6 de octubre de 2015

MEMORABILIA GGM 825



EL HERALDO
Barranquilla – Colombia
6 de Octubre de 2015

Cepeda Samudio,
recordado por sus amigos
en el Festival GGM
En el penúltimo coloquio del evento, que se clausuró anoche, en Medellín, los periodistas Daniel Samper Pizano, Enrique Santos Calderón y Juan José Hoyos hablaron sobre el escritor.

Por: Andrea Jiménez Jiménez

Álvaro Cepeda Samudio, con The New York Times en mano, recibe –o da– de Gabriel García Márquez la ‘chispa de la vida’ de genio a genio. Dedo a dedo, falanges que se señalan en el aire, recrean una versión Caribe de la renacentista Creación de Adán, obra de Miguel Ángel que corona la bóveda de la Capilla Sixtina. Gabo, recién llegado de Barcelona, va en busca de su amigo, quien viene volando desde Nueva York. Ambos, parados exactamente así, en ese cuadro, reversionan la clásica pintura en una foto que tiene todo de encanto. Es el aeropuerto Ernesto Cortissoz de Barranquilla el que hace las veces de templo del arte. Es una Capilla Sixtina momentánea para un Dios y un Adán difícilmente identificables. Nadie sabe quién juega de Creador.


Enrique Santos Calderón, Juan José Hoyos y Daniel Samper Pizano, durante la charla. Foto: Andrea Jiménez

Por lo menos no lo logra descifrar Daniel Samper Pizano, periodista y amigo de ese par de personajes que poblaron el Grupo de Barranquilla, el encargado de encontrar la metáfora en un retrato en blanco y negro que, literalmente, hizo las veces de telón de fondo en el coloquio ‘Álvaro Cepeda Samudio, periodista’, enmarcado en la franja llamada ‘Obsesiones de Gabo’, en el festival que lleva el nombre del Nobel y que se clausuró anoche, en Medellín.

Los periodistas colombianos Juan José Hoyos y Enrique Santos Calderón acompañaron a Samper en el conversatorio, que tuvo lugar en Plaza Mayor. El “hombre tocado por el fuego”, como lo definiera Hoyos, hizo periodismo, literatura, cine y publicidad. Antes de los 16 años, había escrito un reportaje sobre el Río Magdalena que fue rescatado del olvido por el escritor y crítico francés Jacques Gillard, una brillantez –según sus amigos– que reclamaba aplausos para el Cepeda periodista. Tan lúcido como el de La casa grande o Los cuentos de Juana, sus obras de ficción más conocidas.

“Álvaro Cepeda era un mamagallista. Él y Gabo fueron los que mejor entendieron el mamagallismo”, decretó Samper Pizano, encargado de recordar cómo el íntimo amigo del Nobel, mordaz con aquellos que demostraban eufórico patriotismo, se enferma un 20 de julio y muere un 12 de octubre, en un acto burlesco por sí mismo. Lo despidieron “en un entierro que parecía diseñado por él, para jodernos a todos”. Como el féretro venía proveniente de Nueva York, ciudad en la que falleció de leucemia a los 46 años, “era muy grande y no había carro fúnebre donde cupiera. Al final, tocó alquilar un camión”.

Cepeda Samudio, “que era la desmesura, irresistible”, pintado en palabras de Santos Calderón, dirigió el Diario del Caribe en su carrera periodística, luego de haber ejercido como columnista del periódico EL HERALDO. Siendo reportero, directivo, o lo que fuera, hubo una norma que nunca olvidó: que la “parranda era posible con el cumplimiento del oficio”, según Samper. “Abría el grill o el cabaret y lo cerraba. Llegaba a la casa a las cuatro de la mañana, y a las 7 a.m. estaba abriendo el periódico”.

Se dedicaba a “burlarse de la solemnidad. Vivía la vida como si no hubiera mañana”, afirmó Santos Calderón, quien debió confesar, además, que “no he conocido una persona con más éxito con las mujeres que Álvaro Cepeda. Todas las gringas del puerto de La Paz habían pasado por sus manos”.

Su fama de seductor era innegable, y con esas habladurías ha tenido que lidiar su viuda Tita Cepeda, quien no logró asistir al evento. “Mucho se ha hablado de Álvaro y las mujeres. Ya es hora de que hablen de su obra”, la citó Hoyos, en una exhortación a descubrir la genialidad aún no explotada de “quien todo lo vivió intensamente, todo lo gozaba y todo lo discutía”.

