EL ESPECTADOR
Bogotá - Colombia
20 de
abril de 2014
El alma de la escritura
La revisión juiciosa de la obra literaria de Gabriel
García Márquez
explica por qué se convirtió en el raro caso de un
clásico en vida.
Por:
Héctor Abad Faciolince
El alma de la escritura Gabo durante el Foro
Iberoamericano de 2005
en Barcelona, España. / AFP
Si un hombre se muere cuando deja de latirle
el corazón, Gabriel García Márquez acaba de morir; si un escritor se muere
cuando deja de escribir, García Márquez murió a finales del año 2006, cuando
invitó a comer al grupo más íntimo de sus amigos para contarles que no pensaba
escribir ni una palabra más. Si una persona deja de ser cuando su mente y su
conciencia lo abandonan, podemos decir que el alma de García Márquez venía
escapándose de su cuerpo desde hace algunos años, poco a poco, como si hubiera
querido despedirse de la vida con disimulo, sin que nos diéramos cuenta de que
se iba yendo. Pero si un escritor se muere cuando ya no es leído, podemos decir
que Gabriel García Márquez seguirá vivo mucho tiempo, y morirá del todo
solamente cuando no haya nadie sobre la tierra que sepa leer. Y eso no va a
ocurrir mientras siga habiendo gente que crea en la literatura, que encuentre
sabiduría y felicidad en ella, en las historias bien contadas, en la maravilla
de las palabras escritas. Hay genios a quienes las frases excesivas (por
exageradas que parezcan) no les quedan grandes porque en su caso no son
retórica sino la pura verdad: Gabriel García Márquez y su obra vivirán mientras
haya lectores y mientras haya quienes sepan apreciar la mágica genialidad de su
prosa. Una magia y una genialidad que él tuvo como nunca nadie en Colombia y
como tuvieron muy pocos escritores en el siglo XX.
La última vez que lo vi, en enero del año
2010, García Márquez empezaba a vivir en los desérticos jardines de la
desmemoria, pero todavía conservaba relámpagos luminosos de su alma poética,
esa maravillosa anomalía de su inteligencia, que era la que lo había llevado a
decir y a escribir cosas insólitas que tan sólo se le ocurrían a su mente
prodigiosa. Estábamos en su casa de Cartagena, una casa moderna diseñada por el
prestigioso arquitecto Rogelio Salmona, tomando el fresco de la tarde en una
terraza abierta a los vientos alisios. Mercedes, la esposa del patriarca
octogenario, acababa de contarnos que su intención inicial —veinte años antes—
había sido comprar una casona antigua en el casco histórico de la ciudad vieja,
para remodelarla, pero que al fin no lo habían hecho “por el miedo que Gabo les
tiene a los fantasmas”. La palabra “fantasmas” pareció despertar a García
Márquez de su mente abstraída, le devolvió la chispa a sus ojos ausentes, y
entonces hizo un comentario que nos dio una vez más el escaso placer de la
belleza verbal: “Cuando llegamos aquí yo no recordaba que esta casa era mía,
pero entonces sembramos árboles y nos quedamos”. Todos nos miramos con una
sonrisa que no era de incomprensión ni de compasión sino de estupor: el alma
fugitiva del gran escritor no dejaba de pronunciar frases hermosas y poéticas
aunque estuvieran reñidas con el orden lógico del pensamiento ordinario.
Eran esas dos características unidas (el
comentario de Mercedes y la frase de Gabo) lo que habían hecho de su cerebro y
de su obra algo extraordinario: su credulidad, su alma intacta de niño que cree
por entero las cosas fantásticas que se inventan los grandes (historias de
aparecidos, de fantasmas, de muertos que hablan, de huesos que se mueven y
seres invisibles que sin quitarse el sombrero se sientan “a contemplar las
cenizas del fogón apagado”), y su capacidad de transformar su experiencia
cotidiana en algo fantástico, contándola con giros verbales que volvían
verosímil y casi normal lo increíble y lo mágico. Su personalísima manera de
explicar el mundo por imágenes de gran perfección poética es lo que siempre ha
hecho que sus frases se queden, como él mismo decía, “encalladas en el corazón
de los lectores”. Con sus dotes de adivino, en varias novelas de García Márquez
asistimos a la vejez de patriarcas que se van quedando mudos y mustios,
olvidándolo todo, a la sombra de los árboles de un patio real o de un patio
imaginario. Parecen fantasmas, debajo de su sombrero y dentro de su ropa,
porque ya han dejado de estar en ellos. El cuerpo sin alma es como una jaula
sin pájaro.
