Bogotá –
Colombia
12 de
marzo de 2015
Revisión
a su etapa de crítico en El Espectador
Cuando la vida de Gabo era de
película
El Festival Internacional de Cine de Cartagena de Indias
le rinde homenaje póstumo a García Márquez con la retrospectiva “Gabo. Las
películas de mi vida”.
Por:
Nelson Fredy Padilla
Editor de El Espectador
En 1960, cuando se creó el Festival
Internacional de Cine de Cartagena de Indias, Gabriel García Márquez ya había
visto tantas películas, había escrito tantas reseñas y había estudiado en el
Centro Experimental de Cinematografía en Roma que era un experto en el séptimo
arte. Esta semana, 55 años después, el FICCI le rinde homenaje al nobel de
Literatura con la retrospectiva “Gabo. Las películas de mi vida”.
Para entender cuánto influyó el cine en su
obra literaria hay que releer los artículos semanales publicados entre 1950 y
1955 como periodista de El Espectador. Sabemos que lo descubrió de la mano de
su abuelo Nicolás Márquez y prueba de ello está en la casa museo de Aracataca:
dos destartalados proyectores con los que el “emigrado italiano” Antonio
Daconte (Pietro Crespi en ‘Cien años de soledad’) les enseñó el milagro del
cine mudo. Que no faltaba al cine matiné de los domingos en Barranquilla. Que
por 25 centavos veía dos películas. Que así descubrió a Chaplin, a Welles, a
Fellini, a De Sica, a Bergman, especialmente a Bergman. Que empezó a soñar con
personajes tipo Humphrey Bogard y Cary Grant; con Alvie Singer en ‘Annie Hall’
“cuando decía que los humanos nos dividimos entre los miserables y los
horribles”. Que ese gusto lo imprimió primero en las “jirafas” que publicaba en
el periódico
El Heraldo.
Foto:
Archivo El Espectador Acapulco, México, 1965: Gabriel García Márquez (con
gafas, sentado) con sus amigos de cine. Luis Buñuel está a su derecha.
Pero no muchos recuerdan que esa semilla de
cinéfilo la cultivó en El Espectador como redactor de la columna “El cine en
Bogotá. Los estrenos de la semana”. Él recordaba esa etapa así: “Otra realidad
bien distinta me forzó a ser crítico de cine. Nunca se me había ocurrido que
pudiera serlo, pero en el teatro Olympia de don Antonio Daconte en Aracataca y
luego en la escuela ambulante de Álvaro Cepeda había vislumbrado los elementos
de base para escribir notas de orientación cinematográfica con un criterio más
útil que el usual hasta entonces en Colombia. Ernesto Volkening, un gran
escritor y crítico literario alemán radicado en Bogotá desde la guerra mundial,
transmitía por la Radio Nacional un comentario sobre películas de estreno, pero
estaba limitado a un auditorio de especialistas. Había otros comentaristas
excelentes pero ocasionales en torno del librero catalán Luis Vicens, radicado
en Bogotá desde la guerra española. Fue él quien fundó el primer cineclub en complicidad
con el pintor Enrique Grau y el crítico Hernando Salcedo, y con la diligencia
de la periodista Gloria Valencia de Castaño Castillo, que tuvo la credencial
número uno. Había en el país un público inmenso de las grandes películas de
acción y los dramas de lágrimas, pero el cine de calidad estaba circunscrito a
los aficionados cultos y los exhibidores se arriesgaban cada vez menos con
películas que duraban tres días en cartel. Rescatar un público nuevo de esa
muchedumbre sin rostro requería una pedagogía difícil pero posible para
promover una clientela accesible a las películas de calidad y ayudar a los
exhibidores que querían pero no lograban financiarlas. El inconveniente mayor
era que éstos mantenían sobre la prensa la amenaza de suspender los anuncios de
cine que eran un ingreso sustancial para los periódicos como represalia por la
crítica adversa. El Espectador fue el primero que asumió el riesgo, y me
encomendó la tarea de comentar los estrenos de la semana más como una cartilla
elemental para aficionados que como un alarde pontificial… Álvaro Cepeda me
despertó a las seis de la mañana desde Barranquilla cuando se enteró de mi
audacia. ¡Cómo se le ocurre criticar películas sin permiso mío, carajo!, me
gritó muerto de risa en el teléfono -¡Con lo bruto que es usted para el cine!”.
