EL PAIS
Madrid - España
11 de mayo de
2014
Cortesia de Juan V.
Fernández de la Gala
Palos
de ciego
Tres lecciones de García Márquez
Estar aquel día con García Márquez es lo más
parecido que me ha pasado a estar con el Papa
Por Javier Cercas
La primera me la dio la primera vez que estuve
con él, en el verano de 2005. Fue durante una comida en casa de Carmen
Balcells, su agente (y también la mía). A ella asistieron, además de la
anfitriona, su mujer, mi mujer y varios trabajadores de la agencia. En mi
recuerdo, García Márquez se dedicó sobre todo a preguntar, que es lo que suelen
hacer los sabios, y en determinado momento me preguntó cuántas veces reescribía
un libro. Empecé a dar explicaciones: dije que, aunque casi siempre escribía la
primera versión a mano, en las sucesivas usaba el ordenador, y que entonces
podía reescribir decenas de veces una misma frase, un mismo párrafo… “No, no”,
me interrumpió, como si me riñera. “Nada de frases, nada de párrafos. ¿Cuántas
veces reescribes entero el libro, de pe a pa?”. Tragué saliva, reflexioné,
contesté: “No lo sé. Depende del libro”. Y luego dije un título y un número:
dos, tal vez tres. García Márquez sonrió, satisfecho; dijo: “Yo, seis”. No sé
si exageraba (no lo creo: no, al menos, si se refería a los libros posteriores
a Cien años de soledad); y aunque exagerase: es un millón de veces preferible
quien exagera con humildad lo mucho que le costó hacer algo bueno, vindicando
su orgullo de artesano, que quien exagera con soberbia lo poco que le costó
hacer algo malo, escudándose en su desidia para ocultar su incapacidad.
La segunda lección me la dio en Cartagena de
Indias o más bien en un patio de un hotel de Cartagena de Indias, en el
invierno tropical de 2006. Yo me alojaba allí, invitado por el Hay Festival, y
García Márquez, que tenía una casa en la ciudad, pasó por el hotel acompañado
por un grupo de amigos. Hizo que me sentase a su lado, pidió algo de beber (creo
que whisky) y me cogió del brazo; a ratos, cuando le dejaban, me hablaba al
oído. Digo cuando le dejaban porque estar aquel día con García Márquez es lo
más parecido que me ha pasado en mi vida a estar con el Papa; la gente hacía
cola para darle la mano, para mostrarle una edición cualquiera de una de sus
obras, para que bendijese su matrimonio reciente, para que besase a su bebé.
“¿Sabes una cosa?”, me susurró en un intervalo de la procesión. “No voy a
volver a publicar ninguna novela”. “Lo siento”, dije, con absoluta sinceridad;
luego le pregunté por qué iba a hacer eso. “Mira, Javier”, contestó,
apretándome con fuerza el brazo. “Yo soy un viejo: ya sé engañar a todo el
mundo; si quisiera, podría hacerlo. Pero a quien no puedo engañarme es a mí. Y
si los libros no salen de las tripas, es mejor no escribirlos”.
Esas fueron dos lecciones que me dio García
Márquez: una de disciplina (o de modestia) y otra de autoexigencia; aunque,
ahora que he escrito lo anterior, me doy cuenta de que, en el fondo, ambas son
una misma lección de honestidad. ¿Y la tercera lección? La tercera –como todas
las demás lecciones que me dio, a mí y a todos– está donde están las mejores
lecciones de un escritor: en sus libros. Durante la primera mitad del siglo XX,
la literatura tendió a encerrarse en sí misma; a esa tendencia debemos algunas
de las mejores novelas que ha dado la historia, pero a veces también, a la
larga, una literatura vanidosa, autofágica y finalmente conformista, una
literatura para literatos, que es el destino más triste de la literatura, o
para esnobs: gente a quien no le gusta leer, sino que lo que le gusta es que le
guste leer. Durante la segunda mitad del siglo XX, la narrativa latinoamericana
recuperó para el español el legado perdido de Cervantes, poniendo otra vez a
nuestra lengua en el lugar de privilegio que había ocupado con Cervantes;
dentro de esa hazaña general, la hazaña específica de García Márquez consistió
en devolverle la mejor narrativa universal a eso que los anglosajones llaman el
common reader y todos traducimos como
lector común y Juan Ferraté traducía, admirablemente, como lector de buena fe:
aquel al que lo que le gusta es leer. García Márquez, cada una de cuyas obras
tenía lectores e imitadores en todo el mundo, no escribía para ese lector
–ningún escritor digno de tal nombre lo hace–; pero tampoco escribía contra él,
ni de espaldas a él, porque, como Cervantes, era incapaz de concebir la novela
sin él, o simplemente porque no le tenía miedo. Esta es la tercera lección de
García Márquez: una lección de coraje.
** ** **
EL UNIVERSAL
Cartagena de Indias
– Colombia
7 de mayo de 2014
Gabo y el Caribe
Por:
Cecilia López Montaño
cecilia@cecilialopez.com
En la
tranquilidad de la verde Sabana de Bogotá transcurría lenta en Semana Santa.
Eran inusuales el sol y el buen clima porque en ‘abril aguas mil.’ A las 2 de
la tarde del jueves 17, todo cambió: en las emisoras nacionales sonaron los
vallenatos clásicos como La gota fría, y uno que otro porro sabanero. ¿La
razón? Acababa de morir Gabriel García Márquez. En medio del dolor del pueblo,
la mejor manera de honrarlo no fue solo hablando de sus escritos sino tocando
la música que amó, cantó y bailó. Y esa música es la nuestra, del Caribe
colombiano.
Se sabía que Gabo estaba muy enfermo, pero
quienes lo admiramos aquí, en México y en el mundo, esperábamos que saliera
airoso. Ahora cuando vivir 90 años o más no es un milagro, se creyó que Gabo
llegaría allí, para bien de Colombia, del proceso de paz, de la literatura
latinoamericana y de la cultura caribe. Pero se nos fue. Su familia de sangre,
Mercedes, su inseparable compañera, y sus hijos manejaron este suceso mundial
con discreción admirable.
El recuerdo de la gran parranda que armó en
Estocolmo al recibir el Nobel de literatura en 1982; los videos televisados de
su último baile de un vallenato en Cartagena, hacen pertinente una reflexión.
No es usual que en algo tan cachaco como la Sabana de Bogotá, cerca de las
fincas de los rolos más rolos, nuestra música caribeña diera el tono para
homenajear en plena Semana Santa, a ese escritor ya universal, que como se dice
hasta el cansancio, puso no solo a nuestra región sino al país, en primer
plano.
Al recordar las críticas en la “refinada”
Bogotá -“Qué oso, ala”- cuando García Márquez cambió el severo Frac por su
famoso Liqui-liqui- “el oso mayor”- para recibir de manos del Rey de Suecia el
Nobel de Literatura, y armó parranda vallenata en Estocolmo -“Ala, qué dirán de
nosotros los suecos”-, hay que sonreír porque hoy, en esta fría Bogotá, tanto
el traje de Gabo como su parranda en esa helada ciudad son parte de la historia
de Colombia que nos honra y enorgullece.
Con el corazón arrugado reconocemos que Gabo
le dio a nuestra región, por última vez, el mayor reconocimiento posible: la
gloria de las letras. Gabriel García Márquez, para muchos el escritor más
importante de la lengua castellana después de Cervantes, desde que nació hasta
morir fue el más caribeño de los caribeños. Gabo, con su genialidad, le dio un
puesto de honor que nada ni nadie le puede quitar al Caribe colombiano y a
todos sus compatriotas. Hoy, en medio de su dolor, Mercedes y su familia no
están solos, están acompañados por este Caribe y por Colombia -que lo leyó, que
soñó a través de sus escritos-, por México, su nuevo hogar y por el mundo.
Nota: A los cachacos se les olvidó todo
aquello tan caribeño que Gabo representaba tan bien, y que para ellos era un
“oso”.
** ** **
EL TIEMPO
Revista Motor
Bogotá – Colombia
7 de mayo de 2014
Cuando Fidel encartó a Gabo
Un edecán de Castro advirtió el interés con el cual el
Nobel miraba el carro que estaba botado en el jardín de la casa presidencial de
Cuba. Fidel, queriendo darle una buena sorpresa y mejor regalo, le mandó el
carro a Cartagena. Pero el auto necesitó los servicios del restaurador
profesional Germán Ortega en Bogotá durante nueve años, cuyo mecenazgo Gabo no
asumió en un paso en el cual la realidad se impuso sobre la magia.
Por José Clopatofsky
Estado en que se recibió el regalo de Fidel.
Septiembre 1º. de 1982. Por una rara
coincidencia, ese día estaba casi embarcado en un viaje promocional a México
cuando el presidente de ese país, José López Portillo, anunció:
"He expedido dos decretos, uno que
nacionaliza los bancos privados del país y otro que establece el control
generalizado de cambios… Es ahora o nunca; ya nos saquearon. México no se ha
acabado. No nos volverán a saquear".
Ese anuncio conmocionó a la redacción y la
posibilidad de que EL TIEMPO plantara un reportero en el sitio, aunque no
tuviera idea de economía ni de lo que nacionalizar la banca de un país de ese
tamaño representaba, salvo decir genéricamente que estaba quebrado, me puso en
otras tareas. Y para ubicarme y obtener opiniones de fondo que reforzaran
cualquier eventual artículo, Enrique Santos Calderón concertó una cita con
Gabriel García Márquez, quien accedió a recibirme.
Obviamente, viajé con el número telefónico de
su casa apuntado como tesoro, el cual nunca atendió personalmente, pero al
final de la persecución mandó un mensaje que fue más sorprendente: iría a verme
al hotel, en pleno centro de la ciudad, al final de la tarde.
Llegó un poco después de la hora anunciada y
resultó que estaba atendiendo una cita a otros dos periodistas colombianos que
lo persiguieron con el mismo propósito, lo cual diluyó mi supuesta exclusiva.
Uno de ellos era Germán Hernández, de El Espectador, el diario eterno
competidor, para completar la desilusión.
Hablamos
bastante tiempo.
Horas. Fue en uno de los cuartos del hotel
para eludir autógrafos y saludos, pues Gabo ya era un personaje mundial y ad portas
de ser proclamado como ganador del premio Nobel de Literatura, cosa que sucedió
un mes después, cuando ya habría sido imposible tenerlo enfrente en una charla
de la cual recuerdo pocas frases y que, estúpidamente, dedicamos a la economía
cuando estábamos en el momento del nacimiento de un premio Nobel.
La historia viene a que cuando salía lo
acompañé hasta el estacionamiento donde tenía parqueado un BMW de la serie 5,
que en ese momento de restricciones en México era un contrasentido, como
también que semejante personaje tan famoso manejara su propio carro cuando ya
podía darse el lujo de usar un chofer, y más porque teníamos algunos whiskies
en el tanque. Averiguando en estos días, supe que a Gabo le fascinaba manejar y
que varios de los viajes por España en sus tiempos de levante los organizó en
carro para poder llevar el timón. En ese orden de ideas, que tuviera ese BMW se
explicaba.
—Maestro –le dije– ¿por qué compró usted un
carro en Francia pudiendo importarlo desde la fábrica en Alemania?
La pregunta lo paró en seco y quedó
sorprendido porque yo supiera esa minucia que a la vez era un rasguño en su
vida privada.
—¿Y tú por qué sabes? –me replicó con cierta
severidad y preocupación, pues era probable que ese carro lo tuviera gracias a
algunas concesiones especiales para su importación a ese país.
—Maestro, porque su carro tiene lámparas
amarillas, que solamente se venden en los autos franceses.
Miró la evidencia y me dijo: "Tú de esto
sí sabes".
Le agradecí y quedé feliz por haberle dicho
algo que me pareció importante y diferenciador. Pocos minutos después, Gabo se
fue alumbrando con el pésimo tono ámbar de sus lámparas el denso tráfico del D.
F. Yo quedé seguro de que el dato lo había impresionado y que de alguna manera
cada vez que mirara su carro se acordaría del detalle y de aquel reportero de
EL TIEMPO, cuyo nombre no olvidó, pues nos volvimos a encontrar en el tema.
Un día de 1991, una llamada de Pedro Nel
Quijano, entonces vicepresidente comercial de Mazda, sirvió de puente para
volver a hablar con el Nobel. Estaba comprando un Miata para darse champú en
Cartagena y pidió que me contactaran para que le diera un consejo al respecto.
Obviamente me pareció una buena decisión y un honor que se acordara de aquella
noche de México, nueve años antes.
Claro que el asunto tuvo su reciprocidad.
— ¡Oye!, ¿y tú qué haces metido en la Casa
Blanca escribiendo de política y esas cosas? Tu mundo son los carros.
La razón del regaño fue porque en febrero de
ese 1991, por otro accidente de la profesión y la reportería, EL TIEMPO y
Enrique Santos Castillo en persona me encomendaron ir a Washington a cubrir la
visita de Estado que le hizo el presidente César Gaviria a George Bush, padre.
Gabo debió leer los artículos y no parece que hubiera disparates, pues no me
censuró los textos que en su momento me agradeció telefónicamente el propio
presidente Gaviria. Pero su frase me sonó como una advertencia profesional para
marcar fronteras en el oficio, aunque no lo haya respetado a cabalidad en los
siguientes 24 años al aviso.
Por esos días, García quería tener un
automóvil en Cartagena que fuera convertible, y pensó que el aparato adecuado
podía ser un viejo Mercedes Benz 300 S Coupé que le había regalado un amigo que
quiso tener con él una deferencia muy especial. El donante fue nada menos que
Fidel Castro, quien supo que el Nobel había mirado con cierta curiosidad el
abandonado cascarón que estaba en las pesebreras de la casa presidencial de La
Habana y resolvió mandárselo de regalo a Cartagena, envuelto en óxido y polvo.
El opulento convertible, que era un monumento
al capitalismo y un sacrilegio en los garajes de Fidel, reservados ya a los
carros rusos, llegó en estado comatoso a Colombia. Tenía injertado un motor
diésel de una buseta Fiat rusa y todos sus lujos los habían carcomido el aire
del Caribe y el desprecio de quienes debieron cuidarlo. En el baúl viajó
afortunadamente el motor original, que fue el elemento que inclinó la decisión
de recuperar lo que parecía ya un cadáver mecánico y evitó que las latas
quedaran condenadas a cien años de soledad.
Gabo recurrió –con el Mercedes ya en Bogotá y
con placas de Turbaco, pues en Cartagena no tenía ninguna posibilidad de cura–
al restaurador Germán Ortega, quien le hizo todas las cuentas y perspectivas
para recuperarlo, cosa que no solamente representaba una factura cuantiosa e
impredecible en dólares, sino también un tiempo indeterminado de trabajo.
En ese momento, Gabo –con los pies en la
tierra y un ojo en el banco– desistió de recuperarlo a cambio de un Mustang
convertible del 66 que de inmediato le daba la posibilidad de pasearse con
estilo por la vieja Cartagena.
Hecho el trato, recibió de Ortega un primer
carro que luego le cambiaron por otro recién restaurado de color naranja, que
después de servir efímeramente en Cartagena terminó en poder de otro aficionado
de Bogotá.
El Mercedes pasó a manos de un importante
coleccionista bogotano, cuyo nombre omitimos por su expresa voluntad, y tras
nueve años de trabajos, búsqueda de piezas en todo el mundo, pero sobre todo en
Venezuela donde en las épocas de opulencia hubo muchos de estos fastuosos
carros, el Mercedes pintado en un color rojo más favorable que el desteñido y
triste azul original, quedó en impecables condiciones y se encuentra en Miami
como una de las piezas importantes de esa colección, un sitio totalmente acorde
con su estirpe y donde funge como un refugiado más del régimen de Castro.
Gabo recordaba muy bien toda la historia pues
cuando le pidieron dedicar alguna frase en las páginas del catálogo en el cual
está reseñado el automóvil, se tomó seis meses en poner su firma con una
escueta frase que se lee en las fotografías.
Ojalá Fidel algún día conociera el destino de
su regalo y la forma como Gabo se desencartó de la pieza. Y también que quede
en estas líneas la evidencia de que en la vida del Nobel, además de Mercedes su
esposa, también hubo un Mercedes 300 S que se negó a formar parte del parque
automotor de Macondo y que tal vez fue la única pieza que le hizo ver a García
Márquez que no todas las realidades se arreglan por arte de magia.
DATOS
El Mercedes 300 S es del año 53, del que se
hicieron solo 241 unidades, por lo cual tiene un alto valor como pieza de
colección, y más por el registro de sus dueños.
El automóvil tuvo que haber llegado a cuba
durante el régimen de Fulgencio Batista, depuesto en 1959 por Fidel, quien
seguramente no habría comprado este auto, símbolo perfecto del capitalismo.
Además de que le habían injertado un motor
diésel de buseta, el Mercedes llegó de cuba con un sistema de dirección
extraño, pues cuando giraba a derecha, las ruedas iban para la izquierda.
Acorde con el régimen de Fidel.
En Venezuela hubo una fábrica de ensamble de
Mercedes Benz que se inauguró en el estado de Anzoátegui, en 1970. Tal la
opulencia en que vivía ese país.
Read more: http://delcastilloencantado.blogspot.com/2014/05/cuando-fidel-encarto-gabo-con-un.html#ixzz31V35acvU
No hay comentarios:
Publicar un comentario