4 de julio de 2014

MEMORABILIA GGM 760



EL PAIS
Madrid - España
11 de mayo de 2014 

Cortesia de Juan V. Fernández de la Gala
Palos de ciego

Tres lecciones de García Márquez
Estar aquel día con García Márquez es lo más
parecido que me ha pasado a estar con el Papa

Por Javier Cercas

La primera me la dio la primera vez que estuve con él, en el verano de 2005. Fue durante una comida en casa de Carmen Balcells, su agente (y también la mía). A ella asistieron, además de la anfitriona, su mujer, mi mujer y varios trabajadores de la agencia. En mi recuerdo, García Márquez se dedicó sobre todo a preguntar, que es lo que suelen hacer los sabios, y en determinado momento me preguntó cuántas veces reescribía un libro. Empecé a dar explicaciones: dije que, aunque casi siempre escribía la primera versión a mano, en las sucesivas usaba el ordenador, y que entonces podía reescribir decenas de veces una misma frase, un mismo párrafo… “No, no”, me interrumpió, como si me riñera. “Nada de frases, nada de párrafos. ¿Cuántas veces reescribes entero el libro, de pe a pa?”. Tragué saliva, reflexioné, contesté: “No lo sé. Depende del libro”. Y luego dije un título y un número: dos, tal vez tres. García Márquez sonrió, satisfecho; dijo: “Yo, seis”. No sé si exageraba (no lo creo: no, al menos, si se refería a los libros posteriores a Cien años de soledad); y aunque exagerase: es un millón de veces preferible quien exagera con humildad lo mucho que le costó hacer algo bueno, vindicando su orgullo de artesano, que quien exagera con soberbia lo poco que le costó hacer algo malo, escudándose en su desidia para ocultar su incapacidad.

La segunda lección me la dio en Cartagena de Indias o más bien en un patio de un hotel de Cartagena de Indias, en el invierno tropical de 2006. Yo me alojaba allí, invitado por el Hay Festival, y García Márquez, que tenía una casa en la ciudad, pasó por el hotel acompañado por un grupo de amigos. Hizo que me sentase a su lado, pidió algo de beber (creo que whisky) y me cogió del brazo; a ratos, cuando le dejaban, me hablaba al oído. Digo cuando le dejaban porque estar aquel día con García Márquez es lo más parecido que me ha pasado en mi vida a estar con el Papa; la gente hacía cola para darle la mano, para mostrarle una edición cualquiera de una de sus obras, para que bendijese su matrimonio reciente, para que besase a su bebé. “¿Sabes una cosa?”, me susurró en un intervalo de la procesión. “No voy a volver a publicar ninguna novela”. “Lo siento”, dije, con absoluta sinceridad; luego le pregunté por qué iba a hacer eso. “Mira, Javier”, contestó, apretándome con fuerza el brazo. “Yo soy un viejo: ya sé engañar a todo el mundo; si quisiera, podría hacerlo. Pero a quien no puedo engañarme es a mí. Y si los libros no salen de las tripas, es mejor no escribirlos”.

Esas fueron dos lecciones que me dio García Márquez: una de disciplina (o de modestia) y otra de autoexigencia; aunque, ahora que he escrito lo anterior, me doy cuenta de que, en el fondo, ambas son una misma lección de honestidad. ¿Y la tercera lección? La tercera –como todas las demás lecciones que me dio, a mí y a todos– está donde están las mejores lecciones de un escritor: en sus libros. Durante la primera mitad del siglo XX, la literatura tendió a encerrarse en sí misma; a esa tendencia debemos algunas de las mejores novelas que ha dado la historia, pero a veces también, a la larga, una literatura vanidosa, autofágica y finalmente conformista, una literatura para literatos, que es el destino más triste de la literatura, o para esnobs: gente a quien no le gusta leer, sino que lo que le gusta es que le guste leer. Durante la segunda mitad del siglo XX, la narrativa latinoamericana recuperó para el español el legado perdido de Cervantes, poniendo otra vez a nuestra lengua en el lugar de privilegio que había ocupado con Cervantes; dentro de esa hazaña general, la hazaña específica de García Márquez consistió en devolverle la mejor narrativa universal a eso que los anglosajones llaman el common reader y todos traducimos como lector común y Juan Ferraté traducía, admirablemente, como lector de buena fe: aquel al que lo que le gusta es leer. García Márquez, cada una de cuyas obras tenía lectores e imitadores en todo el mundo, no escribía para ese lector –ningún escritor digno de tal nombre lo hace–; pero tampoco escribía contra él, ni de espaldas a él, porque, como Cervantes, era incapaz de concebir la novela sin él, o simplemente porque no le tenía miedo. Esta es la tercera lección de García Márquez: una lección de coraje.

