EL ESPECTADOR
Bogotá – Colombia
19 de abril de 2014
Gabriel García Márquez, in memoriam
Por Héctor Abad
Faciolince
Me he pasado este jueves y este viernes, después de la
noticia de la muerte del más grande escritor de nuestra historia, releyendo varios
libros de García Márquez.
Lo hice como quien lee los Evangelios: con devoción, con
intensidad, emocionado. Y si en un primer momento recibí la noticia tranquilo y
resignado (no hay muerte menos infeliz que la de morirse de viejo, rodeado de
las personas queridas, según la receta de los versos de Jorge Manrique, que
Gabo consideraba los mejores del castellano: “cercado de su mujer / y de sus
hijos y hermanos”), a medida que iba releyendo pedazos de sus libros, y
mientras me iba metiendo hora a hora en la fluidez hipnótica de su prosa, la
tristeza iba creciendo en mí por oleadas, hasta llegar al llanto.
Es triste que la mente de un genio semejante pueda apagarse
para siempre; es triste que de su voz compasiva, de su humor leve y fresco como
el aire, de sus profundos apuntes sobre la bondad y la maldad humana, ya no
quede sino ese rastro de palabras. Y no porque sean poca cosa —son muchísimo,
son lo único que siempre queda de un escritor— sino porque su genio prodigioso
ya no podrá volver a regalarnos otras historias parecidas a esas con las que
convirtió este territorio violento y desolado, en un país de ensueño, fabuloso,
en el que los malos son malos a pesar de ellos y en el que la dignidad, la
decencia y la poesía parecen siempre posibles.
Del García Márquez que tuve la suerte de conocer quisiera
recordar unos pocos episodios felices. La primera vez que lo vi en carne y
hueso fue en Santiago de Cuba, a finales del siglo pasado. Yo acababa de hacer
una reseña agria de Noticia de un secuestro, que había salido en El Espectador,
y a él le habían enviado esa nota por fax. Yo quería esconderme de vergüenza
porque en ese artículo (“La paja en el libro ajeno”) señalaba —con inútil
pedantería— algunos errores de ortografía, como poner “haber”, en vez de “a ver”,
al contestar el teléfono. Él me dijo: “tienes razón en eso, pero no comprendo
por qué se dice “a ver” si por teléfono no se ve nada”. Un día más tarde,
durante una comida, puso su mano en mi rodilla y dijo: “Esto no lo oigas tú: lo
malo es que en Colombia no hay críticos, sino correctores de pruebas”. Una
revancha dulce y acertada.
Más tarde nos invitó a William Ospina y a mí a su casa,
“para que conozcan al duro de Cuba”. Ese hombre duro nunca me ha gustado, y yo
no quise ir, pero William me contó al día siguiente lo que Gabo mandó decir:
“Hazle fieros a Héctor”. Nunca me arrepentí de no haber ido. García Márquez
tuvo muchos amigos, algunos admirables, como Graham Greene; también se permitió
uno impresentable, como Fidel Castro. Hay que perdonárselo, como se les perdona
a otros escritores haber sido amigos de Bush o recibir condecoraciones de
Pinochet. A veces el poder es irresistible y hay gente buena con malas
compañías. Ser un escritor genial no incluye la obligación de ser un santo.
Lo vi otras veces, en México y en Cartagena. Una vez, junto
a Paco Porrúa y a Rubén Fonseca, recitamos poemas en Guadalajara, entre ellos
las Coplas de don Jorge Manrique. Otra vez, sin chistar, me dedicó Historia de
un deicidio, de Vargas Llosa, debajo de la misma dedicatoria del peruano. “Para
Héctor, a pesar de todo”, puso con sorna. A una de mis esposas le dio los
espaguetis con su propio tenedor, “porque estás muy flaquita”, y a otra le
dedicó pacientemente todos los libros que quiso, para las niñas de la escuela donde
es maestra. “Ahora voy a imitarte y en adelante seré monógamo, como tú con
Mercedes”, le dije, y nos reímos.