Si la vida literaria de un escritor se mide
por el arco de tiempo transcurrido entre sus libros publicados, García Márquez
nos ha acompañado durante medio siglo. Pocas carreras literarias más ricas,
maravillosas y prolíficas que esos cincuenta años de compañía que van desde La
hojarasca, que apareció impresa en 1955, y la publicación de su última
nouvelle, Memoria de mis putas tristes, que es de 2004. Fueron estos dos
libros, precisamente –el primero y el último de su vida de escritor–, los que
recibieron las críticas más agrias y despiadadas. Primeriza y fallida, se dijo
de la primera obra; senil y prescindible, de la última.
Se sabe que García Márquez estuvo a punto de
abandonar su carrera de escritor al recibir una carta de la editorial Losada de
Buenos Aires, firmada por Guillermo de Torre, en la cual el director de esta
prestigiosa editorial no sólo le informaba que no publicarían esa novela
supuestamente fallida, La hojarasca, sino que le aconsejaba al joven escritor
que cambiara de oficio. Borges habló muchas veces del pésimo gusto literario de
su cuñado, pero García Márquez, en ese momento, no podía tener en mente ese
consuelo, que sólo le llegaría tarde.
En cuanto a Memoria de mis putas tristes,
salvo una crítica ponderada y elogiosa de J.M. Coetzee en el New York Review of
Books (que lee la confesión del sabio como una especie de conversión religiosa
y ve a la joven virgen, Delgadina, como a una nueva Dulcinea del Toboso), la
nota predominante fue acusar a García Márquez de pedófilo y putañero, de
proxeneta de las letras y otros insultos, que no críticas, de este calibre. En
este ambiente de moralismo restaurado y neopuritanismo sexual, se pregunta uno
si a principios del siglo XXI alguien hubiera protestado por la censura de un
juez contra Lolita. De hecho, en Irán se recogió la edición del libro de García
Márquez, y nadie dijo nada.
Recientemente hice el ejercicio de releer
juntas estas dos novelas, la primera y la última, para escribir un ensayo.
Tengo una teoría sobre las primeras obras de los grandes artistas: cuando ellos
no saben aún lo importantes que llegarán a ser, escriben, en cierto sentido,
con mucha más libertad y con extremo descuido, con un cierto candor inocente
que desnuda, sin quererlo, aspectos de su ser más recóndito. Creo que la
excesiva frecuencia con que muchos autores reniegan de sus primeras obras
(según ellos por motivos estéticos), y su obsesión en prohibir que se reediten,
no obedece en realidad a razones de estilo o a falencias literarias de los años
de aprendizaje, sino a que no quieren ver expuestas algunas claves secretas de
sus obras posteriores.
Si bien en La hojarasca se percibe un problema
técnico, pues los tres monólogos no se justifican ni están tan bien imbricados
como en otros libros de García Márquez, el libro está salpicado de los
hallazgos poéticos que luego inundarán las mejores páginas de Gabo. Son apuntes
certeros, comparaciones que dibujan lo que ocurre y nos lo ponen enfrente con
la nitidez icástica de una pintura. Por ejemplo, un “muchachito que pasa
silbando, transformado y desconocido, como si acabara de cortarse el cabello”.
