júpiter. El prestigio de gran
chamán le cayó a García Márquez después de la publicación de la novela de la
desmesurada familia Buendía, que de carambola reveló la belleza de sus obras
anteriores mal percibidas hasta entonces por la crítica. Cada familia que
conozco, rica o pobre, por alguna razón misteriosa, halló en Cien años de
soledad un reflejo de la propia, como si el libro fuera un cristal de
proyecciones astrales, una bola de adivino, o un Aleph donde todos se contemplan
fundidos en una cósmica identidad indescifrable.
La crítica ha
señalado la influencia de Faulkner en el primer García Márquez. El reconoció su
devoción por la prosa de Hemingway que debió atemperar en él la rudeza barroca
del autor de Las palmeras salvajes, Mientras agonizo y Luz de agosto. Pero
también dijo que solo después de leer La metamorfosis, de Franz Kafka, supo que
en la escritura todo está permitido como en el amor. García Márquez amalgamó
con una inteligencia endemoniada un montón de tendencias disímiles que parecía
imposible conciliar. El enredo de las influencias donde su genio tomó forma
incluye además a los trágicos griegos que a veces le ayudaron a elaborar las
estructuras de sus relatos, y a los piedracielistas colombianos que le enseñaron
el gusto cachaco por la corrección lingüística y el lirismo taimado. Y después
de todo eso, se convirtió en un hombre para querer más que para ser
comprendido. Cuando uno se esfuerza demasiado en entenderlo corre el riesgo de
decepcionarse, de descubrir a la postre al prestidigitador detrás del hombre de
letras. Lo cual no es un denuesto. Pues él mismo aceptó una vez que en el fondo
de su alma se sentía identificado con Blacamán, su personaje, vendedor de
milagros arrevesados.
Lo que admira en el homenaje perpetuo que hacen de su vida,
más allá de la estadística de los libros vendidos y de las traducciones a todos
los idiomas del mundo en la Babel de las
lenguas humanas, es el modo como quieren
a García Márquez en todas partes. Se entiende en los lectores anónimos,
agradecidos por el placer que les procuran sus inventos. Pero mucho menos ver
reunidos en el canto coral a los colegas en el oficio: es sabido que el colegio
de los escritores suele ser avaro en el reconocimiento de las virtudes de los
compadres vivos.
García Márquez parece menos afortunado por la gloria que lo
persigue con su malentendido que por la
gracia de haberse hecho amar del modo como se le quiere, realizando el lema que
adoptó al principio de su gloria, para ampararse de la explosión súbita de la
fama, cuando declaraba que escribía para merecer el afecto de sus amigos. Y
nada importa si buscó ser querido, por la oscura vocación narcisista del eterno
inmaduro, del huérfano virtual, separado temprano de unos padres a quienes
incluso dejó de reconocer, o por la certeza de que provocando el cariño hacemos
menos pesado el embrollo matrero de esta vida.
La biografía de García Márquez se deja leer como la fantasía
de uno que, oriundo de una aldea remota, situada en los confines del mundo, al cabo de
esfuerzos leales de mecanógrafo acaba, valido de una imaginación desaforada y
de una labia soberana, como huésped de honor de los hombres más conspicuos de
la Tierra por el éxito en los negocios, la inteligencia o el poder. Su historia
es la de uno a quien todo le sucedió como sucede en los cuentos de hadas con
una llaneza de la que nadie aguardaba tantas doradas consecuencias. Ni siquiera
su madre, para quien su mayor orgullo no fue haber parido al fabuloso
fabulador, si no la hija monja que tuvo, y que cuando aquel coronó su carrera
con el Premio Nobel solo se alegró pensando que por fin le iban a arreglar el
teléfono.
Las biografías de los escritores suelen estar plagadas de
las angustias de unos que tuvieron el infortunio de nacer en familias descompuestas,
acosados por las tormentas interiores, o aquejados por algún mal moral o
físico. La de García Márquez, salvo sus hambres parisinas y un noviazgo en
Europa con una actriz sin futuro, transcurrió en medio de una formalidad que
siguiendo la tónica del realismo mágico se transformó de repente en una
anomalía increíble. La época de necesidades de Barranquilla es la de cualquier
joven escritor en un país acostumbrado a ignorar a sus artistas; los años de
reportero en El Espectador son muy parecidos a los de muchos reporteros de la
provincia colombiana en Bogotá, y lo mismo puede decirse de sus días mexicanos,
cuando tuvo que trabajar en publicidad para alimentar a su familia. No es el
único que habiéndose jugado su destino contra la poesía debió ampararse en la
industria moderna de las mentiras que hace de un pañuelo de papel un gran
hallazgo en los anales del ingenio humano, de un agua turbia el símbolo de la
felicidad, o un acontecimiento cósmico de la llegada al mercado de una nueva
salsa de tomate.
