SEMANA
Bogotá – Colombia
25 de abril de 2014
OPINIÓN
Mercedes y Gabo
Por Iliana Restrepo
iliana.restrepo@gmail.com
Foto: SEMANA
Mercedes y su familia le han dado ejemplo al mundo de cómo
se maneja el duelo de un grande. Con estoicismo; con elegancia y sobriedad y
sobre todo sin aspavientos ni exageraciones.
Mercedes y Gabo .
Desde el pasado jueves santo, cuando me enteré de su muerte,
cada vez que pienso en Gabo, llega a mi mente en compañía de Mercedes.
Recuerdo que Gerald Martin, su biógrafo “tolerado”, contó
que Gabo le dijo alguna vez cuando estaba escribiendo la biografía, que todo
ser humano tiene tres vidas, una
pública, una privada y una secreta. Quien seguramente conoce mejor esas
tres vidas, se llama Mercedes; esa mujer que estuvo siempre a su lado en las
dulces y en las amargas. Estoy segura de que sufrió, gozó o muchas veces
simplemente toleró, algunos episodios de esas vidas. Como mujer, intuyo que
vivir con un hombre como Gabo no debió ser tarea fácil. Pero ella supo cómo
llevarlo, cómo apoyarlo, cómo estimularlo, cómo acompañarlo, como tolerarlo y
también cómo protegerlo.
Ella tuvo sobre Gabo un efecto Pigmalión. Ese efecto
positivo que una persona ejerce sobre otra para influir en su desempeño. Ella,
no sólo lo amaba sino que confiaba ciegamente en su talento y por eso aportó
todo lo que estuvo a su alcance para que Gabo escribiera. Él lo sabía y eso le
daba la seguridad que necesitaba para dedicarse sin aliento a escribir. Dicen,
quienes la conocen bien, que es una mujer recia e inteligente. Tiene que ser
inteligente una mujer a la que un escritor de la calidad de Gabo, entregaba sus
manuscritos para que fuera su primera lectora. Me gusta imaginarlos discutiendo
por alguna palabra o por algún episodio sobre el que ella no estuviera de
acuerdo.
Si su muerte nos conmovió tanto a quienes no lo conocimos,
no quiero ni imaginarme lo devastada que debe estar ella después de vivir toda
una vida a su lado. Sin embargo, Mercedes y su familia le han dado ejemplo al
mundo de cómo se maneja el duelo de un grande. Con estoicismo; con elegancia y
sobriedad y sobre todo sin aspavientos ni exageraciones.
Que si sus restos se traen para Colombia o se quedan en
México, que si se reparten en dos como si un hombre como Gabo fuera divisible,
que si un poquito para ti y otro para mí. Creo que Gabo no es una reliquia como
para ir guardando por el mundo pedacitos de él. Suficiente legado tiene ya la
humanidad descansen donde descansen sus restos. Gabo ya está en todas partes.
Opinemos lo que queramos opinar, finalmente, como decía una amiga, “la dueña
del muerto es Mercedes” y hará lo que a ella le parezca mejor.
No hubiera querido decir la frase manida de que detrás de un
gran hombre siempre hay una gran mujer, porque también puede ser al revés, pero
en este caso es absolutamente cierta. Además, Gabo decía que le gustaba estar
entre mujeres. Se sentía cómodo. Respetaba a las mujeres y las entendía. Gabo
era un feminista, aunque algunas lo duden.
Ahora Mercedes, con la reciedumbre de Úrsula, se preparará
para vivir una buena vejez seguramente siguiendo el consejo de Gabo de que para
lograrlo, debe hacer un pacto honrado con la soledad. Su compañía, contribuyó
en gran medida a que hoy estemos celebrando su obra y llorando su muerte.
Gracias Mercedes y sentido pésame.
** ** **
EL TIEMPO
Bogotá – Colombia
21 de abril de 2014
cultura
A mí me insultó García Márquez
El libretista Fernando Gaitán cuenta que el escritor lo regañó durante
20 minutos.