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EL UNIVERSAL
Cartagena de Indias – Colombia
7 de mayo de 2014

Gabo y el Caribe

Por: Cecilia López Montaño
cecilia@cecilialopez.com

En  la tranquilidad de la verde Sabana de Bogotá transcurría lenta en Semana Santa. Eran inusuales el sol y el buen clima porque en ‘abril aguas mil.’ A las 2 de la tarde del jueves 17, todo cambió: en las emisoras nacionales sonaron los vallenatos clásicos como La gota fría, y uno que otro porro sabanero. ¿La razón? Acababa de morir Gabriel García Márquez. En medio del dolor del pueblo, la mejor manera de honrarlo no fue solo hablando de sus escritos sino tocando la música que amó, cantó y bailó. Y esa música es la nuestra, del Caribe colombiano.

Se sabía que Gabo estaba muy enfermo, pero quienes lo admiramos aquí, en México y en el mundo, esperábamos que saliera airoso. Ahora cuando vivir 90 años o más no es un milagro, se creyó que Gabo llegaría allí, para bien de Colombia, del proceso de paz, de la literatura latinoamericana y de la cultura caribe. Pero se nos fue. Su familia de sangre, Mercedes, su inseparable compañera, y sus hijos manejaron este suceso mundial con discreción admirable.

El recuerdo de la gran parranda que armó en Estocolmo al recibir el Nobel de literatura en 1982; los videos televisados de su último baile de un vallenato en Cartagena, hacen pertinente una reflexión. No es usual que en algo tan cachaco como la Sabana de Bogotá, cerca de las fincas de los rolos más rolos, nuestra música caribeña diera el tono para homenajear en plena Semana Santa, a ese escritor ya universal, que como se dice hasta el cansancio, puso no solo a nuestra región sino al país, en primer plano.

Al recordar las críticas en la “refinada” Bogotá -“Qué oso, ala”- cuando García Márquez cambió el severo Frac por su famoso Liqui-liqui- “el oso mayor”- para recibir de manos del Rey de Suecia el Nobel de Literatura, y armó parranda vallenata en Estocolmo -“Ala, qué dirán de nosotros los suecos”-, hay que sonreír porque hoy, en esta fría Bogotá, tanto el traje de Gabo como su parranda en esa helada ciudad son parte de la historia de Colombia que nos honra y enorgullece.

Con el corazón arrugado reconocemos que Gabo le dio a nuestra región, por última vez, el mayor reconocimiento posible: la gloria de las letras. Gabriel García Márquez, para muchos el escritor más importante de la lengua castellana después de Cervantes, desde que nació hasta morir fue el más caribeño de los caribeños. Gabo, con su genialidad, le dio un puesto de honor que nada ni nadie le puede quitar al Caribe colombiano y a todos sus compatriotas. Hoy, en medio de su dolor, Mercedes y su familia no están solos, están acompañados por este Caribe y por Colombia -que lo leyó, que soñó a través de sus escritos-, por México, su nuevo hogar y por el mundo.

Nota: A los cachacos se les olvidó todo aquello tan caribeño que Gabo representaba tan bien, y que para ellos era un “oso”.

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EL TIEMPO
Revista Motor
Bogotá – Colombia
7 de mayo de 2014

Cuando Fidel encartó a Gabo

Un edecán de Castro advirtió el interés con el cual el Nobel miraba el carro que estaba botado en el jardín de la casa presidencial de Cuba. Fidel, queriendo darle una buena sorpresa y mejor regalo, le mandó el carro a Cartagena. Pero el auto necesitó los servicios del restaurador profesional Germán Ortega en Bogotá durante nueve años, cuyo mecenazgo Gabo no asumió en un paso en el cual la realidad se impuso sobre la magia.

 Por José Clopatofsky

Estado en que se recibió el regalo de Fidel.

