25 de diciembre de 2012

MEMORABILIA GGM 641

Publicamos las crónicas siguientes
 por cortesía de su autor.
Con nuestros agradecimientos por su remitido.

EL HERALDO
Barranquilla - Colombia
16 de Diciembre de 2012

12 periodistas en busca de
Macondo en Barranquilla
(Parte I)

Por Joaquín Mattos Omar

 Gabo, Cepeda, Escalona: Macondo es una fiesta. Reproducción: Jesús Rico/EL HERALDO

Entre el miércoles 23 y el domingo 27 de mayo de este año, 12 periodistas latinoamericanos, el mayor de los cuales apenas si rebasaba los 30 años, en cumplimiento de una tarea asignada en un taller de crónicas dirigido por el norteamericano Jon Lee Anderson –un joven viejo lobo de mar en el oficio–, recorrieron acuciosamente Barranquilla y algunas poblaciones vecinas en busca de los rastros dejados por García Márquez en la capital del Atlántico, pero, sobre todo, en busca de la presencia real, objetiva, de Macondo en esta ciudad y sus alrededores.

Tanto el director del taller como los periodistas participantes partían de la convicción de que Macondo, como han observado algunos críticos, es el arquetipo de una realidad mucho más extensa que la imaginaria, pequeña y casi aislada aldea de los Buendía, y que puede encontrarse, por tanto, en cualquier parte de Colombia, incluida desde luego Barranquilla, que es el nombre con que García Márquez pensó en un principio bautizar el mítico espacio de sus cuentos y novelas.

La expedición estética de cinco días para capturar aquí las manifestaciones de Macondo empezó a las nueve de la mañana de ese miércoles 23, en un salón de una neoclásica mansión del barrio El Prado, cuando Jon Lee Anderson dijo: “El objetivo es llegar siquiera un puntito al corazón o al alma de esta ciudad, con base en el hecho de que ésta fue la ciudad que inspiró a García Márquez”. Así inauguró el taller titulado “Crónicas de la Barranquilla de García Márquez”, organizado por la Fundación Gabriel García Márquez para el Nuevo Periodismo Iberoamericano (FNPI).

Al mediodía, los 12 periodistas y Anderson, acompañados por Jaime García Márquez, el hermano del novelista, almorzaron en el legendario bar-restaurante La Cueva; por la tarde, se dirigieron al Museo del Caribe, cuyo recorrido iniciaron por la Sala Gabriel García Márquez. La visita a estos dos lugares tenía por fin proporcionarles un contacto con los lugares que guardan evidencias y representaciones explícitas del mundo personal y cultural del autor de Cien años de soledad.

Al caer el día, en otra área del Museo del Caribe conectada también con el objetivo de la misión periodística, la Mediateca Macondo, Anderson dio las últimas orientaciones al grupo de 12 sabuesos antes de que los mismos se dedicaran, a partir del día siguiente, a batir la ciudad en busca de Macondo y de las huellas de su inventor o descubridor.

Del calor y otros personajes. El jueves 24, la chilena Daniela González, de la revista Paula, de Santiago, estaba ya casi convencida de que había avizorado a Macondo en el calor de la ciudad. El día anterior no lo había pensado como tema principal sino como un elemento para ambientar su crónica.

Aquel jueves, sin embargo, recordó una frase leída recientemente en Vivir para contarla (“…el calor era tan inverosímil, sobre todo durante la siesta, que los adultos se quejaban de él como si fuera una sorpresa de cada día”) y entonces se enfocó en ese asunto.

Cayó en la cuenta de que el calor era otro personaje más de la obra de García Márquez. No tuvo dudas: Macondo estaba allí. Le sugirieron buscar el calor en dos puntos concretos: el centro de Barranquilla –el territorio por donde se movía el joven García Márquez durante los años en que vivió en esta ciudad– y el estadero de salsa La Troja.

Lo encontró en ambos lugares, en efecto, hasta el hervor… casi religioso. Hacia el mediodía, vio en el centro un carrito de “raspao” atendido por un viejo y, mientras éste rallaba un pequeño bloque de hielo, a su mente acudieron las primeras líneas de Cien años de soledad.

Una mujer que cocina almuerzos en el edificio donde estuvo la antigua sede del diario EL HERALDO, en la que trabajó García Márquez, le contó que es normal que los transeúntes caigan de pronto desmayados en plena calle a causa del insoportable bochorno.