Como sé que a García Márquez le encantaban las hipérboles
(exagerar es la mejor manera de que a uno le entiendan) quiero terminar con una
exageración en la que creo: en estas repúblicas recientes, él fue nuestro
Homero, el que escribió las sagas fundadoras de nuestra historia real e
imaginaria. El corazón de Gabo ha dejado de latir, pero sus leyendas seguirán
vivas en nosotros, mientras en el mundo palpiten corazones de lectores.
** ** **
EL PAIS
Cali – Colombia
17 de abril de
2014
Tres amigos de 'Gabo'
cuentan cómo era su relación con el
Nobel
Un escritor, un ex presidente de la República y una columnista
evocan para El País su relación con Gabriel García Márquez.
Crónica de una amistad.
Por: Plinio Apuleyo
Mendoza, Aura Lucía Mera y Belisario Betancur
Especial para El País
"El amigo de
siempre", por Plinio Apuleyo Mendoza
¿Un breve artículo sobre mi amistad con Gabriel García
Márquez? Esta petición que me hace El País puedo atenderla recuperando un
texto, de pronto ya olvidado, que escribí en ‘La llama y el hielo’. Conté allí
cómo nos habíamos hecho amigos tres días después de nuestro encuentro en un
café de París, ciudad adonde él acababa de llegar. Si mal no recuerdo, era el
28 de diciembre de 1955. Acabábamos de cenar en un restaurante del bulevar
Saint Michel cuando al salir de aquel lugar fuimos sorprendidos por algo que
él, Gabo, nunca había visto: la nieve, la primera nieve de aquel invierno,
cubriéndolo todo. Era deslumbrante y silenciosa –escribí entonces– cayendo en
copos espesos que brillaban en la luz de los faroles y cubrían de blanco los
árboles, los automóviles y el bulevar. París se envolvía suave y sigilosamente
en aquella nieve como una bella mujer en una estola de armiño.
García Márquez quedó de pronto estático y fascinado por
aquel espectáculo de sueño.
–Mierda– exclamó–, y echó a correr.
Corría y saltaba por el andén, alzando los brazos como un
jugador de fútbol cuando acaba de anotar un gol.
En ese momento dejó de ser para mí el reportero algo
arrogante que había encontrado tres días atrás en un café del Barrio Latino,
para convertirse en un loco incapaz de ocultar sus emociones.
Desde aquel instante nos hicimos amigos.
Y como entonces escribí, muchas cosas nos han ocurrido desde
entonces. Hemos visto nacer y morir sueños. Hemos visto pasar y desaparecer
amigos. Nos hemos casado, hemos tenido hijos y nietos.
Él se ha vuelto rico y célebre. Juntos hemos recorrido
muchas partes del mundo. Hemos viajado por la antigua Unión Soviética como
falsos integrantes de un grupo de danzas folklóricas. Hemos vivido en Caracas
tormentosas jornadas cuando cayó el dictador Pérez Jiménez y escribimos a las
cinco de la mañana de aquel día el primer editorial de la democracia
venezolana. Hemos visto la llegada de un Castro triunfante a La Habana. Hemos
pasado toda una noche a los pies de un hombre que a la madrugada sería sentenciado
a muerte. Hemos trabajado luego en Bogotá como representantes de una agencia de
noticias cubana. Hemos pasado todo un verano en la isla de Pantelería y allí,
con sus hijos que son mis ahijados y con Mercedes, que es mi comadre, vimos por
televisión la llegada del hombre a la Luna. Hemos recorrido muchas veces las
calles del barrio gótico, en Barcelona, hablando y discutiendo acerca de todo.
Hemos escrito a cuatro manos un libro de conversaciones llamado ‘El olor de la
guayaba’ sin sospechar que un año después le sería otorgado a Gabo el Premio
Nobel de Literatura.