Septiembre 1º. de 1982. Por una rara coincidencia, ese día estaba casi embarcado en un viaje promocional a México cuando el presidente de ese país, José López Portillo, anunció:
"He expedido dos decretos, uno que nacionaliza los bancos privados del país y otro que establece el control generalizado de cambios… Es ahora o nunca; ya nos saquearon. México no se ha acabado. No nos volverán a saquear".

Ese anuncio conmocionó a la redacción y la posibilidad de que EL TIEMPO plantara un reportero en el sitio, aunque no tuviera idea de economía ni de lo que nacionalizar la banca de un país de ese tamaño representaba, salvo decir genéricamente que estaba quebrado, me puso en otras tareas. Y para ubicarme y obtener opiniones de fondo que reforzaran cualquier eventual artículo, Enrique Santos Calderón concertó una cita con Gabriel García Márquez, quien accedió a recibirme.

Obviamente, viajé con el número telefónico de su casa apuntado como tesoro, el cual nunca atendió personalmente, pero al final de la persecución mandó un mensaje que fue más sorprendente: iría a verme al hotel, en pleno centro de la ciudad, al final de la tarde.

Llegó un poco después de la hora anunciada y resultó que estaba atendiendo una cita a otros dos periodistas colombianos que lo persiguieron con el mismo propósito, lo cual diluyó mi supuesta exclusiva. Uno de ellos era Germán Hernández, de El Espectador, el diario eterno competidor, para completar la desilusión.

Hablamos bastante tiempo.

Horas. Fue en uno de los cuartos del hotel para eludir autógrafos y saludos, pues Gabo ya era un personaje mundial y ad portas de ser proclamado como ganador del premio Nobel de Literatura, cosa que sucedió un mes después, cuando ya habría sido imposible tenerlo enfrente en una charla de la cual recuerdo pocas frases y que, estúpidamente, dedicamos a la economía cuando estábamos en el momento del nacimiento de un premio Nobel.

La historia viene a que cuando salía lo acompañé hasta el estacionamiento donde tenía parqueado un BMW de la serie 5, que en ese momento de restricciones en México era un contrasentido, como también que semejan­te personaje tan famoso manejara su propio carro cuando ya podía darse el lujo de usar un chofer, y más porque teníamos algunos whiskies en el tanque. Averiguando en estos días, supe que a Gabo le fascinaba manejar y que varios de los viajes por España en sus tiempos de levante los organizó en carro para poder llevar el timón. En ese orden de ideas, que tuviera ese BMW se explicaba.

—Maestro –le dije– ¿por qué compró usted un carro en Francia pudiendo importarlo desde la fábrica en Alemania?

La pregunta lo paró en seco y quedó sorprendido porque yo supiera esa minucia que a la vez era un rasguño en su vida privada.

—¿Y tú por qué sabes? –me replicó con cierta severidad y preocupación, pues era probable que ese carro lo tuviera gracias a algunas concesiones especiales para su importación a ese país.

—Maestro, porque su carro tiene lámparas amarillas, que solamente se venden en los autos franceses.

Miró la evidencia y me dijo: "Tú de esto sí sabes".

Le agradecí y quedé feliz por haberle dicho algo que me pareció importante y diferenciador. Pocos minutos después, Gabo se fue alumbrando con el pésimo tono ámbar de sus lámparas el denso tráfico del D. F. Yo quedé seguro de que el dato lo había impresionado y que de alguna manera cada vez que mirara su carro se acordaría del detalle y de aquel reportero de EL TIEMPO, cuyo nombre no olvidó, pues nos volvimos a encontrar en el tema.

Un día de 1991, una llamada de Pedro Nel Quijano, entonces vicepresidente comercial de Mazda, sirvió de puente para volver a hablar con el Nobel. Estaba comprando un Miata para darse champú en Cartagena y pidió que me contactaran para que le diera un consejo al respecto. Obviamente me pareció una buena decisión y un honor que se acordara de aquella noche de México, nueve años antes.

Claro que el asunto tuvo su reciprocidad.

— ¡Oye!, ¿y tú qué haces metido en la Casa Blanca escribiendo de política y esas cosas? Tu mundo son los carros.