O una mujer que “se incorpora, babeando, con la flor de la almohada bordada en
la mejilla”. O esta lucha interior: “igual que si en esas noches lo recibiera
en el cuarto el fantasma del hombre que había sido hasta entonces, y ambos, el
hombre pasado y el hombre presente, se empeñaran en una sorda batalla en la
cual el pasado defendía su rabiosa soledad, su invulnerable aplomo, sus
personalismos intransigentes, y el presente, su terrible e inmodificable
voluntad de liberarse de su propio hombre anterior”.
En lo que respecta a las claves para los
libros posteriores, baste decir que en esta primera novela, García Márquez nos
presenta un Macondo todavía muy apegado a su modelo real, Aracataca, su pueblo
natal, con una compañía bananera también más realista, que es la culpable de
llevar al pueblo la hojarasca (un gentío de braceros foráneos sin destino que
sólo piensa en el lucro inmediato y no se integra al tejido social de la
población), y de barrer el pueblo entero con su partida, y dejar sólo el viento
de desolación que su ausencia levanta. También sería interesante explorar la
iniciación homoerótica del niño como la clave de obsesiones y expiaciones
posteriores en la obra madura del escritor.
Por lo que se refiere a Memoria de mis putas
tristes, el libro tiene, en efecto, pequeños descuidos e inconsistencias
narrativas que el editor debió haber resuelto. No sé si estas serán ya
distracciones de la edad, pero en todo caso las mismas no le quedan nada mal a
un narrador que cumple noventa años. Pero al lado de esas pequeñas fallas,
aparecen siempre, en cada página, los hallazgos y maravillas verbales del
narrador consumado. Doy algunos ejemplos, y empiezo por la elegancia en que se
describe una primigenia reacción fisiológica: “Una corriente cálida me subió
por las venas y mi lento animal jubilado despertó de su largo sueño”. Cierta
coquetería encantadora de su prosa está explicada así: “utilizaba palabras
italianas sin comillas ni cursivas cuando me parecían más expresivas que en
castellano, como debiera ser de uso legítimo entre lenguas siamesas”. Y esta
teoría se aplica en el libro en cantidades perfectamente dosificadas, como lo
revela el uso de palabras como “calamaio” en vez de tintero, “mutandas” en
lugar de bragas y “gonfia” en vez de hinchada. Si en La hojarasca había aún
titubeos (como insertar un “creo”, cuando se dice una exageración, lo que daña
la cara dura de tahúr con que García Márquez aprendió a contar las cosas
imposibles) en Memoria está siempre la presencia firme del narrador consumado y
sin miedo.
Entre estas dos novelas breves que abren y
cierran su obra, está el grueso de los libros de García Márquez que, con toda
justicia, el mundo ha celebrado. Antes del Nobel hay por lo menos tres obras
maestras en el género novelístico: El coronel no tiene quien le escriba, Cien
años de soledad y El otoño del patriarca. Una nouvelle impecable, Crónica de
una muerte anunciada, y dos libros de cuentos prodigiosos: Los funerales de la
mamá grande y La increíble y triste historia de la cándida Eréndira y su abuela
desalmada. Después del Nobel, me parece, hay una sola obra del nivel de las
anteriores: El amor en los tiempos del cólera. Pero con este núcleo duro de su obra
narrativa (y dejo por fuera su extenso trabajo periodístico, que merece un
estudio aparte, por su riqueza, frescura y complejidad, especialmente en su
obra de articulista) creo que solamente gabofóbicos y malquerientes pueden
dudar de la importancia central que tiene García Márquez para la narrativa
universal en la segunda mitad del siglo XX.
El solo caso de Cien años de soledad, ese big
bang de la novela contemporánea que estalló en Buenos Aires en 1967, bastaría
para hacer de García Márquez un clásico del siglo XX. Por descabellado que sea
hacer profecías, creo que hay pocas posibilidades de error cuando se dice que
este solo libro —que es la épica necesaria a toda civilización y por lo tanto
una obra que le hacía falta a toda América Latina— seguirá siendo leído con
deleite y pasión en los siglos venideros. La fantasía y la violencia, la vida
familiar y las hazañas de guerra, la magia casi mística y el encanto poético,
todo está reunido ahí, en esas 350 páginas encantadoras, en las que incluso las
imperfecciones son lunares que lucen, como los descuidos de Cervantes o las
inevitables cabeceadas de Homero.
