LEAMOS
Buenos
Aires – Argentina
11 de
octubre de 2022
La historia de cuando
Gonzalo Mallarino acompañó
a García Márquez a recibir
el Nobel de Literatura en
Estocolmo
Ya son cuarenta años desde
que el escritor de “Cien años de soledad” recibió el máximo galardón. En su
nuevo libro, Mallarino Flórez recuerda la vez en que acompañó al amigo de su
padre hasta la capital sueca, a propósito de una nueva entrega del Nobel en
octubre de 2022.
Por Santiago Díaz Benavides
“Cuando al amanecer del jueves 21 de octubre
de 1982 supimos que la Academia Sueca le había concedido a Gabriel García
Márquez el Premio Nobel de Literatura, el colombiano era acaso el escritor más
famoso del mundo. Y el “realismo mágico” tal vez la corriente literaria más
rica y vital en el ámbito de la creación literaria de cualquier idioma en ese
momento. Y Cien años de soledad, la novela más poética y reveladora que se
hubiera escrito jamás sobre el Caribe y América Latina”.
Así inicia el
nuevo libro de Gonzalo Mallarino Flórez, con el que rememora aquel día del año
82 en el que Gabriel García Márquez consiguió su tan ansiado Nobel. “El día que
Gabo ganó el Nobel”, así se titula, y hace parte de la colección ‘Colombia
Memoria’, de la filial colombiana del Grupo Planeta.
Aquí, el autor,
hijo del también escritor Gonzalo Mallarino Botero, se remonta a aquel episodio
sagrado que tuvo la fortuna de presenciar, y sintetiza, de manera atinada, el
año más tumultuoso en la vida del escritor de Aracataca.
Reza la contraportada del libro:
“Terminaba el gobierno de Julio César Turbay
Ayala, al cual se había opuesto toda la izquierda colombiana por sus métodos
represivos y dignos de una dictadura de ultraderecha: cientos de encarcelados,
torturados y perseguidos políticos bajo la doctrina del Estatuto de seguridad.
García Márquez había sido férreo opositor a esa lógica y un defensor de una
salida pacífica al problema de las guerrillas. Ese año, sin embargo, el
gobierno lanzó la amenaza de que iba a capturarlo y el escritor se exilió en
México desde donde entabló una discusión seria con el país que se resistía a su
grandeza literaria. Entonces se produjo la noticia”.
Portada (corregida) del libro "El día que Gabo ganó
el Nobel", de Gonzalo Mallarino. Cortesía: Grupo Planeta.
Ese día, el
jurado sueco estimó que el éxito alcanzado en 1967 por los millones de
ejemplares de su novela Cien años de soledad hubiera “podido ser fatal a un
escritor con menos recursos que los del autor colombiano, pero que su épica
obra El Otoño del patriarca, publicada ocho años más tarde, puede sin desmedro
medirse con la precedente. La muerte es posiblemente el más importante
escenógrafo en el mundo inventado y descubierto por el escritor colombiano, un
mundo –podría decirse– descubierto a la luz de la opresión y la injusticia”,
señaló La Academia.
Al interior del
mismo, Mallarino Flórez escribe que, en ese entonces, el escritor de Aracataca
pasó a ser “un héroe de la gente, un ídolo popular, como decir entonces el
futbolista Willington Ortiz o el médico milagroso José Gregorio Hernández”.
Cuando se conoció lo del premio, “fue un momento de intensa felicidad para el
país. En medio de tantas luchas y dificultades, cuando ya se alzaba en nuestro
horizonte el horror del narcotráfico y su violencia angustiante, Colombia le
daba al mundo el Nobel de Literatura de ese año”.
Este libro es una
crónica del antes, el durante y el después de aquella jornada. “Es la manera de
honrar un hecho que nos brindó la posibilidad de que nuestra lengua se hiciera
universal, la historia de lo mágico que era ese amigo de mi papá”, dice
Mallarino. “Que escribía novelas, que veíamos en la casa riéndose con nosotros
y nuestras novias, y de repente se ganó el Nobel y se convirtió en el escritor
más famoso del mundo”.
Recordar el
episodio, 40 años después, es volver atrás en la historia de un país y entender
que alguna vez tuvimos al mejor escritor del planeta. Las cerca de 170 páginas
del libro consiguen situar en el presente la anécdota, que, si bien tuvo como
actores a unos pocos, los tuvo a todos como protagonistas. La pluma de
Mallarino consigue que la historia detrás del episodio termine siendo casi un
relato del propio García Márquez, que hacía y deshacía lo que quería con la
vida y la muerte y lo eterno a través del tiempo.
En conversación
con Infobae, el editor Juan David Correa, director literario del Grupo Planeta,
precisó que la edición impresa del libro presenta un error, que ya ha sido
corregido en las ediciones digitales, y comparte su fe de erratas:
“Por alguna
razón, a la hora de armar la portada, vimos un despacho apócrifo de prensa
fechado el 19 de octubre. El Nobel se anunció el día 21 y no 19, como
erróneamente se lee en el antetítulo del libro. Les pido excusas a los lectores
y a todos los gabólogos del mundo que pondrán el grito en el cielo, con toda la
razón. El error es enteramente de los editores pues, como se lee en el interior
del libro, en el primer párrafo. Su autor no tiene responsabilidad en esta
errata que asumimos desde la editorial. Espero que, a pesar de ella, lean con
entusiasmo el libro”, expresa el editor.
El error, pienso yo, le da un aire más
garcíamarquiano al libro, y si bien habrá de corregirse, a los lectores nos queda
ese regalo, de la vez en que un libro sobre Gabo nos “mamó gallo” a todos.