La razón del regaño fue porque en febrero de ese 1991, por otro accidente de la profesión y la reportería, EL TIEMPO y Enrique Santos Castillo en persona me encomen­daron ir a Washington a cubrir la visita de Estado que le hizo el presidente César Gaviria a George Bush, padre. Gabo debió leer los artículos y no parece que hubiera disparates, pues no me censuró los textos que en su momento me agradeció telefónicamente el propio presidente Gaviria. Pero su frase me sonó como una advertencia profesional para marcar fronteras en el oficio, aunque no lo haya respetado a cabalidad en los siguientes 24 años al aviso.

Por esos días, García quería tener un automóvil en Cartagena que fuera convertible, y pensó que el aparato adecuado podía ser un viejo Mercedes Benz 300 S Coupé que le había regalado un amigo que quiso tener con él una deferencia muy especial. El donante fue nada menos que Fidel Castro, quien supo que el Nobel había mirado con cierta curiosidad el abandonado casca­rón que estaba en las pesebreras de la casa presidencial de La Habana y resolvió mandárselo de regalo a Cartagena, envuelto en óxido y polvo.

El opulento convertible, que era un monumento al capitalismo y un sacrilegio en los garajes de Fidel, reservados ya a los carros rusos, llegó en estado comatoso a Colombia. Tenía injertado un motor diésel de una buseta Fiat rusa y todos sus lujos los habían carcomido el aire del Caribe y el desprecio de quienes debieron cuidarlo. En el baúl viajó afortunadamente el motor original, que fue el elemento que inclinó la decisión de recuperar lo que parecía ya un cadáver mecánico y evitó que las latas quedaran condenadas a cien años de soledad.

Gabo recurrió –con el Mercedes ya en Bogotá y con placas de Turbaco, pues en Cartagena no tenía ninguna posibilidad de cura– al restaurador Germán Ortega, quien le hizo todas las cuentas y perspectivas para recuperarlo, cosa que no solamente representaba una factura cuantiosa e impredecible en dólares, sino tam­bién un tiempo indeterminado de trabajo.

En ese momento, Gabo –con los pies en la tierra y un ojo en el banco– desistió de recuperarlo a cambio de un Mustang convertible del 66 que de inmediato le daba la posibilidad de pasearse con estilo por la vieja Cartagena.

Hecho el trato, recibió de Ortega un primer carro que luego le cambiaron por otro recién restaurado de color naranja, que después de servir efímeramente en Cartagena terminó en poder de otro aficionado de Bogotá.

El Mercedes pasó a manos de un importante coleccionista bogotano, cuyo nombre omitimos por su expresa voluntad, y tras nueve años de trabajos, búsqueda de piezas en todo el mundo, pero sobre todo en Venezuela donde en las épocas de opulencia hubo muchos de estos fastuosos carros, el Mercedes pintado en un color rojo más favorable que el desteñido y triste azul original, quedó en impecables condiciones y se encuentra en Miami como una de las piezas importantes de esa colección, un sitio totalmente acorde con su estirpe y donde funge como un refugiado más del régimen de Castro.

Gabo recordaba muy bien toda la historia pues cuando le pidieron dedicar alguna frase en las páginas del catálogo en el cual está reseñado el automóvil, se tomó seis meses en poner su firma con una escueta frase que se lee en las fotografías.

Ojalá Fidel algún día conocie­ra el destino de su regalo y la for­ma como Gabo se desencartó de la pieza. Y también que quede en estas líneas la evidencia de que en la vida del Nobel, además de Mercedes su esposa, también hubo un Mercedes 300 S que se negó a formar parte del parque automotor de Macondo y que tal vez fue la única pieza que le hizo ver a García Márquez que no todas las realidades se arreglan por arte de magia.

DATOS
El Mercedes 300 S es del año 53, del que se hicieron solo 241 unidades, por lo cual tiene un alto valor como pieza de colección, y más por el registro de sus dueños.

El automóvil tuvo que haber llegado a cuba durante el régimen de Fulgencio Batista, depuesto en 1959 por Fidel, quien seguramente no habría comprado este auto, símbolo perfecto del capitalismo.

Además de que le habían injertado un motor diésel de buseta, el Mercedes llegó de cuba con un sistema de dirección extraño, pues cuando giraba a derecha, las ruedas iban para la izquierda. Acorde con el régimen de Fidel.

En Venezuela hubo una fábrica de ensamble de Mercedes Benz que se inauguró en el estado de Anzoátegui, en 1970. Tal la opulencia en que vivía ese país.



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