16 de marzo de 2015

MEMORABILIA GGM 802

EL ESPECTADOR
Bogotá – Colombia
12 de marzo de 2015

Revisión a su etapa de crítico en El Espectador

Cuando la vida de Gabo era de película
El Festival Internacional de Cine de Cartagena de Indias le rinde homenaje póstumo a García Márquez con la retrospectiva “Gabo. Las películas de mi vida”.

Por: Nelson Fredy Padilla
Editor de El Espectador

En 1960, cuando se creó el Festival Internacional de Cine de Cartagena de Indias, Gabriel García Márquez ya había visto tantas películas, había escrito tantas reseñas y había estudiado en el Centro Experimental de Cinematografía en Roma que era un experto en el séptimo arte. Esta semana, 55 años después, el FICCI le rinde homenaje al nobel de Literatura con la retrospectiva “Gabo. Las películas de mi vida”.

Para entender cuánto influyó el cine en su obra literaria hay que releer los artículos semanales publicados entre 1950 y 1955 como periodista de El Espectador. Sabemos que lo descubrió de la mano de su abuelo Nicolás Márquez y prueba de ello está en la casa museo de Aracataca: dos destartalados proyectores con los que el “emigrado italiano” Antonio Daconte (Pietro Crespi en ‘Cien años de soledad’) les enseñó el milagro del cine mudo. Que no faltaba al cine matiné de los domingos en Barranquilla. Que por 25 centavos veía dos películas. Que así descubrió a Chaplin, a Welles, a Fellini, a De Sica, a Bergman, especialmente a Bergman. Que empezó a soñar con personajes tipo Humphrey Bogard y Cary Grant; con Alvie Singer en ‘Annie Hall’ “cuando decía que los humanos nos dividimos entre los miserables y los horribles”. Que ese gusto lo imprimió primero en las “jirafas” que publicaba en el periódico El Heraldo.
Foto: Archivo El Espectador Acapulco, México, 1965: Gabriel García Márquez (con gafas, sentado) con sus amigos de cine. Luis Buñuel está a su derecha.

Pero no muchos recuerdan que esa semilla de cinéfilo la cultivó en El Espectador como redactor de la columna “El cine en Bogotá. Los estrenos de la semana”. Él recordaba esa etapa así: “Otra realidad bien distinta me forzó a ser crítico de cine. Nunca se me había ocurrido que pudiera serlo, pero en el teatro Olympia de don Antonio Daconte en Aracataca y luego en la escuela ambulante de Álvaro Cepeda había vislumbrado los elementos de base para escribir notas de orientación cinematográfica con un criterio más útil que el usual hasta entonces en Colombia. Ernesto Volkening, un gran escritor y crítico literario alemán radicado en Bogotá desde la guerra mundial, transmitía por la Radio Nacional un comentario sobre películas de estreno, pero estaba limitado a un auditorio de especialistas. Había otros comentaristas excelentes pero ocasionales en torno del librero catalán Luis Vicens, radicado en Bogotá desde la guerra española. Fue él quien fundó el primer cineclub en complicidad con el pintor Enrique Grau y el crítico Hernando Salcedo, y con la diligencia de la periodista Gloria Valencia de Castaño Castillo, que tuvo la credencial número uno. Había en el país un público inmenso de las grandes películas de acción y los dramas de lágrimas, pero el cine de calidad estaba circunscrito a los aficionados cultos y los exhibidores se arriesgaban cada vez menos con películas que duraban tres días en cartel. Rescatar un público nuevo de esa muchedumbre sin rostro requería una pedagogía difícil pero posible para promover una clientela accesible a las películas de calidad y ayudar a los exhibidores que querían pero no lograban financiarlas. El inconveniente mayor era que éstos mantenían sobre la prensa la amenaza de suspender los anuncios de cine que eran un ingreso sustancial para los periódicos como represalia por la crítica adversa. El Espectador fue el primero que asumió el riesgo, y me encomendó la tarea de comentar los estrenos de la semana más como una cartilla elemental para aficionados que como un alarde pontificial… Álvaro Cepeda me despertó a las seis de la mañana desde Barranquilla cuando se enteró de mi audacia. ¡Cómo se le ocurre criticar películas sin permiso mío, carajo!, me gritó muerto de risa en el teléfono -¡Con lo bruto que es usted para el cine!”.