Desde luego, hay que decir que eso no es cierto. Si bien, como ella averiguaría después, la semana anterior le había ocurrido eso a una mujer de 60 años, y el año pasado un hombre de 53 también había colapsado en la vía “y los periódicos anunciaron que el calor ya estaba cobrando las primeras víctimas del año”, es evidente que la cocinera exageraba –como lo sabe todo el que ha vivido en Barranquilla–, pero Daniela lo creyó a pie juntillas.

De modo que el sábado 26 por la mañana –y después de haber pasado parte de la noche del viernes bailando en La Troja hasta sudar a chorros y experimentado una suerte de comunión sagrada con el calor–, escribió el primer párrafo de su crónica y esa misma noche la concluyó. Su título era “Acalorada en Barranquilla” e incluía, en la parte relativa al episodio de La Troja, un pasaje que revelaba que su escritura estaba ya igualmente caliente, hasta alcanzar la hipérbole garciamarquiana: “Esto era una rendición total al sudor. El pelo mojado. Las manos mojadas. (…) Ni siquiera fui capaz de abrir una botella de agua porque simplemente no pude encontrar una sola parte seca entre ella y yo para poder agarrarla bien y destaparla. Estábamos todos en una piscina y yo imaginaba que el aire ya simplemente se había convertido en agua”.

La peruana Marisol Grau, del diario El Comercio, de Lima, se enteró en la sesión inaugural del taller que, de chico, García Márquez había vivido en el Barrio Abajo.

Su olfato la llevó a escrutar esos pintorescos lares de la ciudad. Y, muy cerca de la casa donde había habitado el escritor, conoció a un anciano de 92 años llamado Vespasiano Pájaro, nativo y vecino del barrio de toda la vida. Su solo nombre, diría después, la puso alerta: “Me pareció muy García Márquez”.

Así que, aunque habló con otros vecinos en los que creyó ver indicios de lo que buscaba, decidió acechar al nonagenario hasta convencerse de que él era uno de “esos personajes que uno sólo encuentra en las novelas del escritor colombiano Gabriel García Márquez”, como escribiría después en la crónica que, en efecto, le dedicó: “Libre como un Pájaro en Barrio Abajo”.

Allí, luego de contar que la ilusión de Vespasiano era llegar a la misma edad que había alcanzado su madre, 105 años, y que tras de ello moriría tranquilo, anotaba: “Junto a él cobra sentido el término realismo mágico”. Al leerla el domingo 27 por la tarde, en la sesión final del taller, Jon Lee Anderson estuvo de acuerdo. “Nos resulta un personaje salido de Macondo”, le dijo.

El colombiano Alberto Mario Suárez, corresponsal del diario El Tiempo en Cartagena, llegó a Barranquilla con una pista firme. Un amigo le había hablado de un tipo, residente en el vecino municipio de Soledad, que tiene la insólita particularidad de que todo en él es siempre verde: la ropa que viste (tanto por fuera como por dentro), los zapatos, el paraguas, la casa y los objetos de la casa: los muebles, la estufa, la nevera, las toallas, el perfume, las peinillas… ¡y hasta la salsa de tomate y el arroz! Incluso, había sepultado a sus padres en ataúdes verdes y puesto a sus tumbas dos lápidas verdes.

Y todo esto, según le diría al periodista, lo hace, desde 15 años atrás, simple y llanamente “por mamar gallo”. Para Suárez, este hombre llamado Camilo Barceló, de 59 años, era una típica irrupción macondiana, pero, por si acaso, se esforzó por hallarle alguna conexión manifiesta con el premio Nobel colombiano. La dejó consignada así en su texto: “Es, como lo dijo Gabriel García Márquez en una de sus columnas de EL HERALDO refiriéndose a su amigo Álvaro Cepeda Samudio, un tipo con el coraje para ‘hacer las cosas como le viene en gana’”.

En aguas macondianas. El nicaragüense Carlos Salinas, editor del sitio web de la revista semanal Confidencial, de Managua, tenía muy presente que Barranquilla se halla a orillas del río Magdalena y que las aguas de éste irrigan buena parte de la obra de García Márquez. Por eso lo primero que se le ocurrió fue abordar una posible arista del tema: el río Magdalena de hoy no es ya el mismo de los libros del premio Nobel.

Pero cuando fue a explorar el terreno físico, dio casualmente con un grupo de pescadores dedicados a la pesca artesanal cerca del mercado público y de la Intendencia Fluvial. Eran desplazados de la masacre paramilitar del 22 de noviembre de 2000 en Nueva Venecia y Trojas de Cataca, en la Ciénaga Grande de Santa Marta.