---
En el enlace
abajo, véase una entrevista a Gonzalo Mallarino Flórez sobre este libro:
https://www.google.com/url?rct=j&sa=t&url=https://www.youtube.com/watch%3Fv%3DUm_XyLlaq_A&ct=ga&cd=CAEYCSoUMTQ4Mjc3OTgzNTE3NDgxNDQ4MjEyGTdiZGI0YjExNTMyZWQxODc6ZXM6ZXM6RVM&usg=AOvVaw2mE5mdZTdPgjYdIlgQ3Yto
Elespectador.com:
Bogotá –
Colombia
17 de
octubre de 2022
El
Magazín Cultural
Los trucos de una carpintería
secreta
La investigadora literaria Nathalia Gómez Raigosa narra
los descubrimientos que hizo en su pasantía doctoral en el archivo Gabriel
García Márquez, preservado en el Harry Ransom Center, de la Universidad de
Texas en Austin.
Por
Nathalia Gómez Raigosa*
Este verano metaficcional pude experimentar lo que sintió Marco Flaminio Rufo, tribuno militar romano, cuando encontró, después de atravesar un laberinto que parecía interminable, “la ciudad de inmortales”. Estaba con los ojos llorosos y el corazón palpitante frente al Harry Ransom Center, un museo de cristal grabado con imágenes de la memoria colectiva que me recordó al que aparece en La ciudad ausente (1993), de Ricardo Piglia, donde había una extraña máquina de narrar macedoniana que nunca se apagaba y parecía tener vida propia, como la tienen los archivos de Borges, Shakespeare, Joyce, Poe, Woolf, Faulkner, Coetzee, Beckett, Hemingway, Mailer, Fitzgerald y García Márquez, cuyos materiales cuentan para la posteridad, desde sus cajas de cartón, lo que ningún libro, curso o programa de educación superior enseña: la verdad que hay detrás de todo proceso creativo.
Una beca de Colciencias me había permitido por fin hacer la pasantía internacional que se había pospuesto innumerables veces por una pandemia que aún no termina. Tenía un presupuesto reducido, afectado todavía más por el dólar más alto de la historia económica reciente de Colombia. Así que andaba un poco limitada para transportarme y comer, pero feliz de vivir la experiencia de ser fellowship en la Universidad de Texas. Era mi sexto año doctoral, óigalo bien: sexto, ¡Ya eran demasiados!, y necesitaba defender mi tesis sobre el periodismo de García Márquez cuanto antes, pero pasaba por un bloqueo en la escritura que esperaba disipar con este viaje.
Tenía encima diez horas de avión desde mi natal Pereira, una pequeña ciudad en el corazón cafetero colombiano. El calor apabullante, como diría mi madre, me golpeó la cara apenas aterricé: 43 grados centígrados, que dificultaban la respiración y hacían perjudicial hasta esperar el bus bajo la sombra del paradero, por lo que tocaba pedir Uber, a un costo astronómico en plata colombiana: casi $180.000 del alma. El conductor era un ruandés sonriente y enérgico que me saludó con mucho tino y humor: “Welcome to the eternal fire”, ¡Qué acertado recibimiento! Todo el camino me lo pasé observando la ciudad por la ventana; me pareció deshabitada, casi fantasmal. El africano al volante llevaba ya dos años residiendo allí. Me explicó que las personas no caminaban por las calles, cuidándose de una insolación; todos estaban montados en sus monstruosas camionetas que atizaban a su paso el ardiente asfalto de autopistas interminables que antes fueron caminos de herradura de fieros cowboys.
Recordé la bella descripción de Borges: “An epic-laden dream”, cuando fue profesor invitado a la Universidad de Texas, en 1961, y percibió de inmediato las muchas similitudes que tenía este paisaje con la inmensa pampa Argentina: “Aquí, como en el otro confín del continente, el infinito campo en el que muere solitario el grito; aquí también el indio, el lazo, el potro”, reza un poema que dejó escrito en una servilleta que hace parte de las colecciones del Ransom.
Me presenté con mi maleta en la casa de Mrs. Fiori, una anfitriona de primera categoría que me había recomendado la carismática Danica Obradovic, coordinadora de los investigadores que llegaban de todos los confines del planeta y que, según las cifras del centro, son más de 10.000 al año. Nicolás Pernett, historiador amigo, que ya había vivido esta peregrinación, me recomendó que, antes de comenzar la revisión, me tomara el tiempo de hacer preguntas sobre al archivo que me permitieran solicitar en la página web, para encontrar los materiales correctos y no perder tiempo en cosas que no me interesaban tanto.
No le hice caso a Pernett, porque no era capaz de decidirme entre las más de 75 cajas que representan más de medio siglo de la vida de García Márquez, sistematizado y supervisado con cierta obsesión paranoide por los ojos vigilantes de los funcionarios de la flamante Sala de Lectura y Visualización del Ransom, que con ayuda de sus cámaras de seguridad hacen las veces de policía literaria para impedir a toda costa el robo de algún papel que se pueda considerar delito federal; así que no me quedó más alternativa que pedirlas en orden e ir revisándolas de a poquito.
El primer día fue un desastre. Me dirigí a la enorme estantería de madera en la que el personal pone el material solicitado por los investigadores. Comencé por las fotografías; fue una mala decisión, porque era lo más difícil de manipular. Dispuse la caja llena de carpetas Minerva sobre la mesa en el área marcada: “Please, place your document box here”. Había visto el video de orientación por lo menos diez veces, pero eran tantas las precauciones y prohibiciones, que todo el día un funcionario de barbas largas con cara de monje superior me llamó la atención en un inglés en letra pegada que no lograba entender, porque no manipulaba las fotos por los extremos. Toda la molestia la compensó el retrato de Gabo en calzoncillos hablando por teléfono en Nueva York, contando, según especulo, con todo el mamagallismo del caso, los pormenores de la ceremonia de su grado honoris causa que le concedió la Universidad de Columbia en 1970.