No era fácil estar al tanto del cine de vanguardia y para ello contaba con amigos bien informados: “Otro refugio frecuente después de las funciones del cineclub eran las veladas de medianoche en el apartamento de Luis Vicens y su esposa Nancy, a pocas cuadras de El Espectador. Él, colaborador de Marcel Colin Reval, jefe de redacción de la revista ‘Cinématographie française’ en París, había cambiado sus sueños de cine por el buen oficio de librero en Colombia, a causa de las guerras de Europa… sus veladas se improvisaban después de los grandes estrenos de cine en un departamento atiborrado con una mezcla de todas las artes, donde no cabía un cuadro más de los pintores primerizos de Colombia, algunos de los cuales serían famosos en el mundo”.

Quien mejor estudió al primer Gabo cinéfilo fue el investigador francés Jacques Gilard, quien en el prólogo de ‘Obra periodística 2. Entre cachacos (1954-1955)’, de Editorial Diana, dijo: “cuando se escriba una historia del cine En Colombia, la labor de García Márquez merecerá un capítulo aparte, no por unas realizaciones que nunca tuvo tiempo de llevas a cabo, sino por su labor de crítico de cine”. Fue la época del rodaje de “La langosta azul” de Álvaro Cepeda Samudio. El naciente escritor escribía en Bogotá casi siempre a favor del cine europeo y en contra del creciente mercantilismo de Hollywood al que consideraba alienante y sobreactuado por armar “tempestades a bordo de una bañadera”. Entre cinta y cinta, le dedicaba más espacio a producciones que lo apasionaron como “Ladrones de bicicletas”, por su autenticidad humana y su método parecido a la vida.

A ojos del humanista francés, esto resulta fundamental en la formación de la mirada estética de García Márquez, las imágenes se fundieron con la literatura para configurar su concepción del mundo. Por ejemplo, veía “Intruso en el polvo” y la propuesta narrativa basada en una novela de William Faulkner. Todo esto por consejo de su compinche Cepeda. Las inquietudes que le surgían las absolvía con libros prestados por el catalán Vicens, sobre todo la francesa “Historia general del cine”, así como revistas europeas. Esas lecturas las filtraba en sus comentarios semanales cuando necesitaba hablar de “nuevas tendencias”, “idioma y sintáxis cinematográficos” o de movimientos concretos tan lejanos como el de los expresionistas soviéticos. De ahí se agarraba para decir que el cine italiano era “el más malo”, que el alemán tenía futuro, que el brasileño estaba por encima del argentino, que la depuración del japonés la simbolizaba “Rashomon” de Akira Kurosawa.

Bien dice Gilard que por cuenta de esa disciplina empezó a construir el punto de vista, la sicología y “las maneras de contar el cuento” (como lo repetía en su escuela cubana de cine en San Antonio de los Baños) que luego plasmaría en ‘La hojarasca’ y ‘El coronel no tiene quien le escriba’, el embrión de la llamada mitología macondiana. Los textos tienen las fallas de un aprendiz de periodista y de crítico, pero evidencian una obsesión por la creación en Colombia de “un cine nacional” y de un público culto. Esas crónicas, según Gilard, tal vez no aporten mucho al conjunto de la prosa garciamarquiana pero sí son documentos valiosísimos para entender su proceso creativo.

Entre los lectores de los sábados. G. G. M., como firmaba, fue creando una audiencia que influyó tanto en la asistencia a los teatros que tuvo que enfrentar las quejas de los empresarios que consideraban perjudiciales sus comentarios. Lo defendía en las páginas editoriales Eduardo Zalamea Borda, “Ulises”, diciendo: “la crítica cinematográfica no se hace con la intención de amedrentar al público, ni para perjudicar a nadie, sino para educar al público”. Lograron demostrar que faltaban en Colombia expertos exigentes en cine, literatura y todas las artes.