Por: Redacción
eltiempo.com |
Ese es el epitafio que quiero para mi tumba, le dije a Rocío
Arias, una maravillosa periodista española, que por aquellos días estaba
haciendo un artículo ligero y divertido sobre qué escrito deseaban algunas
celebridades que figurara en su lápida.
El mío, para sorpresa de ella, lo tenía tan claro como jamás
había tenido algo claro en la vida. Ella ignoraba que la llamada la estaba
recibiendo en mi cama, donde había quedado tirado y sin ganas de vivir, durante
las dos ultimas semanas luego de recibir una llamada de García Márquez desde
Cuba, y con mucha razón, me propinó un regañó magistral que me dejó agonizando
como escritor.
Era el final de un sueño que se había iniciado años atrás,
en 1993, cuando yo me encontraba escribiendo Café con aroma de mujer. Estaba en
mi oficina del canal, colgado como siempre en la entrega de los guiones, cuando
una asistente me dijo que Gabriel García Márquez estaba al teléfono y quería
hablar conmigo.
Yo me quedé petrificado. Conocía perfectamente su obra, como
la de ningún otro escritor, y más que un lector asiduo suyo era un devoto
incondicional. Lo había leído desde la niñez cuando muchos de sus libros eran
textos forzados en los colegios, pero sus obras no me generaban ningún esfuerzo
sino una enorme pasión, y lo seguí leyendo por cuenta propia sin saber que
sería de una gran influencia en mi vida de escritor, en lo que me convertí años
después.
Antes de los 18 años había devorado todos sus libros y Cien
años de soledad fue mi mayor revelación, el que me dejó con las ganas
definitivas de ser escritor.
Luego, cuando me inicié como periodista a los 20 años en
este periódico, García Márquez siguió dándole luces a mi vida. Su obra
periodística era monumental, un camino a seguir, una mezcla deliciosa de
realidad y literatura, y esa fue la alquimia que desde entonces empecé a buscar
en mi trabajo.
Fui defensor abierto y aguerrido de su obra entre mis amigos
intelectuales del momento, un gabista apasionado, y más en las épocas en que a
este país, especialmente después del Nobel de Literatura, le dio por demoler la
imagen del colombiano más importante en toda su historia.
Sí, García Márquez era y es y será mi escritor predilecto y
el árbol de donde me he nutrido, y no me importa que sea un lugar común decir
que soy gabista y que sea una coincidencia que ambos seamos colombianos, y que
yo haya tenido la suerte de haber nacido en su tiempo y prácticamente en su
espacio.
Sin embargo, hasta ese momento jamás había hablado con él,
ni había tenido la suerte de cruzármelo en algún momento de la vida, tal como
lo desee y lo soñé tantas veces.
Por aquellos días estaba la moda de algunos imitadores de la
radio de hacer llamadas haciéndose pasar por gente famosa y yo podía ser una de
esas victimas favoritas debido al éxito de la telenovela.
Así que pasé al teléfono y lo escuché saludarme, y
felicitarme por mi trabajo. Y a pesar de que era la misma voz que yo había
escuchado desde las épocas del colegio cuando en clase de literatura nos ponían
las grabaciones de los escritores narrando con sus voces sus propios relatos,
yo le contesté con una enorme prevención y con una frialdad tan ofensiva que se
molestó y tuve que pedirle disculpas y confesarle que tenía el temor de que no
fuera él.
“Ese Garzón me tiene jodido. Anota el teléfono de mi casa y
llámame”. Se refería a Jaime Garzón, que lo imitaba perfectamente y ya le había
hecho varias travesuras.
A los dos días de esa llamada, llegué a su apartamento de
Bogotá. Quería que nos tomáramos un café y que le contara cómo era eso de ser
escritor de telenovela.
Para nadie era un secreto que García Márquez, a pesar de
pertenecer al Olimpo de los dioses de la literatura de todos los tiempos,
sentía una enorme atracción por la cultura popular.
Siempre fue claro en advertir que su obra nació allí cuando
admitía que sus relatos provenían de las narraciones que escuchaba en su casa y
en su pueblo, y de ahí su veneración por el vallenato, por Escalona y Leandro
Díaz.