No era fácil estar al tanto del cine de
vanguardia y para ello contaba con amigos bien informados: “Otro refugio
frecuente después de las funciones del cineclub eran las veladas de medianoche
en el apartamento de Luis Vicens y su esposa Nancy, a pocas cuadras de El
Espectador. Él, colaborador de Marcel Colin Reval, jefe de redacción de la
revista ‘Cinématographie française’ en París, había cambiado sus sueños de cine
por el buen oficio de librero en Colombia, a causa de las guerras de Europa…
sus veladas se improvisaban después de los grandes estrenos de cine en un
departamento atiborrado con una mezcla de todas las artes, donde no cabía un
cuadro más de los pintores primerizos de Colombia, algunos de los cuales serían
famosos en el mundo”.
Quien mejor estudió al primer Gabo cinéfilo
fue el investigador francés Jacques Gilard, quien en el prólogo de ‘Obra
periodística 2. Entre cachacos (1954-1955)’, de Editorial Diana, dijo: “cuando
se escriba una historia del cine En Colombia, la labor de García Márquez
merecerá un capítulo aparte, no por unas realizaciones que nunca tuvo tiempo de
llevas a cabo, sino por su labor de crítico de cine”. Fue la época del rodaje
de “La langosta azul” de Álvaro Cepeda Samudio. El naciente escritor escribía
en Bogotá casi siempre a favor del cine europeo y en contra del creciente
mercantilismo de Hollywood al que consideraba alienante y sobreactuado por
armar “tempestades a bordo de una bañadera”. Entre cinta y cinta, le dedicaba
más espacio a producciones que lo apasionaron como “Ladrones de bicicletas”,
por su autenticidad humana y su método parecido a la vida.
A ojos del humanista francés, esto resulta
fundamental en la formación de la mirada estética de García Márquez, las
imágenes se fundieron con la literatura para configurar su concepción del
mundo. Por ejemplo, veía “Intruso en el polvo” y la propuesta narrativa basada
en una novela de William Faulkner. Todo esto por consejo de su compinche
Cepeda. Las inquietudes que le surgían las absolvía con libros prestados por el
catalán Vicens, sobre todo la francesa “Historia general del cine”, así como
revistas europeas. Esas lecturas las filtraba en sus comentarios semanales
cuando necesitaba hablar de “nuevas tendencias”, “idioma y sintáxis cinematográficos”
o de movimientos concretos tan lejanos como el de los expresionistas
soviéticos. De ahí se agarraba para decir que el cine italiano era “el más
malo”, que el alemán tenía futuro, que el brasileño estaba por encima del
argentino, que la depuración del japonés la simbolizaba “Rashomon” de Akira
Kurosawa.
Bien dice Gilard que por cuenta de esa
disciplina empezó a construir el punto de vista, la sicología y “las maneras de
contar el cuento” (como lo repetía en su escuela cubana de cine en San Antonio
de los Baños) que luego plasmaría en ‘La hojarasca’ y ‘El coronel no tiene
quien le escriba’, el embrión de la llamada mitología macondiana. Los textos
tienen las fallas de un aprendiz de periodista y de crítico, pero evidencian
una obsesión por la creación en Colombia de “un cine nacional” y de un público
culto. Esas crónicas, según Gilard, tal vez no aporten mucho al conjunto de la
prosa garciamarquiana pero sí son documentos valiosísimos para entender su
proceso creativo.
Entre los lectores de los sábados. G. G. M.,
como firmaba, fue creando una audiencia que influyó tanto en la asistencia a
los teatros que tuvo que enfrentar las quejas de los empresarios que
consideraban perjudiciales sus comentarios. Lo defendía en las páginas
editoriales Eduardo Zalamea Borda, “Ulises”, diciendo: “la crítica
cinematográfica no se hace con la intención de amedrentar al público, ni para
perjudicar a nadie, sino para educar al público”. Lograron demostrar que
faltaban en Colombia expertos exigentes en cine, literatura y todas las artes.