Al segundo día me quedó la duda de si ya dominaba la técnica de revisión o si nuevos investigadores habían ocupado tanto al funcionario regañón, que se había olvidado por completo de mí. Ya éramos por lo menos doce estudiosos en la sala trabajando en los temas más disímiles, desde las literaturas africanas y latinas hasta las norteamericanas. Quien más despertaba la curiosidad era un joven asiático que estaba observando, con mucha delicadeza, unos manuscritos milenarios e ideográficos. Mi nueva caja me fue revelando el Gabo cosmopolita, que llegó a sumar siete pasaportes colombianos con sellos de Vietnam, India, China, países europeos, latinoamericanos y unas marcas que mostraban permisos temporales en los Estados Unidos. Sentí muy irónico el hecho de que, después de décadas en las que se le negó la visa estadounidense por su supuesta afiliación al Partido Comunista, hubieran sido los mismos gringos, esta vez los de la academia, los que habían logrado conseguirle una residencia absoluta a lo más peligroso que Gabo sabía que tenía: sus ideas. Se hizo justicia poética, medité.
El tercer día fue un regalo de la vida. Me había decidido por la caja más pequeña, que parecía complemento de la “subserie b. Short Works, 1952-2009″. La elegí porque podía tratarse de algo relacionado con el periodismo, que en últimas era lo que más me interesaba. Al abrirla, me topé con un artículo no identificado, en el que se observaba el grabado de una jirafa; en la esquina derecha inferior leí: “Por Septimus”, todo en alto relieve tallado en cuero. De inmediato quise sacarlo para entender de qué se trataba. Lo agarré; era un legajador de argollas ya desgastado en los bordes, pero en perfecta forma. No podía salir del asombro de que tal cosa existiera; nunca en mis 16 años en el periodismo había escuchado que alguien, algún familiar, amigo, profesor o experto mencionara la existencia de aquel objeto extraordinario: la cubierta de protección que le permitió a ese Gabo, novato del oficio, resguardar y recolectar las columnas que le publicaban en El Heraldo, de Barranquilla a los 25 años, su periodismo juvenil en la costa Atlántica. Para mí era una pieza de culto a la altura de su legendaria máquina Smith Corona, a la que se le han rendido incontables homenajes en piezas literarias y comercializado en forma de pines y rompecabezas. Así que lo más importante que hice ese día fue llorar de la emoción un largo rato en el Ransom (creo ser la única que lo ha hecho), sin que me importara lo que pensaban mis eruditos compañeros de sala.
Al cuarto día por fin la lupa de la intuición estaba más refinada por la carga emocional del día anterior y me llevó hasta una hoja tamaño carta en la que se leía:
Aunque me pareció raro ver el “ovedezco” con v en vez de b y estaba enterada de los rumores de la supuesta mala ortografía del escritor colombiano, no me convenció de que se tratara de un descuido, porque en el mensaje se notaba una clara intención de trasgredir el idioma. Me acordé de ese polémico discurso “Botella al mar” que lanzó en 1997 durante el Primer Congreso Internacional de la Lengua Española, en Zacatecas (México), donde planteó una jubilación de la ortografía, que le puso los pelos de punta a puristas como Daniel Samper Pizano, pero que 25 años más tarde parece haber presagiado muchas de las renovaciones de la RAE para simplificar el español. Hice una rápida búsqueda en mi móvil y ahí estaba la sugestiva pregunta: “¿Y qué de nuestra be de burro y nuestra ve de vaca, que los abuelos españoles nos trajeron como si fueran dos y siempre sobra una?”.
El mensaje dirigido a Carmen Balcells era la respuesta a un fax que hallé inmediatamente después, enviado el 23 de agosto de 2002 a las 18:35, en el que ella, como su agente literaria, le daba detalles de la polémica generada en las editoriales a raíz del título que llevaría el libro, en proceso de publicación, de sus memorias; sobre el cual Claudio López Lamadrid, había dicho que “al estar el verbo contar en femenino exige un antecedente en femenino” y para que fuera gramaticalmente correcto “la construcción tendría que ser vivirla para contarla o vivir la vida para contarla”. Es decir: el título de las memorias de Gabo tiene un error de sintaxis, ¡Tamaño descubrimiento!, me dije.
Pero Gabo ya era Gabo y como estaba en la cúspide de su fama podía darse el lujo de moldear la lengua a su amaño. Por supuesto, no sacrificó la sonoridad expresiva de las palabras y nos regaló una expresión con la que el español ganó plasticidad. Después de leer la correspondencia de este episodio, el resto de material que había visto y el que comenzaría a ver cobró mayor sentido y, de paso, me fue clarificando la misión del viaje.
Había ido hasta uno de los estados americanos en el que se debatían la prohibición de aborto y la portación de armas sin permiso ni capacitación, para encontrar a Gabo, uno que no estaba en sus obras literarias, ni en los textos críticos en los que expertos se habían detenido en la hermenéutica de su poética hasta sobreinterpretarla, ni en las biografías que coincidían en el mito del humilde muchacho de Aracataca que, a punta de talento y buena estrella, se había convertido en bestseller. No estaba hurgando en las noticias que registraban el paso a paso de su vida pública, ni en sus discursos como mediador de las causas sociales de los desheredados de América, ni en los guiones de sus fantasías cinematográficas, ni en las actas de creación de las fundaciones que constituyó para mejorar el periodismo en Latinoamérica, ni en los videos eternizadores de las redes sociales, ni en las entrevistas radiofónicas en las que se escucha su voz de trueno.