“El cine en Bogotá” no sólo era para hablar de “la apabullante astucia narrativa de Hitchcock” en ‘La llamada fatal’, también era una tribuna para hablar de “la penetración cultural e ideológica norteamericana”, “los estragos morales de la guerra de Corea” o de “los impuestos nacionales”. Dedicaba tiempo a debates que vislumbraban el cine de hoy en el caso del uso de “la incómoda y necia condición de los anteojos polaroid”, necesarios para ver “el cine en relieve”. Gilard no duda al afirmar que entre 1950 y 1954 el cine hace de Gabo un mejor narrador, deja listo a un escritor con mejor perspectiva universal. Así, ‘El coronel no tiene quien le escriba’ le debe mucho al filme italiano ‘Umberto D’ e ‘Hiroshima’ le hizo entender tanto sobre el infierno como Dante con ‘La divina comedia’. Véanse ‘Lo funerales de la Mamá Grande’ o ‘La Mala Hora’. El factor sobrenatural en ‘Ladrones de bicicletas’ germinó de alguna forma en el realismo mágico de ‘Cien años de soledad’, calificada por el poeta y director de cine italiano Pier Paolo Pasolini en la revista ‘Tiempo’ como “la novela de un guionista”.

En los 60 vendría su valiosa etapa en el cine mexicano, la influencia de directores y amigos europeos como Luis Buñuel hasta conocer a Coppola en Leningrado luego del Festival de Moscú, en una cena con su hijo Rodrigo –quien entonces sólo era chef y ahora cerrará el FICCI 55 con su filme ‘Últimos Días en el desierto’ -. Y muchos personajes más, casi siempre en Cuba con la complicidad de Fidel Castro, al que Gabo llamaba “el cineasta menos conocido del mundo”, hasta redondear su “filmografía personal” conociendo a Woody Allen en Nueva York en una particular noche de julio de 1991. Con Buñuel, director de ‘Los olvidados’, compartieron el miedo a la desmemoria. Qué mejor motivo para recordar la primerísima etapa de la película de la vida de Gabo.

Las nueve películas de la vida de Gabo, según el FICCI 55

* El ladrón de bicicletas, de Vittorio De Sica (Italia, 1948)
* Rashomon, de Akira Kurosawa (Japón, 1950)
* 2001, Odisea del espacio, de Stanley Kubrick (EE.UU., Reino Unido, 1968)
* El General de La Rovere, de Roberto Rossellini (Italia, Francia, 1959)
* Manos peligrosas, de Samuel Fuller (EE.UU., 1953)
* Una historia inmortal, de Orson Welles (Francia, 1968)
* El hombre en la Torre Eiffel, de Burgess Meredith (EE.UU., Francia, 1949)
* Jules y Jim, de Francois Truffaut (Francia, 1962)
* El retrato de Jennie, de William Dieterle (EE.UU., 1948)

** ** **

EL ESPECTADOR
Bogotá – Colombia
9 de junio de 2012

Cultura

La película de Woody Allen y García Márquez
Una cena y un concierto inolvidables en Nueva York
La historia inédita detrás de la nominación que hizo el director de cine estadounidense para que el Premio Príncipe de Asturias de las Letras 2012 le fuera concedido al Nobel colombiano.

Por: Nelson Fredy Padilla

 
La película de Woody Allen y García Márquez La clásica postal del director de cine Woody Allen y su clarinete, durante los conciertos de jazz de los lunes en Nueva York. / EFE

Un lamento persistente de Gabriel García Márquez es que los estadounidenses “perdieron el sentido del misterio” instaurado por Edgar Allan Poe. Sin embargo, entre aquellos que conoce, Woody Allen y Bill Clinton rescatan ese espíritu, en parte porque “con cualquier gringo no se puede hablar en una misma noche de literatura, cine, música y mujeres”.