Tuve la fortuna de asistir, en la Feria del
Libro de Guadalajara del año 2003, a una cena en la que García Márquez y Paco
Porrúa (el editor que contrató aquella gran novela, Cien años de soledad, para
editorial Sudamericana, traductor de Bradbury y “descubridor” de Cortázar)
rememoraban esos meses frenéticos en que por primera vez un libro suramericano
se convertía en un caso mundial. Lo que no contaron fue un chisme gracioso que
cuenta Bioy Casares en su diario de Borges: “García Márquez pasó épocas de
pobreza en las que decía a sus chicos que no se afligieran, que un día llegaría
un señor con una valija llena de dinero. Cuando vendió tanto Cien años de
soledad, la Sudamericana le previno que le pagarían una suma considerable.
García Márquez dijo que bueno, pero que no le mandaran un cheque, que un señor
llevara el dinero en efectivo, en una valija. Llegó el señor y García Márquez
abrió la valija delante de sus hijos”. Lo que en la vida pública es una obra
épica, en la vida privada se convierte en un cuento de Aladino.
Es posible que la sensibilidad actual soporte
mal ciertos excesos e hipérboles del realismo mágico, así como nos parecen
cursis ciertas frases de las novelas románticas, eternas las sagas realistas o
desmesuradas las hazañas de los libros de caballería. Las modas pasan, las
sensibilidades cambian. Pero hay que advertir que las exageraciones de esta
escuela no se deben tanto a García Márquez como a sus imitadores, que son
legión, tanto en el ámbito de nuestra lengua como en otras literaturas. Decía
Lichtenberg que lo malo de los libros realmente buenos es que suelen dar origen
a muchos otros libros malos y mediocres. Muchos de quienes se hastiaron del
realismo mágico —un hastío que muchos hemos compartido— han sido muy injustos
con el más grande exponente de este género literario. No han juzgado a García
Márquez después de releer sus obras, grandiosas y convincentes en sí mismas,
sino por esa sopa recalentada que han sido y siguen siendo los libros de sus
epígonos. Que los imitadores hayan desgastado ciertos recursos estilísticos
hasta llevarlos al límite de un empalago meloso, no quiere decir que estos, en
manos de su creador original, no hayan sido magníficos. Lo que fue maravilla y
descubrimiento, quedó arruinado por los plagiarios de pacotilla, pero esa
moneda hoy falsificada por tantos, tuvo curso legal y era de oro de buena ley.
Como decía don Alfonso Reyes comentando la
forma en que ciertos escritores y estilos caen en desgracia con el paso de las
generaciones y las veleidades del gusto juvenil: “Cuando un sistema de
expresiones se gasta por el simple curso del tiempo y no porque carezca en sí
mismo de calidad intrínseca, lo más que podemos decir es: ‘Lo que emocionó a
los hombres de ayer, porque para ellos fue invención y sorpresa, a mí ya no me
dice nada. He absorbido de tal forma ese alimento, que se me confunde con las
cosas obvias. Agradezco a los que me alimentaron y continúo mi camino en busca
de nuevas conquistas’. Pero en manera alguna tendremos derecho de negar el
valor real, ya inamovible en el tiempo y en la verdad poética, que tales obras
o expresiones han representado y representan, puesto que en el orden del
espíritu siempre es lo que ha sido”.
No puedo no tocar el tema más antipático y
molesto en el que muchos se explayan cuando hacen su diatriba de García
Márquez: la política y la triste cercanía del autor con presidentes y personas
poderosas. Así como a Jorge Luis Borges no se le perdonará nunca que haya
recibido una medalla del dictador Pinochet, a García Márquez tampoco le
perdonarán que haya recibido una casa del dictador Fidel Castro, o aún peor,
que se haya convertido con los años en un amigo suyo. Esta fascinación por el
poder ha sido, sin duda, una de las debilidades del carácter de García Márquez.