Bogotá le hubiera proporcionado la ocasión de probar su
coraje, como a Hemingway o a Malraux la España de la guerra civil. Pero en vez
de quedarse al bogotazo, al incendio que siguió al asesinato de Gaitán, para
escribir la crónica del memorable desorden de borrachos, García se montó en el
primer avión disponible y fue a refugiarse en Barranquilla, una ciudad más
pacífica entonces, y sobre todo más alegre que la capital de Colombia, donde
todo el mundo iba vestido de negro, y donde una noche, en el tranvía de
Usaquén, mientras iba leyendo poemas de Jorge Rojas, se topó con un fauno
oloroso a espliego. El encuentro con el fauno fue la primera cosa
extraordinaria que rompió la normalidad de su vida, dijo más tarde. Si no fue
un invento maestro para compensar en su memoria el aburrimiento bogotano que
entonces lo aplastaba.
Jamás uno de mis libros vendió mil ejemplares hasta Cien
años de soledad, se quejó en un reportaje. Algunos pocos críticos, entre los
que debe contarse al nadaista Gonzalo Arango, habían reconocido la eficacia de
su prosa desde los días del coronel que no tuvo quién le escribiera, de La
hojarasca, La mala hora y de La mama grande a cuyos funerales asistieron todas
las personas de relevancia en la Tierra desde los gaiteros de San Jacinto hasta
Su Santidad el Papa. Y así habría seguido siendo si la necesidad que tiene cara
de perro no le hubiera inspirado ese libro de hechicerías que le daba vueltas
en la cabeza desde la adolescencia, y cuyo manuscrito cargó en un maletín por
todas partes mientras le hacía quites a la penuria y trataba de salir adelante
a punta de reportajes y crónicas medio verdaderos a veces y a veces medio
falsos, que hoy suelen figurar en las antologías ejemplares del periodismo
moderno.
Cien años de soledad fue el fruto de la desesperación de un
escritor a punto de perder la esperanza en sí mismo. Pero cuando lo publicó, en
la mitad del camino de su vida, la fama le cayó como un martillazo inesperado,
y los reflectores del mundo giraron hacia él para seguirle cada paso, en Barranquilla
comiendo butifarras de esquina o tomando vinos reservados de Francia en el
Eliseo, con Bill Clinton en la Casa Blanca o con Fidel Castro en el yate
privado del comandante, hirviendo langostas recién sacadas de los mares azules
de Cuba. Enemigos irreconciliables, en desacuerdo sobre todo lo demás,
coinciden a veces en la admiración por su obra. Unos pocos, en público o en
privado, se encargan de establecer el contraste. Pero es posible que las
críticas injustas y los insultos gratuitos de los enanos reediten el complejo
de Eróstrato, el recurso fácil de asociarse a la divinidad por la agresión y el
improperio.
Muchos en todo el
mundo comenzaron a declarar que había dado a luz un libro igualable con el
Quijote y la novela paradigmática del siglo xx. Lo cual sonaba a exageración en
una centuria que produjo obras más coherentes con el desarrollo natural del
género, como el intrincado Ulises de Joyce que jamás se deja escudriñar por
completo, como la Muerte de Virgilio, de Herman Broch, que explora las
relaciones entre la poesía y el poder en un lenguaje luminoso, relato, ensayo y
canto, o como El tambor de hojalata, de Gunther Grass, otro libro grotesco y
feliz como el de Cervantes, o como Gargantúa. Pero Cien años de soledad rozó e
hizo vibrar una fibra del corazón de los lectores en los cinco continentes. Y
eso la singularizó entre todas las novelas de su siglo, incluidas las mayores
de Thomas Mann, y contando con el mamotreto incalificable de Proust. Está más
cerca del desenfado del inconsciente, de la sustancia de los mitos, que de las
elaboraciones intelectuales de los maestros consagrados de la prosa europea y
norteamericana.