García Márquez está donde no lo hemos buscado aún: en los errores de mecanografía de sus originales; en las faltas ortográficas; en los tachones de páginas completas de las primeras versiones de su novela inédita En agosto nos vemos, donde además se pueden distinguir caligrafías diferentes a la suya, quizá de sus amigos más cercanos a los que les permitía anticipadamente leer sus obras y de los que recibía consejos con anotaciones al margen que unas veces incorporaba a las nuevas versiones y otras no; en los borrones, subrayados, flechas, signos de interrogación de las apenas 25 páginas del segundo tomo de las memorias que no alcanzó a terminar, con pistas en secuencia para una escritura del futuro; en una lista de correcciones con su respectiva página en la contraportada de la primera edición de Crónica de una muerte anunciada; en el reportaje a medio hacer del papa Juan Pablo II; en el llamado de auxilio del director editorial de la multinacional Penguin Random House, implorando por las correcciones de último momento que se le ocurrieron al obseso Gabo que tenían paradas las máquinas de impresión en Madrid, Buenos Aires y Bogotá. En fin, a nuestro Nobel también hay que buscarlo en las precisiones de hechos históricos que lectores avezados se atrevían a realizar por medio de cartas y las mejoras con las que los traductores al inglés, francés o italiano iban contribuyendo a la perfección de una obra ya clásica.
Borrador inédito de las 25 páginas escritas de la segunda parte de sus memorias. Se tenían previstos tres tomos. Foto: Nathalia Gómez Raigosa
En lo inacabado, defectuoso y ajeno están los trucos de la carpintería secreta de García Márquez, que él trató de borrar en un primer momento con la complicidad de Mercedes, en el instante en que destruyeron, con intención, el original de Cien años de soledad, de quinientas noventa cuartillas, a doble espacio, escritas en papel ordinario en la emblemática máquina portátil, con el tercer capítulo apenas legible, a causa de un aguacero diluvial que tomó por sorpresa a la mecanógrafa y los planchazos con los que ella intentó secar las páginas en su casa. ¡Una pérdida invaluable para los detectives de las letras!, y para la humanidad entera, porque hoy se consideraría un documento histórico a la altura de la biblia de Gutenberg, el Nova totius terrarum orbis tabula de Joan Blaeu, las tres copias de los folios de Shakespeare o la primera fotografía conocida de Niépce, que atraen hordas de curiosos cada año hasta el Ransom.
Pero ni con esa triquiñuela impidieron que fuera posible descifrar la magia del prestidigitador de las palabras, así como él imaginó las tardes parisinas en las que Jean Paul Sartre se sentaba en el emblemático Café Flore a escribir con su estilógrafo rupestre, en un cuaderno escolar, “las obras que todos esperábamos con ansiedad en el mundo entero”, sin ser consciente de que el sitio se iba llenando poco a poco de los turistas de todas partes que habían atravesado los océanos solo por venir a verlo escribir. Así mismo, yo había cruzado el Atlántico, como muchos otros especialistas, para descubrir si detrás de sus espléndidas obras había un método oculto de escritura.
Había recibido el mejor consejo que una aprendiz de escritora pudiera pedir, sin que él siquiera hubiera sospechado de la existencia de esta alumna errante y apasionada que ya estaba lista para regresar a casa, animada con la idea de empezar a poner en práctica los artilugios de un taller de escritura, tan fantástico como los pergaminos de Melquíades.
Archivo digital
“El archivo digital de escritor colombiano Gabriel García Márquez incluye manuscritos originales de obras publicadas e inéditas, material de investigación, fotografías, libros de recortes, correspondencia, recortes, cuadernos de notas, guiones, material impreso, ephemera, y una grabación de audio de su discurso de aceptación del Premio Nobel de Literatura en 1982. El archivo en línea cuenta con recurso de búsqueda de texto, y contiene aproximadamente 27.500 materiales digitalizados a partir de los documentos de García Márquez, y fue posible gracias a una subvención del Council on Library and Information Resources (CLIR). El Harry Ransom Center también agradece la cooperación de la familia de Gabriel García Márquez”, se explica en la página web de la institución.
Foto: Nathalia Gómez Raigosa
*Candidata
a doctora en Literatura de la
Universidad
Tecnológica de Pereira,
becaria
de Colciencias y docente universitaria.
Elespectador.com:
Bogotá –
Colombia
18 de
octubre de 2022
Macrolingotes
El escritor y el profeta
Por
Óscar Alarcón
García Márquez no solo fue un excelente escritor, sino que además tenía condiciones de profeta. ¿Quién, en 1960, se iba a imaginar que el papa visitaría Colombia, que lo iba a recibir un presidente chiquito y rechoncho como lo era Carlos Lleras, y que su ministro de Gobierno, en su realismo mágico, tocaría el redoblante en la plaza y se llamara Pastrana (en el relato, Pastor, y en la vida real, Misael)? Solo un profeta podía adelantarse así a los hechos. En el primer capítulo de Cien años de soledad predijo la llegada de la internet.
Pues Álvaro —Álvaro Cepeda Samudio— fue el primero de ellos que partió, muy joven, hace 50 años, como se ha recordado por estos días. También cuentista, novelista, periodista y con fugaz incursión en el cine. De él se pudo esperar mucho más, pero el destino se lo llevó en la plenitud de su producción. Se recuerdan los cuentos reunidos en el volumen Todos estábamos a la espera, su novela La casa grande, su producción juvenil de 1944-1955 (En el margen de la ruta) —buscada y recopilada con minuciosidad de relojero por el francés Jacques Gilard y reimpresa recientemente por Julio Olaciregui—, pero además todo el resto de su obra, en antología, con selección y prólogo de Daniel Samper Pizano.