El apunte me lo hizo en enero de 1999, en la revista Cambio, mientras planeaba el famoso reportaje sobre Clinton, El amante inconcluso, sin pasar por alto que los dos lo conmovieron con su talento musical, el político con el saxofón y el cineasta con el clarinete. Sus encuentros con el expresidente de EE. UU. son conocidos, no su historia con Allen, apenas reseñada en Una vida, la biografía escrita por el británico Gerald Martin: Gabo “movió todas las teclas a su alcance para trabar relación con cineastas norteamericanos progresistas como Francis Ford Coppola, Robert Redford y Woody Allen”.

La primera vez que oí hablar de la noche de julio de 1991 en que se conocieron el hijo del telegrafista de Aracataca y el hijo de un joyero de Brooklyn que fabricaba pececitos de oro y llegó a ser taxista, fue de boca de Eligio García Márquez, Yiyo, el hermano autor de Tras las claves de Melquíades, quien a mediados de los 90, también en la revista Cambio, me comentó detalles del preámbulo, del día en que el Nobel y el múltiple ganador del Óscar se conocieron.

De la velada luego me contó en Cartagena Jaime García Márquez, directivo de la Fundación Nuevo Periodismo Iberoamericano, con quien esta semana volví sobre el tema, a propósito de que Allen nominó a Gabo al Premio Príncipe de Asturias de las Letras, concedido el miércoles al estadounidense Philip Roth.

Hay dos días inolvidables en la vida de Jaime: “Cuando a los 9 años llegué a Magangué y cuando fui a Nueva York a conocer a Woody Allen por invitación de Gabito”. Según la versión de Yiyo, ya fallecido, los contactos en Nueva York del escritor y su hijo Rodrigo, entonces cineasta en potencia con 32 años de edad y hoy reconocido director en Hollywood, prepararon el cruce de caminos con semanas de antelación y con anuencia de los dos personajes. El uno había visto casi todas las películas del otro y el otro había leído casi todos los libros del uno.

Jaime se enteró quince días antes, cuando su hermano lo llamó desde México a Cartagena para decirle que tenía un remedio infalible para “tu miedo atávico a volar en avión”. “¡Te invito con tu mujer a que conozcas Nueva York y a Woody Allen!”. Los dos hermanos son amantes de las películas y del humor sarcástico del pequeño hombre de la gran pantalla, al que Gabo le encontró cierto parecido con Sartre -“ese hombrecillo tímido y feo, con cara de niño precoz”- y al que admira por sus guiones certeros. “Gabito es un experto —asegura Jaime—. Yo no soy experto en nada, pero sí un hincha furibundo de Woody”.

Se tomó unos tragos para inhibir la cobardía y volaron a la Gran Manzana sin novedad. Se hospedaron en el hotel preferido del novelista, el francés Plaza Athénée. Jaime y su esposa Margarita estaban preocupados por la etiqueta, pero les avisaron que podían ir con ropa de verano. Los hombres fueron de guayabera blanca. En el Michael’s Pub, en el 21 de la avenida 55, imperó la amabilidad del anfitrión, que los recibió en mangas de camiseta en medio de turistas de todo el mundo que asistían a sus conciertos de jazz de los lunes. Ahora los hace en el café del Hotel Carlyle.

“Woody Allen en persona, tal y como uno lo ve en las películas, nos esperaba en la mejor mesa reservada. Llegamos Gabito, su esposa Mercedes, su hijo Rodrigo, quien esa noche hizo de traductor, y nosotros. Nos saludó muy contento y anunció a la gente del lugar que había llegado el colombiano Gabriel García Márquez, Premio Nobel de Literatura. Todo mundo aplaudió”.

A Margarita le gustó la informalidad de Allen, que los hizo acomodar, luego corrió una silla y se sentó entre Gabo y Rodrigo. Empezó hablando del calor y la humedad insoportables de julio en Nueva York —es propicio uno de sus chistes clásicos: “Si me dan a escoger entre Dios y el aire acondicionado, me quedo con el aire”—. En cambio Gabo no podría vivir en Nueva York porque más que el clima, la ciudad le resulta “abrumadora”. Allen había decidido no escapar de allí porque le tiene miedo a los aviones. Todos rieron y los García Márquez lo pusieron al tanto de que sufren con el mismo resabio.