Allí, en Estocolmo, estuve yo con un grupo de cercanos
amigos suyos y míos acompañándolo, y nunca pude olvidar aquella ciudad,
brillante como un témpano en el aire glacial, mordida por el agua del Báltico y
alzando sus cúpulas en el atardecer; tampoco olvido los ocho días fulgurantes
que pasamos allí, ni la noche en que le fue entregado el premio, las flores,
los flash, las figuras vestidas de etiqueta a nuestro alrededor y la asustada
exclamación que le escuché a Gabo mientras bajábamos por una escalera de
mármol: “Mierda, esto es como asistir uno a su propio entierro”.
La última vez que nos vimos fue en Barcelona, hace cinco
años, adonde vino sólo por pocos días.. Yo estaba radicado en Madrid y me
apresuré a tomar un avión para verlo. Recuerdo nuestro inolvidable almuerzo
donde todos estos recuerdos fueron evocados. “Tienes que visitarme en México”,
me dijo, promesa que le hice y que no he llegado a cumplir. Nos hablábamos con
frecuencia por teléfono, pero a medida que avanza el tiempo y que la edad nos
juega malas pasadas, las rituales preguntas de cómo estás, qué estás haciendo y
dónde te encuentras, congelan la vivacidad de nuestras charlas de otros
tiempos. Sin embargo, a veces, en sueños, vuelvo a encontrarlo saltando como un
loco bajo la nieve de París.
"Historia de un
viaje", por Aura Lucía Mera
Lo conocí años antes de verlo. Todo comenzó con ‘La
hojarasca’, y con ella se presentaron atropelladamente ‘El coronel no tiene
quien le escriba’, ‘Isabel viendo llover en Macondo’, ‘En este pueblo no hay
ladrones’, ‘La cándida Eréndira’.
Luego apareció por la puerta grande, casi sin avisar, como
un torrente de mariposas y levitaciones, ‘Cien años de soledad’.
No tenía ni idea que el destino nos tenía deparados más
encuentros. Esta vez en vivo y en directo.
La primera ocasión fue en Bogotá. Tenía un almuerzo en mi
casa. Suena el teléfono y es José Vicente Katarain, entonces editor de las
obras de Gabo.
Me pregunta si lo puede llevar a mi almuerzo. Corazón
acelerado y expectativa. Un encuentro cálido y sabroso. Chimenea prendida,
ajiaco, Rosario Arias con su guitarra y esa voz mágica, Jotamario, Eduardo
Escobar, entre los amigotes. Gabo, sencillo, tímido al comienzo pues no conocía
a la jauría, pero con los vinos, los acordes de la guitarra, y algún chisme
picante y carnudo, se calentó el ambiente y fue un encuentro delicioso,
imborrable.
Pasa el tiempo. Llego a la dirección de Colcultura. Una
mañana, en Cali, el teléfono repiquetea. Es Katarain. Me dice, ahogado por la
emoción: “Merita, Gabo se ganó el Nobel. Tiene que venirse para Bogotá. Usted
es la Directora de Colcultura y Gabo nos va a necesitar en ese frío gélido. No
lo podemos dejar solo. Colombia tiene que estar presente...”.
Efectivamente aterrizo en Bogotá y al otro día nos reunimos
en mi casa José Vicente, Gloria Triana, encargada de Investigación y Folclor en
Colcultura; Juan Vitta, subdirector de Bellas Artes; Carlos Ordóñez y la plana
principal del Instituto.
Manos a la obra. Gloria Triana se consigue la mejor
representación del folclor: Totó La Momposina, La Negra Grande, Los hermanos
Zuleta, el Maestro Escalona, el Grupo de Danzas de Ingruma y los Congos del
Carnaval de Barranquilla, entre otros.
Pedro Felipe Valencia, entonces Presidente de la Federación
de Cafeteros, nos dona el dinero para viáticos. Artesanías de Colombia nos
regala pasamontañas, ruanas y guantes de lana. Juan Vitta consigue que el Museo
del Oro nos preste unas de sus mejores muestras, y que grandes obras de pintores
como Botero y Obregón sean llevadas en una muestra.