“El cine en Bogotá” no sólo era para hablar de
“la apabullante astucia narrativa de Hitchcock” en ‘La llamada fatal’, también
era una tribuna para hablar de “la penetración cultural e ideológica
norteamericana”, “los estragos morales de la guerra de Corea” o de “los
impuestos nacionales”. Dedicaba tiempo a debates que vislumbraban el cine de
hoy en el caso del uso de “la incómoda y necia condición de los anteojos
polaroid”, necesarios para ver “el cine en relieve”. Gilard no duda al afirmar
que entre 1950 y 1954 el cine hace de Gabo un mejor narrador, deja listo a un
escritor con mejor perspectiva universal. Así, ‘El coronel no tiene quien le
escriba’ le debe mucho al filme italiano ‘Umberto D’ e ‘Hiroshima’ le hizo
entender tanto sobre el infierno como Dante con ‘La divina comedia’. Véanse ‘Lo
funerales de la Mamá Grande’ o ‘La Mala Hora’. El factor sobrenatural en
‘Ladrones de bicicletas’ germinó de alguna forma en el realismo mágico de ‘Cien
años de soledad’, calificada por el poeta y director de cine italiano Pier
Paolo Pasolini en la revista ‘Tiempo’ como “la novela de un guionista”.
En los 60 vendría su valiosa etapa en el cine
mexicano, la influencia de directores y amigos europeos como Luis Buñuel hasta conocer
a Coppola en Leningrado luego del Festival de Moscú, en una cena con su hijo
Rodrigo –quien entonces sólo era chef y ahora cerrará el FICCI 55 con su filme
‘Últimos Días en el desierto’ -. Y muchos personajes más, casi siempre en Cuba
con la complicidad de Fidel Castro, al que Gabo llamaba “el cineasta menos
conocido del mundo”, hasta redondear su “filmografía personal” conociendo a
Woody Allen en Nueva York en una particular noche de julio de 1991. Con Buñuel,
director de ‘Los olvidados’, compartieron el miedo a la desmemoria. Qué mejor
motivo para recordar la primerísima etapa de la película de la vida de Gabo.
Las nueve películas de la vida de Gabo, según el FICCI
55
* El ladrón de bicicletas, de Vittorio De Sica
(Italia, 1948)
* Rashomon, de Akira Kurosawa (Japón, 1950)
* 2001, Odisea del espacio, de Stanley Kubrick
(EE.UU., Reino Unido, 1968)
* El General de La Rovere, de Roberto
Rossellini (Italia, Francia, 1959)
* Manos peligrosas, de Samuel Fuller (EE.UU.,
1953)
* Una historia inmortal, de Orson Welles
(Francia, 1968)
* El hombre en la Torre Eiffel, de Burgess
Meredith (EE.UU., Francia, 1949)
* Jules y Jim, de
Francois Truffaut (Francia, 1962)
* El retrato de Jennie, de William Dieterle
(EE.UU., 1948)
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EL ESPECTADOR
Bogotá –
Colombia
9 de
junio de 2012
Cultura
La película de Woody Allen y
García Márquez
Una cena y un concierto inolvidables en Nueva York
La historia inédita detrás de la nominación que hizo el
director de cine estadounidense para que el Premio Príncipe de Asturias de las
Letras 2012 le fuera concedido al Nobel colombiano.
Por:
Nelson Fredy Padilla
La película de Woody Allen
y García Márquez La clásica postal del director de cine Woody Allen y su
clarinete, durante los conciertos de jazz de los lunes en Nueva York. / EFE
Un lamento persistente de Gabriel García
Márquez es que los estadounidenses “perdieron el sentido del misterio”
instaurado por Edgar Allan Poe. Sin embargo, entre aquellos que conoce, Woody
Allen y Bill Clinton rescatan ese espíritu, en parte porque “con cualquier
gringo no se puede hablar en una misma noche de literatura, cine, música y
mujeres”.
El apunte me lo hizo en enero de 1999, en la
revista Cambio, mientras planeaba el famoso reportaje sobre Clinton, El amante
inconcluso, sin pasar por alto que los dos lo conmovieron con su talento
musical, el político con el saxofón y el cineasta con el clarinete. Sus
encuentros con el expresidente de EE. UU. son conocidos, no su historia con
Allen, apenas reseñada en Una vida, la biografía escrita por el británico
Gerald Martin: Gabo “movió todas las teclas a su alcance para trabar relación
con cineastas norteamericanos progresistas como Francis Ford Coppola, Robert
Redford y Woody Allen”.