Si en su legado artístico y periodístico queda mucho por repasar, la persona que fue Cepeda también deja tareas. “Lo que más me impresionó de Álvaro fue su dimensión humana. Esa genialidad creativa y destructora”, diría Santos para hablar del ser desbordante que siempre caminaba con un cigarrillo en la mano, calzando chancletas y soltando carcajadas. “El que le tiene miedo al exceso, no conocerá la sabiduría”, repetía.

Junto a Gabo, en el sofá de su casa, jugaban a cambiar la historia de sus vidas. De ahí la confusión que genera el lugar de nacimiento de Cepeda Samudio, quien, una noche pasado de tragos con García Márquez, decidió que ya no habría nacido en Ciénaga, Magdalena, sino en Barranquilla, así como el Nobel dejaba de ser cataquero para haber sido parido en Riohacha. Así se lo contó la viuda Tita a Juan José Hoyos.

“Álvaro y Gabo fueron los mejores amigos. Estaban mutuamente obsesionados el uno con el otro”, remató Santos, dejando zanjado el asunto de Dios y Adán, en esa nueva Creación. Cada uno, en la vida del otro, fue una especie de fuerza motriz que contribuyó a robustecer sus genios individuales. “Estos locos se ponían a tomar trago en La Tiendecita y a sacar ideas. Alguno lo escribía”, relató Samper Pizano, en un principio básico para entenderlos: hay tanto de uno en el otro que, para conocerlos a cabalidad por separado, es necesario unir sus vidas y sus obras. Fueron un todo.

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EL MUNDO
Madrid – España
4 de octubre de 2015

Dos fabuladores de Macondo en NYC

Por Alberto Salcedo Ramos
    @SalcedoRamos

Le digo a Jaime García Márquez que en las zonas rurales del Caribe colombiano el interés por las narraciones surgió, en parte, como consecuencia del atraso económico. Faltaban vías terrestres, hospitales, sitios de recreación. Muchos pueblos ni siquiera tenían servicio de energía.

Tal y como lo escribió Gabriel, célebre hermano mayor de Jaime, «el mundo era tan reciente que muchas cosas carecían de nombre, y para mencionarlas había que señalarlas con el dedo».

En aquellos pueblos que parecían recién salidos de la génesis bíblica había demasiadas incomodidades. Para combatirlas se apelaba a la oralidad. Al contar historias cada noche en sus terrazas, los habitantes sobrevivían a las tinieblas y a los zancudos.

Jaime asiente con la cabeza. Luego dice que la pobreza estimula la inventiva, como sucedió en su familia.

–En casa usábamos los libros para resolver ciertas carencias. Leer era como viajar o como tener juguetes.

Gabriel y Jaime nacieron en dos pueblos del Caribe distantes entre sí: Aracataca y Sucre. Lo único en común que tenían esos lugares era, justamente, el atraso. El progreso entró a aquella comarca a través de la fábula. La luz eléctrica, el hielo y el cine, por ejemplo, existieron primero en el Macondo imaginario de Gabriel que en muchos lugares reales de la región.

En Historia de un deicidio, Mario Vargas Llosa se pregunta qué hacen los habitantes de Macondo para combatir el atraso. Él mismo se responde: «Pues, soñar, fantasear, inventar. La más ilustre y la más antigua de las tareas humanas: imaginar, partiendo de este mundo, otro más original, más bello, más perfecto, y, mediante un movimiento de la sensibilidad y de la mente, trasladarse allí a vivir mejor».

Jaime sonríe, dice que tiene una historia para confirmar el argumento de Vargas Llosa.

–Una noche Gabito me invitó a una cena que tenía con Woody Allen en Nueva York.

En la velada se habló de cultura popular y de técnicas de narración. Woody Allen tocó su clarinete, Gabito citó a algunos trovadores del Caribe colombiano. Terminada la cena, Gabriel le sugirió a su hermano dar un paseo por el sector. Atravesaron calles arborizadas, vieron luces de neón.

–De pronto Gabito me preguntó qué es cultura para mí. Yo le dije que cultura es la respuesta que el hombre da a lo que le ofrece su medio. Cultura es la huella que dejamos en la tierra.

Gabriel estuvo de acuerdo.

Cuando pasaban por el puente de Brooklyn se detuvieron. Gabriel dijo algo elogioso sobre la arquitectura y luego intentó recordar las películas donde aparecía ese puente. Entonces soltó otra pregunta.

–Tú, que eres ingeniero, Jaime, ¿no crees que este puente es una maravilla?

Jaime respondió que sí. En todo caso –añadió–, es fácil hacer puentes cuando se tienen dinero y materiales de construcción. Lo difícil es imaginarlos donde nunca se han visto. A un fabulador capaz de crear personajes que levitan entre sus sábanas no debería sorprenderle ninguna hazaña de la ingeniería.