Cuando apareció Cien años de soledad, en medio de bombos y
platillos, al principio tuve desconfianza por el alboroto que armó. Pero
después cedí a la curiosidad. Algo habría en un libro que ocasionaba semejante
clamor, me dije, y me rendí al deslumbramiento. A pesar de los magros ingresos
de mi juventud recién casada, con un hijo ya, me convertí en un entusiasta
propagandista del delirio. No exagero si digo que disminuí la ración de leche
de mi primogénito para distribuir el libro entre los amigos. Y que me sentía
bien pagado al contemplar luego sus caras de felicidad. Aunque también sabía
que se burlaban de mi admiración por un anecdotario de amores embrollados y
guerras fracasadas, después de haberme oído decir tantos años que Malone muere,
de Samuel Becket, era la novela extrema
del siglo, la insuperable ya, la más grande en su minimalismo pernicioso. Juro
que mi frenesí no tuvo que ver con el hecho de que en mi familia, discreta en
todo lo demás, y muy distinta de la familia Buendía en todo, algunos hubieran
nacido también con una enroscada cola de cerdo rematando el coxis como el
último parido en Macondo.
No sé cuántas veces empecé el libro. Cada vez que me ponía
en la tarea me encontraba con alguien que no lo había leído, le regalaba mi
ejemplar, por caridad, compraba otro y volvía al principio de buena gana.
Avasallador, este hombre ha convertido la literatura en naturaleza, pensaba. Al
final, para defenderme de la influencia, me esforcé por encontrarle a García
Márquez una semejanza con uno de los Tres Diamantes, el trío mejicano de
boleros de repostería, (él dijo que se había dejado el bigote para parecerse a
Bienvenido Granda), y con los fabuladores de Las mil y una noches cuyos
descendientes pararon en la Guajira vendiendo alfombras. Y de tanto trajinar
por sus fantasías de muchachas que se alimentan con la tierra del suelo de la
patria y con la cal de las paredes de las casas, y de tratar de entenderme con
la lógica de su poesía que retuerce las cosas hasta que sueltan la esencia,
comencé a dudar de García Márquez tanto como de mi buen olfato de lector. El
fervor colectivo siempre me pareció sospechoso en el arte y nunca me sentí
cómodo entre las mayorías. Así, por una
inveterada inclinación a llevar la contraria que es la manera más segura de mantener la sensatez,
según me enseñó el pintor Norman Mejía, decidí al fin dentro de mí que esa
novela no era más que un Disney World de los pobres. Y me gustó saber que
García Márquez pensaba igual que yo, según le dijo a un amigo común, el
periodista Iáder Giraldo que le fue con mi chisme. De modo que, con todo
respeto, regresé a mi querido Becket, y a los discursos inmóviles de los
objetalistas franceses donde la historia tiene la cortesía de perdonarnos la
vida y no hace trampas estimulando el sentimentalismo de los lectores, ni apela al chantaje emocional
de los cuentos tristes con un principio prometedor y un desenlace desgraciado.
El entusiasmo que
despertó el libro llevó a un montón de personas inteligentes a comparar Cien
años de soledad con el Quijote. Sin embargo, las diferencias son evidentes. Si
el lugar común tiene razón cuando repite que Cervantes clausuró el género de
los libros de caballería, García más bien retrasó el fin de la novela llevada
al tope de sus posibilidades por Claude Simon, Allan Robbe Grillet, Michel
Butor y Becket y las monstruosidades de
Joyce que son libros y también osadías, devolviéndola a las artimañas de
los mentirosos de los zocos de los tiempos de Scheerazada.
De todas maneras fue
estimulante ver cómo un país tan sufrido como Colombia contaba por primera vez
con un libro celebrado en todas partes, en testimonio de que no era solamente
una grotesca ordalía ni una nación de carniceros cebados. María, La Vorágine y
Vargas Vila y sus diatribas de un modernismo apolillado, se habían alabado
hasta el exceso en el ámbito de la lengua. García Márquez era traducido al
swahili y al turco. Y ya no sé cuántos bosques canadienses se gastaron para
honrar la maravilla. Ni cuantos siglos en días y noches contados las rotativas
de las imprentas trabajaron multiplicando el milagro en nilos de tinta. García
Márquez debió calcularlo. Pues había practicado esta clase de estadísticas en
sus tiempos de periodista raso.
