MEMORABILIA GGM 632
Página/12
Buenos Aires – Argentina
29 de noviembre de 2012
Literatura
Se presento Gabo
periodista
en la feria de Guadalajara
El periodismo puede ser mágico
La antología con los
mejores artículos publicados por el gran cronista colombiano del siglo XX fue
seleccionada y comentada por Jon Lee Anderson, Juan Villoro y Antonio Muñoz
Molina, entre otros. El libro tendrá su correspondiente edición argentina.
Por Silvina Friera - Desde Guadalajara
El periodismo,
“el mejor oficio del mundo”, tiene un maestro en el arte de la hipérbole. “La
regla fundamental de la escritura de Gabriel García Márquez es la exageración.
El copia la exageración de la realidad.” Eso dice Sergio Ramírez en la Feria
Internacional del Libro de Guadalajara (FIL), durante la presentación de Gabo
periodista, una antología de los mejores textos periodísticos del gran cronista
colombiano del siglo XX, seleccionada y comentada por Jon Lee Anderson, Martín
Caparrós, Alma Guillermoprieto, Antonio Muñoz Molina, Juan Cruz, Juan Villoro,
Alex Grijelmo y Héctor Abad Faciolince, entre otros escritores y cronistas del
singular grupo de amigos o “compinches polígrafos” del Premio Nobel de
Literatura. Publicado conjuntamente por Fondo de Cultura Económica, el Consejo
Nacional para la Cultura y las Artes (Conaculta) y la Fundación Nuevo
Periodismo Iberoamericano (FNPI), el libro de más de 500 páginas incluye además
reflexiones sobre su obra e influencia como periodista, una entrevista a
Mercedes Barcha –la esposa del escritor– realizada por Héctor Feliciano; una
investigación cronológica de su labor periodística, fotografías poco conocidas
de distintas etapas de la vida del autor de Cien años de soledad y un emotivo
epílogo de Jaime Abello Banfi, director de la FNPI.
“El periodismo ha
sido su vida tanto como la literatura –escribe Feliciano en las primeras
páginas de Gabo periodista–. El periodismo no agota y seca las cualidades
literarias del escritor colombiano, sino que, todo lo contrario, lo potencia y
lo acompaña forjándose. A menudo, parecería que las semillas de lo que se ha
llamado ‘realismo mágico’ o de las concepciones largas y laberínticas del
tiempo en sus novelas se encuentran ya en sus crónicas. Separar el periodismo
de su literatura sería comparable a hacerlo con el de Martí, el de Darío o el de
Azorín.” Abello Banfi también rechaza la escisión entre literatura y
periodismo. “Gabo nunca quiso separar la experiencia de novelista de ficción y
la periodística”, subraya el director de la FNPI y confiesa que se quedó con
las ganas de hacer un segundo volumen. “Los habitantes de la ciudad nos
habíamos acostumbrado a la garganta metálica que anunciaba el toque de queda.”
Así empieza el primer escrito periodístico de García Márquez, publicado en El
Universal de Cartagena el 21 de mayo de 1948. Abad Faciolince eligió este
artículo y uno más del “período cartagenero” porque “son mucho más poéticos que
otra cosa”, “un oasis de libertad donde él simplemente hacía lo que se le daba
la gana”. El triunfo completo de Gabo –opina Abad Faciolince– es que “siempre lo
leemos, sin saber bien por qué, hasta la última letra”.
Villoro optó por
un puñado de “textos costeños” –publicados en periódicos de Barranquilla y
Cartagena de 1948 a 1953– que ponen en juego “las posibilidades imaginativas de
lo real”. Un ejemplo es el artículo “Era una vaca cualquiera”, en el que
“descubre la maravilla de que un martes sin gracia se convierta en un domingo
repentino por obra de una vaca”. Jon Lee Anderson, en cambio, prefirió las
peripecias del cronista colombiano enviado a Ginebra como corresponsal de El
espectador, en 1955, para cubrir la reunión cumbre de jefes de Estado. “Gabo
salpica sus textos con pequeñas anécdotas que destacan lo absolutamente
ridículo de la cumbre: un pavo real errante se aparece ante la puerta del
augusto palacio en donde tiene lugar el encuentro y detiene momentáneamente el
acto; más tarde, el pavo real aparece en medio del tráfico”, repasa el cronista
norteamericano. La famosa columna “¿Una entrevista? No, gracias”, publicada en
El espectador el 12 de julio de 1981, (Véase
a continuación. N del E.) fue una de las elegidas por Grijelmo. Ramírez
celebra la crónica que el colombiano escribió sobre la toma del Palacio
Nacional en Managua –ejecutada el 22 de agosto de 1978 por un comando
guerrillero del Frente Sandinista– sin haber estado nunca en Nicaragua porque
“copia la exageración de la realidad”.