Afortunadamente, gracias a estos seguidores y buenos investigadores, las páginas de Cepeda Samudio no se las llevó el viento como ocurría con sus desordenados cabellos. Caribe y barranquillero, de risotadas y desfachatez que siempre acompañaba con cerveza bien fría, como excelente publicista y defensor de Águila y Costeña.
Se fue Cepeda, gran amigo de Gabo, el escritor y el profeta. De eso hace ya 50 años... que también han sido de soledad.
EL PAIS
Cali –
Colombia
16 de
octubre de 2022
Cultura
40 años de aquella tarde remota:
Colombia recuerda el Premio
Nobel
que nos regaló Gabo
Por
Colprensa y El País
Una imagen: “Gabo y Gaba en el jardín de su casa en México, en bata de levantarse, esa mañana en que les sorprendió la llamada para anunciarle que él había ganado el Premio Nobel de Literatura por su obra, en la que brillaba ‘Cien años de soledad’. La foto me lleva al telefonazo que recibí esa misma mañana, siendo directora del Instituto Colombiano de Cultura. Recién despertada, no tenía ni idea a qué se referían”, cuenta entre memorias Aura Lucía Mera, una gabófila impenitente, como se describe así misma, sobre lo que fueron las primeras horas de ese día.
Día en que Gabriel García Márquez había pasado a la historia.
Mera ejercía un cargo tan importante para la cultura nacional, que fue encomendada como delegada de la comitiva que organizaría, –en sus palabras–, el mayor homenaje de la historia de los Premios Nobel en Estocolmo, a -22 °C, al gran padre del realismo mágico. De eso ya, hace cuarenta años.
Era el magno evento, el acontecimiento más importante de la época, y quizá, uno de los más memorables de la historia cultural latinoamericana. Lo fue porque su delegada, junto a la entonces antropóloga y documentalista Gloria Triana, y otros cuantos, entre ellos, el presidente Belisario Betancur, idearon una celebración diferente: se propusieron llevar una delegación folclórica que acompañara a García Márquez a la gala en Estocolmo.
“José Vicente Kataraín, editor de Gabo, y amigo mío, quiso llevarlo un día a almorzar a mi casa. Efectivamente fue así. En aquél encuentro, hablamos de lo que haríamos para acompañar a Gabo, quien no quería asistir solo a Estocolmo”, cuenta Mera en sus reminiscencias.
Consiguieron los mejores representantes del folclor colombiano. Artesanías de Colombia les regaló los ponchos, pasamontañas y medias de frío. Avianca les prestó un avión jumbo. Enviaron piezas del Museo del Oro, y una exhibición del Museo Nacional con los grandes pintores colombianos: Botero, Obregón, Grau.
Gabo, entre tanto, se sentía intimidado, un tanto nervioso. Tanto así que, en la víspera de la entrega del Premio, estaba pensando en no ir. “Me dijo que no quería recibir nada, y le dije que no me importa, yo no había escrito nada, pero él sí y debía ir, y así fue. Tampoco quería que lo condecoráramos”, agrega la columnista de este medio.
Cuando se llegó el momento, una mancha blanca acaparó la atención en el recinto. Gabo se había saltado el protocolo de vestuario.
“Del lado izquierdo del escenario estaban todos los Nobel vestidos de Frac negro, la única mancha blanca era la del colombiano, quien llevaba un liquiliqui, traje de tradición en Venezuela. Del lado derecho, toda la familia real, la única mancha blanca era de la reina sueca, Silvia, era como estar en un cuento de hadas. Al final, sí lo condecoré, en nombre del gobierno colombiano, no con la Cruz de Boyacá, que se negó a recibir, sino con otra. Me dijo: ‘No me la dejo poner’, y yo ‘que se la pongo porque se la pongo’”, recuerda entre risas, Aura Lucía.
Luego de la premiación hubo un banquete real. Asistieron cerca de dos mil personas que se agolpaban en un antiguo palacio. Gabo solo podía invitar 12, pero llegaron 90. El acto protocolario avanzaba cuando de pronto vieron desfilar la bandera colombiana junto a la sueca. “Todos quedaron hechizados con las voces de la Negra Grande de Colombia y Totó la Momposina, los vallenatos encabezados por el maestro Escalona y Emiliano Zuleta, y los Congos de Barranquilla. Fue un acontecimiento cultural sin precedentes”.
Un día antes, Gabo había ofrecido su discurso, titulado ‘La soledad de América Latina’, que aún hace eco entre montañas de páginas de libros y titulares de diarios. Y es que, para su gabófila, quien llamó a su casa Macondo; a su finca, Aracataca; a su tortuga, Úrsula; y a los pastores alemanes, José Arcadio y Aureliano—, este fue un discurso crudo, con nada de realismo mágico, pero con una voz potente, entre ética y satánica. “No era decir muchas gracias por el premio, fue un sermón que pasó a la historia de la humanidad”.
Gabo dijo: “Poetas y mendigos, músicos y profetas, guerreros y malandrines, todas las criaturas de aquella realidad desaforada hemos tenido que pedirle muy poco a la imaginación, porque el desafío mayor para nosotros ha sido la insuficiencia de los recursos convencionales para hacer creíble nuestra vida. Este es, amigos, el nudo de nuestra soledad”.
“Es comprensible que insistan en medirnos con la misma vara con que se miden a sí mismos, sin recordar que los estragos de la vida no son iguales para todos, y que la búsqueda de la identidad propia es tan ardua y sangrienta para nosotros como lo fue para ellos. La interpretación de nuestra realidad con esquemas ajenos sólo contribuye a hacernos cada vez más desconocidos, cada vez menos libres, cada vez más solitarios”, continuaba.