La última vez que leí Cien años de soledad, hice al mismo
tiempo una relectura paralela de los Buddenbrook, otro libro inolvidable para
mí, otra historia de una familia, de una familia burguesa en este caso, que
apenas tiene que ver con los gallos que anuncian las amanecidas del Cesar,
donde los ángeles a veces caen en los gallineros en las sequías derrumbados del
cielo por los huracanes tropicales. Pero mientras Mann me concedía un estado de
gracia parecido a la beatitud y me
dejaba al borde de sublimar el mamífero que soy de muy mala gana y por las
noches cerraba el libro con místico agradecimiento, Cien años de soledad se me
reveló para siempre como el alarde maravilloso de un culebrero incomparable. Y
cuando dejaba descansar el volumen en la mesa de noche lo hacía con una
sensación de bienestar inconmensurable, como quien cierra un parque de
diversiones. No era serio, me decía una voz interior en la cual me parecía
reconocer la recta conciencia de las cosas. Pero otra ripostaba: y sin embargo
está lleno de sabores inéditos, de deslumbramientos estilísticos y de fantasías
estructurales, como el Quijote, que convierte la lectura en un placer de todo
el cuerpo, desde los vulgares intestinos hasta la noble pituitaria.
A veces me pareció encontrar el germen de muchos libros de
García Márquez en Thomas Mann. El entierro de Jacob en José y sus hermanos se
parece al entierro de la Mama Grande; los ciclos temporales en la historia de José evocan el tratamiento del
tiempo en Cien años de soledad y el Eliécer de Mann a Melquíades. El amor
difícil de la señora Grünlich en los Buddenbrook se asemeja de lejos al romance
de El amor en los tiempos del cólera. Y hasta la Montaña Mágica trae ecos de
esa mujer que en un cuento del narrador de Aracataca queda atrapada en un
hospital siquiátrico cuando va a pedir prestado un teléfono. Eso no importa. El
sello garciamarquiano es el ritmo que es su marca de fábrica, y la poesía de su
prosa anula cualquier suspicacia. Además, García Márquez está bien inscrito en
una tradición que conoce y usa con desvergüenza, como debe ser. Dueño de una
sólida cultura literaria, leyó siempre como un rumiante, desbaratando las
tramas de los libros para comprender cómo están hechos. Es la manera de narrar
lo que lo distingue. Más cerca de la brujería, de la magia, que de la
racionalidad y de la retórica aristotélica.
La biografía de Gerald Martin, contagiada por el modo de
escribir y de adjetivar del biografiado, (hay que cuidarse del estilo
impregnante de García Márquez), se lee como el relato de una aventura prodigiosa de acuerdo con la vida que narra,
la del mayor de los poetas del piedracielismo, una tendencia literaria de los
conservadores colombianos incorporada en un liberal corrido a la izquierda.
Pero sobre todo conmueve, en medio de los triunfos y los agasajos, que el
personaje principal, si no es el padre, el padre opaco que se siente vivir y
luchar y fracasar a cada paso y a quien nunca aprendió a querer, al fin se
aleje del mundo y de sus vanaglorias hacia la amencia, deje de reconocerse a sí
mismo, y a veces ni siquiera consiga acordarse de los títulos de los libros que
le dieron un prestigio descabellado para cualquier mortal sobre todo si está
acostumbrado a llevar un nombre común y corriente como Gabriel García,
encontrable en cualquier directorio telefónico de Latinoamérica entre los
carpinteros, los sastres y los patrones
de montallantas.
El olvido hace de la
fábula, del cuento de hadas del cataqueño, una tragedia que no parecía prevista
en medio de tantos logros, condecoraciones, grados, honores, muestras de afecto
y premios mayúsculos, (aunque la amnesia está profetizada en el tiempo del
olvido en Cien años de soledad, en el patriarca del Otoño del patriarca que
dice Martin es el mismo García Márquez, en la erosión de la memoria de Juvenal
Urbino en El amor en los tiempos del cólera y en la impronta genética de Luisa
Santiaga, la madre). Las últimas palabras de la biografía de Martin estremecen.