También por aquella época estaba empecinado en escribir
boleros y había hablado con Armando Manzanero y con Rubén Blades para que lo
socorrieran en su anhelo.
Y por supuesto, la telenovela hacía parte de esa cultura
popular que lo obsesionaba por entonces. Ya había tenido algunas experiencias
con la televisión colombiana.
En 1975, y con su bendición, Bernardo Romero hizo una
adaptación en seis episodios de La mala hora, para RTI. En 1.982, RTI hizo
Tiempo de morir, un especial de dos horas con guion de cine suyo y dirigida por
Jorge Alí Triana. A
García Márquez le gustó tanto esta producción que volvieron
a rodarla, en 1985, esta vez para cine, con el mismo elenco de la versión
televisiva.
En 1991, Audiovisuales produjo Crónicas de una generación
trágica, un proyecto diseñado por García Márquez, y que consistía en un
conjunto de seis episodios independientes, que narraban la historia previa a la
Independencia de Colombia, en el siglo XIX, y que se iniciaba con la
insurrección de los Comuneros hasta la aparición del pacificador Murillo. Una
gran producción, sin embargo era más un proyecto cinematográfico que
televisivo.
En 1991 finalmente se puso el overol de libretista de
televisión y adaptó María, de Jorge Isaacs, para RCN, en diez episodios. La
serie tuvo algunos cuestionamientos pues algunos decían que era más una obra
literaria que televisiva: por un lado se apoyó en una voz en off que narraba en
ocasiones las escenas que se veían en la pantalla, y era como escuchar la María
de Jorge Isaacs pero escrita por García Márquez.
Y por otro lado, usó la técnica estructural del flash back
cuando la novela original es un relato lineal. De cualquier manera, la María de
García Márquez está considerada como una de las más grandes y bellas
producciones de la televisión colombiana y sus libretos tienen esa enorme facultad
de ser guiones de televisión pero también una gran obra literaria.
De todas estas experiencias suyas hablamos aquella tarde,
sin embargo, toda su experiencia estaba en formatos cortos, de pocos capítulos.
Cuando me preguntó cuántas páginas había que escribir para una telenovela y le
dije que alrededor de cinco mil, soltó una estruendosa carcajada.
“Con todos los años que llevo escribiendo jamás llegaré a
cinco mil páginas”, me dijo divertido y abrumado por el número, y yo tuve que
responderle: “Maestro, es que usted es un escritor, yo soy un escribidor”.
Tuve que explicarle algo que él ya intuía, pero que era
importante dejar en claro: cinco mil páginas en guion jamás se pueden comparar
con cinco mil páginas literarias, y menos páginas como las suyas.
El guión de televisión, por lo general, no se escribe de
lado a lado de la página, hay que dejar un espacio para las acotaciones de
producción; el diálogo ocupa un gran espacio y no la prosa, y sobre todo está
escrito a una velocidad vertiginosa, con un productor apuntándole a uno con un
revólver en la cabeza; el escritor se mantiene encerrado 24 horas angustiosas,
y no existe la posibilidad de que se bloquée, ni que padezca el famoso mal de
la página en blanco; y si se le muere a uno la madre durante la escritura, no
hay forma de llorarla ni de asistir a su funeral. “Una telenovela es un
carcelazo de dos años bien pagos”, le dije.
No había forma de comparar la vida de un escritor de
televisión con la de un literato. En esa época, las telenovelas se escribían
mientras se producían y se emitían. Los guionistas se levantaban tras una noche
de pesadilla a mirar el comportamiento de las audiencias y escribir el capítulo
del día tomándole el pulso al espectador para satisfacerlo, y el tiempo era una
ruleta rusa.
Durante el ejercicio de la escritura, el literato es un
esclavo de su obra y de un libro que aún no ha dado a luz; el escritor de
televisión es esclavo de su obra y de un público que lo espera ansioso todas
las noches.
A pesar de mi insistencia en plantearle la diferencia entre
literatura y guion, y decirle que la telenovela es una hija bastarda de la
literatura, y que para mí la literatura era el género mayor y del respeto que
me merecía, él quería rescatar algo de la telenovela que lo impactaba.
