12 de mayo de 2013

MEMORABILIA GGM 671


EL HERALDO
Cartagena de Indias - Colombia
12 de mayo de 2013

Gabo, según el libro 
de su hermana Aída


Octogenaria y memoriosa, Aída Rosa García Márquez, hermana del Nobel y exmonja salesiana, acaba de publicar Gabito, el niño que soñó a Macondo, un libro lleno de viejas evocaciones familiares. Andrés Salcedo habló con la autora en su casa de Barranquilla.
Por Andrés Salcedo


 La semana pasada, en su residencia de Cartagena, el Nobel colombiano tuvo el libro en sus manos.

A sus casi ochenta y tres años, Aída Rosa, la cuarta de los once hijos de Gabriel Eligio García y Luisa Santiaga Márquez, ha vuelto por entero a la inocencia de la infancia en los lentos y paradisíacos confines de Macondo; a los juegos infantiles con Gabito, Luis Enrique y Margot, los tres hermanos mayores en aquella casa que ella recuerda hasta en los más pequeños detalles: la sala, el comedor, la alacena, repleta de víveres adquiridos en el comisariato de la United Fruit Company; el perfumado jardín, el corredor de los geranios, el cuarto de los santos, el de huéspedes, los chécheres amontonados en el de San Alejo.

En su libro Gabito, el niño que soñó a Macondo, los recuerdos de Aída Rosa, centrados en la casa familiar de Aracataca, abarcan un tiempo, un paisaje y unos personajes que se han escapado de las obras de su hermano mayor y se han colado en la suya, para acompañarla y darle alas a esta inesperada, hermosa aventura literaria de la senectud.

Aída me recibe en su modesto y cálido apartamento barranquillero, poblado de íconos familiares que me miran desde viejas fotografías enmarcadas: los abuelos, los padres, los hermanos. Hay también diplomas de su vida escolar, recuerdos de su largo pasado de institutora y de sus veinte años entregados al servicio humanitario como hija de la comunidad de María Auxiliadora.

En las paredes veo fotos de Gabito que lo muestran en diferentes momentos de su vida y frases escritas por él, con esa letra suya que cualquier colombiano identifica fácilmente. En algunas aparece ella junto a ese hermano al que nunca, desde los lejanos días infantiles, ha dejado de reverenciar.

Sentados en torno a la mesa donde a lo largo de dos años escribió a mano, con su fina caligrafía de estudiante normalista, las 160 páginas de su libro, sus palabras, disparadas por una memoria juvenil, corren más rápido que mi bolígrafo y me obligan a pedirle con frecuencia que me repita algún nombre, fecha o suceso que no pude atrapar. A nuestro alrededor solo se oye el repetido clic clic de la cámara de Josefina Villarreal, que se acerca, se aleja, se disuelve en el aire.

Como le ocurrió a Gabito cuando acompañó a su madre a Aracataca para buscarle un comprador a la vieja casa de los abuelos, a Aída Rosa el reencuentro con aquella casa, ahora restaurada y convertida en museo, la confrontó con los contenidos más antiguos de su memoria. Los olores, colores y sabores de su infancia.

–Para mí, que desde hacía mucho deseaba volver a esa casa, todo el viaje fue un redescubrimiento. Recorrí de nuevo el trayecto del tren bananero de aquellos años. El paisaje seguía igual. Los sembrados, los árboles frondosos, los ríos bajo los puentes, esas piedras como huevos prehistóricos que describió Gabito, el olor del banano. Cuando traspasé el umbral de la casa se me revolvió la nostalgia. Ya no era, claro, aquella casa donde las mujeres dormíamos envueltas en sábanas de lino, pero a pesar de los cambios que se hicieron para convertirla en museo, reconocí cada rincón. Como dice Gustavo Tatis en el prólogo, fue como una epifanía.

¿Y Aracataca? ¿Reconociste al pueblo de tu infancia?
El pueblo próspero de la época de la United Fruit Company ya no era el mismo. Aquel lugar donde mi abuelo, el Coronel, era querido y respetado por todo el mundo, había dejado de existir. Cuando regresé a Barranquilla le conté la experiencia vivida a mi primo psiquiatra Patricio García y le dije que quería poner todos esos recuerdos sobre el papel. Tienes que hacerlo, me dijo. Hice primero una versión en verso pero después, animada por el mismo Patricio, lo pasé todo a prosa.

Me encanta la portada del libro, con las mariposas amarillas y la foto de ustedes, los hermanos mayores, que entonces eran unos niños…
Esa foto la tomó mi papá el día que nació Gustavo, que es el que me sigue. Lo recuerdo como si hubiera sido ayer.

Háblame de esa infancia compartida con Gabo en Aracataca…
Entonces éramos apenas cuatro hermanos y nos la pasábamos jugando desde que amanecía hasta que nos íbamos a la cama muertos de cansancio. Bueno, también nos peleábamos pero nos queríamos tanto que no tardábamos en hacer las paces. Era una vida sabrosa, la vida fácil y sabrosa de los pueblos. Jamás vi a mi madre ofuscada o nerviosa. Gabito era el líder, lo fue desde siempre.