Después de la apoteosis en Cartagena, para celebrarle la entrada en la vejez,
rodeado de sus amigos, reyes, políticos, potentados y escritores de fama
universal, y a punto de traspasar el umbral entre la conciencia y la ausencia,
le dice: qué bueno que hayas estado para que puedas contarle a la gente que no
fue mentira. Lo cual puede entenderse, si uno quiere, como el último reproche
al padre, que solía decir que su hijo era un gran mentiroso desde que estaba
chiquito. En una entrevista concedida en pleno deslizamiento hacia el vacío de
la desmemoria alguien le preguntó qué se le ocurría para el tren turístico a
Aracataca, que estaba a punto de inaugurarse. Y como si se burlara de sí mismo,
aconsejó con humor barranquillero a los constructores del proyecto que fueran
cuidadosos con la señalización.
La metamorfosis de Kafka fue una revelación para el joven
García Márquez. Sus primeros cuentos funcionan en ambientes pesadillescos
poblados por personajes embebidos que pueden asimilarse a la sombría literatura
del absurdo. Antes de que tuviera la desgracia de convertirse en un insecto
inverosímil metido en las guayaberas que le merecieron entre los taxistas de
Barranquilla el remoquete de Trapoloco, el descubrimiento de la literatura
norteamericana lo salvó de esos sobresaltos metafísicos y se volvió de los
malos ensueños de los espectros de la Europa Central a sus recuerdos
infantiles, a los paisajes polvorientos de la niñez trasvasados en el modo de
prosar de Faulkner. Y entonces los personajes, apenas esbozados, revelados
apenas por sus expresiones lapidarias o sus gestos impunes, imprimen un
carácter nuevo en su trabajo. Un matiz debe destacarse. Ambos, Faulkner y
García Márquez fueron los nietos de dos viejos coroneles. El de Faulkner, fue
muerto en un duelo. El de García Márquez, mató en un duelo a un insolente,
y cargó el remordimiento toda la vida. Tú no sabes lo que pesa un muerto, le
dijo un día a su nieto. Faulkner bebió en fuentes bíblicas, la Biblia fue el
libro que más frecuentó el fundador de la Yoknapatawa que dicen que debió
servir de modelo a Macondo. García Márquez se alimentó más bien, como reconoció
muchas veces, en el fatalismo de los trágicos griegos y en la irradiación de la
prosa de El viejo y el mar, de Hemingway, a quien saludó alborozado de acera a
acera en París cuando él tenía tan solo penurias, indecisiones y terrores por
domesticar y escribía y escribía, fumando como un poseso, mientras esperaba de
Bogotá un cheque para seguir tirando y cantaba boleros, por la comida, en
cuchitriles de inmigrantes latinoamericanos de nombres perfectamente
presuntuosos como La Scala. Y cuando no se le había pasado por la cabeza que un
día llegaría a ser el más glorioso de los escritores del siglo xx.
En las entrevistas infinitas que concedió a lo largo de su
vida García Márquez cuenta el proceso que lo lleva a renunciar al estilo del
inventor de Gregorio Samsa para
descubrir los parajes caniculares de indios y de negros donde transcurrió su
adolescencia, que le permitieron acceder al exceso de Cien años de soledad,
escrito desde el miedo al fracaso y las amenazas del hambre. Y cómo lo asustó
el éxito. Y cómo, lleno de desconfianza en sí
mismo y en la gloria que es siempre sospechosa para los hombres
honrados, decidió escribir El otoño del patriarca, ansioso por comprobarse a si
mismo que podía ser más que un enhebrador de anecdotarios salaces, es decir, un
novelista moderno y no tan solo un epígono de los locuaces fumadores de hachish
de los tiempos de Harún al Raschid.
El otoño del patriarca fue, como sucede muchas veces en los
reinos de injusticias de la literatura, un fiasco de librerías. Los críticos de
izquierda lo acusaron de traicionar su origen popular y el realismo salvaje de
antes con un galimatías sobre un dictador medio muerto en un palacio donde unas
vacas se comen las cortinas, medido además según los ritmos de Bela Bartok tan
lejos de los de Alejo Durán. Entonces, García Márquez retomó los temas de las
lecturas tempranas del estudiante costeño en la nevera bogotana. El amor en los
tiempos del cólera, el poema conmovedor del general en su laberinto, Del amor y
otros demonios y la Memoria de las putas tristes, son la regresión del devoto
de Bartok a la religión de Schubert, que en vez de avanzar hacia Arnold
Schömberg, Anton Webern, Alban Berg o Liggetti, renuncia a una voluntad de
estilo, a una voz encontrada después de trabajar como un galeote, en pro de la
facilidad, para adoptar un lenguaje apartado de los regionalismos y rendirse a
la sintaxis convencional en aras de la mercadotecnia. Por esto, un ocioso se
atrevió incluso a llamarlo, García Marketing.