Sabía que Café con aroma de mujer movilizaba frenéticamente
al público en Colombia y en muchas partes donde se emitía, que la gente se
encerraba en sus casas a verla, que el tráfico disminuía, que los cines se
quedaban vacíos, los restaurantes sin comensales y que los aeropuertos sufrían
retrasos en sus vuelos pues los viajeros se quedaban viendo la telenovela en
las salas y no abordaban hasta no terminar el capítulo.
Le expliqué que eso no era una virtud exclusiva de mi
historia, sino de muchas telenovelas. En la Unión Soviética, le conté, emitían
Los ricos también lloran de 7 a 8 de la noche, y generó un problema monumental
pues la gente llegaba a las 6.30 p. m. a preparar la comida, lo que generaba
una sobrecarga en las centrales termoeléctricas en todo el país; luego veían la
novela mientras cenaban, y las 8 lavaban los platos, lo que a su vez generaba
atascamientos en los desagües de las ciudades.
En ese punto dijo: “Bueno, que un país se paralice por un
desastre natural, o por un golpe de estado, o un estado de sitio, es una cosa,
pero que eso lo genere una historia, es un puesto de honor que le corresponde a
la literatura”.
Nuestro siguiente encuentro fue convocado por el director
Sergio Cabrera. García Márquez quería llevar al cine uno de sus cuentos: La
siesta del martes. La historia de una madre y su hija que van a visitar en un
pueblo lejano la tumba de su hijo y hermano, que había sido boxeador, y que
terminó robando para mantener a su familia.
García Márquez quería que yo lo convirtiera en un guion de
cine. Por supuesto conocía el cuento de cuatro páginas y lo amaba, pero nunca
me cupo en la cabeza cómo convertirlo en un guion de 90 minutos. Había que
alargar el relato, y confieso que me dio terror.
Eso era como si un pintor tomase el Guernica de Picasso y le
pintara más cosas a su alrededor. Y a pesar de que estaba autorizado para
cometer el sacrilegio, preferí confesarle que no me atrevía a tocar su obra y
le dije que pensaba con todo respeto que había cosas que le pertenecían
exclusivamente a la literatura y que eran sagradas. Y me quedé con la
frustración, pues siempre quise adaptar obras suyas, incluso, confieso ya sin
pudor, Cien años de soledad.
No supe si mi decisión lo había molestado, pero años más
tarde me llamó a invitarme a participar en un taller suyo en San Antonio de los
Baños, en Cuba, una facultad de cine y medios audiovisuales creada por él y el
gobierno cubano.
Para horror mío, no tenía tiempo. Le expliqué, “la maldita
vida del guionista de televisión. No puedo abandonar mi puesto de combate”.
Pero le di la solución de inmediato. Le hablé de una gran
escritora, de Mónica Agudelo, que venía de hacer Sangre de lobos y La madre,
con Bernardo Romero y tenía tiempo para asistir.
García Márquez no conocía su trabajo, y tuve que poner sin
duda las manos en el fuego por ella: “Mónica es mil veces mejor que yo”. Los
puse en contacto y García Márquez le puso una prueba sencilla y contundente
para medirle sus niveles. “Cuéntame un chiste corto”, le dijo, y la tomó por
sorpresa.
Mónica no tenía memoria para los chistes y menos de uno que
hiciera reír a un Nobel de literatura. Sin embargo, en medio de la angustia,
rescató uno de la memoria que lo hizo reír y se la llevó para Cuba sin pensarlo
más.
Desde entonces, Mónica fue su guionista colombiana
predilecta. La quería, y Mónica empezó a tocar el cielo con las manos cuando a
García Márquez le encantó una historia de ella que especulaba sobre la
presencia de Hitler en Popayán, después de terminada La Segunda Guerra Mundial.
Mónica empezó a trabajar en el guion sacándole el tiempo a
su trabajo en televisión, que era su sustento de vida.
Al año siguiente, volvió a invitarme a San Antonio y tampoco
pude. Volvió a llevarse a Mónica esta vez con otro libretista colombiano,
Mauricio Miranda. Pero le juré por mi vida que iría al año siguiente.