La primera vez que oí hablar de la noche de
julio de 1991 en que se conocieron el hijo del telegrafista de Aracataca y el
hijo de un joyero de Brooklyn que fabricaba pececitos de oro y llegó a ser
taxista, fue de boca de Eligio García Márquez, Yiyo, el hermano autor de Tras
las claves de Melquíades, quien a mediados de los 90, también en la revista
Cambio, me comentó detalles del preámbulo, del día en que el Nobel y el
múltiple ganador del Óscar se conocieron.
De la velada luego me contó en Cartagena Jaime
García Márquez, directivo de la Fundación Nuevo Periodismo Iberoamericano, con
quien esta semana volví sobre el tema, a propósito de que Allen nominó a Gabo
al Premio Príncipe de Asturias de las Letras, concedido el miércoles al
estadounidense Philip Roth.
Hay dos días inolvidables en la vida de Jaime:
“Cuando a los 9 años llegué a Magangué y cuando fui a Nueva York a conocer a
Woody Allen por invitación de Gabito”. Según la versión de Yiyo, ya fallecido,
los contactos en Nueva York del escritor y su hijo Rodrigo, entonces cineasta
en potencia con 32 años de edad y hoy reconocido director en Hollywood,
prepararon el cruce de caminos con semanas de antelación y con anuencia de los
dos personajes. El uno había visto casi todas las películas del otro y el otro
había leído casi todos los libros del uno.
Jaime se enteró quince días antes, cuando su
hermano lo llamó desde México a Cartagena para decirle que tenía un remedio
infalible para “tu miedo atávico a volar en avión”. “¡Te invito con tu mujer a
que conozcas Nueva York y a Woody Allen!”. Los dos hermanos son amantes de las
películas y del humor sarcástico del pequeño hombre de la gran pantalla, al que
Gabo le encontró cierto parecido con Sartre -“ese hombrecillo tímido y feo, con
cara de niño precoz”- y al que admira por sus guiones certeros. “Gabito es un
experto —asegura Jaime—. Yo no soy experto en nada, pero sí un hincha furibundo
de Woody”.
Se tomó unos tragos para inhibir la cobardía y
volaron a la Gran Manzana sin novedad. Se hospedaron en el hotel preferido del
novelista, el francés Plaza Athénée. Jaime y su esposa Margarita estaban
preocupados por la etiqueta, pero les avisaron que podían ir con ropa de
verano. Los hombres fueron de guayabera blanca. En el Michael’s Pub, en el 21
de la avenida 55, imperó la amabilidad del anfitrión, que los recibió en mangas
de camiseta en medio de turistas de todo el mundo que asistían a sus conciertos
de jazz de los lunes. Ahora los hace en el café del Hotel Carlyle.
“Woody Allen en persona, tal y como uno lo ve
en las películas, nos esperaba en la mejor mesa reservada. Llegamos Gabito, su
esposa Mercedes, su hijo Rodrigo, quien esa noche hizo de traductor, y
nosotros. Nos saludó muy contento y anunció a la gente del lugar que había
llegado el colombiano Gabriel García Márquez, Premio Nobel de Literatura. Todo
mundo aplaudió”.
A Margarita le gustó la informalidad de Allen,
que los hizo acomodar, luego corrió una silla y se sentó entre Gabo y Rodrigo.
Empezó hablando del calor y la humedad insoportables de julio en Nueva York —es
propicio uno de sus chistes clásicos: “Si me dan a escoger entre Dios y el aire
acondicionado, me quedo con el aire”—. En cambio Gabo no podría vivir en Nueva
York porque más que el clima, la ciudad le resulta “abrumadora”. Allen había
decidido no escapar de allí porque le tiene miedo a los aviones. Todos rieron y
los García Márquez lo pusieron al tanto de que sufren con el mismo resabio.