Fue tal la imagen que dejó la delegación colombiana, que la prensa sueca escribió durante aquella semana que los colombianos les habían enseñado en toda la historia del premio, cómo celebrar un Premio Nobel de Literatura.
De aquella hazaña, llena de atrevimientos, música, cultura y letras, se escribió el libro ‘Aracataca: Estocolmo’, un escrito que recoge las vivencias de los amigos que acompañaron al Nobel colombiano.
Los textos de Álvaro Mutis, Eligio García, Alfonso Fuenmayor, Belisario Betancur, y otros, se entrelazaban con una secuencia fotográfica captada por los lentes de Nereo López y Hernando Guerrero, los dos fotógrafos que acompañaron el grupo.
De este libro no quedó más que la historia. Pues Mera, aún se lamenta de que Colcultura, convertido en Ministerio, jamás lo reeditó.
“Fue un libro divino. Tenía fotografías de lo que fue ese viaje a Estocolmo, artículos de sus amigos. Pero con el tiempo, se perdieron los negativos y quedó allí. Ese libro fue un tesoro incunable. De hecho, en su momento, el presidente Betancur quiso regalarlo a los miembros de la Real Academia de la Lengua Española, que visitaron el país, pero no fue posible. No se pudo recuperar y, para sacar fotocopias no daba la resolución. No sé qué sucedió. Sería maravilloso poderlo recuperar”.
Ahora, a 40 años de aquél episodio, Mera expone con cierta nostalgia, lo que fue su último encuentro con el Nobel, ese al que describió como un tipo adorable y algo tímido. Se lo topó en un viaje de vacaciones a Cuba, justamente en el aeropuerto de La Habana, tomándose un café con William Ospina. “Me acerqué y lo abracé. Sentí ese calor humano y esa sonrisa amplia que se metió en mi memoria”.
Luego pasaron algunos años, hasta verlo de nuevo en Cartagena, en el Congreso de la Lengua Española, pero entonces ya no se atrevió a acercarse. “Estaba con el rey de España y la intelectualidad hispana. Creo que fue una de sus últimas apariciones en público, antes de que su enfermedad lo marchitara. Perdía la memoria como Úrsula Buendía, quien murió un Jueves Santo, al igual que Gabo”.
Para ver el libro
Aracataca – Estocolmo use este enlace (N. del E.):
https://drive.google.com/file/d/1yFPIUdYYBK3DHyVWsoLSN33kgnC1JB6V/view?usp=sharing
Elespectador.com:
Bogotá –
Colombia
3 de
septiembre de 2022
El
Magazín Cultural
Un cuento perdido de
Gabriel García Márquez
Un texto sobre un relato del autor colombiano, que al
parecer fue hallado en una de las bibliotecas de Bogotá y cuya existencia
quizás se desconocía hasta el momento.
Por J. Mauricio Chaves-Bustos
El 11 de mayo de 1981 publica Gabo en “El País” de España el artículo “Como ánimas en pena”, en donde habla de aquellas historias fascinantes que no se pueden olvidar, ahí aparecen dos que, al mejor estilo de Cervantes, quiere ponerlos en autoría ajena, se trata de “El drama del desencantado” y “El visitante”, minicuentos ambos que han tenido una importante recepción no solamente en sus lectores asiduos sino también dentro de la crítica literaria, aunque no figuren dentro de las selecciones de cuentos que se han hecho y que sumándolos compondrían el corpus de 43 cuentos escritos por el Nobel colombiano.
En los “Papeles de Gabo” que adquirió la Biblioteca Luis Ángel Arango en 2017, aparecen otros cuentos: “El huésped”, “Relatos de un viajero imaginario”, “Un país en la costa Atlántica” y “Un hombre viene bajo la lluvia”; y cuatro probablemente inéditos: “Relato...”, “El ahogado que nos traía caracoles”, “Olor antiguo” y “Relato de las barritas de menta”.
Cronológicamente, los primeros 8 cuentos de Gabo según Sergio Sarmiento, profesional investigador de la Biblioteca Luis Ángel Arango, son: “La tercera resignación” (Suplemento Literario de El Espectador, Bogotá, 13 de septiembre de 1947), “Eva está dentro de su gato” (Fin de Semana, de El espectador, Bogotá, 25 de octubre de 1947), “Tubal-Caín forja una estrella” (Fin de Semana, de El Espectador, Bogotá, 17 de enero de 1948), “La otra costilla de la muerte” (Magazín Dominical de El Espectador, Bogotá, 25 de julio de 1948), “Diálogo del espejo” (Magazín Dominical de El Espectador, Bogotá, 23 de enero de 1949), “Amargura para tres sonámbulos” (Magazín Dominical de El Espectador, Bogotá, 13 de noviembre de 1949), “De cómo Natanael hace una visita” (Crónica, Barranquilla, 6 de mayo de 1950), y “El huésped” (El Heraldo, Barranquilla, 19 de mayo de 1950).
Sarmiento, respecto a posibles obras de Gabo perdidas en viejos periódicos, anota: “Además, los documentos también ofrecen evidencias de que García Márquez publica en Barranquilla –e incluso en Bogotá– materiales escritos durante sus estadías en Cartagena, confirmando las hipótesis que al respecto tenían autores como Jacques Gilard (2015), Gerald Martin (2009) y Jorge García Usta (2015)”, de donde se colige que en periódicos y revistas de bibliotecas perdidas pueden aún estar navegando algunos de sus escritos.