¿Era el líder por ser el mayor?
No, lo era por su inteligencia. Tenía unos nueve años y ya mostraba ese talento apabullante. Dibujaba barajitas que representaban cada uno de los meses del año. Por ejemplo, pintaba cometas para señalar que en tal mes habría vientos. Y paraguas, anunciando que iba a llover o que habría sol en el mes siguiente. Hacía pases de magia delante de nosotros, dizque para desaparecernos. En un cuaderno cuadriculado dibujaba secuencias de películas o tiras cómicas donde nosotros éramos los protagonistas. Hacía todo eso estimulado por el abuelo Nicolás Ricardo Márquez, que nos llevaba al cine y al circo, cada vez que la carpa llegaba al pueblo. De verdad, éramos muy felices.

Cuando uno examina la biografía de cada uno de los once hermanos García Márquez descubre que ustedes han nacido en diferentes partes de la Costa. Los hay cataqueros, sucreños, barranquilleros…
Ah, es que vivíamos una vida de gitanos, no echábamos raíces en ninguna parte. Pero eso hizo que fuéramos tan unidos porque la vida de familia era el centro de nuestro universo. Y en todos los lugares donde vivimos fuimos felices y de todos esos sitios me acuerdo. Yo, por ejemplo, recuerdo los aguaceros y los arroyos en el Barrio Abajo y los muñequitos que hacíamos con el barro que se formaba después de la lluvia. Y los días luminosos en La Mojana, que era una tierra tan fértil como el valle del Nilo. Allá en Sucre, Sucre, mi papá tenía una farmacia en la plaza del pueblo y llevábamos una vida holgada.

Bueno, pero después de esa infancia feliz, cada hermano cogió su propio camino. Crecieron, estudiaron, se enamoraron, formaron sus propios hogares. ¿Y tú? ¿Qué rumbo tomó tu vida?
Bueno, primero mi papá me mandó a estudiar con mi hermana Margot al colegio de la Sagrada Familia de las Hermanas Capuchinas en Montería, donde estuve un año. Después me gané una beca y me fui interna a la Normal de Santa Marta, que era en ese momento uno de los mejores colegios del país. Allí había estudiantes llegados de toda la Costa y el profesorado era del más alto nivel. Todavía hoy tengo fresco en la cabeza todo lo que me enseñaron esos profesores. Pero es que no recibíamos solo conocimientos, también nos enseñaron a ser responsables, honestos y disciplinados. Recuerdo con especial cariño a la rectora, María Elena Contreras, que era de Ibagué. A ella le debo mi amor por la poesía. Imagínate que allí a las internas no nos despertaban con toque de campanas sino con las notas del Ave María de Schubert. Nos dictaban 14 materias, desde puericultura hasta práctica pedagógica. En esa inolvidable escuela estudié siete años hasta graduarme como institutora en 1953.

¿Cuándo decidiste ingresar a un convento?
Una vez graduada, me fui a trabajar a Cartagena, adonde ya se había trasladado la familia. Comencé en el 54 como profesora en la Escuela Fernando de la Vega y después me nombraron en el colegio de las monjas salesianas, en el barrio Alcibia. Esas eran las mismas hermanas con las cuales yo había estudiado. Pues, qué te digo. No es que me hubieran obligado, pero yo sentí el llamado. Sentí que la voluntad de Dios sobre mi vida era esta. Le comuniqué mi decisión al noviecito que tenía entonces. El muchacho se puso muy triste pero me dijo que lo consolaba el hecho de que me iba a casar era con Dios. Hice toda la carrera religiosa en pueblos de Antioquia. El aspirantado, el postulado, el noviciado. Finalmente tomé los hábitos en 1960. En total, fui monja salesiana durante veinte años.

¿En qué año cuelgas los hábitos?
Después de trabajar en diversas instituciones en Antioquia volví a la Costa. Me nombraron Coordinadora de Prácticas en la Normal de Fátima en Sabanagrande, Atlántico, hasta que en 1979 me retiré. En el 80 pedí la dispensa de los votos en Roma.

¿Qué pasó, te aburriste?
No. Quería seguir mi carrera de educadora como seglar. Me retiré de la Comunidad pero seguí frecuentándola. Fui profesora de la Normal La Hacienda y del Instituto Politécnico Femenino, aquí en Barranquilla, hasta 1999, cuando me jubilé. Para cerrar con broche de oro, en los últimos años dicté en la Normal la Cátedra Gabriel García Márquez. La niña necia e inquieta que aparece en mi libro había llegado a la madurez de la vida con la conciencia limpia y el corazón rebosante de amor.

–Pero con este libro comienza otra historia –le digo– y ahora es la misma niña pequeña del libro la que me devuelve la mirada.

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