De cualquier modo, después de los chaparrones de Isabel
viendo llover en Macondo, la saga abigarrada de Cien años de soledad, el
experimento del patriarca y las hipérboles felinescas de la cándida Eréndira,
por una guirnalda de novelitas correctamente adornadas, García Márquez acabó
lejos de la prosa moderna y cerca del manierismo y de la ortodoxia hispanizante
de los piedracielistas. Música de seda, léxico de joyero, arpas azules,
adjetivación siempre venturosa, y el morbo lírico capaz de arrastrar a
cualquiera a la casa del mismo Mallarme con una orquídea recién abierta en la
mano, como le sucedió a José Asunción Silva. Ahora las novelas de García
Márquez, dejemos en paz sus cuentos, a veces delirios magistrales, se marchitan
a ojos vistas, como las de otros escritores gloriosos del pasado, como las de
Anatole France, como las de DAnunzio
o como las de Vargas Vila, cuya gloriola
además le pareció repetir en los días de la primera fama, cuando reconoció con
espanto y fastidio que se sentía el fantasma que le deshacía los pasos al autor
de Aura o las violetas.
El otoño del patriarca, incompresiblemente, sigue siendo el
menos reeditado de sus libros aunque es el más ambicioso y complejo y el que
más quiso, aunque algunos días se inclinó por El amor en los tiempos del
cólera. García Márquez dijo una vez que todo el mundo tenía una vida pública,
una vida privada y una vida secreta. Debe haber algo en la suya más allá de la
desmesura de la consagración que jamás nos revelará, que pertenece al ámbito de
sus intimidades y que poco a poco se disuelve con él. Y que tal vez dejó bien
expresado en el final del penúltimo párrafo de Blacamán, hacedor de milagros,
cuando este se dice:
la verdad es que yo no gano nada
con ser un santo después de muerto, yo lo que soy es un artista, y lo único que
quiero es estar vivo para seguir a pura flor de burro con este carricoche
convertible de seis cilindros que le compré al cónsul de los infantes, con este
chofer trinitario que era barítono de la ópera de los piratas en Nueva Orleáns,
con mis camisas de gusano legítimo, mis lociones de oriente, mis dientes de
topacio, mi sombrero de tartarita, mis botines de dos colores, durmiendo sin
despertador, bailando con las reinas de belleza, dejándolas como alucinadas con
mi retórica de diccionario, y sin que me tiemble la pajarilla si un miércoles
de ceniza se me marchitan las facultades…
Parecen, en verdad, palabras de profeta.
Alfonso López Michelsen dijo de su autobiografía, Vivir para
contarla, que en el libro lo había impresionado el recuerdo del nueve de abril,
y sobre todo aquel hombre que instigaba al gentío contra el asesino refugiado
en una farmacia. Un personaje que no se ha encontrado en los otros testimonios
de aquel día atroz, cuando Bogotá fue reducida a cenizas en una orgía de
borrachos. Lo había visto, dice García Márquez, muy de cerca, vestido de gran
clase, con una piel de alabastro y un control milimétrico de sus actos. Y tanto
me llamó la atención, que seguí pendiente de él hasta que lo recogieron en un
automóvil demasiado nuevo, tan pronto como se llevaron el cadáver del asesino.
Y desde entonces pareció borrado de la memoria histórica. Incluso de la mía.
Hasta muchos años después cuando en mis tiempos de periodista me asaltó la ocurrencia
de que aquel hombre había logrado que mataran a un falso asesino para proteger
al verdadero.
Un insidioso de marca cuyo nombre debo reservarme para
salvarlo de enredos de abogado, creyó reconocer en ese hombre al padre de
Plinio Apuleyo, el mismo que habría de ser uno de sus grandes amigos un día
remoto en el futuro, y su compadre, y el mismo que estaba a esa hora tomando
una leche malteada en una cafetería próxima al lugar del crimen sin imaginarse
que en la esquina había un futuro Premio Nobel con la boca abierta por el
asombro.
Vivir para ver y para contar. Dice López. Y lamenta que esta
inesperada pista sobre los autores intelectuales de la muerte del caudillo
escapara a la pericia de los investigadores gringos e ingleses contratados por
el gobierno de Colombia para dar con el asesino. Todos los colombianos sabemos
o sospechamos que Roa Sierra puso a lo sumo la mano homicida. Que era apenas un
débil mental que en ocasiones se sentía la reencarnación del general Santander,
tenía contactos inextricables con la legación alemana y consultaba un astrólogo
alemán que le auguraba un gran destino. Ese astrólogo alemán rubicundo que ya
viejo, con su piel de dinosaurio recién nacido, horoscopizaba la suerte y le
adivinaba el futuro a la clientela de galletas La Rosa, y que yo saludaba de
lejos en el Chalet Suizo, un restaurante del centro de la Bogotá de los años
setenta. Pocos saben que Roa leía esos días Los dioses atómicos, un libro sobre
las ondinas, las hadas y los duendes, que enseña el modo de conservar la
energía llevando un paraguas apretado en la axila izquierda para estimular la
respiración de la fosa derecha. Un libro que volvería a circular más tarde
entre los jóvenes en tiempos del jipismo una década larga más tarde, si bien,
según sospecho, en una edición revisada y ampliada.
Pero también oímos decir al papá de García Márquez que este
siempre había sido un gran mentiroso desde que nació. Y él mismo nos advierte
en su autobiografía que la vida no es la vida que uno vive sino la que uno
recuerda para contarla. Es posible entonces que el hombre del cutis de
alabastro y el automóvil demasiado nuevo que lo recogió mientras la turba
arrastraba el cuerpo de Roa Sierra, el hipotético asesino, con dos corbatas,
rumbo a Palacio, hubiera existido tanto como el fauno que tropezó una noche de
hielo en el tranvía bogotano, mientras él iba leyendo versos dedicados a las
rosas campesinas de Tabio, de un poeta piedracielista perteneciente a las
aristocracias del altiplano cundiboyacens
** ** **
ARCADIA
Bogotá - Colombia
1º de mayo de 2014
Sobre el Gabo comunista y apátrida
que dejó morir a Aracataca
Por Laura Galindo M.
Se supone que no hay muerto malo, pero al parecer, para el
único nobel colombiano no aplica tal premisa. Es un antipatriota por haberse
ido del país, es un indolente sin raíces que no solucionó todos los problemas
de Aracataca y de seguro tenía un verdugo reprimido que lo hacía tan afín a
Fidel Castro. Como creo en el karma, los chacras y toda esa brujería, me aterra
hablar mal de los muertos y más aún de los muertos que admiro. Me lavo las
manos ante tales acusaciones y en un intento por protegerme de los castigos del
universo, procedo a defender a quién me enseñó que enamorarse y contraer cólera
es igual de infeccioso.
De su exilio en México ya han hablado todos los medios
colombianos, incluso han publicado una y otra vez un texto que él mismo
escribió para El País de España al momento de asilarse en México. En resumen,
no fue culpa de Gabo, fue culpa de Turbay Ayala que relacionaba los
intelectuales con el M-19, los perseguía, judicializaba y torturaba. Quien no
quería correr con la suerte de Feliza Bursztyn o Teresita Gómez, debía irse.
Su amistad con Castro es un tema más complicado. Sí, García
Márquez fue amigo de Fidel, trabajó para
el diario Prensa Latina durante su gobierno y ayudó a fundar la escuela de cine
San Antonio de los Baños. Sin embargo no hay que perder de vista que Gabo llega
a Cuba durante la revolución, cuando Castro es todavía un caudillo liderando el
derrocamiento de una dictadura, el partido comunista y todos sus peros,
aparecen varios años después. Lo que atraía a Gabo no era exactamente el
dictador, era el caudillo carismático que aparece reiterativamente en sus
novelas, que se convierte en Aureliano Buendía, en el dictador del Otoño del
Patriarca, en Simón Bolívar o en el coronel que no tiene quién le escriba. Si
García Márquez hubiera estado interesado en la dictadura, la represión y la
burocracia, hubiera apoyado también el régimen soviético que le fue tan
distante, no lo digo yo, lo dice Plinio Apuleyo Mendoza que vivió con él las
épocas de Presa Latina, la revolución y Fidel.
García Márquez cumplió una importante labor como denunciante
de la violencia y el narcotráfico en Colombia, e hizo siempre un llamado a la
paz y a la identidad cultural, que al fin de cuentas, pesa mucho más que sus
supuestas filiaciones políticas. Hugo Boss diseñó los uniformes de las SS del
partido nazi y aún así, el 80% de los hombres huelen a Hugo Red. Entonces, ¿Por
qué ha de importar que un escritor mantenga amistad con un dictador, si toda la
vida repudió las armas y defendió los derechos humanos?
Antes de llegar al drama de Aracataca y el nobel aprovechado
que la usó como recurso creativo y nunca le dio un peso, me voy a permitir dos
ejemplos. Manuel Elkin Patarroyo nació en Ataco, un municipio del Tolima, pobre
y famoso por la explotación infantil en minas ilegales de oro. Patarroyo, en
lugar de hacer la tarea del Bienestar Familiar y encargarse de la explotación
de menores; o la de la Secretaría de Educación y encargarse de la
desescolarización, o incluso, la del Ministerio de Salud y llenar de recursos
el hospital de Ataco para que atendiera los niños lesionados por el oro,
decidió hacer su tarea de científico e intentar crear una vacuna contra la
malaria que evitara 2.7 billones de muertes al año.
Pablo Escobar, construyó más de 50 canchas de fútbol, el
barrio Medellín sin Tugurios y hasta tuvo un silla en el senado por el
movimiento Alternativa Liberal. Escobar fue un narco, y cumpliendo su tarea de
narco lideró el Cartel de Medellín, fue responsable de atentados con
explosivos, magnicidios y cientos de asesinatos. Libró una guerra de carteles,
tumbó un avión y dejó más de 10mil víctimas. Pero eso sí, muchos pobres jugaron
fútbol gracias a él.
Acusar a Gabriel García Márquez de no haber construido un
acueducto para Aracataca es como acusar a Patarroyo de no acabar con la
explotación infantil en Ataco, o como beatificar a Escobar por regalarle
canchas y barrios a los pobres de Medellín. Simplemente, es ridículo. Si bien
es cierto que todos tenemos la responsabilidad moral de contribuir a la sociedad
y que al tener un talento especial la responsabilidad es mayor, es evidente que
cada quien debe hacerlo desde su quehacer individual: el administrador público
lo hará administrando obras públicas, el educador lo hará educando, el
gobernante lo hará gobernando y el escritor lo hará escribiendo.
Aunque Gabo sostuvo que “… la literatura positiva, el arte
comprometido, la novela como fusil para tumbar gobiernos, es una especie de
aplanadora de tractor que no levanta una pluma a un centímetro del suelo”, siempre
se valió de la escritura y de su propia voz para cumplir su cuota con la
sociedad. No le faltaron agallas para condenar las armas, denunciar el
narcotráfico, la violencia y la corrupción. Tampoco desaprovechó ocasión alguna
para proponer alianzas ecológicas, reformas a la educación, uniones
latinoamericanas o repetir hasta el cansancio que América Latina es el
principal productor mundial de imaginación creadora, y que es ésta la materia
prima que dará solución a los millones de problemas que nos aquejan: “La virtud
que nos salva es que no nos dejamos morir de hambre por obra y gracia de la
imaginación creadora, porque hemos sabido ser faquires en la India, maestros de
inglés en Nueva York o camelleros en el Sáhara”. -La patria amada aunque distante, mayo de
2003-.
2 comentarios:
Gracias. Muy valiosos y enriquecedores registros es esta MMggm. Felicitaciones. Sobre el ensayo de Eduardo Escobar", sugerimos ver y navegar: http://ntc-ensayos.blogspot.com/2014_04_01_archive.html
NTC dijo...
Gracias. Muy valiosos y enriquecedores registros es esta MMggm. Felicitaciones. Sobre el ensayo de Eduardo Escobar", sugerimos ver y navegar: http://ntc-ensayos.blogspot.com/2014_04_01_archive.html
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