Para nuestra grata sorpresa, en las arduas labores de investigación que emprendemos con el fin de aclarar nombres o fechas, recurrimos al antiguo oficio de auscultar viejos periódicos que reposan en las bibliotecas bogotanas, encontramos un cuento perdido de García Márquez que no aparece en ninguno de los listados antes mencionados. Antes de dar cuenta de él, precisamos que corroboramos su autenticidad desde varias perspectivas, desde la particularidad del estilo que se iba ya formando, hasta la confianza plena del editor que hace una elogiosa introducción al cuento publicado en 1950 y que vendría a ser, cronológicamente, el sexto en ser publicado por su autor.
El asombro fue mayúsculo, no solo por quien lo escribió, sino donde apareció publicado, además de estar acompañado de una interesante ilustración cuya autoría aún no se ha podido verificar. Se inició entonces un acercamiento con diferentes instituciones que pudiesen estar interesadas en este descubrimiento, en algunas se exigió dar la fuente y remitir el cuento, lo que a nuestra consideración consistía en desconocer de tajo el azar que nos llevó a descubrir este cuento, razón por la cual no insistimos en ello, además porque para la mayoría de lectores de Gabo todo está ya publicado, y porque para muchas instituciones partir de la duda razonable es mucho más certero que partir del principio de la buena fe.
De igual manera se hicieron las consultas respectivas sobre derechos de autor, ya que el interés es publicar el cuento, pero no podemos hacerlo hasta contar con el permiso de los herederos legales sobre quienes recaen dichos derechos. Siendo El Espectador la cuna de esos primeros cuentos que despertaron el interés nacional hacia Gabo, aprovechamos estas páginas para que aparezca un alma caritativa que pueda indicarnos el camino correcto para que este cuento salga nuevamente a la luz pública después de 72 años de publicado.
Compartimos la presentación que se hace en el periódico sobre el entonces joven García Márquez y la impresión que causó el cuento, las cuales coinciden con los críticos literarios de su obra: “Este cuento por primera vez se da a la publicidad, constituye una de las mejores creaciones -si no la mejor- del insuperable cuentista Gabriel García Márquez, quien hace apenas unos meses dio a conocer la calidad de su mensaje literario a través de las páginas de “El Espectador”. García Márquez ha publicado ya algunos cuentos, entre otros, “Eva está dentro de su gato” y “El hombre que enterró su cadáver”, producciones indiscutibles dentro de su género y que traen al cuento colombiano materiales de la más asimilable tendencia Joyceana. Pero, aún de esta misma tendencia, García Márquez logra hacer cuento original, valiéndose de su portentosa imaginación, de su sensibilidad receptora de los más insospechados matices. El cuento se vuelca sobre las regiones del subconsciente, transidas de luminosas apariciones, de complejos oscuros y ancestrales; el pensamiento, la acción de determinado individuo, responde a esa maraña psicológica que se ha acumulado durante toda la vida y se revela en un momento de definitiva manifestación anímica. Existe un espacio y un tiempo que se cuenta por milésimas de segundos, dentro de las cuales introduce un certero análisis. Espacio, tiempo, tiempo, espacio. Joyce, Kafka y he ahí a García Márquez; poseedor de los más sutiles elementos; obediente al signo de su imaginación, a la diaria labor de la autocrítica.”
“El hombre que enterró su cadáver” anotan ahí, sin embargo, este no se encuentra dentro de los registros y puede quizá corresponder a “La tercera resignación”, o acaso otro cuento permanece oculto en los viejos periódicos de las destartaladas bibliotecas de viejo que ya pocos consultan. Diremos únicamente que el cuento perdido de Gabo tiene cierto parecido a “El drama del desencantado”, aunque mucho más extenso, contiene también elementos de “La tercera resignación”, la madre con el temor de la estrechez del ataúd nuevamente aparece aquí, entre líneas hay más carga psicológica, esperamos que dentro de poco sean los lectores quienes puedan hacer sus propios juicios.
La columna mencionada arriba de esta nota-
El País
Madrid –
España
11 de mayo de 1981
Como ánimas en pena
Hace ya muchos
años que oí contar por primera vez la historia del viejo jardinero que se
suicidó en Finca Vigía, la hermosa casa entre grandes árboles, en un suburbio
de La Habana, donde pasaba la mayor parte de su tiempo el escritor Ernest
Hemingway. Desde entonces la seguí oyendo muchas veces en numerosas versiones.
Según la más corriente, el jardinero tomó la determinación extrema después de
que el escritor decidió licenciarlo, porque se empeñaba en podar los árboles
contra su voluntad. Se esperaba que, en sus memorias, si las escribía, o en uno
cualquiera de sus escritos póstumos, Hemingway contara la versión real. Pero,
al parecer, no lo hizo. Todas las variaciones coinciden en que el jardinero,
que lo había sido desde antes de que el escritor comprara la casa, desapareció
de pronto sin explicación alguna. Al cabo de cuatro días, por las señales inequívocas
de las aves de rapiña, descubrieron el cadáver en el fondo de un pozo
artificial que abastecía de agua potable a Hemingway y a su esposa de entonces,
la bella Martha Gelhorm. Sin embargo, el escritor cubano Norberto Fuentes, que
ha hecho un escrutinio minucioso de la vida de Hemingway en La Habana, publicó
hace poco otra versión diferente y tal vez mejor fundada de aquella muerte tan
controvertida. Se la contó el antiguo mayordomo de la casa, y de acuerdo con
ella, el pozo del muerto no suministraba agua para beber, sino para nadar en la
piscina. Y a ésta, según contó el mayordomo, le echaban con frecuencia
pastillas desinfectantes, aunque tal vez no tantas para desinfectarla de un
muerto entero. En todo caso, la última versión desmiente la más antigua, que
era también la más literaria, y según la cual los esposos Hemingway habían
tomado el agua del ahogado durante tres días. Dicen que el escritor había
dicho: «La única diferencia que notamos era que el agua se había vuelto más
dulce».