La suerte no estaba de mi lado, y cuando me llegó de nuevo
la invitación a través de un correo electrónico, tuve que desistir pues me
encontraba en una batalla campal en la escritura de Guajira, otra telenovela
mía.
No sé que diablos pasó con la excusa que envié, lo cierto es
que pocos días después estaba en mi oficina, y me dijeron que Gabriel García
Márquez estaba al teléfono. Yo pasé de inmediato pero esta vez no era la voz
amable de la primera vez.
Era un Nobel disgustado porque lo había dejado plantado en
San Antonio de los Baños. Yo le expliqué que había enviado un correo
excusándome, y que no entendía que había ocurrido. Lo cierto es que la excusa
jamás llegó a sus manos ni a la de nadie de la Escuela, pero eso no me salvó
del regaño.
No voy a trascribirlo aquí literalmente por varias razones.
La primera porque entré en pánico, y la otra porque cometería un sacrilegio y
sería una irresponsabilidad de mi parte al tratar de escribir su prosa: lo que si
recuerdo perfectamente es que era un regaño magistral, de unos 20 minutos, de
frases impecables y contundentes.
En pocas palabras, me dijo que la televisión era un gran
medio pero que ni yo, ni Mónica, ni los libretistas en general, podíamos
quedarnos toda la vida en ella, que teníamos que lograr otros niveles, pero que
nuestro apego y devoción por la televisión nos iba dejar sumergidos en esa
maldición de la que tantas veces le hablé y que ahora se había convertido en mi
mayor justificación de vida como artista, que ya eran demasiadas las
concesiones que le hacía, y que era lamentable mi actitud. Yo solo pude decirle
un “lo siento maestro” antes de que me colgara.
En ese momento, sufrí mi primera muerte en vida. Mi aspecto
de cadáver llamó la atención de todos los que estaban allí, y me preguntaron
qué había pasado con el gran maestro: “García Márquez acaba de insultarme”.
Por supuesto no pude volver a escribir. ¿Qué escritor puede
crear una frase después de que un Nobel lo regaña? Y más cuando se trata de su
escritor del alma. Literalmente caí en cama, las frases brillantes contra mí no
se me iban de la cabeza, y si dormí no hice más que soñar con él y su regaño.
Como dejé de escribir, se corrió el rumor entre los
escritores. “Gaitán está en cama, García Márquez lo insultó”. Y se inició una
procesión en mi casa como si visitaran a un moribundo y todos creían tener la
medicina para volverme a la vida, a pesar de que todos sabían que era
irremediablemente mortal lo que me estaba pasando.
“Llámalo, mándale una carta, envíale un mensaje con
alguien”. Pero yo no tenía nada qué decirle. Todo lo que me había dicho era
irrefutable. Era mejor que me dejaran morir ahí. No tenía alma ni cara para
seguir adelante como escritor.
Mónica Agudelo, que podía ser el medio para llevarle algún
mensaje de piedad, también estaba en la lista de los sindicados porque no había
podido terminar el guion que prometió, por lo mismo, por la bendita televisión,
y tenía una angustia descomunal, pues García Márquez la había citado en diferentes
partes del mundo para hablar de su historia, que podía ser producida por Robert
Redford, según le dijo el maestro.
Incluso, en una de esas citas, Mónica Agudelo llegó a un
apartamento de García Márquez en algún punto de Europa (que ahora no recuerdo
exactamente y Mónica ya no está en este mundo para verificarlo) y escuchó una
voz poderosa que cantaba desde la cocina y luego descubrió que era Francis Ford
Coppola que estaba cocinando. García Márquez le contó con entusiasmo la
historia de Hitler en Popayán y le dijo que Mónica pronto tendría el guion.
Así que Mónica estaba metida en el mismo infierno mío, pero
no la habían regañado como a mí. Me dijo que no me angustiara tanto que estaba
segura que por este desplante, García Márquez no iba a hablar contra mí ni
acabarme como escritor.