Estaba casi todo. Faltaba lo grueso: nos toca a Katarain y a
mí. Pedimos cita en Avianca, y ante el pasmo y sorpresa de su Presidente y la
Junta, les pedimos un avión prestado. Que nos llevara y nos trajera. Así de
simple. El recorrido era parar en Madrid, después recoger a Gabo en París y
aterrizar en Estocolmo. El regreso lo mismo. ¡Bingo!.
El Presidente de Avianca, Álvaro Cala, entendió que otro
Nobel no se repetiría y así se consiguió el avión.
Gabo estuvo acompañado desde Colombia. Al otro día del
banquete real, el principal periódico de Estocolmo titulaba en su primera
página ‘Colombia nos enseñó cómo se recibe un Nobel’.
Tuve el honor de imponerle la medalla enviada por el
Presidente Betancur. Tuve la alegría de compartir ratos con él y la Gaba, mujer
interesantísima y fenomenal. Tuve también mis peleillas, porque la tensión
parecía una cuerda de violín a punto de reventarse.
Recuerdos imborrables. Experiencias fuertes. Describiría a Gabriel
García Márquez como un hombre temperamental, amigo de sus amigos, arisco y
cálido. Lo vi en Cuba la última vez, en La Habana, estaba con William Ospina.
Me acerqué a saludarlo. Nos dimos un abrazo fuerte y revivimos recuerdos. Lo
llevo en mi corazón.
"Las siete
llaves", por Belisario Betancur
Cuando le preguntaron a Gabriel García Márquez por la
metodología que usó para escribir ‘Cien años de soledad’, se encogió de hombros
con gesto displicente y respondió: “Bah, un vallenato de cuatrocientas páginas”.
Sin embargo, Carlos Fuentes revelaba hace poco en el
periódico El Tiempo de Bogotá, que conserva cartas en las cuales García Márquez
le narra cómo fue la gestación de su obra magna. “Después me fui a París
—cuenta Fuentes—; él me escribió diciendo: tengo una idea para una novela que
se llama ‘Cien años de soledad’. Le dije a Mercedes: ‘Llena el refrigerador de
comida que de aquí no salimos hasta terminarla’. Y así fue. Tengo un tesoro
literario, seis cartas de García Márquez que describen el proceso de redacción
de ‘Cien años de Soledad’. No tiene valor (y baja la voz en un tono orgulloso).
Lo tengo escondido bajo siete llaves”.
Hay quienes dicen que a Gabo le ha gustado siempre el poder.
Yo pienso que no es cierto: lo que le ha gustado es estar cerca del poder, no
por el poder como herramienta política, sino para hacer reconciliaciones y para
buscar la paz, que ha sido y es su obsesión.
Cuando fui elegido presidente de Colombia en lid frente a mi
amigo López Michelsen, Gabo votó por López y no por mí. Una periodista europea
me preguntó: “¿No está Usted decepcionado de que García Márquez no votara por
usted?”. Yo le contesté: “No lo estoy: Gabo es un excelso escritor, pero un mal
político”.
Siempre la prosa de García Márquez es un deslumbramiento. También
yo, como Fuentes, conservo un tesoro: el ejemplar número 58 de los 250 en que
consistió la edición de lujo de sus memorias ‘Vivir para contarla’, que tiene
este epígrafe: “La vida no es lo que uno vivió, sino lo que uno recuerda y cómo
la vivió PARA CONTARLA”.
Por ejemplo, el propio Gabo cuenta cómo, por superstición,
él no muestra a nadie lo que está escribiendo. Así se comportaba cuando
escribía ‘Cien años’. Pero su amigo Álvaro Mutis se daba ínfulas de que en sus
constantes visitas a Gabo, éste si le contaba. Y Mutis inventaba lo que Gabriel
no le había confiado. Y esos inventos daban la vuelta por el círculo de amigos
hasta regresar a Gabo. Con nuevas invenciones, que a veces Gabo acogía.