Esta es una de
las tantas y tantas historias fascinantes -escritas o habladas- que se le
quedan a uno para siempre, más en el corazón que en la memoria, y de las cuales
está llena la vida de todo el mundo. Tal vez sean las ánimas en pena de la
literatura. Algunas son perlas legítimas de poesía que uno ha conocido al vuelo
sin registrar muy bien quién era el autor, porque nos parecía inolvidable, o
que habíamos oído contar sin preguntarnos a quien, y al cabo de cierto tiempo
ya no sabíamos a ciencia cierta si eran historias que soñamos. De todas ellas,
sin duda la más bella, y la más conocida, es la del ratoncito recién nacido que
se encontró con un murciélago al salir por primera vez de su cueva, y regresó
asombrado, gritando: «Madre, he visto un ángel». Otra, también de la vida real,
pero que supera por muchos cuerpos a la ficción, es la del radioaficionado de
Managua que, en el amanecer del 22 de diciembre de 1972, trató de comunicarse
con cualquier parte del mundo para informar que un terremoto había borrado a la
ciudad del mapa de la Tierra. Al cabo de una hora de explotar un cuadrante en
el que sólo se escuchaban los silbidos siderales, un compañero más realista que
él le convenció de desistir. «Es inútil», le dijo, «esto sucedió en todo el
mundo». Otra historia, tan verídica como las anteriores, la padeció la orquesta
sinfónica de París, que hace unos diez años estuvo a punto de liquidarse por un
inconveniente que no se le ocurrió a Franz Kafka: el edificio que se le había
asignado para ensayar sólo tenía un ascensor hidráulico para cuatro personas,
de modo que los ochenta músicos empezaban a subir a las ocho de la mañana, y
cuatro horas después, cuando todos habían acabado de subir, tenían que bajar de
nuevo para almorzar.
Entre los
cuentos escritos que lo deslumbran a uno desde la primera lectura, y que uno
vuelve a leer cada vez que puede, el primero para mi gusto es La pata
de mono, de W. W. Jacobs. Sólo recuerdo dos cuentos que me parecen
perfectos: ése, y El caso del doctor Valdemar, de Edgar Allan
Poe. Sin embargo, mientras de este último escritor se puede identificar hasta
la calidad de sus ropas privadas, del primero es muy poco lo que se sabe. No
conozco muchos eruditos que puedan decir lo que significan sus iniciales
repetidas sin consultarlo una vez más en la enciclopedia. como yo lo acabo de
hacer: William Wymark. Había nacido en Londres, donde murió en 1943, a la
modesta edad de ochenta años, y sus obras completas en dieciocho volúmenes
-aunque la enciclopedia no lo diga- ocupan 64 centímetros de una biblioteca.
Pero su gloria se sustenta completa en una obra maestra de cinco páginas.
Por último, me
gustaría recordar -y sé que algún lector caritativo me lo va a decir en los
próximos días-, quiénes son. los autores de dos cuentos que alborotaron a fondo
la fiebre literaria de mi juventud. El primero es el drama del desencantado que
se arrojó a la calle desde un décimo piso, y a medida que caía iba viendo a
través de las ventanas la intimidad de sus vecinos, las pequeñas tragedias
domésticas, los amores furtivos, los breves instantes de felicidad, cuyas noticias
no habían llegado nunca hasta la escalera común, de modo que en el instante de
reventarse contra el pavimento de la calle había cambiado por completo su
concepción del mundo, y había llegado a la conclusión de que aquella vida que
abandonaba para siempre por la puerta falsa valía la pena de ser vivida. El
otro cuento es el de dos exploradores que lograron refugiarse en una cabaña
abandonada, después de haber vivido tres angustiosos días extraviados en la
nieve. Al cabo de otros tres días, uno de ellos murió. El sobreviviente excavó
una fosa en la nieve, a unos cien metros de la cabaña, y sepultó el cadáver. Al
día siguiente, sin embargo, al despertar de su primer sueño apacible, lo
encontró otra vez dentro de la casa, muerto y petrificado por el hielo, pero
sentado como un visitante formal frente a su cama. Lo sepultó de nuevo, tal vez
en una tumba más distante, pero al despertar al día siguiente volvió a
encontrarlo sentado frente a su cama. Entonces perdió la razón. Por el diario
que había llevado hasta entonces se pudo conocer la verdad de su historia.
Entre las muchas explicaciones que trataron de darse al enigma, una parecía ser
la más verosímil: el sobreviviente se había sentido tan afectado por su soledad
que él mismo desenterraba dormido el cadáver que enterraba despierto.
La historia que
más me ha impresionado en mi vida, la más brutal y al mismo tiempo la más
humana, se la contaron a Ricardo Muñoz Suay en 1947, cuando estaba preso en la cárcel
de Ocaña, provincia de Toledo, España. Es la historia real de un prisionero
republicano que fue fusilado en los primeros días de la guerra civil en la
prisión de Avila. El pelotón de fusilamiento lo sacó de su celda en un amanecer
glacial, y todos tuvieron que atravesar a pie un campo nevado para llegar al
sitio de la ejecución. Los guardias civiles estaban bien protegidos del frío
con capas, guantes y tricornios, pero aun así tiritaban a través del yermo
helado. El pobre prisionero, que sólo llevaba una chaqueta de lana
deshilachada, no hacía más que frotarse el cuerpo casi petrificado, mientras se
lamentaba en voz alta del frío mortal. A un cierto momento, el comandante del
pelotón, exasperado con los lamentos, le gritó:
-Coño, acaba ya
de hacerte el mártir con el cabrón frío. Piensa en nosotros, que tenemos que
regresar.
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