Su obstinación por sobrevivir de un río que a su vez trataba de sobrevivir al abandono a que lo había mantenido relegado la ciudad, le pareció un buen campo. Empezó a escribir la historia el sábado en la sede del taller, continuó en la noche en el hotel y terminó el trabajo en la madrugada del domingo.

Por la tarde, después de leerla, Anderson le dijo: “Hay una sensación de misterio, de algo desconocido (lo que es propio de una reportería corta), pero esto está compensado por la destreza con que está escrita la crónica. Nos convences de que la ciudad le ha dado la espalda al río”. Y añadió: “Todo está bajo el paraguas de una Barranquilla a la que nos acercamos con la visión que nos da el conocimiento de la obra de Gabo”.

La brasilera Carol Pires, corresponsal en Brasilia de la revista Piauí, de Río de Janeiro, tenía puestas sus esperanzas en dos artículos de García Márquez que traía en su maleta. Se trataba de dos entregas de su columna La Jirafa, una de abril de 1950 y la otra de junio de 1951, que tratan ambas sobre un famoso futbolista compatriota suyo: Heleno de Freitas.

Esa hoja de ruta la condujo a descubrir la importancia que tiene para Barranquilla su equipo profesional de fútbol, el Junior, donde había jugado De Freitas por aquellos años. Se propuso indagar qué representa el equipo para la personalidad de la ciudad.

Empezó a buscar hinchas y, finalmente, centró su crónica en la historia de uno de ellos: Óscar Borrás, que, disfrazado durante 40 años de tiburón, fue como la mascota oficial de la escuadra en cada partido que ésta jugaba en su estadio, hasta que fue reemplazado por otro el año pasado por decisión de los directivos del Junior. En su crónica, Pires mencionaba, por supuesto, las “jirafas” del joven García Márquez sobre De Freitas y afirmaba que el Junior es el equipo del corazón del escritor.


EL HERALDO
Barranquilla - Colombia
23 de Diciembre de 2012

12 periodistas en busca de
Macondo en Barranquilla
(Parte II)

Por Joaquín Mattos Omar

La colombiana Luisa Reyes, de la revista Soho, había consultado, antes de llegar a Barranquilla, la edición en línea de EL HERALDO y otras webs relacionadas con la ciudad, y se había enterado de un caso en un pueblo del Atlántico, Usiacurí, que, por su relación con la presencia de lo sobrenatural en Cien años de soledad, le pareció perfecto: la aparición de la Virgen en una hoja de una mata de plátano. Así que decidió viajar allí a investigar la historia. “Tienes que explorar la fe de la gente desde un punto de vista tolerante”, le aconsejó Jon Lee Anderson.

Al llegar, encontró que estaba lloviendo bajo un sol radiante, y eso también le pareció macondiano. Le llamó la atención que todos los habitantes creían en la aparición, menos el cura del pueblo. El Obispo auxiliar de Barranquilla, monseñor Víctor Tamayo, le dijo que las autoridades eclesiásticas no iban a “inspeccionar” ese tipo de milagros, “porque ocurren todos los días”, y que no los podían avalar porque se requería de un largo trámite, que incluía “ver si la imagen persiste en la hoja y si sigue obrando milagros”.

Reyes atrapó, además, otra afinidad con el universo ficticio de García Márquez y fue que “en el pueblo no hay muertes ni robos”, lo que la hizo pensar en el cuento En este pueblo no hay ladrones. Por eso, al terminar de escribir la crónica la noche del sábado en el hotel, la tituló: “En este pueblo no hay ladrones… hay milagros”.

El mamagallismo mágico. La ecuatoriana María Alejandra Torres, del diario El Universo, de Guayaquil, trajo como vademécum el libro de las memorias de García Márquez, Vivir para contarla. Por eso, teniendo en mente las evocaciones que éste hace allí de las tertulias que celebraba en Barranquilla, se propuso reconstruir qué quedaba o qué recordaban del novelista colombiano en los sitios donde aquéllas tenían lugar.

Constató con desilusión que ni de la Librería Mundo ni de los cafés Roma, Jappy y Colombia sobrevivía nada. Apuntó entonces al bar Los Almendros, así como a otros lugares en los cuales su presencia fue esporádica pero que eran frecuentados por sus amigos del Grupo de Barranquilla, como La Cueva y La Tiendecita.