“Aunque no pude captarlo directamente, porque no hablo inglés -dice Jaime-, los temas de conversación fueron películas y libros. Era evidente que conocían sus obras mutuas”. Llamé a Rodrigo García Barcha para tener su versión de aquella velada también trascendental para él -como lo fue una cena con Coppola y su papá luego del Festival de Cine de Moscú, en Leningrado, preparada por él cuando sólo era un chef graduado en París-, pero no lo encontré y por correo electrónico tampoco ha respondido. Él, formado en el American Film Institute de Los Ángeles, debió recorrer la filmografía de Allen. ¿Hablaron de Todo lo que siempre quiso saber sobre el sexo pero nunca se atrevió a preguntar? ¿De por qué representó a un espermatozoide? ¿Del orgasmatrón? ¿Melquíades y el último Aureliano de Cien años de soledad, con cola de cerdo, bien podrían ser personajes suyos? ¿De Fidel Castro, a quien Gabo llama “el cineasta menos conocido del mundo”? En Bananas Allen hace una sátira de su dictadura, se vale de una parodia de El acorazado Potemkin y la revolución se impone. ¿De Alvie Singer, el personaje que encarnó en Annie Hall, el filme con el que ganó cuatro Óscares en 1977? “Los humanos nos dividimos en los miserables y los horribles”, dice en la cinta. Allen se burla de su propia obra: “¡Ustedes no se dan cuenta de la idea maravillosa que tenía y de cómo la arruiné!”.

Jaime recuerda Manhattan, como la recordaba Yiyo, una de las películas que más los impactaron. Como era de esperarse, la formación de García Márquez y la de Allen son coincidentes desde la infancia. Uno yendo de la mano de su abuelo Nicolás al cine en Aracataca, luego al matiné de los domingos en Barranquilla por 35 centavos; el otro viendo dos películas al día por 25 centavos, 12 o 14 a la semana, en Brooklyn; los dos descubriendo el gran cine gracias a Chaplin, a Welles, a Bergman, a Fellini, a De Sica, sobre todo gracias a Bergman; aprendiendo a “manipular la realidad”, al decir de Allen. Uno obnubilado por El ciudadano Kane, el otro por Ladrón de bicicletas. Luego confluyen en “la astucia narrativa” de Hitchcock, en Antonioni. Buñuel, amigo y maestro de Gabo, resultó ser un intenso punto de encuentro; Kurosawa también. -Rodrigo sumaría a esta lista a Truffaut-. Se identifican más con el cine europeo y son críticos del afán comercial de Hollywood, por algo los dos han sido jurados del Festival de Cannes y declarados amigos de Barcelona y de los cines de Sarrià.

Creyendo que iba a ser director, García Márquez estudió en Roma en Cinecittá y regresó a Colombia como pionero de la crítica de cine. En las páginas de El Espectador publicó 75 de ellas entre 1954 y 1955. Pero no fue la moviola la que lo realizó sino una máquina de escribir. Como se sabe, su vida de cinéfilo le ha deparado más frustraciones que alegrías.

En literatura las sorpresas son mayores: Allen cita a Borges y pronuncia el apellido como si supiera español. Lo admira tanto como a Shakespeare, hasta el punto de hacer parte de fundaciones que promueven la obra y honran la memoria del argentino. Concuerdan en valorar la obra del poeta y cantante uruguayo Alfredo Zitarrosa, del que el estadounidense tiene varios discos. Woody tiene talento literario: como Gabo, ha escrito en las páginas de The New Yorker. Pura anarquía se llama su libro de ensayos irónicos, cínicos, humorísticos. The Insanity Defense (En defensa de la demencia) recoge toda su prosa.

Jaime recuerda que “Gabito entendía lo que Woody le decía, pero le respondía en español y Rodrigo le explicaba en inglés. Mercedes también participaba feliz. Nosotros estábamos ensimismados viéndolo, nos parecía mentira”.

