EL ESPECTADOR
Bogotá – Colombia
19 de abril de
2014
CULTURA
La vida y la narrativa
Las lecciones profesionales de Gabriel García Márquez,
en este diario y en la revista ‘Cambio’, a través del
testimonio
del editor dominical de El Espectador, que trabajó con
él.
Por: Nelson Fredy Padilla Castro
Bogotá, Colombia, revista Cambio, enero de
1999: media docena de reporteros aguardábamos con ansiedad desbordada la
llegada a la sala de redacción del nuevo dueño y guía de Abrenuncio S.A., la
empresa en la que Gabriel García Márquez quería rehacerse periodista, “como en
los tiempos de El Espectador”. El mejor tratamiento para la felicidad que le
hubiera podido recetar Abrenuncio, el médico del pueblo en Del amor y otros
demonios.
Discutíamos la forma correcta en que debíamos
saludarlo: ¿Nobel? ¿Don Gabriel? ¿Señor? ¿Maestro? ¿Gabo? En esas estábamos
cuando entró silencioso, con chaqueta de paño escocés cruzada, zapatos
encharolados y una sonrisa juguetona bajo el bigote cenizo, delatora de la
dicha que para él significaba ponerse de nuevo al frente de un medio de
comunicación. El autor de Cien años de soledad fue quien rompió el hielo.
Saludó de mano y por nombre propio: “Sé qué hace cada uno de ustedes y a todos
los necesito de tiempo completo. Lo único que les pido es que ojalá no estén
casados, y los que piensen hacerlo, todavía están a tiempo de arrepentirse,
porque el compromiso a cuerpo y alma está aquí con el mejor oficio del mundo”.
“Sí, maestro”, respondimos en coro.
La vida
y la narrativa El director de El Espectador, Fidel Cano, entregándole a Gabo un
ejemplar del libro conmemorativo de los 120 años de este diario. / Archivo - El
Espectador
Parece un lugar común hablar de la influencia
de Gabo en el periodismo colombiano, pero la que tuvo sobre aquel puñado de
reporteros fue definitiva. Con certeza, mi vida profesional se divide en un
antes y un después de conocerlo y trabajar junto a él. Hasta entonces era un
redactor más, que había recalado en el periodismo por experimento y accidente
después de no conseguir un cupo en artes gráficas. Gracias a la Facultad de
Comunicación Social y Periodismo de Universidad de la Sabana y de las prácticas
en la Agencia Colombiana de Noticias (Colprensa), llegué a El Espectador en
1991, siendo todavía estudiante, aunque ya contratado como “corresponsal de
guerra”. Me encontré con el rastro y la historia de García Márquez y de sus
alegres compadres Guillermo Cano, José Salgar, Eduardo Zalamea Borda, Gonzalo
González, solo para citar algunos de los escritores que hicieron grande la
profesión desde este diario.
En el colegio y en la universidad ya había
leído a García Márquez, pasando de la obligación a la emoción. Ahora regresaba
a mi vida en la redacción de El Espectador al leer los originales de sus
legendarios reportajes: la serie sobre el Chocó que Colombia desconoce —hoy más
vigente que nunca—, su mirada al drama de los colombianos que participaron en
la guerra de Corea, la denuncia de los primeros niños desplazados por la
violencia en el Tolima, el Relato de un náufrago, la vida del ciclista Ramón
Hoyos Vallejo, La crisis del transporte urbano, etc.
También estaba la colección de las deliciosas
columnas semanales de “El cine en Bogotá”, sus notas editoriales, las del
Magazín Dominical que mi papá coleccionaba y me compartía, las fotos de sus
rutinas en la redacción. La joya mayor era la máquina de escribir que él usó.
¿Quién no quisiera poner los dedos sobre ese teclado y palpar el rodillo remarcado
con las letras de tantas narraciones garciamarquianas inolvidables? Qué decir
del escritorio sobre el que le gustaba poner los zapatos con las piernas
cruzadas, mientras fumaba y hacía entrevistas por teléfono. Y para contar
anécdotas sobre Gabo periodista estaban a la mano don José Salgar, don Luis de
Castro, Guillermo García, Antonio Andraus. Imposible no contagiarse de esa
pasión por el periodismo y las letras.
Con esa semilla narrativa me fui para Cambio,
sabiendo que a través de la periodista Patricia Lara, ‘Gabito’, como ella lo
llamaba, ya era cercano a esa revista recién fundada. A finales de 1995 lo
conocí a través del teléfono un día que ella, siendo directora, me lo pasó y él
desde Ciudad de México me puso a hacer la crónica del único gringo que había
sido extraditado a Colombia, preso en la cárcel Modelo, donde daba clases de
inglés. Días después la corrigió vía fax. Le encantaba “la magia” de ese
aparato, se quedaba mirándolo y lo consideraba un invento digno del realismo
mágico —ni qué decir de internet—, aunque tiempo después lo maldijo porque los
documentos empezaban a borrarse.
Desde entonces, cada semana después del
consejo de redacción llamaba para tirarles línea a los periodistas: debíamos
dosificar la obsesión por la denuncia con la disciplina en la exploración de
géneros, sólo así encontraríamos un estilo. Muchas investigaciones y portadas
surgieron de su particular forma de ver el mundo y de las altas fuentes del
poder con que se codeaba.
En 1998, Patricia Lara nos contó que ‘Gabito’
estaba decidido a meterse la mano al dril, a formalizar ese amor a escondidas y
a hacerse dueño de Cambio. El negocio se concretó a finales de ese año y ahí
vuelvo al día de su llegada a la redacción, a la realización de un sueño que
los redactores pensamos que iba a durar mucho tiempo, pero que sólo disfrutamos
durante 1999, porque un cáncer linfático obligó al Nobel a darle prioridad a su
salud.
No volvimos a verlo los lunes en el consejo de
redacción, callado y atento mientras los directores y los periodistas hacíamos
propuestas. Una vez hablábamos todos, él opinaba y el plan de trabajo se
enriquecía con crónicas y reportajes “del país en el que la realidad supera a
la ficción”. Luego hablaba con cada periodista sobre lo que había escrito la
semana anterior y lo que pensaba hacer. Un dato inexacto, una descripción
floja, una expresión mal usada, una coma en el lugar equivocado, un adjetivo de
más, eran sus lecciones coloquiales. “Si te quedó la duda, ¿por qué no usas los
signos de interrogación? Esa sinceridad el lector te la agradecerá“. Fuimos
privilegiados testigos al ver cómo aplicaba ese rigor a los impecables textos
que publicó en ese tiempo, como “El amante inconcluso”, la crónica sobre Bill
Clinton y su amante, o la historia del niño cubano Elián González.
Del que nunca me voy a olvidar es de “El
enigma de los dos Chávez”, el perfil que hizo a comienzos de 1999 sobre el
recién posesionado presidente de Venezuela. Después de su encuentro con el
coronel, el nobel llegó a Cambio con la emoción del reportero que entrevistó en
El Espectador (1955) a Luis Alejandro Velasco para escribir el Relato de un
náufrago. Ese día era el coctel de relanzamiento de la revista Cambio. Cumplió
con presentarse al brindis en el club Metropolitan para los saludos y las
fotos, pero su ansiedad era tal que al primer descuido se escapó por la puerta
de atrás para irse a escribir sobre el hombre que haría historia “como el
salvador de los venezolanos o como un déspota más”. Antes miró a su alrededor
pidiendo “un datero” que le hiciera guardia por si necesitaba alguna llamada de
última hora para verificar su minuciosa reportería.
A las 9:00 de la noche me preguntó como el
primer día: “¿Eres casado?”. Todavía no, maestro. “Prepárate, porque la jornada
será larga y sin interrupciones”. Yo espiaba pegado a la puerta entreabierta de
su oficina. A medianoche le urgió reconstruir la historia del Chávez
paracaidista y hubo que despertar al batallón blindado de Maracay. Más tarde
una frase no le sonó mientras construía un párrafo leyéndolo en voz alta, hasta
que desde Venezuela me confirmaron que un puesto de mando de Chávez había sido
improvisado en “el Museo Histórico de La Planicie”. “Esa era la musicalidad que
le faltaba a la frase”, me dijo.
Otra pausa en ese trance fue para confirmar
con el entonces ayudante de Chávez cuál era su posición favorita en el diamante
de béisbol. El maestro traía anotado en su libreta que por “la pelota caliente”
cambió su vida y su destino el día que entró a la academia castrense de
Barinas, no porque estuviera obsesionado con la milicia, sino porque creía que
“era el mejor modo de llegar a las Grandes Ligas”. El teniente me dijo desde
Caracas que aunque “el comandante” soñaba con ser cátcher, mostró más
cualidades como primera base. García Márquez optó por escribir que fue un
“cátcher de primera”.
Cuando tuvo el primer borrador, hacia las tres
de la mañana, se paró “para dejar respirar el texto”. Dijo que tenía apetito
porque apenas había probado un par de “desabridos pasabocas cachacos” en el
coctel. Se decidió por un plato de papaya que le sirvió Santicos, el portero,
vigilante, mensajero, todero y más servicial empleado de esa revista, que
llamaba al nobel ‘don Gabriel’. Mientras masticaba, Gabo miró con curiosidad la
edición de Cien años de soledad que yo tenía en las manos, la misma que había
leído en el colegio.
“¿En qué parte vas?”, me preguntó. En la que
José Arcadio Segundo sube al niño a los hombros y ve al militar haciendo el
conteo regresivo para disparar contra la multitud, le respondí.
“Ahí está —dijo—. La Matanza de las Bananeras
es el recuerdo más antiguo que tengo”. Tanto había oído la leyenda de boca de
sus padres y abuelos, que lo persiguió hasta el día que escribió la monumental
novela que transformó la masacre en mito. “Hay que hacerles caso a los
recuerdos de la niñez, más si tu oficio es el de escritor”, sentenció con
indulgencia, mirándome a los ojos, viendo el mundo como le gusta hacerlo:
sentado al revés, los brazos en el espaldar de una silla giratoria, el mentón
sobre las manos cruzadas y la sonrisa de pilatuna camuflada bajo el bigote
gris.
“Maestro: algún día me gustaría ir a la zona
bananera para ver qué ha cambiado y hacer una crónica”, le propuse. “Siempre es
bueno ir a mirar la historia desde el otro lado. Fíjate que el día que mi madre
me llevó allá (27 de febrero de 1950) supe que debía conformarme con la ficción
que me daba vueltas en la cabeza”. Sentí como si me hubiera puesto un piano en
la espalda.
Me dijo: “Si te gusta la literatura, atraviesa
la frontera, que la vocación por escribir es una sola. Dedícate a leer a Martí,
Rubén Darío, Faulkner, Hemingway, Capote, Talese”. No a leer por leer, sino a
“aprender a leer por las costuras”. Se paró y volvió al escritorio.
Gracias al maestro fui uno de los miles de alumnos
de los talleres de crónica, reportaje y literatura de la Fundación Nuevo
Periodismo Iberoamericano en Cartagena. En 2008 le cumplí la promesa del
reportaje, con dedicatoria incluida en El Espectador, a propósito de los 80
años de la Masacre de las Bananeras. Se tituló “El mito de las bananeras por
dentro” y fue un viaje a Ciénaga, Magdalena, entre la realidad y la ficción.
A comienzos del año 2000, mientras se sometía
a las quimioterapias que le frenaron el cáncer pero le habrían acelerado los
problemas de memoria heredados de su familia, envió a la revista Cambio una
caja con ediciones autografiadas de Cien años de soledad, a manera de
despedida. La mía dice: “Para Nelson Fredy, de su condiscípulo”.
Eran las 5:00 de aquella madrugada cuando por
fin quedó satisfecho con el tono narrativo de “El enigma de los dos Chávez”, se
puso el abrigo de paño, la gorra escocesa y se marchó. Entonces entendí la
dimensión humana de un maestro del oficio de escribir.
** ** **
SEMANA
Bogotá - Colombia
26 de
abril de 2014
Los funerales de la mamá grande
Por
Antonio Caballero
Si no fuera por su fama universal, que obliga
a los dueños de Colombia a fingir una admiración hipócrita, todos ellos
estarían aplaudiendo a la señora uribista.
Hace un par de semanas pedía yo, para entender
lo que pasa en Colombia, un libro sobre el pecado capital de los colombianos,
que es la lambonería. Acaba de aparecer ese libro. Basta con empastar juntos
los miles de comentarios que se han escrito en la prensa, o dicho al aire en la
televisión y la radio, con motivo de la muerte de Gabriel García Márquez.
“Gabolatría”, titulaba un columnista su columna al respecto. Que no será la
última.
El fenómeno no es solo de aquí, claro. También
lo vemos en México, en España, en Francia, en los Estados Unidos, donde la
noticia de su muerte fue portada en todos los periódicos. García Márquez, como
los grandes artistas, es universal. Pero no esa cursilada que, copiada de la
copla española, se han puesto a llamar ahora “colombiano universal”, o
“cataqueño universal”, porque nació en el pueblo de Aracataca. Y si en México
montaron guardia de honor en torno a sus cenizas los presidentes de dos países
(como a Homero, cuya nacionalidad se disputaban siete ciudades de Grecia), en
Bogotá se coló además en la ceremonia, que en principio iba a ser laica, el
cardenal primado para soltar unos padrenuestros. Fidel Castro mandó desde Cuba
un arreglo floral. Mario Vargas Llosa inclinó su copete de plata. El partido
comunista de China puso un telegrama de condolencias. Se decretaron tres días
de duelo en todo el territorio nacional, Mozart compuso una misa de réquiem. La
Cepal envió mensaje. El Centro Democrático expidió un comunicado reconociendo
que el difunto había “engalanado las letras nacionales”. Se hizo un minuto de
silencio en la plenaria del Senado de la República. Sacaron una estampilla
postal, olvidando que aquí ya no funciona el correo. Hubo un temblor de tierra.
Cuentan que en Aracataca tocaron solas las campanas de la iglesia de San José y
un súbito ventarrón frío hizo tiritar a la gente. Hubo un lanzamiento público
de mariposas amarillas. El New York Times sacó la noticia en su primera página.
La cantante Shakira y el futbolista Falcao se sintieron obligados a expresar
públicamente su tristeza, y otro tanto hizo el predicador de autoayuda Paulo
Coelho, único rival de García Márquez en las listas de superventas. El
multimillonario ingeniero Lorenzo H. Zambrano, presidente de una empresa
cementera, le pagó al multimillonario constructor y banquero Luis Carlos
Sarmiento un millonario anuncio mortuorio en su periódico El Tiempo uniéndose a
la pena que embargaba a familiares y amigos del difunto. Y al día siguiente el
flamante presidente de la Andi, Bruce MacMaster, no quiso ser menos y publicó
otro anuncio en nombre propio y de su familia.
Y Santos, Santos, Santos. Desde Mompox, por
donde andaba en correría electoral, el presidente Juan Manuel Santos no tuvo el
menor empacho en pedir a los colombianos, con farisaica unción eclesiástica
digna de su antecesor Álvaro Uribe: “Oremos por el alma de nuestro Nobel”.
Porque esa es otra: para la lagartería colombiana lo que importa de Gabriel
García Márquez no es su obra prodigiosa, sino que se ganó un premio. El
síndrome de “Colombiano triunfa en el exterior”, que nace de nuestro espíritu
de colonizados agradecidos o suplicantes.
Sigo con Santos, el desvergonzado y
oportunista presidente que saltó sobre el cadáver todavía fresco como un buitre
carroñero. Y clamó: “Nuestro premio Nobel –otra vez el síndrome del colonizado–
ha sido el colombiano que, en toda la historia de nuestro país, más lejos y más
alto ha llevado el nombre de la Patria” (…) “¡Gloria eterna a quien más gloria
nos ha dado!”.
No. No. Ni Patria con mayúscula, ni gloria
tampoco. Se nota que Juan Manuel Santos no ha leído a García Márquez. Ni sus
cuentos, ni sus novelas, ni sus artículos de prensa, en los que no hizo otra
cosa que denunciar de manera inclemente los horrores de esta “patria” santista
o lo que fuera. Aguaceros apocalípticos, catástrofes sin cuento, asesinatos
anunciados, noticias de secuestros, matanzas de obreros, guerras civiles,
presos políticos, alcaldes militares, ladrones en los pueblos, culebreros
tramposos, dictaduras, engaños y demoras burocráticos, procesos
inquisitoriales, demonios, abuelas desalmadas, pájaros muertos, niñas vendidas,
un pobre Libertador a quien la gente le escupe en la cara. Porque lo de García
Márquez no es realismo mágico: es realismo crudo. Y si no fuera por su fama
universal, que obliga a los dueños de Colombia a fingir una admiración
hipócrita, todos ellos estarían hoy aplaudiendo a la señora uribista que lo
mandó al infierno, atreviéndose a decir en voz alta lo que muchos piensan. Por
eso echaron a García Márquez de aquí. Por eso tuvo que pedir asilo en México.
Era, como dicen ellos, un “mal colombiano”: pintaba en su literatura y en su
periodismo una “mala imagen” de Colombia. Una imagen exacta y verdadera. Merece
ir al infierno.
Y ahora se atreve Juan Manuel Santos, sin
hígados ni escrúpulos, a apropiarse de la vacía pero famosa frase final de la
más famosa novela de García Márquez, Cien años de soledad, jactándose de que su
gobierno ha demostrado “que podemos ganarnos –como estamos haciendo– una
segunda oportunidad sobre la tierra”.
Y ahora vengo yo también con mi gabada de
turno sobre la muerte del gran hombre. No falta nadie. Ni el propio Gabo, que
escribió la suya en uno de sus primeros cuentos, hace más de cincuenta años:
Los funerales de la Mamá Grande, que se celebraron en Macondo y a los cuales
vino el sumo pontífice en cuerpo y alma, en carne y hueso. Esta vez fue el
único que no asistió. Una lástima.
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LA NACIÓN
Buenos Aires -
Argentina
7 de
mayo de 2014
La
muerte de García Márquez
Gabo y el otoño de Fidel
Por
Marcos Aguinis
El justificado vendaval de letras que produjo
la muerte de García Márquez condujo a innumerables anécdotas e interpretaciones.
No debo guardarme las que ayudan a comprender mejor su jardín de opiniones,
sentimientos, fijaciones y altibajos.
Lo conocí personalmente en el año 1970.
Demostró que su brusca y potente fama no le había amputado la modestia. Yo
acababa de ganar el Premio Planeta con La cruz invertida y él manifestó a mi
editorial su deseo de visitarme. Regresé al hotel Ritz luego de una entrevista
con periodistas en un café cercano y ya me esperaba en la recepción. Aún tenía
el cabello y bigotes negros, estaba flaco y parecía tímido. Elegimos un rincón
silencioso. Enseguida preguntó por sus amigos Paco Porrúa y Tomás Eloy
Martínez. Peloteamos elogios sobre Cortázar, a quien confesó admirar sin
límites: "Es un maestrazo". Le conté que conocía la vida, obra y
milagros de Juan Filloy, a quien Cortázar le había dedicado unos renglones en
su monumental Rayuela, porque ambos éramos entonces vecinos de Río Cuarto.
Antes de los diez minutos, con el rostro serio y los ojos brillantes, produjo
un giro en la conversación al formularme la pregunta que más circuló en España
por aquellos días: "¿Cuándo abandonaste los hábitos?".
-Nunca fui cura -expliqué-. Pero interrogué a
más de veinte, con y sin sotana.
-Me sorprendieron tus conocimientos
teológicos. Tu novela no sólo es audaz en la estructura, sino densa en el
contenido.
-Soy un teólogo frustrado, entonces. O
rebelde.
Nos lanzamos a comentar la Biblia. Dijo que
tiene más cuotas de magia que los novelones de caballería, a los que estaba
revisando.
-No sólo tiene magia, sino psicología y hasta
humor -agregué.
-¡Claro que sí! -se entusiasmó y, con una
sonrisa de oreja a oreja, lanzó la ocurrencia que luego repitió en otros
lugares-. Fíjate si tendrá humor que cuando Jonás reapareció ante su mujer con
tres días de atraso, le dijo que no había hecho nada malo, que no tenía la
culpa, que se demoró porque lo había tragado una ballena.
Por cierto que en esa anécdota, como en otras
que exprimimos, corrieron sin freno las deformaciones iconoclastas del texto
sagrado, como se hace al componer una novela. Le pregunté qué estaba
escribiendo. Se ensombreció y durante un largo minuto estudió el fondo vacío de
su taza de café.
-Mira, el éxito tiene sus bemoles. Se están
reeditando mis textos previos y Mario Vargas Llosa ha terminado un voluminoso
estudio sobre todo lo que pudo averiguar de mí e interpretar de mis escritos.
¡Es un trabajador infatigable! Le ha puesto un título también religioso:
Historia de un deicidio.
-Concilio Vaticano II...
-Tal cual. ¡Qué buen papa fue el gordo Juan
XXIII!
-Pero ¿qué estás escribiendo ahora? Se dice
que no pasa un día sin que teclees unos renglones.
-Sí, es cierto. Ya elegí el título de otra
novela, pero no me convence la forma. Para nada. Me tiene angustiado. Se
llamará El otoño del patriarca y quiero reventar a todos los dictadores de
América latina. Hasta me referiré a los 300 pesos que necesitaba Perón para
vivir y el absurdo peregrinaje de un cadáver. No eres peronista, supongo.
Quedamos en seguir la conversación en su casa,
pero cuando regresara Vargas Llosa, que se había ido por unos días a Perpignan.
No pudo ser, porque debí acelerar mi regreso a
la Argentina debido a que mi novela iba a ser prohibida por la dictadura
militar de entonces. Años después, Vargas Llosa recordó ese frustrado
encuentro; en aquella época Gabo y Mario eran casi un matrimonio.
En España también intentaron bloquear La cruz
invertida. El poderoso editor de Planeta me dijo: "Voy a entrevistar
personalmente al Caudillo". Le explicó que era la primera vez que el
premio se otorgaba a un extranjero, que la noticia ya se había difundido por el
mundo, que el argumento no se desarrollaba en España, que causaría daño a la
nueva imagen que el gobierno se esmeraba en lucir. Entonces Franco levantó la
censura. En la Argentina le explicaron al general Levingston que en la España
franquista, nada menos, la novela circulaba sin inconvenientes; que la censura
provocaría un efecto inverso, un papelón mayúsculo. Entonces el jefe de Estado
se avino a dejarla circular. Más adelante, al recordar esa transitoria crisis,
dije que pocas veces dos tiranías se ponen de acuerdo para garantizar la
libertad de expresión.
Sigo con la modestia de García Márquez. El
escritor colombiano ya vivía en México y el presidente Alfonsín me invitó a
integrar su comitiva cuando fue a ese país. Enterado García Márquez, llegó
hasta mi hotel. Ya tenía el bigote blanco y vestía con mucha elegancia, incluso
brillaban sus bien lustradas botas cortas. Estaba interesado en la
democratización argentina. No hizo falta que le preguntase qué estaba
escribiendo, una pregunta que aprendí a detestar. Contó espontáneamente que
viajaba seguido a Colombia. "Para exprimir a mis padres y sacarles todo lo
que pueda de su accidentado noviazgo", dijo. Hasta me adelantó el título
de esa novela: El amor en los tiempos del cólera. "¿Sabes, Marcos? Contra
lo que se supone, todo lo que escribo está basado en hechos reales",
agregó.
Inspiré hondo y le descerrajé algo que me
burbujeaba en la garganta:
-¿Qué opinas, ya con el paso de los años,
sobre El otoño del patriarca?
-Prefiero callarme... Es barroca,
experimental. Estaba presionado por el éxito de Cien años de soledad. Por eso
abandoné el preciosismo enseguida y volví a la fluidez con Crónica de una
muerte anunciada.
Lo miré a los ojos.
-Gabo, esta noche asistirás como invitado de
honor al agasajo que le hacen a Raúl Alfonsín. Un verdadero demócrata. ¿No
tuviste en cuenta a Fidel Castro al escribir El otoño?? Amas la democracia,
admiras a Alfonsín, pero...
-Fidel es un emblema.
-Pero no de la democracia.
-De la revolución.
Entonces, le recordé una anécdota que cuenta
su amigo Plinio Apuleyo Mendoza. Viajaban juntos en un auto destartalado por
las tristes rutas de Alemania oriental y Gabo se durmió. De súbito, al saltar
en un bache, pegó un grito. "¡Qué pasa!", se sorprendió Plinio.
"Tuve una pesadilla", murmuró Gabo mientras se restregaba las órbitas
con furia. "¿Qué pesadilla?" "¡Horrible, horrible! -exclamó
Gabo-. ¡Que el socialismo no funciona!"
-Sí, tuve esa pesadilla. Pero fue una
pesadilla. Amo a Fidel. Y Mercedes lo ama más aún.
Preferí cambiar de tema. Quizás advirtió que
lo contemplaba como a un profeta. En El otoño del patriarca no sólo había
ridiculizado, llorado, disecado y enterrado a muchos horribles dictadores del
pasado y el presente, sino que había profetizado a quien sería el más longevo y
trascendental de todos. Lo pintó antes de ver su decadencia, con los ojos
privilegiados de quien perfora las nieblas del futuro.
-Me parece que más que Fidel Castro, te
subyuga el poder que tiene. El poder es un motor que ningún gran novelista
ignora.
Me tendió la mano y luego nos estrechamos en
un abrazo. Quiso la biología que muriera antes el autor y lo sobreviviera el
personaje, como pasa con los genios. Ahí está, atrofiándose, el ruinoso
patriarca que García Márquez describió hace casi medio siglo con un lenguaje
que envidiaría Góngora: encerrado entre sus recuerdos poblados de las aventuras
que jalonan una revolución tan ingenua como criminal.
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