“Aunque no pude captarlo directamente, porque
no hablo inglés -dice Jaime-, los temas de conversación fueron películas y
libros. Era evidente que conocían sus obras mutuas”. Llamé a Rodrigo García
Barcha para tener su versión de aquella velada también trascendental para él
-como lo fue una cena con Coppola y su papá luego del Festival de Cine de
Moscú, en Leningrado, preparada por él cuando sólo era un chef graduado en
París-, pero no lo encontré y por correo electrónico tampoco ha respondido. Él,
formado en el American Film Institute de Los Ángeles, debió recorrer la
filmografía de Allen. ¿Hablaron de Todo
lo que siempre quiso saber sobre el sexo pero nunca se atrevió a preguntar?
¿De por qué representó a un espermatozoide? ¿Del orgasmatrón? ¿Melquíades y el
último Aureliano de Cien años de soledad, con cola de cerdo, bien podrían ser
personajes suyos? ¿De Fidel Castro, a quien Gabo llama “el cineasta menos
conocido del mundo”? En Bananas Allen hace una sátira de su dictadura, se vale
de una parodia de El acorazado Potemkin y la revolución se impone. ¿De Alvie
Singer, el personaje que encarnó en Annie Hall, el filme con el que ganó cuatro
Óscares en 1977? “Los humanos nos dividimos en los miserables y los horribles”,
dice en la cinta. Allen se burla de su propia obra: “¡Ustedes no se dan cuenta
de la idea maravillosa que tenía y de cómo la arruiné!”.
Jaime recuerda Manhattan, como la recordaba
Yiyo, una de las películas que más los impactaron. Como era de esperarse, la
formación de García Márquez y la de Allen son coincidentes desde la infancia.
Uno yendo de la mano de su abuelo Nicolás al cine en Aracataca, luego al matiné
de los domingos en Barranquilla por 35 centavos; el otro viendo dos películas
al día por 25 centavos, 12 o 14 a la semana, en Brooklyn; los dos descubriendo
el gran cine gracias a Chaplin, a Welles, a Bergman, a Fellini, a De Sica,
sobre todo gracias a Bergman; aprendiendo a “manipular la realidad”, al decir
de Allen. Uno obnubilado por El ciudadano Kane, el otro por Ladrón de
bicicletas. Luego confluyen en “la astucia narrativa” de Hitchcock, en
Antonioni. Buñuel, amigo y maestro de Gabo, resultó ser un intenso punto de
encuentro; Kurosawa también. -Rodrigo sumaría a esta lista a Truffaut-. Se
identifican más con el cine europeo y son críticos del afán comercial de
Hollywood, por algo los dos han sido jurados del Festival de Cannes y
declarados amigos de Barcelona y de los cines de Sarrià.
Creyendo que iba a ser director, García
Márquez estudió en Roma en Cinecittá y regresó a Colombia como pionero de la
crítica de cine. En las páginas de El Espectador publicó 75 de ellas entre 1954
y 1955. Pero no fue la moviola la que lo realizó sino una máquina de escribir.
Como se sabe, su vida de cinéfilo le ha deparado más frustraciones que
alegrías.
En literatura las sorpresas son mayores: Allen
cita a Borges y pronuncia el apellido como si supiera español. Lo admira tanto
como a Shakespeare, hasta el punto de hacer parte de fundaciones que promueven
la obra y honran la memoria del argentino. Concuerdan en valorar la obra del
poeta y cantante uruguayo Alfredo Zitarrosa, del que el estadounidense tiene
varios discos. Woody tiene talento literario: como Gabo, ha escrito en las
páginas de The New Yorker. Pura anarquía se llama su libro de ensayos irónicos,
cínicos, humorísticos. The Insanity Defense (En defensa de la demencia) recoge
toda su prosa.
Jaime recuerda que “Gabito entendía lo que
Woody le decía, pero le respondía en español y Rodrigo le explicaba en inglés.
Mercedes también participaba feliz. Nosotros estábamos ensimismados viéndolo,
nos parecía mentira”.