Gracias a este embeleso, sin embargo, y a su conocimiento directo de los
dictadores, existe una novela grandiosa como El otoño del patriarca. Pero ese
mismo embeleso lo llevó a cometer disimulos de sumisión ante salvajadas que no
podían negarse. Muchos grandes escritores no han sido hombres perfectos, y sólo
podría decirse, para evitar ensañarse con esta faceta suya, que quienes la
recalcan son personas como Fernando Vallejo, que ha hecho elogios públicos de
los paramilitares colombianos –asesinos en serie– sin que le tiemble la voz, o
como intelectuales incondicionales con la política exterior de Estados Unidos.
Un amigo o partidario de Bush, genocida en el Medio Oriente, no ha caído menos
bajo que un partidario de Castro. Lo cual no justifica a ninguno de ellos.
Pero hay algo más, que es quizá el terreno que
pisan los gabófobos cuando atacan a García Márquez ya no política, sino
literariamente: para bien o para mal, nuestro subcontinente ha cambiado, y las
nostalgias que han gobernado esa obra inmensa e inimitable, para las nuevas
generaciones ya no tienen la misma resonancia mítica. El mundo es otro,
nuestras infancias fueron otras, y algunas recetas del realismo mágico, como se
explicó antes, se han desgastado. Así como a veces Borges parecía imitarse a sí
mismo, también hay páginas de García Márquez (lo noto sobre todo en Noticia de
un secuestro o en Del amor y otros demonios), que están hechas con su misma
técnica impecable pero sin la sangre y la médula vital que las habitaba al
principio. Él mismo lo notó, y creo que su silencio de los últimos años, además
del cansancio de la edad, se debe a que ya estaba escribiendo con la inercia
del oficio y no con el vigor de las entrañas.
García Márquez tuvo la dudosa suerte de
convertirse en un clásico en vida, y de que sus libros ya no se prohibieran
(como sucedía hace cuarenta años en algunos colegios colombianos) sino que se
recetaran en las mismas cucharadas con que a los escolares les formulan
comedias de Shakespeare y cantos de Dante. Así es fácil llegar a ser más
venerado que leído, y más fácil aún levantar aplausos cuando los gabófobos
toman impulso para la diatriba y el insulto. Pero si alguien abre al azar, por
gusto y no por deber, una página cualquiera de Cien años de soledad, del
Coronel no tiene quien le escriba o de El otoño del patriarca descubrirá que su
magia poética es real, y que esas historias maravillosas —de erotismo, de
guerra, de intimidad y de violencia— conservan un encanto intacto y perdurable.
Lo mismo ocurre con sus mejores cuentos, con Noticia de un secuestro, o con esa
hermosa historia amorosa de la madurez: El amor en los tiempos del cólera.
Cuando alguien tiene un instinto mucho más
agudo que la suma de los cinco sentidos, y cuando a ese instinto se une una
intuición poética pasmosa y un profundo conocimiento del corazón humano, no es
raro que al dueño de tantos atributos se le asigne también el don de la
adivinación y de la profecía. La abuela de García Márquez decía que su nieto,
Gabito, era adivino. De adivino a divino hay sólo una vocal de distancia. No
hay que dar ese paso: García Márquez fue un gran escritor de este mundo. Un
escritor inmenso, y el más grande que ha habido en la historia de Colombia.
Escribió novelas inmensas que, si el español sobrevive, se seguirán leyendo a
través de los siglos. Pedir más es imposible, y decir más es pecar de
idolatría.