Al recorrer los tres establecimientos, comprobó que García Márquez está muy presente en La Cueva y La Tiendecita, no así en Los Almendros, donde ni su actual propietario le atribuye mayor importancia al hecho de que él haya sido en el pasado un visitante del bar. En La Tiendecita, al examinar los nombres de los platos (“chorizos arrebatadores”, “hayacas encoñadoras”, “chuleta dietética” y “sancocho con gallina corretiá”, entre otros) y observar el eclecticismo de la galería fotográfica que adorna las paredes (imágenes de García Márquez, Cepeda Samudio y Rafael Escalona mezcladas con las de la Virgen, el Che, Uribe Vélez y un enjambre de reinas de belleza), descubrió intacto el espíritu mamagallista de García Márquez y de la ciudad. La periodista contó en el taller: “Yo veo que no en todas partes de Barranquilla tienen a Gabo como figura central (tal vez en Aracataca y Cartagena, sí). Aquí recuerdan más a otras figuras de corte más popular: Joe Arroyo, Shakira, Sofía Vergara, futbolistas. La curiosidad es de los extranjeros, que llegan a preguntar, a tomarse fotos. Los barranquilleros no lo hacen: tal vez es porque ya lo asumen, es parte de su día a día”.

La colombiana Daniella Sánchez Russo, del diario El Espectador, es de Barranquilla, y por eso estaba enterada de la existencia del claustro de las Hermanas Reparadoras, situado en el barrio Boston de esta ciudad. Sabía que ése era un coto de caza prometedor: un convento de siete monjas, de las cuales la menor tiene 40 años y la mayor 84, esta última la madre superiora, y quien lleva 68 años sin poner un pie en la calle.

Todas se turnan para que ni un solo instante el Santísimo Sacramento permanezca sin recibir sus oraciones; piensan que si ellas dejan de rezar, el mundo se desmorona. También les cobran a los creyentes del bullicioso mundo exterior
$ 1.000 por día de oración, sobre todo por reparar matrimonios fallidos.

Pero, una vez hecha la reportería, Sánchez Russo no estaba segura de que Macondo latiera en el corazón de esta historia. De ahí que decidió forzar un poco los vínculos en su crónica: un comienzo garciamarquiano (“Veinticuatro mil cuatrocientos cincuenta y cinco días lleva encerrada la madre Teresa…”); una referencia al personaje principal de Del amor y otros demonios (tras hablar de la decadencia del claustro y, en general, de la Iglesia Católica, anotaba que “Entonces podría suponerse que Sierva María de Todos los Ángeles […] debe estar rebosando de alegría donde quiera que esté. La institución que la oprimió ha perdido la popularidad de la que se jactaba en la época del colonialismo…”); y, por último, una cita de Mientras agonizo, de Faulkner, no sin dejar de indicar que es “uno de los autores predilectos de García Márquez”.

La puertorriqueña Ana Teresa Toro, del diario El Nuevo Día, de San Juan, le sacó también partido a su membresía en el club de La Jirafa. En efecto, ella oyó hablar, durante la reunión que tuvo lugar la tarde del miércoles en el Museo del Caribe, que era normal que en Barranquilla las carretas tiradas por mulas, así como las vacas, les disputaran a los automóviles el tráfico vial.

Fue entonces cuando su memoria de lectora se activó y le devolvió una graciosa entrega de esa columna juvenil que García Márquez escribía en EL HERALDO, “No es una vaca cualquiera”, publicada en abril de 1951. Inspirándose en ella, fue al mercado del sector de Barranquillita y se encontró, de verdad, con numerosas vacas circulando a placer por las calles, al parecer todas de propiedad de un solo ganadero que tiene su hato en las inmediaciones rurales de esa zona, tal como lo contaría en su crónica, titulada “Vacas cualquieras”. Pero si en la nota de García Márquez Barranquilla figura con un perfil citadino, la puertorriqueña la describía como un “territorio ambiguo” entre rural y urbano; una ciudad en la que, en cinco minutos, pasas de un sofisticado paraje primermundista a una fangosa zona pueblerina; una ciudad para cuyos habitantes la zoofilia es parte de sus costumbres; una ciudad, en fin, que, ante la llegada (inminente) del orden y la regulación racionales propios del mundo globalizado, se portará ella misma como una vaca, “lentamente y a sus anchas, para recibir el porvenir moviendo la cola, quizás, soltando una gran plasta”. En suma: una estampa macondiana que, para Barranquilla (pero ése era otro asunto), no resultaría precisamente una postal para turistas.
Viendo llover en Macondo. La colombiana Vanessa Fayad, de la revista Soho, llegó al taller con una idea dándole vueltas en la cabeza: contar la vida cotidiana de la tragedia desatada por las lluvias invernales en los pueblos del sur del Atlántico. Había leído una noticia que contaba que en Manatí la mitad de la población se había quedado sin electricidad y vivía a la luz de fogatas y antorchas callejeras.