“El único miedo
que los latinos confesamos sin vergüenza, y hasta con un cierto orgullo
machista, es el miedo al avión”, se lee en “Seamos machos: hablemos del miedo
al avión”, publicada en El País de España en octubre de 1980, columna elegida
por Caparrós. “El final es perfecto, y cumple con la condición de dejar en el
lector la sensación –que cualquier milpalabrista sabe falsa– de que podría
decir mucho más si no fuera porque se está quedando sin espacio, porque ha
llegado al tope de sus mil palabras.” Partidario enfático del artículo “25.000
mil millones de kilómetros cuadrados sin una sola flor” –sobre la desolación de
la Luna y los planetas más alejados del sistema solar–, Muñoz Molina plantea
que mientras otros escritores predican, reflexionan, hacen de críticos
literarios o de gurús políticos cuando colaboran en periódicos, Gabo “no
parecería tener otro propósito que el de contar una buena historia, la mejor historia
posible cada semana”. Feliciano le pregunta a la mujer de Gabo –que suele
repetir que “los periodistas le buscan siempre demasiadas patas al gato”– cuál
es el libro que prefiere de García Márquez: “Cien años de soledad (...) me lo he leído tres veces. Es una
maravilla”, afirma.
¿Y cómo anda la
memoria de Gabo? Por más paradójico que suene, de eso no se habla. Consuelo
Sáizar, la presidenta del Conaculta, subió a su cuenta de Twitter una foto del
momento en que le entregaron la antología de sus textos periodísticos. “Está en
casa, tranquilo y jubilado, pasándolo muy bien y en buenas condiciones para
tener 85 años”, cuenta Abello Banfi. Al recibir el ejemplar del libro –que se
publicará en la Argentina y en otros países de América latina durante 2013 y 2014–,
García Márquez agradeció y brindó con champaña. “Esto es para que dure”, auguró
el narrador cuya chispa iluminó el lenguaje.
**** **
El
Espectador
Bogotá – Colombia
12 de julio de 1981
¿Una entrevista? No, gracias
Por Gabriel García Márquez
En el curso de una entrevista, un
reportero me hizo la pregunta eterna: “¿Cuál es su método de trabajo?”.
Permanecí pensativo, buscando una respuesta nueva, hasta que el periodista me
dijo que si la pregunta me parecía demasiado difícil podía cambiarla por otra.
“Al contrario”, de dije, “es una pregunta tan fácil y tantas veces contestada
por mí que estoy buscando una respuesta distinta”. El periodista se disgustó,
pues no podía entender que yo explicara mi método de trabajo de un modo
diferente en cada ocasión. Sin embargo, así era. Cuando se tiene que conceder
un promedio de una entrevista mensual durante doce años, uno termina por
desarrollar otra clase de imaginación especial para que todas no sean la misma
entrevista repetida.
En realidad, el género de la
entrevista abandonó hace mucho tiempo los predios rigurosos del periodismo para
internarse con patente de corso en los manglares de la ficción. Lo malo es que
la mayoría de los entrevistados lo ignoran, y muchos entrevistados cándidos
todavía no lo saben. Unos y otros, por otra parte, no han aprendido aún que las
entrevistas son como el amor: se necesitan por lo menos dos personas para
hacerlas, y sólo salen bien si esas dos personas se quieren. De lo contrario,
el resultado será un sartal de preguntas y respuestas de las cuales puede salir
un hijo en el peor de los casos, pero jamás saldrá un buen recuerdo.
La introducción es siempre la
misma, y casi siempre por teléfono. “He leído todas las entrevistas que le han
hecho a usted, y todas son iguales”, dice una voz amable y muy segura de sí
misma. “Lo que yo quiero hacerle es algo distinto”. Es inútil replicar que
todos dicen lo mismo. Además, no lo hago de ningún modo, porque siempre me he
considerado un periodista, por encima de todo, y cuando otro periodista me
solicita una entrevista me siento en un callejón sin salida: a la vez víctima y
cómplice. De modo que termino siempre por aceptar, con ese hilo de suicida
irremediable que todos llevamos dentro.
En dos de cada tres casos, el
resultado es el mismo: no resulta una entrevista distinta, porque las preguntas
son las de siempre. Incluso la última: “¿Quisiera decirme una pregunta que
nunca le hayan hecho y quisiera contestar?”. La respuesta es siempre la más
desoladora: “Ninguna”. Tal vez los entrevistadores no se den cuenta de hasta qué
punto nos duele su fracaso a los entrevistados, pues en la realidad no es un
fracaso de ellos solo, sino, sobre todo, un fracaso nuestro. Siempre me quedo
con la impresión sobrecogedora de que el domingo próximo, cuando los lectores
abran el periódico, se dirán con un gran desencanto, y quizá con una rabia
justa, que allí está otra vez la misma entrevista de siempre, del escritor de
siempre, que ya se encuentra hasta en la sopa, y pasarán con toda razón y todo
derecho a la página providencial de las historietas cómicas. Tengo la esperanza
de que en un día no muy lejano nadie volverá a comprar los periódicos donde se
publiquen entrevistas conmigo.