Como ejemplo de vocación y disciplina, de amor
a un oficio y al mismo tiempo como modelo de una vida plena y con sentido, los
escritores latinoamericanos no podemos contar con uno mejor. Como narrador ha
sido capaz de “hacer la realidad más divertida y comprensible”, lo que para
nosotros sus lectores es una dicha y para sus colegas un gran reto. Más que un
gran colombiano, es un gigante de la literatura de todos los tiempos, que le
demostró al mundo que también en nuestro potrero florecido se pueden dar
grandes obras de literatura. Ojalá sus coterráneos seamos capaces, no de
insultarlo ni de convertirlo en un dios, no de subirnos sobre sus hombros para
intentar ver más lejos (porque en la literatura no hay progreso), no de
imitarlo usando como bastón sus invenciones, sino de seguir adelante por
nuestro propio camino, sin emular su estilo sino su vitalidad, su amor por el
arte y su confianza en que la literatura sigue siendo una herramienta
maravillosa para “desembrujar los secretos del mundo”.
** ** **
EL PAIS
Cali - Colombia
27 de
Abril de 2014
Mi amigo inmortal
Por
Patricia Lara
Que los periódicos del mundo entero, desde
Colombia hasta China, desde Estados Unidos hasta Senegal, desde Argentina hasta
Rusia, desde Cuba hasta Arabia Saudita, desde Brasil hasta Japón, desde México
hasta Francia, le hayan dado primera plana a la noticia de la muerte de un
hombre que se dio a conocer sólo por lo que produjo con su máquina de escribir,
y que también la radio de todos los rincones y las cadenas de televisión de
todos los continentes hayan registrado su adiós y hayan recordado párrafos de sus
obras, me puso frente a la abrumadora sensación de que un colombiano, quien
además había sido uno de mis más queridos amigos, había logrado satisfacer ese
anhelo que la humanidad ha tenido desde el comienzo de los tiempos y que, para
colmarlo, se ha inventado la existencia de las religiones y, ellas, la de los
conceptos del cielo, y del más allá, y de la reencarnación, y de la vida
después de la muerte.
Desde 1967, cuando en quince días se agotó la
primera edición de Cien Años de Soledad, luego de que Mercedes Barcha vendió la
licuadora de su casa para pagar el porte de la segunda parte del manuscrito que
su marido, Gabriel García Márquez, le había dado para que le enviara a
Francisco Porrúa, el editor de Suramericana en Buenos Aires, ya que no les quedaba
ni un peso en el bolsillo, era posible imaginar que la novela perduraría.
Y después, cuando las ediciones siguientes
continuaron agotándose, y la obra empezó a traducirse a todos los idiomas, y
alcanzó los cincuenta millones de ejemplares, su permanencia fue
incuestionable.
Y cuando después de siete años Gabo terminó El
Otoño del Patriarca, una novela perfecta, que él decía que era su mejor libro
(yo creo lo mismo), la leyenda se incrementó.
Y cuando escribió otras obras espléndidas (El
Amor en los Tiempos del Cólera, Crónica de una Muerte Anunciada, Noticia de un
Secuestro, etc.) y se ganó el Premio Nobel, el mito se disparó. Y cuando la
Real Academia estableció que después de El Quijote de Cervantes, Cien Años de
Soledad era la novela más importante de la lengua española, la consagración de
García Márquez quedó sellada.
Pero ahora, a raíz de su muerte, se hizo
evidente que él había trascendido el tiempo y que sus nietos, y sus
tataranietos, y sus chosnos, y los chosnos de ellos, y así, por las generaciones
futuras, seguirían recordándolo y él continuaría viviendo a través de sus
historias, de sus personajes y de sus textos.
Recuerdo que una vez Gabo me dio la clave del
por qué de ello:
- ¿Usted sabe por qué mis libros se leen por
igual en África, en Japón, en Europa o en Colombia? Porque siempre los lectores
descubren que alguien cercano a ellos, la mamá, o la mujer, o el tío, o la
novia, o el marido, se parece a uno de mis personajes.
Y es precisamente ese percibir en su gente lo
que la hacía universal, y ese plasmar esa universalidad en un pueblo
polvoriento de nuestra costa al que bautizó Macondo, lo que perpetuó a García
Márquez. Es esa sintonía suya con lo humano de los seres humanos, y esa
capacidad de trasmitirlo de manera poética, lo que lo hizo universal.