El mismo miércoles hizo contacto con un joven lugareño de Manatí, integrante de la danza Son de Negros, y al día siguiente viajó a ese municipio. Se encontró, como lo referiría en su crónica, con un pueblo que parecía “el escenario posterior a una guerra”, donde la mayoría de la gente estaba refugiada en un gran albergue de 304 módulos, al cual rehusaron mudarse personas como Mercedes Mejía y María, su vecina, dos mujeres resignadas que se quedaron en medio de la nada, en su inundado barrio Villa Felicidad, y que constituirían el hilo del relato. En el primer borrador, decía al final que, en general, los damnificados estaban llenos de resignación “como alguna vez lo estuvo Macondo de la peste del insomnio”. Anderson le sugirió que revisara esa analogía y ella, en efecto, la eliminaría después en la versión final. “Es una crónica del abandono asumido como forma de vida”, la definió el mismo Anderson, sugiriendo que éste es un rasgo de Macondo.

La colombiana Diana María Pachón, por entonces redactora del portal Kien&ke y en la actualidad de la revista Gente, de Bogotá, desechó la idea de escribir sobre el hermano muerto de una bruja a la que había contactado en Barranquilla, y quien –al igual que José Arcadio Buendía, hijo– tenía niños-en-cruz, y puso entonces la mira en Puerto Colombia. Allí sorprendió un cuadro de la realidad que reunía contra un mismo fondo nostálgico a un escritor que vende loterías en el pueblo, al hijo de éste –quien le hurta los libros para cambiarlos por drogas duras, argumentando que lo hace para que su padre no se vuelva loco como don Quijote–, la leyenda de que Marilyn Monroe estuvo una vez alojada en un antiguo hotel de la localidad y, cómo no, las mariposas amarillas, brotando de los almendros y los guayacanes como si fueran “flores voladoras”.

La argentina Violeta Gorodischer, editora de la revista Ohlalá! y colaboradora de otros medios de su país como Página/12 y Rolling Stone, dio con una historia con la que tal vez pensó que mataba dos pájaros de un solo tiro: la del sacerdote Hollman Londoño, quien tiene su propia iglesia en las afueras de Barranquilla, en la vía a Puerto Colombia, y quien asegura poseer el don de sanar a los enfermos con el solo contacto de sus manos. Para ella, por una parte, se trataba de una historia representativa del universo de Macondo; y, por otra, era un caso que encajaba con su interés particular por “las nuevas búsquedas espirituales contemporáneas”. Sin embargo, no faltó la conexión explícita con García Márquez: la asesora de prensa del sacerdote es una periodista que, en el desaparecido telenoticiero Criptón, trabajó bajo el mando de Diana Turbay, una de las protagonistas del libro Noticia de un secuestro.

En su crónica, Gorodischer describía al padre Hollman como un rockstar haciendo explotar en gritos a la gente. Y allí admitía: “Pienso en la comunión como energía, en que los clichés tienen algo de cierto”. Jon Lee Anderson le dijo: “Me gusta que no has tomado partido”. Y a continuación generalizó el comentario: “Veo que hemos estado dispuestos a creer, hemos puesto en reserva nuestras dudas, quizás porque hemos estado aquí por Gabo”.

En estas últimas palabras del cronista de The New Yorker parecía estar la clave de esta aventura periodística organizada por la FNPI y que había producido 12 crónicas, varias de ellas hoy día ya publicadas: Macondo surge cada vez que asumimos una inocente y abierta actitud de credulidad frente a todo lo que se nos cuenta o todo lo que aparenta ser, por muy inverosímil que resulte. A su modo, lo dijo asimismo la brasilera Carol Pires poco después de haber sido clausurado el taller: “Me parece que García Márquez está en nosotros mismos”.


1 comentario:

MEMORABILIA GGM dijo...

Dice Ignacio Velez-Pareja: Dice Novoa: "En otras palabras: muy posiblemente, contando página por página, García Márquez le ha dedicado más tiempo a su obra de reportero que a la de escritor de no ficción, la que le ha dado la fama mundial." ¿No será "En otras palabras: muy posiblemente, contando página por página, García Márquez le ha dedicado más tiempo a su obra de reportero que a la de escritor de ficción, la que le ha dado la fama mundial."