¡Travesuras de los genios!
** ** **
VIVIR EN EL POBLADO
Medellín – Colombia
8 de mayo de 2014
La prodigiosa vida de Gabriel José
Como el último Buendía, al descifrar los manuscritos de Melquiades,
los que vienen verán revelados los secretos ocultos en su obra
Por Gustavo Arango
Autor de Un ramo de nomeolvides
Ahora que el alboroto empieza a disiparse y que la atención
del público se mueve hacia pelotas y políticos, ha llegado la hora de quedarnos
a solas con Gabriel García Márquez. Su historia apenas comienza. Nos ha sido
imposible observarlo con justicia porque el ruido alrededor lo distorsiona.
Tuvimos, al mismo tiempo, la suerte de ser sus contemporáneos y el infortunio
de no ver lo que será para el futuro. Mucho después de que último de nosotros
haya muerto, se seguirá leyendo a Gabriel García Márquez.
Vendrán tiempos de olvido y reivindicaciones. Vendrán
descubrimientos sorprendentes e interpretaciones audaces. Algún día se sabrá,
por ejemplo, la verdadera historia de esos meses de poseso en que escribió la
más certera y panorámica novela americana: qué dudas e inspiraciones lo
acompañaron, qué minucias cotidianas y brebajes. García Márquez insistió toda
su vida en que no había un solo hecho en sus novelas que no fuera inspirado por
la realidad. Lanzó la red en las aguas inmensas de la cultura popular y la
extrajo llena de imágenes, de anécdotas, de escenas primordiales. Pero tuvo la
astucia de esconderse entre tanta realidad.
No sabemos quién fue. Como el último Buendía, al descifrar
los manuscritos de Melquiades, los que vienen verán revelados los secretos
ocultos en su obra. Ellos serán los que sepan si su última novela fue una culpa
confesada, si el poder de verdad lo fascinaba, si su afán seductor lo llevó a
hacer una lista como la de Florentino, si cierto desmayo de Aureliano escondía
un secreto inconfesable.
Muchos insisten en que El
coronel no tiene quien le escriba es su obra maestra. Él mismo decía que su
mejor libro era El amor en los tiempos
del cólera. No faltan los que prefieren El
otoño del patriarca, por su virtuosismo, o Del amor y otros demonios, por su sutileza. Lo cierto es que sin Cien años de soledad su fama y su
prestigio no habrían sido tan grandes.
Cien años de soledad
apareció en Buenos Aires, en junio de 1967, y a la calidad de la novela la
acompañó una promoción muy oportuna. En su edición del 20 de junio, la revista
Primera Plana dedicó la portada a García Márquez e incluyó una entrevista de
Ernesto Schóo y una reseña de Tomás Eloy Martínez. Se anunciaba la aparición de
“la gran novela americana”. En la entrevista, donde ya empezaba la leyenda de
los abuelos de Aracataca y se anunciaba El
otoño del patriarca, García Márquez dio una declaración que al
entrevistador le sonó extraña: “me importa más terminar los libros que
publicarlos”.
Siempre me ha parecido que el cuento La prodigiosa tarde de Baltazar es uno de los textos más
autobiográficos de García Márquez. Baltazar es un carpintero obsesionado con su
oficio y construye la jaula más hermosa del mundo para el hijo del rico del
pueblo. Como el padre del muchacho no quiere pagar, a Baltazar no le importa
regalar su trabajo. Sólo quiere entregarle la jaula a quien se la había
encargado. Al final, les miente a sus amigos, dice que logró sacarle dinero al
rico, e invita a todos a celebrar. Cien
años de soledad fue la jaula de García Márquez. Al escribirla, lo
importante para él era terminarla, extraer de la nada esa obra para la que toda
su vida había sido un preámbulo. No pensaba en el dinero, sólo en su reto de
artista. Pero al final consiguió que le pagaran y quizá, por eso mismo, dejó
atrás al artesano que había sido y se volvió un empresario.
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