Hay entrevistadores de diversas
clases, pero todos tienen dos cosas en común: piensan que aquella será la entrevista
de su vida, y están asustados. Lo que no saben –y es muy útil que lo sepan- es
que todos los entrevistados con sentido de la responsabilidad están más
asustados que ellos. Como en el amor, por supuesto. Los que creen que el susto
sólo lo tienen ellos, incurren en uno de los dos extremos: o se vuelven
demasiado complacientes, o se vuelven demasiado agresivos. Los primeros no
harán nunca nada que en realidad valga la pena. Los segundos no consiguen nada
más que irritar al entrevistado. “Eso es bueno”, me dijo un excelente
entrevistador de radio. “Si uno logra irritar al entrevistado, éste terminará
por gritar la verdad de pura rabia”. Otros emplean el método de los malos
maestros de escuela, tratando de que el entrevistado caiga en contradicciones,
tratando de que diga lo que no quiere decir, y tratando, en el peor de los
casos, de que digan lo que no piensan. He tenido que enfrentarme algunas veces
a esta clase de entrevistadores, y los resultados han sido siempre los más
deplorables. Debo reconocer, sin embargo, que, en otro género de entrevistas,
el método puede conducir a una explosión deslumbrante. Este fue el caso, hace
algunos años, en una conferencia de Prensa sobre temas económicos que concedió
el presidente de Francia Valéry Giscard d’Estaing. Fue un espectáculo radiante,
en el cual los periodistas disparaban con cargas de profundidad, y el
entrevistado respondía con una precisión, una inteligencia y un conocimiento
asombrosos. De pronto, una periodista preguntó con el mayor respeto: “¿Sabe usted,
señor presidente, cuánto cuesta un billete del Metro?”. El señor presidente,
por supuesto, no lo sabía.
Entrevista de guerra
En esta clase de entrevistas, que
tal vez debían llamarse entrevistas de guerra, el nombre culminante es el de mi
admirada Oriana Fallaci. Otros periodistas que creen conocerla –pero que sin
duda no la quieren- tienen reservas en relación con su método. Dicen que en
efecto no altera ni una sola palabra de lo que dijo el entrevistado frente al
micrófono, que en cambio acomoda a su antojo el orden en que fue dicho, y,
sobre todo, cambia y retoca sus propias preguntas como mejor le conviene. No me
consta, y es muy probable que quienes lo dicen no lo sepan tampoco de primera
mano. A fin de cuentas, no creo que ese método sea menos sospechoso que el
empleado en la actualidad por las revistas norteamericanas Time y Newsweek, que
graban una conversación de varias horas y luego no utilizan sino el material de
una página, sin preguntarse si las omisiones no alteran de algún modo el sentido
del texto original. En todo caso, el resultado del método de Oriana Fallaci es
casi siempre revelador y fascinante, y muy pocas personalidades de este mundo
han resistido a la vanidad de concederle una entrevista. A ella, por su parte,
sólo se le ha ablandado el corazón frente a dos hombres: el príncipe Rainiero
de Mónaco y monseñor Helder Cámara. El propio Henry Kissinger admitió en sus
memorias que la entrevista de Oriana Fallaci fue la más catastrófica que le
habían hecho jamás. Es fácil comprender, porque en ninguna otra había quedado
tan descubierto por dentro y por fuera, y de cuerpo entero. Como sólo puede
lograrse, desde luego, con los recursos mágicos de la ficción.
Un buen entrevistador, a mi modo de
ver, debe ser capaz de sostener con su entrevistado una conversación fluida, y
de reproducir luego la esencia de ella a partir de unas notas muy breves. El
resultado no será literal, por supuesto, pero creo que será más fiel, y sobre
todo más humano, como lo fue durante tantos años de buen periodismo antes de
ese invento luciferino que lleva el nombre abominable de magnetófono. Ahora, en
cambio, uno tiene la impresión de que el entrevistador no está oyendo lo que se
dice, ni le importa, porque cree que el magnetófono lo oye todo. Y se equivoca:
no oye los latidos del corazón, que es lo que más vale en una entrevista. No se
crea, sin embargo, que estas desdichas me alegran. Al contrario: al cabo de
tantos años de frustraciones, uno sigue esperando en el fondo de su alma que
llegue por fin el entrevistador de su vida. Siempre como en el amor.
[…]
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