En una de sus frases memorables Gabo afirmaba
que la verdadera muerte es el olvido. Pues bien, para tranquilidad de ese
costeño entrañable que le tenía terror a la muerte, y era tan de carne y hueso
y tan cercano, que parecía de lavar y planchar, él no murió porque ninguna
generación, a través de los tiempos, lo va a olvidar: se volvió inmortal.
** ** **
MEMORABILIA GGM
Cali – Colombia
20 de abril de 2014
La
resurrección de Gabo
Por Winston Espejo*
Cortesía
del autor.
Anoche, Sábado Santo, luego de asistir a la misa de
resurrección, soñé que Gabo resucitaba. Abrían su tumba, Mercedes y Aída, la
hermana consentida. El sepulcro vacío y un ángel de alas enormes y semblanza de
erudito anunció la buena nueva: Gabo regresa.
Una sonrisa alegró mi rostro. Trompetas celestiales
cantaron su bienvenida al unísono. Y en el cielo se dibujó una mancha amarilla
que en segundos me enteré eran sus mariposas bravías celebrando su regreso. Me
dije que si Jesús tenía ese derecho, el niño de Aracataca también. Pero más el
resto de mortales ávidos de sus historias y la manera mágica de contarlas.
Como todo un Benjamín Button que nace anciano y el tiempo
va volviendo joven, Gabo iba sufriendo una transformación asombrosa. Lo vi
viejo, con esa sonrisa infantil y la mirada extraterrestre con que lo mostraba
la televisión en sus últimos días. Lo vi sereno, con el ceño maduro de los
sesenta y siete, cuando aún producía y nos regalaba sus letras y se encantaba
al regalárnoslas. Lo vi altivo, orgulloso, con su liquiliqui blanco reluciente,
recibiendo el premio de los suecos.
Lo vi, muchas veces, en blanco y negro, y hasta en
technicolor, y lo encontré en una silla, agazapado en su fría oficina de El
Espectador cuando aún no sabía que el Nobel lo iba a enlazar, y apenas se
retorcía el bigote y pensaba en las próximas ideas de sus historias y cómo iba
a contarlas.
Claro, dijo mi conciencia, tienes bien hilvanadas las
escenas que muestra la televisión, se ve que te afectó la misa y las palabras
del cura acerca de propagar a cuatro vientos la resurrección de Jesús.
Quedo estacionado en la realidad. Y siento envidia de
quienes estuvieron a su lado, de Fernando Jaramillo, por ejemplo, creador de un
blog a su memoria y testigo de su sencillez y buen sentido del humor, de
quienes compartieron a dos metros de distancia la lectura en voz alta de su
prosa, de quienes debatieron con él la verosimilitud de sus temas y lo pusieron
en alerta sobre una u otra incoherencia encontrada en algún boceto de sus
escritos.
Envidia: me salvó de ese pecado, cometido en plena Semana
Santa, recordar que hace un par de meses, sin más motivos, quizá por algún
artilugio de la conciencia, lo soñé. Caminábamos juntos y me hablaba sobre lo
avasallador de la fama y el oficio del escritor.
Es verdad. Y es lo único que tengo de él. Aunque también
tengo sus cuentos, sus novelas y esa mágica forma de escribir que no encuentro
en otros, y que morirán, desde el día que lo leí por primera vez, solo conmigo.
Gabo, te fuiste un Jueves Santo, te le adelantaste unas
horas a Jesús, que al fin y al cabo resucitará al tercer día. Yo despierto del
sueño de tu resurrección y caigo en la cuenta de que la muerte es solo un truco
de un misterio llamado tiempo y que unos días antes estabas con los mortales,
ávidos, como tú mismo lo estabas, de nuevas historias con tu impronta.
Dios creó las letras. Gabo les dio vida. Y del cielo
llueven flores amarillas…
* Primer puesto en
el concurso de cuento RCN del año 2012
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