También busqué al escritor y periodista
español Juan Cruz para que él, como jurado del Premio Príncipe de Asturias, me
diera los términos en los que Allen nominó a Gabo y su opinión de ese gesto,
pero no ha respondido. En Oviedo se rumora que Allen dijo en privado que le
parece una injusticia que él haya ganado el mismo premio a las Artes en 2002 y
que el de Letras no se lo hayan dado a su admirado amigo, tal vez porque una
vez firmó una carta pública de protesta contra España. Por eso insistirá en la
nominación mientras Gabo y él estén vivos.
Año 91: llegaron las bebidas frías y el momento
culminante del encuentro. Allen sacó el clarinete y se fue a tocar con sus
amigos de banda, los mismos con los que ahora se arriesga a recorrer Europa.
Los García quedaron impresionados con su talento y propiedad de interpretación:
“Cierra los ojos, cruza la pierna y se roba el show, pero su gozo es tal que
parece que está tocando sólo para él”. Margarita se fijó en el estuche del
instrumento que dejó sobre la silla: “Estaba mandado a recoger”. Jaime codeó a
su hermano y se lo mostró: “Deberíamos regalarle uno nuevo”. Gabo le respondió
tajante: “¡Él prefiere ése!”. “Me hizo comprender —admite Jaime— que Woody
tenía todo el dinero del mundo y no quería renovarlo. Haberle insinuado eso
habría sido un insulto”.
Como el acordeón, el clarinete no le resultaba
extraño al melómano García Márquez. Tampoco el jazz, porque fue influido por
otro melómano llamado Julio Cortázar, el trompetista que escribió Rayuela al
ritmo de la improvisación musical de Jelly Roll, que toca el piano y marca el
compás con el zapato.
La fascinación de aquella noche resultó
comparable a la que generaba ese instrumento entre los pueblerinos en La mala
hora. “El clarinete de Pastor sonaba todos los días a las cinco, después de las
cinco campanadas de las cinco; después del primer toque para misa, purificando
con notas diáfanas y articuladas el aire cargado de porquería de palomas”. En
El coronel no tiene quien le escriba el coronel se burla de su vejez diciendo
“me estoy cuidando para venderme... ya estoy encargado por una fábrica de clarinetes”.
En Memoria de mis putas tristes el anciano se refugia en la rapsodia para
clarinete y orquesta de Wagner. El cubano Silvio Rodríguez le dedicó a Gabo una
canción inspirada en un cuento de Pushkin titulada San Petersburgo, con un
bello contrapunto de clarinete. Allen interpretó cuatro o cinco piezas y volvió
a la mesa.
Recobró vigencia la frase del Nobel: “Lo único
mejor que la música es hablar de ella”. Jaime superó la timidez y le dijo que
lo admiraba mucho. “El tipo me dio las gracias. También es muy tímido, pero yo
creo que es un genio”. Él rechaza el calificativo de genio: “Tal vez tengo algo
de talento para divertir a la gente” —otro de sus chistes: “Más que vivir en
los corazones de la gente, prefiero vivir en mi apartamento”—. Tampoco se considera
un intelectual y menos a la altura de “genios como García Márquez”. Para la
coreógrafa argentina Graciela Daniele los dos ya son inmortales y agradece
haber trabajado en dos películas de Allen y llevar a escena, como musical,
Crónica de una muerte anunciada, en el Teatro Lincoln de Nueva York.
En Broadway se cruzan los caminos de Allen y
Gabo como en Michael’s Pub en 1991. Después de una hora de divertida charla con
el cineasta, Jaime cayó en cuenta de que no habían tomado una fotografía para
el recuerdo. Le pidió la cámara a Margarita, pero ella lo hizo caer en cuenta
de un letrero que prohibía su uso. Pensó en preguntarle a su hermano si le
pedían la foto o al menos un autógrafo, pero en tertulia de tímidos
disciplinados ganó la prudencia. “Cuando nos despedimos y salimos, le dije a
Gabito lo de la foto: ‘No me hubieras perdonado si la tomo, ¿cierto?’”. “Tienes
razón”, le dijo. “Con el tiempo me decía lo contrario: que no me perdonaba no
haberla tomado. No importa. Me fascinó ese judío, es un tipo fuera de serie.
Viví una historia muy bella”. El acontecimiento se cerró con una frase de
Rodrigo, con la que estuvieron de acuerdo sus papás y su tío: “Woody Allen es
igualito a sí mismo”.
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