–Ellos han podido labrar su progreso, Gabito. A nosotros nos tocó inventárnoslo.

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EL TIEMPO
Bogotá – Colombia
4 de octubre de 2015

Columna de opinión

El libro de Alfonso
Alfonso Fuenmayor cuenta anécdotas valiosas y retrata con buena pluma a sus amigos creativos. Y, al hacerlo, nos da una prueba fehaciente de su existencia como grupo.

Por Heriberto Fiorillo

El Grupo de Barranquilla existió. No fue, por supuesto, una entidad con miembros formales que pasaban lista y escuchaban ponencias sobre temas literarios y artísticos. El Grupo de Barranquilla fue, en esencia, una cofradía de amigos creativos que se reunían con cierta frecuencia, a conversar y a beber desde ron blanco hasta leche y que influyeron en las obras del uno y del otro y nos dejaron una gran lección de amistad.

Hay, sin embargo, pruebas irrefutables de su existencia como grupo. La primera es la interesante revista Crónica, que salió a la calle en más de sesenta ocasiones, a principios de los años 50, bajo la dirección de Alfonso Fuenmayor, la jefatura de redacción de Gabriel García Márquez, con Alejandro Obregón, Orlando Rivera, Germán Vargas y Álvaro Cepeda Samudio como miembros activos en su bandera de arte y redacción.

La segunda es la película La langosta azul, de 29 minutos de duración, filmada en La Playa y dirigida, si uno les cree a sus créditos, por Cepeda Samudio, Luis Vicens, Enrique Grau y García Márquez, con Nereo López y Cecilia Porras como protagonistas. La tercera es el cuadro de Juan Antonio Roda, pintado en 1957 y titulado Los amigos, un retrato de Alfonso Fuenmayor, Álvaro Cepeda, Alejandro Obregón, Germán Vargas y Julio Mario Santo Domingo o Nereo López, comiendo y bebiendo en La Cueva.

La cuarta es una caricatura de Orlando ‘Figurita’ Rivera, dibujada a fines de los 50, en la que se asoman Ramón Vinyes, Cepeda Samudio, García Márquez, Alejandro Obregón, Roberto Prieto o Enrique Grau, José Félix y Alfonso Fuenmayor. La caricatura es portada de la reedición que acaba de hacer Ediciones La Cueva del libro Crónicas sobre el Grupo de Barranquilla, escrito por Alfonso Fuenmayor.

Para Alfonso, como escribimos, el buen periodismo pertenecía a la literatura. O mejor, la literatura pertenecía a la crónica, como género narrativo. “No es posible –dijo– que pueda darse un buen periodista sin una base literaria, sin un conocimiento de la prosa, sin un manejo fácil del idioma. De manera que a mí nunca se me ha dado por coger una actividad y dejar la otra”.

Alfonso nunca escribió novelas, pero dejó traspapelados algunos cuentos en sus gavetas. A pedido de Carmen Balcells, la recién fallecida agente literaria de García Márquez, Vargas Llosa, Julio Cortázar y otros del llamado boom latinoamericano, Fuenmayor escribió a fines de los setenta sus famosas trece crónicas sobre el grupo barranquillero, publicadas en Diario del Caribe, reproducidas por El Espectador y galardonadas con el Premio Nacional de Periodismo Simón Bolívar. Trece crónicas que en la reedición de La Cueva son catorce porque se incluye, con mucho gusto y a manera de prólogo, otra que el mismo Fuenmayor escribió en 1988 sobre aquellas primeras trece.

En su libro, Alfonso habla de los orígenes de su combo de amigos. “...el grupo empezó a formarse allá en mil novecientos cuarenta y tantos. Latente y subrepticio, ‘funcionaba’ teniendo como cabezas cimeras a Ramón Vinyes y a José Félix Fuenmayor, quienes por una misteriosa coincidencia habían nacido un mismo año, el primero en Barcelona, España, y el otro en Barranquilla”.

Alfonso, que poseía un conocimiento profundo de los clásicos griegos y latinos, conoció a Gabriel García Márquez en 1949 y se convirtió –hasta su muerte en 1994– en su consultor y compinche más cercano.

En su libro, Alfonso retrata con buena pluma y cuenta anécdotas valiosas de Gabo, Vinyes, José Félix, Álvaro Cepeda, Orlando Rivera, Alejandro Obregón y Julio Mario Santo Domingo, entre otros. Y, al hacerlo, nos da una quinta y fehaciente prueba de la inobjetable existencia del grupo.

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