Yo también estaba seguro de eso. Pero era algo de dignidad,
y sabía que la soga me la estaba colgando yo solo. Pasé muchas noches y días,
tumbado en la cama, con la voz de mi maestro recriminándome y no encontraba la
salida.
Días más tarde, la encontré, y llamé a Mónica a
consultársela. Como ella lo conocía mejor que yo, le pregunté si sabía a cuanta
gente García Márquez había insultado. Ella me dijo que a muy pocos, que ambos
sabíamos que era un hombre superior a las contrariedades de la vida, así que le
dije que entonces yo era uno de esos pocos privilegiados.
Y eso empezó a animarme. Pocos mortales en este planeta
tenían el privilegio de ser regañados por él, pocos le habían generado la
iniciativa de tomar un teléfono desde Cuba y dedicarle 20 minutos para
regañarlo con muy buena literatura. Y yo era uno de esos honrados, y tenía que
convertir ese infierno en una bendición.
Así que, cuando me llamó Rocío Arias a preguntarme mi
epitafio, estaba claro que en mi tumba debe decir lo que hasta ese momento, y
aún todavía, ha sido mi mayor logro: “A mí me insultó García Márquez”.
Sin embargo, Mónica y todos mis amigos escritores, sabían
que era un paño de agua tibia para poder seguir adelante con mi vida, que el
suceso me seguía carcomiendo como una enfermedad letal. Alguna vez me encontré
con un colombiano que estaba metido en la parte académica en la Escuela de San
Antonio, y me preguntó si jamás iba a dictar un curso allá. Le dije que por
supuesto, que tenía una deuda grande, y que no podía morirme sin saldarla.
Contra viento y marea, pues ya estaba empezando a diseñar
Betty la fea, viajé a Cuba, pero él no estaba allí, sino en México. Igual,
cumplí mi promesa, con la ilusión de que mi maestro supiera que a pesar de nuestro
desencuentro, yo había cumplido.
Nunca supe si se lo dijeron o no en Cuba, lo cierto es que
Mónica, a riesgo de ser regañada pues seguía sin culminar el guión, le contó
que yo había cumplido la penitencia, le habló de mi epitafio y le suplicó
piedad por mí.
Años después, fui invitado a la primera versión del Hay
Festival en Cartagena, y García Márquez era el anfitrión. En la tarde de la
inauguración, estaba parado frente a la puerta de entrada de la Casa de
Huéspedes Ilustres, y para mi, mientras hacia la fila, era como estar a las
puertas del cielo, la hora de la verdad después de tantos años de agonía, y
García Márquez era quien podía impedírmela.
Cuando estuve frente a él, me miró y me reconoció. Y le
dije, “sí, maestro, soy yo, el maldito libretista de televisión”. Sonrío y solo
me dijo: “Ni te atrevas a dejarme crucificado en tu lápida”. Me dio una palmada
suave de absolución en la espalda, y finalmente pude ingresar al cielo.
FERNANDO GAITÁN
Especial para EL TIEMPO
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EXPRESO DIGITAL
Lima – Perú
Jueves, 10 de Julio de
2014
Presentan estudio sobre
Gabriel García Márquez
Hoy jueves 10 de julio, a las 19:00 horas, se presentará en
la Casa de la Literatura Peruana (Jr. Áncash 207, Centro Histórico de Lima) el
libro Una visita a Macondo. Manual para
leer un mito de la académica puertorriqueña Mercedes López-Baralt.
Participarán en la mesa de presentación Agustín Prado
Alvarado (Universidad Nacional Mayor de San Marcos) y Alonso Rabí do Carmo
(Concordia College, Minnesota). El ingreso es libre.
Este libro es un estudio que revisa las diferentes lecturas
que se han realizado sobre Cien años de
soledad (1967), la novela más significativa de Gabriel García Márquez
(1927-2014).
Para ello, sin perder la perspectiva literaria, López-Baralt
examina esta novela utilizando enfoques antropológicos.
Igualmente, propone nuevas lecturas, como la identificación
de la huella de la obra de Octavio Paz o Marcel Proust en la escritura del Nobel colombiano.
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