También busqué al escritor y periodista español Juan Cruz para que él, como jurado del Premio Príncipe de Asturias, me diera los términos en los que Allen nominó a Gabo y su opinión de ese gesto, pero no ha respondido. En Oviedo se rumora que Allen dijo en privado que le parece una injusticia que él haya ganado el mismo premio a las Artes en 2002 y que el de Letras no se lo hayan dado a su admirado amigo, tal vez porque una vez firmó una carta pública de protesta contra España. Por eso insistirá en la nominación mientras Gabo y él estén vivos.

Año 91: llegaron las bebidas frías y el momento culminante del encuentro. Allen sacó el clarinete y se fue a tocar con sus amigos de banda, los mismos con los que ahora se arriesga a recorrer Europa. Los García quedaron impresionados con su talento y propiedad de interpretación: “Cierra los ojos, cruza la pierna y se roba el show, pero su gozo es tal que parece que está tocando sólo para él”. Margarita se fijó en el estuche del instrumento que dejó sobre la silla: “Estaba mandado a recoger”. Jaime codeó a su hermano y se lo mostró: “Deberíamos regalarle uno nuevo”. Gabo le respondió tajante: “¡Él prefiere ése!”. “Me hizo comprender —admite Jaime— que Woody tenía todo el dinero del mundo y no quería renovarlo. Haberle insinuado eso habría sido un insulto”.

Como el acordeón, el clarinete no le resultaba extraño al melómano García Márquez. Tampoco el jazz, porque fue influido por otro melómano llamado Julio Cortázar, el trompetista que escribió Rayuela al ritmo de la improvisación musical de Jelly Roll, que toca el piano y marca el compás con el zapato.

La fascinación de aquella noche resultó comparable a la que generaba ese instrumento entre los pueblerinos en La mala hora. “El clarinete de Pastor sonaba todos los días a las cinco, después de las cinco campanadas de las cinco; después del primer toque para misa, purificando con notas diáfanas y articuladas el aire cargado de porquería de palomas”. En El coronel no tiene quien le escriba el coronel se burla de su vejez diciendo “me estoy cuidando para venderme... ya estoy encargado por una fábrica de clarinetes”. En Memoria de mis putas tristes el anciano se refugia en la rapsodia para clarinete y orquesta de Wagner. El cubano Silvio Rodríguez le dedicó a Gabo una canción inspirada en un cuento de Pushkin titulada San Petersburgo, con un bello contrapunto de clarinete. Allen interpretó cuatro o cinco piezas y volvió a la mesa.

Recobró vigencia la frase del Nobel: “Lo único mejor que la música es hablar de ella”. Jaime superó la timidez y le dijo que lo admiraba mucho. “El tipo me dio las gracias. También es muy tímido, pero yo creo que es un genio”. Él rechaza el calificativo de genio: “Tal vez tengo algo de talento para divertir a la gente” —otro de sus chistes: “Más que vivir en los corazones de la gente, prefiero vivir en mi apartamento”—. Tampoco se considera un intelectual y menos a la altura de “genios como García Márquez”. Para la coreógrafa argentina Graciela Daniele los dos ya son inmortales y agradece haber trabajado en dos películas de Allen y llevar a escena, como musical, Crónica de una muerte anunciada, en el Teatro Lincoln de Nueva York.

En Broadway se cruzan los caminos de Allen y Gabo como en Michael’s Pub en 1991. Después de una hora de divertida charla con el cineasta, Jaime cayó en cuenta de que no habían tomado una fotografía para el recuerdo. Le pidió la cámara a Margarita, pero ella lo hizo caer en cuenta de un letrero que prohibía su uso. Pensó en preguntarle a su hermano si le pedían la foto o al menos un autógrafo, pero en tertulia de tímidos disciplinados ganó la prudencia. “Cuando nos despedimos y salimos, le dije a Gabito lo de la foto: ‘No me hubieras perdonado si la tomo, ¿cierto?’”. “Tienes razón”, le dijo. “Con el tiempo me decía lo contrario: que no me perdonaba no haberla tomado. No importa. Me fascinó ese judío, es un tipo fuera de serie. Viví una historia muy bella”. El acontecimiento se cerró con una frase de Rodrigo, con la que estuvieron de acuerdo sus papás y su tío: “Woody Allen es igualito a sí mismo”.



No hay comentarios: